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Pierre Bourdieu - El baile de los solteros - Cecilia Campomanes

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Pierre Bourdieu 
El baile 
de los solteros 
La crisis de la sociedad campesina 
en el Bearne 
Traducción de Thomas Kauf 
facu~tzd de FHcs~:d:3 y I·f:..:marid3des ~ UJJ.C. 
:Blii1iOTEGA SJELl\iill K. ~a EJLüABlHY' 
M 
EDITORIAL ANAGRAMA 
BARCELONA 
B:BU~T:C.'\ r-:.:G. F~L Y HUMAN. 
IN'JEZ'iT P.R!O f ~'?- ·----~---::~--~--~~~-~-{.:~--
FEGNA ___________ .. ·-·· ~-- ::. ______ _;;_ __ . __ 
---.u* _,.,-~---..,TI"'tJCJ'délá-édiC't6n on6~uu~. 
Le bal des célibataires 
© Éditions du Seuil 
París, 2002 
r;~·~;::·~·;;·,J3T~~;*~421 
·1._~ .. :.;,:;_..;· ___ -~;;:,~·:<'~'~'•- .. ··-·-.. ,,~_,-o•· '·'" _} 
Publicado con la ayuda del Ministerio ftancés 
de Cultura-Centro Nacional del Libro 
Diseño de la colección: 
Julio Vivas 
Ilustración: Photo DR 
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N' Inventario ... :,:·,~.!.:,:._: __ :, ... 
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2004 
Pedró de la Creu, 58 
08034 Barcelona 
ISBN, 84-339-6212-4 
Depósito Legal: B. 42708-2004 
Primed in Spain 
Liberduplex, S. L., Constitució, 19, 08014 Barcelona 
El baile de Navidad se celebra en el salón in-
terior de un café. En el centro de la pista, brillan-
temente iluminada, bailan una docena de parejas, 
al son de unas canciones de moda. Son, principal-
mente, «estudiantes)>, alumnos de secundaria o de 
los institutos de las ciudades vecinas, en su mayo-
ría hijos del lugar. Y también hay algunos solda-
dos, muchachos de la ciudad, obreros o emplea-
dos, que visten pantalón vaquero y cazadora de 
cuero negro y llevan la cabeza descubie~ta o som-
brero tirolés. Entre las bailarinas hay varias mu-
chachas procedentes de los caseríos más alejados, 
que nada diferencia de las demás nativas de Les-
quire que trabajan en Pau como costureras, cria-
das o dependientas. Varias adolescentes y niñas de 
diez o doce años bailan entre sí, inientras ·los Cha-
vales Se persiguen y se zarandean entre las parejas. 
Plantados al borde de la pista, formando una 
masa oscura, un grupo de hombres algo mayores 
observan en silencio; todos rondan los treinta 
años, llevan boina y visten traje oscuro, pasado de 
moda. Como impulsados por la tentación de par-
ticipar en el baile, avanzan a veces y estrechan el 
espacio reservado a las parejas que bailan. No ha 
faltado ni uno de los solteros, todos están allí. Los 
hombres de su edad que y~ éstán casados han de-
jado de ir al baile. O sólo van por la Fiesta Mayor 
o por la feria: ese día todo el mundo acude al Pa-
seo y todo el mundo baila, hasta los «viejos». Los 
solteros no bailan nunca, y ese día no es una ex-
cepción. Pero entonces llaman menos la atención, 
porque todos los hombres y las mujeres del pueblo 
han acudido, ellos para tomarse unas copas con 
los amigos y ellas para espiar, cotillear y hacer con-
jeturas sobre las posibles bodas. 
En los bailes de ese tipo, como el de Navidad 
o el de Año Nuevo, los solteros no tienen nada 
que hacer. Son bailes «para los jóvenes», es decir, 
para los que no están casados; los solteros ya han 
superado la edad núbil, pero son, y lo saben, «in-
casables». Son bailes a los que se va a bailar, pero 
ellos no bailarán. De vez en cuando, como para 
disimular su malestar, bromean o alborotan un 
poco. 
Tocan una marcha: una muchacha se acerca 
al rincón de los solteros y le pide a uno que baile 
con ella. Se resiste un poco, avergonzado y encan-
tado. Da una vuelta por la pista de baile subrayan-
do deliberadamente su torpeza y falra de agilidad, 
un poco como hacen los viejos el día del baile de 
la asociación de agricultores y ganaderos, y hacien-
do guiños a sus amigos. Cuando acaba la canción, 
va a sentarse y ya no bailará más. «Ése», me dicen, 
«es el hijo de An ... [un propietario importante]. 
La chica que lo ha invitado a bailar es una vecina. 
Lo ha sacado a dar una vuelta por la pista para que 
esté contento.}} Todo vuelve a la normalidad. Se-
guirán allí hasta la medianoche, casi sin hablar, en 
medio del ruido y las luces del baile, contemplan-
do a las inaccesibles muchachas. Luego irán a la 
sala de la fonda, donde se pondrán a beber senta-
dos unos frente a otros. Cantarán a voz en grito 
antiguas canciones bearnesas prolongando hasta 
quedar afónicos unos acordes discordantes, mien-
tras, al lado, la orquesta toca twists y chachachás. 
Y, en grupos de dos o de tres, se alejarán lenta-
mente, cuando acabe la noche, camino de sus re-
cónditas granjas. 
P!ERRE BOURDIEU1 
l. Véase «Reproduction interdite. La dimension symbolique de la 
domination économique••, en Études rurales, 113-114, enero-junio de 1989, 
pág. 9. 
INTRODUCCIÓN 
Los artículos recopilados aquí remiten en tres ocasiones al 
mismo problema, pero cada vez con un bagaje teórico más pro-
fundo porque es más general y, no obstante, tiene mayor base 
empírica. 1 Y, por ello, pueden resultar interesantes para aquellos 
que deseen seguir una investigación de acuerdo con la lógica de 
su desarrollo y llevarlos al convencimiento, que yo siempre he 
tenido, de que cuanto más profundiza el análisis teórico, más 
cerca está de los daros de la observación. Creo, en efecto, que, 
cuando se trata de ciencias sociales, la trayectoria heurística tie-
ne siempre algo de viaje iniciático. Y tal vez no sea del todo ab-
surdo ni esté del todo desplazado considerar una especie de Bil-
dungsroman, es decir, de novela de fonnación intelectual, la 
historia de esta investigación que, tomando como objeto los pa-
decimientos y los dramas asociados a las relaciones entre los se-
xos -así rezaba, más o menos, el título que había puesto, mucho 
antes de la emergencia de los gender studies, al artículo de Les 
Temps ínodernes dedicado a este problema-, ha posibilitado o ha 
obrado una auténtica conversión. El término conversión no es, 
a mi parecer, exagerado para designar la transformación, a la vez 
l. Pierre Bourdieu, «Célib-at et condition paysanne)), en Etudes rurales, 
5-6, abril-septiembre de 1962, págs. 32-135; «Les stratégies matrimoniales 
dans le sysú!me de reproduction)), en Annales, 4-5, julio-octubre de 1972, 
págs. 1105-1127; «Reproduction im:erdire. La dimension symbolique de la 
domination économique», op. cit., págs. 15-36. 
11 
intelectual y afectiva, que me ha llevado de la fenomenología de 
la vida afectiva (fruto también, tal vez, de los afectos y de las 
aflicciones de la vida, que se trataba de negar sabiamente), a una 
visión del mundo social y de la práctica a la vez más distanciada 
y realista, y ello gracias a un auténtico dispositivo experimental 
para propiciar la transformación del Erlebnis en Erfohrung, es 
decir, del saber en experiencia. Esta mudanza intelectual conlle-
vaba muchas implicaciones sociales puesto que se efectuaba me-
diante el paso de la filosofía a la etnología y a la sociología y, 
dentro de ésta, a la sociología rural, situada en el peldaño infe-
rior dentro de la jerarquía social de las disciplinas, y que la re-
nuncia electiva que implicaba ese desplazamiento negativo en el 
espacio universitario tenía como contrapartida el sueño confuso 
de una reintegración en el mundo natal. 
En el primer texto, escrito a principio de los años sesenta, 
en un momento en el que la etnografía de las sociedades euro-
peas es casi inexistente y en el que la sociología rural se mantie-
ne a una distancia considerable del «terreno», me propongo, en 
un artículo acogido entusiásticamente en Études rurales por 
Isaac Chiva (¿quién pondría hoy a disposición de un joven in-
vestigador desconocido casi medio número de una revista?), re-
solver ese enigma social que es el celibato de los primogénitos 
en una sociedad conocida por su apego furibundo al derecho 
de primogenitura. Todavía muy cercano de la visión ingenua, 
de la que, sin embargo, pretendo disociarme, me. lanzo a unaespecie de descripción total, algo desenfrenada, de un mundo 
social que conozco sin conocerlo, como ocurre con todos los 
universos familiares. Nada escapa a la furia cientificistá de 
quien descubre con una especie de enajenamiento el placer de 
objetivar tal como enseña la Guide pratique d'étude directe des 
comportements culturels, de Maree! Maget, espléndido antídoto 
hiperempirista contra la fascinación que ejercen entonces las 
elaboraciones estructuralistas de Claude Lévi-Strauss (y de la 
que da fe suficiente mi artículo sobre la casa cabileña, que escri-
bo más o menos en esa época). El signo más manifiesto de la 
transformación del punto de vista que implica la adopción de 
12 
la postura del observador es el uso intensivo al que recurro en-
tonces de la .fotografía, del mapa, del plano y de la estadística; 
todo tiene cabida allí: aquella puerta esculpida ante la que ha-
bía pasado mil veces o los juegos de la fiesta del pueblo, la edad 
y la marca de los automóviles y la pirámide de las edades, y en-
trego al lector el plano anónimo de una casa familiar en la que 
jugué durante roda mi infancia. El ingente trabajo, infinitamen-
te ingrato, que requiere la elaboración estadística de numero-
sísimos cuadros de gran complejidad sobre poblaciones rela-
tivamente importantes sin la ayuda de la calculadora o del 
ordenador participa, como las no menos numerosas entrevistas 
asociadas a amplias y profundas observaciones que llevo a cabo 
entonces, de una ascesis de aire iniciático. 
