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Lo cómico y la censura en el Siglo de Oro
Anthony J. Cióse
Entre los muchos trabajos que versan sobre la relación de la censura con
la literatura de entretenimiento del Siglo de Oro no hay ninguno que
examine su repercusión en la literatura cómica considerada en conjun-
to. Es ésta una omisión que merece la pena subsanarse, tanto más cuan-
to que los eruditos que han estudiado su impacto sobre obras cómicas
particulares —maestros eminentes entre ellos— tienden a defender la
cuestionable tesis de que tuvo consecuencias más superficiales de las
que tradicionalmente se le han atribuido. Y digo cuestionable por las ra-
zones siguientes:
En un libro mío recién publicado sostengo que Cervantes tiene, ade-
más de una teoría de la ficción épica —estudiada en el conocido libro
del llorado Ted Riley—, una teoría complementaria de la ficción cómi-
ca, y, para entenderla cabalmente, la pongo en relación con lo que yo
llamo «la mentalidad cómica del Siglo de Oro»1. Con esta designación
me refiero a cuanto comporta para nosotros el sentido de la pregunta
«¿qué es lo que hacía reír a los hombres de aquel siglo y cómo discu-
rrían sobre lo risible?».
Ahora bien, esta mentalidad evoluciona a lo largo del siglo xvi, y en-
tre los factores que contribuyen a este proceso fue muy importante el pa-
pel de la censura, ya que ésta chocó de frente con algunos de los rasgos
congénitos del humor español tal como se nos presenta en el período de
los Reyes Católicos y Carlos V. Me refiero a su tendencia blasfema, sub-
versiva y chocarrera, cuyo ejemplo más destacado y escandaloso, aun-
que no por cierto el único, es la sección del Cancionero general dedica-
da a las obras de burlas. Un sentido del humor tan espontáneamente
procaz y rebelde no podía menos que chocar con un poderoso sistema
estatal de censura que, si bien instaurado para asegurar la ortodoxia ca-
tólica junto con el respeto por la Iglesia y el culto, en la práctica fue am-
pliando su ámbito de competencias para frenar cualquier tipo de desaca-
to al régimen y a las llamadas buenas costumbres. Este amplio horizonte
de vigilancia se deslinda de forma pormenorizada en la regla xvi del índi-
ce de Sotomayor de 1640. Por consiguiente, me parece del todo invero-
1 Cervantes and the Comic Mind of his Age, Oxford, Oxford University Press, 2000.
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símil cuestionar el impacto de la censura sobre la mentalidad cómica del
siglo de oro; para bien y para mal, la moldeó profundamente. Lo que a
mí me interesa es estudiar el juego de represión y resistencia, de restric-
ción y compensación creativa, entre las dos fuerzas encontradas. Aunque
la censura no logró ahogar dicha mentalidad, sí la forzó, de varias ma-
neras, a disfrazarse o metamorfosearse, proceso que tuvo resultados no
sólo negativos, sino también positivos. Así mismo, la forzó a buscar me-
dios clandestinos de expresión, como ocurre con la sátira política, don-
de, sobre todo en el siglo xvn, el pueblo español se desquitaba de su ren-
cor y frustración por la incompetencia de sus gobernantes atacándolos en
virulentos pasquines anónimos2.
No obstante, ni siquiera la literatura manuscrita, amparada a menu-
do por la clandestinidad y el anonimato, se exime de los efectos de la
censura sobre la mentalidad colectiva.
Antes de examinarlos, voy a asentar escuetamente algunos puntos
que, ante este auditorio, no necesitan elaboración.
Durante el período al que estamos referiéndonos había dos aparatos
de censura independientes y complementarios: el Consejo de Castilla y
el Santo Oficio, siendo cada uno de ellos un departamento de Estado3.
