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«El autor exhibe una prosa depurada que fl uye en cada cuento elaborado con la maestría de narrador exquisito. Son textos en que la acción está supeditada a la refl exión y al cálculo, a base de una escritura minuciosa y objetiva con po- cos detalles del entorno. La pericia de cuentista que conoce bien su ofi cio le permite no tomar partido frente a los hechos ni juzgar la conducta de sus personajes, y lo hace siempre con una admirable sabiduría hasta alcanzar el efecto sorpresa del desenlace fi nal. »Los cuentos de la colección reunida en Crónicas de Altocerro eluden lo folklórico, el dato pinto- resco, la anécdota fácil, para centrarse en los enigmas del comportamiento humano y las traiciones del subconsciente». José Alcántara Almánzar. Virgilio Díaz Grullón es uno de los más im- portantes exponentes de la cuentística domi- nicana. Nació en Santiago de los Caballeros en 1924, como hijo único de Ana Virginia Grullón y Virgilio Díaz Ordóñez, el notable escritor y diplomático oriundo de San Pedro de Macorís, y falleció en Santo Domingo en julio de 2001. Su primer libro de cuentos, Un día cualquiera (1958), recibió el Premio Nacional de Literatura. Publicó Crónicas de Altocerro (1966) y Más allá del espejo (1975); la novela corta Los algarrobos también sueñan (1977), que ganó el Premio de Novela de ese año, y un libro de memorias, Antinostalgia de una Era (1989). COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOS SERIE I. NARRATIVA Calle Caonabo esq. C/ Leonardo Da Vinci Urbanización Renacimiento Sector Mirador Sur Santo Domingo, República Dominicana. T: (809) 482.3797 www.isfodosu.edu.do Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña Otros títulos de esta colección: Cartas a Evelina Francisco E. Moscoso Puello Cuentos Cimarrones Sócrates Nolasco El montero Pedro Francisco Bonó Enriquillo Manuel de Jesús Galván Guanuma Federico García Godoy La fantasma de Higüey Francisco Javier Angulo Guridi La sangre Tulio Manuel Cestero Over Ramón Marrero Aristy Trementina, clerén y bongó Julio González Herrera C R Ó N IC A S D E A LT O C ER R O V IR G IL IO D ÍA Z G R U LL Ó N C R Ó N I CA S DE ALTO C E R R O VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN CLÁSICOS DOMINICANOS COLECCIÓN DEL INSTITUTO SUPERIOR DE FORMACIÓN DOCENTE SALOMÉ UREÑA SERIE I. NARRATIVA C R Ó N I CA S DE ALTOCE R R O CUENTOS JUNTA DIRECTIVA Andrés Navarro Ministro de Educación Denia Burgos Viceministra de Asuntos Técnicos Pedagógicos, Ministerio de Educación Carmen Sánchez Directora General de Currículo, Ministerio de Educación Andrés de las Mercedes Director Ejecutivo del Instituto Nacional de Formación y Capacitación del Magisterio (INAFOCAM) Eduardo Hidalgo Presidente de la Asociación Dominicana de Profesores (ADP) Altagracia López, Ramón Flores, Manuel Cabrera, Miguel Lama, Magdalena Lizardo, Radhamés Mejía, Rafael Emilio Yunén, Ramón Morrison, José Rafael Lantigua y Juan Tomás Tavares, Miembros Julio Sánchez Maríñez Rector AUTORIDADES ACADÉMICAS Julio Sánchez Maríñez Rector Rosa Kranwinkel Aquino Vicerrectora Académica Andrea Paz Vicerrectora de Investigación y Postgrado Marcos Vega Gil Vicerrector Ejecutivo, Recinto Félix Evaristo Mejía Mercedes Carrasco Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Juan Vicente Moscoso Franco Ventura Vicerrector Ejecutivo, Recinto Luis Napoleón Núñez Molina Jorge Sención Vicerrector Ejecutivo, Recinto Urania Montás Ana Julia Suriel Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Emilio Prud’Homme Cristina Rivas Vicerrectora Ejecutiva, Recinto Eugenio María de Hostos Jorge Adalberto Martínez Director de la Escuela de Directores Anexis Figuereo Representante del Profesorado Braulio de los Santos Representante de los Directores Académicos Fidencio Fabián Director de Planificación Raquel Pérez Directora Administrativa Financiera Jeremías Pimentel Representante Estudiantil PRÓLOGO DE JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN C R Ó N I CA S DE ALTOCE R R O CUENTOS CRÓNICAS DE ALTOCERRO | Virgilio Díaz Grullón COLECCIÓN CLÁSICOS DOMINICANOS, Serie I. Narrativa. Dirección general Julio Sánchez Maríñez, Rector Coordinación Yulendys Jorge, Directora de Comunicaciones Dirección editorial Margarita Marmolejos V. Diseño de interiores Ana Zadya Gerardino Diagramación y portada Julissa Ivor Medina Corrección Thelma Arvelo, Janet Canals, Vilma Martínez y Apolinar Liz ISBN 978-9945-8972-8-9 Para esta edición: © Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización. Impreso en los talleres gráficos de Editora Búho, Santo Domingo, República Dominicana, 2018. P R E S E N T A C I Ó N 7 E l Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña, ISFODOSU, tiene como misión fundamental formar profesionales de la educación y, como visión es- tratégica, constituirse en la institución de referencia de la formación docente en República Dominicana, compromiso que impone la asunción de amplias responsabilidades y retos en su quehacer educativo. En ese marco se inscribe la iniciativa de publicar colec- ciones editoriales que recojan obras de gran importancia literaria, histórica o académica, para ponerlas a disposición de los docentes en formación y en ejercicio y, en general, de toda la ciudadanía. Así, estas colecciones incluirán obras que forman parte del patrimonio intelectual y cultural dominicano, y es nuestro mayor interés facilitar y fomentar su conocimiento y disfrute. Con esta primera colección, «Clásicos Dominicanos. Serie I. Narrativa», se inicia nuestra labor editorial sis- temática, a la que esperamos dar sostenibilidad con la publicación de otras colecciones que, como esta, contribu- yan a una mejor formación de nuestros futuros docentes, del magisterio nacional y de una población lectora cada vez más esforzada en el conocimiento de su cultura y su historia y en su desarrollo intelectual. Los títulos de esta primera colección son tan relevantes como lo fueron sus autores y tan trascendentales como lo es su permanencia en el tiempo: El montero, de Pedro Francisco JULIO SÁNCHEZ MARÍÑEZ | PRESENTACIÓN 8 Bonó; Over, de Ramón Marrero Aristy; Cuentos Cimarrones, de Sócrates Nolasco; Cartas a Evelina, de Francisco E. Moscoso Puello; Crónicas de Altocerro, de Virgilio Díaz Grullón; La fantasma de Higüey, de Francisco Javier Angulo Guridi; Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván; La sangre, de Tulio Manuel Cestero; Trementina, clerén y bongó, de Julio González Herrera; y Guanuma, de Federico García Godoy. Para seleccionar estas obras agradecemos la valiosa cooperación de Mu-Kien Sang Ben, presidente de la Academia Dominicana de la Historia; Bruno Rosario Candelier, presidente de la Academia Dominicana de la Lengua y Rafael Peralta Romero, miembro; Dennis Simó, director ejecutivo de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos; Remigio García y Raymundo González, de la Dirección General de Currículo del Ministerio de Educación; Pablo Mella, Ruth Nolasco y María José Rincón, asesores del Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña, y esta última miembro de la Academia Dominicana de la Lengua. En honor a esos excelentes autores y sus obras elegidas, hemos querido contar como prologuistas con diez reputadas firmas de intelectuales y escritores dominicanos: José Alcántara Almánzar, Soledad Álvarez, Roberto Cassá, Ruth Nolasco, Raymundo González, Miguel Ángel Fornerín, José Rafael Lantigua, Mu-Kien Sang Ben, José Mármol y Jochy Herrera, quienes con entusiasmo y absoluta disposición aceptaron ser parte de este esfuerzo editorial del Instituto, por la conservación, difusión, enriquecimiento y desarrollo del patrimonio intelectual y cultural de la sociedad dominicana. Julio Sánchez Maríñez Rector P R Ó L O G O 9 En la trayectoria del cuento dominicano contemporá- neo, Virgilio Díaz Grullón (1924-2001) ocupa un lugar cimero que alcanzó con una obra breve pero ejemplar, integrada por tres libros: Un día cualquiera (1958), Crónicas de Altocerro (1966) y Másallá del espejo (1975). Publicó ade- más una novela corta, Los algarrobos también sueñan (1977) y un libro de memorias, Antinostalgia de una Era (1989). Pero de todo lo que dio a conocer, siempre a largos intervalos, son sus cuentos los que le han ganado un lugar de primer orden entre los narradores del siglo pasado, debido ante todo a la excelencia de su prosa, en la que no hay fisuras ni caídas y que parece labrada por un artífice de la palabra. Asimismo, por su creación de personajes urbanos durante un período con muchos rasgos aldeanos, pues aunque no fue pionero en incursionar en las palpitaciones de la ciudad, sí fue un consistente buceador en la mentalidad y prácticas de la gente de las urbes. De igual modo, por trascender cierto realismo al uso, para conformar un mundo propio en el que exploraba la psicología de los personajes y, más tarde, atravesaba las fronteras de la realidad real para sumergirse de lleno en las aguas de la fantasía. Al revisar la biografía de Díaz Grullón se advierte, como muchas veces ocurre con escritores de valía de cualquier latitud y época, que su existencia transcurrió entre ocu- paciones y actividades muy alejadas del quehacer literario, y sin embargo su vocación de escritor finalmente se JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO 10 impuso a cualquier otro reclamo. Era hijo único del notable escritor y diplomático petromacorisano Virgilio Díaz Ordóñez, «Ligio Vizardi» (1895-1968) y de la señora Ana Virginia Grullón, que falleció cuando todavía su hijo era un niño de pocos años, hecho que iba a marcarlo y se reflejaría de manera obstinada en su narrativa («El pequeño culpable», «El reloj»). Díaz Grullón hizo estudios primarios y de bachillerato en Santiago de los Caballeros, de donde era oriunda su madre, y en 1946 obtuvo el título de Doctor en Derecho en la Universidad de Santo Domingo. Aunque en su mocedad participó activamente en Juventud Democrática, movimiento