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acercar los hijos a dios

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Ernesto Juliá
Acercar los hijos
a Dios
Bases y etapas del crecimiento
y desarrollo espiritual
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Colección: Hacer Familia
Director de la colección: Ricardo Regidor
Coordinador de la colección: Fernando Corominas
© Antonio Vázquez Galiano, 2014
© Ediciones Palabra, S.A. 2014
Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España)
Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39
www.palabra.es
epalsa@palabra.es
Diseño de cubierta: Raúl Ostos
Imagen de portada: © Thinkstockphoto
Diseño de ePub: Erick Castillo Avila
ISBN: 978-84-9061-115-9
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares de Copyright.
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Los hijos de los hombres
han sido llamados
desde el origen a ser hijos de Dios.
Introducción
Todavía está grabado en mi memoria visual el esplendor de los ojos negros de una
madre joven y la mirada que me dirigió cuando, al terminar de bautizar a su primer hijo,
le di la enhorabuena porque había traído a la tierra a una criatura que, con la gracia de
Dios y la ayuda suya y de su también joven marido, vería un día a Dios cara a cara.
Ya desde el paraíso, al crear Dios al hombre «varón y mujer» y dar origen así, y en
ese instante, a la familia, comenzó esa asombrosa aventura del hombre con Dios y de
Dios con el hombre: Dios concede a los padres la capacidad de procrear, y confía en
ellos para cuidar de esa porción del «paraíso», que debe ser cada hogar, cada
matrimonio, cada familia.
Cuando un padre comenta con un hijo de
cuatro años: «Yo soy tu padre aquí en la tierra;
en el Cielo tienes otro Padre, que es Dios. Él te
quiere mucho. Como me quieres a mí, quiérelo a
Él», la familia está haciendo florecer sus raíces de la tierra y del Cielo.
Es de esa tarea, de la labor de reverdecer esas raíces de las relaciones con Dios de
cada uno de los hijos que el mismo Dios ha confiado a los padres, de lo que vamos a
tratar en estas páginas. Y lo hacemos, bien conscientes de que es en el ámbito familiar
donde el niño adquiere las bases para su desarrollo y crecimiento total como hombre,
cultural y espiritual, y sobrenatural, como hijo de Dios.
Quizá pueda aparecer demasiado ardua esta perspectiva de la familia, o un poco
utópica. Nos conviene recordar, sin embargo, que la familia, originada en la comunión
de amor de un hombre y de una mujer, hace posible que el amor –ese amor con el que
Dios creó el mundo, el hombre– continúe vivo en la tierra; que la creación se renueve
cada amanecer, porque hay alguien que ama.
Los lectores de estas páginas tenéis cada uno vuestras propias experiencias de hasta
qué punto los lazos familiares arraigan en los seres humanos, y su influencia penetra en
todos los ámbitos del existir, de generación en generación, por muy variadas y por muy
cambiantes que hayan sido las circunstancias que cada miembro de la familia haya
tenido que vivir a lo largo de los años.
Y no me refiero solamente a esas influencias que afectan la mente, los gustos, los
gestos, el habla, y tantos otros detalles personales de cada uno. Pienso más bien en ese
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núcleo central del hombre que configura su vivir.
Vamos a hablar a lo largo de estas páginas fundamentalmente de las relaciones de los
padres con los hijos, y de los hijos con los padres. No quisiera, sin embargo, dejar de
hacer mención ahora de la presencia de los abuelos, que tan importante papel han
tomado siempre, y seguirán teniendo, en la misión de dar vida, y de desarrollar la vida,
en el ambiente familiar.
Transcribo tres experiencias de esa realidad familiar, en el sentido más amplio y
hondo de la palabra, y de sus raíces. Las tres se refieren a abuelos, como manifestación
del vínculo siempre abierto de padres a hijos, de hijos a padres.
La primera me ocurrió en Roma. Regresaba a casa andando a buen paso, que uno se
cansa más si no va a buen paso, y para acortar camino me interné en Villa Borghese,
parque que alimenta de buen aire los pulmones de Roma.
Una voz fuera de hombre atrajo mi atención. Las palabras no formaban parte de un
discurso; eran apenas dos vocablos, repetidos a intervalos: «Chiama nonno!… Chiama
nonno!… Chiama nonno!». (Llama abuelo).
El anciano miraba fijamente, con una amplia sonrisa, a una criatura más preocupada
de sostenerse en pie, en su año recién estrenado, que en lanzarse a los estrenos que le
sugería el abuelo. Cuando al fin consiguió oír la palabra «nonno» (abuelo), en los labios
del nieto, su sonrisa nada tenía que envidiar a la famosa de «La Gioconda».
La segunda fue en Sevilla. Solía coincidir en el autobús con un señor que ejercía, con
todo orgullo, su condición de abuelo. En la parada, entregaba a la nieta el bonobús, y le
daba las explicaciones pertinentes para que lo timbrase por él y por ella. La pequeña
introducía el cartón en la ranura con un cierto gesto de distinción y elegancia, metía
después el bonobús cuidadosamente en la funda y lo devolvía al abuelo con un aire entre
de triunfo y de misión cumplida.
No he necesitado preguntar nunca al abuelo cómo se sentía con su nieta y si tenía
otros vástagos familiares semejantes. Bastaba observar su bigote y la sonrisa de su
rostro, que ennoblecía la misma calva, para deducir que el hombre no cabía en sí de
gozo, y que, aunque quizá tuviera más nietas, o cada una era diferente, o para él todas
eran «nietas únicas». La misma alegría he descubierto en el rostro de otro abuelo, cuando
cruzaba el umbral de una iglesia, los sábados por la mañana, acompañando a dos nietos a
la catequesis.
La tercera proviene de una psiquiatra norteamericana. Una tarde en Boston, me
comentaba que la mayoría de las universitarias que habían solicitado sus cuidados
médicos depositaban una confianza mayor en una conversación con sus abuelas que con
su propia madre. En cierto modo, es lógico; y no solo por la mayor benevolencia que
pueda encontrar en las arrugas del rostro de la abuela ni por aquello de que «los
extremos se tocan».
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No. Las universitarias intuían que podían hablarles con más libertad, porque las
abuelas iban a comprender mejor sus problemas, porque ya habían pasado por casi todas
las angustias y sobresaltos imaginables, y el padecer, el gozar, el sufrir habían dejado
una riqueza insondable en sus espíritus. A sus padres, en cambio, les quedaba todavía
por vivir, y la pasión podría disturbar de algún modo el buen entendimiento.
Aun dejando a un lado, momentáneamente, a sus padres, quedaba muy de manifiesto
que los vínculos verdaderamente fuertes y sólidos que el hombre necesita para resolver
problemas en cualquier momento del vivir tiende a buscarlos en el ámbito familiar. Si
allí no los encuentra, no es extraño que se vea invadido por la desorientación.
* * *
Concluyo esta introducción con una noticia que leí. Observado un niño de siete
meses en el seno materno, los médicos han podido descubrir lo siguiente: al oír la voz de
su madre grabada en un disco, el corazón del «concebido no nacido» palpitó con más
viveza. Se cambió el disco, la criatura oyó la voz de otra mujer, y su corazón renovó su
palpitar de siempre sin alterarse lo más mínimo. Volveremos sobre este mismo hecho
más adelante.
Esos vínculos son los que hacen posible que sea en la familia cristiana, enriquecida
con la gracia y los deberes del sacramento del Matrimonio, el campo abonado, el rincón
del «paraíso» en el que los hijos pueden aprender desde los primeros años a oír la voz de
Dios, a conocer y a adorar a Dios y a amar a sus padres, a sus hermanos, a todos sus
semejantes.
Padres, hijos, abuelos. En estas páginas todos quedan incluidos bajo el amplio manto
de la familia.
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PRIMERA PARTE
LA ORACIÓN
La oración es la elevación de la mente a Dios
para pedirle cosas convenientes.
San Juan Damasceno
El ser humano, además de hijo de sus padres, es hijo de Dios, y ha sidocreado a
imagen y semejanza de Dios, y que desde el mismo momento de la concepción –y es
interesante subrayar que es desde la concepción, porque desde ese instante es ya persona,
sin necesidad de esperar al nacimiento–, el hombre está ya ordenado a la eternidad en
Dios y llamado a una relación con Él que se materializa en la oración.
LA ORACIÓN
¿Qué es la familia?
¿Cómo enseñar a orar a mis hijos?
¿Por qué es tan importante la oración?
¿En qué sentido es la familia escuela de oración?
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CAPÍTULO 1 | Familia, escuela, oración
Partiendo del título, y para mantener claro el horizonte de lo que pretendemos en este
trabajo, considero oportuno dejar bien asentado el significado de cada uno de los
términos del título.
¿Qué es la familia? ¿Qué es la escuela? ¿Qué es la oración?
Parecen preguntas obvias y, a un primer golpe de vista, realmente lo son; pero es
necesario darles la respuesta adecuada, bien convencido como estoy de que no siempre
la reciben.
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La familia hace que
el amor continúe
vivo en el mundo.
Familia
«Santuario del amor y de la vida», la llamó más de una vez Juan Pablo II, a lo largo
de los años de su Pontificado.
Acostumbrados como estamos a vivir en el seno de una familia y a desarrollar toda
nuestra vida sin abandonar la referencia al entorno familiar, quizá nos cuesta ser
conscientes de la grandeza de la familia cristiana: humana y sobrenatural.
Para facilitar ese descubrimiento, quizá nos sea útil el resumen siguiente:
La familia, originada en la comunión de amor de un hombre y una mujer, hace
posible que el amor continúe vivo en el mundo; que la creación se renueve cada
amanecer, porque hay alguien que ama.
Por eso, la doctrina común afirma que el matrimonio y la familia que se constituye
están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos, fruto
lógico del amor conyugal.
