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a a casa del lanista. Era un personaje pintoresco que facilitaba al editor (el «procurador», si se quiere, con la única diferencia de que financiaba el espectáculo sin ninguna esperanza de recuperar ni un céntimo) los gladiadores que le hacían falta. Con la venta o el alquiler de la cuadrilla que había llevado a su caserna, se decía que el lanista conseguía unas ganancias considerables. Se hallaba, en efecto, en la situación del intermediario todopoderoso, pues los magistrados no podían regatear: a unos hombres que podían desacreditarse ofreciendo al público unos gladiadores patizambos, el lanista podía imponerles tranquilamente sus tarifas. Le bastaba con especular con la urgente necesidad en que se encontraba de procurarse gladiadores, y de los buenos. Pero las ventajas financieras que conseguía con su empresa lucrativa eran contrarrestadas por la decadencia social y el menosprecio moral de que era objeto. Se le mantenía, como al último de sus gladiadores, en el rango de los infames. En efecto, los romanos veían en ese personaje algo de carnicero y de prostituidor a la vez. Y le conferían el papel de cabeza de turco: la sociedad volcaba sobre él el desprecio provocado por una institución que rebajaba a los hombres a la categoría de mercancía y de ganado. Se da el hecho curioso de que este desprecio no se hacía patente en el caso de aquellas personas que sostenían una tropa de gladiadores y comerciaban con ella, siempre y cuando ello no constituyera un medio de subsistencia, sino una simple ayuda económica. Por otra parte, según la ley, cualquier ciudadano tenía derecho a poseer gladiadores cuyo número, en principio, no estaba limitado. Y los magistrados que, de acuerdo con las funciones que ejercían, o con el crédito que codiciaban, se veían en la necesidad de ofrecer juegos a menudo, a partir del siglo I de nuestra era se enfrentaron a la necesidad de poseer su propia tropa de gladiadores, siempre dispuestos a alquilarla cuando no tenían que servirse de ella. También en esta circunstancia, el Imperio sólo tuvo que sistematizar una experiencia ya en marcha. La magnificencia de los munera que ofrecía le permitía no depender de ningún intermediario. El Estado se hizo empresario: edificó casernas, los ludi imperiales, que en Roma eran las únicas escuelas de gladiadores autorizadas. Así, el privilegio legal se acrecentaba con un semimonopolio económico. Además del Ludus Matutinus, donde se entrenaba a los «cazadores» destinados a luchar con las fieras, había otros tres: el Ludus Gallicus, el Ludus Dacicus y el Ludus Magnus. Este último, del cual se estuvo hablando en Roma sin que se conociera su ubicación exacta hasta el año 1937, fecha en que se iniciaron las excavaciones que pusieron al descubierto importantes vestigios del mismo, estaba situado al lado del Coliseo. Comunicaba con éste, según parece, mediante un pasadizo subterráneo, como han demostrado A. M. Colini y L. Cozza en su publicación Ludus Magnus. Su construcción, iniciada por Domiciano, la terminaron Trajano y Adriano. Bajo Marco Aurelio, fue devastado por un incendio, pero fue inmediatamente reparado, como si se tratara de uno de los edificios más indispensables a la colectividad. Más adelante describiremos el aspecto ordinario de esos lugares. Ahora nos ocuparemos únicamente de su organización. Eran unos extensos conjuntos que comprendían, además de las celdas y las salas de entrenamiento, un arsenal y una fragua. Ocupaban a mucho personal, desde los armeros hasta los entrenadores, pasando por el médico. Para gobernar una institución autárquica de esa clase, hacía falta toda una jerarquía de funcionarios, a la cabeza de los cuales había un procurator responsable de la administración financiera y técnica. La importancia de dicho procurator estaba determinada por el hecho de que pertenecía al orden ecuestre. Por otra parte, Roma no tenía la exclusiva de las casernas imperiales: había otras en todas las provincias, en Preneste, en Capua, en Alejandría, en Pérgamo. Solían ser menos importantes: un solo funcionario asumía la dirección de varias casernas de una misma circunscripción. Era el procurator «por las Galias», «por Asia», etc. Destaquemos que estos últimos