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respecto al discurso: los errores o los aciertos, la dificultad o la facilidad de la expresión, etc., se remiten a él; sin embargo, en la mayor par...

respecto al discurso: los errores o los aciertos, la dificultad o la facilidad de la expresión, etc., se remiten a él; sin embargo, en la mayor parte de los casos, la competencia del emisor está sometida en buena medida a la presencia de un oyente: el efecto feedback no se materializa en una segunda voz, sino en matizaciones de la voz primera y única, la del emisor. El proceso interactivo que explica el diálogo es muy diferente al de la comunicación. El diálogo tiene unas formas retóricas propias: es lenguaje directo, presenta alternancia de Yo y el Tú (con todas sus variantes de uso: me, mí, conmigo, etc.), es un discurso segmentado; es una actividad realizada por turnos, se inicia con una situación previa que tiene sus propias leyes, se somete en su desarrollo a unas normas conversacionales, según hemos visto, y busca una finalidad conjunta. El diálogo es, pues, una forma de discurso y una actividad sémiótica que se encuadra entre los procesos de interacción. El dialogismo, por el contrario, es un rasgo característico de todos los discursos realizados con signos de valor social. Con frecuencia, la semiología literaria ha definido la lectura como un diálogo a distancia entre el autor y el lector. No es así. Al ser la obra literaria un mensaje semánticamente abierto a varios sentidos, el lector tiene una función activa en el proceso de interpretación, pero no establece diálogo con el autor, sino con la obra. Respecto al autor, el lector proyecta un efecto feedback de tipo dialógico, nunca diálogo propiamente tal. El dialogismo está en todos los textos literarios y no literarios y supone unas relaciones entre el lector y el autor formuladas de una vez, que dan lugar a las estrategias (Riffaterre) con que el autor prepara la lectura de su lector ideal. El diálogo es un fenómeno del discurso, no del proceso de comunicación literaria. Nos hemos detenido a precisar con cierta amplitud las circunstancias que diferencian al diálogo del dialogismo, porque resultan fundamentales para definir los géneros literarios en su discurso. Cuando se habla del dialogismo en la narración o del diálogo en el teatro, es preciso aclarar que se refieren a la concurrencia de voces en la novela y a un discurso dialogado en el teatro, pero ambos géneros son dialógicos por la relación que el receptor ha establecido con el emisor condicionando su lenguaje. El uso que Bajtin y muchos de sus seguidores hace de diálogo y dialogismo es más bien metafórico ya que suelen referirse a las relaciones que se establecen entre todos los niveles del texto y entre éste y los textos anteriores o contemporáneos (intratextualidad / intertextualidad / contextualidad): es la cultura y los sistemas culturales entendidos como un inmenso diálogo; son los sistemas de signos y los usos que de ellos se hacen como la convergencia de todos los usos anteriores. En la nomenclatura de Perelman, el dialogismo es el pseudo discurso directo. La presencia de un Tú convierte al discurso en discurso directo, aunque esa presencia sea solamente un recurso retórico (Perelman / Olbrecht-Tyteca, 1989). Al estudiar el diálogo en la lírica comprobaremos que son muchos los autores que siguen esta denominación; sin embargo creemos que tales discursos no constituyen diálogos propiamente dichos, sino formas de locución distintas. También se ha entendido el dialogismo como la ficción de un diálogo en un discurso en el que se suceden las preguntas y las respuestas, incluso cuando sean retóricas o hechas a uno mismo (Mortara, 1989, 267). Hay unos límites formales poco precisos entre el diálogo, que es un hecho de la forma del discurso, y el dialogismo, que es una propiedad de los sistemas de signos de valor social que se hace presente en todos los usos que se hagan de tales signos, y hay una tendencia a denominar diálogo o dialogismo a cualquier relación que se establezca sincrónica o diacrónicamente entre los textos lingüísticos de cualquier tipo. El autor de una obra literaria (sea del género que sea) habla de una vez, y tiene en cuenta, hasta donde estime oportuno, las reacciones de su lector (Modelo, Archilector, lector individual), pero deja cerrada a cualquier modificación formal posterior su obra, por más que sea obra abierta a varias interpretaciones. La obra es el elemento intersubjetivo que pone