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vírgenes sabias y vírgenes necias que intercambian largas miradas en el diálogo del vicio y de la virtud, Evas turbadas y turbadoras en las que el maniqueísmo medieval parece interrogarse: «¿Ha creado el cielo este conjunto de maravillas para la morada de una serpiente?». En la literatura cortesana, ciertamente, las damas inspiradoras y poetisas — heroínas de carne o de ensueño: Eleonor de Aquitania, María de Champagne, María de Francia, lo mismo que Isolda, Genoveva o la Princesa Lejana— desempeñan un papel superior: ellas son las inventoras del amor moderno. Pero ésa es otra historia, sobre la que insistiremos más adelante. Se ha pretendido con frecuencia que las cruzadas, al dejar a las mujeres solas en Occidente, provocaron un acrecentamiento de sus poderes y de sus derechos. Recientemente, David Herlihy ha sostenido todavía que la condición de las mujeres, sobre todo en la capa superior de la sociedad señorial y en la Francia meridional e Italia, mejoró en dos ocasiones: en la época carolingia y en tiempo de las cruzadas y de la reconquista. La poesía de los trovadores sería el reflejo de esta promoción de la mujer abandonada. Pero dar crédito a un san Bernardo que evoca una Europa de la que han desaparecido sus hombres o a un Marcabru cuando hace suspirar a una «castellana» porque todos sus enamorados han partido a la segunda cruzada es tomar por realidades generales los deseos de un propagandista fanático de la cruzada y la ficción de un poeta imaginativo. El estudio de las actas jurídicas demuestra que, en lo que concierne en cualquier caso a la gestión de los bienes de la pareja, la situación de la mujer empeoró del siglo XII al XIII. No ocurre lo mismo con el niño. A decir verdad, ¿hay niños en el Occidente medieval? A juzgar por las obras de arte, no lo parece. Los ángeles, que más tarde serán normalmente niños, que incluso se convertirán en esos pequeñuelos equívocos, medio ángeles, medio amorcillos, los putti, en la Edad Media, sea cual fuere el sexo que se les atribuya, estarán representados por adultos. Cuando ya en la escultura la Virgen se ha convertido en una mujer real, tan bella como dulce y femenina —evocando el modelo concreto y, con frecuencia, sin duda, querido, que el artista ha tratado de inmortalizar—, el niño Jesús sigue siendo un horroroso retaco que no interesa ni al artista, ni a quienes le encargaron la obra, ni al público. Habrá que esperar hasta el final de la Edad Media para que se extienda un tema iconográfico en el que se aprecia un nuevo y vivo interés por el niño, interés, por otro lado, que, en ese tiempo de mortalidad infantil elevada es, ante todo, inquietud: el tema de la matanza de los niños inocentes que, en la devoción, halla su eco en el creciente auge de la fiesta de los Santos Inocentes. Los hospicios de niños abandonados, puestos bajo su patrocinio, a duras penas se encuentran antes del siglo XV. Esa Edad Media utilitaria, que no tiene tiempo para apiadarse o maravillarse ante el niño, a duras penas alcanza a verlo. Como hemos dicho, no hay niños en la Edad Media. No hay más que adultos pequeños. Además, el niño no suele contar para formarlo con ese educador habitual en las sociedades tradicionales: el abuelo. La esperanza de vida es demasiado corta en la Edad Media como para que muchos niños hayan podido conocer a su abuelo. Apenas salidos del recinto de las mujeres, donde por su carácter de niños no se les toma en serio, se ven lanzados a las fatigas del trabajo rural o del aprendizaje militar. El vocabulario de los cantares de gesta es ilustrador en este sentido. Las mocedades del Cid pintan al joven héroe adolescente y precoz como es natural en las sociedades primitivas, hecho ya un hombre. El niño aparecerá con la familia doméstica, ligada a la cohabitación restringida al grupo estrecho de los ascendientes y descendientes directos, familia doméstica que nace y se multiplica con el medio ambiente urbano y la formación de la clase burguesa. El niño es un producto de la ciudad y de la burguesía que, por el contrario, deprime y ahoga a la mujer. La mujer queda avasallada por el hogar, mientras que el niño se emancipa y, de repente, puebla la casa, la escuela, la calle. El individuo, excepto en la ciudad, aprisionado por la familia, que le impone las servidumbres de la posesión y de la vida colectivas, se ve absorbido también por otra comunidad: la señoría en la que vive. Es cierto que entre el vasallo noble y el campesino, sea cual fuere su condición, la diferencia es considerable. No obstante, aunque a niveles diversos y disfrutando de mayor o menor prestigio, los dos pertenecen a la señoría o, mejor aún, al señor de quien dependen. Uno y otro son el «hombre» del señor; para el uno en un sentido noble, para el otro en un sentido humillante. Los términos que muy a menudo acompañan a la palabra precisan, por otro lado, la distancia que existe entre sus condiciones. «Hombre de boca y de manos» para el vasallo, por ejemplo, evoca una cierta intimidad, una comunión, un contrato que le sitúa, aunque en un nivel inferior, en la misma clase que su señor. «Hombre de dependencia» (homo de potestate), para el campesino, le hace depender, es decir, estar bajo el poder del señor. Ahora bien, a cambio de la sola protección y de la contrapartida económica de la dependencia —aquí el feudo y allí la tenencia— ambos tienen con relación al señor una serie de obligaciones: ayudas, servicios, pagos, y ambos están sometidos a su poder de tal forma que en ningún otro dominio se manifiesta con mayor claridad que en el campo judicial. De entre las funciones acaparadas por los señores feudales en perjuicio del poder público, no hay otra que sea más pesada para quienes dependen del señor que la función judicial. Es cierto que al vasallo se le llama con más frecuencia para que se siente en el lado bueno del tribunal —como juez junto al señor o en su lugar— que en el malo. Sin embargo, se halla también sometido a sus veredictos, por los delitos en los que el señor sólo tiene jurisdicción, uno de los soberanos más preocupados por combatir la injusticia y por afirmar a la vez el poder real, es especialmente respetuoso de las justicias señoriales. Guillermo de Saint-Pathus cuenta a este propósito una anécdota significativa. El rey, rodeado de una multitud de vasallos, escuchaba en el cementerio de la iglesia de Vitry el sermón de un dominico, el hermano Lamberto. Cerca de allí «un grupo de gentes» hacía tanto ruido en una taberna que no se entendía nada de lo que el predicador decía. «El bendito rey preguntó a quién pertenecía la justicia en aquel lugar y le respondieron que a él. Ordenó entonces a algunos de sus sargentos hacer callar a esas gentes que turbaban la palabra de Dios, y así se hizo.» El biógrafo del soberano termina diciendo: «Se cree que el bendito rey preguntó que a quién pertenecía la justicia en aquel lugar por temor a usurpar —si hubiese pertenecido a otro y no a él —la jurisdicción de otro...». Así como el vasallo hábil puede hacer jugar en beneficio

Esta pregunta también está en el material:

LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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