Buscar el bien de los esposos y de los hijos lleva consigo
que las relaciones en el seno de la familia entrañen una afinidad
de sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo
del mutuo respeto de las personas. Se comprende, entonces, que
la familia sea verdaderamente una «comunidad privilegiada» llamada a realizar un
«propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los padres en la
educación de los hijos». Sin duda, la tarea más grande y exigente que el ser humano
pueda llevar a cabo.
Dios Padre ha querido que Nuestro Señor Jesucristo restaurase el matrimonio, la
familia, en toda su plenitud, y de ahí el sacramento del matrimonio. Al casarse, el marido
y la mujer realizan un sacramento que les concede la gracia necesaria –la participación
en la vida divina– para amarse mutuamente y amar a sus hijos, como el mismo Cristo les
ama.
Por esa gracia sacramental podemos decir que la familia cristiana es una comunión
de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo y
que su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios.
O, con otras palabras, que la familia cristiana es una comunidad de fe, esperanza y
caridad, y posee, por tanto, una importancia singular en la Iglesia y en la sociedad.
* * *
Hombre y mujer. Hijos. Abuelos y nietos. Todos somos conscientes de la
importancia de la familia y, a la vez, nunca acabaremos de descubrir esa importancia en
toda su plenitud.
Si Dios comenzó la creación con una familia –«varón y hembra los creó»–, Cristo
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quiso venir a la tierra para la Redención en el seno de una familia; y dio inicio a su vida
pública con un milagro llevado a cabo en el momento de la celebración de un
matrimonio, del origen de una familia, en Caná.
El amor de los esposos, renovado cada amanecer, establece la comunión familiar
entre los padres y los hijos. Ese amor se robustece y fortalece por la gracia sacramental
recibida en el momento de la celebración del sacramento del Matrimonio, que
permanece viva, y crece, cuando marido y mujer buscan, cada uno libre y
responsablemente, la cercanía de Cristo, vivir con Cristo.
Fruto de esa Gracia del Sacramento y del esfuerzo diario de los miembros de la
familia, en el seno de la convivencia familiar surge la atmósfera, el ambiente que
convierten a la familia en una verdadera escuela de vida, de amor, de comprensión, de
libertad, de caridad.
Para hacernos mejor cargo de esta perspectiva humana y divina de la familia, y de los
sueños que el mismo Dios se ha hecho con cada familia humana, cerramos este apartado
con una afirmación que quizá a algunos pueda parecer demasiado osada, y de la que yo
estoy, sin embargo, muy convencido:
Quien no aprende a amar en familia tiene un vacío en el alma, que solo una
especialísima gracia de Dios puede llenar. Y es lógico que sea así.
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Escuela
El Diccionario de la Real Academia Española recoge un total de diez acepciones de
la palabra. Nos quedamos con la que figura en tercer lugar, y que dice así: «Enseñanza
que se da o que se adquiere».
O sea, dejamos a un lado cualquier connotación con un edificio, con un lugar, con un
método de enseñanza, incluso con esa consideración de la enseñanza que lleva consigo
unos programas de materias sobre las que hay que informar, y de las que hay que ofrecer
un curso, al final del cual, los alumnos han de pasar unas pruebas y dejar claro
testimonio de sus conocimientos y de su aplicación.
La familia es escuela porque en ella, en el ámbito de sus relaciones y de sus vínculos,
se origina un caudal de conocimientos y de creencias; de experiencias y de afectos; de
sentimientos y de proyectos, que hacen posible que todos aprendan algo de los demás,
que todos enseñen algo a los demás, sencillamente, aun sin quererlo de una forma
deliberada y consciente. Cada uno puede enseñar algo a los demás, porque cada uno
necesita recibir algo de los demás.
Y lo es, porque en la familia se dan todas las condiciones requeridas para que la
persona viva en un ambiente de amor, de confianza, de libertad, de comprensión, que
hagan amable el dar y el recibir, el aprender y el enseñar: de ser educado, en una palabra,
en el sentido más amplio y profundo de la palabra.
Una escuela, por tanto, no de enseñanzas especializadas o de conocimientos
particulares. En el proceso singular de educación que se desarrolla en la familia, los
educadores –los padres– «engendran» en una plenitud de sentidos, como ya hemos
recordado, que van desde pequeños detalles de comportamiento social, hasta la
adquisición de hábitos de estudio, de trabajo, de valoraciones culturales, y pueden llegar,
y es lo que deseamos con estas páginas, hasta transmitir a sus hijos el profundo sentido
espiritual que les lleva a descubrir su grandeza de ser hijos de Dios.
La familia es escuela porque en su seno se establece una comunicación vital, que no
solo origina una relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a
ambos en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por parte
de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Los educadores son los padres; los educandos, los hijos; y esa comunicación vital
surge en el seno de la familia cristiana, porque padres e hijos, hijos y padres participan
de la verdad y el amor de Cristo.
La Iglesia recuerda esta realidad de la familia, de ser Escuela, cuando en el Rito del
Matrimonio, y antes de que se celebre el Sacramento, pregunta a los futuros esposos:
«¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a
educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?».
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Es interesante subrayar las palabras de esta pregunta. La Iglesia sabe que la familia
que recibe amorosamente a sus hijos está en condiciones óptimas para educarlos en la
ley de Cristo.
¿La razón?
Solamente cuando se ama, se desea lo mejor para las personas amadas, y el cristiano
sabe que lo mejor que pueden recibir los hijos de sus padres es descubrir que su más alta
dignidad, en palabras del Concilio Vaticano II, «consiste en su vocación a la unión con
Dios. Desde su nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura ysimplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y
solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese
amor y se confía por entero a su creador».
Esta tarea puede parecer demasiado difícil a algunos padres. No es oportuno
desanimarse. Hace apenas unas semanas un padre me comunicó la emoción que le había
causado un diálogo con una hija suya de cinco años recién cumplidos:
Una compañera del colegio había fallecido de repente, atropellada por un coche.
La familia fue a dar el pésame a los padres y, allí, la pequeña pudo contemplar el
cadáver de la que hasta hacía apenas un día había compartido pupitre con ella. Al
regresar a casa, preguntó:
«¿Por qué existo?».
Padre y madre se miraron sorprendidos. Mientras el padre comenzaba a preparar
una respuesta razonada, la madre se limitó a decirle:
«Porque Dios te ama. Has nacido del amor de papá y de mamá. Y antes que
nosotros te amó Dios, y te sigue amando; por eso vives».
La niña, superado ya el temor que quizá le llevó a preguntar, respondió: Vale.
Ante este pequeño sucedido, me preguntó: ¿Cómo la niña ha podido aceptar con
tanta sencillez, y tan pronto, unas palabras semejantes?
La niña sabía que sus padres no le engañaban, porque la aman. Sus padres ya han
rezado alguna vez con ella; y, rezando, ella ha comenzado a descubrir que Dios está al
alcance de sus palabras, y que también la ama. Y se quedó tranquila.
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Dios cuenta con la oración
de los niños, como los padres
cuentan con las palabras de sus hijos.
Oración
Ya desde hace muchos siglos, el cristiano ha repetido una definición de oración que
ahora nos puede ser muy útil.
«Orar es elevar el corazón a Dios, y pedirle mercedes».
En una frase tan sencilla está encerrada la honda sabiduría de quien ha descubierto
que Dios, estando lejos, es cercano, quiere vivir con cada hombre, con cada mujer; que
el hombre puede dirigirse a Él sin necesidad de grandes gestos ni de grandes acciones:
basta, sencillamente, elevar el corazón; que Dios establece con el hombre un trato de tal
confianza que nos invita a «pedirle mercedes».
En el seno de la familia, en su trato con papá y mamá, el niño aprende a hablar, a
responder a esa voz, que ya descubre en el seno materno, con palabras y gestos.
Todos hemos podido apreciar con detalle la alegría de unos padres cuando
acompañan los primeros balbuceos de sus hijos, y el momento en el que los balbuceos se
transforman en palabras.
Ninguno recordamos, sin embargo, la
alegría que sentimos cuando descubrimos que
nuestros balbuceos eran entendidos, que
teníamos la capacidad de comunicarnos con
nuestros padres, con nuestros hermanos.
La educación a orar que el niño aprende en la familia es muy semejante a la que
recibe para llegar a hablar con soltura. Con sus padres y sus hermanos, el niño se suelta
en el lenguaje humano para tratar a los hombres; también con sus padres y sus hermanos
puede y debe soltarse en el lenguaje divino para dirigirse a Dios. Y ese lenguaje es la
oración. Y, así como los padres se alegran al ver que sus hijos les hablan, pensemos en la
alegría de Dios Padre al prestar atención a los balbuceos de los niños.
Ahora, y para que nos podamos convencer de que el niño ha de aprender a rezar en
familia del mismo modo y con la misma naturalidad y sencillez que aprende a hablar, a
caminar, a sonreír, a trabajar, a estudiar, a amar, hemos de responder a la pregunta con la
que iniciamos el capítulo siguiente.
Recuerda que:
Quien no aprende a amar en familia tiene un vacío en el alma, que solo una
especialísima gracia de Dios puede llenar. Y es lógico que sea así.
La familia es escuela porque cada uno puede enseñar algo a los demás, porque cada
uno necesita recibir algo de los demás.
Dios cuenta con la oración de los niños, como los padres cuentan con las palabras
de sus hijos.
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CAPÍTULO 2 | La necesidad de hacer oración
¿Por qué es tan necesaria la oración?
Una respuesta sencilla podría ser porque la oración es un acto de fe, un acto de
esperanza, un acto de caridad; y la vida cristiana de un hijo de Dios es la relación viva
con Dios Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo.
Esa relación con Dios el cristiano la manifiesta cuando reza, y en esa relación se
desarrolla el amor del niño, del hombre a Dios. Todo ser humano necesita vitalmente
creer en alguien, esperar en alguien, amar a alguien.