contestatario frente al régimen de Rafael Leónidas Trujillo Molina (1891-1961), el hecho de ser hijo de un prominente funcionario y diplomático activo que siempre lo protegió fue un factor que lo salvó de caer en las garras de la dictadura, pese a que muy pronto nuestro autor se vio inmerso en labores burocráticas que desempeñó durante décadas, incluso, como cruel paradoja, en el mismo Palacio Nacional, donde su despacho estaba muy próximo al del tirano, según ha contado él mismo, con cierto humor negro, en sus memorias. Nuestro autor desempeñó, entre otros, los cargos de Secretario de la Presidencia, subsecretario de Estado en varias dependencias (Educación, Finanzas, Previsión Social y Trabajo), alto funcionario del Banco Central de la República Dominicana y el Banco Interamericano de Desarrollo, lo que le permitió vivir casi un decenio en Washington, D.C., junto a su esposa, la pianista y educadora Aída Bonnelly de Díaz (1926-2013), y los hijos de la pareja, Victoria Amelia y Virgilio Arturo. A su regreso definitivo al país fue Secretario del Banco Central de la República Dominicana, y asesor de la Compañía Financiera Dominicana. Díaz Grullón fue un escritor tardío, a juzgar por la fecha de apa- rición de su primer libro, Un día cualquiera, es decir, cuando tenía treinta y cuatro años de edad. Pero desde el inicio, su obra narrativa reveló un equilibro formal y una madurez expresiva poco comunes CRÓNICAS DE ALTOCERRO 11 en un autor primerizo, lo cual indica no solo una esmerada formación literaria sino un cuidadoso trabajo de escritura de larga incubación. Publicado ocho años después de su primer libro, Crónicas de Altocerro confirmó su dominio del género, al mismo tiempo que ampliaba el alcance temático de su obra. El nombre del sector que sirve de título al libro, de acuerdo con el periodista y crítico literario Carlos Curiel, autor del prólogo de la primera edición de la obra, es «un poblacho creado por la imaginación del autor». Curiosamente, Cerro Alto es el sector de Jarabacoa donde el autor y su esposa edificaron una casa de descanso que disfrutaron muchos años, adonde acudían amigos e importantes personalidades de la vida cultural, la cual todavía permanece allí, solo en ocasiones visitada por los descendientes, pero aún habitada por muebles y enseres, cuadros, libros, un piano de pared tal como lo dejó su dueña, partituras, bustos de la pareja, fotogra- fías y otros recuerdos elocuentes de tantas ilusiones compartidas. En Crónicas de Altocerro, el autor exhibe una prosa depurada que fluye en cada cuento elaborado con la maestría de narrador exquisito. Son textos en que la acción está supeditada a la reflexión y al cálculo, a base de una escritura minuciosa y objetiva con pocos detalles del entorno. La pericia de cuentista que conoce bien su oficio le permite no tomar partido frente a los hechos ni juzgar la conducta de sus personajes, y lo hace siempre con una admirable sabiduría hasta alcanzar el efecto sorpresa del desenlace final. Los cuentos de la colección reunida en Crónicas de Altocerro eluden lo folklórico, el dato pintoresco, la anécdota fácil, para centrarse en los enigmas del comportamiento humano y las traiciones del subconsciente. Los sueños, las pesadillas, las frustraciones, la fantasía –esa otra cara de la realidad–, el humor negro («Crónica policial»), son motores poderosos que impulsan las acciones de los personajes. Algunos estudiosos y críticos de la obra de Díaz Grullón han hablado del «cuento antiheroico», el «hombre acorralado» (Héctor JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO 12 Incháustegui Cabral), la «pasividad emocional» de los personajes (María del Carmen Prosdocimi de Rivera), la «ahistoricidad» o «atemporalidad» de sus ficciones (Pedro Vergés), la «exploración de la siquis humana» (Soledad Álvarez), e incluso el estado de «muerte en vida, el tedio de una existencia sin lugar para la invención ni la rebeldía» (Ángela Hernández). Es en parte por estas razones que se ha mencionado la influencia de Franz Kafka (1883-1924) en la narrativa de Díaz Grullón («El corcho sobre el río»). Por ejemplo, en el cuento «Edipo», la opresión paterna constituye el rasgo característico; es la kafkiana pesadilla de un hijo al evocar el pasado cuando va camino al cementerio donde sepultan a su padre. En otro cuento, Luis Almovar, personaje de «El corcho sobre el río», posee el mismo perfil kafkiano de los protagonistas de Díaz Grullón: son pasivos, taciturnos, seres sin voluntad a quienes el destino les juega una mala pasada. El crimen de su amante Laura Vindaya, que tanto había rumiado Almovar, se convierte para él en un bumerán cuando ella se suicida. En materia de comparaciones, y llevando las cosas a los extremos, sería también posible establecer cierto parentesco entre las ficciones de Díaz Grullón y las novelas del escritor dublinés Samuel Beckett (1906-1989), figura clave del teatro del absurdo, cuyos personajes se caracterizan por la inmovilidad y el abatimiento. En «Círculo», uno de sus cuentos emblemáticos, todo transcurre en el inexplicable y misterioso ámbito del sueño. La realidad, por más absurda que parezca, se despliega sin contradicciones en el aseo matinal de un personaje ordenado y ascético, ritualista, cuya vida solitaria y vacía gira sin cesar, volviendo siempre al inicio, como una serpiente que se muerde la cola. En «Más allá del espejo», otro cuento magistral, el protagonista traspasa el espejo con la mano y encuentra del otro lado una realidad desconocida e inconmensurable a la que decide acceder, lanzándose en busca de lo que llama su ‘destino’, algo desconocido que le atemoriza y al mismo tiempo le atrae. CRÓNICAS DE ALTOCERRO 13 Los personajes de Díaz Grullón por lo general son enigmáticos, solitarios, impenetrables, con un secreto a cuestas («Un epitafio para don Justo»). Pero también pueden ser transgresores poten- ciales o imaginarios («Dos pesos para Cirilo»). El protagonista de «Retorno» sufre de amnesia y cada ‘rapto’ o ausenciade memoria se hace mayor para desembocar en un regreso a la niñez. Pre- cisamente el retorno al paraíso perdido de la infancia simboliza la recuperación de un mundo seguro, a salvo de amenazas, lejos del vacío y la frustración de la vida adulta. Lo mismo ocurre en «La campana rota», cuento lleno de nostalgia por las bondades del mundo infantil, cuando el protagonista regresa al colegio de su niñez e intenta tocar una campana inservible. En Crónicas de Altocerro hay cuentos en los que su autor aborda situaciones que escapan a la dimensión meramente psicológica o fantástica, para centrarse en lo político-social, como ocurre en «A través del muro», donde asistimos al drama de un guerrillero muerto de sed en busca de alivio y el contraste con la campesina inmersa en su faena ante el pilón. Aquí se reitera la incomunicación que se levanta cual muro infranqueable entre dos seres pertenecientes a mundos distintos, pero unidos por la inseguridad. La tragedia se presenta como un cruel colofón de la historia. Por otro lado, en «Matar un ratón», el foco apunta a las tensiones de la opresión matrimonial, en que la víctima es un hombre casado con una mujer intolerante con su suegra, situación que genera en él un deseo de zafarse de la asfixia conyugal. La narrativa conjunta de Virgilio Díaz Grullón figura desde hace muchos años, por su excelencia formal y sus valores estéticos, entre las obras clásicas de la literatura dominicana contemporánea que aspiramos sea leída con fervor por las presentes y futuras generaciones. José Alcántara Almánzar Santo Domingo, 15 de enero de 2018 JOSÉ ALCÁNTARA ALMÁNZAR | PRÓLOGO 14 Bibliografía esencial de Virgilio Díaz Grullón Un día cualquiera. Ciudad Trujillo, Editorial Librería Dominicana, 1958. Crónicas de Altocerro. Santo Domingo, Colección Pensamiento Dominicano, 1996. Más allá del espejo. Santo Domingo, Editora Taller, 1975. Los algarrobos también sueñan. Santo Domingo, Editora Taller, 1977. Antinostalgia de una Era. Santo Domingo, Fundación Cultural Dominicana, 1989. De niños, hombres y fantasmas. Santo Domingo, 1981. Textos escogidos. Santo Domingo, Biblioteca Dominicana Básica, 1994. Antología personal. Santo Domingo, Ediciones La Ceiba, 1998. Escritos inéditos. Santo Domingo, Rodolfo Coiscou Weber, 1997. Cuentos completos. Editora Cole, 2002. Comentarios, estudios críticos y prólogos sobre la obra de Virgilio Díaz Grullón Alcántara Almánzar, José «A manera de prólogo» a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo Domingo, Alfa & Omega, 1994. ____. «El testimonio de un cuentista». Antinostalgia de una Era. Santo Domingo, Fundación Cultural Dominicana, 1989. Álvarez, Soledad, «Los cuentos circulares de Virgilio Díaz Grullón», en Antología personal. Santo Domingo, Ediciones La Ceiba & Felipe Gil y Asociados, 1998. Bosch, Juan, «A manera de prólogo» a la 2da. Edición de De niños, hombres y fantasmas. Santo Domingo, Editora Taller, 1982. Curiel, Carlos, «Prólogo» a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo Domingo, Colección Pensamiento Dominicano, 1966. Hernández, Ángela, Estudio preliminar a Cuentos completos. Santo Domingo, Editora Cole, 2002. Incháustegui Cabral, Héctor, «La mancha en el lavabo», en De literatura dominicana siglo veinte. Santiago, UCMM, julio de 1968, Santo Domingo, Amigo del Hogar, 1969. Prosdocimi de Rivera, María del Carmen, «Apuntes sobre un narrador dominicano». En Los algarrobos también sueñan. Santo Domingo, Editora Taller, 1977. Vergés, Pedro, «Prólogo a Textos escogidos». Santo Domingo, Biblioteca Dominicana Básica, 1994. P R E F A C I O (Prólogo a la primera edición) 15 L a circunstancia de que el autor de estos cuentos, que la Colección Pensamiento Dominicano recoge en una primera antología –prosiguiendo así una ejemplarísima labor de allegamiento de las más representativas obras del quehacer literario de nuestro pueblo– me haya escogido para pergeñar estas palabras de presentación, obedece, por una parte, a motivos sentimentales, habida cuenta de los nexos de compañerismo y de afinidad intelectual que nos ligan desde los años de la adolescencia; y por otra, en razón de que antes de darse a la imprenta su primer libro Un día cualquiera1, me tocó la delicada misión de fungir de «lector de sondeo» frente a las dubitaciones del autor, nacidas de su acendrada honestidad intelectual, antes de aventurarse, nuevo Jasón, en el oleaje de opiniones encontradas que agita ese proceloso mar que forma el público de los lectores. Lejos de mí la pretensión de hacer obra de enjuiciamiento crítico en estas breves líneas. Estimo justificada mi misión con señalar el hecho de que tan pronto concluí la lectura de aquellos primeros cuentos, encarecí a Virgilio Díaz Grullón desechar todo escrúpulo y apresurarse a publicarlos para enriquecimiento de nuestra moderna literatura en un género calificado con frecuencia como uno de los más difíciles. 