El motivo de su instauración fue el mismo en los dos casos: la urgen-
cia por controlar la herejía. El Consejo se encargaba de todos los trá-
mites anteriores a la impresión, reservándose la Inquisición el derecho
a intervenir en cualquier momento, antes o después —en la práctica, des-
pués—, si tenía motivos para hacerlo. Hacia finales de la década de los
cincuenta el clima censorio se volvió más severo, sobre todo a raíz de
la publicación del primer índice, en 1559, y de la espeluznante premá-
tica de 1558, que amenazaba con castigar ferozmente a quienes no cum-
plieran con las leyes relativas a la impresión de libros, es decir, con la
obligación de pedir una licencia al Consejo de Castilla y con la de en-
tregarle el manuscrito para que sus calificadores pudieran aprobarlo y
después cotejarlo con la versión impresa. El aumento de vigilancia coin-
cidió con la sistemática campaña llevada a cabo durante la segunda mi-
tad del siglo xvi por la Iglesia Católica para elevar, tanto entre el clero
Véanse Etreros, Mercedes, La sátira política en el siglo xvn, Madrid, Fundación
Universitaria Española, 1983, y Egido, Teófanes, Sátiras políticas de la España mo-
derna, Madrid, Alianza, 1973.
Para la evolución de ambos sistemas véase Martínez Millán, José, «Aportaciones a
la formación del estado moderno y a la política española a través de la censura», en
Pérez Villanueva, Joaquín, La inquisición española. Nueva visión, nuevos horizon-
tes, Madrid, España Editores, 1980, pp. 537-578. Véanse también los estudios reco-
gidos en Historia de la Inquisición en España y América, ed. J. Pérez Villanueva y
B. Escande!! Bonet, Madrid, BAC, 1984, 2 tomos.
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como los legos, el nivel de formación religiosa, enseñanza en general y
moralidad. El movimiento estaba en consonancia con el contemporáneo
Concilio de Trento, aunque su origen no provenía exclusivamente de él4.
El índice de 1559, del Inquisidor General Valdés, fue de carácter pu-
ramente prohibitorio, y apuntaba principalmente a textos que difundían
doctrinas protestantes o favorecían el iluminismo, pero incluyó también,
entre los libros en romance, numerosos libros de entretenimiento. El
índice siguiente, de Gaspar de Quiroga, que apareció en dos partes (en
1583 y 1584), introdujo modificaciones importantes que repetirían y ela-
borarían sus sucesores: primero, una lista preliminar de reglas que cla-
sificaban las distintas categorías de textos censurados, y segundo, un
principio de discriminación plasmado en las reglas tercera, quinta y un-
décima, que eximían de condena absoluta aquellos textos en los que la
herejía fuese un elemento ocasional y secundario5. Tales obras se per-
mitían con tal de que se tachasen los pasajes culpables, señalados en la
parte expurgatoria del índice. Aunque el índice de Quiroga repite todas
las prohibiciones de libros en romance del de Valdés, y les añade mu-
chas más, no aumenta la lista de libros de entretenimiento prohibidos en
1559, e incluso la matiza de modo importante al permitir la lectura de
cuatro que ya habían salido en versiones expurgadas: el Decamerón, el
Lazarillo de Tormes, la poesía de Castillejo y la Propalladia de Torres
Naharro. La expurgación de las tres obras en castellano había sido he-
cha por Juan López de Velasco por mandato de la Inquisición, que las
publicó en 1573.
A lo largo del período que nos ocupa, los dos aparatos de censura
fueron igualmente importantes desde el punto de vista del control que
ejercían sobre los libros de entretenimiento. No obstante, y para ahorrar
tiempo y espacio, voy a centrarme principalmente en la censura inqui-
sitorial.
Hay quienes han calificado el índice de Quiroga de «tolerante», por
el principio de discriminación que introdujo y por su actitud aparente-
mente permisiva ante los libros de entretenimiento. El estudioso británi-
co Peter Russell, por ejemplo, defiende que la Inquisición española siem-
Esta campaña ha sido estudiada por Nalle, Sara, God in La Mancha: Religious Reform
and the People of Cuenca, 1500-1650, Baltimore, Johns Hopkins University Press,
1992, y también por Dedieu, J.-R, «'Christianisation' en Nouvelle Castille: catéchis-
me, communion, messe et confirmation dans I'archevéché de Toléde, 1540-1650»,Mélanges de la Casa de Velázquez 15 (1979), pp. 261-294.
