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«El autor exhibe una prosa depurada que fl uye 
en cada cuento elaborado con la maestría de 
narrador exquisito. Son textos en que la acción 
está supeditada a la refl exión y al cálculo, a base 
de una escritura minuciosa y objetiva con po-
cos detalles del entorno. La pericia de cuentista 
que conoce bien su ofi cio le permite no tomar 
partido frente a los hechos ni juzgar la conducta 
de sus personajes, y lo hace siempre con una 
admirable sabiduría hasta alcanzar el efecto 
sorpresa del desenlace fi nal.
»Los cuentos de la colección reunida en Crónicas
de Altocerro eluden lo folklórico, el dato pinto-
resco, la anécdota fácil, para centrarse en los 
enigmas del comportamiento humano y las 
traiciones del subconsciente». 
José Alcántara Almánzar.
Virgilio Díaz Grullón es uno de los más im-
portantes exponentes de la cuentística domi-
nicana. Nació en Santiago de los Caballeros en 
1924, como hijo único de Ana Virginia Grullón 
y Virgilio Díaz Ordóñez, el notable escritor y 
diplomático oriundo de San Pedro de Macorís, 
y falleció en Santo Domingo en julio de 2001.
Su primer libro de cuentos, Un día cualquiera
(1958), recibió el Premio Nacional de Literatura. 
Publicó Crónicas de Altocerro (1966) y Más allá 
del espejo (1975); la novela corta Los algarrobos 
también sueñan (1977), que ganó el Premio de 
Novela de ese año, y un libro de memorias, 
Antinostalgia de una Era (1989). 
COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOS
SERIE I. NARRATIVA
Calle Caonabo esq. C/ Leonardo Da Vinci
Urbanización Renacimiento
Sector Mirador Sur
Santo Domingo, República Dominicana.
T: (809) 482.3797
www.isfodosu.edu.do
Instituto Superior de 
Formación Docente
Salomé Ureña
Otros títulos de esta colección:
Cartas a Evelina
Francisco E. Moscoso Puello 
Cuentos Cimarrones
Sócrates Nolasco
El montero
Pedro Francisco Bonó
Enriquillo
Manuel de Jesús Galván
Guanuma
Federico García Godoy
La fantasma de Higüey
Francisco Javier Angulo Guridi
La sangre
Tulio Manuel Cestero 
Over
Ramón Marrero Aristy
Trementina, clerén y bongó
Julio González Herrera
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C R Ó N I CA S DE
ALTO C E R R O
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
CLÁSICOS DOMINICANOS
COLECCIÓN DEL INSTITUTO SUPERIOR DE FORMACIÓN DOCENTE SALOMÉ UREÑA
SERIE I. NARRATIVA
C R Ó N I CA S DE 
ALTOCE R R O
CUENTOS
JUNTA DIRECTIVA
Andrés Navarro Ministro de Educación
Denia Burgos Viceministra de Asuntos Técnicos Pedagógicos, Ministerio de Educación
Carmen Sánchez Directora General de Currículo, Ministerio de Educación
Andrés de las Mercedes Director Ejecutivo del Instituto Nacional de Formación y 
Capacitación del Magisterio (INAFOCAM) 
Eduardo Hidalgo Presidente de la Asociación Dominicana de Profesores (ADP)
Altagracia López, Ramón Flores, Manuel Cabrera, Miguel Lama, Magdalena Lizardo, 
Radhamés Mejía, Rafael Emilio Yunén, Ramón Morrison, José Rafael Lantigua y 
Juan Tomás Tavares, Miembros
Julio Sánchez Maríñez Rector
AUTORIDADES ACADÉMICAS
Julio Sánchez Maríñez Rector
Rosa Kranwinkel Aquino Vicerrectora Académica
Andrea Paz Vicerrectora de Investigación y Postgrado
Marcos Vega Gil Vicerrector Ejecutivo, Recinto Félix Evaristo Mejía
Mercedes Carrasco Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Juan Vicente Moscoso
Franco Ventura Vicerrector Ejecutivo, Recinto Luis Napoleón Núñez Molina
Jorge Sención Vicerrector Ejecutivo, Recinto Urania Montás
Ana Julia Suriel Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Emilio Prud’Homme
Cristina Rivas Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Eugenio María de Hostos
Jorge Adalberto Martínez Director de la Escuela de Directores
Anexis Figuereo Representante del Profesorado
Braulio de los Santos Representante de los Directores Académicos
Fidencio Fabián Director de Planificación
Raquel Pérez Directora Administrativa Financiera
Jeremías Pimentel Representante Estudiantil
PRÓLOGO DE JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
C R Ó N I CA S DE 
ALTOCE R R O
CUENTOS
CRÓNICAS DE ALTOCERRO | Virgilio Díaz Grullón
COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOS, Serie I. Narrativa.
Dirección general Julio Sánchez Maríñez, Rector
Coordinación Yulendys Jorge, Directora de Comunicaciones
Dirección editorial Margarita Marmolejos V. 
Diseño de interiores Ana Zadya Gerardino
Diagramación y portada Julissa Ivor Medina
Corrección Thelma Arvelo, Janet Canals, Vilma Martínez y Apolinar Liz
ISBN 978-9945-8972-8-9
Para esta edición: © Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña. 
Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización.
 
Impreso en los talleres gráficos de Editora Búho, 
Santo Domingo, República Dominicana, 2018.
P R E S E N T A C I Ó N
7
E l Instituto Superior de Formación Docente Salomé 
Ureña, ISFODOSU, tiene como misión fundamental 
formar profesionales de la educación y, como visión es-
tratégica, constituirse en la institución de referencia de la 
formación docente en República Dominicana, compromiso 
que impone la asunción de amplias responsabilidades y retos 
en su quehacer educativo.
En ese marco se inscribe la iniciativa de publicar colec-
ciones editoriales que recojan obras de gran importancia 
literaria, histórica o académica, para ponerlas a disposición 
de los docentes en formación y en ejercicio y, en general, 
de toda la ciudadanía. Así, estas colecciones incluirán obras 
que forman parte del patrimonio intelectual y cultural 
dominicano, y es nuestro mayor interés facilitar y fomentar 
su conocimiento y disfrute. 
Con esta primera colección, «Clásicos Dominicanos. 
Serie I. Narrativa», se inicia nuestra labor editorial sis- 
temática, a la que esperamos dar sostenibilidad con la 
publicación de otras colecciones que, como esta, contribu-
yan a una mejor formación de nuestros futuros docentes, 
del magisterio nacional y de una población lectora cada 
vez más esforzada en el conocimiento de su cultura y su 
historia y en su desarrollo intelectual. 
Los títulos de esta primera colección son tan relevantes 
como lo fueron sus autores y tan trascendentales como lo es 
su permanencia en el tiempo: El montero, de Pedro Francisco 
JULIO SÁNCHEZ MARÍÑEZ | PRESENTACIÓN
8
Bonó; Over, de Ramón Marrero Aristy; Cuentos Cimarrones, de 
Sócrates Nolasco; Cartas a Evelina, de Francisco E. Moscoso Puello; 
Crónicas de Altocerro, de Virgilio Díaz Grullón; La fantasma de 
Higüey, de Francisco Javier Angulo Guridi; Enriquillo, de Manuel de 
Jesús Galván; La sangre, de Tulio Manuel Cestero; Trementina, clerén 
y bongó, de Julio González Herrera; y Guanuma, de Federico 
García Godoy. 
Para seleccionar estas obras agradecemos la valiosa cooperación 
de Mu-Kien Sang Ben, presidente de la Academia Dominicana de 
la Historia; Bruno Rosario Candelier, presidente de la Academia 
Dominicana de la Lengua y Rafael Peralta Romero, miembro; Dennis 
Simó, director ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos; 
Remigio García y Raymundo González, de la Dirección General de 
Currículo del Ministerio de Educación; Pablo Mella, Ruth Nolasco 
y María José Rincón, asesores del Instituto Superior de Formación 
Docente Salomé Ureña, y esta última miembro de la Academia 
Dominicana de la Lengua. 
En honor a esos excelentes autores y sus obras elegidas, hemos 
querido contar como prologuistas con diez reputadas firmas de 
intelectuales y escritores dominicanos: José Alcántara Almánzar, 
Soledad Álvarez, Roberto Cassá, Ruth Nolasco, Raymundo 
González, Miguel Ángel Fornerín, José Rafael Lantigua, Mu-Kien 
Sang Ben, José Mármol y Jochy Herrera, quienes con entusiasmo y 
absoluta disposición aceptaron ser parte de este esfuerzo editorial 
del Instituto, por la conservación, difusión, enriquecimiento y 
desarrollo del patrimonio intelectual y cultural de la sociedad 
dominicana.
Julio Sánchez Maríñez
Rector
P R Ó L O G O
9
En la trayectoria del cuento dominicano contemporá-
neo, Virgilio Díaz Grullón (1924-2001) ocupa un lugar 
cimero que alcanzó con una obra breve pero ejemplar, 
integrada por tres libros: Un día cualquiera (1958), Crónicas 
de Altocerro (1966) y Másallá del espejo (1975). Publicó ade-
más una novela corta, Los algarrobos también sueñan (1977) 
y un libro de memorias, Antinostalgia de una Era (1989). Pero 
de todo lo que dio a conocer, siempre a largos intervalos, 
son sus cuentos los que le han ganado un lugar de primer 
orden entre los narradores del siglo pasado, debido ante 
todo a la excelencia de su prosa, en la que no hay fisuras 
ni caídas y que parece labrada por un artífice de la palabra. 
Asimismo, por su creación de personajes urbanos durante 
un período con muchos rasgos aldeanos, pues aunque no 
fue pionero en incursionar en las palpitaciones de la ciudad, 
sí fue un consistente buceador en la mentalidad y prácticas 
de la gente de las urbes. De igual modo, por trascender 
cierto realismo al uso, para conformar un mundo propio 
en el que exploraba la psicología de los personajes y, más 
tarde, atravesaba las fronteras de la realidad real para 
sumergirse de lleno en las aguas de la fantasía.
Al revisar la biografía de Díaz Grullón se advierte, como 
muchas veces ocurre con escritores de valía de cualquier 
latitud y época, que su existencia transcurrió entre ocu-
paciones y actividades muy alejadas del quehacer literario, 
y sin embargo su vocación de escritor finalmente se 
JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO
10
impuso a cualquier otro reclamo. Era hijo único del notable 
escritor y diplomático petromacorisano Virgilio Díaz Ordóñez, 
«Ligio Vizardi» (1895-1968) y de la señora Ana Virginia Grullón, 
que falleció cuando todavía su hijo era un niño de pocos años, 
hecho que iba a marcarlo y se reflejaría de manera obstinada en 
su narrativa («El pequeño culpable», «El reloj»).