1 Un día cualquiera, editado por la Librería Dominicana en 1958. CARLOS CURIEL | PREFACIO 16 La acogida altamente favorable que obtuvo ese primer volumen de cuentos –no solo en los círculos literarios del país, sino del Hemisferio, incluso entre lectores de habla inglesa a través de traducciones– justificaron con creces mis recomendaciones y ratificaron mi fe en el talento y la capacidad creadora de su autor. Insisto en que la labor de crítica literaria me aterra. Particular- mente si esta reviste las características del «Sherlockholmismo» crítico, en el sentido de practicar la vivisección de la obra objeto de enjuiciamiento, rastrear sus antecedentes, determinar su mayor o menor ajustamiento a las llamadas «reglas del género», indagar posibles simbolismos en los personajes y descubrir recónditas conexiones entre las motivaciones de estos y la propia psique de su creador. Ante las expresiones artísticas, mi actitud suele ser la del gozador receptivo dispuesto a ser arrastrado al orbe mágico que recrea la obra de arte; claro está, cuando la misma posea la virtud de suscitar ese milagro, siempre maravilloso, de identificación entre el creador y el gozador. Frente a un cuadro, un poema, una sinfonía, una pieza de teatro, una novela o un cuento, persigo de inmediato esa sensación de plenitud, de entrega total, de deleitosa incursión en una «terra incógnita». En suma, a mi entender, el hermetismo, la incomunicación, constituyen pecados mortales en toda obra de arte. Con la obra de Díaz Grullón surge en nuestro ámbito literario un auténtico cuentista dominicano. La yuxtaposición de estos dos conceptos –cuentista y dominicano– ofrece la oportunidad para reiterar consideraciones –que en modo alguno pretenden ser originales– acerca del llamado cuento dominicano. A partir del florecimiento de las literaturas regionalistas en Hispanoamérica –ese formidable redescubrimiento del hombre americano que vive su drama en medio de la agresividad de su «hábitat», arrastrado por la vorágine de fuerzas sociales que le prestan estatura heroica a su doliente humanidad– los escritores CRÓNICA DE ALTOCERRO 17 dominicanos se suman a la corriente y se habla, cada vez con más insistencia, del cuento dominicano. Se asoma a nuestra literatura el medio rural cual trasfondo o escenario para la actuación como protagonista, agonista o antagonista de la figura del campesino, tanto como vale, peón, gavillero, cacique de facciones, capataz, hacendado, general de horca y cuchillo; esto es, como ingredientes de recio colorido para arrojar ese precipitado que es la expresión literaria de la más bronca esencia de la dominicanidad. Esto se explica por el hecho de que en nuestro país más del 70% de su población vive en el medio rural, en condiciones poco menos que infrahumanas, y su vinculación a la tierra, en una forma u otra, constituye el drama de su vida y, por tanto, el más inmediato y rico material para una elaboración cuentística o novelística de esencia nacional. Dentro del género del cuento, esta tendenciadominicanista y rural alcanza su culminación en la formidable obra de Juan Bosch, que por sus múltiples méritos ha prestado una dimensión continental –si no universal– al obscuro drama del hombre dominicano. Bosch es el gran cuentista dominicano. Y lo es porque en su talento se ligan indisolublemente una honda vivencia del escenario y una vital identificación con la psicología del hombre del agro. La aparición de su primer libro de cuentos Camino Real constituyó una revelación. Para los que entonces éramos muchachos, fervorosamente asomados a las nuevas corrientes literarias americanistas, la obra de Bosch sencillamente nos deslumbró. Allí estaba el hombre dominicano luchando a brazo partido frente a las adversidades. El héroe surgido de la gleba arrastrado ya por las fuerzas incontrolables de la naturaleza –inundaciones, sequías, epidemias– ya que por la vorágine de las luchas fratricidas o estrujado por el férreo puño del latifundismo feudal. Obra amarga y cargada de profunda compasión. CARLOS CURIEL | PREFACIO 18 Con el paso de los años, la obra primeriza de Bosch –desgarrada y palpitante– mantiene su vigencia como elocuente testimonio de una realidad social. Desgraciadamente –y esto es un juicio personalísimo– se reduce, con todos sus altos méritos literarios, a un testimonio. Vivimos en ella el drama desgarrador del hombre de nuestra tierra. Pero hay en esos cuentos un amargo acento de pesimismo. Su lectura deja, en estas alturas de los tiempos, un regusto de frustración. De antemano, se adivina que esa lucha, esa dura agonía en el sentido unamuniano, desembocará en una interrogante, cargada de sugerencias, cierto, pero también de un vago y anhelante sentimiento de insatisfacción como en aquel film de Chaplin cuando el héroe, cumplida su frustrada epopeya, se aleja, con su andar ridículamente patético, a lo largo de un desolado camino hasta perderse en un remoto punto de fuga que se esfuma para dar paso a la palabra «fin». Los cuentos de Díaz Grullón responden a las inquietudes de una generación posterior. El campo, el agro y sus problemas, siguen siendo la clave del destino nacional. Pero en ese lapso se ha producido también entre nosotros –como en otros pueblos latinoamericanos– el fenómeno del crecimiento extraordinario de los centros urbanos a expensas de la población rural. Junto al hombre de ciudad, ha aparecido el hombre que se desplaza del campo en busca de mejores condiciones de vida y aporta así una inédita nota de calor, no menos auténtica, en el paisaje humano de la ciudad. De este núcleo recién llegado, apenas sacudido de su agreste relente, se nutre la nueva clase obrera en las incipientes industrias, los pequeños empleados del tren burocrático –de primordial importancia en el equilibrio presupuestario de nuestros pueblos–, los modestos dependientes de pulperías, artesanos, buhoneros, pregoneros de billetes de la lotería nacional, et al. CRÓNICA DE ALTOCERRO 19 He aquí el nuevo tipo humano que sirve de material a los cuentos de Díaz Grullón, tan auténticamente dominicano como el de la extracción rural. Ahora bien, el drama del hombre dominicano reviste en este joven autor un acento menos epopéyico –en el sentido de enfrentamiento a la fuerza externa– que en sus antecesores. El drama del dominicano de la ciudad es de interioridad. Ya no es la inclemencia de la naturaleza, ni la fuerza coactiva del cacique de turno, ni la esterilidad del suelo, ni la incomunicación física. Se trata esta vez del trauma psíquico del hombre de ciudad o del hombre que vegeta en estas poblaciones que no alcanzan la categoría de ciudad, pero que han perdido el encanto parroquial y eglógico de las aldeas tradicionales. Varios de los cuentos de Díaz Grullón se desarrollan en un poblacho creado por su imaginación –Altocerro– pero en el que se descubren elementos tomados de la realidad de nuestro medio, de pura extracción vivencial. Se trata del escenario para el drama de ese nuevo tipo de dominicano, también frustrado, malogrado en su destino, anhelante de una nueva oportunidad, de un cauce a su vida que siente, en lo íntimo, llamada a un más alto destino. Hay también en estos cuentos un amargo sentido de frustración, pero en esa medida constituyen un retrato de un gran sector de nuestro pueblo. El autor no plantea soluciones a esas vidas frustradas. No es esa su misión. Pero, sin decirlo explícitamente, hay compasión y profunda simpatía, por esos seres y el anhelo latente de que alguna vez, al término de su ruta –aparentemente sin sentido– brille una luz de redención definitiva. Carlos Curiel* * Prólogo a Crónicas de Altocerro. Cuentos. Santo Domingo, Colección Pensamiento Dominicano, 1966. C R Ó N I CA S DE ALTOCE R R O CUENTOS 23 C Í R C U LO Soy un hombre ordenado. Extremadamente ordenado y cuida- doso. Tan pronto abro los ojos a las cinco en punto de cada mañana, inicio un sagrado ritual de movimientos precisos –siempre los mismos– que transportan mi cuerpo, desde la estrecha cama arrimada a la pared, hasta el oscuro cuarto de baño anexo a mi habitación, donde completo mi prolijo aseo personal. Veamos: emerjo suavemente del sueño y me encuentro a mí mismo acostado de espaldas, en el centro exacto del lecho, con las piernas juntas y estiradas y los brazos reposando en ambos lados del cuerpo, formando un ligero ángulo con el torso, pero absolutamente rectos, sin flexión alguna en el codo. Las manos, apoyadas por el dorso, mantienen los dedos ligeramente curvados hacia las palmas, en una suerte de crispación natural, desfallecida y estática. Mi cabeza se apoya en el medio de la almohada, y yo adivino junto a mis sienes los simétricos pliegues que provoca su peso en la tela blanca y tersa que la envuelve. Más allá del suave género de mi pijama de pálidos colores, observo mis pies sobresalir de la sábana cuidadosamente doblada que me envuelve tan solo las piernas y el vientre. Están allí, erguidos, gemelos, escrupulosa- mente limpios y cuidados. Los veo como si no me pertenecieran y