Esto quiere decir que, cada vez que rezamos, crece en nosotros la fe en Dios, se
fortalece en nosotros la esperanza en Dios; aumenta en nosotros la caridad, el amor, a
Dios. Y la fe, la esperanza y la caridad son los cauces por los que el hombre vive la vida
cristiana sobrenatural, de la misma manera que en la inteligencia, en la memoria y en la
voluntad se manifiesta la vida cristiana natural.
* * *
Nos conviene ahora hacer un breve alto en el camino, para salir al encuentro de una
dificultad que se presenta con relativa frecuencia.
En ocasiones, el cristiano y, por tanto, también los padres y las madres en el seno de
la familia, pueden pensar que la oración es una tarea ardua, reservada quizá a personas
algo especiales, con una vida espiritual ya bien asentada en el alma, y con no pocas
virtudes.
No hay que olvidar, entonces, que el ser humano, además de hijo de sus padres, es
hijo de Dios, y ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y que desde el mismo
momento de la concepción –y es interesante subrayar que es desde la concepción, porque
desde ese instante es ya persona, sin necesidad de esperar al nacimiento–, el hombre está
ya ordenado a la eternidad en Dios.
Por tanto, Dios es la persona más cercana al hombre. «Más íntimo a nosotros que
nosotros mismos», en frase de san Agustín.
La tarea se entenderá mejor y se verá más asequible si recordamos una característica
fundamental de la oración, que el mismo Cristo Nuestro Señor manifestó a los apóstoles
cuando les enseñó a orar. Les dijo:
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Dios es la persona
más cercana al hombre.
«Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre…» (Lc
11, 1-2).
San Josemaría Escrivá comenta: «Notad lo sorprendente de la respuesta: los
discípulos conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo
han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de
Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su
padre».
Como el saberse hijo de Dios es el fundamento que
sostiene todas las relaciones del cristiano con Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, es lógico que también la oración, la
conversación entre Dios y el hombre, entre el hombre y Dios, se desarrolle con esa
característica.
La misión de los padres, en definitiva, en este campo de ser educadores de sus hijos
en la oración, se puede resumir así. Enseñando a orar a sus hijos, hacen posible que
quede bien arraigado en su espíritu el convencimiento de que, además de ser hijos suyos,
son hijos de Dios.
Y, además de descubrirles esa asombrosa realidad, con sus palabras y su ejemplo, les
enseñarán también a desarrollar esa filiación divina con confianza y serenidad, con amor
a Dios, como con amor les tratan a ellos.
Para conseguir estas metas, vendrá bien que los padres recuerden unas verdades
fundamentales sobre la oración, que volveremos a tener muy en cuenta más adelante.
— Que la oración del hombre comienza en Dios, se vive en Dios y concluye en Dios. El
hombre eleva el corazón a Dios movido por el Espíritu Santo, en compañía de Cristo, y
se dirige a Dios Padre. Papá y mamá son, en esta labor, ayudantes del Espíritu Santo.
— Que la oración no es solo la meditación profunda para descubrir nuevas luces en
algún misterio de Dios, de la Santísima Trinidad. Ni siquiera, principalmente, una
elucubración o un análisis lo más detallado posible acerca de los mejores caminos para
desarrollar las virtudes, o corregir los defectos más hondamente arraigados en el alma.
— Que la oración puede ser eso y muchas cosas más. Lo verdaderamente importantees
que sea personal, de cada uno con Dios cara a cara. Personal, que no significa
meramente individual y egoísta. La persona está abierta a toda la realidad que la
circunda, y muy especialmente a quienes le rodean, conviven con ella; y, de manera
muy particular, está abierta a Dios.
— Oración personal, nunca anónima por parte del creyente, y tampoco anónima por
parte de Dios. Cada hombre que reza se dirige a Dios Padre, y lo trata con la confianza
con que se relaciona con una persona a quien conoce, y que sabe que le atiende y acoge.
La oración cristiana es relación de un tú a un Tú; de un yo a un Yo.
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— Por último, que la oración no es un refugio en el que meterse cuando las cosas van
mal, cuando hay tormenta. No es tampoco una panacea para todos los males, y para
alcanzar de Dios todo lo que pensamos que nos viene bien. El encuentro con Dios, que
es la oración, se manifiesta no solamente en petición de ayuda, sino también, y muy
especialmente, en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y
viveza de afecto hasta el arrebato del corazón.
* * *
Podríamos resumir diciendo que la oración cristiana es: personal, filial, confiada y
formadora al ser vivida en amistad con Cristo. Y no parece difícil concluir que el seno de
la familia es el ámbito de las relaciones que se establecen entre sus miembros, el lugar
vital adecuado, y por excelencia, donde el niño puede descubrir con naturalidad, sin
sobresaltos, verdades de fe, de esperanza y de caridad, que al rezar adquieren su
verdadero relieve:
— la paternidad de Dios;
— la filiación divina: Dios es el Padre que está en el Cielo;
— la amistad con Jesucristo, con Dios;
— y, con la amistad, el anhelo de estar con Jesucristo, confiadamente;
— el amor y la amistad con todos sus semejantes, los hombres.
Esta es la meta que estas páginas pretenden ayudar a alcanzar. Después, con los años
y con las experiencias adquiridas, los hijos irán creciendo, y descubrirán las mil facetas
de la oración. Conscientes de ser escuchados y recibidos por un Padre que les ama, se
dirigirán a Dios:
— para dar gracias;
— para pedir perdón;
— para manifestar sus quejas;
— para solicitar ayuda;
— para ofrecerle su vida, sus trabajos, sus anhelos;
— se arrodillarán ante el Santísimo Sacramento para adorar y saborear la presencia
de Cristo en la Eucaristía;
— abrirán el Evangelio para descubrir una luz, un reflejo de luz, en el insondable
misterio de Cristo.
En definitiva, serán hombres y mujeres de oración.
* * *
Asentados estos conceptos, y conscientes ya de cuál va a ser la finalidad de estas
páginas, nos hemos de hacer algunas preguntas para ver el mejor modo de llegar a
alcanzar la meta prevista, de que la familia sea escuela de oración:
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La familia es escuela
de oración por su vocación
de amar en plenitud.
1.ª pregunta: ¿Por qué la familia ha de ser escuela de oración?
Ya hemos señalado en páginas anteriores que la esencia y el cometido de la familia –
en su plenitud humana y divina, natural y sobrenatural– son definidos en última instancia
por el amor. La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como
reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo
Señor por la Iglesia.
Los padres, por la gracia que reciben en el
sacramento del matrimonio, a medida que los hijos van
creciendo en edad y van desarrollando sus capacidades,
descubren que no les pertenecen del todo.
Que ellos, los padres, les han dado una vida, les han traído al mundo, les han
alimentado y les han ido proporcionando, paso a paso, día a día, los medios que
necesitaban para sobrevivir. Les han protegido del frío y del calor; les han curado en las
enfermedades… parece que todo lo que los hijos tienen es herencia y regalo de sus
padres; y, sin embargo, los padres saben que no es así.
Y, como siempre quieren lo mejor para los hijos, descubren que el deseo y el amor
que pusieron para que recibieran el Bautismo les lleva ahora, y les empuja, a enseñarles
desde los primeros años a conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo, según la fe
recibida en el Bautismo.
La razón de por qué la familia es escuela de oración parece ahora clara. Los padres
son padres en toda la amplitud del término, en toda la amplitud de la realidad vital de sus
hijos. Los hijos son hijos en las mismas dimensiones; en el mismo sentido de plenitud,
que cada uno desarrolla personalmente y de manera del todo propia.
Dentro de esa plenitud está el vivir como seres religiosos; como seres humanos que
descubren la realidad paterna de Dios. Y Dios cuenta con los padres para que los niños
aprendan a desarrollar, en el ambiente más adecuado, sus capacidades de amar, de
abrirse a su mundo exterior, Dios, por tanto, incluido, con confianza, abandono y
seguridad.
La actriz María Isbert reconoce con claridad y sencillez, y hasta con un cierto
encanto, en una entrevista, la honda eficacia de la comunicación espiritual de padres
con hijos.
«Mi padre era un creyente fervoroso; él, junto con mi madre, me enseñó religión,
porque en el Colegio Alemán, donde estudié, apenas dábamos nada. A mí me
educaron mis padres –porque son los padres los que verdaderamente educan en la
fe–, y eso se me ha quedado para siempre».
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Una experiencia, un testimonio, que se podría multiplicar casi hasta el infinito.
¿Quién de nosotros, a una cierta edad de nuestro vivir, en momentos quizá difíciles en
los que solo la oscuridad se presentaba en el horizonte, no se ha descubierto recitando
con sencillez, y hasta con un cierto pudor, una oración aprendida de niño?
El gran actor italiano Vittorio Gasmann nos ha dejado también su testimonio.
Después de curarse de una depresión profunda, declaró con toda franqueza: «Ha sido
una prueba verdaderamente dura; pero he descubierto muchas cosas. He hecho un
largo viaje conociendo el mundo y a mí mismo». Y, a la pregunta sobre qué había
aprendido, respondió: «A rezar. ¿Te parece poco? En cosas de religión siempre he
sido un poco incierto, muy tibio. Ni ateo, ni verdaderamente creyente. Ahora me
estoy planteando problemas de Fe, en toda su amplitud. Tengo una gran necesidad de
alimento espiritual. Encuentro luz y apoyo en la oración. Piensa, un hombre como yo
acostumbrado a los grandes éxitos, que se encuentra recitando esa obra maestra de
sencillez que es el padrenuestro. Y, sin embargo, es justo que sea así». Un
padrenuestro aprendido en el hogar materno.
* * *
Una aclaración antes de dar paso a la segunda pregunta. Hasta ahora algún lector
puede sacar la impresión de que estamos hablando a padres rezadores; a padres que
quieren transmitir a sus hijos algo que ellos viven. Y se puede preguntar qué ocurre
cuando los padres no rezan, siendo sin embargo creyentes.