Díaz Grullón hizo estudios primarios y de bachillerato en 
Santiago de los Caballeros, de donde era oriunda su madre, y en 
1946 obtuvo el título de Doctor en Derecho en la Universidad de 
Santo Domingo. Aunque en su mocedad participó activamente 
en Juventud Democrática, movimiento contestatario frente al 
régimen de Rafael Leónidas Trujillo Molina (1891-1961), el hecho 
de ser hijo de un prominente funcionario y diplomático activo 
que siempre lo protegió fue un factor que lo salvó de caer en las 
garras de la dictadura, pese a que muy pronto nuestro autor se vio 
inmerso en labores burocráticas que desempeñó durante décadas, 
incluso, como cruel paradoja, en el mismo Palacio Nacional, donde 
su despacho estaba muy próximo al del tirano, según ha contado 
él mismo, con cierto humor negro, en sus memorias.
Nuestro autor desempeñó, entre otros, los cargos de Secretario 
de la Presidencia, subsecretario de Estado en varias dependencias 
(Educación, Finanzas, Previsión Social y Trabajo), alto funcionario 
del Banco Central de la República Dominicana y el Banco 
Interamericano de Desarrollo, lo que le permitió vivir casi un 
decenio en Washington, D.C., junto a su esposa, la pianista y 
educadora Aída Bonnelly de Díaz (1926-2013), y los hijos de la 
pareja, Victoria Amelia y Virgilio Arturo. A su regreso definitivo al 
país fue Secretario del Banco Central de la República Dominicana, 
y asesor de la Compañía Financiera Dominicana.
Díaz Grullón fue un escritor tardío, a juzgar por la fecha de apa-
rición de su primer libro, Un día cualquiera, es decir, cuando tenía 
treinta y cuatro años de edad. Pero desde el inicio, su obra narrativa 
reveló un equilibro formal y una madurez expresiva poco comunes 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
11
en un autor primerizo, lo cual indica no solo una esmerada formación 
literaria sino un cuidadoso trabajo de escritura de larga incubación.
Publicado ocho años después de su primer libro, Crónicas de 
Altocerro confirmó su dominio del género, al mismo tiempo 
que ampliaba el alcance temático de su obra. El nombre del 
sector que sirve de título al libro, de acuerdo con el periodista 
y crítico literario Carlos Curiel, autor del prólogo de la primera 
edición de la obra, es «un poblacho creado por la imaginación 
del autor». Curiosamente, Cerro Alto es el sector de Jarabacoa 
donde el autor y su esposa edificaron una casa de descanso que 
disfrutaron muchos años, adonde acudían amigos e importantes 
personalidades de la vida cultural, la cual todavía permanece 
allí, solo en ocasiones visitada por los descendientes, pero aún 
habitada por muebles y enseres, cuadros, libros, un piano de pared 
tal como lo dejó su dueña, partituras, bustos de la pareja, fotogra-
fías y otros recuerdos elocuentes de tantas ilusiones compartidas.
En Crónicas de Altocerro, el autor exhibe una prosa depurada 
que fluye en cada cuento elaborado con la maestría de narrador 
exquisito. Son textos en que la acción está supeditada a la reflexión 
y al cálculo, a base de una escritura minuciosa y objetiva con pocos 
detalles del entorno. La pericia de cuentista que conoce bien su 
oficio le permite no tomar partido frente a los hechos ni juzgar la 
conducta de sus personajes, y lo hace siempre con una admirable 
sabiduría hasta alcanzar el efecto sorpresa del desenlace final.
Los cuentos de la colección reunida en Crónicas de Altocerro 
eluden lo folklórico, el dato pintoresco, la anécdota fácil, para 
centrarse en los enigmas del comportamiento humano y las 
traiciones del subconsciente. Los sueños, las pesadillas, las 
frustraciones, la fantasía –esa otra cara de la realidad–, el humor 
negro («Crónica policial»), son motores poderosos que impulsan 
las acciones de los personajes. 
Algunos estudiosos y críticos de la obra de Díaz Grullón han 
hablado del «cuento antiheroico», el «hombre acorralado» (Héctor 
JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO
12
Incháustegui Cabral), la «pasividad emocional» de los personajes 
(María del Carmen Prosdocimi de Rivera), la «ahistoricidad» o 
«atemporalidad» de sus ficciones (Pedro Vergés), la «exploración 
de la siquis humana» (Soledad Álvarez), e incluso el estado 
de «muerte en vida, el tedio de una existencia sin lugar para la 
invención ni la rebeldía» (Ángela Hernández). Es en parte por 
estas razones que se ha mencionado la influencia de Franz Kafka 
(1883-1924) en la narrativa de Díaz Grullón («El corcho sobre 
el río»). Por ejemplo, en el cuento «Edipo», la opresión paterna 
constituye el rasgo característico; es la kafkiana pesadilla de un 
hijo al evocar el pasado cuando va camino al cementerio donde 
sepultan a su padre. En otro cuento, Luis Almovar, personaje de 
«El corcho sobre el río», posee el mismo perfil kafkiano de los 
protagonistas de Díaz Grullón: son pasivos, taciturnos, seres sin 
voluntad a quienes el destino les juega una mala pasada. El crimen 
de su amante Laura Vindaya, que tanto había rumiado Almovar, se 
convierte para él en un bumerán cuando ella se suicida. En materia 
de comparaciones, y llevando las cosas a los extremos, sería 
también posible establecer cierto parentesco entre las ficciones 
de Díaz Grullón y las novelas del escritor dublinés Samuel Beckett 
(1906-1989), figura clave del teatro del absurdo, cuyos personajes 
se caracterizan por la inmovilidad y el abatimiento.
En «Círculo», uno de sus cuentos emblemáticos, todo transcurre 
en el inexplicable y misterioso ámbito del sueño. La realidad, por 
más absurda que parezca, se despliega sin contradicciones en 
el aseo matinal de un personaje ordenado y ascético, ritualista, 
cuya vida solitaria y vacía gira sin cesar, volviendo siempre al 
inicio, como una serpiente que se muerde la cola. En «Más allá del 
espejo», otro cuento magistral, el protagonista traspasa el espejo 
con la mano y encuentra del otro lado una realidad desconocida 
e inconmensurable a la que decide acceder, lanzándose en busca 
de lo que llama su ‘destino’, algo desconocido que le atemoriza y 
al mismo tiempo le atrae.
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
13
Los personajes de Díaz Grullón por lo general son enigmáticos, 
solitarios, impenetrables, con un secreto a cuestas («Un epitafio 
para don Justo»). Pero también pueden ser transgresores poten-
ciales o imaginarios («Dos pesos para Cirilo»). El protagonista de 
«Retorno» sufre de amnesia y cada ‘rapto’ o ausenciade memoria 
se hace mayor para desembocar en un regreso a la niñez. Pre-
cisamente el retorno al paraíso perdido de la infancia simboliza 
la recuperación de un mundo seguro, a salvo de amenazas, lejos 
del vacío y la frustración de la vida adulta. Lo mismo ocurre en 
«La campana rota», cuento lleno de nostalgia por las bondades del 
mundo infantil, cuando el protagonista regresa al colegio de su 
niñez e intenta tocar una campana inservible. 
En Crónicas de Altocerro hay cuentos en los que su autor 
aborda situaciones que escapan a la dimensión meramente 
psicológica o fantástica, para centrarse en lo político-social, 
como ocurre en «A través del muro», donde asistimos al drama 
de un guerrillero muerto de sed en busca de alivio y el contraste 
con la campesina inmersa en su faena ante el pilón. Aquí se reitera 
la incomunicación que se levanta cual muro infranqueable entre 
dos seres pertenecientes a mundos distintos, pero unidos por la 
inseguridad. La tragedia se presenta como un cruel colofón de 
la historia. Por otro lado, en «Matar un ratón», el foco apunta a 
las tensiones de la opresión matrimonial, en que la víctima es un 
hombre casado con una mujer intolerante con su suegra, situación 
que genera en él un deseo de zafarse de la asfixia conyugal. 
La narrativa conjunta de Virgilio Díaz Grullón figura desde hace 
muchos años, por su excelencia formal y sus valores estéticos, 
entre las obras clásicas de la literatura dominicana contemporánea 
que aspiramos sea leída con fervor por las presentes y futuras 
generaciones.
José Alcántara Almánzar
Santo Domingo, 15 de enero de 2018
JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO
14
 Bibliografía esencial de Virgilio Díaz Grullón
 Un día cualquiera. Ciudad Trujillo, Editorial Librería Dominicana, 1958.
 Crónicas de Altocerro. Santo Domingo, Colección Pensamiento Dominicano, 1996. 
 Más allá del espejo. Santo Domingo, Editora Taller, 1975.
 Los algarrobos también sueñan. Santo Domingo, Editora Taller, 1977.
 Antinostalgia de una Era. Santo Domingo, Fundación Cultural Dominicana, 1989.
 De niños, hombres y fantasmas. Santo Domingo, 1981.
 Textos escogidos. Santo Domingo, Biblioteca Dominicana Básica, 1994.
 Antología personal. Santo Domingo, Ediciones La Ceiba, 1998.
 Escritos inéditos. Santo Domingo, Rodolfo Coiscou Weber, 1997.
 Cuentos completos. Editora Cole, 2002.
 Comentarios, estudios críticos y prólogos sobre la obra de Virgilio Díaz Grullón
 Alcántara Almánzar, José «A manera de prólogo» a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo 
Domingo, Alfa & Omega, 1994.
 ____. «El testimonio de un cuentista». Antinostalgia de una Era. Santo Domingo, Fundación 
Cultural Dominicana, 1989.
 Álvarez, Soledad, «Los cuentos circulares de Virgilio Díaz Grullón», en Antología personal. 
Santo Domingo, Ediciones La Ceiba & Felipe Gil y Asociados, 1998.
 Bosch, Juan, «A manera de prólogo» a la 2da. Edición de De niños, hombres y fantasmas. 
Santo Domingo, Editora Taller, 1982.
 Curiel, Carlos, «Prólogo» a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo Domingo, Colección 
Pensamiento Dominicano, 1966.
 Hernández, Ángela, Estudio preliminar a Cuentos completos. Santo Domingo, Editora 
Cole, 2002.
 Incháustegui Cabral, Héctor, «La mancha en el lavabo», en De literatura dominicana siglo 
veinte. Santiago, UCMM, julio de 1968, Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1969.
 Prosdocimi de Rivera, María del Carmen, «Apuntes sobre un narrador dominicano». En 
Los algarrobos también sueñan. Santo Domingo, Editora Taller, 1977.