A través de la inmersión total se realiza una reconciliación 
con cosas y personas de las que el ingreso en otra vida me había 
alejado insensiblemente y cuyo respeto impone la postura etno-
gráfica con la máxima naturalidad. El regreso a los orígenes va 
parejo con un regreso, pero controlado, de lo reprimido. De 
todo ello apenas quedan huellas en el texto. Si algunos comen-
tarios finales, imprecisos y discursivos, sobre la distancia que 
media entre la visión primera y la visión erudita permiten adi-
vinar el propósito de reflexividad que presidía inicialmente 
toda la empresa (para mí se trataba de «hacer un Tristes trópicos 
al revés»), nada, salvo tal vez la ternura contenida de la descrip-
ción del baile, evoca el clima emocional en el que se llevó a 
cabo mi investigación. Pienso, por ejemplo, en el punto de par-
tida de la investigación: la foto de (mi) curso, que uno de mis 
condiscípulos, empleado en la ciudad vecina, comenta con un 
escueto y despiadado «incasable» referido a aproximadamente 
la mitad de los que salen en ella; pienso en rodas las entrevistas, 
a menudo muy dolorosas, que he mantenido con viejos solteros 
de la generación de mi padre, que me acompañaba con fre-
cuencia y que me ayudaba, con su presencia y sus discretas in-
tervenciones, a despertar la confianza y la confidencia; pienso 
en aquel antiguo compañero de escuela, al que apreciaba mu-
cho por su finura y su delicadeza casi femeninas, y que, retirado 
13 
con su madre en una casa espléndidamente cuidada, había ins-
crito en la puerta del establo las fechas de nacimiento de sus 
terneras y los nombres de mujer que les había puesto. Y la con-
tención objetivisra de mi propósito se debe, sin duda, en parte 
al hecho de que tengo la sensación de cometer una especie de 
traición, lo que me ha llevado a rechazar hasta la fecha cual-
quier reedición de textos que la publicación en revistas eruditas 
de escasa difusión protegía contra las lecturas malintencionadas 
o voyeuristas. 
No tengo gran cosa que añadir sobre los artículos ulteriores 
que no haya sido dicho ya. Sin duda, porque los progresos que 
reflejan se sitúan dentro del orden de la reflexividad entendida 
como objetivación científica del sujeto de la objetivación y por-
que la conciencia de los cambios de punto de vista teórico del 
que son consecuencia se expresa en ellos con bastante claridad. 
El segundo, que marca de forma harto manifiesta la ruptura 
con el paradigma estructuralista, a través del paso de la regla a 
la estrategia, de la estructura al habitus y del sistema al agente 
socializado, a su vez animado o influido por la estructura de las 
relaciones sociales de las que es fruto, se publicó en una revista 
de historia, Les Anna!es, como para señalar mejor la distancia 
respecto al sincronismo esrructuralista; preparado por la larga 
posdata histórica, escrita en colaboración con Marie-Claire 
Bourdieu, del primer artículo, contribuye considerablemente a 
una comprensión justa, es decir, historizada, de un mundo que 
se desvanece. El último texto, que se inscribe en el modelo más 
general, es también el que permite comprender de forma más 
directa lo que se desvelaba y se ocultaba a la vez en el escenario 
inicial: el pequeño baile que yo había observado y descrito y 
que, con la despiadada obligatoriedad implícita en la palabra 
«incasable», me había hecho intuir que estaba ante un hecho 
social muy significativo, era, en efecto, una realización concreta 
y perceptible del mercado de bienes simbólicos que, al unificar-
se a escala nacional (como hoy en día, con efectos homólogos, 
a escala mundial), había condenado a una repentina y brutal 
devaluación a quienes tenían que ver con el mercado protegido 
14 
de los antiguos intercambios matrimoniales controlados por las 
familias. Todo, en cierto sentido, estaba, pues, presente, de en-
trada, en la descripción primera, pero de una forma tal que, 
como dirían los filósofos, la verdad sólo se manifestaba ocul-
tándose. 
No es baladí lo que se perdería obviando, lisa y llanamente, 
el apéndice del primer artículo, que pude elaborar con la cola-
boración de Claude Seibel y gracias a los recursos del Instituto 
bretón de Estadística: lleno de gráficos y de cifras, plantea una 
comprobación y una generalización puramente empíricas apli-
cadas al conjunto de los departamentos bretones de los resulta-
dos obtenidos a escala de un municipio bearnés (y ya compro-
bados a nivel del cantón, a requerimiento meramente rutinario 
e ingenuamente castrador de un cátedra sorbonero al que tuve 
que consultar). Especie de impecable callejón sin salida, limita 
la investigación a una comprobación positivista que fácilmente 
podría haberse coronado con una conformación y una formula-
ción matemáticas. El empeño de investigación teórica y empíri-
ca podría, sin duda, haberse limitado a eso, para satisfacción 
general: ¿no descubrí, acaso, al albur de unas lecturas que te-
nían que servir para preparar un viaje al Japón, que los campesi-
nos japoneses conocían una forma de celibato muy similar al de 
los campesinos bearneses? En realidad, sólo el establecimiento 
de un modelo general de intercambios simbólicos (cuya robus-
tez he podido comprobar en múltiples ocasiones, en ámbitos 
tan diversos como la dominación masculina y la economía do-
méstica o la magia del Estado) permite dar cuenta a la vez de 
las regularidades observadas en las prácticas y de la experiencia 
parcial y deformada que tienen de ellas los que las padecen y las 
VIVen. 
El recorrido, cuyas etapas señalan los tres artículos recopi-
lados aquí, me parece adecuado para dar una idea bastante 
exacta de la lógica específica de la investigación en ciencias so-
ciales. Tengo, en efecto, la impresión, que se fundamenta, tal 
vez, en las particularidades de un habitus, pero que la experien-
cia, al cabo de tantos años de investigación no ha dejado de co-
15 
rroborar, que sólo la atención prestada a los datos más triviales, 
que otras ciencias sociales, que también hablan de mercado, se 
sienten legitimadas a obviar, en nombre de un derecho a la abs-
tracción que sería constitutivo del proceder científico, puede 
llevar a la elaboración de modelos comprobados de modo em-
pírico y susceptibles de ser formalizados. Y ello, en especial, 
porque, cuando se trata de cuestiones humanas, los progresos 
en el conocimiento del objeto son inseparablemente progre-
sos en el conocimiento del sujeto del conocimiento que pasan, 
quiérase o.no, sépase o no, por elconjunto de los trabajos hu-
mildes y oscuros a través de los cuales el sujeto cognosciente se 
desprende de su pasado impensado y se impregna de las lógicas 
inmanentes al objeto cognoscible. Que el sociólogo que escribe 
el tercer artículo poco tenga en común con el que escribió el 
primero tal vez se deba, en primer término, a que se ha cons-
truido a través de una labor de investigación que le ha permiti-
do reapropiarse intelectual y afectivamente de la parte, sin 
duda, más oscura y más arcaica de sí mismo. Y también a que, 
gracias a ese trabajo de objetivación anamnéstica, ha podido 
reinvertir en un retorno sobre el objeto inicial de su investiga-
ción los recursos irreemplazables adquiridos a lo largo de una 
investigación que tomaba como objeto, indirectamente, al me-
nos, el sujeto de la investigación, así como en los estudios ulte-
riores que la reconciliación inicial con un pasado que represen-
taba un lastre le facilitó llevar a cabo. 
París, julio de 2001 
16 
Primera parte 
Celibato y condición campesina 
facultad ñe FL'r;sci~f2 y r~}:Jnt::wldade¡s- U .. r;JA,-
'mn 'n·¡'""' "~''' • ,.. ' ,,,, .. ,.'~-'U" ~~!J .t.\Jn. b.W.'i.í.ii Ji.. ~¿ LJ..ii.tílit~ 
¿Por qué paradoja el celibato masculino puede representar 
para los propios solteros y para su entorno el síntoma más rele-
vante de la crisis de una sociedad que, por tradición, condena-
ba a sus segundones a la emigración o al celibato? No hay na-
die, en efecto, que no insista en la condición y la gravedad 
excepcionales del fenómeno. «Aquí>>, me dice un informador, 
weo primogénitos de 45 años y ninguno está casado. He esta-
do en el departamento de Altos Pirineos y allí pasa lo mismo. 
Hay barrios enteros de solteros». (J.-P. A., 85 años). Y otro in-
formador comenta: «Tienes montones de tíos de 25 a 30 años 
que son "incasables''. Por mucho que se empeñen, y poco em-
peño le ponen, ¡pobres!, no se casarán»1 (P. C., 32 años). 
Sin eÍJ'lbargo, el mero examen de las estadísticas basta para 
convenceíse de que la situación actual, por grave que sea, no 
carece de precedentes: entre 1870 y 1959, es decir, en casi no-
venta años, constan, en el registro civil, 1.022 matrimonios, o 
sea, una media de 10,75 matrimonios anuales. Entre 1870 y 
1914, en cuarenta y cinco años, se celebraron 592 matrimo-
nios, una media de 13,15 matrimonios anuales. Entre 1915 y 
l. Este estudio es el resultado de investigaciones efectuadas en 1959 y 
1960 en el pueblo que llamaremos Lesquire y que está situado en el Bearne, 
en el centro de la zona de colinas, entre los ríos Gave de Pau y Gave de Olo-
rón. 
19 
1939, en veinticinco años, 307 matrimonios, 12,80 de media. 
Por último, entre 1940 y 1959, en veinte áños, se contrajeron 
173 matrimonios, una media de 8,54. No obstante, debido a la 
merma paralela de la población global, la caída del índice de 
nupcialidad se mantien~ relativamente baja, como muestra el 
cuadro siguiente: 1 
Evolución del número de matrimonios e índice de nupcialidad 
Año de Población Número de Índice de 
censo global matrimonios nupcialidad 
(2MIP x 1.000) 
1881 2.468 11 8,92 o/o 
1891 2.073 11 10,60 o/o 
1896 2.039 15 14,60 o/o 
1901 1.978 11 11,66 o/o 
1906 1.952 18 18,44 o/o 
1911 1.894 16 16,88 o/o 
1921 1.667 15 17,98 o/o 
1931 1.633 7 8,56 o/o 
1936 1.621 7 8,62 o/o 
1946 1.580 15 18,98 o/o 
1954 1.351 10 14,80 o/o 
A la vista de estas cifras, uno tiende a concluir que todos los 
informadores caen en el engaño o en la inconsecuencia. El mis-
mo que afirmaba: <<[ ... ] veo primogénitos [ ... ] y ninguno está ca-
sado», afiade: <<Había antes segundones viejos y los hay ahora. 