establecimientos no tenían como único objeto proveer a las necesidades de la provincia. Eran el plantel donde se reclutaba a la élite llamada a figurar en Roma en los munera imperiales. Es harto difícil formarse una idea del número de gladiadores que llegaban a concentrarse en las casernas. En lo que a las de Roma se refiere, reunidas podían alcanzar la cifra de dos mil hombres. Pero, con relación a la dimensión de dicha organización ramificada, el lanista quedaba en una situación como de artesano. La mayor parte del mercado se le escapaba: incluso en provincias, si algunos grandes sacerdotes se dirigían a él para procurarse gladiadores, muchos otros poseían su propia tropa. Además, a partir de Marco Aurelio, el Estado no solamente le impone las tarifas, sino que llega a obligarle a facilitar a todo organizador de munus un número determinado de gladiadores a bajo precio. Vemos, pues, que todo el mercado de gladiadores estaba apresado entre las mallas más o menos flexibles de una reglamentación inspirada por el principio de que la «producción» de los munera era algo de interés público. Al nuevo régimen se le planteaba la necesidad de crear un marco a la medida de los combates que celebraba. La República, como hemos visto, había dejado únicamente la idea de ello. Su realización fue precedida de algunas pruebas anárquicas o desdichadas. El primer anfiteatro permanente se construyó gracias a la iniciativa de un particular inmensamente rico, Estatilio Tauro, a instancias, y tal vez, bajo la protección de Augusto, con quien le unían lazos familiares. El edificio desapareció durante el gran incendio que asoló Roma bajo Nerón. Tuvieron que recurrir de nuevo a la vieja fórmula de los anfiteatros de madera improvisados que se desmontaban una vez terminado el espectáculo, o a los que, como el de Nerón, eran lo suficientemente sólidos como para durar algunos años. El problema no quedó resuelto hasta finales del siglo I: Vespasiano mandó iniciar la construcción de un coliseo que fue terminado en tiempos de sus sucesores Tito y Domiciano. Hubo que recurrir a una inmensa cantidad de mano de obra para conseguir llevar a cabo una tarea tan enorme en un plazo de tiempo relativamente corto. Las piedras necesarias para la construcción del edificio fueron arrancadas de la cantera de Tibur, situada a 27 kilómetros de Roma. Hubo que construir una carretera especial por la que, según la tradición, pasaban sin cesar, en doble hilera ininterrumpida, 30.000 prisioneros judíos dedicados exclusivamente al traslado de las piedras. Vemos, pues, que la idea de un César-Faraón ya no era ninguna fantasía: en efecto, el monumento era de proporciones espectaculares. Penetremos en él. Una ciudad en las graderías La víspera del día en que iban a tener lugar unos juegos extraordinarios, la población de la ciudad se veía incrementada por gran número de italianos y extranjeros que habían tenido noticia del acontecimiento por medio de los carteles que habían sido colocados sobre los sepulcros que bordeaban las grandes vías. Los ricos dejaban sus casas de campo, y los campesinos sus rebaños. Roma, ya de por sí superpoblada, no conseguía dar alojamiento a tantos curiosos, y adquiría el aspecto de un gran campamento. Había tiendas de campaña por las calles, sobre el adoquinado de sílex, y en las encrucijadas, cerca de los santuarios de los Lares: el hormigueo de la muchedumbre era tal, que había incluso quien perdía allí la vida, aplastado o asfixiado. Pero al día siguiente, a la hora del espectáculo, la ciudad, completamente desierta, quedaba abandonada a los filósofos y a los ladrones. Los primeros sólo podían temer que alguna llamada a la puerta les obligara a fijar su atención, concretada hasta aquel momento en el estudio, en alguna chismorrería intrascendente de cualquier inoportuno. No hay paseantes por el Campo de Marte, así como tampoco ningún visitante, en esos días muertos que Séneca, en algunos escritos célebres, se recreó en utilizar como telón de fondo de algunas de sus meditaciones. Nada —nos dice— viene a perturbar la absoluta disponibilidad del solit

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Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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