 Vergés, Pedro, «Prólogo a Textos escogidos». Santo Domingo, Biblioteca Dominicana 
Básica, 1994.
P R E F A C I O
(Prólogo a la primera edición)
15
L a circunstancia de que el autor de estos cuentos, que 
la Colección Pensamiento Dominicano recoge en una 
primera antología –prosiguiendo así una ejemplarísima 
labor de allegamiento de las más representativas obras del 
quehacer literario de nuestro pueblo– me haya escogido 
para pergeñar estas palabras de presentación, obedece, por 
una parte, a motivos sentimentales, habida cuenta de los 
nexos de compañerismo y de afinidad intelectual que nos 
ligan desde los años de la adolescencia; y por otra, en razón 
de que antes de darse a la imprenta su primer libro Un día 
cualquiera1, me tocó la delicada misión de fungir de «lector 
de sondeo» frente a las dubitaciones del autor, nacidas de 
su acendrada honestidad intelectual, antes de aventurarse, 
nuevo Jasón, en el oleaje de opiniones encontradas que agita 
ese proceloso mar que forma el público de los lectores. 
Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento 
crítico en estas breves líneas. Estimo justificada mi 
misión con señalar el hecho de que tan pronto concluí la 
lectura de aquellos primeros cuentos, encarecí a Virgilio 
Díaz Grullón desechar todo escrúpulo y apresurarse a 
publicarlos para enriquecimiento de nuestra moderna 
literatura en un género calificado con frecuencia como 
uno de los más difíciles. 
1 Un día cualquiera, editado por la Librería Dominicana en 1958.
CARLOS CURIEL | PREFACIO
16
La acogida altamente favorable que obtuvo ese primer volumen 
de cuentos –no solo en los círculos literarios del país, sino del 
Hemisferio, incluso entre lectores de habla inglesa a través de 
traducciones– justificaron con creces mis recomendaciones y 
ratificaron mi fe en el talento y la capacidad creadora de su autor. 
Insisto en que la labor de crítica literaria me aterra. Particular-
mente si esta reviste las características del «Sherlockholmismo» 
crítico, en el sentido de practicar la vivisección de la obra objeto de 
enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor o 
menor ajustamiento a las llamadas «reglas del género», indagar 
posibles simbolismos en los personajes y descubrir recónditas 
conexiones entre las motivaciones de estos y la propia psique de 
su creador. 
Ante las expresiones artísticas, mi actitud suele ser la del 
gozador receptivo dispuesto a ser arrastrado al orbe mágico que 
recrea la obra de arte; claro está, cuando la misma posea la virtud 
de suscitar ese milagro, siempre maravilloso, de identificación 
entre el creador y el gozador. Frente a un cuadro, un poema, una 
sinfonía, una pieza de teatro, una novela o un cuento, persigo de 
inmediato esa sensación de plenitud, de entrega total, de deleitosa 
incursión en una «terra incógnita». En suma, a mi entender, el 
hermetismo, la incomunicación, constituyen pecados mortales 
en toda obra de arte. 
Con la obra de Díaz Grullón surge en nuestro ámbito literario 
un auténtico cuentista dominicano. La yuxtaposición de estos dos 
conceptos –cuentista y dominicano– ofrece la oportunidad para 
reiterar consideraciones –que en modo alguno pretenden ser 
originales– acerca del llamado cuento dominicano. 
A partir del florecimiento de las literaturas regionalistas en 
Hispanoamérica –ese formidable redescubrimiento del hombre 
americano que vive su drama en medio de la agresividad de su 
«hábitat», arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le 
prestan estatura heroica a su doliente humanidad– los escritores 
CRÓNICA DE ALTOCERRO
17
dominicanos se suman a la corriente y se habla, cada vez con más 
insistencia, del cuento dominicano. 
Se asoma a nuestra literatura el medio rural cual trasfondo 
o escenario para la actuación como protagonista, agonista o 
antagonista de la figura del campesino, tanto como vale, peón, 
gavillero, cacique de facciones, capataz, hacendado, general de 
horca y cuchillo; esto es, como ingredientes de recio colorido 
para arrojar ese precipitado que es la expresión literaria de la más 
bronca esencia de la dominicanidad. 
Esto se explica por el hecho de que en nuestro país más del 70% 
de su población vive en el medio rural, en condiciones poco menos 
que infrahumanas, y su vinculación a la tierra, en una forma u otra, 
constituye el drama de su vida y, por tanto, el más inmediato y 
rico material para una elaboración cuentística o novelística de 
esencia nacional. 
Dentro del género del cuento, esta tendenciadominicanista 
y rural alcanza su culminación en la formidable obra de Juan 
Bosch, que por sus múltiples méritos ha prestado una dimensión 
continental –si no universal– al obscuro drama del hombre 
dominicano. 
Bosch es el gran cuentista dominicano. Y lo es porque en su 
talento se ligan indisolublemente una honda vivencia del escenario 
y una vital identificación con la psicología del hombre del agro. 
La aparición de su primer libro de cuentos Camino Real constituyó 
una revelación. Para los que entonces éramos muchachos, 
fervorosamente asomados a las nuevas corrientes literarias 
americanistas, la obra de Bosch sencillamente nos deslumbró. 
Allí estaba el hombre dominicano luchando a brazo partido 
frente a las adversidades. El héroe surgido de la gleba arrastrado 
ya por las fuerzas incontrolables de la naturaleza –inundaciones, 
sequías, epidemias– ya que por la vorágine de las luchas fratricidas 
o estrujado por el férreo puño del latifundismo feudal. Obra 
amarga y cargada de profunda compasión. 
CARLOS CURIEL | PREFACIO
18
Con el paso de los años, la obra primeriza de Bosch –desgarrada 
y palpitante– mantiene su vigencia como elocuente testimonio 
de una realidad social. Desgraciadamente –y esto es un juicio 
personalísimo– se reduce, con todos sus altos méritos literarios, a 
un testimonio. Vivimos en ella el drama desgarrador del hombre 
de nuestra tierra. Pero hay en esos cuentos un amargo acento de 
pesimismo. Su lectura deja, en estas alturas de los tiempos, un 
regusto de frustración. 
De antemano, se adivina que esa lucha, esa dura agonía en el 
sentido unamuniano, desembocará en una interrogante, cargada 
de sugerencias, cierto, pero también de un vago y anhelante 
sentimiento de insatisfacción como en aquel film de Chaplin 
cuando el héroe, cumplida su frustrada epopeya, se aleja, con su 
andar ridículamente patético, a lo largo de un desolado camino 
hasta perderse en un remoto punto de fuga que se esfuma para 
dar paso a la palabra «fin». 
Los cuentos de Díaz Grullón responden a las inquietudes de 
una generación posterior. El campo, el agro y sus problemas, 
siguen siendo la clave del destino nacional. Pero en ese lapso se 
ha producido también entre nosotros –como en otros pueblos 
latinoamericanos– el fenómeno del crecimiento extraordinario 
de los centros urbanos a expensas de la población rural. 
Junto al hombre de ciudad, ha aparecido el hombre que se 
desplaza del campo en busca de mejores condiciones de vida 
y aporta así una inédita nota de calor, no menos auténtica, en 
el paisaje humano de la ciudad. De este núcleo recién llegado, 
apenas sacudido de su agreste relente, se nutre la nueva clase 
obrera en las incipientes industrias, los pequeños empleados 
del tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio 
presupuestario de nuestros pueblos–, los modestos dependientes 
de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de billetes de la 
lotería nacional, et al. 
CRÓNICA DE ALTOCERRO
19
He aquí el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos 
de Díaz Grullón, tan auténticamente dominicano como el de la 
extracción rural. Ahora bien, el drama del hombre dominicano 
reviste en este joven autor un acento menos epopéyico –en el 
sentido de enfrentamiento a la fuerza externa– que en sus 
antecesores. 
El drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no 
es la inclemencia de la naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique 
de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la incomunicación física. 
Se trata esta vez del trauma psíquico del hombre de ciudad o 
del hombre que vegeta en estas poblaciones que no alcanzan la 
categoría de ciudad, pero que han perdido el encanto parroquial 
y eglógico de las aldeas tradicionales. 
Varios de los cuentos de Díaz Grullón se desarrollan en un 
poblacho creado por su imaginación –Altocerro– pero en el que 
se descubren elementos tomados de la realidad de nuestro medio, 
de pura extracción vivencial. Se trata del escenario para el drama 
de ese nuevo tipo de dominicano, también frustrado, malogrado 
en su destino, anhelante de una nueva oportunidad, de un cauce 
a su vida que siente, en lo íntimo, llamada a un más alto destino. 
Hay también en estos cuentos un amargo sentido de frustración, 
pero en esa medida constituyen un retrato de un gran sector de 
nuestro pueblo. 
El autor no plantea soluciones a esas vidas frustradas. No es 
esa su misión. Pero, sin decirlo explícitamente, hay compasión 
y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente de que 
alguna vez, al término de su ruta –aparentemente sin sentido– 
brille una luz de redención definitiva. 
Carlos Curiel*
* Prólogo a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo Domingo, Colección Pensamiento 
Dominicano, 1966.
C R Ó N I CA S DE 
ALTOCE R R O
CUENTOS
23
C Í R C U LO
Soy un hombre ordenado. Extremadamente ordenado y cuida-
doso. Tan pronto abro los ojos a las cinco en punto de cada 
mañana, inicio un sagrado ritual de movimientos precisos 
–siempre los mismos– que transportan mi cuerpo, desde la 
estrecha cama arrimada a la pared, hasta el oscuro cuarto de baño 
anexo a mi habitación, donde completo mi prolijo aseo personal. 
Veamos: emerjo suavemente del sueño y me encuentro a mí 
mismo acostado de espaldas, en el centro exacto del lecho, con 
las piernas juntas y estiradas y los brazos reposando en ambos 
lados del cuerpo, formando un ligero ángulo con el torso, pero 
absolutamente rectos, sin flexión alguna en el codo. Las manos, 
apoyadas por el dorso, mantienen los dedos ligeramente curvados 
hacia las palmas, en una suerte de crispación natural, desfallecida 
y estática. Mi cabeza se apoya en el medio de la almohada, y yo 
adivino junto a mis sienes los simétricos pliegues que provoca su 
peso en la tela blanca y tersa que la envuelve. Más allá del suave 
género de mi pijama de pálidos colores, observo mis pies sobresalir 
de la sábana cuidadosamente doblada que me envuelve tan solo 
las piernas y el vientre. Están allí, erguidos, gemelos, escrupulosa-
mente limpios y cuidados. Los veo como si no me pertenecieran y 
alguien los hubiera puesto allí aprovechando mi sueño. Durante 
unos segundos, juego con esta idea absurda que se quiebra 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
24
bruscamente –como estalla una pompa de jabón– cuando, con 
movimiento ininterrumpido y certero, me incorporo, aparto la 
sábana con la mano izquierda, y giro sobre el coxis hasta sentarme 
en el lecho. Entonces los pies –prodigiosamente reconquistados 
por mi cuerpo– descansan suavemente en el suelo, junto a las 
pantuflas de cuero colocadas simétricamente delante de la cama. 