alguien los hubiera puesto allí aprovechando mi sueño. Durante unos segundos, juego con esta idea absurda que se quiebra VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 24 bruscamente –como estalla una pompa de jabón– cuando, con movimiento ininterrumpido y certero, me incorporo, aparto la sábana con la mano izquierda, y giro sobre el coxis hasta sentarme en el lecho. Entonces los pies –prodigiosamente reconquistados por mi cuerpo– descansan suavemente en el suelo, junto a las pantuflas de cuero colocadas simétricamente delante de la cama. Sucede a ese instante preciso, un momento breve, pero intenso, de meditación y ensimismamiento. Coloco los codos sobre las rodillas y reposo la cabeza entre las manos. Me concentro, me absorbo en mi propio yo, y ahuyento de ese modo las postreras nieblas del sueño. Después de algunos segundos, ya estoy listo. Sacudo la cabeza, me calzo las pantuflas (sin ponerles las manos, con solo un doble movimiento de los pies) y doy los cinco pasos que me separan del cuarto de baño. Es esta una habitación estre- cha, asfixiante, mal ventilada y peor iluminada. Me he quejado sin éxito… He protestado de eso y de otras cosas que ahora no recuerdo. Cada vez que entro aquí me subleva y me irrita el recuerdo del poco caso que han hecho siempre a mis justas recla- maciones. Esta breve sensación de ira concentrada, es también parte del ritual sagrado de cada mañana. La desecho, no obstante, casi de inmediato, enciendo la bombilla y me dedico a la observa- ción del rostro que me devuelve el espejo incrustado en la pared sobre el lavabo. Frente amplia de pensador. Ojos negros, profundos, penetrantes. (Hay que cuidar, sin embargo, de ese atisbo de desconfianza que se trasluce en el girar nervioso de la pupila, y en esa tendencia a mirar de soslayo). Frunzo el ceño y me pongo a ensayar frente al espejo una mirada recta, fija y limpia sobre mí mismo. Me hago el propósito derepetir este ejercicio cinco veces por día, cinco minutos cada vez. Abro la boca y me examino detenidamente la lengua, extendida sobre el labio infe- rior. Bien. La escondo y recojo los labios, dejando al descubierto los dientes blancos, cuidados, sanos. Tomo el vaso metálico del pequeño escaparate y lo lleno de agua hasta tres cuartos de su capacidad. Lo coloco sobre el lavabo. Cojo el cepillo de dientes con la mano izquierda y el tubo de pasta dentrífica con la derecha, los reúno frente a mi rostro y vigilo atentamente que la presión de los dedos sea la justa para extraer un centímetro de pasta. CRÓNICAS DE ALTOCERRO 25 Arrastro el tubo sobre las cerdas del cepillo y allí queda la familiar sustancia blanquecina, prolijamente distribuida en la superficie raspante. Retiro un poco las manos de mi rostro y admiro por un buen tiempo la perfección de la obra (digna de un anuncio a todo color de una revista americana). Entonces inicio la operación de limpieza, con movimientos rítmicos, de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo. (Es preciso seguir las estrías naturales de los dientes… lavárselos tres veces por día… el cepillo no debe hume- decerse… Son cinco pesos la consulta…). De arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba. Lentamente, lentamente… Una, dos, tres veces, hasta contar quince. Al principio el brazo se me cansaba extraordinariamente. Ya no. Ahora resulta algo más bien divertido… (cuatro, cinco, seis, siete)… Aunque a veces siente uno la tentación de cambiar la dirección y mover el cepillo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha… (ocho, nueve, diez, once)… O hacerlo girar en círculos, cada vez más estrechos y rápidos… (doce, trece, catorce y quince…). La boca tiene ahora un agradable frescor, pero es preciso enjuagarla, y ello también procura un goce especial. Abro la llave de agua y sumerjo en el chorro la punta del cepillo. Con el pulgar barro hasta el último vestigio de pasta sobrante, y luego observo las cerdas al trasluz de la pequeña ventana enrejada. No quedan trazas. Tomo el vaso de agua y bebo cuatro buches sucesivos arrojándolos cada vez sobre el lavabo. Coloco nuevamente vaso y cepillo en su lugar respectivo y realizo un nuevo examen de mi dentadura frente al espejo. Al bajar la vista, distingo junto al grifo, una mancha blancuzca, pequeña, pero deprimente, afrentosa, sobre la límpida superficie esmaltada. No quiero tocarla con las manos. Produzco nuevamente el chorro de agua, tomo un poco en el hueco de las manos juntas y lo dejo caer poco a poco sobre la pequeña mancha. No desaparece total- mente, aun cuando queda borrosa, invisible tal vez para otra mirada menos perspicaz. Vuelvo a insistir con el agua derramada desde arriba, aun sin tocar la desagradable mancha, pero esta no disminuye, más bien parece ahora crecer y tornarse más oscura. Miro a mi alrededor. Allá, doblada en dos sobre la pequeña mesita niquelada de medicinas, hay una toalla. Corro hacia ella, la tomo, vuelvo al lavabo y froto desesperadamente, una, dos, tres, más de VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 26 cien veces. Sudo copiosamente, pero no me atrevo a mirar los resultados de mi labor. Al fin, el cansancio me paraliza los brazos y me obliga a detener la faena. Tiemblo. Dejo caer lentamente la toalla… ¡Está horriblemente sucia! La arrojo con asco lejos de mí y miro con horror la mancha del lavabo agrandándose cada vez más. Ya no es blanca, sino roja y mana como una herida abierta… ¡Es sangre, Dios mío!… No necesito más, huyo hacia mi habitación y cierro con violencia la puerta tras de mí. Me apoyo jadeante sobre ella. Presiento que aquella sustancia sanguinolenta que mana sin cesar del lavabo terminará por inundar el cuarto de baño e invadir después mi propia habitación. Me aseguro de que la puerta está herméticamente cerrada. Luego me separo de ella y busco ansiosamente algo con qué tapar los intersticios. ¡Dios mío! ¿Qué veo?… Toda mi precisa y ordenada personalidad parece estallar de repente. (Me habré equivocado de puerta otra vez…). No estoy en mi habitación, sino en el centro de una llanura inmensa que se comba en el horizonte infinitamente lejano, en una parodia absurda de la curvatura de la Tierra. Después de un primer momento de horrorizado estupor, comprendo que es preciso escapar de aquella espantosa soledad y refugiarme de nuevo en la seguridad de mi habitación que debe estar en alguna parte detrás de este páramo infinito. Elijo al azar la dirección que debo imprimir a mis pasos, e inicio la penosa marcha hacia el confín del mundo. Camino con rapidez. Corro casi, durante horas interminables, jadeante, conteniendo la respiración, con los ojos fijos en el horizonte desierto. El suelo es viscoso, resbaladizo, pero me mantengo en prodigioso equilibrio. De repente, un temor súbito me asalta. Estoy en el mismo lugar, y a pesar de mi sobre- humano esfuerzo no he logrado avanzar una sola pulgada. Sin dejar de mover las piernas, bajo la vista y compruebo, azorado, que el terreno se mueve hacia atrás a medida que voy mudando pasos, como si mi loca carrera siguiera la dirección inversa de una de esas escaleras automáticas de las tiendas de lujo. Comprendo que debo caminar en dirección contraria para aprovechar el movimiento del terreno. Doy vuelta e intento desandar el inexis- tente trayecto que creí haber recorrido. Mas, tan pronto lo hago, el gigantesco mecanismo subterráneo modifica a su vez la CRÓNICAS DE ALTOCERRO 27 dirección con un ruido atronador de sus engranajes invisibles y el terreno vuelve a correr en contra de mi marcha. Cambio dos veces más el curso de la ruta, y otras tantas vuelvo a ser víctima de la trágica jugarreta. En el último de mis bruscos virajes, doy un traspiés y caigo de bruces en el suelo. Compruebo que mientras permanezco inmóvil, la tierra tampoco se mueve. Después de un corto respiro de alivio, me incorporo lentamente, pero al intentar el primer paso, el ominoso estruendo me anuncia lo que sucedería de llevar a cabo mi propósito. Opto por permanecer inmóvil, acostado sobre el pecho, con la mirada prendida al horizonte inaccesible y el oído atento a los ruidos que podrán producirse bajo la tierra. El silencio es total, espantoso. Por un largo rato nada parece suceder, hasta que noto, con una súbita sensación de inmenso júbilo, que el final del mundo ha venido paso a paso acercándose hacia mí, y trayéndome en su confín mi anhelada habitación. Por unos segundos disfruto de ese engañoso espejismo. Luego, un inesperado ramalazo de angustia: soy yo quien se hunde inexorablemente en la materia viscosa que me rodea, súbitamente reblandecida y absorbente. Aterrorizado, miro mis piernas, desaparecidas ya bajo la tierra, y al ver sus muñones desolados, me siento de pronto víctima de la más espantosa de las mutilaciones. Puedo, sin embargo, con un supremo esfuerzo, rescatar mis miembros de la trágica trampa y rodarme a un lado en busca de algún apoyo más firme. Todo inútil: en el nuevo refugio, va hundiéndose mi brazo derecho y parte del pecho y la cadera. Agito brazos y piernas en una infeliz tentativa de nadar, pero cada nuevo intento ahonda más la fosa que me devora. En ese momento sobreviene la desesperación. Lloro amargamente, me agito con furia, profiero espantosos alaridos. Tengo ya totalmente paralizados piernas y torso, comprimidos hasta la desesperación por la masa asfixiante que los aprieta cada vez más. Sobre la superficie, tan solo los antebrazos y manos, los hombros y la cabeza, a punto de estallar de temor y desesperación, pero lúcida aún, con su precioso bagaje de facultades visuales y auditivas en angustiosa expectativa de alguna ayuda providencial. Y justamente en este preciso instante, la planta de mi pie izquierdo, de la que había perdido ya toda consciencia, parece renacer de VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 28 pronto: algo sólido –¡maravillosamente sólido!