en relación dialógica (no dialogal) al emisor y al receptor. Cervantes, en la segunda parte del Quijote, tuvo en cuenta las reacciones de algún lector de la primera, por ejemplo, al autor del Quijote apócrifo, Avellaneda, y cambió los itinerarios de su héroe para dejar constancia de la diferente trayectoria que seguiría el verdadero frente al falso Quijote. El dialogismo entre Cervantes y un lector individual de su obra es evidente, pero está claro que no fue diálogo, porque no hubo intercambio de enunciados con Avellaneda sino simple reacción ante la falsa novela a la hora de organizar la segunda parte del Quijote. La crítica histórica y la biográfica, y también la critica textual, no se plantearon nunca la posibilidad de una intervención del lector en la creación de sentido en el proceso literario. Admitieron como presupuesto indiscutible (ni siquiera llegaron a entrever otra situación) que el significado de la obra procedía del autor, determinado por sus circunstancias vitales, por su capacidad creativa, o por su intención. El texto tenía límites de forma y de significado fijados por el autor como ser individual: la obra literaria era el producto acabado de esas circunstancias, capacidad e intenciones. La presión de la pragmática, de la estética de la recepción, de la psicocrítica y de la sociocrítica, es decir, de las teorías literarias que abren la obra a su entorno y a los sujetos, han creado un nuevo concepto del arte literario. La obra no es el producto definitivo, sino que es un elemento intersubjetivo en un proceso de comunicación en el que el lector adquiere una función activa en la determinación del sentido (no del significado). El lector es el sujeto activo que ocupa el extremo del proceso semiótico, y su actividad no es la de receptor pasivo: es intérprete de los signos que se le ofrecen en un uso concreto; su papel es tan amplio como le permite su propia competencia. Es extraño que la idea de un lector pasivo, simple receptor de un sentido único, haya persistido tanto tiempo en la teoría literaria, si tenemos en cuenta que los procesos anafóricos y deícticos requieren siempre la colaboración del lector. La crítica inmanentista pudo haber advertido esta situación: es el texto, no una teoría, el que reclama la participación de los lectores para completar el marco de sus referencias internas. Eco considera a la obra literaria como «una máquina perezosa que requiere la cooperación del lector» (Eco, 1981, 39), si bien está seguro que «postular la cooperación del lector no significa contaminar el análisis estructural con elementos extratextuales» (id., 16). Si del discurso y sus formas pasamos al valor semántico y al sentido literario de la obra, se pone de manifiesto rápidamente que la actividad del lector es una exigencia del especial proceso de comunicación que es la literatura. El autor ofrece un texto cuyos signos se activan de modo diverso en cada lectura, según la competencia del lector y según el horizonte de expectativas en el que se realiza la lectura. En este proceso no es posible el diálogo, pero sí el dialogismo: la obra está cerrada en sus formas y la ha dejado perfecta el autor teniendo en cuenta a sus lectores, por lo menos a la idea que él se ha formado de sus lectores. Nos queda un último proceso, el de la interpretación. Como el de expresión, se organiza con un esquema de dos elementos: los signos (en otro caso no sería un proceso semiósico) y un sujeto, el receptor. La capacidad formal y semántica de los signos, base de los procesos de significación, permite que un receptor descubra, amplíe o cree sentidos nuevos con las unidades que están en el texto y que se han podido poner con otras intenciones, o incluso con elementos y objetos que en principio no son signos. El receptor puede cambiar las cosas que en principio no son signos y convertirlas en signos al darles un sentido en relaciones históricas o funcionales. Son los que Barthes denomina función-signos, y que son objetos que se semantizan porque se ponen en relación simbólica de representación temporal, espacial, o humana: un traje de época nos traslada a un tiempo, nos remite a una clase social, a una cultura refinada o no, etc. Estos elementos, utilizados en la

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O Diálogo na Sociedade Atual
356 pag.

Literário Fundacion Escuela Tecnologica De Neiva - Jesus Oviedo Perez -FetFundacion Escuela Tecnologica De Neiva - Jesus Oviedo Perez -Fet

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