Sucede a ese instante preciso, un momento breve, pero intenso, 
de meditación y ensimismamiento. Coloco los codos sobre las 
rodillas y reposo la cabeza entre las manos. Me concentro, me 
absorbo en mi propio yo, y ahuyento de ese modo las postreras 
nieblas del sueño. Después de algunos segundos, ya estoy listo. 
Sacudo la cabeza, me calzo las pantuflas (sin ponerles las manos, 
con solo un doble movimiento de los pies) y doy los cinco pasos 
que me separan del cuarto de baño. Es esta una habitación estre-
cha, asfixiante, mal ventilada y peor iluminada. Me he quejado sin 
éxito… He protestado de eso y de otras cosas que ahora no 
recuerdo. Cada vez que entro aquí me subleva y me irrita el 
recuerdo del poco caso que han hecho siempre a mis justas recla-
maciones. Esta breve sensación de ira concentrada, es también 
parte del ritual sagrado de cada mañana. La desecho, no obstante, 
casi de inmediato, enciendo la bombilla y me dedico a la observa-
ción del rostro que me devuelve el espejo incrustado en la pared 
sobre el lavabo. Frente amplia de pensador. Ojos negros, 
profundos, penetrantes. (Hay que cuidar, sin embargo, de ese 
atisbo de desconfianza que se trasluce en el girar nervioso de la 
pupila, y en esa tendencia a mirar de soslayo). Frunzo el ceño y me 
pongo a ensayar frente al espejo una mirada recta, fija y limpia 
sobre mí mismo. Me hago el propósito derepetir este ejercicio 
cinco veces por día, cinco minutos cada vez. Abro la boca y me 
examino detenidamente la lengua, extendida sobre el labio infe-
rior. Bien. La escondo y recojo los labios, dejando al descubierto 
los dientes blancos, cuidados, sanos. Tomo el vaso metálico del 
pequeño escaparate y lo lleno de agua hasta tres cuartos de su 
capacidad. Lo coloco sobre el lavabo. Cojo el cepillo de dientes 
con la mano izquierda y el tubo de pasta dentrífica con la derecha, 
los reúno frente a mi rostro y vigilo atentamente que la presión 
de los dedos sea la justa para extraer un centímetro de pasta. 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
25
Arrastro el tubo sobre las cerdas del cepillo y allí queda la familiar 
sustancia blanquecina, prolijamente distribuida en la superficie 
raspante. Retiro un poco las manos de mi rostro y admiro por un 
buen tiempo la perfección de la obra (digna de un anuncio a todo 
color de una revista americana). Entonces inicio la operación de 
limpieza, con movimientos rítmicos, de abajo hacia arriba, de 
arriba hacia abajo. (Es preciso seguir las estrías naturales de los 
dientes… lavárselos tres veces por día… el cepillo no debe hume-
decerse… Son cinco pesos la consulta…). De arriba hacia abajo, de 
abajo hacia arriba. Lentamente, lentamente… Una, dos, tres veces, 
hasta contar quince. Al principio el brazo se me cansaba 
extraordinariamente. Ya no. Ahora resulta algo más bien divertido… 
(cuatro, cinco, seis, siete)… Aunque a veces siente uno la tentación 
de cambiar la dirección y mover el cepillo de derecha a izquierda 
y de izquierda a derecha… (ocho, nueve, diez, once)… O hacerlo 
girar en círculos, cada vez más estrechos y rápidos… (doce, trece, 
catorce y quince…). La boca tiene ahora un agradable frescor, 
pero es preciso enjuagarla, y ello también procura un goce 
especial. Abro la llave de agua y sumerjo en el chorro la punta del 
cepillo. Con el pulgar barro hasta el último vestigio de pasta 
sobrante, y luego observo las cerdas al trasluz de la pequeña 
ventana enrejada. No quedan trazas. Tomo el vaso de agua y bebo 
cuatro buches sucesivos arrojándolos cada vez sobre el lavabo. 
Coloco nuevamente vaso y cepillo en su lugar respectivo y realizo 
un nuevo examen de mi dentadura frente al espejo. Al bajar la 
vista, distingo junto al grifo, una mancha blancuzca, pequeña, 
pero deprimente, afrentosa, sobre la límpida superficie esmaltada. 
No quiero tocarla con las manos. Produzco nuevamente el chorro 
de agua, tomo un poco en el hueco de las manos juntas y lo dejo 
caer poco a poco sobre la pequeña mancha. No desaparece total-
mente, aun cuando queda borrosa, invisible tal vez para otra 
mirada menos perspicaz. Vuelvo a insistir con el agua derramada 
desde arriba, aun sin tocar la desagradable mancha, pero esta no 
disminuye, más bien parece ahora crecer y tornarse más oscura. 
Miro a mi alrededor. Allá, doblada en dos sobre la pequeña mesita 
niquelada de medicinas, hay una toalla. Corro hacia ella, la tomo, 
vuelvo al lavabo y froto desesperadamente, una, dos, tres, más de 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
26
cien veces. Sudo copiosamente, pero no me atrevo a mirar los 
resultados de mi labor. Al fin, el cansancio me paraliza los brazos y 
me obliga a detener la faena. Tiemblo. Dejo caer lentamente la 
toalla… ¡Está horriblemente sucia! La arrojo con asco lejos de mí 
y miro con horror la mancha del lavabo agrandándose cada vez 
más. Ya no es blanca, sino roja y mana como una herida abierta… 
¡Es sangre, Dios mío!… No necesito más, huyo hacia mi habitación 
y cierro con violencia la puerta tras de mí. Me apoyo jadeante 
sobre ella. Presiento que aquella sustancia sanguinolenta que 
mana sin cesar del lavabo terminará por inundar el cuarto de baño 
e invadir después mi propia habitación. Me aseguro de que la 
puerta está herméticamente cerrada. Luego me separo de ella y 
busco ansiosamente algo con qué tapar los intersticios. ¡Dios mío! 
¿Qué veo?… Toda mi precisa y ordenada personalidad parece 
estallar de repente. (Me habré equivocado de puerta otra vez…). 
No estoy en mi habitación, sino en el centro de una llanura 
inmensa que se comba en el horizonte infinitamente lejano, en 
una parodia absurda de la curvatura de la Tierra. Después de un 
primer momento de horrorizado estupor, comprendo que es 
preciso escapar de aquella espantosa soledad y refugiarme de 
nuevo en la seguridad de mi habitación que debe estar en alguna 
parte detrás de este páramo infinito. Elijo al azar la dirección que 
debo imprimir a mis pasos, e inicio la penosa marcha hacia el 
confín del mundo. Camino con rapidez. Corro casi, durante horas 
interminables, jadeante, conteniendo la respiración, con los ojos 
fijos en el horizonte desierto. El suelo es viscoso, resbaladizo, 
pero me mantengo en prodigioso equilibrio. De repente, un temor 
súbito me asalta. Estoy en el mismo lugar, y a pesar de mi sobre-
humano esfuerzo no he logrado avanzar una sola pulgada. 
Sin dejar de mover las piernas, bajo la vista y compruebo, azorado, 
que el terreno se mueve hacia atrás a medida que voy mudando 
pasos, como si mi loca carrera siguiera la dirección inversa de una 
de esas escaleras automáticas de las tiendas de lujo. Comprendo 
que debo caminar en dirección contraria para aprovechar el 
movimiento del terreno. Doy vuelta e intento desandar el inexis-
tente trayecto que creí haber recorrido. Mas, tan pronto lo 
hago, el gigantesco mecanismo subterráneo modifica a su vez la 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
27
dirección con un ruido atronador de sus engranajes invisibles y el 
terreno vuelve a correr en contra de mi marcha. Cambio dos 
veces más el curso de la ruta, y otras tantas vuelvo a ser víctima 
de la trágica jugarreta. En el último de mis bruscos virajes, doy un 
traspiés y caigo de bruces en el suelo. Compruebo que mientras 
permanezco inmóvil, la tierra tampoco se mueve. Después de un 
corto respiro de alivio, me incorporo lentamente, pero al intentar 
el primer paso, el ominoso estruendo me anuncia lo que sucedería 
de llevar a cabo mi propósito. Opto por permanecer inmóvil, 
acostado sobre el pecho, con la mirada prendida al horizonte 
inaccesible y el oído atento a los ruidos que podrán producirse 
bajo la tierra. El silencio es total, espantoso. Por un largo rato 
nada parece suceder, hasta que noto, con una súbita sensación de 
inmenso júbilo, que el final del mundo ha venido paso a paso 
acercándose hacia mí, y trayéndome en su confín mi anhelada 
habitación. Por unos segundos disfruto de ese engañoso 
espejismo. Luego, un inesperado ramalazo de angustia: soy yo 
quien se hunde inexorablemente en la materia viscosa que me 
rodea, súbitamente reblandecida y absorbente. Aterrorizado, 
miro mis piernas, desaparecidas ya bajo la tierra, y al ver sus 
muñones desolados, me siento de pronto víctima de la más 
espantosa de las mutilaciones. Puedo, sin embargo, con un 
supremo esfuerzo, rescatar mis miembros de la trágica trampa y 
rodarme a un lado en busca de algún apoyo más firme. Todo inútil: 
en el nuevo refugio, va hundiéndose mi brazo derecho y parte del 
pecho y la cadera. Agito brazos y piernas en una infeliz tentativa 
de nadar, pero cada nuevo intento ahonda más la fosa que me 
devora. En ese momento sobreviene la desesperación. Lloro 
amargamente, me agito con furia, profiero espantosos alaridos. 
Tengo ya totalmente paralizados piernas y torso, comprimidos 
hasta la desesperación por la masa asfixiante que los aprieta cada 
vez más. Sobre la superficie, tan solo los antebrazos y manos, los 
hombros y la cabeza, a punto de estallar de temor y desesperación, 
pero lúcida aún, con su precioso bagaje de facultades visuales y 
auditivas en angustiosa expectativa de alguna ayuda providencial. 