[ ... ] Había muchos que no estaban casados.» ¿Cómo explicar, en 
estas condiciones, que el celibato masculino sea percibido como 
algo excepcionalmente dramático y absolutamente insólito? 
l. El índice de nupcialidad (entendido como el número de matrimo-
nios en un año por mil habitantes) se sitúa alrededor del 15 o/o todos los años 
en Francia. Hay que introducir algunas correcciones a los índices que se pre-
sentan aquí. Así, en 1946 y en 1954 el número de matrimonios fue anormal-
meme alto. En 1960 el índice de nupcíalidad sólo alcanzó el 2,94. 
20 
l. EL SISTEMA DE LOS INTERCAMBIOS 
MATRIMONIALES EN LA SOCIEDAD DE ANTAÑO 
A los que prefieren permanecer en el hogar pa-
terno [este régimen sucesorio], proporciona la 
tranquilidad del celibato con las dichas y alegrías 
de la familia. 
FRÉDÉRJC LE PLAY, 
L 'Organisation de la fomille, pág. 36 
Antes de 1914 el matrimonio se regía por unas reglas muy 
estrictas. Porque comprometía todo el futuro de la explotación 
familiar, porque era ocasión de una transacción económica de 
la máxima importancia, porque contribuía a reafirmar la jerar-
quía social y la posición de la familia dentro de esa jerarquía, 
era un asunto que competía a todo el grupo más que al indivi-
duo. La familia era la que casaba y uno se casaba con una fa-
milia. 
La investigación previa que se lleva a cabo en el momento 
del matrimonio abarca a toda la familia. Porque llevan el mis-
mo apellido, los primos lejanos que viven en otros pueblos 
tampoco se libran: «Ba. es muy rico, pero sus parientes de Au. 
[pueblo vecino] son muy pobres.» El conocimiento profundo 
de los otros qUe requiere el carácter permanente de la coexis-
t~cia se basa en la observación de los hechos y gestos ajenos 
-se hace broma a costa de esas mujeres del lugar que se pasan la 
vida, ocultas tras los postigos entornados de sus ventanas, es-
piando la calle-, en la confrontación constante de los juicios re-
feridos a los demás -lo que constituye una de las funciones de 
los «Cotilleos»-, en la memoria de las biografías y de las genea-
logías. En el momento de tomar una decisión tan seria como la 
de escoger una esposa para el hijo o un esposo para la hija, es 
normal que se movilice todo el arsenal de esos instrumentos y 
esas técnicas de conocimiento, que se utilizan de forma menos 
21 
sistemática en el transcurso de la vida cotidiana.I Éste es el con-
texto en que hay que comprender la costumbre, vigente hasta 
1955, de «quemar los pantalones» del hombre que, habiendo 
tenido relaciones con una mujer, se casa con otra. 
La primera función del matrimonio consiste en asegurar la 
continuidad del linaje sin comprometer la integridad del patri-
monio. En efecto, la familia es, ante todo, un apellido, índice 
de la situación del individuo dentro de la jerarquía social y, a 
este respecto, manifestación de su preeminencia o recordatorio 
de su humilde condición: «Cabe decir que cada individuo, en 
el campo, tiene una aureola que procede de su familia, de sus 
títulos de propiedad, de su educación. De la grandeza y de la 
proyección de esa aureola depende todo su futuro. Hasta los 
cretinos de buena familia, de familias cotizadas, se casan con fa-
cilidad» (A. B.). Pero el linaje consiste, ante todo, en una serie 
de derechos sobre el patrimonio. De todas las amenazas que se 
ciernen sobre él y que la costumbre tiende a alejar, la más gra-
ve, sin lugar a dudas, es la que se plantea con el matrimonio. Se 
comprende, pues, que el acuerdo entre ambas familias se pre-
sente en forma de una transacción regida por las reglas más ri-
gurosas. 
«Cuando tenía 26 años [1901], me puse en relaciones con 
una muchacha que se llamaba M.-F. Lou., mi vecina, de 21. 
Mi padre había fallecido, así que se lo comuniqué a mi madre. 
Había que solicitar la autorización paterna y materna y, hasta 
los 21 años, había que firmar una "notificación" que se presen-
taba al alcalde. Y la chica igual. En caso de oposición, se reque-
rían tres «notificaciones». Como yo era el segundón, mi herma-
no mayor, el primogénito, que estaba casado, vivía en casa. Mi 
novia era heredera. Normalmente, tendría que haberme instala-
do en casa de mis suegros. Yo tenía 4.000 francos de dote, en 
l. Véase Marcel Maget, «Remarques sur le village comroe cadre de re-
cherches anthropologiques}), Bulletin de psychologie du groupe des étudiants de 
psychologie de l'universíté deParis VIII, n.0 7-8, abril de 1955, págs. 375-382. 
22 
metálico. Por supuesto, la costumbre mandaba que me dieran 
un ajuar, que no se consideraba dote. ¡Eso hacía que por fuerza 
se me abriera alguna puerta (que hesé urbi ue porte)! Mi novia 
tenía una hermana. En estos casos, la primogénita obt~ene el 
tercio de todos los bienes con el acuerdo de los padres. Según 
es costumbre, mi dote de 4.000 francos debía ser reconocida 
mediante capitulaciones. En el supuesto de que se vendiera la 
finca dos años ·después de la boda por un importe total de 
16.000 francos, el reparto habría sido el siguiente, una vez res-
tituida la dote (tournedot): primogénita, 1/3 + 1/3 = 8.000 
francos; segundona, 114 = 4.000 francos. Las capitulaciones 
instituyen que el reparto definitivo no se hará hasta el falleci-
miento de los padres. Llegamos a un acuerdo mi futuro suegro 
y yo. Otorgará un tercio a su hija mayor mediante capitulacio-
nes. Ocho días después, en el momento de firmar las capitula-
ciones ante notario, se echa atrás. Da su consentimiento al ma-
trimonió, pero se niega a conceder el tercio, aunque "reconoce 
la dote". En este caso, el yerno tiene los poderes limitados. Me-
diante el reintegro de la dote, pueden obligarle a irse. Es un 
caso más bien raro, porque las mejoras suelen otorgarse de una 
vez y para siempre con las capitulaciones. El padre de mi novia 
fue víctima de la mala influencia de una tercera persona allega-
da de la casa que pensaba que mi presencia en el hogar men-
guaría la influencia en la familia de su «amigo". "La tierra es 
mala, y tu yerno tendrá que buscarse algún empleo; irá de un 
lado para otro; y tú serás su criado.'' La negativa en el último 
momento a concedernos el tercio por contrato nos hirió en 
nuestro ~or propio, a mi novia y a mí. Ella dijo: "Vamos a es-
perar ... Vamos a buscarnos una casa {ue case). No vamos a ser 
aparceros ni criados ... Tengo dos tíos que viven en París, los 
hermanos de mi madre, me encontrarán un empleo [en bear-
nés]." Yo le dije: "Estoy de acuerdo. No podemos aceptar ese 
rechazo. Además, siempre nos sentiríamos resentidos." Ella: 
"Pues me marcho a París. Nos escribiremos." Fue a hablar con 
el alcalde y con el cura y se marchó. Yo proseguí mi aprendizaje 
de capador en B. [un pueblo cercano]. 
23 
»Yo intentaba colocarme en algún lado. Como era segun-
dón menor, y no había podido casarme, tenía que encontrar un 
empleo, una tienda. Fui a las Landas y a los departamentos pró-
ximos. Encontré la casa de la viuda Ho., y se la quise comprar. 
Estaba a punto de firmar los papeles (passa papes) con otra per-
sona. Monté una tienda, un café, y seguí con mi oficio de capa-
dor, y, en cuanto pude, me casé con mi novia, que regresó de 
París. Mi suegro venía todos los domingos a casa. La "calderilla" 
que su hija rechazaba, se la daba a los niños. Cuando falleció, 
mi mujer cobró su parte de la herencia sin mejora legal. No ha-
bía tenido ajuar ni dote. Se había ido de su casa y se había libe-
rado de la autoridad paterna. Su hermana, más dócil y cinco 
años más joven, había obtenido el tercio al casarse con un cria-
do de la comarca. "Éste está acostumbrado a que le manden'', 
dijo mi suegro. Pero se equivocaba, porque tuvo que alquilar la 
finca a su yerno, y marcharse de la granja» (J.-P. A.). 
Este caso, por sí solo, ya plantea los problemas principales. 
En primer lugar, el derecho de primogenitura integral, que tan-
to podía favorecer a las hembras como a los varones, sólo puede 
comprenderse relacionado con el imperativo fundamental, es 
decir, la salvaguarda del patrimonio, indisoluble de la continui-
dad de la estirpe: el. sistema bilateral de sucesión y de herencia 
conduce a confundir el linaje y la «casa>> como conjunto de las 
personas poseedoras de derechos permanentes sobre el patrimo-
nio, aunque la responsabilidad y la dirección de la hacienda in-
cumban a una única persona en cada generación, lou meste, el 
amo, o la daune, el ama de la casa. Que el derecho de primoge-
nitura y la condición de heredera (heretere) puedan recaer en 
una hembra no significa, en absoluto, que el uso sucesorio se 
rija por la igualdad entre los sexos, lo que contradiría los valo-
res fundamentales de una sociedad que otorga la primacía a los 
varones. En la realidad, el heredero no es el primogénito, hem-
bra o varón, sino el prjmer varón, aunque llegue en séptimo lu-
gar. Sólo cuando hay únicamente hembras, para desespero de 
los padres, o bien cuando el primogénito se ha marchado, se 
24 
instituye a una hembra como heredera. Si se prefiere que el he-
redero sea un varón, es porque así se asegura la continuación 
del apellido y porque se considera que un hombre está mejor 
capacitado para dirigir la exploración agrícola. La continuidad 
del linaje, valor supremo, puede quedar garantizada indistinta-
mente ¡:íor un hombre o por una mujer, puesto que el matri-
monio entre un segundón y una heredera cumple esa función 
exactamente igual que el matrimonio entre un primogénito y 
una segundona. En ambos casos, en efecto, las reglas que rigen 
los intercambios matrimoniales cumplen su función primera, o 
sea, la de garantizar que el patrimonio se va a mantener y a 
transmitir en su integridad. Encontramos una prueba suple-
mentaria de ello en el hecho de que cuando el heredero o la he-
redera abandonan la casa y la tierra, pierden su derecho de pri-
mogenitura porque éste es inseparable de su ejercicio, es decir, 
de la dirección efectiva de la hacienda. Se pone así de manifies-
to que este derecho no está vinculado a una persona concreta, 
hombre o mujer, primogénito o segundón, sino a una función 
socialmente definida; el derecho de primogenitura no es tanto 
un derecho de propiedad como el derecho, o mejor, el deber de 
actuar como propietario. 
