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Un hombre hecho a sí mism

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«Una fascinante, original y, muchas 
veces, divertida crónica de un prolon­
gado viaje por el mundo masculino. 
Comportándose como un hombre, infil­
trada en esos lugares a los que no tienen 
acceso las mujeres y en los que se reú­
nen solo hombres, Norah Vincent nos 
descubre un mundo en el que los hom­
bres son mucho mejores, y también 
mucho peores, de lo que la mayoría de 
las mujeres se imagina.» 
Christina Hoff Summers, 
autora de Who Stole Feminism? 
y de The War Against Boys 
«Un documento tan profundamente 
humano como sutil y comprensivo. Los 
lectores que piensen que tienen una 
historia divertida en sus manos no tar­
darán en caer en la cuenta de que se 
trata de una invitación a un viaje fasci­
nante y revelador que los llevará a 
replantearse algunas de sus más ínti­
mas convicciones. Empezarán fisgo­
neando desde una ventana y acabarán 
por comprender que no hacen otra 
cosa que mirarse al espejo. » 
Bruce Bawer, 
autor de While Europe Slept 
UN HOMBRE 
HECHO A SÍ MISM@ 
cuo 
CRÓNICAS DE 
LA HISTORIA 
Título original: SELF-MADE MAN 
© 2006. Norah Vincent 
© 2007. De la traducción: Gregario Cantera 
© 2007. De esta edición, Editorial EDAF, S. L., por acuerdo con Penguin Books Ltd., Registered 
Offices: 80 Strand, Londres, WC2R 0RL, Inglaterra. 
Editorial Edaf, S. L. 
Jorge Juan, 30. 28001 Madrid 
http://www.edaf.net 
edaf@edaf.net 
Ediciones-Distribuciones 
Antonio Fossati, S. A. de C. V. 
Sócrates, 141, 5.0 piso, 130 
Colonia Polanco 
C. P. 11000 México D. F.
edafmex@edaf.net
Edaf del Plata, S. A. 
Chile, 2222 
1227 Buenos Aires, Argentina 
edafdelplatu@edaf.net 
Edaf Antillas, Inc. 
Av. J. T. Piñero, 1594 
Caparra Terrace 
San Juan, Puerto Rico (00921- 1413) 
edafanlillas@edaf.net 
Edaf Antilla� 
247 S. E. First Street 
Miami, FL 33 l31 
edafantillas@edaf.net 
EdafChile, S. A. 
Exequiel Femández. 2765, Macul 
Santiago - Chile 
edafchile@edaf.net 
Abril 2007 
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu­
ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los 
titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu­
tiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguiente del Código Penal). El Centro 
Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. 
I.S.B.N.: 978-84-414-1936-0
Depósito Legal: M-2097-2007
PRINTED IN SPAIN IMPRESO EN ESPAÑA 
Para mi querida esposa, Lisa McNulty, 
que me saca de apuros a diario 
NORAH VINCENT 
UN HOMBRE 
HECHO A SÍ MISM@ 
Viaje de ida y vuelta de una mujer 
al mundo de los hombres 
+ 
EDAF 
MADRID - MÉXICO - BUENOS AIRES - SAN JUAN - SANTIAGO - MIAMI 
2007 
Título original: SELF-MADE MAN 
© 2006. Norah Vincent 
© 2007. De la traducción: Gregario Cantera 
© 2007. De esta edición, Editorial EDAF, S. L., por acuerdo con Penguin Books Ltd., Registered 
Offices: 80 Strand, Londres, WC2R 0RL, Inglaterra. 
Editorial Edaf, S. L. 
Jorge Juan, 30. 28001 Madrid 
http://www.edaf.net 
edaf@edaf.net 
Ediciones-Distribuciones 
Antonio Fossati, S. A. de C. V. 
Sócrates, 141, 5.0 piso, 130 
Colonia Polanco 
C. P. 11000 México D. F.
edafmex@edaf.net
Edaf del Plata, S. A. 
Chile, 2222 
1227 Buenos Aires, Argentina 
edafdelplatu@edaf.net 
Edaf Antillas, Inc. 
Av. J. T. Piñero, 1594 
Caparra Terrace 
San Juan, Puerto Rico (00921- 1413) 
edafanlillas@edaf.net 
Edaf Antilla� 
247 S. E. First Street 
Miami, FL 33 l31 
edafantillas@edaf.net 
EdafChile, S. A. 
