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LA CIENCIA COMO PROFESIÓN 8 5
cree en su mensaje, es totalmente cierto que ustedes no 
van a forzarles a que surjan sobre la tierra intentando que 
miles de profesores tomen el papel de ellos como peque­
ños profetas privilegiados o pagados por el Estado. Con 
eso sólo lograrán una única cosa, el que ustedes no cono­
cerán nunca en toda la fuerza de su significación el hecho 
de que ese profeta por el que suspiran tantos de nuestros 
jóvenes no existe. Creo que no se le presta ningún servicio 
al interés íntimo de un hombre con «sensibilidad» religio­
sa si se le está ocultando a él y a otros esta realidad 
fundamental de que su destino es vivir en un tiempo sin 
profetas y ajeno a dios con un sucedáneo como son todas 
esas profecías de cátedra. La honestidad de su sentido 
religioso, me parece a mí, tendría que rebelarse contra 
eso. Ustedes estarán tentados a decir: qué posición hay 
que tener entonces respecto al hecho de la existencia de la 
«teología» y de su pretensión de ser «ciencia». No evite­
mos la respuesta. «Teología» y «dogmas» no los hay en 
todos los sitios, pero los hay no sólo en el cristianismo, 
sino que (yendo hacia atrás en el tiempo) también los hay 
en una forma muy desarrollada en el islam, en el mani- 
queísmo, en la gnosis, en la religión órfica, en el parsismo, 
en el budismo, en las sectas hinduistas, en el taoísmo, en 
los upanishads y, naturalmente, en el judaismo, aunque 
con un nivel de desarrollo sistemático muy distinto. Y no 
es ninguna casualidad que el cristianismo occidental haya 
desarrollado la teología más sistemáticamente o aspire a 
ello —a diferencia de lo que el judaismo, por ejemplo, 
posee de teología—, sino que ha sido en el cristianismo 
occidental donde su desarrollo ha tenido una significación 
histórica más amplia. El espíritu helénico fue quien pro­
dujo esto, y todas las teologías del Occidente se remiten a 
él, como todas las teologías del Oriente se remiten (abier­
tamente) al pensamiento hindú: toda teología es una racio­
nalización intelectual de la posesión de la salvación religio­
sa. Ninguna ciencia carece absolutamente de supuestos 
previos y ninguna ciencia puede justificar su propio valor 
ante alguien que rechace estos supuestos. Y toda teología,
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sin embargo, añade para su trabajo y para la justificación 
de su propia existencia algunos supuestos previos especí­
ficos, en distinta cantidad y en distinto sentido. Para todas 
las teologías, también para la hindú, por ejemplo, rige el 
supuesto de que el mundo tiene que tener un sentido, y la 
pregunta que se hacen es cómo hay que interpretar ese 
sentido para que sea pensable, de la misma manera como 
la teoría del conocimiento de Kant parte del supuesto de 
que existe la «verdad científica y de que vale», preguntán­
dose luego bajo qué condiciones del pensamiento es posi­
ble (concebible). O lo mismo que ocurre en la Estética 
moderna, que parte (expresamente, como por ejemplo, 
G. v. Lukács, o de hecho) del supuesto de que «existen 
obras de arte» y se pregunta luego cómo es posible (con­
cebible) la obra de arte. No obstante, las teologías no se 
conforman, por lo general, con aquel presupuesto (básica­
mente de carácter filosófico-religioso), sino que parten de 
un supuesto mucho más lejano, el de que hay que creer 
determinadas revelaciones como hechos importantes para la 
salvación —como tales hechos, que permitirán, por tanto, un 
modo de vida con sentido— y que determinadas situacio­
nes y determinadas acciones son santas, es decir, que 
configuran un modo de vida con sentido desde el punto 
de vista religioso o una parte integrante de éste. La pre­
gunta de ustedes será ahora: ¿Cómo pueden interpretarse 
con sentido estos supuestos, que hay que aceptar tal cua­
les, dentro de la imagen global del mundo? Esos supuestos 
caen para la teología, en cuanto tales, fuera de lo que sea 
la «ciencia». No son un «conocimiento» en el sentido 
usual, sino un «tener». A quien no los «tenga» —quien no 
tenga la fe o las otras realidades salvíficas—, ninguna teo­
logía puede sustituírselos. Y mucho menos ninguna otra 
ciencia. Ocurre, por el contrario, que en toda teología 
«positiva» el creyente llega a un punto en el que tiene 
plena vigencia la frase de San Agustín de: «creo non quid, 
sed quia absurdum est». Esta capacidad para esa virtuo­
sista acción de «sacrificar la inteligencia» es la caracterís­
tica decisiva del hombre de una religión positiva. Y el que

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