Asimismo era necesario que "el primogénito fuera no sólo 
capaz de ejercer su derecho, sino de garantizar su transmisión. 
Como si se tratara de una fábula, resulta significativo que se 
pueda contar hoy en día que a veces, en los casos en que el pri-
mogénito no tenía hijos o fallecía sin descendencia, se le pidiera 
a un segundón ya mayor, que permanecía soltero, que se casa-
ra para asegurar la continuidad de la estirpe (J.-P. A.). Sin tra-
tarse de una verdadera institución sancionada por el uso, el ma-
trimonio de un segundón con la viuda del primogénito, al que 
heredaba, era relativamente frecuente. Después de la guerra de 
1914-1918 los matrimonios de este tipo fueron bastante nume-
rosos: «Se arreglaban las bodas. En general, los padres presiona-
ban en ese sentido, en interés de la familia, para que tuviera des-
cendencia. Y los jóvenes aceptaban. Los sentimientos no 
contaban» (A. B.). 
25 
La regla imponía que el título de heredero recayera auto-
máticamente en el mayor de los hijos; sin embargo, el cabeza 
de familia podía modificar el uso establecido en aras del interés 
de la casa: así sucedía cuando el hijo mayor no era digno de su 
rango o cuando existía una ventaja real en que uno de los otros 
hijos heredase. Aunque el derecho de modificar el orden de la 
sucesión no le perteneciera, el cabeza de familia poseía una au-
toridad moral tan grande, y aceptada de modo tan absoluto por 
todo el grupo, que el heredero según el uso no tenía más re-
medio que acatar una decisión dictada por el afán de garantizar 
la continuidad de la casa y de dotarla de la mejor dirección po-
sible. 
A la vez linaje y patrimonio, la «casa>> (la maysou), perma-
nece, mientras pasan las generaciones que la personifican; es 
ella la que lleva entonces un apellido mientras que los que la 
encarnan a menudo sólo se distinguen por un nombre de pila: 
no es infrecuente que llamen «Yan dou Tinou», es decir, Jean 
de Tinou, de la casa Tinou, a un hombre que figura en el regis-
tro civil, por ejemplo, con el nombre de Jean Cazenave; puede 
ocurrir a veces que el apellido siga unido a la casa incluso cuan-
do ha quedado deshabitada, y que se les dé a los nuevos ocu-
pantes. En tanto que es la encarnaciónde la casa, el capmay-
soue, el jefe de la casa, es el depositario del apellido, y de los 
intereses del grupo, así como del buen nombre de éste. Así, 
todo concurría a favorecer al primogénito (el aynat, o el hérete 
o el capmaysoué). Sin embargo, los segundones también tenían 
derechos sobre el patrimonio. Virtuales, estos derechos sólo se 
volvían reales, las más de las veces, cuando se concertaba su 
boda, que siempre era objeto de capitulaciones: «Los ricos 
siempre hacían capitulaciones, y los pobres también, a partir de 
500 francos, para "invertir" la dote (coulouca !'adot).>> (J.-P. A.). 
Por ende, l'adot designaba a la vez la parte de la herencia co-
rrespondiente a cada hijo, varón o hembra, y 1a donación efec-
tuada en el momento de la boda, casi siempre en efectivo, para 
evitar la fragmentación del patrimonio, y sólo excepcionalmen-
te en tierras. En este último caso, se consideraba que la tierra 
26 
estaba empeñada, y el cabeza de familia podía rescatarla me-
diante una cantidad fijada previamente. Cuando una familia 
sólo tenía dos hijos, como en el caso analizado aquí, el uso local 
establecía que en las capitulaciones se otorgara un tercio del va-
lor de la finca al hijo.menor. Cuando había n hijos (n > 2), la 
parte de cada segundón era·(P- P/4)/n, y la del primogénito, 
P/4 + (P- P/4)/n, donde P designa el valor atribuido a la ha-
cienda. La dote se calculaba de la manera siguiente: se hacía 
una valoración estimada lo más precisa posible de la finca, oca-
sionalmente recurriendo a peritos locales, para lo que cada par-
te aportaba el suyo. Como base de la valoración se tomaba el 
precio de venta de una finca del barrio o del pueblo vecino. 
Luego se estimaban a tanto el «jornal>> (journade) los ·campos, 
los bosques o los helechales. Eran unos cálculos bastante exac-
tos, y por ello todos los aceptaban. «Por ejemplo, para la finca 
Tr., la valoración estimada fue de unos 30.000 francos [hacia el 
año 1900]. Eran el padre, la madre y seis hijos, un varón y cin-
co hembras. Al primogénito le dan el cuarto, o sea, 7.500 fran-
cos. Quedan 22.500 francos que hay que dividir en cinco par-
tes. La parte de las segundonas es de 3.750 francos, que puede 
convertirse en 3.000 francos en efectivo y 750 francos en ropas, 
sábanas, toallas, camisones y edredones, es decir, en ajuar, lou 
cabinet (el armario), que siempre aporta la novia>> (J.-P. A.). 
Resumiendo, el importe de la dote era siempre una función de-
terminada del valor del patrimonio y del número de hijos. No 
obstante, las normas consuetudinarias no sólo parecían variar 
con el tiempo y según los pueblos, sino que nunca se aplicaban 
con un rigor matemático, en primer lugar porque el cabeza de 
familia siempre conservaba la potestad de incrementar o de re-
ducir la parte del primogénito y los segundones, y después por-
que la parte de los solteros no dejaba de ser virtual y, por lo 
tanto, permanecía integrada en el patrimonio. La observación 
de la realidad recuerda que no hay que caer en la tentación de 
establecer modelos demasiado sencillos. 
El «reparto» solía llevarse a cabo de forma amistosa, en el 
momento del matrimonio de alguno de los hijos. Entonces se 
27 
«instituía» al primogénito en su función de capmaysoue, de ca-
beza de la casa y de sucesor del padre. A ve~es, la «institución 
del heredero» se efectuaba por testamento. Así obraron muchos 
cabezas de familia en el momento de marchar al frente, en 
1914. Tras la valoración de la hacienda, el cabeza de familia en-
tregaba a aquel de los segundones que se iba a casar un importe 
equivalente a su parte de patrimonio, y definía al mismo tiem-
po la parte de los demás, parte que recibían bien en el momen-
to de casarse, bien tras el fallecimiento de los padres. Dejarse 
engañar por la palabra reparto constituiría una grave equivoca-
ción. De hecho, la función de todo el sistema consiste en reser-
var la totalidad del patrimonio para el primogénito, pues las 
«partes» o las dotes de los segundones tan sólo son una compen-
sación que se les concede a cambio de su renuncia a los dere-
chos sobre la tierra. 1 
Buena prueba de ello es que el reparto efectivo era conside-
rado una calamidad. El uso sucesorio se basaba, en efecto, en la 
primacía del interés del grupo, al que los segundones tenían 
que someter sus intereses personales, bien contentándose con 
una dote, bien renunciando a ella cuando emigraban en busca 
de empleo, bien, si se quedaban solteros, viviendo en la casa del 
primogénito y trabajando las tierras de sus antepasados. Por 
ello, sólo en última instancia se lleva realmente a cabo el repar-
to, o bien cuando, debido a desavenencias familiares, o a la in-
troducción de nuevos valores, se acaba tomando lo que no es 
más que una compensación por un derecho verdadero sobre 
una parte de la herencia. Así, hacia 1830, las tierras y la casa de 
Bo. (casona de dos plantas, de dus soules) acabaron repartidas 
entre los herederos, que habían sido incapaces de llegar a un 
acuerdo amistoso; desde entonces está «toda surcada por zanjas 
y setos» (toute croutzade de barats y de plechs). 2 Como el sistema 
l. El carácter gracioso que debía de tener la dote antiguamente se refle-
ja en el hecho de que el padre era muy libre de fijar su importe según sus 
preferencias, pues ninguna regla estricta establecía sus proporciones. 
2. Había unos especialistas, llamados barades (de barat, zanja), que ve-
nían de las Landas y cavaban las zanjas que dividían las fincas. 
28 
estaba dominado por la escasez del dinero líquido, a pesar de la 
posibilidad, prevista por la costumbre, de escalonar los pagos a 
lo largo de varios años, y que a veces podía alargarse hasta el fa-
llecimiento de los padres, ocurría en ocasiones que resultara 
imposible efectuar el pago de una compensación y que no que-
dara más remedio que proceder al reparto cuando se casaba 
unos de los segundones, cuya dote tenía que pagarse entonces 
con tierras. Así se llegó a la liquidación de muchas haciendas. 
«Tras los repartos, dos o tres familias vivían a veces en la misma 
casa, y cada cual disponía de su rincón y de su parte de las tie-
rras. La habitación con chimenea siempre revertía, en estos ca-
sos, al primogénito. Así ocurrió con las haciendas de Hi., Qu., 
Di. En el caso de An., hay trozos de tierra que nunca se han 
reintegrado. Algunos pudieron recomprarse después, pero no 
todos. El reparto creaba unas dificultades terribles. En el caso 
de la finca Qu., que se repartieron los tres hijos, uno de los se-
gundones tenía que rodear todo el barrio para poder llevar sus 
caballos a un campo alejado que le había correspondido» (P. 
L.). «Había primogénitos que, para ser dueños, tenían que ven-
der propiedades y también se dio el caso de que vendieran la 
casa y luego no la pudieran recuperan> 1 U.-P.A.). 
O sea, la lógica de los matrimonios está dominada por un 
propósito esencial: la salvaguarda del patrimonio; actúa en una 
situación económica particular, cuyo rasgo principal estriba en 
la escasez de dinero, y está sometida a dos principios fundamen-
tales, como son la oposición entre el primogénito y el segundón, 
por una parte, y, por otra, la oposición entre matrimonio de aba-
jo arriba y matrimonio de arriba abajo, punto de encuentro don-
l. En aplicación del principio según el cual los bienes de abolengo per-
tenecen más al linaje que al individuo, el retracto de sangre, o gentilicio, 
otorgaba a cualquier miembro de un linaje la posibilidad de recuperar la po-
sesión de bienes que hubieran sido alienados. La {<casa madre» (la maysou 
mayrane) conservaba «derechos de ·retracto>) (lous drets de retour) sobre las tie-
rras cedidas como dote o vendidas. Por ello, «cuando se vendían esas tierras, 
y como se sabía que tales casas tenían derechos sobre ellas, el vendedor se las 
ofrecía en primer lugar a sus propietarios» Q.-P. A.). 
