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Giovanni Battista De Cesare
Istituto Universitario Oriéntale, Napoli
LA ÚLTIMA EXPERIENCIA DE COLÓN EN
(TIERRAS DE) AMÉRICA
El relato de la última navegación de Cristóbal Colón, su cuarto viaje
a las Indias, no lo encontramos en un diario de a bordo sino en una
extensa carta que el autor escribió a los Reyes Católicos el 7 de julio de
1503 desde la isla de Jamaica, lugar donde había llegado pocos días antes
con dos embarcaciones que no estaban ya en condiciones de navegar. El
texto de esta carta se conserva en dos copias tardías y en un ejemplar
impreso de una versión en veneciano que tiene por título: Copia de la
lettera per columba mándala a li Serenissimi Re et Regina di Spagna de le
insule et luoghi per lui tróvate, conocida también con el título de Lettera
rarissima. Fue publicada en Venecia, en la imprenta de Simone de Lovere,
el 7 de marzo de 1505. La traducción veneciana fue llevada a cabo por
Constantio Baguera, quien se la había dedicado a Francesco Bragadeno,
alcalde de Brescia.
En la introducción al texto veneciano, Baguera justificaba la versión
italiana relatando que, mientras estaba en España, "tra le altre cose
admirande che alli tempi nostri sonó tróvate," había recogido ulteriores
noticias acerca de las navegaciones de Colón. En particular, había
obtenido la carta jamaicana, rica en maravillas, que ahora traducía "de
hispana in nostra itálica lingua" con el objetivo de publicarla, ya para
mostrársela a algunos de sus amigos que se la pedían, ya para
ofrecérsela a todos los deseosos de conocer "cose nove et degne da essere
léete e sapute."
El fenómeno de difusión de las noticias que conciernen a las
expediciones y a los grandes descubrimientos, con los que se cierra la
Edad Media y se da inicio a la Edad Moderna, da lugar a una nueva
forma de literatura, o, por lo menos, a un nuevo género literario. La
esperanza, lo maravilloso, lo imaginario, la invención y la creatividad,
tanto en la comunicación oral como escrita, son los componentes más
recurrentes y característicos de la narración de las empresas de ultramar.
Y no se trata de una divulgación de carácter popular. Interesa la
sociedad en toda su complejidad, aunque se desarrolla con mayor énfasis
en las clases altas: intelectuales, burgueses y nobles. Colón, personaje
paradigmático tanto para la credulidad como para la incredulidad, figura
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que encarnaba el imperceptible límite entre la realidad y la mitología,
parecía (o nos lo parece a nosotros) alguien que emana de la historia y
que es ofrecido en préstamo a la literatura. La grandeza de las gestas
realizadas lo convierten en un héroe de dimensiones legendarias. Y lo
extraordinario de los suceso narrados por él mismo hacen de él el autor
más creativo e increíble de su tiempo. Un héroe que es, a la vez,
protagonista de su propia narración: lo real unido a lo fantástico.
Cuando entre él, representante de la civilización mediterránea y cristiana,
y los otros, los "recién encontrados," empieza el complejo proceso de
decodificación de los lenguajes y de los signos de la historia y de lo real,
es el momento en el que entender presupone imaginar. No obstante, la
imaginación, para un hombre de su tiempo, sólo puede tener como
punto de referencia sus propios parámetros culturales: la religión, la
historia, la civilización de la que él mismo es exponente. Encontramos,
de esta manera, maravillosos resultados epistemológicos. Tan asombrosos
que incluso tienen mayor razón de ser en el universo literario que en el
histórico o científico. Si, además, la tesis, nunca olvidada, de su primera
salida (que no había sido una aventura hacia lo desconocido, todavía por
descubrir, sino una navegación directa hasta alcanzar Asia por
occidente), encuentra hipótesis de confirmación, indicios que aunque
débiles e inconsistentes son ambicionados, la comprensión significa
afirmar de modo exaltante y obstinado la comprobación y la corrobora-
ción. Y los resultados, evidentemente van tomando forma cada vez más
a partir de lo mítico y de lo imaginario.