Exequiel Femández. 2765, Macul 
Santiago - Chile 
edafchile@edaf.net 
Abril 2007 
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribu­
ción, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los 
titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitu­
tiva de delito contra la propiedad intelectual (art. 270 y siguiente del Código Penal). El Centro 
Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. 
I.S.B.N.: 978-84-414-1936-0
Depósito Legal: M-2097-2007
PRINTED IN SPAIN IMPRESO EN ESPAÑA 
Para mi querida esposa, Lisa McNulty, 
que me saca de apuros a diario 
VIOLA: ... sino este traje masculino usurpado ... (acto V). Yo te 
suplico -y te recompensaré generosamente- que disimules quién 
soy y me ayudes a tomar el disfraz que convenga mejor a la realiza­
ción de mi intento ... (acto I, escena II). Disfraz, lo noto, eres una 
inmoralidad que explota el enemigo malo (acto, II, escena, II). 
Noche de Epifanía, o lo que queráis. 
ROSALINDA: ¿No sería preferible que yo, que soy de una estatura 
mayor que lo corriente, me vistiera por todos estilos como un hom­
bre? Con un flamante cuchillo, al muslo, una jabalina en la mano, 
sean cuales fueren los temores femeninos que se escondan en mi 
corazón, adoptaremos un airecillo fanfarrón y marcial, como tantos 
otros cobardes del sexo fuerte que se imponen por la apariencia 
(acto I, escena III). 
A vuestro gusto 
Indice 
CAPÍTULO l. PUESTA A PUNTO .......................................... 13 
CAPÍTULO 2. AMISTAD .............. .......... ......................... ........ 33 
CAPÍTULO 3. SEXO ................................................................ 77 
CAPÍTULO 4. AMOR............................................................... 109 
CAPÍTULO 5. VIDA ................................................................. 151 
CAPÍTULO 6. TRABAJO ... ....................... .......... ..... ................ 205 
CAPÍTULO 7. SER UN HOMBRE ........... ............................... 253 
CAPÍTULO 8. FINAL DEL VIAJE .......................................... 301 
AGRADECIMIENTOS ..................................................... ............... 315 
1 
Puesta a punto 
H
ACE SIETE AÑOS asistí a la primera de las citas para convertirme 
en un hombre. 
La idea de escribir este libro me vino a la cabeza en cuanto 
tuve la ocurrencia de travestirme por primera vez. Vivía entonces 
en el East Village y trataba de recuperar una adolescencia que ya 
había dejado atrás, no sin beber y drogarme un poco más de la 
cuenta, al tiempo que no perdía ocasión para asistir a los espec­
táculos más extravagantes que pueden verse en las calles de 
Nueva York. 
Por aquel entonces remoloneaba con un drag king que me habían 
presentado unos amigos. Le encantaba ponerse de punta en blanco y 
que yo le hiciese fotos con aquellos atavíos. Una noche me propuso 
que me disfrazase yo también y que nos fuéramos a dar una vuelta 
por la ciudad. Como siempre me había atraído la idea de hacerme 
pasar por un hombre en público, y así comprobar si sería capaz de 
hacerlo, acepté la idea encantada. 
Ella misma se había inventado una técnica propia para simular 
una barba que consistía en cortarse un par de mechones de pelo sin 
que se notase mucho, recortarlos en trozos más pequeños y pegárse­
los, más o menos, a la cara con un líquido adhesivo. Gracias a un 
pequeño espejo redondo con pie que tenía en la mesa, me enseñó 
cómo hacerlo, bajo la tenue y verdosa iluminación del minúsculo 
estudio en el que vivía. No era una solución muy buena que diga­
mos, y aunque no habría colado a la luz del día, era más que sufi­
ciente para el marco en el que habríamos de exhibimos, y lo bastan-
14 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
te aceptable para lo que pretendíamos en aquellos lóbregos locales 
, nocturnos. Yo misma me puse una barba de chivo, un bigote y un 
par de patillas exageradas, me calé una gorra de béisbol, eché mano 
de unos vaqueros amplios y una camisa de franela y, cuando me 
miré en el espejo de cuerpo entero, reconocí que tenía toda la pinta 
de ser un miembro más de una fraternidad de estudiantes. 