29 
de se cruzan, por una parte, la lógica del sistema económico, que 
tiende a clasificar las casas en grandes y pequeñas, según el tama-
ño de lashaciendas, y, por otra parte, la lógica de las relaciones 
entre los sexos, según la cual la primada y la supremada pertene-
cen a los hombres, particularmente, en la gestión de los asuntos 
familiares. De lo que resulta que todo matrimonio es función, 
por una parte, del lugar que ocupa cada uno de los contrayentes 
en la línea sucesoria de su respectiva familia y del tamaño de ésta, 
y, por otra, de la posición relativa de ambas familias en la jerar-
quía social, a su vez función del valor de su hacienda. 
Debido a la equivalencia entre la parte del patrimonio here-
dada y la dote (ladot; del verbo adouta, dotar), el importe de 
ésta queda definido de forma casi matemática1 al mismo tiempo 
que las pretensiones del beneficiario; de igual modo, las preten-
siones de la familia del futuro cónyuge respecto a la dote que 
calcula recibir se rigen de forma estricta por el tamaño de la ha-
cienda. En consecuencia, los matrimonios tienden a celebrarse 
entre familias equivalentes desde el punto de vista económico. 
Sin duda, una gran hacienda no basta para que una familia sea 
considerada grande. N un ca se otorgará carta de nobleza a las ca-
sas que sólo deben su elevada posición o su riqueza a su codicia, 
a su empecinada laboriosidad o a su falta de escrúpulos, y que 
no saben poner de manifiesto las virtudes que legítimamente 
cabe esperar de los poderosos, particularmente, la dignidad en el 
comportamiento y el sentido del honor, la generosidad y la hos-
pitalidad. Y, a la inversa, la calidad de gran familia puede sobre-
vivir al empobrecirrúento. Por mucho que en la vida cotidiana 
la riqueza represente sólo un aspecto más en la consideración 
que merece una familia, cuando se trata de matrimonio la situa-
ción económica se impone como factor primordial. La transac-
ción económica a la que el matrimonio da pie es demasiado im-
portante para que la lógica del sistema de valores no ceda el paso 
l. Así estaban las cosas hacia 1900 en el pueblo de Lesquire~ pero el sis-
tema no funcionaba, en un pasado más lejano~ de una forma tan rígida~ pues 
la libertad del cabeza de familia era mayor. 
30 
a la estricta lógica de la economía. Por mediación de la dote la 
lógica de los intercambios matrimoniales depende estrechamen-
te de las bases económicas de la sociedad. 
En efecto, los imperativos económicos se imponen al pri-
mogénito con un rigor muy particular porque ha de conseguir, 
en el momento de su matrimonio, una dote suficknte para po-
der pagar la dote de sus hermanos y hermanas menores sin tener 
que recurrir al reparto ni a la amputación de la hacienda. Esta 
necesidad es igual para todas las «casas», ricas o pobres, porque 
la dote de los segundones crece proporcionalmente con el valor 
del patrimonio, y también porque la riqueza consiste esencial-
mente en bienes raíces y el dinero en efectivo es escaso. La elec-
ción de la esposa o del esposo, del heredero o de la heredera, tie-
ne una importancia capital, puesto que contribuye a determinar 
el importe de la dote que podrán recibir los segundones, el tipo 
de matrimonio que podrán contraer e incluso si les será fácil 
contraerlo; a cambio, el número de hermanas y, sobre todo, de 
hermanos menores por casar influye de forma considerable en 
esa elección. En cada generación se plantea al primogénito la 
amenaza del reparto, que ha de conjurar a toda costa, bien ca-
sándose con una segundona provista de una buena dote, bien 
hipotecando la tierra para conseguir "dinero, bien obteniendo 
prórrogas y aplazamientos. Se cornpre~de que, en circunstan-
cias semejantes, el nacimiento de una hija no sea recibido con 
entusiasmo: «Cuando nace una hija en una casa», reza el prover-
bio, «Se desploma una viga maestra>> (Cuan bat ue hilhe hem ue 
maysou, que cat u pluterau). N o sólo la hija constituye una ame-
naza de deshonor, además hay que dotarla: encima de que «no 
se gana el sustento» y no trabaja fuera de casa como un hombre, 
se marcha una vez casada. Durante el tiempo que permanece 
soltera constituye una carga, mientras que un hijo aporta una 
valiosísima ayuda, pues evita tener que contratar criados. Por 
ello casar a las hijas se convierte en una prioridad. 
Los análisis anteriores permiten hacerse una idea de lo es-
trecho que es el margen de libertad. 
31 
«He visto renunciar a una boda por cien francos. El primo-
génito deseaba casarse. "¿Cómo vas a pagár a tus hermanos me-
nores? Si quieres casarte, vete." En la casa de T r. había cinco se-
gundo nas, los padres trataban al primogénito de un modo 
especial. Le reservaban los mejores bocados y lo colmaban de 
atenciones. Su madre no dejó de mimarlo hasta que empezó a 
hablar de casarse ... Para las hijas no había carne ni bocados ex-
quisitos. Cuando llegó el momento de casar al primogénito, 
rres de sus hermanas ya estaban casadas. Quería a una joven de 
La. que no tenía un céntimo. Su padre le dijo: "¿Quieres casar-
te? He pagado [por] las hijas menores, tienes que traer cuartos 
para pagar [por] las otras dos. La mujer no está hecba para que 
la pongan en el aparador' [es decir, para ser expuesta]. No tiene 
nada. ¿Qué va a aportar?" El chico se casó con una chica de E. 
y recibió una dote de 5.000 francos. El matrimonio no funcio-
nó bien. El primogénito empezó a beber y desmejoró. Murió 
sin descendencia. Tras una serie de conflictos, hubo que devol-
ver la totalidad de la dote a la viuda, que se volvió a su casa. 
Poco después de la boda del primogénito, hacia 1910, una de 
las hijas menores se casó en La., con una dote de 2.000 francos. 
Cuando estalló la guerra, hicieron volver a la hija que se había 
casado en S. [la finca colindante] para que ocupara el lugar del 
primogénito. Las arras hijas, que vivían más lejos, en Sa., La. y 
Es., se disgustaron mucbo ante esa decisión. Pero el padre ha-
bía escogido a una hija casada con un vecino para incrementar 
su patrimonio»2 (J.-P. A., 85 años). 
La autoridad de los padres, custodios del patrimonio que 
hay que salvaguardar y aumentar, se ejerce de forma absoluta 
cada vez que hay que imponer el sacrificio del sentimiento al 
l. Lou bache-re, mueble que solía colocarse frente a la puerta de la habi-
tación noble (lou salou) o, más a menudo, en la cocina, y en el que se expo-
nía la mejor vajilla. 
2. Los Tr. poseen la mayor hacienda de Lesquire (76 ha). Varias casas 
antaño habitadas (~o., Ha., Ca., Si., Si.) fueron agregándose progresiva-
mente a su patrimonio. 
32 
interés. No es infrecuente que los padres se encarguen de hacer 
fracasar los proyectos de matrimonio. Podían desheredar (des-
hereta) al primogénito que se casara en contra de su voluntad. 
«Eugene Ba. quería casarse con una chica, guapa pero pobre. 
Su madre le dijo: "Si te casas con ésa, hay dos puertas; ella en-
trará por ésta y yo saldré por aquélla, o tú." La chica se enteró, 
no quiso esperar a que él la dejara y se marchó a América. Eu-
géne vino a nuestra casa, lloraba. Mi mujer le dijo: "Si le haces 
caso a mamá ... " "¡Pues me casaré, a pesar de todo!" Pero la 
cbica se había ido sin despedirse»' (J.-P. A) La madre desem-
peñaba un papel capital en la elección de la esposa. Y se com-
prende, teniendo en cuenta que ella es la daune, el ama de la 
casa, y que la mujer de su hijo tendrá que someterse a su auto-
ridad. Solía decirse de las mujeres autoritarias: «No quiere sol-
tar el cucharÓn>> (nou boou pas decha la gahe), símbolo de la au-
toridad en el gobierno de la casa. 2 
Que los matrimonios eran mucho más asunto de las familias 
que de los individuos es algo que evidencia todavía el hecho de 
que la dote, por lo general, se entregaba al padre o a la madre del 
cónyuge y sólo excepcionalmente, es decir, sólo en el caso de que 
sus padres ya no vivieran, al propio heredero. Algunas capitula-
l. El mismo informador cuenta un montón de casos similares, entre 
los cuales destaca el siguiente: «B. tenía novia en su barrio. Él no contaba 
gran cosa. Su madre le dijo: <<¿Te vas a casar con ésa, qué aporta? Si entra por 
esta puerta, yo saldré poraquélla con mí hija [la hermana pequeña]". Vino a 
verme y me dijo: "Perdiou! (¡Válgame Dios!) Tú, tú estás casado; quiero ca-
sarme. ¿Dónde tengo que ir?" La chica se marchó a América. Volvió muy re-
finada y bien vestida, y ni siquiera se dignó a mirar a B. ¡Y~ ves ... !~~ 
2. El manejo del cucharón es prerrogativa de la dueña de la casa. A la 
hora de sentarse en la mesa, mientras el puchero hierve, es ella quien echa las 
sopas de pan a la sopera. Ella es quien sirve el cocido y las legwnbres; cuan-
do todo el mundo-se ha sentado, coloca la sopera encima de la mesa, remue-
ve la sopa con el cucharón, para que se enfríe un poco, y luego deja el man-
do en dirección al cabeza de familia (abuelo, padre o tío), que se sirve en 
primer lugar; Mientras tanto la nuera se ocupa en otros menesteres. Para re-
cordar a la nuera quien manda y ponerla en su lugar, la suegra le dice: (<To-
davía no suelto el cucharón.» 
33 
dones prevén que en caso de separación el suegro puede limitar-
se a pagar los intereses de la dote; la hacienda no sufre merma y 
el yerno puede volver a casa si hay reconciliación. Toda dote lle-
va inherente un derecho de devolución (tournedot) en el caso de 
que se extinguiera la descendencia del matrimonio en vista del 
cual se había constituido, y ello durante varias generaciones. Por 
regla general, si el primogénito fallece sin hijos, su esposa puede 
quedarse y conservar la propiedad de la dote; también puede re-
clamar la propiedad de la dote y marcharse. Si la esposa fallece 
sin hijos, también hay que devolver la dote. El tournedot repre-
sentaba una seria amenaza para las familias, especialmente para 
las que habían recibido una dote muy elevada. Lo que significa-
ba una razón de más para evitar los matrimonios demasiado des-
iguales: «Supongamos que un hombre desea casarse con la hija 
de una familia rica. Ella le aporta una dote de 20.000 francos. 