Y justamente en este preciso instante, la planta de mi pie izquierdo, 
de la que había perdido ya toda consciencia, parece renacer de 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
28
pronto: algo sólido –¡maravillosamente sólido!– permite que se 
asiente en un milagroso soporte. Afirmo todo el peso del cuerpo 
sobreeste sostén salvador, y asumo la postura ridícula de una 
estatua de Mercurio, con solo un punto de apoyo para su alado 
pie. Me aferro desesperadamente a una nueva esperanza: mi lenta 
absorción por aquella materia repugnante ha detenido su inexora-
ble curso… Pero ahora el cielo se oscurece. Una mancha inmensa 
cubre el firmamento y me sumerge en la penumbra. Miro hacia 
arriba y veo un ave gigantesca cuyo tamaño inverosímil llena toda 
la comba celeste. El ave monstruosa agita sus negras alas en un 
veloz descenso sobre mi cabeza. Viene hacia mí directamente, 
mas, a medida que se acerca, por alguna razón absurda imposible 
de explicar, su tamaño se reduce cada vez más, y al posarse sobre 
mi frente no es ya más que una mosca pequeñita de nerviosas 
patas y alas inquietas y vivaces. El insecto recorre mi cabeza con 
carreritas cortas, produciéndome una desagradable picazón que 
se convierte al poco rato en escozor insoportable. La posición de 
los brazos, atrapados hasta el codo, me impide espantarla de un 
manotazo. Mi única posibilidad es alejarla con bruscos movimientos 
de la cabeza. Al intentarlo, compruebo que la materia en que 
estoy hundido ha fraguado y tiene ya la solidez del cemento. Esta 
nueva desventura trueca una vez más mi angustia en desesperación. 
Muevo la cabeza de uno a otro lado con ímpetu extraordinario, 
pero el maldito insecto no se aparta de mi frente. Después de un 
largo batallar, ceso de esforzarme para comprobar, horrorizado, 
que no puedo ya detener el movimiento y la cabeza continúa por 
sí sola el incesante bamboleo. Ahora mi cuello comienza ya a sufrir 
las consecuencias del prolongado esfuerzo, sobre todo cuando el 
cabeceo se transforma en un girar apresurado sobre el propio eje. 
Siento que mi cráneo gira como una pelota de goma a la que se 
hubiera impreso un movimiento de rotación con la punta de los 
dedos. Entonces oigo un leve crujido seguido de un fuerte dolor 
en la garganta. Después, una sensación de asfixia y la convicción 
de que el cuello se me retuerce como una tela húmeda escurrida 
por manos vigorosas. Por fin, un último desgarramiento definitivo, 
y mi pobre cabeza salta como un corcho y cae a mi lado después 
de producir el sonido característico de una botella de champagne 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
29
que se destapa… Está ahí, frente a mí, apoyada sobre la sien 
izquierda, con su frente pálida, sus mejillas sin afeitar, cubiertas de 
retorcidos pelos rojizos, sus cejas hirsutas y los ojos de córnea 
amarillenta ribeteada de rojo. Pero también están allí, junto a ella, 
mis manos crispadas, sobresaliendo apenas de la tierra endurecida 
en la que parecen sembradas, como dos plantas malditas. Y más 
allá aún mis hombros raquíticos, con la llaga purulenta, el círculo 
de carne y sangre, nervios y arterias cercenados donde una vez 
reposó mi cabeza. Están todos ahí, y yo los miro (¿desde dónde?) 
como si no me pertenecieran, y se tratara de objetos extraños 
encontrados al azar durante un paseo por el campo… Ahora 
comienzo a oír de nuevo el crujido de los goznes subterráneos. 
Los siento crecer bajo la tierra, y observo que el suelo se convierte 
poco a poco en un plano inclinado. Mi cabeza comienza a rodar 
sobre sí misma. El terreno que aprisiona mi cuerpo se agrieta 
súbitamente y mi tronco, con sus extremidades agitándose a su 
alrededor como tentáculos, se ve de pronto liberado, y principia a 
rodar en pos de mi cabeza, en una carrera que va acelerándose 
paulatinamente. Yo (pero, ¿dónde estoy yo, Dios mío?…) corro 
desesperadamente detrás de mis miembros. Tropiezo, caigo. Me 
levanto. Vuelvo a caer. La inclinación cada vez mayor del terreno 
me arrastra en vertiginoso descenso. Pierdo todo dominio de mis 
movimientos. Me siento en el vértice de una vorágine de objetos 
y ruidos girando a mi alrededor. Ahora voy acercándome a mi 
cuerpo decapitado. Lo alcanzo. Me posesiono de él. Me sumerjo 
más bien en su tibia armazón de huesos y tejidos. Sigo rodando 
hacia el abismo. Presiento que el final está cerca. Mi cabeza rueda 
un poco más adelante. Extiendo los brazos. Logro tocarla con la 
punta de los dedos, pero no puedo asirla. De pronto vislumbro una 
puerta cerrada. Contra ella choca mi cabeza y se detiene. La tomo 
cuidadosamente entre las manos. Me pongo en pie. La examino: 
está prodigiosamente intacta. Limpio sus mejillas, le arreglo un 
poco el pelo y la coloco sobre mis hombros. La hago girar a derecha 
e izquierda: bien. Abro la puerta. Penetro en el cuarto de baño. 
Me miro al espejo: perfecto. Salgo por la otra puerta. Llego al fin a 
mi habitación… Necesito descansar. Mi confortable lecho me 
espera acogedoramente. Me arrojo sobre él y cierro los ojos. 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
30
(¿Durante cuánto tiempo?…). Los abro de nuevo. Son las cinco en 
punto de la mañana y yo soy un hombre extremadamente ordenado 
y cuidadoso. Junto a mi cabeza, en la tela suave y fresca de la 
almohada, simétricos pliegues rodean mi amplia frente de 
pensador. En el extremo de la cama, mis dos pies gemelos sobre-
salen de la sábana que abraza amorosamente mis piernas y mi 
vientre. Un ligero movimiento de rotación, con el coxis de punto 
de apoyo, y mis pies descansan sobre el suelo junto a las pantuflas 
de cuero. Allí, a solo cinco pasos de distancia, la puerta entreabierta 
de la pequeña y oscura estancia contigua, me promete deliciosas y 
refrescantes abluciones matinales. Me concentro en mí mismo, 
ahuyento los postreros vestigios del sueño, me calzo las pantuflas 
y marcho, lentamente hacia el cuarto de baño, optimista y sin 
memoria, ajeno por completo a la espantosa amenaza que me 
acecha tras su aspecto inocente y pueril.
31
E L C O R C H O S O B R E E L R Í O
Apenas transcurrió ese espacio de tiempo –sin medida ni 
definición posibles–, que sucede al instante preciso de 
despertar, y durante el cual parece que recogemos los trozos 
dispersos de nuestra mente y los unimos con rapidez mágica para 
formar de golpe el rompecabezas de nuestro mundo consciente; 
tan pronto se sintió vivo una vez más, y recordó que se llamaba 
Luis Almovar, y se le reveló que justamente amanecía el día doce 
de julio, saltó de la cama y caminó con decisión hacia el lavabo que 
se levantaba en un rincón de la estancia. No fue sino después de 
haberse salpicado la cara con agua fresca, y mientras buscaba a 
tientas la toalla colgada a su lado, cuando reparó, al través de los 
ojos entrecerrados, en el sobre blanco que reposaba en el suelo, 
junto a la puerta cerrada de la habitación. 
Con el rostro húmedo todavía y la toalla entre las manos, se 
acercó a la carta, mirándola fijamente, como hipnotizado. Aún 
antes de levantarla del suelo y de que sus ojos de miope pudieran 
recorrer las letras menudas que se apiñaban en el sobre, supo que 
la carta era de Laura. Se arrodilló a su lado y, sin tocarla todavía, 
leyó su propio nombre en aquellos rasgos firmes y apretados 
que tanto conocía. Permaneció un rato inmóvil, y luego se sentó 
lentamente en el suelo, abrazadas las rodillas, con el mentón 
descansando sobre ellas. La carta debía estar allí desde la tarde 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
32
del día anterior, pero como él llegó después de anochecer y se 
acostó a oscuras, no la había notado. Un escalofrío le recorrió la 
espalda y lo forzó a apretar maquinalmente los brazos contra el 
cuerpo. Sintió que una breve lucha se libraba en su interior. De un 
lado, sentía el deseo casi irresistible de enterarse del contenido 
de la carta; pero, de otro, sabía que esto sería un error. Que no 
podía permitirse el lujo de enfrentarse una vez más con las mismas 
quejas y recriminaciones. Que debía evitar un nuevo encuentro 
con expresiones de dolor demasiado conocidas. En el fondo, tenía 
la certeza de que cuando se toma una decisión como la que él 
había adoptado, era preciso defenderla de toda contingencia, 
ampararla contra toda debilidad. Y allí, dentro de aquel sobre 
cerrado, se adivinaba la presencia de una trampa, de un llamado a 
la blandura y a la conmiseración…No, no iba a leerla. Por nada del 
mundo cometería esa equivocación… Y, además, había otra cosa: 
la carta era una prueba de una relación personal que él pretendía 
borrar sin dejar rastro. Las otras, las que había conservado hasta 
poco antes encerradas en el armario, habían sido cuidadosa y 
totalmente destruidas. Era preciso hacer lo mismo con aquel 
postrer vestigio del pasado. Sin vacilar un instante más, tomó el 
sobre cerrado, se incorporó, fue hasta el lavabo y lo rompió en 
trocitos menudos, dejándolos caer en el recipiente de loza. Luego 
abrió la llave del agua y observó atento hasta que el último pedazo 
de papel desapareció por el desagüe en un remolino vertiginoso 
de agua, papel y tinta emborronada. 
Su brusca decisión después de aquellos momentos de duda, 
pareció darle nuevos bríos. Se abalanzó casi sobre la ropa que 
permanecía doblada en la silla junto a la cama, y comenzó a vestirse 
rápidamente. No estaba asustado ni sentía temor alguno. Por el 
contrario, lo embargaba una grande, fría y decidida determinación. 
Había resuelto hacerlo y lo haría. Cuanto antes, mejor. El hecho 
de que aquel mismo día iba a preparar el escenario para asesinar, 
calculada y alevosamente, a un ser humano, no parecía afectarle 
mayormente. 
Si a Luis le hubieran preguntado en qué momento preciso había 
decidido matar a Laura Vindaya, no hubiera sabido responder. 
Pero, como es natural, nadie le había hecho aquella pregunta, 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
33
ni siquiera él se la había formulado a sí mismo. Hay cosas que 
no tienen fecha de nacimiento. Ideas cuyo origen es imposible 
determinar. Son algo vago, confuso, nebuloso, que de repente 
adquiere una naturaleza clara y definitiva. Pero cuando uno viene 
a tener conciencia de ello, ya la metamorfosis se ha consumado 
totalmente, y parece que siempre hemos pensado así; que desde 
el primer momento habíamos adoptado aquella determinación 
irrevocable. 