– permite que se asiente en un milagroso soporte. Afirmo todo el peso del cuerpo sobreeste sostén salvador, y asumo la postura ridícula de una estatua de Mercurio, con solo un punto de apoyo para su alado pie. Me aferro desesperadamente a una nueva esperanza: mi lenta absorción por aquella materia repugnante ha detenido su inexora- ble curso… Pero ahora el cielo se oscurece. Una mancha inmensa cubre el firmamento y me sumerge en la penumbra. Miro hacia arriba y veo un ave gigantesca cuyo tamaño inverosímil llena toda la comba celeste. El ave monstruosa agita sus negras alas en un veloz descenso sobre mi cabeza. Viene hacia mí directamente, mas, a medida que se acerca, por alguna razón absurda imposible de explicar, su tamaño se reduce cada vez más, y al posarse sobre mi frente no es ya más que una mosca pequeñita de nerviosas patas y alas inquietas y vivaces. El insecto recorre mi cabeza con carreritas cortas, produciéndome una desagradable picazón que se convierte al poco rato en escozor insoportable. La posición de los brazos, atrapados hasta el codo, me impide espantarla de un manotazo. Mi única posibilidad es alejarla con bruscos movimientos de la cabeza. Al intentarlo, compruebo que la materia en que estoy hundido ha fraguado y tiene ya la solidez del cemento. Esta nueva desventura trueca una vez más mi angustia en desesperación. Muevo la cabeza de uno a otro lado con ímpetu extraordinario, pero el maldito insecto no se aparta de mi frente. Después de un largo batallar, ceso de esforzarme para comprobar, horrorizado, que no puedo ya detener el movimiento y la cabeza continúa por sí sola el incesante bamboleo. Ahora mi cuello comienza ya a sufrir las consecuencias del prolongado esfuerzo, sobre todo cuando el cabeceo se transforma en un girar apresurado sobre el propio eje. Siento que mi cráneo gira como una pelota de goma a la que se hubiera impreso un movimiento de rotación con la punta de los dedos. Entonces oigo un leve crujido seguido de un fuerte dolor en la garganta. Después, una sensación de asfixia y la convicción de que el cuello se me retuerce como una tela húmeda escurrida por manos vigorosas. Por fin, un último desgarramiento definitivo, y mi pobre cabeza salta como un corcho y cae a mi lado después de producir el sonido característico de una botella de champagne CRÓNICAS DE ALTOCERRO 29 que se destapa… Está ahí, frente a mí, apoyada sobre la sien izquierda, con su frente pálida, sus mejillas sin afeitar, cubiertas de retorcidos pelos rojizos, sus cejas hirsutas y los ojos de córnea amarillenta ribeteada de rojo. Pero también están allí, junto a ella, mis manos crispadas, sobresaliendo apenas de la tierra endurecida en la que parecen sembradas, como dos plantas malditas. Y más allá aún mis hombros raquíticos, con la llaga purulenta, el círculo de carne y sangre, nervios y arterias cercenados donde una vez reposó mi cabeza. Están todos ahí, y yo los miro (¿desde dónde?) como si no me pertenecieran, y se tratara de objetos extraños encontrados al azar durante un paseo por el campo… Ahora comienzo a oír de nuevo el crujido de los goznes subterráneos. Los siento crecer bajo la tierra, y observo que el suelo se convierte poco a poco en un plano inclinado. Mi cabeza comienza a rodar sobre sí misma. El terreno que aprisiona mi cuerpo se agrieta súbitamente y mi tronco, con sus extremidades agitándose a su alrededor como tentáculos, se ve de pronto liberado, y principia a rodar en pos de mi cabeza, en una carrera que va acelerándose paulatinamente. Yo (pero, ¿dónde estoy yo, Dios mío?…) corro desesperadamente detrás de mis miembros. Tropiezo, caigo. Me levanto. Vuelvo a caer. La inclinación cada vez mayor del terreno me arrastra en vertiginoso descenso. Pierdo todo dominio de mis movimientos. Me siento en el vértice de una vorágine de objetos y ruidos girando a mi alrededor. Ahora voy acercándome a mi cuerpo decapitado. Lo alcanzo. Me posesiono de él. Me sumerjo más bien en su tibia armazón de huesos y tejidos. Sigo rodando hacia el abismo. Presiento que el final está cerca. Mi cabeza rueda un poco más adelante. Extiendo los brazos. Logro tocarla con la punta de los dedos, pero no puedo asirla. De pronto vislumbro una puerta cerrada. Contra ella choca mi cabeza y se detiene. La tomo cuidadosamente entre las manos. Me pongo en pie. La examino: está prodigiosamente intacta. Limpio sus mejillas, le arreglo un poco el pelo y la coloco sobre mis hombros. La hago girar a derecha e izquierda: bien. Abro la puerta. Penetro en el cuarto de baño. Me miro al espejo: perfecto. Salgo por la otra puerta. Llego al fin a mi habitación… Necesito descansar. Mi confortable lecho me espera acogedoramente. Me arrojo sobre él y cierro los ojos. VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 30 (¿Durante cuánto tiempo?…). Los abro de nuevo. Son las cinco en punto de la mañana y yo soy un hombre extremadamente ordenado y cuidadoso. Junto a mi cabeza, en la tela suave y fresca de la almohada, simétricos pliegues rodean mi amplia frente de pensador. En el extremo de la cama, mis dos pies gemelos sobre- salen de la sábana que abraza amorosamente mis piernas y mi vientre. Un ligero movimiento de rotación, con el coxis de punto de apoyo, y mis pies descansan sobre el suelo junto a las pantuflas de cuero. Allí, a solo cinco pasos de distancia, la puerta entreabierta de la pequeña y oscura estancia contigua, me promete deliciosas y refrescantes abluciones matinales. Me concentro en mí mismo, ahuyento los postreros vestigios del sueño, me calzo las pantuflas y marcho, lentamente hacia el cuarto de baño, optimista y sin memoria, ajeno por completo a la espantosa amenaza que me acecha tras su aspecto inocente y pueril. 31 E L C O R C H O S O B R E E L R Í O Apenas transcurrió ese espacio de tiempo –sin medida ni definición posibles–, que sucede al instante preciso de despertar, y durante el cual parece que recogemos los trozos dispersos de nuestra mente y los unimos con rapidez mágica para formar de golpe el rompecabezas de nuestro mundo consciente; tan pronto se sintió vivo una vez más, y recordó que se llamaba Luis Almovar, y se le reveló que justamente amanecía el día doce de julio, saltó de la cama y caminó con decisión hacia el lavabo que se levantaba en un rincón de la estancia. No fue sino después de haberse salpicado la cara con agua fresca, y mientras buscaba a tientas la toalla colgada a su lado, cuando reparó, al través de los ojos entrecerrados, en el sobre blanco que reposaba en el suelo, junto a la puerta cerrada de la habitación. Con el rostro húmedo todavía y la toalla entre las manos, se acercó a la carta, mirándola fijamente, como hipnotizado. Aún antes de levantarla del suelo y de que sus ojos de miope pudieran recorrer las letras menudas que se apiñaban en el sobre, supo que la carta era de Laura. Se arrodilló a su lado y, sin tocarla todavía, leyó su propio nombre en aquellos rasgos firmes y apretados que tanto conocía. Permaneció un rato inmóvil, y luego se sentó lentamente en el suelo, abrazadas las rodillas, con el mentón descansando sobre ellas. La carta debía estar allí desde la tarde VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 32 del día anterior, pero como él llegó después de anochecer y se acostó a oscuras, no la había notado. Un escalofrío le recorrió la espalda y lo forzó a apretar maquinalmente los brazos contra el cuerpo. Sintió que una breve lucha se libraba en su interior. De un lado, sentía el deseo casi irresistible de enterarse del contenido de la carta; pero, de otro, sabía que esto sería un error. Que no podía permitirse el lujo de enfrentarse una vez más con las mismas quejas y recriminaciones. Que debía evitar un nuevo encuentro con expresiones de dolor demasiado conocidas. En el fondo, tenía la certeza de que cuando se toma una decisión como la que él había adoptado, era preciso defenderla de toda contingencia, ampararla contra toda debilidad. Y allí, dentro de aquel sobre cerrado, se adivinaba la presencia de una trampa, de un llamado a la blandura y a la conmiseración…No, no iba a leerla. Por nada del mundo cometería esa equivocación… Y, además, había otra cosa: la carta era una prueba de una relación personal que él pretendía borrar sin dejar rastro. Las otras, las que había conservado hasta poco antes encerradas en el armario, habían sido cuidadosa y totalmente destruidas. Era preciso hacer lo mismo con aquel postrer vestigio del pasado. Sin vacilar un instante más, tomó el sobre cerrado, se incorporó, fue hasta el lavabo y lo rompió en trocitos menudos, dejándolos caer en el recipiente de loza. Luego abrió la llave del agua y observó atento hasta que el último pedazo de papel desapareció por el desagüe en un remolino vertiginoso de agua, papel y tinta emborronada. Su brusca decisión después de aquellos momentos de duda, pareció darle nuevos bríos. Se abalanzó casi sobre la ropa que permanecía doblada en la silla junto a la cama, y comenzó a vestirse rápidamente. No estaba asustado ni sentía temor alguno. Por el contrario, lo embargaba una grande, fría y decidida determinación. Había resuelto hacerlo y lo haría. Cuanto antes, mejor. El hecho de que aquel mismo día iba a preparar el escenario para asesinar, calculada y alevosamente, a un ser humano, no parecía afectarle mayormente. Si a Luis le hubieran preguntado en qué momento preciso había decidido matar a Laura Vindaya, no hubiera sabido responder. Pero, como es natural, nadie le había hecho aquella pregunta, CRÓNICAS DE ALTOCERRO 33 ni siquiera él se la había formulado a sí mismo. Hay cosas que no tienen fecha de nacimiento. Ideas cuyo origen es imposible determinar. Son algo vago, confuso, nebuloso, que de repente adquiere una naturaleza clara y definitiva. Pero cuando uno viene a tener conciencia de ello, ya la metamorfosis se ha consumado totalmente, y parece que siempre hemos pensado así; que desde el primer momento habíamos adoptado aquella determinación irrevocable. Conoció a Laura el mismo día de su llegada a Altocerro. Había aceptado el cargo de director de la escuelita rural