La última experiencia colombina, la que narra en la carta escrita en
la isla de Jamaica, no presenta modificaciones en cuanto a lo real,
tampoco respecto al estilo ni a las características de la relación entre el
héroe narrador y la circunstancia histórica. Los desconcertantes y
dramáticos acontecimientos del tercer viaje son la base de esta última
narración. Viaje en el que se diseña y se perfila, inevitablemente, el
declive del gran descubridor quien, encadenado, había sido conducido
al puerto hispánico, derrotado por el eterno enemigo, la malvada
humana envidia.
El gesto y la buena disposición de los Soberanos, que lo esperaban en
Granada, fue entonces para él un piadoso consuelo: "Tan luego como los
Reyes Católicos supieron de la prisión y venida del Almirante, dieron
orden ... de que fuera puesto en libertad, y les escribieron que fuese a
Granada, donde fue recibido por sus Altezas con semblante alegre y
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dulces palabras...."1
Con estas palabras, el hijo del Almirante describirá el final de las
pesadillas sufridas por Colón durante ese tercer viaje, cuando después
de haber descubierto, por fin, "tierra firme" en la costa de Paria,
volviendo a La Española tuvo que afrontar la rebelión de Roldan; más
tarde, los planes siniestros de Hojeda el cual, de regreso de la
exploración de la costa venezolana y junto a Juan de la Cosa y Amerigo
Vespucci, intentó con artes y astucias injustas, obtener beneficios
personales de las diferencias entre Colón y el alcalde mayor, y por último
la prepotencia de Francisco de Bobadilla. Enviado éste como juez de los
Reyes Católicos en agosto del año 1500 con el objetivo de comprobar qué
estaba sucediendo en la isla, en seguida se apoderó del gobierno de La
Española e incluso de la casa y de los averes del Almirante, que, al cabo
de poco tiempo, fue arrestado junto a su hermano Bartolomé y recluido,
con cepos, bajo buena vigilancia, en una nave anclada lejos de la orilla.
Al odio de Bobadilla por Colón se añade un frenético enriquecimiento
personal.
Los príncipes católicos alentaron a Colón asegurándole que no habían
sido ellos los que habían pronunciado la orden de arresto, le prometieron
también que los culpables serían castigados y que sus posesiones y
derecho serían plenamente satisfechos. Le anticiparon igualmente que
habría realizado un sucesivo viaje. De esta manera Colón, a la espera de
iniciar los preparativos, siempre acongojado por el tormento de los cepos
que desde aquel momento quiso tener consigo, en su propia habitación,
se dedicó a escribir el Libro de las profecías, texto que se encuentra entre
la exaltación visionaria y la tenaz y obsesiva fe en su predestinación para
realizar ese grandioso proyecto como descubridor del Nuevo Mundo. En
la narración, Colón se siente como el héroe que ha materializado las
predicciones de los territorios desconocidos que hallamos en las obras de
algunos escritores de la antigüedad y, especialmente, en algunos pasajes
de la Biblia, exactamente donde se hace alusión a un futuro engrandeci-
miento del mundo. Las inmensas riquezas que derivan de la épica
hazaña asegurarán, por lo menos, la reconquista de los lugares del Santo
Sepulcro a la cristiandad.
Entretanto, mientras el electo Colón continuaba soñando las regiones
a las que se sentía predestinado, los Reyes Católicos también le habían
prometido encomendarle una ulterior expedición, pero para ello
decidieron mantenerlo alejado de los parajes de La Española, donde se
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había creado un escenario de feroces odios y revueltas contra su persona.