Véase De Bujanda, J. M., Index de l'inquisition espagnole 1583-1584± Sherbrooke,
Quebec, Éditions de l'Université de Sherbrooke, 1993, pp. 75-76 y 100. En la mis-
ma serie el autor ha publicado ediciones de los demás índices de la Contrarreforma,
con útiles estudios preliminares de cada una.
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pre adoptó una postura marginal frente a la literatura de creación, y su-
braya el hecho de que el índice de Quiroga se desentiende de la regla
VII del índice del Concilio de Trento6. Esta regla condenaba la literatu-
ra obscena, y permitía, dentro de esta categoría, solamente los clásicos
antiguos «propter sermonis elegantiam», con tal de que se estudiasen en
griego o en latín y jamás se leyesen a los niños. Russell también pone
de relieve el contraste entre el índice de Quiroga y el publicado en Lisboa
dos años antes, en 1581, que prohibió numerosos libros de entreteni-
miento permitidos en España, incluida La Celestina, y para escándalo del
público portugués incluso intentó poner trabas a la circulación de Os
Lusiadas y las obras de Gil Vicente. De todo ello concluye que en nues-
tro período la Inquisición española era indiferente, en el fondo, hacia
cuanto no comportara error heterodoxo o no fuera burla del clero y del
culto.
Ahora bien, antes de alabar el índice de Quiroga por su tolerancia
debemos tener en cuenta que, al sentar el principio de discriminación
entre libros prohibidos y libros expurgados, operaba de acuerdo con índi-
ces anteriores, en especial con el de los padres del Concilio de Trento,
publicado en Roma en 1564. El Concilio ya se había mostrado sensible
a las exigencias de la enseñanza, la erudición y la buena literatura, que
habrían sido gravemente perjudicadas de no haberse hecho esa distin-
ción. En cuanto a la omisión de la famosa regla VII, observemos, pri-
mero, que fue subsanada en el índice español de 16127. Además, esa re-
gla ya se había cumplido, en la práctica, mediante la publicación de las
versiones expurgadas del Lazarillo, de Torres Naharro y de Castillejo.
El motivo de la regla, como ya hemos visto, era eximir de prohibición
absoluta los libros obscenos que, por su elegancia estilística, pudiesen
ser de provecho para fines pedagógicos. Pues bien, la justificación adu-
cida por López de Velasco para las ediciones expurgadas de Torres
Naharro y de Castillejo se basa en razones muy semejantes: la conve-
niencia de poner al alcance del público textos que se han destacado por
lo puro y castizo de su estilo, y que, por tanto, han merecido la estima-
ción «de muchos hombres doctos y estudiosos de lengua castellana»8.
«El Concilio de Trento y la literatura profana», en Temas de «La Celestina» y otros
estudios, Barcelona, Ariel, 1978, pp. 443-478 (462-465).
Es la regla Vil de dicho índice. Los índices principales publicados en España en el
siglo XVII pueden consultarse en Sierra Corella, Antonio, La censura de libros y pa-
peles en España y los índices y catálogos españoles de los prohibidos y expurgados,
Madrid, Góngora, 1947.
Véase el prólogo «Al lector» a la edición de Propaladla de Bartolomé de Torres
Naharro y Lazarillo de Tormes. Todo corregido y emendado, por mandado del con-
sejo de la santa y general Inquisición, Madrid, 1573, repetido en Las obras de
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En efecto, López de Velasco trata a Torres Naharro y a Castillejo como
clásicos de la lengua vernácula. Y aunque, para nuestra sorpresa, mues-
tre menos entusiasmo por el estilo del Lazarillo, al menos le reconoce
primor artístico: «es una representación viva y propria de aquello que
imita con tanto donayre y gracia, que en su tanto merece ser estimado,
y así fue a todos muy acepto». Puesto que tiene entre manos más bien
textos en romance que en latín, López de Velasco, en calidad de editor,
no puede tratarlos como si fuesen poemas de Propercio, Catulo o
Marcial, donde la dificultad lingüística sirve para poner en cuarentena
los pasajes moralmente contagiosos, sino que debe utilizar el cuchillo
de poda. En cuanto a Castillejo lo hace con entusiasmo, pareciéndose
sus enmiendas al «Sermón de amores» y al «Diálogo de las mujeres» a
los resultados de una visita prolongada de Atila el Huno. Es cierto que
manifiesta menos severidad hacia Torres Naharro y menos aún hacia el
Lazarillo, que solamente —valga el adverbio— poda en un diez por
ciento.
