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LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN 1 4 7 comienza cuando esta ambición de poder se convierte en algo que no toma en cuenta las cosas, cuando se convierte en objeto de una pura embriaguez personal, en vez de ponerse al servicio exclusivo de la «causa». Pues en el terreno de la política sólo hay, en última instancia, dos clases de pecados mortales: el no volcarse en las cosas (Unsachlichkeit) y la falta de responsabilidad, que con frecuencia es idéntica a aquélla, aunque no siempre. La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano lo mas visiblemente posible, es lo que con mayor fuerza conduce al político a la tentación de cometer uno de esos dos pecados, o los dos. Y el demagogo, tanto más por cuanto está obligado a tomar en cuenta «los efectos» que él produce, se halla en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera su responsabilidad por las consecuencias de sus acciones, preocupándose sola mente por la «impresión» que produce. Su falta de tomar en consideración las cosas reales (Unsachlichkeit) le hace proclive a ambicionar la apariencia brillante del poder en vez del poder real, pero su falta de responsabilidad le lleva solamente a disfrutar del poder por sí mismo, sin una finalidad objetiva. Pues, aunque el poder sea el medio ineludible de la política, o más bien, precisamente porque el poder es el medio ineludible de la política y porque la ambición de poder es, por ello, una de las fuerzas que impulsan toda política, no existe deformación más perni ciosa de la energía política que el fanfarronear del poder de un advenedizo y la vanidosa complacencia en el senti miento de poder, es decir, la adoración del poder como tal. El mero «político de poder», tal como se le intenta glorificar también entre nosotros con un fervoroso culto, puede actuar con fuerza, pero actúa en realidad en el vacío y sin sentido. En este punto tienen toda la razón los críticos de la «política de poder». Cuando algunos de los representantes típicos de esta actitud han sufrido un súbi to derrumbamiento interior, hemos podido ver qué debi lidad interior y qué impotencia se escondía tras esos ges tos, ostentosos pero totalmente vacíos. Esa actitud es pro 1 4 8 MAX WEBER ducto de una desilusión respecto al sentido de las acciones humanas, desilusión superficial y de poca monta, que no tiene ningún parentesco con el conocimiento del carácter trágico que envuelve en realidad toda acción, y especial mente la acción política. Es totalmente verdadero y es un hecho fundamental de toda la historia, que no va a ser fundamentado en detalle ahora, que el resultado final de la acción política está con frecuencia, no, está por regla general, en una relación absolutamente inadecuada con su sentido imaginario, y con frecuencia lo está en una relación paradójica. Pero por ese motivo no puede faltar precisamente este sentido, el servicio a una causa, si la acción ha de tener una con sistencia interna. Es una cuestión de fe cómo ha de parecer la causa, al servicio de la cual ambiciona el político el poder y lo utiliza. El político puede ponerse al servicio de objetivos nacionales o humanitarios, sociales o éticos o culturales, religiosos o seculares; puede ser llevado por una fuerte fe en el «progreso» —da igual en el sentido que sea— o puede rechazar fríamente esa clase de fe; puede aspirar a estar al servicio de una «idea» o puede querer servir a objetivos materiales de la vida cotidiana recha zando por principio esa pretensión. Siempre tiene que existir alguna fe. De lo contrario, pesará realmente, in cluso sobre los éxitos políticos aparentemente más sóli dos, la maldición de la nulidad creadora; esto es total mente cierto. Con lo dicho nos encontramos ya en la explicación del último problema que hay que abordar en la tarde de hoy: el Ethos de la política como «cosa». ¿Qué profesión puede ser la de la política dentro de la moral de los modos de vida, con independencia de los objetivos que tenga? ¿Cuál es el lugar ético, por así decir, en el que está situada? Aquí chocan, por supuesto, distintas concepciones del mundo entre sí, entre las que, en último término, hay que elegir. Vayamos con decisión a este problema que se ha plantea do de nuevo recientemente en una forma totalmente equi vocada, según mi opinión.
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