El gobierno de la isla fue así confiado a otro condotiero, Nicolás de
Ovando, "hombre de buen juicio y prudencia: bien que, como después
se vio, apasionado mucho en prejuicio de tercero, pues guiaba sus
pasiones con astucias cautelosas, y daba crédito a los sospechosos y
malignos, ejecutando todo con crueldad y ánimo vengativo, de que da
testimonio la muerte de ochenta caciques en el reino de Xaragua."2 No
sólo se le suspendió el mando de laisla durante dos años, sino que
también se le impidió atracar en sus costas. A la espera de que el
conciliador Ovando cumpliera su encargo, él estaba obligado a buscarse
otras rutas y otras tierras, lo que equivale a empezar de nuevo. Los
presupuestos no eran alegres: el cuarto y último viaje reservaba a Colón
tristezas y angustias no menores a las ya sufridas en el viaje precedente.
En 1501, Colón dejó Granada y se trasladó a Sevilla para organizar
la pequeña flota: cuatro naves de cincuenta a setenta toneladas cada una,
y ciento cuarenta hombres entre los que se encontraba su hijo de trece
años, Hernando, y su hermano Bartolomé. La flota era mucho más
pequeña de las que le confiaron para el segundo y el tercer viaje. El 9 de
mayo de 1502, la expedición zarpa del puerto de Cádiz.3 Durante la
travesía, Colón es sorprendido por un temporal, se ve obligado a
dirigirse hacia La Española y llega a ella con uno de los navios que ya
no se podía tripular. El nuevo gobernador Ovando, totalmente fiel a las
disposiciones de los Reyes Católicos, le impide desembarcar y se niega
a venderle otra embarcación. Lejos de la orilla, Colón advierte la
inminencia de una tormenta y aconseja a Ovando que no deje zarpar una
flota de casi veintiocho naves de regreso a España y a bordo de las
cuales navegaban, entre otros, una serie de protagonistas de recientes y
conocidos acontecimientos: Antonio Torres, Bobadilla, Francisco Roldan
y el cacique Guarionex. Ovando, sin embargo, está convencido de que
Colón quiere jugar astutamente. Mientras tanto, las naves del genovés se
refugian en un lugar protegido desde donde asisten a la destrucción de
los veintiocho navios alcanzados por el torbellino del ciclón. Se salvan
poquísimas cosas, entre las cuales, como por efecto de magia, se
encuentran las riquezas, propiedad de Colón, que su procurador recibirá
después en España. La flotilla de nuestro héroe, a salvo aunque muy
maltratada, permaneció durante tres meses, con la proa dirigida hacia
Jamaica, bajo el dominio del oleaje. Angustiado por las condiciones en
que se encontraban sus compañeros, su hermano y, sobre todo, su hijo
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pequeño, dando una prueba más de su extraordinaria habilidad y
resistencia, Colón salió de la durísima prueba agotado físicamente y con
las naves destrozadas. Cuando el cielo se serenó, condujo sus navios a
la costa continental donde los indígenas, como habían hecho en otras
ocasiones, festejan el espectáculo del encuentro, dando a entender
también la existencia de grandes cantidades de oro en la región. Nos
encontramos en la costa del actual Honduras. Colón empieza a
explorarla y ve una embarcación más grande que todas las que había
visto precedentemente en aquellos mares. En ella reconoce las huellas de
una cultura más avanzada de las que hasta entonces había observado.
Son ulteriores indicios, en su imaginación, que reafirman su propia tesis
acerca de la proximidad del reino de Katay. Si hubiera continuado
navegando hacia el norte habría descubierto las tierras de los mayas y
su civilización superior; sin embargo, dirigió su proa hacia el sur, donde
estaba convencido de encontrar el paso marino que le permitiría superar
la barrera terrestre y así descubrir los fabulosos reinos del mítico Oriente.