Aquí conviene que me refiera a Joseph Gillet, Alberto Blecua, y
Edward Wilson, que estudian, respectivamente, cómo la censura inqui-
sitorial afectó a la Propalladia de Torres Naharro, al Lazarillo, y a la
poesía de Góngora9. Todos tienden a decir lo mismo: que las supresio-
nes o enmiendas hechas por la censura sólo tocan la corteza y dejan in-
tacto lo esencial. Gillet, el gran editor de Torres Naharro, después de re-
conocer la melindrosidad de López de Velasco ante voces como
«desvirgar», «empreñar», «mear», «regar», «berraco», «garañón», y su
persecución implacable de cuanto pueda interpretarse como blasfemo,
sacrilego o herético, incluso juramentos anodinos como «Voto a Dios»,
califica de «good-natured indifference», indiferencia bonachona, su pos-
tura ante todo lo demás.
Ahora bien, este juicio resulta tal vez comprensible si —como ha-
cen Gillet y Wilson— la leyenda negra tradicional sobre la censura in-
quisitorial se mide con el rasero de lo que hizo concretamente en los
textos de que se ocupan. Pero éste no es el único criterio pertinente.
Cabe preguntarse qué efecto psicológico tendría sobre el público espa-
Christoval de Castillejo, corregidas y emendadas, por mandato del consejo de la
santa, y general Inquisición, Madrid, 1573. El breve «Al lector» que precede al tex-
to del Lazarillo viene en el folio 373 de la primera de estas ediciones.
Gillet, Joseph, Propalladia and Other Works of Bartolomé de Torres Naharro,
Wisconsin, Banta, 1943, tomo I, pp. 55-71. En él describe al pormenor la edición de
López Velasco aludida en la nota anterior. Blecua, Alberto, introducción a su edición
del Lazarillo, Madrid, Castalia, 1972, pp. 37-38. Wilson, Edward, «Inquisición y cen-
sura en la España del siglo xvn», en Entre las jarchas y Cernada. Constantes y va-
riables en la poesía española, Barcelona, Ariel, 1977, pp. 247-272 (255, 271-272).
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ñol de aquella época el hecho de haberse tomado deliberadamente tres
clásicos de la literatura nacional —todos ellos de naturaleza cómica, en
todo o en parte— y haberse hecho en ellos un castigo ejemplar que de-
mostrase concretamente cuáles eran, de allí en adelante, los límites de
lo tolerable. Para juzgar el efecto sólo tenemos que preguntarnos cuán-
tas novelas picarescas después del Lazarillo se permitieron el tipo de
irreverencias que encontramos en la novelita anónima: sátira mordaz al
clero regular en los tratados segundo y séptimo, y alusiones burlescas a
la Extremaunción, a la Eucaristía y al Evangelio en los tratados prime-
ro y segundo. La respuesta es, que yo sepa, ninguna, con la excepción
de tal o cual pasaje del Buscón, que su propio autor se guardó bien de
reconocer por suyo, y fue prohibido, por tanto, por el índice de 1632.
A nosotros nos puede parecer señal de tolerancia o indiferencia el que,
al menos en el siglo xvi, la Inquisición pasara por alto todas las
Celestinas menos la segunda, cuando esta literatura contiene abundan-
tes trozos semejantes a los suprimidos o enmendados por López de
Velasco. Los españoles de aquel entonces no sacaban esta consecuen-
cia. Para ellos, la amenaza de la censura era como una espada de
Damocles que les colgaba sobre la cabeza10. Observaban lo que la es-
pada había cortado en los casos mencionados y escarmentaban en ca-
beza ajena.