Sus padres le dicen: "Tomas 20.000 francos, convencido de ha-
cer un buen negocio. De hecho, vas a labrar tu ruina. Has recibi-
do la dote por capitulaciones. V as a gastar una parte. Si te ocurre 
un accidente, ¿cómo vas a devolverla si tienes que hacerlo? N o 
podrás." Los matrimonios salen caros, hay que hacer frente a los 
gastos del banquete, mandar arreglar la casa, etcétera» (P. L.). 
Un gran alarde de protecciones consuetudinarias tiende a garan-
tizar el carácter inalienable, imprescriptible e intocable de la 
dote: la costumbre autorizaba al padre a exigir una garantía para 
la salvaguarda de la dote; la mayoría de las capitulaciones incluían 
unas condiciones de «colocación» del importe total de modo que 
estuviera seguro y conservara su valor. En cualquier caso, la nue-
va familia no tocaba la dote por temor a que uno u otro cónyuge 
pudiera fallecer antes de que nacieran los hijos. La esposa conser-
vaba la propiedad de la dote y el marido sólo tenía el usufructo. 
En realidad, el derecho de usufructo sobre los bienes muebles, el 
dinero, por ejemplo, equivalía a un derecho de propiedad, pues 
el marido sólo estaba obligado a devolver el equivalente en canti-
dad y en valor. Tanto es así, que un primogénito podía utilizarlo 
para dotar a sus hermanos menores. En cuanto a los bienes in-
muebles, sobre todo, la tierra, el marido sólo tenía el usufructo y 
34 
la gestión. La esposa tenía sobre los bienes dotales aportados por 
su marido derechos idénticos a los de un hombre sobre la dote de 
su esposa. Más exactamente, eran sus padres quienes, mientras vi-
vieran, disponían de las rentas producidas por los bienes aportados 
por su yerno y los administraban. 
De modo que la dote tenía una triple función. En primer 
lugar, confiada a la custodia de la familia del heredero, o de la 
heredera, que se encargaba de su gestión, tenía que integrarse en 
el patrimonio de la familia fruto de ese matrimonio; en caso de 
disolución de la unión, como consecuencia de la separación de 
los cónyuges, un supuesto harto infrecuente, o del fallecimiento 
de uno de ellos, si había hijos, iba a parar a éstos, pero el cónyu-
ge supérstite conservaba el usufructo, y si no los había, volvía a 
la familia de quien la hubiera aportado. En segundo lugar, por 
la dote aportada, la familia garantizaba los derechos de uno de 
los suyos en el nuevo hogar; cuanto más elevada era la dore, en 
efecto, más asegurada quedaba la posición del cónyuge sobreve-
nido. Aquel o aquella que aporta una dote considerable «entra 
como "amo'' o como "ama" (daune) en el nuevo hogar».l Lo 
que explica la renuencia a aceptar una dote demasiado elevada. 
Por último, por muy cierto que fuera, como se ha dicho más 
arriba, que el matrimonio es un asunto demasiado serio para ex-
cluir o relegar a· un segundo plano las consideraciones económi-
cas, también es preciso implicar unos intereses económicos im-
portantes para que el matrimonio se convierta de verdad en un 
asunto serio. En el momento de crear un nuevo «hogar» la 
transacción económica sancionada mediante capitulaciones asu-
me a la vez el papel de compromiso y de símbolo del carácter sa-
grado de las relaciones humanas instauradas por el matrimonio. 
De todo lo que antecede se desprende que el primogénito 
no podía casarse «demasiado arriba», por temor a tener que de-
volver algún día la dote y perder toda autoridad sobre el hogar, 
l. El importe de la dote adquiere una relevancía especial cuando se tra-
ta de un hombre, por ejemplo, un segundón que entra en el hogar de una 
heredera. 
35 
ni «demasiado abajo», por. temor a deshonrarse con una unión 
matrimonial desacertada y encontrarse erl la imposibilidad de 
dotar a sus hermanos y hermanas más jóvenes. Pero si, cuando se 
habla de «matrimonio de abajo arriba>> (maridadje de bach ta 
haut) o de «matrimonio de arriba abajo>> (de haut ta bach), se 
toma siempre la perspectiva del varón (como muestra la selec-
ción de ejemplos), ello se debe a que la oposición no tiene el mis-
mo sentido según se trate de un hombre o de una mujer. Como 
el sistema de valores confiere una preeminencia absoluta a los va-
rones, tanto en la vida social como en la gestión de los asuntos 
domésticos, resulta que el matrimonio de un hombre con una 
mujer de condición más elevada es visto con muy malos ojos; 
por el contrario, el matrimonio inverso cumple con los valores 
profundos de la sociedad. Mientras la mera lógica de la econo-
mía tiende, por la mediación de la dote, a propiciar el matrimo-
nio entre familias de riqueza sensiblemente equivalente, ya que 
los matrimonios aprobados se sitúan entre dos umbrales, la apli-
cación del sistema que se acaba de definir introduce una disime-
tría en el sistema según se trate de hombres o de mujeres. Para 
un varón la distancia que media entre su condición y la de su es-
posa puede ser relativamente grande cuando juega a su favor, 
pero ha de ser muy reducida cuando juega en su contra. Para 
una mujer el esquema es simétrico e invertido. 
De lo que resulta que el heredero ha de evitar a toda costa 
tomar por esposa a una mujer de condición superior a la suya; 
en primer lugar, corno se ha mencionado, porque la importan-
cia de la dote recibida constituye una amenaza para la hacienda, 
pero también porque todo el equilibrio de las relaciones domés-
ticas resulta amenazado. No es infrecuente que la familia y, muy 
especialmente, la madre, principal interesada, se oponga a seme-
jante matrimonio. Las razones son evidentes: una mujer de ex-
tracción humilde se somete mejor a la autoridad de la suegra. 
Siempre se le recordará, si falta hace, su origen: «Con lo que has 
aportado ... >> {Dap ,-o qui as pourtat ... ). Sólo cuando fallezca su 
suegra podrá decirse de ella, como suele hacerse, <<ahora la nuera 
es daune>). La hija de familia acomodada, por el contrario, «es 
36 
daune desde que pone los pies en la casa gracias a su dote (qu'ey 
entrade daune), es respetada desde el principio» (P. L.). Pero, en 
consecuencia, la autoridad del marido queda en entredicho, y es 
sabido que nada hay peor, desde el punto de vista campesinoque una explotación agrícola dirigida por una mujer. 
El respeto de este principio adquiere una importancia deci-
siva cuando se trata de un matrimonio entre un segundón y 
una heredera. En el caso de Eugene Ba., analizado anterior-
mente (pág. 33), la autoridad absoluta de la madre procedía del 
hecho de que era la heredera de la casa y de que su marido era 
de origen más humilde. <<Ella era la daune. Era la heredera. Ella 
lo era todo en aquella casa. Cuando un segundón se instala en 
el hogar de una gran heredera, ella sigue siendo la dueña>> Q.-P. 
A.). El caso límite es el del hombre de origen humilde, el cria-
do, por. ejemplo, que se casa con una heredera. Así, «una hija 
de buena familia se casó con uno de sus criados. Ella tocaba el 
piano, y el armonio en la iglesia. Su madre estaba muy bien re-
lacionada y recibía a gente de la ciudad. Tras diferentes inten-
tos de matrimonio, finalmente, se casó con su criado, Pa. Éste 
siempre fue considerado de casa de Pa., nunca de la de su espo-
sa. Le decían: "Tendrías que haberte casado con una buena 
campesinita; habría significado otra ayuda para ti." Vivía dis-
gustado consigo miSmo; lo consideraban como el último mono 
de la casa. No podía relacionarse con las amistades de su mujer. 
No pertenecía al mismo mundo. Quien trabajaba era él, mien-
tras ella dirigía y se lo pasaba bien. Siempre se sentía molesto y 
cohibido, y también resultaba molesto para la familia. Ni si-
quiera tenía suficiente autoridad para imponerle la fidelidad a 
su mujer» 1 Q.-P. A.). De aquel que se casa con una mujer de 
rango más elevado se dice que se coloca como <<criado sin suel-
do» (baylet chens soutade). 
l. P. L. cuenta otro caso: «H., criado en una casa, estaba enamorado de 
las tierras que cultivaba. Sufría (pasabe mau) cuando la lluvia no llegaba. ¡Y el 
granizo! ¡y codo lo demás! Acabó casándose con la dueña. Todos esos tíos 
que hacen "matrimonios de abajo arriba" están marcados de por vida. Se 
sienten molestos y cohibidos.» 
37 
Si, tratándose de una mujer, se desaprueba el matrimonio 
de arriba abajo, s6lo es en nombre de la moral masculina, moral 
del pundonor, que prohíbe al hombre casarse con una mujer de 
condici6n superior. Del mismo modo, obstáculos econ6micos 
aparte, nada se opone a que la primogénita de una familia mo-
desta se case con un segund6n de una familia acomodada, 
mientras que un primogénito de familia modesta no puede ca-
sarse con una segundona de familia acomodada. Resulta mani-
fiesto, pues, que si los imperativos económicos se aplican con el 
misrno rigor cuando se trata de hombres o de mujeres, la l6gica 
de los intercambios matrimoniales no es exactamente idéntica 
para los hombres que para las mujeres y posee una autonomía 
relativa porque se presenta como el punto donde se cruzan la 
necesidad econ6mica e imperativos ajenos al orden de la eco-
nomía, concretam.ente, aquellos que resultan de la primacía 
otorgada a los varones por el sistema de valores. Las diferencias 
econ6micas determinan imposibilidades de hecho, y los impera-
tivos culturales, incompatibilidades de derecho. 
Así pues, como el matrimonio entre herederos quedaba 
prácticamente excluido, debido, sobre todo, a que implicaba la 
desaparici6n de un nombre y de un linaje, 1 y también, por razo-
nes económicas, el matrimonio entre segundones, el conjunto 
del sistema tendía a propiciar dos tipos de matrimonio, concre-
tamente, el matrimonio entre primogénito y segundona y el ma-
trimonio entre segundón y primogénita. En estos dos casos el 
mecanismo de los intercambios matrimoniales funciona con el 
grado máximo de rigor y de simplicidad: los padres del heredero 
(o de la heredera) instituyen a éste (o a ésta) como tal, los padres 
del hijo menor (o de la hija menor) le constituyen una dote. El 
matrimonio entre el primogénito y la hija menor cumple perfec-
tamente los imperativos fundamentales, tanto económicos como 
l. Exceptuando, tal vez, el caso en el que ambos herederos sean hijos 
únicos y sus fincas estén próximas, este tipo de matrimonio está mal conside-
rado. «Es el caso de Tr., que se casó con la hija de Da. Se pasa el día yendo y 
viniendo de una finca a otra. Siempre está en camino, siempre en todas par-
tes, nunca en su casa. La presencia del amo es necesaria>> (P. L.). 