En Veragua, con mucha urgencia en reparar las naves y atraído también
por la aparente generosidad de los nativos y por la suavidad del clima,
Colón pensó en fundar una colonia y dejar allá la mitad de sus hombres
al mando de su hermano. En esta decisión influye de modo determi-
nante, es evidente, su ilusión nunca abandonada: ahora más que nunca
está convencido de encontrarse en tierra asiática. En la carta dirigida al
papa Alejandro VI (febrero de 1502), poco anterior al viaje, se expresa de
este modo: "Descobrí d'este camino y gané mili e quatrocientas islas y
trescientas e treinta y tres leguas de la tierra firme de Asia, sin otras islas
famosíssimas, grandes y muchas al oriente de la isla Española."4 Como
apoyo a esta tesis siguen llegándole numerosos indicios, todos ellos
interpretados y enumerados, anteponiendo a su exposición cautelosas
fórmulas del tipo "dicen," "parece que...." Pero, aunque sólo sugerida, la
tesis no carece del apoyo de elementos presuntamente científicos,
recurriendo, como se debe hacer en las ocasiones solemnes, a la
autoridad del texto escrito: "También esto que yo supe por palabra avíalo
ya sabido largo por escrito.... Ptolomeo asienta Catigara a doce líneas
lejos de su occidente, que él assentó sobre el cabo de San Vicente."5 La
cita se aventura por complicados senderos para cualquier hombre de
ciencia del momento, pues de ella se deduce una imagen confusa y
desordenada de los continentes conocidos y de los más o menos
imaginarios, además de una idea de que el globo terráqueo era más
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pequeño de lo que la gente creía. Es decir, seis partes sobre siete de
superficie terrestre y, por lo tanto, sólo una séptima parte estaría
recubierta de agua. (Por otro lado, él había previsto también, en el
transcurso del viaje precedente, la ubicación del paraíso terreste, con el
consecuente reconocimiento de la Santa Iglesia).6
Con la fundación de la colonia junto a Veragua, de alguna manera,
el descubridor parece revivir la experiencia de su primer viaje. A la
impresión de gran generosidad y afabilidad por parte de los nativos en
los primeros encuentros, momentos en los que, evidentemente, la
curiosidad mitiga los instintos de autodefensa, le sucede la confirmación
tangible de los intereses adversos. Los hombres de Colón están ya
dispuestos a montar su campamento cuando se desencadena una
rebelión en la que los indígenas manifiestan no ser tan tratables y
sumisos como parecían en un primer momento. El auxilio del Almirante
se retrasa a causa del estancamiento de la desembocadura del río, pero
apenas se logra embarcar a los fallidos colonos, con una nave perdida y
las otras cada vez más dañadas, se apresuran hacia La Española para
pedir ayuda. Otra tormenta empuja a los nuestros hacia las costas de
Jamaica, donde los navios supervivientes llegan, a finales de junio,
completamente desvencijados. Tal era su estado que la cubierta y el
revestimiento de uno de ellos será utilizado para construir barracas.
También en este momento los aborígenas se muestran disponibles y
generosos, mas la situación de Colón y la de sus hombres ya no es la de
colonizadores sino la de náufragos y, además, en un lugar que queda
lejos de las rutas que unen la Isla a la Península. No hay otra posibilidad
que pedir auxilio a Ovando. Y, mientras tanto, el Almirante decide
escribir a los Soberanos la carta fechada el 7 de julio de 1503 en la isla
de Jamaica.
La parte final de esta relación presenta una entusiasmada serie de
promesas, de tesoros y de yacimientos de oro que alterna con las
recriminaciones por los errores y maldades padecidas, reivindicaciones
de toda clase y lamentos por los inadecuados reconocimientos ante
veinte años de abnegación y fidelidad, de bregas desmesuradas, de
heroísmos y de empresas que proyectaron España hacia los grandes
destinos del Imperio. No es nada más que la exposición de todas las
argumentaciones normalmente adoptadas con el objetivo de convencer
a los Soberanos de España acerca de la gran importancia de su propio
descubrimiento: "Yo vide en esta tierra de Baragua mayor señal de oro
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en dos días primeros que en La Española en cuatro años."7 Las razones
sobre la conveniencia de colonizar las tierras recién descubiertas, son
definidas y detalladas; entre ellas no podía faltar la cobardía de los
nativos que facilitará mucho su sometimiento. Estas tierras, además, son
contiguas a los míticos tesoros de fábula, cuando los señores de Veragua
mueren, junto a sus cuerpos sepultan su oro. Poco más allá, aunque no
muy lejos, están pues las inmensas y legendarias riquezas que Colón
evoca: los seiscientos sesenta y seis mil quintales de oro con los que
Salomón fabricó lanzas y escudos y otros tres mil quintales cedidos por
David comoherencia.