El escarmiento consistía en modificaciones profundas de lamanera
en que los escritores concebían una obra cómica. Podemos resumirlas
en los siguientes puntos: la autocensura, el decir sin decir, la desautori-
zación burlesca, el desplazamiento metafórico, la modificación de temas
vedados por la censura y la asimilación de las normas censoriales. Cada
uno es un tema de múltiples facetas, y no me da tiempo para más que
para echar un vistazo a los tres últimos.
El desplazamiento metafórico comporta un juego ambiguo entre un
texto inocente y un subtexto subversivo, referente, por lo general, a la
actualidad política. Por ejemplo, lo típico de los dramas históricos de
Lope de Vega y Tirso de Molina es ambientar en una época remota a la
actual cuestiones que se ventilaban en los tratados de gobierno contem-
poráneos de Juan de Mariana, Pedro de Rivadeneyra, Juan Márquez, et-
cétera, y que, para los entendidos, eran transparentemente aplicables a
Felipe III y Felipe IV y a sus ministros: ¿Cómo conciliar la moralidad
cristiana con la razón de estado o, por otra parte, las flaquezas y pasio-
nes humanas del rey con su poder absoluto y su papel de personifica-
ción de la ley? ¿Cómo debe o no debe conducirse el privado? Comedias
10 Sobre esto véase Bujanda, op. cit. (nota 5), p. 27.
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como La fortuna merecida y El Duque de Viseo, de Lope, La estrella
de Sevilla, atribuida a Lope, y La prudencia en la mujer, de Tirso, alu-
den claramente a la situación política contemporánea aunque traten de
episodios de la historia medieval protagonizados por Alfonso XI de
Castilla, Juan II de Portugal, Sancho el Bravo, Doña María de Molina
o el joven Fernando Cuarto.
Pero volvamos nuestra mirada y pasemos de estos dramas sombríos
a lo cómico y al Coloquio de los perros cervantino, en cuyas primeras
treinta o cuarenta páginas encontramos el mismo tipo de estrategia. Aquí,
el perro Berganza relata la parte de su vida que transcurre en Sevilla o
cerca de ella; y sus primeros recuerdos enfocan las corruptelas practi-
cadas en el matadero sevillano, que introducen el tema de la maldad del
hombre, de alcance universal, y el de la corrupción de la administración
de justicia en Sevilla, de alcance actual y político. Hablando de los car-
niceros, Berganza dice: «No hay res alguna que se mate de quien no lle-
ve esta gente diezmos y primicias de lo más sabroso y bien parado», y
a continuación añade con sorna: «no hay ninguno que no tenga su án-
gel de guarda en la plaza de San Francisco, granjeado con lomos y len-
guas de vaca». Aquí Berganza alude a los señores del Cabildo y de la
Audiencia, quienes, sobornados por los carniceros, hacen la vista gorda
a sus hurtos. Llegados a este punto, Cipión, como hará repetidamente
en lo sucesivo, le corta el hilo, reconviniéndole por su prolijidad. Es cla-
ro que, para Cervantes, esta interrupción sirve para poner de manifies-
to su rechazo a la sátira personal, y más concretamente, su negativa a
meterse en asuntos políticos delicados, actitud no-intervencionista que
formula en otros lugares de su obra.