Ella también se arregló, pero de forma más delicada y grácil, 
muy al estilo de un joven jipi lampiño, y de tal guisa nos fuimos las 
dos a dar una vuelta. 
Me atrevería a decirque ambas superamos la prueba, pero yo esta­
ba demasiado asustada como para paranne a hablar con alguien, salvo 
con un chico a quien le indiqué la dirección que debía seguir. Me res­
pondió con un «gracias, tío», y siguió su camino. 
Sin embargo, simplemente nos dedicamos a pasear por el Villa­
ge, escrutando los rostros de la gente para comprobar si alguien se 
paraba a mirarnos por segunda o tercera vez. Nadie lo hizo. Por 
extraño que pueda parecer, eso fue lo que más me llamó la atención 
de aquella noche, porque fue lo único que ocurrió digno de mención. 
Significativo, en cualquier caso. 
Llevaba años viviendo en aquel barrio, andando por esas calles en 
las que los hombres, apoyados en el vano de la puerta a la entrada de 
las tiendas de ultramarinos, se pasan el día acechando. Solo por ser 
mujer, nadie podía pasear por aquellas calles sin llamar la atención. 
Todas éramos objetos de deseo o, cuando menos, suscitábamos un 
interés casi lascivo para aquellos hombres que andaban al quite, inclu­
so si una no era bonita; les bastaba con un conejo más al que poner en 
su sitio. En cualquier caso, seguían con la mirada a las mujeres de un 
lado a otro de la calle, sin parpadear siquiera, afirmando su superiori­
dad como algo natural. Si una era mujer y vivía en aquel barrio, tenía 
que habituarse a que la examinasen de arriba abajo; así había sido 
desde siempre y no había más remedio que aguantarse. 
La noche en que nos travestimos, sin embargo, deambulamos 
por delante de los mismos vanos de aquellas puertas de las tiendas 
de ultramarinos. Pasamos por delante de los mismos hombres pero, 
en aquella ocasión, ni repararon en nosotras. Todo lo contrario; si yo 
los miraba a la cara, ellos desviaban la vista hacia otro lado de 
inmediato, y nunca me devolvían la mirada. Era sorprendente la 
PUESTA A PUNTO 15 
deferencia, el respeto que pretendían demostrar con aquel no mirar­
me, con no fijarse en mí a propósito. 
Exacto. Eso era lo que, como mujer, tanto me molestaba al cru­
zar una mirada con ellos; porque no era cuestión de deseo lo que 
los inducía a hacerlo, sino la falta de respeto que los llevaba a 
creerse con ese derecho. Tal y como ellos lo entendían, a mí me 
parecía un gesto grosero y, tras contemplar cómo aquellos hom­
bres, al pensar que yo era uno de ellos, me miraban de otra forma, 
caí en la cuenta de la verdadera hostilidad que iba implícita en las 
otras miradas. 
Pero ahí no se acababa todo. Aquella mirada desviada trataba de 
dar a entender algo más que un gesto de respeto, algo más sutil y 
menos directo, algo que tenía más que ver con cierta reticencia a . 
incurrir en una falta de respeto. Para ellos, desviar la vista hacia otro 
lado era lo mismo que negarse a aceptar un desafío, y seguir ese 
código de comportamiento gracias al cual, en detenninadas circuns­
tancias, los machos de la especie humana evitan atacarse, lo mismo 
que hacen seguramente los animales machos para no agredirse entre 
sí y mantener un orden jerárquico. Porque mirar a otro macho direc­
tamente a los ojos y sostenerle la mirada constituye o una invitación 
a pelear o el deseo de tener un encuentro homosexual, mientras que 
mirar para otro lado es una muestra de aceptación del statu quo, algo 
que permite que cada macho ejerza el dominio que le corresponde en 
su ámbito, revistiéndose de una ridícula capa de orgullo y aplomo 
que le pennite sentirse a salvo. 