38 
culturales: gracias a él, la familia conserva la integridad de su pa-
trimonio y perpetúa su nombre. Para comprobar que el matri-
monio entre una heredera y un segundón, por el contrario, corre 
siempre el riesgo de contradecir los imperativos culturales, basta-
rá con analizar la situaci6n familiar resultante de ello. Para em-
pezar, ese matrimonio determina una ruptura definitiva y clara 
en el ámbito de los intereses econ6rnicos, entre el segund6n y su 
familia de procedencia; mediante una compensación, hecha 
efectiva en forma de dote, el segund6n renuncia a todos sus de-
rechos sobre el patrimonio. La familia de la heredera, a cambio, 
se enriquece con aquello que la otra familia acaba de perder. El 
yerno se desprende, en efecto, de todo lo que aporta en beneficio 
de su suegro quien, a título de aval, puede otorgarle una hipote-
ca sobre todos sus bienes. Si ha aportado una dote considerable y 
se ha impuesto por su trabajo y por su personalidad, se le honra 
y se le trata como al verdadero amo; en el caso contrario, tiene que 
sacrificar su dote, su trabajo y, a veces, incluso su apellido en bene-
ficio del nuevo hogar, sobre el cual sus suegros piensan seguir 
manteniendo su autoridad. No es infrecuente que el yerno pierda, 
de hecho, su apellido y sea designado por el nombre de la casa. 1 
l. Así, en la familia Jasses (nombre ficticio), a los yernos sucesivos 
siempre se les ha llamado, hasta la fecha, por su nombre de pila seguido por 
el apellido de un antepasado, cabeza de familia de importante proyección, 
hasta el punto de dar nombre a la casa: «Aunque era un hombre honrado y 
bueno, el nombre de Jan de Jasses, procedente de Ar., poco comunicativo, 
apenas se mencionaba (mentabut}. Del yerno actual se habla algo más, pero 
se le conoce como Lucien de Jasses>> Q.-P. A.). 
fallecido joven 
]AS SES 
1 
o~6 
1 
Jacques de ]ASSES 
(apellido en el registro civil: Lasserre) 
~ Í ~ Genevieve de }ASSES 
fallecido en 1918 6 O j 6 Jan de]ASSES (Lacoste) 
O ~ 6 Lucien de JASSES (Laplume) 
39 
Además, como hemos visto, por poco q¡;te fuera su familia más 
humilde que la de su mujer, por poco que tuviera una personali-
dad más bien discreta, el segundón acababa asumiendo un papel 
subalterno en un hogar que nunca era del todo verdaderamente 
el suyo. Para aquellos segundones que no conseguían casarse con 
una heredera gracias a la dote, a veces incrementada con un pe-
queño peculio (lou cabau) laboriosamente amasado, no había 
más salida que la de marcharse a buscar oficio y empleo en una 
empt:esa, en la ciudad o en Améríca. 1 Era muy poco frecuente, 
en efecto, que se arriesgaran a arrastrar las incertidumbres de una 
boda con una segundo na, el «matrimonio del hambre con las ga-
nas de comer»; algunos de los que contraían semejante enlace «se 
colocaban con su esposa como criados a pensión completa» {bay-
lets a pensíou) en las exploraciones agrícolas o en la ciudad, y re-
solvían así el problema más difícil, el de encontrar vivienda {ue 
case) y empleo. Para los demás, y sobre todo los más pobres, tan-
to si eran criados o empleados por cuenta ajena o en su propia fa-
milia, sólo quedaba el celibato, puesto que estaba excluido que 
pudieran fundar un hogar permaneciendo en la casa paterna. 2 
Ése era un privilegio reservado al primogénito. En cuanto a las 
segundonas, parece que su situación siempre fue más llevadera 
que la de los segundones. Debido, principalmente, a que repre-
sentaban un lastre, había prisa por casarlas, y sus dotes, en gene-
ral, solían ser mayores que las de los varones, lo que incrementa-
ba considerablemente sus posibilidades de matrimonio. 
Pese a la rigidez y al rigor con el que impone su lógica, particu-
larmente a losvarones, sometidos a las necesidades económicas y a 
los imperativos del honor, ese sistema no funciona nunca como un 
mecanismo. Tiene siempre suficiente «juego» para que el afecto o el 
l. En el barrio de Ho., hacia. 1900, sólo había una casa que no contara 
con un emigrado a América, por lo menos. Había en Olorón redutadores 
que animaban a los jóvenes a marcharse: hubo muchos que se fueron duran-
te los malos años entre 1884 y 1892. 
2. Hasta cierto punto, los imperativos propiamente culturales, concreta 
y principalmente la prohibición del matrimonio de abajo arriba, se impo-
nían a los segundones con menos rigor. 
40 
interés personal puedan inmiscuirse. Así, y a pesar de que, por lo 
demás, eran ellos los árbitros encargados de hacer respetar las reglas 
de juego, de prohibir los matrimonios desacertados y de imponer, 
prescindiendo de los sentimientos, las uniones conformes a las re-
glas, «los padres, para favorecer a un segundón o una segundona 
predilectos, les permitían amasar un pequeño peculio (lou cabau); 
les concedían, por ejemplo, un par de cabezas de ganado que, en-
tregadas en gasalhes, 1 reportaban sus buenos beneficios». 
Así pues, los individuos se mueven dentro de los límites de 
las reglas, de tal modo que el modelo que se puede construir no 
representa lo que se ha de hacer, ni tampoco lo que se hace, 
sino lo que se tendería a hacer al límite, si estuviera excluida 
cualquier intervención de principios ajenos a la lógica del siste-
ma, tales como los sentimientos. 
Que los elementos de las diagonales principales de la ma-
triz que figura a continuación sean nulos, salvo dos (probabili-
dad 1/2), se debe a que los matrimonios entre dos herederos o 
einre dos segundones están excluidos en cualquier caso, y más 
aún cuando a ello se suma la desigualdad de fortuna y de rango 
social; la disimetría que introduce el matrimonio entre una pri-
mogénita de familia humilde y un primogénito de familia 
acaudalada se explica por el hecho de que las barreras sociales 
no se imponen con el mismo rigor a las mujeres y a los hom-
bres, pues aquéllas pueden casarse de abajo arriba. 
Familia acaudalada Familia humilde 
Primogénito Segf!_ndón Primogénito Se¡;undón 
Familia {Primogénita o 1 o o 
acaudalada Segundo na 1 o o o 
Familia {Primogénita o 1/2 o 1 
humilde Segundo na 1/2 o l o 
l. Contrato amistoso mediante el cual se entrega a un amigo de confian-
za, tras haber hecho una valoración, una o varias cabezas de ganado; los pro-
ductos se comparten, así como los beneficios y las pérdidas que da la carne. 
41 
Si se adopta el principio de diferenciación utilizado por los 
propios habitantes de Lesquire, uno se vé abocado a oponer las 
«casas relevantes>> y las «casas humildes», o también los «campe-
sinos relevantes» y los «campesinos humildes» (lous paysantots). 
¿Se corresponde esta distinción con una oposición manifiesta 
en el ámbito económico? De hecho, aunque la distribución de 
los bienes raíces permita diferenciar tres grupos, las fincas de 
menos de 15 hectáreas, que alcanzan la cifra de 17 5, las fincas 
de 15 a 30 hectáreas, que suman la cifra de 96, y las fincas de 
más de 30 hectáreas, que llegan a la cifra de 31, las separaciones 
no son demasiado insalvables entre las tres categorías. Los apar-
ceros y los granjeros son poco numerosos; las fincas diminutas 
(menos de 5 ha) y los latifundios (más de 30 ha) constituyen 
una proporción ínfima dentro del conjunto, respectivamente, 
12,3 %y el 10,9 %. De lo que se desprende que el criterio eco-
nómico no tiene entidad suficiente para determinar por sí solo 
diferenciaciones sensibles. Sin embargo, la existencia de la je-
rarquía social es algo que se siente y se afirma de forma mani-
fiesta. La familia relevante no sólo es reconocible por la exten-
sión de sus tierras, sino también por determinados signos 
externos, tales corno la importancia de la casa: se distinguen las 
casas de dos plantas ( maysous de dus soules) o «casas de amo» 
(maysous de meste) y las casas de una sola planta, residencia de 
granjeros, de aparceros y de campesinos humildes. La «Casona» 
se define por el gran porrón que da acceso al patio. «Las muje-
res», afirma un soltero, «miraban más el porrón (lou pourtale) 
que el hombre.» La familia importante también se distingue 
por un estilo de vida; objeto de la estima colectiva y honrada 
por todos, tiene el deber de manifestar en grado máximo el res-
peto por los valores socialmente reconocidos, si no por respeto 
del honor, al menos por miedo de la vergüenza (per hounte ou 
per aunou). El primogénito de una familia relevante (lou gran 
aynat) ha de mostrarse digno de su nombre y del renombre de 
su casa; y para ello, más que cualquier otro, tiene que encarnar 
las virtudes del hombre de honor (homi d'aunou), es decir, la 
generosidad, la hospitalidad y el sentimiento de la dignidad. 
42 
Las «familias relevantes», que no son necesariamente las más ri-
cas del momento, son percibidas y se perciben a sí mismas 
como formando parte de una auténtica nobleza. De lo que se 
desprende que la opinión pública tarda en otorgar su reconoci-
miento a los «nuevos ricos», al margen de su riqueza, estilo de 
vida o éxito. 
Resulta de todo ello que las jerarquías sociales que la con-
ciencia común distingue no son ni totalmente dependientes ni 
totalmente independientes de sus bases económicas. Ello es pa-
tente cuando se trata de contraer matrimonio. N un ca falta, sin 
duda, en el. rechaw de las uniones que se tienen por desacerta-
das la consideración del interés económico, debido a que en el 
matrimonio se produce una transacción de gran relevancia. Sin 
embargo, de igual modo que una familia de poco renombre 
puede hacer grandes sacrificios para casar a uno de sus hijos en 
una familia relevante, el primogénito de una casa relevante 
puede rechazar un partido más ventajoso desde una perspectiva 
económica para casarse según su rango. 
Como más bien distingue jerarquías sociales que clases es-
trictamente determinadas por la economía, la oposición entre 
casas relevantes y humildes se sitúa en el orden social y es relati-
vamente independiente de las bases económicas de la sociedad. 