Sin embargo, la discreción de Cervantes no le impide insinuar lo que
piensa entre líneas. Las aventuras sevillanas de Berganza aluden repeti-
damente, por desplazamiento metafórico, al tema mencionado, y un
ejemplo de ello es la decepción que sufrió cuando se hallaba al servicio
de unos pastores en el campo fuera de Sevilla. En un principio estaba
muy contento con su trabajo: sus amos le daban bien de comer, al cui-
dar el rebaño tenía la satisfacción de cumplir con un fin noble y prove-
choso, y a la hora de la siesta solía descansar a la sombra de alguna
mata o peña, pensando en las novelas pastoriles que leía la amiga de su
primer amo. En fin, para vida de perros, una vida muy agradable. De
noche, cuando los pastores gritaban «¡al lobo!», él siempre era el pri-
mero en salir en persecución del enemigo, y, después de recorrer selvas
y montes, siempre volvía, a la mañana siguiente, con las patas llenas de
pinchos y sin haber encontrado rastro del misterioso lobo que iba de-
vorando el rebaño. Luego, una noche, en vez de obedecer a los gritos
de «¡al lobo!», decidió quedarse cerca del rebaño, y descubrió, para su
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horror, que el lobo eran los mismos pastores, que escogían y mataban
una oveja o un carnero, y después, para disculparse con el dueño del re-
baño, echaban la culpa al lobo, daban al dueño el pellejo y parte de la
carne, y guardaban para sí lo mejor y más sabroso. Resulta evidente la
simetría del engaño de los pastores con las corruptelas del matadero se-
villano. Los pastores corresponden en parte a los carniceros y en parte
a sus poderosos protectores. Las connotaciones políticas de la anécdota
de Berganza son indudables, ya que entronca con una larga tradición
alegórica de fábulas que se sirven de perros, lobos y pastores para alu-
dir a la perfidia de gobernantes y eclesiásticos. El ejemplo español más
conocido al respecto son las Coplas de Mingo Revulgo, compuestas du-
rante el reinado de Enrique IV y bien conocidas en el siglo dieciséis.
Pero, pese a la alusión implícita a la administración pública de Sevilla,
Cervantes difumina su mensaje deliberadamente, al hacer que Berganza
y Cipión saquen una moraleja de alcance universal: lo pernicioso del
abuso de la confianza, cimiento de la convivencia social. Berganza ex-
clama: «¡Válame Dios!... ¡Quién será poderoso a dar a entender que la
defensa ofende, que las centinelas duermen, que la confianza roba y el
que os guarda os mata!». Estas reflexiones valen para cualquier tipo de
relación entre los hombres. La ambigüedad entre los dos planos, el ac-
tual y el universal, es típica de esta novela.
En la literatura áurea, la modificación de temas prohibidos se mani-
fiesta de múltiples maneras en el tratamiento de la sexualidad. De me-
diados del siglo xvi en adelante desaparecen los frailes y clérigos mu-
jeriegos de las tablas y novelas españolas, y les toman el relevo los
ermitaños, sacristanes o tipejos como el hipócrita Don Cosme de El
Buscón (III, 3), que, de puro virtuoso, «no levantaba los ojos a las mu-
jeres, pero las faldas sí». Sin embargo, los frailes y clérigos no dejan de
ser blanco de chistes cínicos en el refranero, en cuentecillos tradiciona-
les y en poemas satírico-burlescos como los de Góngora. Una cosa es
la representación directa, y otra la alusión. En la novela picaresca la se-
xualidad casi desaparece, a pesar de que este género entronca más o me-
nos directamente con la tradición de las celestinas, tan poco melindro-
sa a este respecto. Un ejemplo significativo es La picara Justina, cuyo
autor afirma en el prólogo haber sustituido los «amores deshonestos» de
la tradición celestinesca con el tema de los «hurtos ardidosos» de la bus-
cona.
Otro ejemplo revelador de este tipo de modificación es la efectuada
por Tirso de Molina en una de las fuentes de su novela de los tres ma-
ridos burlados en el quinto «Cigarral» de Cigarrales de Toledo. La fuen-
te es la novela octava de la tercera jornada del Decamerón, que narra
una burla hecha a un marido tonto y celoso, casado con una mujer her-
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mosa. El abad de cierto monasterio, enamorado de la mujer, le prome-
te curar los celos de su marido siempre que ella convenga en ser su
amante durante el tiempo en que se efectúe la cura. Persuadida por sus
razones y sus dádivas, ella acepta el pacto. Encierran entonces al mari-
do durante meses, en un sepulcro donde un fraile le convence de que
está en el purgatorio, le da de palos continuamente y le reprende dura-
mente por el cruel tratamiento que dio a su mujer cuando estuvo en vida.
Mientras tanto, el abad la goza a placer. Cuando ella se halla embara-
zada, se pone fin a la penitencia del marido; fingen resucitarloy lo de-
vuelven a su esposa, quien, cuando nace la criatura, le persuade de que
es suya.
