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mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas. Todo consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de ...

mañana y a nadie se le había ocurrido cerrarlas. Todo consistía en procurarse una escalera bastante larga, una escalera de seis metros en lugar de cuatro. Boxtel había observado que en la calle donde vivía había una casa en reparación; a lo largo de aquella casa habían levantado una escalera gigantesca. Esa escalera era la que necesitaba Boxtel, si los obreros no se la habían llevado. Corrió a la casa; la escalera estaba allí. La cogió y se la llevó con gran trabajo a su jardín; con más trabajo todavía, la apoyó contra el muro que dividía su casa de la de su vecino Cornelius van Baerle. La escalera alcanzaba de justeza las celosías. Boxtel se metió una linterna sorda encendida en su bolsillo, subió por la escalera y penetró en el secadero. Llegado a ese tabernáculo, se detuvo, apoyándose contra la mesa; las piernas le flaqueaban y su corazón latía hasta ahogarle. Allí, era todavía peor que en el jardín: se diría que el aire del campo quitaba a la propiedad lo que tenía de respetable; el que salta por encima de un seto o escala un muro, se detiene ante la puerta o la ventana de una habitación. En el jardín, Boxtel no era más que un merodeador; en la habitación, era un ladrón. Sin embargo, recobró el valor: no había llegado hasta allí para regresar a su casa con las manos vacías. Y se puso a buscar, a abrir y cerrar todos los cajones, a incluso el cajón privilegiado donde había estado el depósito que acababa de ser tan fatal a Cornelius; encontró, como en un jardín, etiquetadas las plantas, la Joannis, la Witt, el tulipán marrón, el tulipán café tostado, pero del tulipán negro o más bien de los bulbos donde estaba todavía dormido y oculto en los limbos de la floración, no había ninguna señal. Y, sin embargo, en el registro de las simientes y de los bulbos llevado por partida doble por Van Baerle con más cuidado y exactitud que el registro comercial de las primeras firmas de Amsterdam, Boxtel leyó estas líneas: Hoy, 20 de agosto de 1672, he desenterrado la cebolla del gran tulipán negro que he separado en tres bulbos perfectos. —¡Esos bulbos! ¡Esos bulbos! —aulló Boxtel devastando todo el secadero —. ¿Dónde ha podido ocultarlos? Luego, de repente, golpeándose la frente hasta aplastarse el cerebro, exclamó en voz alta: —¡Oh! ¡Miserable de mí! ¡Ah, tres veces perdido Boxtel! ¿Es que alguien se separa de sus bulbos, es que alguien los abandona en Dordrecht cuando se parte para La Haya, es que alguien puede vivir sin esos bulbos, cuando esos bulbos son los del gran tulipán negro? ¡Habrá tenido tiempo de cogerlos, el muy infame! ¡Los tiene encima, se los ha llevado a La Haya! Fue como un relámpago que mostrara a Boxtel el abismo de un crimen inútil. Cayó fulminado sobre aquella misma mesa, en aquel mismo lugar donde, unas horas antes, el infortunado Baerle había admirado tan largo rato y tan deliciosamente los bulbos del tulipán negro. «¡Pues bien! Después de todo—se dijo el envidioso, levantando su lívida cabeza—, si él los tiene, sólo puede guardarlos mientras esté vivo, y…» El resto de su horrible pensamiento se absorbió en una espantosa sonrisa. «Los bulbos están en La Haya —pensó—. No es, pues, en Dordrecht donde he de vivir. »¡A La Haya a por los bulbos! ¡A La Haya!» Y Boxtel, sin prestar atención a las inmensas riquezas que abandonaba, preocupado por aquella otra inestimable riqueza, salió por la celosía, se dejó deslizar a lo largo de la escalera, llevó el instrumento de robo adonde lo había cogido, y, parecido a un animal de presa, entró rugiendo en su casa. IX LA HABITACIÓN FAMILIAR Era alrededor de la medianoche cuando el pobre Van Baerle fue encarcelado en la prisión de la Buytenhoff. Lo que previera Rosa había sucedido. Al hallar la celda de Corneille vacía, la cólera del pueblo había sido grande, y si padre Gryphus se hubiera encontrado al alcance de aquellos furiosos habría pagado evidentemente por su prisionero. Pero aquella cólera se había saciado largamente en los dos hermanos, que habían sido alcanzados por los asesinos, gracias a la precaución tomada por Guillermo, el hombre de las precauciones, de hacer cerrar las puertas de la ciudad. Había llegado, pues, el momento en que la prisión se había vaciado y donde el silencio había sucedido al espantoso tronar de aullidos que rodaba por las escaleras. Rosa había aprovechado aquel momento para salir de su escondrijo y había hecho salir a su padre. La prisión estaba completamente desierta; ¿para qué quedarse en la prisión cuando se degollaba en la TolHek? Gryphus salió todo tembloroso detrás de la valiente Rosa. Fueron a cerrar bien que mal la gran puerta, y decimos bien que mal, porque estaba medio desvencijada. Se veía que el torrente de una poderosa cólera había pasado por allí. Hacia las cuatro, se oyó volver el ruido, pero ese ruido no tenía nada de inquietante para Gryphus y su hija. Ese ruido era el de los cadáveres que arrastraban y que venían a ocupar el lugar acostumbrado de las ejecuciones. Rosa se ocultó una vez más, para no ver el horrible espectáculo. A medianoche llamaron a la puerta de la Buytenhoff, o más bien a la barricada que la reemplazaba. Traían a Cornelius van Baerle. —Ahijado de Corneille de Witt—murmuró Gryphus con su sonrisa de carcelero tras leer en la tarjeta de registro la calidad del prisionero—. Ah, joven, aquí tenemos justamente la habitación familiar; os la vamos a dar. Y encantado por el chiste que acababa de hacer, el feroz orangista cogió su farol y las llaves para conducir a

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El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

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