Todos conocemos amigos que han vuelto a la práctica de los sacramentos, a dirigirse
a Dios, con motivo de la primera Comunión de una hija, del bautizo de un hijo. No sería
el primer caso de un padre que vuelve a recordar el padrenuestro a la vez que trata de
que su hijo de cuatro años vaya haciéndose, una a una, con las siete peticiones del
padrenuestro.
El no ser rezadores, presupuesta una cierta fe, no es un obstáculo invencible; el único
real obstáculo es querer que los hijos no recen, o no querer que los hijos recen.
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2.ª pregunta: ¿Es bueno para los niños aprender a rezar?
Bien ponderado lo que hemos dicho hasta este momento, parece que no debería
presentarse ninguna objeción a esa tarea en la que la familia ayuda a los niños para que
puedan llevar a cabo su vocación de hijos de Dios. Recordemos la frase del Concilio
Vaticano II: «Desde su nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios».
¿Por qué, entonces, algunas personas aducen motivos para que la familia –el padre y
la madre, se entiende– no influya en la vida religiosa de los hijos?
Quizá podemos agrupar esas razones en cuatro grupos:
— No tener suficiente doctrina; no saber bien el catecismo.
— Dificultad del niño para entender.
— Obstáculo para que el niño desarrolle su libertad.
— Consecuenciaspsicológicas que pueden causar trastornos en los niños.
Formulemos con algún detalle estas objeciones:
a) No es extraño encontrarse con padres que, siendo piadosos, se sienten incapaces
de llevar a cabo esa tarea, porque piensan que no disponen de los conocimientos
adecuados, y no podrán transmitir las enseñanzas con el rigor y la claridad requerida.
b) Algunas personas manifiestan ciertos temores de que la recepción de palabras de
fe –recordemos, por ejemplo, la «transubstanciación», la resurrección de la carne, la
encarnación virginal, etc.– de las que el niño no capte en plenitud su significado, puedan
llegar a ocasionar un daño a su inteligencia; o al menos una seria desorientación en su
mente que llegue, incluso, a impedir un desarrollo normal de todas las funciones del
entendimiento, para captar y elaborar la restante información de todo tipo que recibe la
mente del niño.
c) Otros consideran que esa información, que el niño no puede elaborar con la
normalidad con la que va asimilando otros conocimientos, pueda coartar su libertad al no
conseguir asimilarla de manera adecuada. Si acaso no le ocasione ningún daño, sí puede
–dicen– coartar su libertad. Esas informaciones religiosas no serían más que presiones y
coacciones que el niño sufre y de las que necesita ser liberado.
d) El cuarto grupo de razones se podría formular así: si el entendimiento del niño no
alcanza a asimilar las palabras y los sentidos del hecho religioso; y si, además, su
voluntad puede verse coartada para tomar una serie de decisiones de acuerdo con gustos
y apetencias, el niño podría caer en una espiral de miedo y de sentimientos de culpa, que
podrían ocasionarle trastornos en su personalidad.
Vamos a tratar ahora de responder, en el mismo orden, a las cuatro cuestiones:
a) Hay que tener en cuenta que se trata de que la familia sea escuela de oración, no
clase de religión. Ciertamente, como recordaremos de nuevo más adelante, los padres
han de estar atentos a las verdades de fe que reciben sus hijos en los colegios públicos o
19
privados que frecuenten. Lo que ahora se les pide, sin embargo, es una sencilla
transmisión de vida: acompañar a los hijos a relacionarse con Dios y, para eso, no es
preciso hacer muchas disquisiciones sobre el dogma de la Santísima Trinidad, pongamos
por caso.
La pedagogía de la clase tiene sus reglas; el vivir de la escuela-familia, las suyas
propias que cualquier padre está en condiciones de transmitir.
b) Toda la verdad de Dios supera la capacidad de la mente humana. A la vez, la
inteligencia del hombre tiene no solo la capacidad, sino también una arraigada
disponibilidad para abrirse a la luz de Dios. Ante una palabra de la que no aprehende
inmediatamente el significado, el niño no se preocupará: seguirá adelante y ya se le
presentará la ocasión de volver a relacionar ese término con una realidad descubierta en
algún momento de su vivir. En ese instante se prenderá una luz en su inteligencia que le
haga iniciar la comprensión.
Si le surge alguna duda, formulará enseguida una pregunta, que puede resultar, si se
quiere, hasta curiosa, como le sucedió a un padre con su hijo de cinco años, a orillas del
mar.
20
Lo que produce cerrazón
en la mente del hombre
para las verdades de Dios
es el pecado, no la edad.
Una historia
El padre se encontraba algo apesadumbrado por las cargas de la familia y del trabajo.
Después de un hondo suspiro, y fijos los ojos en la inmensidad del mar, musitó en voz
alta: Realmente, ¡qué poca cosa soy! El pequeño, desconocedor obviamente de las
batallas espirituales de su padre, pero consciente de que estaba sucediendo algo que se
escapaba de su alcance, le miró fija y cariñosamente, como con ánimo de ayudarle, y le
preguntó: ¿Te pasa algo, papá?
Ciertamente, el niño que oye la palabra «transustanciación» no entenderá
absolutamente nada. Sabrá, sin embargo, y para siempre, que entre el pan corriente que
devora en la mesa, y esa forma redonda, blanca, que conoce por el nombre de «hostia»,
hay una diferencia que hace imposible cualquier confusión. No son lo «mismo»; y en su
mente quedará claro que tampoco nunca «serán lo mismo».
No vale la pena, por tanto, preocuparse por lo que los niños van a entender,
especialmente cuando se le enseñan oraciones vocales. Al recitar con ellos esas
oraciones, sabemos que les estamos transmitiendo una verdad, llena de bondad. Ya
llegará el día de descubrir lo que han entendido, y quizá la sorpresa será mayúscula.
También, porque la imaginación de los niños está muy despierta, y cuando se alimenta
de hechos reales llenos de un cierto misterio, como son todos los que se relacionan, por
ejemplo, con la vida de Nuestro Señor Jesucristo, la compañía de los Ángeles Custodios,
etc., la penetración de la verdad encerrada en el misterio puede llegar a ser muy honda.
Y esto tiene una razón: lo que produce cerrazón en la mente del hombre para las
verdades de Dios es el pecado. La poca edad de un niño no impide que su inteligencia
inocente, sin las sombras de la malicia del pecado, pueda entender y comprender de
manera plenamente adecuada a su edad. No se entiende, si no, que una niña de seis años
apenas cumplidos haya podido escribir esta nota a Jesucristo: «Te confío especialmente
aquel pecador que Tú sabes, y que es tan mayor».
Hay que tener en cuenta además otro factor: que la vida de oración, que la vida de
relación del hombre con Dios es vida impulsada por el Espíritu Santo, no solo fruto del
empeño del alma, y de la capacidad de la inteligencia humana. No somos capaces de
imaginar lo que el Espíritu Santo hace en el espíritu de un niño que se acerca a Dios con
toda inocencia.
¿Qué es sino acción del Espíritu Santo en el alma ese
dirigirse al Señor diciéndole, como escribía un niño
enfermo: «Querido Jesús Eucaristía; yo hoy Te vuelvo a
ofrecer el sacrificio de la pierna; Te doy gracias porque
me has dado la fuerza de soportar con paciencia nuestra
cruz»? Esas palabras no las ha aprendido de memoria en ninguna oración; y son fruto del
21
Es suficiente, sin embargo,
que ni el padre ni la madre
obliguen al niño, a la niña,
a hacer actos de piedad,
a rezar, a dirigirse a Dios,
para que la libertad sea
respetada y fortalecida.
desarrollo de unas palabras que quizá las ha oído a su madre, esas u otras parecidas. Si
su madre ni siquiera se las hubiese susurrado por temor a que nada entendiera, el niño
habría carecido de palabras adecuadas para desahogarse en el Señor, en el Corazón de
Cristo.
Tanto el desarrollo normal de la inteligencia del niño, como la acción, también
normal, del Espíritu Santo encuentran el mejor campo para llevar a cabo su acción en el
seno de una familia, en el ambiente de comprensión y de afecto que se origina en una
familia.
c) Otras personas pasan de la inteligencia a la voluntad del niño, y manifiestan el
temor de que todo ese cúmulo de información religiosa, de palabras de oración, coarten
su libertad. Como si las verdades sobre Cristo, si la relación con Dios, impidiesen a la
mente del niño discurrir su esfuerzo por otros cauces o, peor, le obligasen a transitar
siempre los mismos caminos de pensamiento. En definitiva, que resultasen un lastre
insoportable para su libertad.
Basta comprobar la realidad que tenemos ante nuestros ojos para descubrir el poco o
nulo sentido de una afirmación semejante que, sin embargo, está extendida entre un buen
número de personas. A nadie, por ejemplo, se le ocurre que por enseñar al niño unos
ciertos acontecimientos de la historia se esté coartando su libertad para que, de mayor,
alcance una comprensión de los hechos más amplia y completa, y que el cúmulo de
información recibido le impida elaborar nuevos datos de acuerdo con criterios propios e
independientes.
Podemos decir que en este terreno, como en
cualquier otro, se enseña sobre todo con el ambiente que
han buscado crear los padres en el seno de su familia; y
de este modo no hay necesidad de obligar a nada. Hacen
las cosas, actúan de un modo en la mesa, de otro en los
juegos, de otro en la oración, porquees lo natural,
porque es lo que ven hacer a su padres, y de sus padres –
están convencidos– siempre reciben cosas buenas, el
bien.
Toda esa ayuda, toda esa educación es un fortalecimiento de su voluntad para que de
verdad sean libres. Educándoles, se está cooperando con ellos enseñándoles a emplear
adecuadamente su libertad.
Es interesante, además, observar las diferentes reacciones de niños, hijos de una
misma familia, que han aprendido a dirigirse a Dios, a rezar, prácticamente en el mismo
ambiente y en circunstancias muy semejantes, por no decir iguales. Cada uno reacciona a
su manera; cada uno considera una cuestión muy personal el rezar y el dirigirse a Dios.