En la versión tirsiana de esta poco edificante novela se suprime, por
supuesto, toda huella del escandaloso contrato sexual entre el abad y la
esposa. Aquí se trata del prelado de un monasterio madrileño, hermano
de la esposa, que hace la burla al marido movido a compasión por la
angustia de su hermana. Y para atenuar el efecto sacrilego de la paro-
dia del purgatorio en la novela de Boccaccio, Tirso la modifica: la bur-
la hecha al marido celoso comporta hacerle creer que ha sufrido un cam-
bio de personalidad, y que se ha hecho fraile de un convento, con el
nombre de padre Rebolledo. Los demás frailes, todos cómplices de la
burla, lo tratan de loco y lo someten a castigos continuos hasta que, amo-
nestado por voces celestiales, se arrepiente de sus celos y vuelve a su
vida conyugal. Ahora bien, y aun teniendo en cuenta las modificaciones
de la fuente boccacciana, podríamos extrañarnos de la irreverencia del
mercedario al presentar una situación en la que el prior de un conven-
to, haciéndose cómplice de una mujer contra su propio marido, lleva a
cabo una burla ridicula de la vida conventual11. En una cultura tan em-
papada de referencias religiosas como la del Siglo de Oro, sin embar-
go, sería inimaginable la supresión de todo tipo de tratamiento burlesco
del tema, y en la práctica los censores inquisitoriales se daban cuenta
de que, a este respecto, tenían que aplicar sus normas con flexibilidad.
Las cuidadosas modificaciones a las que Tirso —fraile mercedario y
maestro en teología— somete su fuente demuestran que sabía perfecta-
mente cuáles eran los límites de lo tolerable, y que, para él y sus coe-
táneos, la relación del escritor con la censura —y hasta cierto punto a
la inversa— era como un complicado juego que exigía conocimiento
preciso de las reglas y sutileza y destreza para ejecutar las jugadas.
11 Dicha reacción la manifiesta André Nougué en su bien documentado estudio L'oeuvre
en prose de Tirso de Molina, París, Centre de Recherches de l'Institut d'Études
Hispaniques, 1962, p. 131.
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La prueba más concluyente de que la censura llevó a los escritores
a modificar su enfoque mental de una obra cómica es la estrecha vin-
culación de creatividad con reflexión teórica en la obra de Cervantes. El
eje de su poética de la ficción cómica es el decoro, o, como él mismo
suele llamarlo, la propiedad. En su obra, este lugar común de la pre-
ceptiva renacentista toma un sesgo particular fijado, directa o indirecta-
mente, por dos principios de la censura de su tiempo, principios que el
Guzmán de Alfarache, de Alemán, había puesto en el tapete de manera
sugerente y polémica, ya que afirma ambos a la vez, sin resolver la po-
tencial contradicción entre uno y otro12. Primero, la norma de ejempla-
ridad, repetida machaconamente por las trilladas fórmulas de las apro-
baciones, que de 1560 en adelante aparecen en los preliminares de libros
impresos: «doctrina sana y católica», «libro provechoso», «sin tener cosa
mal sonante, deshonesta ni contraria a buenas costumbres», «de hones-
ta y apacible recreación», etcétera. Por huecas que nos suenen, tales fór-
mulas se hacen axiomas de la literatura del barroco, resonando en los
títulos de colecciones de novelas, incluida la del mismo Cervantes. La
norma de ejemplaridad se manifiesta también en su afirmación orgullo-
sa en el capítulo cuarto del Viaje del Parnaso:
Yo he abierto en mis novelas un camino
Por do la lengua castellana puede
Mostrar con propiedad un desatino13.
Aquí «propiedad» significa primor artístico, que, para Cervantes, in-
cluye el buen gusto y el precepto que manda deleitar aprovechando,
como se infiere de la contraposición implícita de las novelas cervanti-
nas a la consabida indecencia del género encabezado por el Decamerón.
Aunque en los citados versos no se precisa de qué tipo de «desatino» se
trata, por aquellos años no podía ser otro que el mencionado.