Conoció a Laura el mismo día de su llegada a Altocerro. Había 
aceptado el cargo de director de la escuelita rural a raíz de 
completar sus estudios de bachillerato, y se trasladó a aquella 
aldea enclavada en la Sierra como había realizado siempre todo 
acto de su existencia: dejándose arrastrar por la corriente de la 
vida, sin resistirse a los acontecimientos, como flota un corcho en 
la corriente del río. 
Alquiló un cuarto en el único hotel del pueblo y se entregó 
sin entusiasmo a la rutina diaria de la labor escolar. Su vida se 
impregnó de monotonía. Todas las mañanas se levantaba con el 
alba, desayunaba frugalmente y hacía a pie el recorrido hasta la 
escuela, distante tres kilómetros del poblado. A las ocho menos 
diez minutos, invariablemente, abría las puertas de madera y se 
sentaba en la silla de guano, tras de la mesa, en espera de los niños. 
Eran cuarentiséis, de edades que oscilaban entre siete y doce años 
y ni siquiera conocía sus nombres: les atribuyó un número a cada 
uno y con eso le bastaba. 
Las horas se extendían, elásticas, interminables, mientras 
repetía, sin mirar a su infantil auditorio, las mismas nociones 
elementales, primitivas, que vagamente recordaba haber oído 
muchos años antes en una voz apagada que sonaba como la suya 
y que, como ella, parecía rodar, sin tocarlas, por encima de las 
pequeñas cabezas que se amontonaban frente a la mesa, hasta 
perderse suavemente en la nada y el olvido. 
Laura era la única persona que compartía sus tareas. Oriunda 
de Altocerro, vivía a pocos pasos de la escuela y estaba encargada 
de la tanda vespertina. Al principio, no se sintió particularmente 
atraído hacia ella. Era una mujer madura, seca, que debía llevarle 
diez años cuando menos. Durante las primeras semanas sus 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
34
relaciones se limitaron al intercambio de un trivial «buenos días», 
cuando, al punto de las doce, ella entraba a la escuela para hacerse 
cargo del turno que le correspondía. Aún antes de que terminaran 
de llegar los nuevos alumnos, Luis partía de nuevo hacia el pueblo, 
desentendiéndose de todo hasta el día siguiente. 
Pero una vez volvió por la tarde, y la encontró cerrando la 
escuela, a la hora del crepúsculo. No se había propuesto llegar allí; 
había salido a pasear por la carretera para romper el aburrimiento 
de la tarde pueblerina, y sin quererlo expresamente, sus pasos lo 
condujeron maquinalmente hasta la escuela. Laura lo invitó a su 
casa a tomar una taza de café y él aceptó. Fue una visita corriente, 
durante ella solo hablaron de la escuela y de los niños y Luis partió 
al poco rato, sin sospechar las consecuencias futuras de aquel 
primer contacto inocente. 
Como se sentía solo en el hotel y nadie le interesaba especial-
mente en el pueblo, poco a poco adquirió la costumbre de visitar 
a Laura por las tardes, y fue adentrándose sin notarlo en aquella 
vida aislada que se mustiaba sin quejas. Sus padres habían muerto 
cuando ella era aún niña y vivía desde entonces con su hermana 
mayor, solas las dos a partir del día en que su hermano más joven 
abandonó Altocerro en busca de más propicios horizontes. Laura 
no se había casado nunca y parecía no haber conocido jamás 
el amor. 
Y no fue precisamente amor lo que Luis pudo darle. La tomó por 
vez primera junto al río, una tarde triste de noviembre, sobre el lodo 
negruzco que bordeaba la orilla. Lo hizo sin pasión y casi sin deseo, 
como se realiza algo solo porque es inevitable. Y aunque después 
de aquel día sus citas fueron frecuentes, jamás le abandonaron 
el desgano y la indiferencia, y se limitó siempre a dejarse llevar, 
como siempre, por los acontecimientos. Ella, en cambio, pareció 
desarrollar una nueva personalidad. Su sensualidad dormida 
despertó con voracidad extraordinaria, como si quisiese recuperar 
con creces todo el tiempo perdido. No obstante desplegar la más 
sutil astucia para ocultar de todos su secreto, fue apoderándose 
de él, absorbiéndolo con requerimientos constantes y cada vez 
más apremiantes. Frente a la naturaleza pasiva, inerte, de Luis, 
su propia personalidad fue creciendo e imponiéndose cada vez 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
35
más sobre la debilidad apática del hombre. Fue una batalla ganada 
desde el principio, en la que el perdedor se sintió desde el primer 
momento como un insecto preso en una telaraña. 
Por acuerdo mutuo, habían decidido mantener en secreto sus 
amores, y cuando, durante las horas de trabajo, se encontraban 
en la escuela, se trataban con indiferente y lejana cortesía, sin 
dejar jamás traslucir frente a ojos extraños que sus relaciones 
fueran otras que aquel seco y frío intercambio de saludos y 
recomendaciones oficiales. 
De aquel modo transcurrieron los primeros meses y, para Luis, 
asimismo hubiese transcurrido la vida entera, de tal modo se 
recostó él en la muelle costumbre de la sensualidad satisfecha 
sin riesgos ni problemas. Pero un día, junto al río, en el lugar que 
se había convertido en habitual para sus encuentros, ella le dijo, 
después de un silencio, y sin mirarlo a los ojos: «Voy a tener un 
hijo». Al principio él no pareció entender lo que oía, pero cuando, 
segundos más tarde, aquello se abrió paso en su cerebro y pudo 
medir en toda su magnitud el sentido de aquella frase, sintió una 
profunda y violenta sacudida. Fue como despertar de un largo 
sueño. Una especie de rebeldía, de furia violenta contra sí mismo 
y aberración hacia la mujer, lo invadieron de súbito. Permaneció 
en silencio, reconcentrado, anonadado por la íntima convicción 
de que aquel juego placentero y fácil al que se había entregado 
ciegamente hasta ese momento, se trocaba de repente en algo 
peligroso, complicado, extraño a su propia naturaleza y a su 
personal filosofía de la vida. 
No expresó inconformidad alguna ni alteró en lo más mínimo 
su actitud reconcentrada y huraña, pero allí, en lo más recóndito, 
sintió nacer un odio profundo, desorbitado, inhumano, hacia 
aquella mujer y la extraña criatura que comenzaba a vivir dentro 
de su vientre. Ni el más ligero sentimiento, ni el más leve asomo 
depiedad fueron capaces de aminorar el odio feroz y el afán de 
destrucción que lo poseyeron desde aquel día. Sabía que era inútil 
proponerle a Laura la eliminación del hijo, porque presentía la 
irrevocable decisión de la madre de conservarlo a toda costa. Una 
sola idea centraba, pues, sus pensamientos: Laura tenía que morir. 
La debilidad del hombre, su incapacidad de luchar, fueron –por 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
36
paradójica razón–, el irresistible impulso que lo empujara a decidir 
y planear la muerte de su amante. Aceptar el nacimiento de aquel 
niño era aceptar además la permanencia de sus relaciones con 
la madre. Significaba asumir una responsabilidad perdurable, 
definitiva. Es decir, algo inconcebible, absurdo. «Antes de aquello, 
todo, incluso el crimen», se dijo desde el primer momento. 
La decisión fue informe y oscura, pero los detalles fueron 
completándose con el tiempo, durante sus largas horas de insomnio 
por las noches o, a veces, junto a la misma Laura, y mientras ella 
formulaba en voz alta planes para el futuro en los cuales él tenía 
irremisible participación. Porque seguían encontrándose, como 
antes, y solo cuando ya se acercaba la fecha escogida para actuar, 
dejó Luis de acudir a las citas junto al río. Lo hizo sin previo aviso y 
sin dar ninguna explicación… 
Entonces comenzaron las cartas. Las traía al hotel uno de los 
muchachos de la escuela. A veces llegaban tres el mismo día. Él las 
leía a solas en su habitación con rabia y desprecio que cada vez 
se hacían más intensos. En las dos semanas que duró la ofensiva 
epistolar, Luis estuvo a punto de adelantar la ejecución de sus 
planes, temiendo alguna imprudencia mayor. Pero ella no la 
cometió. No se presentó nunca en persona en el hotel, y las cartas, 
encerradas en los largos sobres de uso en la escuela, podían pasar 
como correspondencia oficial. Cuando, al fin, las cartas cesaron, 
Luis las quemó todas juntas, arrojando sus cenizas por el desagüe 
del lavabo, aliviado de no enfrentarse con la necesidad de actuar 
antes del 12 de julio, último día de clases. 
Y, precisamente el día 12, había encontrado aquella última carta 
que destruyó sin leer, con impulsivo instinto de preservar contra 
todo la ejecución exacta de su plan. Porque había dispuesto las 
cosas en sus menores detalles: cerraría la escuela, abandonaría 
el hotel diciendo que se iba de vacaciones, y partiría a caballo 
del pueblo, a la vista de todos. Por un atajo, y dando un rodeo, 
regresaría al día siguiente a casa de Laura, aprovechando la hora 
en que sabía que la encontraría sola. Fingiría una reconciliación 
y la llevaría al río, como de costumbre. Tendría buen cuidado 
de tomar de la casa alguna cuerda. Tal vez un cinturón de Laura; 
quizás el de la bata que usaba entre casa. Parecía suficientemente 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
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fuerte… Igual que el mamón que crecía en la explanada cercana 
del río. Las ramas eran resistentes, sobre todo una, la más baja… 
Él lo sabía muy bien, porque había tenido el cuidado de compro-
barlo personalmente… 
E E E 
Ya completamente vestido, Luis se detuvo frente al almanaque 
de propaganda comercial que constituía la única decoración de la 
estancia. Puso el dedo sobre el número doce, sonrió levemente, y 
caminó hacia la puerta. 
El agente de policía estaba justamente en el marco, llenando 
con su corpachón fornido casi todo el espacio entre el umbral y 
el dintel. Luis sintió que la sorpresa y el miedo lo paralizaban de 
súbito, y apenas escuchó la voz que le decía fríamente:
–Acompáñeme, profesor. 
–¿Qué pasa?… –Solo atinó a balbucir, poniéndose mortalmente 
pálido. 
–Está usted preso, bajo sospecha de asesinato… Vamos pronto, 
que el sargento está esperándolo… 
Luis se apoyó en el marco de la puerta. –¿Asesinato?…–, exclamó 
mientras le parecía que todo se hundía a su alrededor. 