a raíz de completar sus estudios de bachillerato, y se trasladó a aquella aldea enclavada en la Sierra como había realizado siempre todo acto de su existencia: dejándose arrastrar por la corriente de la vida, sin resistirse a los acontecimientos, como flota un corcho en la corriente del río. Alquiló un cuarto en el único hotel del pueblo y se entregó sin entusiasmo a la rutina diaria de la labor escolar. Su vida se impregnó de monotonía. Todas las mañanas se levantaba con el alba, desayunaba frugalmente y hacía a pie el recorrido hasta la escuela, distante tres kilómetros del poblado. A las ocho menos diez minutos, invariablemente, abría las puertas de madera y se sentaba en la silla de guano, tras de la mesa, en espera de los niños. Eran cuarentiséis, de edades que oscilaban entre siete y doce años y ni siquiera conocía sus nombres: les atribuyó un número a cada uno y con eso le bastaba. Las horas se extendían, elásticas, interminables, mientras repetía, sin mirar a su infantil auditorio, las mismas nociones elementales, primitivas, que vagamente recordaba haber oído muchos años antes en una voz apagada que sonaba como la suya y que, como ella, parecía rodar, sin tocarlas, por encima de las pequeñas cabezas que se amontonaban frente a la mesa, hasta perderse suavemente en la nada y el olvido. Laura era la única persona que compartía sus tareas. Oriunda de Altocerro, vivía a pocos pasos de la escuela y estaba encargada de la tanda vespertina. Al principio, no se sintió particularmente atraído hacia ella. Era una mujer madura, seca, que debía llevarle diez años cuando menos. Durante las primeras semanas sus VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 34 relaciones se limitaron al intercambio de un trivial «buenos días», cuando, al punto de las doce, ella entraba a la escuela para hacerse cargo del turno que le correspondía. Aún antes de que terminaran de llegar los nuevos alumnos, Luis partía de nuevo hacia el pueblo, desentendiéndose de todo hasta el día siguiente. Pero una vez volvió por la tarde, y la encontró cerrando la escuela, a la hora del crepúsculo. No se había propuesto llegar allí; había salido a pasear por la carretera para romper el aburrimiento de la tarde pueblerina, y sin quererlo expresamente, sus pasos lo condujeron maquinalmente hasta la escuela. Laura lo invitó a su casa a tomar una taza de café y él aceptó. Fue una visita corriente, durante ella solo hablaron de la escuela y de los niños y Luis partió al poco rato, sin sospechar las consecuencias futuras de aquel primer contacto inocente. Como se sentía solo en el hotel y nadie le interesaba especial- mente en el pueblo, poco a poco adquirió la costumbre de visitar a Laura por las tardes, y fue adentrándose sin notarlo en aquella vida aislada que se mustiaba sin quejas. Sus padres habían muerto cuando ella era aún niña y vivía desde entonces con su hermana mayor, solas las dos a partir del día en que su hermano más joven abandonó Altocerro en busca de más propicios horizontes. Laura no se había casado nunca y parecía no haber conocido jamás el amor. Y no fue precisamente amor lo que Luis pudo darle. La tomó por vez primera junto al río, una tarde triste de noviembre, sobre el lodo negruzco que bordeaba la orilla. Lo hizo sin pasión y casi sin deseo, como se realiza algo solo porque es inevitable. Y aunque después de aquel día sus citas fueron frecuentes, jamás le abandonaron el desgano y la indiferencia, y se limitó siempre a dejarse llevar, como siempre, por los acontecimientos. Ella, en cambio, pareció desarrollar una nueva personalidad. Su sensualidad dormida despertó con voracidad extraordinaria, como si quisiese recuperar con creces todo el tiempo perdido. No obstante desplegar la más sutil astucia para ocultar de todos su secreto, fue apoderándose de él, absorbiéndolo con requerimientos constantes y cada vez más apremiantes. Frente a la naturaleza pasiva, inerte, de Luis, su propia personalidad fue creciendo e imponiéndose cada vez CRÓNICAS DE ALTOCERRO 35 más sobre la debilidad apática del hombre. Fue una batalla ganada desde el principio, en la que el perdedor se sintió desde el primer momento como un insecto preso en una telaraña. Por acuerdo mutuo, habían decidido mantener en secreto sus amores, y cuando, durante las horas de trabajo, se encontraban en la escuela, se trataban con indiferente y lejana cortesía, sin dejar jamás traslucir frente a ojos extraños que sus relaciones fueran otras que aquel seco y frío intercambio de saludos y recomendaciones oficiales. De aquel modo transcurrieron los primeros meses y, para Luis, asimismo hubiese transcurrido la vida entera, de tal modo se recostó él en la muelle costumbre de la sensualidad satisfecha sin riesgos ni problemas. Pero un día, junto al río, en el lugar que se había convertido en habitual para sus encuentros, ella le dijo, después de un silencio, y sin mirarlo a los ojos: «Voy a tener un hijo». Al principio él no pareció entender lo que oía, pero cuando, segundos más tarde, aquello se abrió paso en su cerebro y pudo medir en toda su magnitud el sentido de aquella frase, sintió una profunda y violenta sacudida. Fue como despertar de un largo sueño. Una especie de rebeldía, de furia violenta contra sí mismo y aberración hacia la mujer, lo invadieron de súbito. Permaneció en silencio, reconcentrado, anonadado por la íntima convicción de que aquel juego placentero y fácil al que se había entregado ciegamente hasta ese momento, se trocaba de repente en algo peligroso, complicado, extraño a su propia naturaleza y a su personal filosofía de la vida. No expresó inconformidad alguna ni alteró en lo más mínimo su actitud reconcentrada y huraña, pero allí, en lo más recóndito, sintió nacer un odio profundo, desorbitado, inhumano, hacia aquella mujer y la extraña criatura que comenzaba a vivir dentro de su vientre. Ni el más ligero sentimiento, ni el más leve asomo depiedad fueron capaces de aminorar el odio feroz y el afán de destrucción que lo poseyeron desde aquel día. Sabía que era inútil proponerle a Laura la eliminación del hijo, porque presentía la irrevocable decisión de la madre de conservarlo a toda costa. Una sola idea centraba, pues, sus pensamientos: Laura tenía que morir. La debilidad del hombre, su incapacidad de luchar, fueron –por VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 36 paradójica razón–, el irresistible impulso que lo empujara a decidir y planear la muerte de su amante. Aceptar el nacimiento de aquel niño era aceptar además la permanencia de sus relaciones con la madre. Significaba asumir una responsabilidad perdurable, definitiva. Es decir, algo inconcebible, absurdo. «Antes de aquello, todo, incluso el crimen», se dijo desde el primer momento. La decisión fue informe y oscura, pero los detalles fueron completándose con el tiempo, durante sus largas horas de insomnio por las noches o, a veces, junto a la misma Laura, y mientras ella formulaba en voz alta planes para el futuro en los cuales él tenía irremisible participación. Porque seguían encontrándose, como antes, y solo cuando ya se acercaba la fecha escogida para actuar, dejó Luis de acudir a las citas junto al río. Lo hizo sin previo aviso y sin dar ninguna explicación… Entonces comenzaron las cartas. Las traía al hotel uno de los muchachos de la escuela. A veces llegaban tres el mismo día. Él las leía a solas en su habitación con rabia y desprecio que cada vez se hacían más intensos. En las dos semanas que duró la ofensiva epistolar, Luis estuvo a punto de adelantar la ejecución de sus planes, temiendo alguna imprudencia mayor. Pero ella no la cometió. No se presentó nunca en persona en el hotel, y las cartas, encerradas en los largos sobres de uso en la escuela, podían pasar como correspondencia oficial. Cuando, al fin, las cartas cesaron, Luis las quemó todas juntas, arrojando sus cenizas por el desagüe del lavabo, aliviado de no enfrentarse con la necesidad de actuar antes del 12 de julio, último día de clases. Y, precisamente el día 12, había encontrado aquella última carta que destruyó sin leer, con impulsivo instinto de preservar contra todo la ejecución exacta de su plan. Porque había dispuesto las cosas en sus menores detalles: cerraría la escuela, abandonaría el hotel diciendo que se iba de vacaciones, y partiría a caballo del pueblo, a la vista de todos. Por un atajo, y dando un rodeo, regresaría al día siguiente a casa de Laura, aprovechando la hora en que sabía que la encontraría sola. Fingiría una reconciliación y la llevaría al río, como de costumbre. Tendría buen cuidado de tomar de la casa alguna cuerda. Tal vez un cinturón de Laura; quizás el de la bata que usaba entre casa. Parecía suficientemente CRÓNICAS DE ALTOCERRO 37 fuerte… Igual que el mamón que crecía en la explanada cercana del río. Las ramas eran resistentes, sobre todo una, la más baja… Él lo sabía muy bien, porque había tenido el cuidado de compro- barlo personalmente… E E E Ya completamente vestido, Luis se detuvo frente al almanaque de propaganda comercial que constituía la única decoración de la estancia. Puso el dedo sobre el número doce, sonrió levemente, y caminó hacia la puerta. El agente de policía estaba justamente en el marco, llenando con su corpachón fornido casi todo el espacio entre el umbral y el dintel. Luis sintió que la sorpresa y el miedo lo paralizaban de súbito, y apenas escuchó la voz que le decía fríamente: –Acompáñeme, profesor. –¿Qué pasa?… –Solo atinó a balbucir, poniéndose mortalmente pálido. –Está usted preso, bajo sospecha de asesinato… Vamos pronto, que el sargento está esperándolo… Luis se apoyó en el marco de la puerta. –¿Asesinato?