El segundo aspecto del decoro cervantino es la insistencia en la im-
propiedad de convertir el libro de entretenimiento en pulpito de predi-
cador o cátedra magistral, como ocurre en varias obras impresas en tor-
no a 1600, incluidas Guzmán de Alfarache y varias obras de Lope de
Vega. La brillante sátira que a esta moda literaria nos brinda el prólogo
a la primera parte del Quijote tiene su punto de partida en la denuncia
sarcástica de la torpeza de mezclar lo sacro con lo profano: «¡Pues, qué,
cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos
Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan
12 Véase Cióse, op. cit. (nota 1), p. 289.
13 Schevill, Rodolfo y Bonilla, Adolfo, eds., Madrid, Gráficas Reunidas, 1922, p. 55.
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ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado destraído y en
otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un regalo oí-
lle o leelle»14, y culmina en el pasaje en que el amigo de Cervantes for-
mula los criterios que debe acatar en la composición de su novela: ve-
rosimilitud, estilo llano pero elegante, claridad de propósito, ingeniosa
invención, incitación a la risa y rechazo al didactismo impertinente: «no
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pin-
tando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención».
La tensión entre los dos mencionados aspectos del decoro se plantea
y resuelve tanto teórica como prácticamente en las obras de Cervantes,
siendo el ejemplo más notorio de ello El coloquio de los perros, nove-
la en que Cervantes se enfrenta con la gran novela de Alemán, la imita
y la transforma, incorporando al diálogo de los perros la postura satíri-
ca y moralizante de Guzmán, y sometiéndola al mismo tiempo a un pro-
ceso de interrogación crítica. Un ejemplo menos obvio, pero no menos
significativo, es el Quijote, donde Cervantes, al manejar las materias
proscritas en el prólogo a la primera parte —sentencias de filósofos, con-
sejos de la Divina Escritura, etcétera— les quita gravedad pedantesca
poniéndolas en boca del loco hidalgo, que las expresa culta y elegante-
mente pero siempre con vestigios de comicidad involuntaria. De este
modo, el ideario común de la época de Cervantes se recoge en el Quijote
y se reviste de un aire de ambigüedad al situarse en la frontera indeci-
sa entre la razón y la locura. Para la posteridad —ni que decir tiene—
éste ha sido uno de los aspectos más fecundos de la gran novela.
Ahora bien, fijémonos en que la condena al error de mezclar lo sa-
cro con lo profano se había asentado como norma de censura en los pre-
liminares del índice de 1583, y había apuntado concretamente a la per-
versión burlesca de los textos sagrados que se practica en el Cancionero
de obras de burlas. Tomado en un sentido algo más amplio y menos es-
pecífico, este principio se había convertido para fines del siglo xvi en
un criterio de buen gusto que daba por sentado cualquier hombre hon-
rado y bien educado15, y como tal, sin duda, lo considera Cervantes, sin
pensar concretamente en las reglas inquisitoriales. Sin embargo, no hay
duda de que éstas contribuyeron a fijar este principio como norma éti-
14 Murillo, Luis Andrés, ed., Don Quijote de la Mancha, Madrid, Castalia, 1978, 2 to-
mos, I, 52.
15 Abunda en el tema el capítulo 4 del Galateo español de Lucas Gracián Dantisco (ha-
cia 1586), ed. Margherita Morreale, Madrid, CSIC, 1968.
AISO. Actas VI (2002). Anthony J. CLOSE. Lo cómico y la censura en el Siglo de Oro
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ca y estética en el pensamiento colectivo. Aparte de Cervantes, Quevedoy López de Úbeda también lo afirman tajantemente en torno a 1605, en
los prólogos a sus novelas picarescas, para justificar su reacción contra
el didactismo de Alemán. La censura, en fin, marcó decisivamente las
directrices de la novelística del barroco, y, aunque tuvo consecuencias
innegablemente perjudiciales, también fue el catalizador involuntario de
algunos de sus principales logros.
AISO. Actas VI (2002). Anthony J. CLOSE. Lo cómico y la censura en el Siglo de Oro

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