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¿Qué coño ha pasado? ¡Le ha dado un infarto! ¿Qué ha pasado? La doctora permaneció callada, sacó un pequeño aparato del bolsillo de la bata y lo co...

¿Qué coño ha pasado? ¡Le ha dado un infarto! ¿Qué ha pasado? La doctora permaneció callada, sacó un pequeño aparato del bolsillo de la bata y lo colocó sobre la frente del yacente. El aparato emitió un pitido continuo muy desagradable. Ha muerto. ¿Qué le ha pasado? La joven miró hacia él y movió la cabeza con tristeza. Menudo día llevamos hoy... y pensar que ya habían aprobado la reincorporación de la pierna... la joven doctora acercó su mano hacia donde yacía Ezra. En ese instante comprendió por qué no notaba los dedos fríos de la mujer sobre su pecho desnudo y su corazón se aceleró como si cayera por un abismo sin fondo, aunque con toda probabilidad la sensación no era real. No podía ser real. Estaba muerto. El minero Eleazar se despertó y se incorporó en la cama, observando cómo se definía poco a poco en la oscuridad el contorno azulado de su habitación. La luz, que se colaba por la rendija de la puerta, provenía del baño. Su padre había llegado de la mina. Aguzó el oído y oyó el rumor apagado de la voz de su madre al que se unió el ras-ras del cepillo. La tierra roja se pegaba a la piel y a las uñas y su padre frotaba y frotaba cada noche cuando volvía del trabajo. No sabía si esperar, como cada noche, cuando ya había acabado de asearse, a que entreabriera la puerta y se acercara, de puntillas para no despertarle, a darle un beso de buenas noches. Casi siempre, y Eleazar no sabía muy bien por qué, se hacía el dormido, acompasada deliberadamente su respiración y mantenía los ojos cerrados mientras sentía la mirada cálida de su padre y sus labios, sobre su rostro. El beso iba acompañado de un “buenas noches, hijo mío” susurrado con voz gastada y ronca. Eleazar hubiera deseado abrir los ojos, responder y lanzarse al cuello de su padre, abrazándole, pero nunca lo había hecho. El pequeño sabía exactamente lo que pensaba Daniel Berstein cada una de las noches en las que entreabría la puerta y se acercaba a dar un beso a su hijo. Pensaba que ojalá tuviera más suerte que él, estudiara en la Universidad, se labrara un futuro lo más lejos posible de aquel desierto rojo, de aquel agujero al que llamaban mina y que se estaba tragando su vida poco a poco. El instante en el que le observaba dormir era el único instante de paz que su padre tenía en todo el día y Eleazar no se atrevía a romperlo. El resultado de su silencio era que no veía a su padre en ninguna ocasión salvo el Sábado, el único día de descanso. Su madre le había contado que su padre había elegido ese día para descansar, para rendir homenaje a la religión de sus antepasados, una religión mítica y perdida en las brumas del tiempo. También le dijo que aunque ellos ya no la practicaran, era muy importante respetar y recordar a los ancestros, que sobrevivieron a epidemias, guerras y persecuciones, sólo para que ellos estuviesen ahora allí respirando. Eleazar no acababa de entenderlo bien, al fin y al cabo era un niño de sólo tres ciclos, pero respetaba a sus padres y trataba de obedecerles como hacían todos los niños. Al pensar en otros niños, se entristeció un poco, el único niño que había conocido, su único amigo, Ken Navarro, había muerto el año pasado de unas fiebres. Su madre le había contado una historia muy bonita y muy triste en la que los dioses se sienten tan complacidos por la hermosura y la bondad de un niño, que se lo arrebatan a sus padres para que viva feliz en el Paraíso. A Eleazar le parecía cruel y por lo que había oído que pensaba la madre de Ken, cuando se la habían cruzado en el mercado, a ella también. Eleazar tenía un secreto que no le había contado nunca a nadie, ni siquiera a Ken cuando vivía. Podía oír los pensamientos de los demás. No recordaba desde cuando, pero sospechaba que desde siempre. Cuando su padre llegaba a su cuarto, toda su mente se llenaba de una mezcla de alivio, esperanza y miedo. Eleazar era pequeño pero no tanto como para no comprender que lo que estaba sintiendo eran los pensamientos de su padre al observarle. Aquello le daba un poco de vergüenza. No estaba bien espiar los pensamientos de nadie. Pero él no lo hacía conscientemente, ni siquiera era capaz de controlarlo. A veces preferiría no poder hacerlo, sobre todo cuando se enfrentaba a la sonrisa de su madre que le decía que todo estaba bien, pero en realidad lo que quería hacer era gritar de angustia. Eleazar le devolvía la sonrisa más bonita que pudiera esbozar y trataba de ignorar el miedo y la incertidumbre que nacía en lo más profundo de los ojos oscuros de su madre. En todo eso pensaba el pequeño, sin poder dormirse, cuando su padre entró. Contuvo la respiración y trató de convertirla en un rumor constante y tranquilo. —¿Estás despierto, Eli? Eleazar permaneció callado con los ojos cerrados, esperando el beso, el susurro de buenas noches y las esperanzas vertidas en silencio sobre él. —Te oigo respirar, campeón, anda, abre los ojos. Eleazar se giró poco a poco y se encontró con la sonrisa rasposa y los ojos grises de su padre, que tenía el rostro teñido del azul de la luz del baño. —Luz —dijo, y la habitación se iluminó despacio. —¿Por qué te hacías el dormido? —preguntó con dulzura el minero. El niño se encogió de hombros y no dijo nada. Parecía a punto de llorar. —¿Qué te pasa, Eli? ¿Estás triste? Eleazar miró a su padre y sintió que emanaba de él un amor tan intenso, que casi podía tocarlo con las puntas de los dedos. Le abrazó. Olía a colonia y su barba raspaba. En los brazos de su padre sabía que estaba a salvo, que ni siquiera los dioses podrían arrebatárselo, por muy hermoso y bondadoso que fuera. Uno de los pensamientos de su padre fluyó involuntariamente hacia él y el pequeño sintió un escalofrío. —¿Qué sucede? ¿Tienes frío? Se separó del abrazo y negó con la cabeza. Daniel miró a su hijo, preocupado, y le observó con detenimiento. Sintió una punzada de temor y pena, incluso un poco de ira, porque no le parecía justo que los dioses fueran tan crueles. Eleazar era un niño aparentemente normal, sin ninguna tara, pero era incapaz de hablar. Los médicos, doctores modestos que eran todo lo que la familia podía permitirse con el sueldo de un minero, decían que el problema no era físico y aparentemente tampoco neurológico, que el niño debería hablar sin problemas. Lo único que Daniel comprendía era lo que veían sus ojos. Y éstos le devolvían la mirada perdida de su hijo mudo. Eleazar extendió las manos y Daniel se las cogió. El niño sintió cómo las manos grandes y templadas de su padre envolvían las suyas. Notaba el tacto rugoso y áspero de la piel curtida. Bajó la mirada y vio el tono ligeramente enrojecido por el mineral y la arena color sangre que cubría la boca del infierno, el acceso a las entra

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Cronicas de Alburia - Andres Cortes Caballero - Juan Aventura
68 pag.
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