…–, exclamó mientras le parecía que todo se hundía a su alrededor. –La maestra apareció ahorcada esta mañana a la orilla del río… Descartamos el suicidio, porque no apareció ninguna carta… Lo tomó con firmeza del brazo, forzándolo a iniciar la marcha por el estrecho corredor. Mientras caminaba como un autómata, Luis revivió mentalmente su acción de destruir sin leer aquella última carta de Laura… A su lado, el policía continuaba hablando sin parar: –…el forense del Distrito no ha llegado todavía, pero estamos seguros de que la mujer estaba encinta… El sargento supo desde el primer momento que a quien había que buscar era el hombre que la deshonró… Llegaban ya a la puerta de la calle, y justamente allí, Luis tuvo su último gesto de rebeldía: –Pero, ¿por qué yo?… –preguntó parándose en seco y mirando a los ojos el rostro ceñudo del otro. Su acompañante era realmente locuaz: VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 38 –Hay testigos de que ustedes se encontraban por las tardes junto al río. Además –y esto es lo más grave–, alguien lo vio hace unos días colgándose con las manos de una rama del mamón que está en la orilla, como si probara su resistencia… De la misma rama, por cierto… No creo que se salve de esta, profesor… Al oírlo, con la cabeza baja y reiniciando lentamente la marcha, Luis sintió de repente que volvía a ser el mismo de antes: el que se dejaba arrastrar por los acontecimientos sin oponer resistencia, como un corcho que flota sobre el río. Y esa convicción le llegó junto con la visión confusa de innumerables trocitos de papel que resbalaban entre inmundicias por la corriente de agua de una cañería subterránea, que conducía inexorablemente hacia la nada la confesión de suicidio de Laura Vindaya. 39 E L P E Q U E Ñ O C U L PAB L E Hoy me dijo tía Clara que yo cumplía cuatro años. Ni Chacha ni papá me habían dicho nada. En casa nadie habla nunca de mi cumpleaños. A veces me llevan a algunas fiestas donde se reparten bizcochos y helados, pero siempre se trata de cumpleaños de otros niños, nunca del mío… Pasé casi toda la tarde en casa de tía Clara. Me gusta estar allí. Hay un patio grande con árboles muy altos. Sobre todo uno, con ramas fuertes y un tronco grueso, fácil de trepar. Me encaramé hasta casi la mitad. Había dos ramas cruzadas y me senté en ellas, como en una silla. Con la uña abrí una zanjita en la rama más gorda y salió una cosa blanca que parecía leche. Se me pusieron las manos pegajosas. Me las limpié con las hojas que arranqué de la otra rama. Eran verdes, del mismo color que la alfombra que está en la sala de casa. Sacándoles pedacitos a cada lado me fabriqué unas plumas y me las puse en la cabeza, como los indios… Pasé mucho rato subido en el árbol, y cuando Chacha salió al patio a buscarme, yo me quedé quietecito hasta que, después de dar algunas vueltas, alzó la cabeza y me vio… Chacha es difícil de engañar. Uno puede esconderse de ella, pero no por mucho tiempo. Me agrada estar con Chacha. Sabe contar cuentos e inventar juegos. Cuando salimos a pasear, me lleva de la mano. A mí no me importa que me coja de la mano dentro de la casa o en el patio de tía Clara, pero no me gusta que lo haga en la VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 40 calle. A veces yo halo la mano hacia abajo para soltarme, pero ella entonces me aprieta más fuerte. Una vez tropezó y cayó al suelo, pero yo no me reí. Se quedó en medio de la acera, con los ojos cerrados, sin hablar, y yo me senté a su lado y lloré mucho, como si hubiera sido yo quien se hubiera caído. Después se levantó y me apretó contra su pecho. Entonces fue ella quien lloró… Volvimos a casa despacito, porque caminaba cojeando… Chacha es quien viene cada mañana a sacarme de la cama. Mi cama es chiquita, con rejas de madera que en uno de los lados se bajan y suben. En cambio, la de papá no tiene rejas y es muy grande, tanto que él duerme en la mitad de ella solamente… Cuando Chacha llega por las mañanas yo estoy ya siempre despierto, pero me quedo tranquilito, sin llamar, porque me gusta estar bajo el calorcito de las sábanas y esperar hasta oír los pasos de Chacha por el pasillo. Cuando ella entra a la habitación, baja las rejas de la cama y me carga en sus brazos,y yo mantengo los ojos cerrados para hacerle creer que todavía estoy dormido y poder tener la cabeza recostada en su hombro… Chacha entonces me lleva al baño. El baño está junto a mi cuarto. Tiene mosaicos azules en el piso y las paredes. A mí me gusta tocarlos con las manos porque son suaves. Chacha me pone en el suelo y yo entonces abro los ojos y, como estoy descalzo, siento el frío del piso. Ella me lava los dientes con un cepillito que siempre está colgado de la pared, al lado de otro, más grande, que es el de papá… No me gusta que me laven los dientes, porque me hacen daño los pelitos del cepillo. Es como cuando viene abuelito del campo y me besa. Me gusta cuando llega abuelito, pero cada vez que me besa me pincha la cara… Abuelito tiene un bigote blanco. Se ríe fuerte y mucho. Me sienta sobre sus rodillas y me alborota los cabellos. Sé que le gusta estar conmigo, porque pasa en casa todo el tiempo que duran sus visitas a la ciudad. Tan pronto llega con su maleta negra, Chacha le cuelga una hamaca en la galería que solo se usa cuando él está en la casa. Allí se acuesta después de cada comida y me lleva con él. Extiende un brazo para que yo apoye la cabeza y comienza a hacerme preguntas y a reírse de lo que le respondo. Después se pone serio y me hace historias de reyes y guerreros. Por eso sé ya quiénes fueron Alejandro el Grande, Napoleón y Luis CRÓNICAS DE ALTOCERRO 41 Catorce. También me habla de otras cosas, pero yo prefiero que me cuente historias de guerras que pasaron hace mucho tiempo, como la de Troya, en la que había un caballo grande de madera con muchos soldados dentro… Cuando abuelito se va de nuevo al campo, yo me quedo muy solo y me siento triste, porque papá casi nunca está conmigo. Pasa todo el día fuera de casa y viene solo por las noches, a la hora en que Chacha me ha puesto ya el pijama y me está preparando para dormir. Entonces papá entra en mi cuarto y me besa en la frente, sin mirarme, y se va enseguida, sin decirme nada. Solo algunos domingos, por las tardes, me lleva a pasear y siempre vamos al mismo sitio. Es un lugar bonito, pero triste. Tiene unas paredes muy altas y adentro hay una especie de jardín con muchos árboles y flores. Aunque es más grande que el patio de tía Clara, a mí no me gusta estar allí, porque me asusta el silencio que hay, y las pocas personas que van hablan siempre en voz baja y están muy serias. Papá es el más serio de todos y pone una cara que me da miedo mirarla de tan triste que es… No estoy seguro, pero me parece que una vez lo vi llorar. Puede ser que me equivoque porque papá es muy grande para eso; pero una tarde estábamos frente a una cosa cuadrada de cemento del tamaño de una cama, que se levantaba de la tierra y tenía unas flores encima. Papá la miraba y la miraba, sin cansarse, hasta que al fin volvió la cara y se pasó la mano por los ojos. Después se dio vuelta y, sin hablar, se fue alejando. Yo le seguí detrás, pero él no me miró ni una sola vez hasta que llegamos a la casa… Esta tarde, después que volvimos de donde tía Clara, llegaron unas visitas. Al principio creí que habían venido por mi cumpleaños. Pero no era eso: todos eran grandes y estaban muy tristes. Abrazaban a papá y se sentaban en la sala muy serios, sin hablar… Chacha me sacó al patio y se quedó allí conmigo mientras duraron las visitas. Nos sentamos en la grama del jardincito que hay frente a la casa y jugamos con los soldaditos de plomo. Por la ventana oía a la gente en la sala hablar en voz baja. No entendía bien lo que decían, pero oí dos veces una palabra rara que no conocía. Creo que era aniversario, pero no estoy muy seguro. También oí la palabra parto y la palabra muerte. Yo sé lo que es la muerte; fue VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 42 lo que le pasó al perrito aquel cuando lo pisó un camión frente a la casa; pero nunca había oído aquello de muerte de parto. Cuando le pregunté a Chacha lo que quería decir, no quiso explicármelo… Y a mí me gusta saber las cosas, sobre todo cuando no quieren decírmelas. Es igual que cuando Chacha me esconde una cosa porque no quiere que juegue con ella. Entonces me dan más ganas de tenerla y la busco por toda la casa hasta encontrarla. Y mientras no la he encontrado me siento triste, y pienso siempre en eso y, por las noches, no puedo dormirme… Así haré con estas palabras. Le preguntaré a abuelito cuando vuelva y, si no me lo dice, se lo preguntaré a tía Clara. Y, si tampoco ella quiere explicármelo, se lo preguntaré al hombre que trae la leche por las mañanas y al que deja el periódico… Y así seguiré hasta averiguarlo, porque no hay nada en el mundo que yo quisiera saber más que eso… A quien no se lo preguntaré es a papá… No, a papá no… Quizás porque le tengo un poco de miedo, o quizás piense que se pondría más triste todavía… No, a él no se lo voy a preguntar; pero alguno de los otros me lo dirá y entonces yo me sentiré mejor, y volveré a jugar sin estar pensando siempre en eso, y estaré contento y, sobre todo, podré dormir tranquilo por las noches… 43 D O S P E S O S PARA C I R I LO Pedro Valbuena se detuvo frente a la ventanilla de la oficina de pagos y observó atento a través del enrejado cómo manipulaba el cajero los billetes crujientes, recién estrenados. Sin apartar la mirada un solo instante de las hábiles manos del hombre, admiró una vez más la destreza con que rompían el cintillo de papel y contaban con rapidez increíble los billetes amontonados, levan- tando los extremos con movimientos impecables de los dedos, nerviosos y ágiles. Como siempre, intentó seguir mentalmente el conteo vertiginoso, pero quedó rezagado ante la pericia del otro. Las manos prodigiosas ejecutaron dos movimientos casi simultáneos, y el fajo de billetes quedó aprisionado dentro de una cinta elástica que sonó ruidosamente al chocar contra el paquete. Un nuevo movimiento, y el resto de los billetes quedó al alcance de Pedro, en el espacio abierto que dejaba en su parte inferior la rejilla metálica. Con una leve sonrisa, lo retiró haciendo