–La maestra apareció ahorcada esta mañana a la orilla del río… 
Descartamos el suicidio, porque no apareció ninguna carta… Lo 
tomó con firmeza del brazo, forzándolo a iniciar la marcha por el 
estrecho corredor. Mientras caminaba como un autómata, Luis 
revivió mentalmente su acción de destruir sin leer aquella última 
carta de Laura… A su lado, el policía continuaba hablando sin parar: 
–…el forense del Distrito no ha llegado todavía, pero estamos 
seguros de que la mujer estaba encinta… El sargento supo desde 
el primer momento que a quien había que buscar era el hombre 
que la deshonró… 
Llegaban ya a la puerta de la calle, y justamente allí, Luis tuvo su 
último gesto de rebeldía: 
–Pero, ¿por qué yo?… –preguntó parándose en seco y mirando 
a los ojos el rostro ceñudo del otro. 
Su acompañante era realmente locuaz: 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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–Hay testigos de que ustedes se encontraban por las tardes 
junto al río. Además –y esto es lo más grave–, alguien lo vio hace 
unos días colgándose con las manos de una rama del mamón que 
está en la orilla, como si probara su resistencia… De la misma rama, 
por cierto… No creo que se salve de esta, profesor… 
Al oírlo, con la cabeza baja y reiniciando lentamente la marcha, 
Luis sintió de repente que volvía a ser el mismo de antes: el que se 
dejaba arrastrar por los acontecimientos sin oponer resistencia, 
como un corcho que flota sobre el río. Y esa convicción le llegó 
junto con la visión confusa de innumerables trocitos de papel que 
resbalaban entre inmundicias por la corriente de agua de una 
cañería subterránea, que conducía inexorablemente hacia la nada 
la confesión de suicidio de Laura Vindaya. 
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E L P E Q U E Ñ O C U L PAB L E
Hoy me dijo tía Clara que yo cumplía cuatro años. Ni Chacha ni 
papá me habían dicho nada. En casa nadie habla nunca de mi 
cumpleaños. A veces me llevan a algunas fiestas donde se reparten 
bizcochos y helados, pero siempre se trata de cumpleaños de 
otros niños, nunca del mío… Pasé casi toda la tarde en casa de tía 
Clara. Me gusta estar allí. Hay un patio grande con árboles muy 
altos. Sobre todo uno, con ramas fuertes y un tronco grueso, 
fácil de trepar. Me encaramé hasta casi la mitad. Había dos ramas 
cruzadas y me senté en ellas, como en una silla. Con la uña abrí una 
zanjita en la rama más gorda y salió una cosa blanca que parecía 
leche. Se me pusieron las manos pegajosas. Me las limpié con las 
hojas que arranqué de la otra rama. Eran verdes, del mismo color 
que la alfombra que está en la sala de casa. Sacándoles pedacitos 
a cada lado me fabriqué unas plumas y me las puse en la cabeza, 
como los indios… Pasé mucho rato subido en el árbol, y cuando 
Chacha salió al patio a buscarme, yo me quedé quietecito hasta 
que, después de dar algunas vueltas, alzó la cabeza y me vio… 
Chacha es difícil de engañar. Uno puede esconderse de ella, pero 
no por mucho tiempo. Me agrada estar con Chacha. Sabe contar 
cuentos e inventar juegos. Cuando salimos a pasear, me lleva de 
la mano. A mí no me importa que me coja de la mano dentro de la 
casa o en el patio de tía Clara, pero no me gusta que lo haga en la 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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calle. A veces yo halo la mano hacia abajo para soltarme, pero ella 
entonces me aprieta más fuerte. Una vez tropezó y cayó al suelo, 
pero yo no me reí. Se quedó en medio de la acera, con los ojos 
cerrados, sin hablar, y yo me senté a su lado y lloré mucho, como 
si hubiera sido yo quien se hubiera caído. Después se levantó y me 
apretó contra su pecho. Entonces fue ella quien lloró… Volvimos a 
casa despacito, porque caminaba cojeando… 
Chacha es quien viene cada mañana a sacarme de la cama. 
Mi cama es chiquita, con rejas de madera que en uno de los lados 
se bajan y suben. En cambio, la de papá no tiene rejas y es muy 
grande, tanto que él duerme en la mitad de ella solamente… 
Cuando Chacha llega por las mañanas yo estoy ya siempre 
despierto, pero me quedo tranquilito, sin llamar, porque me gusta 
estar bajo el calorcito de las sábanas y esperar hasta oír los pasos 
de Chacha por el pasillo. Cuando ella entra a la habitación, baja las 
rejas de la cama y me carga en sus brazos,y yo mantengo los ojos 
cerrados para hacerle creer que todavía estoy dormido y poder 
tener la cabeza recostada en su hombro… Chacha entonces me 
lleva al baño. El baño está junto a mi cuarto. Tiene mosaicos azules 
en el piso y las paredes. A mí me gusta tocarlos con las manos 
porque son suaves. Chacha me pone en el suelo y yo entonces 
abro los ojos y, como estoy descalzo, siento el frío del piso. Ella 
me lava los dientes con un cepillito que siempre está colgado de 
la pared, al lado de otro, más grande, que es el de papá… No me 
gusta que me laven los dientes, porque me hacen daño los pelitos 
del cepillo. Es como cuando viene abuelito del campo y me besa. 
Me gusta cuando llega abuelito, pero cada vez que me besa me 
pincha la cara… Abuelito tiene un bigote blanco. Se ríe fuerte y 
mucho. Me sienta sobre sus rodillas y me alborota los cabellos. 
Sé que le gusta estar conmigo, porque pasa en casa todo el tiempo 
que duran sus visitas a la ciudad. Tan pronto llega con su maleta 
negra, Chacha le cuelga una hamaca en la galería que solo se usa 
cuando él está en la casa. Allí se acuesta después de cada comida 
y me lleva con él. Extiende un brazo para que yo apoye la cabeza 
y comienza a hacerme preguntas y a reírse de lo que le respondo. 
Después se pone serio y me hace historias de reyes y guerreros. 
Por eso sé ya quiénes fueron Alejandro el Grande, Napoleón y Luis 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
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Catorce. También me habla de otras cosas, pero yo prefiero que 
me cuente historias de guerras que pasaron hace mucho tiempo, 
como la de Troya, en la que había un caballo grande de madera 
con muchos soldados dentro… 
Cuando abuelito se va de nuevo al campo, yo me quedo muy 
solo y me siento triste, porque papá casi nunca está conmigo. 
Pasa todo el día fuera de casa y viene solo por las noches, a la hora 
en que Chacha me ha puesto ya el pijama y me está preparando 
para dormir. Entonces papá entra en mi cuarto y me besa en la 
frente, sin mirarme, y se va enseguida, sin decirme nada. Solo 
algunos domingos, por las tardes, me lleva a pasear y siempre 
vamos al mismo sitio. Es un lugar bonito, pero triste. Tiene unas 
paredes muy altas y adentro hay una especie de jardín con muchos 
árboles y flores. Aunque es más grande que el patio de tía Clara, 
a mí no me gusta estar allí, porque me asusta el silencio que hay, 
y las pocas personas que van hablan siempre en voz baja y están 
muy serias. Papá es el más serio de todos y pone una cara que 
me da miedo mirarla de tan triste que es… No estoy seguro, pero 
me parece que una vez lo vi llorar. Puede ser que me equivoque 
porque papá es muy grande para eso; pero una tarde estábamos 
frente a una cosa cuadrada de cemento del tamaño de una cama, 
que se levantaba de la tierra y tenía unas flores encima. Papá la 
miraba y la miraba, sin cansarse, hasta que al fin volvió la cara y se 
pasó la mano por los ojos. Después se dio vuelta y, sin hablar, se 
fue alejando. Yo le seguí detrás, pero él no me miró ni una sola vez 
hasta que llegamos a la casa… 
Esta tarde, después que volvimos de donde tía Clara, llegaron 
unas visitas. Al principio creí que habían venido por mi cumpleaños. 
Pero no era eso: todos eran grandes y estaban muy tristes. 
Abrazaban a papá y se sentaban en la sala muy serios, sin hablar… 
Chacha me sacó al patio y se quedó allí conmigo mientras duraron 
las visitas. Nos sentamos en la grama del jardincito que hay frente 
a la casa y jugamos con los soldaditos de plomo. Por la ventana 
oía a la gente en la sala hablar en voz baja. No entendía bien lo 
que decían, pero oí dos veces una palabra rara que no conocía. 
Creo que era aniversario, pero no estoy muy seguro. También oí 
la palabra parto y la palabra muerte. Yo sé lo que es la muerte; fue 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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lo que le pasó al perrito aquel cuando lo pisó un camión frente a 
la casa; pero nunca había oído aquello de muerte de parto. Cuando 
le pregunté a Chacha lo que quería decir, no quiso explicármelo… 
Y a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren 
decírmelas. Es igual que cuando Chacha me esconde una cosa 
porque no quiere que juegue con ella. Entonces me dan más ganas 
de tenerla y la busco por toda la casa hasta encontrarla. Y mientras 
no la he encontrado me siento triste, y pienso siempre en eso y, 
por las noches, no puedo dormirme… Así haré con estas palabras. 
Le preguntaré a abuelito cuando vuelva y, si no me lo dice, se lo 
preguntaré a tía Clara. Y, si tampoco ella quiere explicármelo, se 
lo preguntaré al hombre que trae la leche por las mañanas y al 
que deja el periódico… Y así seguiré hasta averiguarlo, porque no 
hay nada en el mundo que yo quisiera saber más que eso… A quien 
no se lo preguntaré es a papá… No, a papá no… Quizás porque 
le tengo un poco de miedo, o quizás piense que se pondría más 
triste todavía… No, a él no se lo voy a preguntar; pero alguno de 
los otros me lo dirá y entonces yo me sentiré mejor, y volveré 
a jugar sin estar pensando siempre en eso, y estaré contento y, 
sobre todo, podré dormir tranquilo por las noches… 
43
D O S P E S O S PARA C I R I LO
Pedro Valbuena se detuvo frente a la ventanilla de la oficina de 
pagos y observó atento a través del enrejado cómo manipulaba 
el cajero los billetes crujientes, recién estrenados. Sin apartar la 
mirada un solo instante de las hábiles manos del hombre, admiró 
una vez más la destreza con que rompían el cintillo de papel y 
contaban con rapidez increíble los billetes amontonados, levan-
tando los extremos con movimientos impecables de los dedos, 
nerviosos y ágiles. Como siempre, intentó seguir mentalmente 
el conteo vertiginoso, pero quedó rezagado ante la pericia del 
otro. Las manos prodigiosas ejecutaron dos movimientos casi 
simultáneos, y el fajo de billetes quedó aprisionado dentro de 
una cinta elástica que sonó ruidosamente al chocar contra el 
paquete. Un nuevo movimiento, y el resto de los billetes quedó 
al alcance de Pedro, en el espacio abierto que dejaba en su parte 
inferior la rejilla metálica. Con una leve sonrisa, lo retiró haciendo 
un impreciso gesto de conformidad: por nada del mundo habría 
confesado su incapacidad para realizar tan velozmente como el 
otro el conteo, y esperaría hasta desaparecer de su vista para 
comprobar si su sueldo estaba completo. 