Incluso alguno llegará, quizá, a rechazar las enseñanzas de sus padres y acabará
22
Cuando se enseña a amar,
y se hace con amor, es imposible
coaccionar la libertad.
El amor siempre engendra libertad,
porque solo puede surgir
y crecer en libertad.
descubriéndolas de nuevo al cabo de los años. Ninguno ha perdido la libertad.
d) Otro de los temores que algunos manifiestan a propósito de enseñar relación, de
animarles a hacer oración a los niños, es el de que la psique y la conciencia del niño
queden afectadas, especialmente cuando se le insiste en «cumplir obligaciones», en «que
Dios les va a castigar si no hacen esto o aquello», etc.
Las personas que se hacen eco de esas preocupaciones temen incluso que todos esos
datos –pongamos por caso, «Dios creador, todopoderoso»– llegue incluso a provocarle
miedo a lo desconocido y sustos incontrolables.
Es una realidad bien conocida que durante
la infancia los niños sufren en ocasiones miedo
a lo desconocido: desde la sensación de la
muerte, hasta el temor grande a la soledad, a la
oscuridad, a sentirse abandonado, etc. No es
extraño, por tanto, que en algún momento de
sus vivencias religiosas surja un cierto temor,
acompañado incluso con sensación de pánico y llanto incontrolado.
En el fondo de esas reacciones no es difícil encontrar la impresión de estar ante una
realidad desconocida que se puede convertir en extraña, y que, por ser extraña,
desconocida e incontrolable, provoca temor y hasta angustia.
Precisamente el hecho de que los niños aprendan a rezar, a dirigirse a Nuestro Señor
Jesucristo acompañados de sus padres, ante una imagen que forma parte del ambiente
familiar, y con las mismas palabras que sus padres utilizan, facilita el que la realidad del
misterio sea recibida sin ningún temor, con plena confianza, con sencillez.
Un niño que siente temor en la oscuridad de una noche estrellada y ha oído de su
padre que Dios ha creado el mundo, y que Dios es bueno y le ama, no será difícil que se
goce con el tintinear de las estrellas, y consiga vislumbrar más allá de la oscuridad, y de
su miedo, la sonrisa amable de Dios Padre.
El niño que llora ante la imagen de Cristo crucificado mientras acompaña a su madre
en la iglesia, no llora ni por miedo ni por angustia, ni el llanto le causa el más mínimo
trastorno. Sencillamente vive el dolor de una persona conocida y querida, y consuela con
su llanto al que sufre, sin ser, es cierto, muy consciente del alcance de sus actos. Sabe
que lo que hace es bueno.
* * *
Con esta perspectiva, podemos concluir la primera parte de nuestro trabajo con un
brevísimo resumen.
Dios cuenta con los padres para que se preocupen de enseñar las primeras oraciones
a sus hijos, les acompañen en los primeros gestos de reverencia y de adoración, les
23
acerquen a Jesucristo en la Eucaristía y en el Evangelio.
Viviendo esta misión los padres descubrirán todavía con más claridad:
— el gran «don» de Dios que son los hijos; cada uno de los hijos;
— el cuidado que han de tener de ese «don», porque saben que sus hijos, siendo hijos
suyos, son también hijos de Dios;
— que están manifestando un gran amor a sus hijos; porque desean transmitirles no
solo los bienes materiales, culturales y espirituales de que disponen, sino, y de
manera muy particular, el don por excelencia que es el de la «fe».
La transmisión de la fe encuentra en la familia un ambiente de afecto y de exigencia
amorosa que permite e invita a hacerla vida.
La familia, el hogar, es el lugar privilegiado para aprender la oración. En la familia la
plegaria se une a los acontecimientos de la vida, ordinarios y especiales.
La oración familiar es germen e inicio del diálogo de cada hombre con Dios.
Recuerda que:
Desde el mismo momento de la concepción, el hombre ya está ordenado a la
eternidad en Dios.
La misión de los padres, en definitiva, en este campo de ser educadores de sus hijos
en la oración, se puede resumir así: enseñando a orar a sus hijos.
Dios cuenta con los padres para que los niños aprendan a desarrollar, en el
ambiente más adecuado, sus capacidades de amar.
24
UNA PROPUESTA DE PLAN DE ACCIÓN
Educar en la vida de piedad
SITUACIÓN:
Llevamos cuatro años casados. Tenemos dos hijos: el mayor de tres años, y un bebé
de siete meses.
OBJETIVO:
Enseñar al mayor las primeras oraciones.
MEDIOS:
Una noche la madre, y otra noche el padre, recitamos con él el «Jesusito». Cuando ya
le vaya resultando familiar, le enseñaremos el «Cuatro esquinitas». Y, en cada
ocasión, le enseñaremos a hacer la señal de la Cruz.
MOTIVACIÓN:
Al acostarle le dijimos que nosotros saludábamos a Jesús al irnos a la cama, y que le
dábamos las buenas noches con esas oraciones. Le pareció muy bien.
HISTORIA:
Él va diciendo con naturalidad sus oraciones; con naturalidad y con toda sencillez. Y
a nosotros, sus padres, nos está sirviendo para hablar de Dios entre nosotros, también
con toda naturalidad.
25
PARA RECORDAR:
«La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la
comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y
educativa es reflejo de la obra creadora de Dios».
«La familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como
reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de
Cristo Señor por la Iglesia su esposa»
La vida de oración, la vida de relación del hombre con Dios es vida impulsada por
el Espíritu Santo, no solo fruto del empeño del alma y de la capacidad de la
inteligencia y voluntad humana.
Considerar si transmitimos a nuestros hijos el sentido de la paternidad de Dios, si
llaman a Dios, Padre.
26
PARA PROFUNDIZAR:
Familiaris consortio
Exhortación Apostólica de Juan Pablo II que trata sobre los agentes y receptores de
las comunicaciones sociales en relación con la familia. Se puede consultar en
www.vatican.va
27
http://www.vatican.va
SEGUNDA PARTE
CÓMO HACER ORACIÓN
El medio más necesario
para adquirir el amor
de Jesucristo es la oración.
San Alfonso María de Ligorio
Una vez asumida la necesidad y el deber de enseñar en el seno de la familia a orar, se
imponen ahora las cuestiones más prácticas relativas a los modos, las formas, las edades
y los aspectos que se deben tener en cuenta.
CÓMO HACER ORACIÓN
¿Es imposible inculcar a todos los miembros de la familia la vida de piedad?
¿A qué edad es conveniente empezar y cómo?
¿Qué aspectos de la oración debemos abordar como padres?
28
CAPÍTULO 3 | La oración en el seno de la familia
Conscientes de la tarea que le incumbe a la familia de ir abriendo las capacidades
intelectuales, afectivas, voluntarias, de sus hijos al encuentro con Jesucristo, nos hemos
de plantear ahora cuándo se ha de realizar esa labor, cómo conviene llevarla a cabo y qué
se ha de transmitir.
En esta segunda parte estudiaremos, por tanto, los tiempos y los caminos por los que
los padres pueden transmitir esa fe a los hijos, y los modos que, adaptándolos cada uno a
sus propias condiciones y circunstancias, podrán ser útiles para llevar a cabo ese
cometido, del que dependen tantas cosas para el bien de las personas, de la sociedad, de
toda la Iglesia.
Dividiremos la materia según lo que convenga enseñar a los niños en las siguientes
etapas de su vida: desde 0 a 3 años; de 4 a 7, de 7 a 9, y desde los 10 a los 12. Bien
conscientes, de otra parte, de la diversidadde circunstancias, situaciones, capacidad y
desarrollo de los niños, que lógicamente cada familia tendrá en cuenta, con iniciativa,
imaginación y libertad.
29
La primera escuela
de oración es
precisamente el corazón
de la madre.
La oración en el seno de la familia
El Hijo de Dios hecho hijo de la Virgen –que crecía en edad y en sabiduría delante
de Dios y de los hombres– aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo
de su Madre que conservaba todas las «maravillas» del Todopoderoso –y muy
especialmente las que había llevado a cabo en Ella– y las meditaba en su corazón.
El primer «lugar» donde Jesús «aprende» a rezar es su Madre; ¿no es revelador,
además de enternecedor? Es el mismo «lugar» –el corazón de las madres– donde todos
hemos aprendido a rezar. Ningún lugar es más entrañable, ni más cercano, al corazón de
un niño que el corazón de su madre.
Esto ha sido así incluso en Jesús; y a decir verdad así ha
sido siempre en todas las generaciones de cristianos, desde
el nacimiento de la Iglesia; y es muy comprensible que
haya sido así, que sea así y que deba continuar siendo así,
por ser la familia el ámbito originario y primario para el
desarrollo integral de las nuevas generaciones, de cada nueva generación, de cada nuevo
ser humano que comienza a vivir.
Y entenderemos mejor esta vital necesidad de la familia en el desarrollo de los hijos,
si no olvidamos una de las verdades que quizá olvidemos más frecuentemente a lo largo
de nuestra existencia, influidos por un cierto ambiente racionalista que reduce, en
ocasiones, a límites verdaderamente mezquinos la grandeza del ser humano.
Esa verdad es que la religión, la vinculación con Dios, no es algo añadido a la
naturaleza humana; no es un producto de una cierta evolución del ser humano; no es una
parte de una cierta cultura que el hombre ha construido en un momento de su historia y
de la que puede desprenderse en otro momento de su aventura sobre la tierra.
El hombre es incomprensible sin religión, sencillamente porque no se ha creado a sí
mismo; ni la persona humana es fruto de un encuentro entre energías más o menos
cósmicas.
El hombre es una criatura. Alguien ha pensado en él antes de que hiciese su
presentación en la tierra. La religión es el vínculo del hombre con ese Alguien; y ese
vínculo se origina en el amor de ese Alguien hacia el hombre. Ese Alguien es Dios.
Xavier Zubiri pudo escribir con mucha razón, y con mucho sentido común: «La
actitud religiosa no es una actitud más en la vida, sino que es la actitud radical y
fundamental con que se pueden vivir todos los hechos y procesos de la vida».