un impreciso gesto de conformidad: por nada del mundo habría confesado su incapacidad para realizar tan velozmente como el otro el conteo, y esperaría hasta desaparecer de su vista para comprobar si su sueldo estaba completo. Se retiró cuatro pasos y, protegido tras una columna, contó lentamente los billetes abriéndolos en abanico entre el pulgar y el índice… «Cinco de a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno»… VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 44 Seguramente había contado mal y volvió a hacerlo «Cinco de a Veinte, cuatro de a Diez y doce de a Uno… Doce de a Uno»… Sí. Le habían pagado dos pesos de más. Con movimiento impulsivo giró a su derecha y dio dos pasos hacia la ventanilla del pagador, pero se detuvo en seco antes de alcanzarla. Nadie le vio realizar aquel movimiento: el cajero conservaba la cabeza baja mientras ejecutaba sus manipulaciones habituales, y la larga fila de hombres por cobrar avanzaba lentamente, sin hacer caso de su presencia. Tras un breve instante de vacilación, Pedro se dirigió a la puerta de la fábrica con la mano derecha dentro del bolsillo del pantalón, cerrada con fuerza alrededor del pequeño fajo de billetes… E E E José Cambronal se despojó de la camisa y la colgó de uno de los postes que sostenían la alambrada de púas. Echó una ojeada sobre el terreno que debía desbrozar y calculó que habría trabajo para tres horas cuando menos. Se colocó las manos frente a la cara y escupió con fuerza sobre las palmas encallecidas; las frotó entre sí y empuñó el machete que recogió del suelo. Con las piernas bien abiertas y el torso inclinado hacia adelante inició el golpear rítmico del brazo armado sobre la maleza tupida que se entrelazaba a sus pies. El machete se alzaba y descendía en movimientos regulares y precisos. Uno desde la izquierda, otro desde la derecha… Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos…. «Dos pesos», le había dicho a la mujer y, para evitar todo regateo,reafirmó: «Ni un centavo menos». Pero ella dijo, simplemente: «Está bien», y le volvió la espalda. Dos pesos era un buen precio por aquel trabajo. Aunque era preciso desmontar primero, desyerbar después, y, finalmente, amontonar el desbrozo para facilitar su quema cuando se secara, no le tomaría más de tres horas realizarlo todo. Podría estar llegando al rancho alrededor de las tres. Aquel día se comería tarde, pero se comería… La culpa no sería de él esta vez. Había salido casi de madrugada, dejando atrás los gritos de los niños. Con el machete en la mano fue ofreciendo su trabajo de casa en casa a lo largo de la carretera, pero hasta las doce no había encontrado nada que hacer. Valió la pena, sin embargo, CRÓNICAS DE ALTOCERRO 45 esperar hasta entonces: dos pesos en tres horas estaban más que bien, sobre todo en esta época de paro. En tiempos de zafra siempre había el recurso de ofrecerse a última hora a los blancos del Ingenio, pero en este tiempo muerto se necesitaba mucha suerte para ganarse dos pesos tan fácilmente… Y la mujer no había regateado. Tal vez hubiera podido pedirle un poco más… E E E Cirilo Villamán mordió la colilla apagada del cigarro y lo trasladó de uno a otro extremo de la boca con un movimiento lateral de los labios fruncidos. Estaba sentado en un cajón, ocupando uno de los cuatro lados de la improvisada mesa de dominó. Sobre la tosca tabla colocada horizontalmente sobre un barril, las fichas formaban una letra L negra, punteada de blanco. Mientras chupaba maquinalmente el cigarro sin lumbre, Cirilo colocó ruidosamente –casi con rabia– una pieza en el extremo de la hilera que se extendía sobre la mesa… «Cuadré a cinco», se dijo. «Hay cuatro cincos en juego. Yo tengo el doble, pero mi frente salió a cinco y dio después otro: debe tener por lo menos uno más. Aunque me maten el doble, le doy un pase a este de mi derecha y le abro juego al frente…» Estaban en el patio de la bodega, protegidos del sol por el ramaje tupido del mango que extendía su follaje sobre las cuatro cabezas inclinadas hacia la mesa de juego. Las tardes de los lunes eran de poco movimiento en el negocio y para Cirilo constituía ya una costumbre llenar aquellas horas muertas organizando la mesa de dominó. Aparte del hecho de que tres de los tercios eran siempre los mismos, otra circunstancia jamás variaba en aquellas sesiones: el bodeguero y su frente ganaban siempre, porque Cirilo Villamán no era hombre que dejara las cosas al azar… E E E «Es la primera vez que se equivoca», pensaba Pedro Valbuena en tanto se dirigía a la parada de autobuses. Tres años recibiendo su sueldo cada mes a través de aquella rejilla, y era hoy cuando VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 46 comprobaba el primer error… Pero, ¿por qué no había devuelto los dos pesos, como fue su primera intención? A Pedro le gustaba analizar sus propios actos y sentimientos, y ninguna ocasión más indicada para hacerlo que aquellos largos recorridos en el autobús que lo transportaba diariamente desde la fábrica hasta su casa de las afueras de la ciudad… Aunque su primer impulso había sido devolver el dinero, algo le impidió llevar a cabo su propósito. Fue como si una fuerza extraña hubiese detenido su ademán. Pero él sabía que ningún acto humano se produce por sí solo; que aún los que aparentan ser más impulsivos, tienen una causa oculta que puede siempre descubrirse. Y nada le placía más a Pedro que hallar esa razón de ser escondida y misteriosa… Evidentemente, ni el cajero ni ningún otro de los presentes se había percatado de lo sucedido. Nadie tampoco observó su gesto trunco al acercarse de nuevo a la ventanilla. Ninguna persona podía pues acusarlo de haber dispuesto de aquellos dos pesos… Pedro se sonrió imperceptiblemente: aquella impunidad le proporcionaba una sensación de íntimo bienestar… Cuando se comprobara la falta del dinero, se movilizaría todo el departamento de contabilidad de la fábrica. Se revisarían una y otra vez las nóminas. Se contaría y recontaría el efectivo en caja. Tal vez fuera necesario trabajar hasta de noche… Cerró los ojos y se acomodó mejor en el asiento del autobús, ampliando la sonrisa que jugueteaba en su rostro. Le pareció ver encendidas las bombillas de la oficina y a los empleados en camisa, sudorosos, inclinados sobre los libros y las máquinas de sumar, tratando inútilmente de descubrir el destino de aquellos dos pesos… E E E José Cambronal, en cuclillas bajo el sol inclemente que castigaba su espalda desnuda, se ensañaba contra la yerba crecida. Después de una hora de trabajo, había logrado avanzar hasta casi la mitad del terreno. Probablemente acabaría antes del término que se había fijado. El secreto era no parar ni un momento. Si lo hacía, el cansancio llegaba de golpe y le llenaba de dolores la espalda CRÓNICAS DE ALTOCERRO 47 y la cintura, agarrotándole los brazos. Pero mientras siguiera así, golpeando sin cesar con el machete, no sentía la fatiga, y le parecía que su brazo no era parte de su cuerpo, sino algo independiente que se movía por sí solo, como dotado de vida propia. Él mismo se sentía en este instante como una máquina movida por un impulso extraño a su voluntad, aunque a veces creía estar oyendo los gritos de los niños… Sus hijos tenían varias formas de llorar y José sabía distinguirlas muy bien unas de otras. Había los gritos de rabia, que eran agudos y largos como la sirena del Ingenio. Había los de dolor, más cortos y graves. Y había los otros, roncos, profundos, interminables: los gritos de hambre. José no podía oír estos últimos. Simplemente no podía. Esa madrugada lo habían despertado aquellos gritos. Comenzaron suavemente, como murmullos, se hincharon luego hasta ser como aullidos, y luego bajaron de nuevo hasta convertirse en una especie de estertor… No soportó mucho tiempo: se tiró del catre, se puso a oscuras el pantalón y la camisa, afiló brevemente el machete en la piedra de amolar, y salió a la carretera sin tomar siquiera un jarro de agua… E E E Con las manos abiertas y las palmas boca abajo sobre la mesa, Cirilo entremezclaba las fichas para iniciar una nueva partida. Habían ya jugado cinco y seguramente aquella sería la última para el infeliz que estaba sentado a su izquierda: ya no daba para más… A veinticinco centavos por partida, las ganancias sumarían un peso y medio. Claro que había que reducirlas a la mitad, porque la parte de Pepe había que reembolsársela después que el otro se fuera. Pero así y todo quedaban setenticinco centavos, que repartidos entre los tres tocarían a veinticinco por cabeza. No había estado mal la tarde. Cirilo se asombraba de que nadie hubiera ni siquiera sospechado del truco que empleaba en el juego. Y sin embargo lo hacía frente a las narices de todos. El sistema en sí era sencillísimo. Lo único necesario era cierta habilidad manual y mucha práctica. Él necesitó meses para dominarlo a la perfección. Todo estaba en la forma de voltear y colocar las fichas después de cada partida. Agrupándolas por pintas y mezclándolas con cuidado, sin separar VIRGILIO DÍAZ GRULLÓN 48 los grupos uno de otro. Cirilo sabía, al comenzar el juego, cómo estaba compuesta la mano de cada uno de los jugadores con un ochenta por ciento de exactitud. Con eso y una serie de señales secretas, cuidadosamente ensayadas, no se podía perder. Había practicado el sistema con su compadre Pepe y el muchacho que le ayudaba en la bodega, y para los tres aquella ya constituía una fuente regular de ganancias seguras. Cirilo clasificaba a los clientes en diferentes categorías, pero prefería trabajar al vicioso. Esta especie no le costaba esfuerzo alguno: ellos mismos se colocaban voluntariamente dentro de la trampa. Bastaba que se sentaran los tres a la mesa de juego. El tipo se acerca, se detiene tras uno de ellos y comienza por obenquear. Luego pide un lugar, y una vez allí, nada ni nadie es capaz de desprenderlo de la mesa hasta haberse dejado desplumar
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