Por otro lado, añade el navegante, en plena angustia y delirio a causa
de las condiciones de naufragio en las que en este momento se ecuentra,
"el emperador de Catayo ha días que mandó sabios que le enseñen en
la fe de Cristo (se refiere al mensaje con el que el gran Kan, a través de
Marco Polo, había pedido al papa Eugenio IV doctos monjes que le
ilustraran la religión católica: evento que había sucedido hacía dos siglos,
no pocos días antes) ¿Quién será que se ofrezca a esto? Si nuestro Señor
me lleva a España, yo me obligo de llevar con el nombre de Dios en
salvo esta gente que vino conmigo; an pasado increíbles peligros y
trabaxos...."8 En este particular momento de desesperación irrumpe en
Colón un torrente de recuerdos, ensalzados o dramáticos, unidos todos
ellos a las relaciones entrelazadas con los Soberanos Católicos o con la
experiencia grandiosa de las empresas realizadas: autoexaltación junto
a signos de desesperación, angustiosa recriminación por la amargura a
causa de los daños sufridos por el encadenamiento, percepción y temor
del ocaso, de la decadencia.
La descripción personal de los acontecimientos que suceden en el
cuarto viaje concluye aquí, en la playa de Jamaica, el 7 de julio de 1503.
Sin embargo, no finaliza con ésta ni el viaje ni la aventura. El resto de la
historia es ya conocido por todos. Su desenlace tardará todavía en llegar
poco más de un año y medio. Para Colón y los suyos, la situación en la
isla de Jamaica no era nada buena. Los indígenas se mostraron muy
afables, pero ninguno de los argonautas habría apostado por la
persistencia de tal actitud, tomado como base las precedentes experien-
cias caribeñas. Colón se da perfectamente cuenta de lo peligroso de la
situación y así propone a su fiable Diego Méndez que intente llegar a la
Isla, a cuarenta leguas de distancia, a bordo de una canoa. La empresa
parece casi imposible. Pero el osado Méndez, del mismo modo que hizo
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salir de su guarida al rebelde jefe indio Quibián en el bosque de
Veragua, se aventura con la frágil barquichuela y afronta las fuertes
corrientes que se forman entre las mil islas de aquel mar. Y empujado de
nuevo por detrás, ya en el segundo intento, es protegido por otra canoa
en la que navegaba el capitán genovés Bartolomé Fiesco. Los dos logran
llegar a La Española, donde llevan la petición de ayuda al gobernador
Ovando y la carta dirigida a los "serenísimos y muy altos y poderosos
Príncipes, Rey y Reina."9 Pero Ovando les hace esperar siete meses antes
de tomar la decisión de proporcionar auxilio a Colón, el cual, mientras
tanto, a pesar de encontrarse en pésimas condiciones físicas y de espíritu,
atrincherado en el castillo de popa de la única nave que ha quedado a
flote, aunque inmovilizado junto a la orilla, tiene que hacer frente al
descontento y a las protestas de la tripulación, a la rebelión capitaneada
por los hermanos Porras y a la de los indígenas, acrecentada por las
discordias de los colonos náufragos. Y es en este momento en el que
Colón pone en funcionamiento un hechizo excepcional. Esta vez,
basándose en los hechos reales y no en las lunáticas visiones de míticos
paisajes dorados, de imperios asiáticos del gran Kan o del Cipando y de
delirantes y anacrónicos sueños de reconquista de los territorios del
Santo Sepulcro. Conserva todavía, misteriosamente salvada del
naufragio, una copia de las Efemérides astronómicas de Johann Müller, el
"Regiomontano." En ella se prevee un eclipse de luna para el 24 de
febrero de 1504. Con el poder del misterio entre sus manos, Colón reúne
a los caciques y les amonesta severamente, exigiéndoles que les
abastezcan a él y a los suyos de mayor cantidad de víveres. En caso
contrario, la luna se oscurecerá con signo de catástrofe inminente. El
efecto es inmediato. El encubrimiento del disco lunar provoca en los
aborígenas confusión y miedo. Su reaparición, en cambio, un gran alivio
y descanso y, con éste, la consecuente obediencia, respeto y suministro
abundante.
