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LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN 1 4 5 mal, da al político la conciencia de influir sobre las perso nas, de participar en el poder que se ejerce sobre ellas, y, sobre todo, le da el sentimiento de manejar con sus manos los hilos de acontecimientos históricamente importantes, de trascender lo cotidiano. Pero la pregunta que se le plantea a él es la siguiente: ¿con qué cualidades puede él esperar estar a la altura de ese poder (por muy delimitado que sea en el caso concreto), a la altura de la responsa bilidad que se echa sobre él? Con esto pisamos el terre no de las cuestiones éticas, pues a este terreno pertenece la pregunta de qué tipo de hombre hay que ser para poder poner su mano en los radios de la rueda de la historia. [C u a l id a d e s d e l p o l ít ic o p r o f e s io n a l ] Puede decirse que son tres las cualidades decisivas para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y sentido de la distancia (Augenmass). Pasión, en el sentido de darle importancia a las cosas reales (Sachlichkeit): entrega apa sionada a una «causa», al dios o al demonio que la go bierna; no en el sentido de esa actitud interior que mi amigo Georg Simmel, ya fallecido, solía denominar «esté ril excitación» (sterile Aufgeregtheit), tal como la tenía un determinado tipo de intelectuales, rusos sobre todo (pero no todos ellos), y que ahora juega un papel importante también entre nuestros intelectuales en este carnaval, al que se le embellece con el orgulloso nombre de «revolu ción»: un «romanticismo de lo intelectualmente interesan te» que corre hacia el vacío y sin ningún sentido de la responsabilidad por las cosas. Pues con la mera pasión, aun sintiéndola auténticamente, no basta, por supuesto. La pasión no le convierte a uno en político si ella, como servicio a una causa, no convierte a la responsabilidad precisamente respecto a esa causa en la estrella que guíe la acción de manera determinante. Y para ello necesita el sentido de la distancia (Augenmaß) —la cualidad psicológi 1 4 6 MAX WEBER ca decisiva para el político—; necesita esa capacidad de dejar que la realidad actúe sobre sí mismo con serenidad y recogimiento interior, es decir, necesita de una distancia respecto a las cosas y las personas. La «falta de distancia- miento» como tal es uno de los pecados mortales del político y una de esas características cuyo cultivo por la joven generación de nuestros intelectuales la va a conde nar a la incapacidad política. Pues el problema es precisa mente éste: cómo conjuntar en la misma alma la pasión ardiente y el frío sentido de la distancia (Augenmaß). La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a la política, si no quiere ser un frívolo juego intelectual sino una ac ción auténticamente humana, sólo puede nacer y alimen tarse de la pasión. Pero sólo habituándose al distancia- miento —en el sentido anterior de la palabra— resulta posible ese sometimiento del alma que caracteriza al polí tico apasionado y que lo distingue del mero aficionado «estérilmente excitado». La «fuerza» de una «personali dad» política significa, antes que nada, poseer estas cua lidades. Por este motivo, el político tiene que vencer en sí mis mo, día a día y hora a hora, un enemigo muy trivial y demasiado humano, la vanidad, que es muy común y que es la enemiga mortal de toda entrega a una causa y de todo distanciamiento, del distanciamiento respecto a sí mismo, en este caso. La vanidad es una característica muy extendida, y tal vez nadie esté libre de ella. En los círculos académicos e intelectuales es una especie de enfermedad profesional. Pero en el intelectual precisamente es relativamente ino cua, por muy antipática que se manifieste, en el sentido de que, por regla general, no estorba su actividad científica. En el político tiene otras consecuencias totalmente distin tas. El político opera con la ambición de poder como un medio inevitable. «El instinto de poder», como suele lla marse, pertenece de hecho a sus cualidades normales. Pero el pecado contra el Espíritu Santo de su profesión
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