Aun siendo el orden de la familia el orden querido por Dios, y consecuente con la
naturaleza y la persona humana, no es difícil reconocer que no siempre la familia, y por
muy diversas circunstancias, está en las mejores condiciones para llevar a cabo esa tarea.
Quizá ahora no tengamos más remedio, incluso, que admitir que la situación ha
30
variado un poco, que un buen número de familias cristianas, católicas, no desempeñan
esa labor tan primordial y tan necesaria para sus propios hijos, para su propio vivir de
familia.
No hay, sin embargo, motivos de desesperanza.
La Iglesia, fiel al hombre, y en su misión de abrir a todos los creyentes caminos de
fe, de esperanza y de caridad, no ceja ni por un momento de recordar que «la familia
cristiana es el primer ámbito para la educación en la oración… fundada en el sacramento
del matrimonio, es la “iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “en la
Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración
diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada
pacientemente por el Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica).
Es fácil de comprender que, si los niños aprenden a hablar de los labios de su madre
y de su padre, sean también los mismos labios el mejor cauce del que se sirva Dios para
ir abriendo la mente y el corazón de los pequeños a su luz, a su amor.
Todos nosotros, con seguridad, recordamos las oraciones aprendidas de los labios de
nuestra madre; y quizá las hemos repetido muchas veces a lo largo de nuestra vida, en
las situaciones más variadas que se nos hayan presentado.
Hace apenas unas semanas recibí la noticia de la muerte de un amigo. Me dio mucha
alegría saber que había muerto confortado con la Unción de los Enfermos, y después de
un mes de sufrimientos agudos llevados, en paciencia y en oración, con Cristo. Antes de
caer enfermo había vivido alejado de Dios durante un buen número de años. Ninguno de
sus hijos –el mayor tiene treinta años– le habían visto jamás en una iglesia, y ni siquiera
rezar un padrenuestro. ¿Cómo fue posible su retorno decidido y libre a la fe, a la práctica
de la fe? Para mover su corazón, Dios se sirvió de una oración a la Santísima Virgen que
su madre le había enseñado cuando él tenía apenas cinco años, durante una visita a un
santuario, en el que nunca jamás había vuelto a poner los pies.
Recuerda que:
El Hijo de Dios aprendió a orar de acuerdo a su corazón de hombre.
El hombre es incomprensible sin religión sencillamente porque no se ha creado a sí
mismo.
Dios se sirve de los labios del padre y de la madre para ir abriendo el corazón de
los pequeños a su luz y su amor.
31
CAPÍTULO 4 | Cuándo comenzar
El niño aprende ya en el seno de su madre, y, apenas abre los ojos a la luz del sol, no
deja de aprender. Esos médicos que han comprobado el vibrante latir del corazón de un
niño de siete meses, al oír en el seno materno la voz de su madre grabada en un disco,
nos han hecho un gran favor. Si oye la voz de su madre, ¿cómo no va a prestar atención
de una forma inefable a la voz de Dios que lo llama a la vida?
Nos han recordado que el niño, aun antes de nacer al mundo, no solo recibe
información; también la elabora. Su inteligencia está receptiva desde el primer instante
en el que comienza a desarrollarse como facultad vital.
No se puede fijar con precisión ni un tiempo de comienzo del desarrollo del niño, ni
un final en su proceso vital, salvo el ya señalado naturalmente por el nacimiento y la
muerte. Sí se puede afirmar que el recién nacido está abierto ya a todos los horizontes.
Es algo que todos los padres saben, y que han comprobado en cada uno de sus hijos.
Los educadores, los psicólogos, los médicos que atienden a los pequeños dan plena
razón a los padres. Los primeros años del bebé son cruciales. Y lo son en todos los
órdenes del vivir; y, por tanto, también en el espiritual, en el religioso.
El niño tiene sus gestos a través de los cuales manifiesta su búsqueda del padre, de la
madre, del chupete. Manifiesta algo que lleva en el interior, y de forma no meramente
instintiva; ya hay algo de su personalidad, de su «yo», en el llanto, en la sonrisa.
En su mirar en torno, el niño va apoderándose de reflejos de luz, aquí y allá. Y
también todo su ser da inicio a una relación personal con un Dios a quien no conoce,
pero por quien ha sido creado; de quien ha recibido esa vida que él vive, y con quien
toda su persona, de formas inefables y por caminos escondidos, no deja nunca de
relacionarse.
Aun antes de saber hablar, aun antes de dirigirse personalmente a Jesús o a la Virgen,
por ejemplo, si su padre, si su madre, le toma la mano y le ayuda a santiguarse, el gesto,
recibido con la carga amorosa de sus padres, tendrá un significado familiar, de
confianza. En esos momentos, obviamente, el niño no racionaliza su acción; le queda,
sin embargo, grabada, y le abre la inteligencia hacia una realidad vivida con amor, con
sus padres. Ya llegará el momento de decir: «En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo».
Para todos es familiar la figura de una niña de dos, tres años, arrodillada al lado de su
32
madre en la iglesia, con las manos juntas, en gesto de adoración, que trata de concentrar
su mirada en algo que hay delante de sus ojos, y hacia donde su madre parece que está
dirigiendo todas sus fuerzas, en aquel momento.Al poco rato, la niña deja de mirar hacia
adelante, y busca la mirada de su madre, como tratando de descubrir un gesto de
aprobación. Sin darse plenamente cuenta de lo que está ocurriendo en ella, la realidad es
que su alma está rezando, elevando sus ojos a Dios.
Y ya, cuando comienzan a chapurrear un cierto lenguaje, del gesto de las manos es
oportuno pasar a palabras, a frases, de las que no entenderá ciertamente el significado ni
el sentido, pero que habrá recibido, insisto, como algo familiar, como una muestra de
afecto materno, paterno, y es en ese amor donde las primeras oraciones adquieren todo
su contenido y sentido.
Una frase dirigida a un cuadro, a una imagen de la Virgen, a un crucificado, da lugar
a que en el espíritu del niño se vayan estableciendo vínculos con Dios, vínculos
naturalmente sobrenaturales, que no solo caen en tierra fecunda, sino que consiguen
asentar en la inteligencia del pequeño un punto de luz, una provocación.
Todo esto, teniendo muy presente la referencia precisa de Jesucristo a los Apóstoles,
para que no impidiesen que los niños se acercasen a Él: «Dejad a los niños que vengan a
mí, porque de los que son como estos es el Reino de los Cielos. Después, les impuso las
manos, y se fue de allí» (Mt 19, 14). Marcos, siempre el más entrañablemente humano
de los evangelistas, escribe: «Y abrazaba a los niños, y los bendecía imponiendo las
manos sobre ellos» (10, 16).
Además de ese texto, hay otros tres pasajes muy significativos.
El primero es de san Lucas: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños»
(10, 21). El segundo es de san Mateo: «Él llamó a un niño y lo puso en medio de ellos, y
les dijo: Y el que reciba a un niño como este, en mi nombre, a mí me recibe» (18, 2-5).
El tercero es todavía más significativo a nuestro propósito. Es el versículo tercero del
Salmo 8: «De la boca de los niños, y de los que aún maman, te preparaste la alabanza»,
que Jesús recuerda explícitamente (Mt 21, 16) a los fariseos que se indignaban al oír a
los muchachos que en el Templo ensalzaban al Señor cantando «¡Hosanna al Hijo de
David!».
De estos tres párrafos queda claro que Dios no deja de enviar su luz a las mentes de
los niños y que, a la vez, de la inteligencia de los niños se eleva un canto de alabanza a
Dios. Un canto con alma, ni anónimo ni manipulado. Como si Dios tuviera siempre
delante de Sí al hombre en su plenitud, independientemente de la edad de desarrollo
humano que haya adquirido.
33
Dios cuenta con los niños
en la plena realidad de su
ser hombres, siendo niños.
Dios cuenta con los niños
Así se comprende que haya habido santos que han visto clara su vocación, y que han
movido a sus padres para que les dejaran libres de seguirla, ya desde los cinco años,
como es el caso de santa Teresita del Niño Jesús. Que haya habido no pocos casos de
niños mártires en la historia de la Iglesia, entre otros, los recientemente beatificados
pastores de Fátima.
Y no faltan tampoco testimonios de santos, que expresan su profundo agradecimiento
a sus padres, porque de su mano comenzaron a recorrer los caminos del Señor.
La Madre Teresa de Calcuta confesaba con sencillez:
«Sí, mi madre era una santa mujer. Trataba de educar a
sus hijos en el amor de Dios y del prójimo. Ponía todo su
esfuerzo en que creciésemos unidos y en que amásemos
a Jesús. Era ella misma la que nos preparaba para la Primera Comunión. Fue nuestra
propia madre quien nos enseñó a amar a Dios sobre todas las cosas».
San Josemaría Escrivá no sentía vergüenza alguna en decir que, por la mañana y por
la noche, repetía las oraciones vocales que su madre y su padre le habían enseñado de
niño; y que eran: «pocas, breves y piadosas». De esta forma, el recuerdo de sus padres le
llevaba a Dios, y le hacía sentirse muy unido, a la vez que a su familia de sangre, a la
familia de Nazaret –Jesús, María y José–, y a la familia del Cielo: Dios Uno y Trino:
Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Aunque se trata de una historia algo excepcional, marcada por un proceso de
enfermedad que lleva a una madurez más honda, vale la pena recoger la historia de una
niña italiana, Antonietta «Nennolina» Meo (15-XII-1930. 3-VII-1937).
Falleció a los seis años y medio de un osteosarcoma, diagnosticado cuando apenas
tenía cinco años. Su último año fue de grandes sufrimientos –«los dolores eran
atroces»–, declarará su médico. Y los dolores continuaron siendo atroces no obstante la
amputación de una pierna y el aparato ortopédico que le colocaron. La traumatología no
había hecho todavía los grandes avances que vemos hoy en día, y la medicina de
cuidados paliativos simplemente no existía.