Más tarde, quizás todavía por el efecto de la magia, aparece en el
horizonte la nave de auxilio enviada por Ovando. Se deshace así el nudo
de suspenso que en el texto colombino oprimía con angustia a los
navegantes. Los soldados españoles someten, esta vez con las armas, a
los últimos indígenes rebeldes. Los náufragos llegan a La Española el 13
de agosto de 1504, donde Ovando recibe con cordialidad a Colón pero,
aunque hayan transcurrido ya los dos años de prohibición sancionados
por disposición del rey, no le ofrece el mando de la isla. Por otro lado,
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para Colón había empezado ya el final. Atracará de nuevo en tierra
española, en el puerto de Sanlúcar de Barrameda, en una desvencijada
nave, ya enfermo, el 7 de noviembre de 1504.
Notas
1 Hernando Colón, Historia del Almirante (Madrid: Historia 16, 1984) 285.
2 Colón 285.
3 En la primera parte del viaje, Hernando narra particulares que el Almirante
omite en su relación. Entre ellos se encuentra el episodio de Arcila, lugar al
que se dirige Colón para socorrer a los portugueses, asediados por los moros:
..."pero, cuando llegamos, ya los moros, habían levantado el sitio; por lo que
el Almirante envió al Adelantado D. Bartolomé Colón, su hermano, y a mí,
con los capitanes de los navio, a tierra, para visitar al capitán de Arcila, que
había herido los moros en un asalto" (Colón 288).
4 Cristóbal Colón, Textos y documentos completos, prólogo y notas de Consuelo
Várela (Madrid: Alianza Universidad, 1984) 310.
5 C. Colón 320. El texto presentado por C. Várela proviene del Ms. 2327, fs.
14-16, de la Biblioteca Universitaria de Salamanca.
6 C. Colón 320.
7 C. Colón 326.
8 C. Colón 327.
9 Encuentro cuanto menos singular la tesis de Consuelo Várela, según la cual
Colón utilizó sus cartas como instrumento fuerte de su máquina para hacer
propaganda de sus propias empresas: "D. Cristóbal se encargó él mismo de
dar a conocer sus descubrimientos repartiendo a diestro y siniestro traslados
de sus diarios por todo el continente europeo." El habría recurrido, entre
otras cosas, a sutiles astucias para obtener la mayor eficacia con el menor
trabajo, difundiendo copias de cartas a los Reyes, cartas que eran más breves
y económicas que la copia de un diario: "El copiar todo un Diario es tarea
engorrosa y ni siquiera el genovés, que tiene montada su propia cancillería,
se encuentra con ánimos suficientes para emprender tan ardua tarea;
emprende entonces un camino intermedio que le resultará a la larga
igualmente beneficioso para organizar su propia propaganda: hacer copias
y copias de sus cartas a los reyes en las que, de manera sucinta, pero
interesada, se relatan los éxitos y, de alguna manera, se señalan los derroteros
de sus viajes. Así pudo publicarse en 1505, también en Venecia, la versión en
italiano de la carta que el 7 de julio de 1503 escribió Colón a los reyes desde
Jamaica...." El tono hastioso, presumido y desabrido de la señora Várela hace
que sean rechazables tales afirmaciones que son, además, gratuitas e
inventadas. ¡Colón no fue a las Antilla de vacaciones!
	CampoTexto: AIH. Actas XI (1992). La última experiencia de Colón en (tierras de) América. GIOVANNI BATTISTA DE CESARE.

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