Aunque no sean nunca del todo independientes, hay que dis-
tinguir las desigualdades de rango y las desigualdades de fortu-
na, porque inciden de manera muy diferente sobre la lógica de 
los intercambios matrimoniales. 
La oposición basada en la desigualdad de rango separa de la 
masa campesina a una aristocracia rural distinta no sólo por sus 
propiedades, sino, sobre todo, por la «nobleza» de su origen, por 
su estilo de vida y por la consideración social de la que es objeto; 
implica la imposibilidad (en derecho) de determinados matri-
monios considerados desacertados, en nombre de unas razones 
primero sociales y luego económicas. Pero, por otra parte, las 
desigualdades de fortuna se manifiestan con cada matrimonio 
particular, incluso dentro del grupo al que se pertenece por la 
jerarquía social y a pesar de la homogeneidad de las extensiones 
43 
de tierras poseídas. La oposición entre una familia más rica y 
una familia menos rica no es nunca el equivalente de la oposi-
ción entre los «relevantes» y los «humildes». Aun así, debido al 
rigor con el que la necesidad económica domina los intercam-
bios matrimoniales, el margen de disparidad admisible perma-
nece siempre restringido de tal modo que, más allá de un um-
bral determinado, las diferencias económicas hacen que resurja 
la barrera, e impiden, de hecho, los enlaces. Así, junto a la linea 
de separación que separa dos grupos jerárquicos dotados de 
cierta permanencia debido. a la estabilidad relativa de sus bases 
económicas, las desigualdades de fortuna tienden a determinar 
puntos de segmentación particulares, y ello muy especialmente 
cuando se trata de contraer matrimonio. La complejidad que re-
sulta de estos dos tipo de oposición se duplica debido al hecho 
de que las reglas generales nunca se salen de la casuística espon-
tánea; ello es asíporque el matrimonio no se sitúa nunca plena-
mente en la lógica de las alianzas o de la lógica de los negocios. 
Conjunto de bienes muebles e inmuebles que forman la 
base económica de la familia, patrimonio que ha de mantenerse 
indiviso a lo largo de las generaciones, entidad colectiva a la 
que cada miembro de la familia ha de subordinar sus intereses y 
sus sentimientos, la «casa» es el valor de los valores, respecto al 
cual todo el sistema se organiza. Bodas tardías que contribuyen 
a limitar la natalidad, reducción del número de hijos (dos por 
pareja como media), reglas que regulan la herencia de los bie-
nes, celibato de los más jóvenes, todo contribuye a asegurar la 
permanencia de la casa. Ignorar que ésa es también la función 
primera de los intercambios matrimoniales significaría vedarse 
la comprensión de su estructura. 
Con semejante lógica, ¿quiénes eran los célibes? Sobre todo, 
los segundones, especialmente, en las familias numerosas y en las 
familias pobres. El celibato de los primogénitos, raro y excepcio-
nal, se presenta como ligado a un funcionamiento demasiado rí-
gido del sistema y a la aplicación mecánica de ciertos imperati-
44 
vos. Como el caso, por ejemplo, de los primogénitos víctimas de la 
autoridad excesiva de los padres. «P. L.-M. [artesano del pueblo, 
de 86 años de edad] nunca disponía de dinero para salir; no salía 
nunca. Otros se habrían rebelado contra el padre, habrían tratado 
de ganarse un poco de dinero fuera de casa; él se dejó dominar. 
Tenía una madre y una hermana que estaban al tanto de todo lo 
que sucedía en el pueblo, fuera cierto o f.úso (a tor ou a dret ), sin 
salir nunca. Dominaban la casa. Cuando él habló de casarse, se 
aliaron con el padre. "¿Para qué quieres una mujer? Ya hay dos en 
casa." Hada novillos en la escuela. Nunca le decían nada. Se loto-
maban a broma. La culpa de todo la tiene la educación» Q.-P. A). 
Nada más ilustrativo que este testimonio de un viejo soltero 
(I. A.) nacido en 1885, artesano domiciliado en el pueblo: 
«Nada más acabar la escuela, me puse a trabajar con mi padre 
en el taller. Fui al servicio en 1905, serví en el XIII Regimiento 
de cazadores alpinos, en Chambéry. Conservo muy buen re-
cuerdo de mis escaladas en los Alpes. Entonces no había esquís. 
Nos atábamos a las botas unas tablas redondas, lo que nos per-
mitía subir hasta la cima de los puertos. Al cabo de dos años de 
servicio militar, volví a casa. Tuve relaciones con una muchacha 
de Ré. Habíamos decidido casarnos en 1909. Ella aportaba una 
dote de 10.000 francos y el ajuar. Era un buen partido (u bou 
partir). Mi padre se opuso formalmente. En aquel entonces, el 
consentimiento del padre y de la madre era imprescindible.1 
'~No, no debes casarte.'' No me dijo sus motivos, pero me los 
dio a entender. "No necesitamos a ninguna mujer aquí." No 
éramos ricos. Había que alimentar una boca más, cuando ya te-
níamos a mi madre y a mi hermana. Mi hermana sólo estuvo 
fuera de casa seis meses, después de casarse. Volvió en cuanto 
enviudó y sigue viviendo conmigo. Por supuesto, podía haber-
me marchado. Pero, en aquel entonces, el primogénito que se 
l. A la vez <<jurídicamente>~ y materialmente. Sólo la familia podía ga-
rantizar un «hogar equipado)) (lou ménadje garait), es decir, el mobiliario do-
méstico: el "aparador", el armario; la caja de la cama (lárcaillieyt), el somier, 
etcétera. 
45 
instalaba con su esposa en una casa indep\'ndiente era una ver-
güenza [u escarnz; 1 es decir una vergüenza que desacredita y ridi-
culiza tanto al autor como a la víctima]. La gente habría dado 
por supuesto que se había producido una pelea grave. No había 
que mostrar ante los demás los conflictos familiares. Por su-
puesto, habría tenido que irse lejos, alejarse del avispero (tiras de 
la haille: literalmente, "zafarse del brasero"). Pero era difícil. Me 
afectó mucho. Dejé de bailar. Las chicas de mi edad estaban to-
das casadas. Las otras ya no me atraían. Y a no me interesaban 
las chicas para casarme; antes, sin embargo, me gustaba mucho 
bailar, sobre todo, los bailes antiguos, la polca, la mazurca, el 
vals ... Pero la quiebra de mis proyectos de boda había roto algo: 
se me habían pasado las ganas de bailar, de tener relaciones con 
otras chicas. Cuando salía, los domingos, era para ir a jugar a las 
cartas; a veces echaba un vistazo al baile. Trasnochábamos, en-
tre chicos, jugábamos a las cartas, luego regresaba a casa hacia 
medianoche., (Entrevista realizada en bearnés.) 
Pero, sobre todo, era entre los capmaysoul!s, los primogénitos 
de las familias campesinas relevantes, donde los imperativos eco-
nómicos se ejercían con más fuerza, donde más abundaban los ca-
sos de ese tipo. Quienes querían casarse en contra de la voluntad 
de los padres no tenían más remedio que marcharse, exponiéndo-
se a ser desheredados en beneficio de otro hermano o hermana. 
Pero marcharse le resultaba mucho menos fácil al primogénito de 
una familia campesina relevante que a un segundón. «El primogé-
nito de la familia Ba. [cuya historia se relata en la página 33, el ma-
yor de Lesquire, no podía irse. Había sido el primero en el pueblo 
que llevó chaqueta. Era un hombre importante, éoncejal del ayun-
tamiento. No se podía ir. Y, además, tampoco era capaz de mar-
charse para ganarse la vida. Estaba demasiado enmoussurit ( "ense-
ñoritado"de moussu, señor), (J.-P. A.). Obligado a mostrarse a la 
altura de su circunstancia, el primogénito era víctima, más que 
cualquier otro, de los imperativos sociales y de la autoridad fami-
l. El verbo escami significa <ámitar burlonamente, caricaturizan). 
46 
liar. Además, mientras los padres viviesen, sus derechos a la pro-
piedad no pasaban de virtuales. «Los padres soltaban el dinero con 
cuentagotas ... Los jóvenes a menudo no tenían ni para salir. Ellos 
trabajaban y los viejos se quedaban el dinero. Algunos salían a ga-
narse unos dinerillos para sus gastos fuera; se colocaban durante 
una temporada como cocheros o jornaleros. Así, hacían algún di-
nero, del que podían disponer a su antojo. A veces, cuando tenía 
que ir a hacer el servicio militar, daban al hijo menor algún pecu-
lio (u cabau): o bien un rinconcito de bosque que podía explotar, 
o bien uri par de ovejas, o una vaca, lo que le permitía ganar un 
poco de dinero. Por ejemplo, me dieron una vaca que le dejé a un 
amigo en gasahles. Los primogénitos, muy a menudo, no tenían 
nada y no podian salir. 'Tú te quedarás con todo" {qu'at aberas 
tout) decían los padres1 y, mientras, no soltaban nada. Muchos, 
antes, se pasaban toda la vida sin salir de casa. No podían salir por-
que no tenían ni un céntimo que fuera suyo, para invitar a unas 
copas. Y eso que entonces con cuatro perras te pegabas una buena 
juerga con tres o cuatro amigos. Había familias así donde siempre 
habían tenido solteros. Los jóvenes no tenían personalidad; esta-
ban acogotados por un padre demasiado duro, (J.-P.-A). 
Que algunos primogénitos estuvieran condenados al celiba-
to, debido a la autoridad excesiva de los padres, no quita que, 
normalmente, hicieran buenas bodas. «El capmaysoue tiene don-
de escoger" (P. L.). Pero las posibilidades de matrimonio se re-
ducen paralelamente con el nivel social. Sin duda, al contrario 
que a los primogénitos de las familias relevantes, los segundones 
de origen más humilde, ajenos a las preocupaciones de los enla-
ces desacertados y a las trabas suscitadas por el pundonor o el 
orgullo, tenían, en ese aspecto, una libertad de elección mayor. 
Sin embargo, y a pesar de la sentencia que reza que más vale 
gente que dinero {que bau mey gen qu'argen), también tenían, 
más por necesidad que por orgullo, que tomar en consideración 
la importancia de la dote que la esposa aportaría. 
l. Una sentencia que se pronuncia a menudo irónicamente, porque se 
presenta como el símbolO de la arbitrariedad y de la tiranía de los ancianos. 
47 
Junto al segundón que huye de la casa familiar y se marcha 
a la ciudad, en busca de algún empleo módesto,

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