Al conocer el diagnóstico, sus padres hicieron todo lo posible para adelantar los
tiempos de la Primera Confesión y de la Primera Comunión. Su madre le enseñó el
Catecismo por las tardes, al regresar a casa de la escuela. Coincidiendo con el esfuerzo
de ir aprendiendo preguntas y respuestas, Antonietta comenzó a escribir unas cartas –las
llamaba sus poesías–, que cada tarde ponía bajo una imagen del Niño Jesús a los pies de
su cama, «para que Él de noche viniese a leerlas».
La primera carta es del 15 de septiembre de 1936. Contiene muchas expresiones
simples de afecto que, en su sencillez, se hace difícil comprender que hayan salido del
34
corazón de una niña de cinco años: «Jesús amoroso, te dono mi corazón; Jesús, dame
almas»; «¡Querido Jesús, dame almas! ¡Te lo pido con mucho gusto, y Tú dame muchas,
muchas! ¡Te lo pido para que Tú las hagas ser buenas! (…), porque yo quisiera que
fuesen todas al Paraíso contigo».
¿Cómo era posible que su inteligencia infantil le ayudara a ver con claridad que Jesús
quisiese la salvación de todas las almas? Quizá Antonietta no hubiera sido capaz de
contestar de forma precisa a la pregunta: ¿qué es la salvación? A ella le bastaba querer
que aquellas almas por las que pedía llegasen a vivir con Jesús en el Paraíso.
«Haré sacrificios para salvar muchas almas». «Querido Jesús Eucaristía, yo hoy Te
vuelvo a ofrecer mi sacrificio de la pierna; Te doy gracias porque nos has dado la fuerza
de soportar con paciencia nuestra cruz». «Querido Jesús crucificado, yo Te quiero
mucho y Te amo mucho. Quiero estar en el Calvario contigo». «Querido Jesús, dame la
fuerza necesaria para soportar los dolores, que te ofrezco por los pecadores».
No solo la fe ha echado raíces en su espíritu; también la conciencia de que su
sacrificio, su dolor, se puede unir al de Cristo en la obra redentora. Sus palabras explican
mucho más que cualquier concepto teológico.
La profunda unión que expresa con el deseo salvador de Cristo y su vida redentora se
apoya en una confianza sin límites en el amor de Dios: ¿cómo podemos explicar la
capacidad de esta niña para saberse amada así por Jesucristo?: «Querido Jesús, yo me
quiero abandonar en Tus manos». «Jesús, ven a jugar conmigo». Todas sus cartas
terminaban con abrazos, caricias y besos a sus destinatarios celestes, destilando una
dulce familiaridad.
Al hablar sobre ella, su madre manifestó con toda sencillez que Antonietta rezaba sus
breves oraciones de la mañana y de la tarde; que al atardecer dirigía su plegaria al Ángel
Custodio; y que, después de recibir la Primera Comunión, buscó acercarse a la Eucaristía
con renovado amor. Las horas después de comulgar fueron siempre apacibles, como si
estuvieran libres de dolores, hasta el punto que daba la impresión de haberse recuperado
de su enfermedad.
Cuando ya se acercaba el final de su vida, Antonietta recibió la Unción de los
Enfermos. Respondió con serenidad a todas las oraciones, recitó el acto de contrición y
besó con ternura el crucifijo. Su madre, consciente de la cercanía de Dios en su hija, le
pidió la bendición, y la pequeña le hizo la señal de la cruz sobre la frente. Sus últimas
palabras fueron: «¡Dios!…, ¡mamá!, ¡papá!».
* * *
Está claro que casos como el de Antonietta son más bien excepcionales, y quizá no
vayamos a encontrarnos ninguno en nuestrapropia vida; aunque tampoco podemos
excluirlo: son muchas las maravillas del Espíritu Santo escondidas en rincones de casas,
35
de hogares de los que apenas se habla. Hemos recogido, sin embargo, este relato –muy
reducido, ciertamente–, para poner de manifiesto la capacidad de vida espiritual cristiana
que puede llegar a alcanzar un niño que apenas ha cumplido los siete años; y, de otro
lado, para reflejar el ambiente de una familia cristiana que supo ser una verdadera
escuela de oración.
Concluimos, ante un ejemplo tan patente y ante los testimonios de personas santas
que hemos señalado, confirmando lo que ya sabíamos:
— Que los niños no tienen ninguna dificultad para meterse por caminos de oración ni
para seguirlos, una vez iniciados.
— Que el desarrollo de esa vida de oración va más allá de lo que las familias pueden
enseñar; y, a la vez, se alimenta de las enseñanzas que el niño recibe en su entorno
familiar.
— Que hasta las enfermedades y contradicciones de cada día, en la oración y en la
familia, se convierten en auténticos caminos de unión con Cristo para quien las sufre y
para quienes le acompañan en el dolor.
36
Paso a paso, paulatinamente, con alegría y serenidad
Una vez resuelto el problema de cuándo comenzar, hemos de considerar ahora el
mejor modo de encauzar la preocupación de los padres que quieren formar en la piedad a
sus hijos, de forma que el aprendizaje consiga enraizarse hondamente en la inteligencia,
en la voluntad, en la memoria del niño.
Y, una vez aclarado el cómo, veremos el qué.
Un niño de apenas tres años, que ha perdido a sus padres en un accidente
automovilístico, pregunta a su abuelo dónde están sus padres. El abuelo, algo
sorprendido por la pregunta, se limita a decirle que están en el Cielo. El niño se asoma a
la ventana –era una soleada mañana de mayo–, mira al cielo y señala con toda candidez:
No los veo.
La respuesta hará sonreír a más de una persona, y sin embargo ha tenido lugar un
hecho muy importante. El niño sabe hacia dónde mirar. Ya llegará a descubrir que el
Cielo no es precisamente el Firmamento del universo físico. Le quedará siempre la
conciencia de que hay que mirar «hacia arriba», hacia Dios.
Para centrar bien lo que podríamos llamar programas de actuación –que
concretaremos como una posible orientación, sin más pretensiones, como ya hemos
señalado– conviene tener presente los tiempos normales de crecimiento intelectual y
afectivo del niño. Y que no sería ni lógico ni siquiera sensato pretender que los niños
vivan todas las prácticas de piedad, todas las formas de dirigirse a Dios, de oración, que
resultan normales para sus padres.
Como preámbulo general vamos a recordar ahora a los padres una serie de maneras
de actuar que vale la pena tener muy en cuenta en esta misión de transmitir la fe, de abrir
la mente a la enseñanza religiosa y, muy especialmente, en la invitación a la oración.
Lógicamente se aplicarán de manera distinta según las edades y las etapas de la vida.
En la tarea de introducir a los hijos en la oración es muy oportuno actuar:
Siempre:
— en libertad;
— con alegría;
— cariñosamente, manifestando el rostro alegre de Dios.
Nunca:
— imponiendo obligaciones;
— con dureza;
— subrayando la ofensa a Dios: el rostro severo de Dios.
Comencemos por las tres primeras características, que podríamos llamar los tres SÍ.
37
La firmeza,
acompañada del cariño,
como contraste al capricho,
es una ayuda a la libertad
de los niños.
En libertad
Ya hemos recordado en la Primera Parte que la libertad del niño en absoluto se ve
afectada por la enseñanza de su relación con Dios y por adentrarse en caminos de
oración. Para que el niño vaya adquiriendo un sentido profundo del buen uso de su
libertad, es mejor no atosigarles para que recen.
El verdadero triunfo de la educación de la persona, y de manera muy particular en
estos campos que estamos considerando, es el de provocar que cada uno se mueva
libremente desde el fondo de su ser personal. Esto variará, lógicamente, según la edad de
los niños. Al comenzar es natural que se les acompañe, rezando con ellos. El niño rezará
con libertad y cariño las oraciones que su madre, que su padre –y nunca se subrayará
bastante la importancia que tiene que los niños, las niñas, vean rezar a su padre– rece con
él.
Puede ocurrir que, en ocasiones, el niño trate de utilizar su libertad sencillamente
para llevar a cabo el último capricho que se le ha ocurrido. Enseñar el buen uso de la
libertad es quizá uno de los mayores retos para cualquier educador, y también para los
padres. El niño necesita el testimonio de autoridad de sus padres en muchos momentos
de su vida; y, aunque en ese preciso instante su reacción sea de enfado y de rabia, al cabo
del tiempo crecerá su agradecimiento a su madre, que le apartó la mano del cuchillo que
se aprestaba a coger, y no precisamente por el mango, sino por la hoja recién afilada.
También en esta aventura de oración y de relación
con Dios, un cierto contraste entre el capricho del niño
y la firmeza del padre, de la madre, para sostenerle en
el camino de recitar una breve oración, será casi
siempre una ayuda a su libertad. Como sucede cuando
la firmeza de los padres consigue que el niño acabe
comiéndose el plato que se obstinaba en rechazar.
38
Cristo anhela
que el hombre le quiera,
no que le tema.
Con alegría
Ya está muy lejos de la memoria histórica de todos nosotros aquella afirmación de
que «la letra con sangre entra».
La experiencia, la formación, la cultura va enseñando al hombre que todo lo que se
consigue a la fuerza, violentamente, sometiendo la voluntad de quienes le rodean, lleva
consigo resultados efímeros, y, si acaso aparentemente llega a un cierto dominio sobre
las situaciones, al final forma esclavos, personas sometidas, jamás hombres
responsables.
Cristo nos ha dado muy buenos ejemplos de la necesidad de enseñar con amabilidad
los misterios y los mandamientos de Dios. Hasta a quienes no le quieren recibir en su
camino a Jerusalén, los defiende de la reacción airada de los Apóstoles, que sugirieron
enviar sobre ellos fuego del cielo. Fue amabilísimo con quienes se alejaron de Él al oírle
hablar de la Eucaristía.