Se retiró cuatro pasos y, protegido tras una columna, contó 
lentamente los billetes abriéndolos en abanico entre el pulgar y 
el índice… «Cinco de a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno»… 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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Seguramente había contado mal y volvió a hacerlo «Cinco de a 
Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno… Doce de a Uno»… Sí. 
Le habían pagado dos pesos de más. Con movimiento impulsivo 
giró a su derecha y dio dos pasos hacia la ventanilla del pagador, 
pero se detuvo en seco antes de alcanzarla. Nadie le vio realizar 
aquel movimiento: el cajero conservaba la cabeza baja mientras 
ejecutaba sus manipulaciones habituales, y la larga fila de hombres 
por cobrar avanzaba lentamente, sin hacer caso de su presencia. 
Tras un breve instante de vacilación, Pedro se dirigió a la puerta 
de la fábrica con la mano derecha dentro del bolsillo del pantalón, 
cerrada con fuerza alrededor del pequeño fajo de billetes… 
E E E 
José Cambronal se despojó de la camisa y la colgó de uno de 
los postes que sostenían la alambrada de púas. Echó una ojeada 
sobre el terreno que debía desbrozar y calculó que habría trabajo 
para tres horas cuando menos. Se colocó las manos frente a la 
cara y escupió con fuerza sobre las palmas encallecidas; las frotó 
entre sí y empuñó el machete que recogió del suelo. Con las 
piernas bien abiertas y el torso inclinado hacia adelante inició 
el golpear rítmico del brazo armado sobre la maleza tupida que 
se entrelazaba a sus pies. El machete se alzaba y descendía en 
movimientos regulares y precisos. Uno desde la izquierda, otro 
desde la derecha… Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos…. «Dos pesos», le 
había dicho a la mujer y, para evitar todo regateo,reafirmó: «Ni 
un centavo menos». Pero ella dijo, simplemente: «Está bien», y le 
volvió la espalda. Dos pesos era un buen precio por aquel trabajo. 
Aunque era preciso desmontar primero, desyerbar después, 
y, finalmente, amontonar el desbrozo para facilitar su quema 
cuando se secara, no le tomaría más de tres horas realizarlo todo. 
Podría estar llegando al rancho alrededor de las tres. Aquel día 
se comería tarde, pero se comería… La culpa no sería de él esta 
vez. Había salido casi de madrugada, dejando atrás los gritos de 
los niños. Con el machete en la mano fue ofreciendo su trabajo 
de casa en casa a lo largo de la carretera, pero hasta las doce 
no había encontrado nada que hacer. Valió la pena, sin embargo, 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
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esperar hasta entonces: dos pesos en tres horas estaban más 
que bien, sobre todo en esta época de paro. En tiempos de zafra 
siempre había el recurso de ofrecerse a última hora a los blancos 
del Ingenio, pero en este tiempo muerto se necesitaba mucha 
suerte para ganarse dos pesos tan fácilmente… Y la mujer no había 
regateado. Tal vez hubiera podido pedirle un poco más… 
E E E 
Cirilo Villamán mordió la colilla apagada del cigarro y lo trasladó 
de uno a otro extremo de la boca con un movimiento lateral de 
los labios fruncidos. Estaba sentado en un cajón, ocupando uno 
de los cuatro lados de la improvisada mesa de dominó. Sobre la 
tosca tabla colocada horizontalmente sobre un barril, las fichas 
formaban una letra L negra, punteada de blanco. Mientras 
chupaba maquinalmente el cigarro sin lumbre, Cirilo colocó 
ruidosamente –casi con rabia– una pieza en el extremo de la hilera 
que se extendía sobre la mesa… «Cuadré a cinco», se dijo. «Hay 
cuatro cincos en juego. Yo tengo el doble, pero mi frente salió 
a cinco y dio después otro: debe tener por lo menos uno más. 
Aunque me maten el doble, le doy un pase a este de mi derecha y 
le abro juego al frente…» 
Estaban en el patio de la bodega, protegidos del sol por el 
ramaje tupido del mango que extendía su follaje sobre las cuatro 
cabezas inclinadas hacia la mesa de juego. Las tardes de los lunes 
eran de poco movimiento en el negocio y para Cirilo constituía 
ya una costumbre llenar aquellas horas muertas organizando la 
mesa de dominó. Aparte del hecho de que tres de los tercios eran 
siempre los mismos, otra circunstancia jamás variaba en aquellas 
sesiones: el bodeguero y su frente ganaban siempre, porque Cirilo 
Villamán no era hombre que dejara las cosas al azar… 
E E E 
 «Es la primera vez que se equivoca», pensaba Pedro Valbuena 
en tanto se dirigía a la parada de autobuses. Tres años recibiendo 
su sueldo cada mes a través de aquella rejilla, y era hoy cuando 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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comprobaba el primer error… Pero, ¿por qué no había devuelto 
los dos pesos, como fue su primera intención? A Pedro le gustaba 
analizar sus propios actos y sentimientos, y ninguna ocasión más 
indicada para hacerlo que aquellos largos recorridos en el autobús 
que lo transportaba diariamente desde la fábrica hasta su casa de 
las afueras de la ciudad… Aunque su primer impulso había sido 
devolver el dinero, algo le impidió llevar a cabo su propósito. Fue 
como si una fuerza extraña hubiese detenido su ademán. Pero él 
sabía que ningún acto humano se produce por sí solo; que aún 
los que aparentan ser más impulsivos, tienen una causa oculta 
que puede siempre descubrirse. Y nada le placía más a Pedro que 
hallar esa razón de ser escondida y misteriosa… Evidentemente, ni 
el cajero ni ningún otro de los presentes se había percatado de lo 
sucedido. 
Nadie tampoco observó su gesto trunco al acercarse de 
nuevo a la ventanilla. Ninguna persona podía pues acusarlo 
de haber dispuesto de aquellos dos pesos… Pedro se sonrió 
imperceptiblemente: aquella impunidad le proporcionaba una 
sensación de íntimo bienestar… Cuando se comprobara la falta 
del dinero, se movilizaría todo el departamento de contabilidad 
de la fábrica. Se revisarían una y otra vez las nóminas. Se contaría 
y recontaría el efectivo en caja. Tal vez fuera necesario trabajar 
hasta de noche… Cerró los ojos y se acomodó mejor en el asiento 
del autobús, ampliando la sonrisa que jugueteaba en su rostro. 
Le pareció ver encendidas las bombillas de la oficina y a los 
empleados en camisa, sudorosos, inclinados sobre los libros y las 
máquinas de sumar, tratando inútilmente de descubrir el destino 
de aquellos dos pesos… 
E E E 
José Cambronal, en cuclillas bajo el sol inclemente que castigaba 
su espalda desnuda, se ensañaba contra la yerba crecida. Después 
de una hora de trabajo, había logrado avanzar hasta casi la mitad 
del terreno. Probablemente acabaría antes del término que se 
había fijado. El secreto era no parar ni un momento. Si lo hacía, 
el cansancio llegaba de golpe y le llenaba de dolores la espalda 
CRÓNICAS DE ALTOCERRO
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y la cintura, agarrotándole los brazos. Pero mientras siguiera así, 
golpeando sin cesar con el machete, no sentía la fatiga, y le parecía 
que su brazo no era parte de su cuerpo, sino algo independiente 
que se movía por sí solo, como dotado de vida propia. Él mismo 
se sentía en este instante como una máquina movida por un 
impulso extraño a su voluntad, aunque a veces creía estar oyendo 
los gritos de los niños… Sus hijos tenían varias formas de llorar y 
José sabía distinguirlas muy bien unas de otras. Había los gritos 
de rabia, que eran agudos y largos como la sirena del Ingenio. 
Había los de dolor, más cortos y graves. Y había los otros, roncos, 
profundos, interminables: los gritos de hambre. José no podía oír 
estos últimos. Simplemente no podía. Esa madrugada lo habían 
despertado aquellos gritos. Comenzaron suavemente, como 
murmullos, se hincharon luego hasta ser como aullidos, y luego 
bajaron de nuevo hasta convertirse en una especie de estertor… 
No soportó mucho tiempo: se tiró del catre, se puso a oscuras el 
pantalón y la camisa, afiló brevemente el machete en la piedra de 
amolar, y salió a la carretera sin tomar siquiera un jarro de agua… 
E E E 
Con las manos abiertas y las palmas boca abajo sobre la mesa, 
Cirilo entremezclaba las fichas para iniciar una nueva partida. 
Habían ya jugado cinco y seguramente aquella sería la última para 
el infeliz que estaba sentado a su izquierda: ya no daba para más… 
A veinticinco centavos por partida, las ganancias sumarían un peso 
y medio. Claro que había que reducirlas a la mitad, porque la parte 
de Pepe había que reembolsársela después que el otro se fuera. 
Pero así y todo quedaban setenticinco centavos, que repartidos 
entre los tres tocarían a veinticinco por cabeza. No había estado 
mal la tarde. Cirilo se asombraba de que nadie hubiera ni siquiera 
sospechado del truco que empleaba en el juego. Y sin embargo lo 
hacía frente a las narices de todos. El sistema en sí era sencillísimo. 
Lo único necesario era cierta habilidad manual y mucha práctica. 
Él necesitó meses para dominarlo a la perfección. Todo estaba en 
la forma de voltear y colocar las fichas después de cada partida. 
Agrupándolas por pintas y mezclándolas con cuidado, sin separar 
VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN
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los grupos uno de otro. Cirilo sabía, al comenzar el juego, cómo 
estaba compuesta la mano de cada uno de los jugadores con un 
ochenta por ciento de exactitud. Con eso y una serie de señales 
secretas, cuidadosamente ensayadas, no se podía perder. Había 
practicado el sistema con su compadre Pepe y el muchacho que 
le ayudaba en la bodega, y para los tres aquella ya constituía 
una fuente regular de ganancias seguras. Cirilo clasificaba a los 
clientes en diferentes categorías, pero prefería trabajar al vicioso. 
Esta especie no le costaba esfuerzo alguno: ellos mismos se 
colocaban voluntariamente dentro de la trampa. Bastaba que se 
sentaran los tres a la mesa de juego. El tipo se acerca, se detiene 
tras uno de ellos y comienza por obenquear. Luego pide un lugar, 
y una vez allí, nada ni nadie es capaz de desprenderlo de la mesa 
hasta haberse dejado desplumar

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