En la Escritura se nos da una enseñanza muy útil, con motivo de esta «transmisión de
la fe» que estamos considerando, como de tantas otras tareas que llenan los días y las
horas de las familias cristianas: «En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas» (Lc 21,
19); y poco antes en el mismo evangelista, leemos a propósito del grano que cae en buen
campo: «los que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y
recto, y dan fruto en la paciencia» (Lc 8, 15).
En tantos momentos de la vida hemos descubierto la
grandeza de ese fruto del Espíritu Santo en nuestras almas,
que es la paciencia. Quizá en ninguna otra actividad es más
necesario que en la de llevar adelante a los hijos por los
caminos de fe, de oración, de amistad con Dios.
La paciencia nos hará comprender que el Espíritu Santo va actuando en la persona de
cada hijo a su manera, con sus propios tiempos, según su carácter y cualidades. El
Espíritu «sopla donde quiere» (Jn 3, 8); y Él conoce mejor el corazón de cualquier ser
humano, también el de los niños, que sus propios padres.
39
Cariñosamente, manifestando el rostro alegre de Dios
En el rito de la bendición de una casa se dispone a los asistentes con estas palabras u
otras semejantes:
«Queridos hermanos, dirijamos nuestra ferviente oración a Cristo, que quiso nacer de
la Virgen María y habitó entre nosotros, para que se digne entrar en esta casa y
bendecirla con su presencia.
Cristo, el Señor, esté aquí, en medio de vosotros, fomente vuestra caridad fraterna,
participe en vuestras alegrías, os consuele en las tristezas. Y vosotros, guiados por las
enseñanzas y ejemplos de Cristo, procurad, ante todo, que esta nueva casa sea hogar de
caridad, desde donde se difunda ampliamente la fragancia de Cristo».
Volveremos más adelante a fijar nuestra atención en este Rito, ahora nos quedamos
solamente conesa petición al Señor para que el hogar se llene de caridad, y en todo el
ambiente se difunda «la fragancia de Cristo».
Donde por vez primera pueden ver los niños la sonrisa de Dios es en la sonrisa de su
madre y de su padre. Nunca insistiremos bastante en subrayar la importancia del padre
en la formación religiosa de sus hijos.
A veces se quiere animar a los niños prometiéndoles regalos de Dios si hacen esto o
si hacen lo otro; y hasta se les concede algún premio por recitar un Padrenuestro, un
Avemaría. No es buen método, y es peor solución. En la vida de oración, en las
relaciones con Dios, con Jesucristo, todo es cuestión de Amor, de cariño; y vale la pena
que desde sus primeros años vayan aprendiendo a rezar. Y el amor se transmite
naturalmente en y con alegría.
¿La razón? Ven a sus padres contentos cuando rezan con ellos. Un día llegarán a
descubrir que Dios está también gozoso cuando ellos rezan; que dan una alegría a
Jesucristo cuando besan un crucifijo; que la Santísima Virgen sonríe al oír de los labios
de un niño, de una niña, un Avemaría.
La alegría de la madre contemplando a su hijo pequeño mientras lo alimenta
soñando, en la esperanza de que sea un hombre de bien, «rico, honrado, famoso, santo»,
hace presente a sus hermanos mayores la profunda, materna y paterna alegría de Dios; y
como descubren la alegría de ser hijos de aquella madre, de aquel padre, un día
descubrirán también la alegría de ser hijos de Dios.
Los pedagogos saben que la educación vivida con alegría, en alegría, es la que echa
raíces más hondas en el espíritu.
* * *
Hemos considerado las tres características que siempre conviene mantener vivas en
ese trabajo humano-divino, divino-humano, de transmitir la fe a los hijos; nos toca ahora
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reflexionar brevemente sobre las tres actitudes que hemos de procurar evitar a lo largo de
todo ese proceso de formación. Esas tres actitudes, como ya hemos recordado, y que
podríamos llamar los tres NO, son:
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No imponer obligaciones
Que el rezar, el dirigirse a Dios, a Jesucristo, a Santa María, a los santos, sea una
obligación más de las muchas que el niño debe desarrollar a lo largo del día, puede ser
fácil de conseguir. Esa facilidad es, sin embargo, engañosa.
Convertir una relación de tú a Tú, que debe ser amistosa, llena de confianza,
desarrollada desde el fondo del corazón, en un imperativo del que hay que dar cuenta al
final de la jornada, puede llegar a desvirtuar la verdadera realidad de la relación.
Si, como ya hemos recordado en varias ocasiones, la imagen y semejanza de Dios, y
el ser hijo de Dios, que todos llevamos con nosotros desde el primer instante de nuestra
concepción, son el fundamento de nuestra relación con Dios, que es la oración, no es
preciso imponer una serie de obligaciones para conseguir que los niños recen.
Eso no obsta, es lógico, para que en algunos momentos sea conveniente sostenerles
en su libertad, animarles a dar el paso, recordarles que eso de «comprometerse con los
amigos» también es bueno con Dios. De ordinario, sin embargo, es preciso invitarles,
sugerirles, que vean, incluso por el tono de las palabras, que al rezar, al dirigirse a
Jesucristo, a la Virgen, van a hacer algo bueno. Y no solamente porque se va a alegrar
papá y mamá, sino también porque quien de verdad se alegra es el mismo Dios.
42
No enseñar con dureza
Aun en esos momentos en los que vale la pena comenzar a hablarles de
«compromisos», las palabras y los gestos de los padres han de estar llenos de caridad y
amabilidad. Exigir con rostro serio y enfadado puede significar, la mayor parte de las
veces, que lo que se exige no vale realmente la pena de ser amado.
Cuando una madre se esfuerza para que el niño acepte abrir la boca y comer la sopa
que no quiere comer, procura sonreírle, decirle mil sugerencias cariñosas, hasta que el
niño acaba alimentándose con lo que necesita, y se convence de que no es ningún
veneno.
Acompañar con un castigo el abandono de alguna oración, de un buen propósito
formulado, un detalle cualquiera de piedad, es algo que siempre vale la pena evitar.
Como tampoco conviene caer en airarse, enfadarse, reñir agriamente porque al niño, a la
niña se le han olvidado las oraciones de la mañana antes de salir al colegio.
Esto no es obstáculo, obviamente, para, en algún momento, y más cuando el niño
comienza a crecer, recordarle con una cierta seriedad que es importante que se dirija a
Dios, como es importante que salude a sus padres al llegar y al salir de casa.
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No mostrar el rostro severo de Dios
Hemos señalado que en el seno de la familia el niño aprende a vivir con Dios, a
dirigirse a Dios, con naturalidad, confianza filial y afecto lleno de cariño.
Para que esas cualidades de amistad con Dios, de considerar siempre a Jesucristo
como un verdadero Amigo, no se pierdan nunca, es mejor no atemorizar al niño con una
imagen justiciera o iracunda de Dios: le conviene no crecer en lo que podríamos llamar
«falso temor de Dios».
Ya se dará cuenta a una cierta altura del vivir, quizá pronto, que su padre está serio
cuando él hace algo mal, y que el padre se pone serio para animarle a hacer el bien y
descubrirle el daño que él mismo se causa haciendo el mal. La seriedad tiene entonces un
sentido que el niño aprecia: su padre está serio porque le ama, y quiere su bien.
Consciente de todo esto, ya se encuentra en condiciones de comprender que, si hace algo
mal, también Dios, porque le ama, se puede poner un poco serio con él.
O sea, si es importante no subrayar inútilmente la severidad de Dios, es también
necesario no caer en considerar a Dios como una especie de ser bondadoso, sin rostro,
lejano, que ni siquiera se preocupa de las ofensas que los hombres le hacemos y nos
hacemos a nosotros mismos, con nuestros pecados.
Es muy significativa la reacción de los dos niños pastores de Fátima ante la visión
del Infierno que la Virgen Santísima les mostró. Francisco se quedó prendado de la
belleza del rostro de la Virgen y, al rezar para que nadie fuera condenado, estaba siempre
lleno de paz. Jacinta, más consciente del pecado y de la pena de Dios por los pecadores,
con la misma paz y serenidad, rezaba para que no se condenase nadie, y así el amor tan
grande de Dios triunfaría en los corazones de los hombres, y los hombres vivirían del
amor de Dios: había comprendido el significado amoroso del rostro severo de Dios.
El episodio de la mujer adúltera nos puede ayudar a todos a entender el sentido de lo
que decimos. Es evidente que la mujer ha pecado, que según la ley puede ser castigada;
y, de hecho, los fariseos la presentan al Señor con la esperanza de que corrobore la
sentencia legal y que, al darle el visto bueno, fuera mirado con desconfianza por parte
del pueblo, que siempre mantiene alguna comprensión honda con el pecado.
El Señor, después de la marcha de los acusadores, ni siquiera recrimina a la mujer; se
limita a manifestarle su perdón e indicarle «que no vuelva a pecar». Yo estoy
convencido de que Jesucristo despidió a esta mujer con una sonrisa.
No olvidemos que subrayar la severidad por parte de Dios consigue que el hombre
vea a Dios solamente como un ser insoportable. Y que la reacción más humana ante lo
insoportable, además de la huida, es negarse a admitir que lo «insoportable» existe.
* * *
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Llevando a cabo esta tarea divina y humana, humana y divina, de transmitir la fe, con
el espíritu que acabamos de resumir, se harán verdad, y verdad gozosa, las palabras de
una de las oraciones que el sacerdote reza en el Rito de la Bendición de una nueva casa:
«Asiste, Señor, a estos servidores tuyos que, al inaugurar hoy esta vivienda, imploran
humildemente tu bendición, para que, cuando vivan en ella, sientan tu presencia
protectora; cuando salgan, gocen de tu compañía; cuando regresen, experimenten la
alegría de tenerte como huésped, hasta que lleguen felizmente a la estancia preparada
para ellos en la casa de tu Padre».
* * *
Lógicamente la aplicación práctica de ese espíritu, y los modos que hemos
considerado, variarán

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