Creí que lo ocurrido aquella noche no eran más que suposicio­
nes mías, pero durante las semanas y los meses posteriores le pre­
gunté a la mayoría de los hombres que conocía si, de verdad, estaba 
en lo cierto; todos me dieron la razón, no sin hacer el comentario de 
que no se trataba de un asunto que los inquietase sobremanera: era 
algo que se aprendía o se asumía desde niños, que cada uno de ellos 
había puesto en práctica de forma instintiva desde el momento en 
que consideraba que ya había llegado a ser un hombre. 
Tras aquel incidente, me dio por pensar que si por haberme tra­
vestido durante unas horas tan solo había descubierto un secreto tan 
fundamental sobre el modo en que machos y hembras se comunican 
entre sí, y acerca de los códigos tácitos por los que se rige el com-
14 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
te aceptable para lo que pretendíamos en aquellos lóbregos locales 
, nocturnos. Yo misma me puse una barba de chivo, un bigote y un 
par de patillas exageradas, me calé una gorra de béisbol, eché mano 
de unos vaqueros amplios y una camisa de franela y, cuando me 
miré en el espejo de cuerpo entero, reconocí que tenía toda la pinta 
de ser un miembro más de una fraternidad de estudiantes. 
Ella también se arregló, pero de forma más delicada y grácil, 
muy al estilo de un joven jipi lampiño, y de tal guisa nos fuimos las 
dos a dar una vuelta. 
Me atrevería a decir que ambas superamos la prueba, pero yo esta­
ba demasiado asustada como para paranne a hablar con alguien, salvo 
con un chico a quien le indiqué la dirección que debía seguir. Me res­
pondió con un «gracias, tío», y siguió su camino. 
Sin embargo, simplemente nos dedicamos a pasear por el Villa­
ge, escrutando los rostros de la gente para comprobar si alguien se 
paraba a mirarnos por segunda o tercera vez. Nadie lo hizo. Por 
extraño que pueda parecer, eso fue lo que más me llamó la atención 
de aquella noche, porque fue lo único que ocurrió digno de mención. 
Significativo, en cualquier caso. 
Llevaba años viviendo en aquel barrio, andando por esas calles en 
las que los hombres, apoyados en el vano de la puerta a la entrada de 
las tiendas de ultramarinos, se pasan el día acechando. Solo por ser 
mujer, nadie podía pasear por aquellas calles sin llamar la atención. 
Todas éramos objetos de deseo o, cuando menos, suscitábamos un 
interés casi lascivo para aquellos hombres que andaban al quite, inclu­
so si una no era bonita; les bastaba con un conejo más al que poner en 
su sitio. En cualquier caso, seguían con la mirada a las mujeres de un 
lado a otro de la calle, sin parpadear siquiera, afirmando su superiori­
dad como algo natural. Si una era mujer y vivía en aquel barrio, tenía 
que habituarse a que la examinasen de arriba abajo; así había sido 
desde siempre y no había más remedio que aguantarse. 
La noche en que nos travestimos, sin embargo, deambulamos 
por delante de los mismos vanos de aquellas puertas de las tiendas 
de ultramarinos. Pasamos por delante de los mismos hombres pero, 
en aquella ocasión, ni repararon en nosotras. Todo lo contrario; si yo 
los miraba a la cara, ellos desviaban la vista hacia otro lado de 
inmediato, y nunca me devolvían la mirada. Era sorprendente la 
PUESTA A PUNTO 15 
deferencia, el respeto que pretendían demostrar con aquel no mirar­
me, con no fijarse en mí a propósito. 
Exacto. Eso era lo que, como mujer, tanto me molestaba al cru­
zar una mirada con ellos; porque no era cuestión de deseo lo que 
los inducía a hacerlo, sino la falta de respeto que los llevaba a 
creerse con ese derecho. Tal y como ellos lo entendían, a mí me 
parecía un gesto grosero y, tras contemplar cómo aquellos hom­
bres, al pensar que yo era uno de ellos, me miraban de otra forma, 
caí en la cuenta de la verdadera hostilidad que iba implícita en las 
otras miradas. 
Pero ahí no se acababa todo. Aquella mirada desviada trataba de 
dar a entender algo más que un gesto de respeto, algo más sutil y 
menos directo, algo que tenía más que ver con cierta reticencia a . 
incurrir en una falta de respeto. Para ellos, desviar la vista hacia otro 
lado era lo mismo que negarse a aceptar un desafío, y seguir ese 
código de comportamiento gracias al cual, en detenninadas circuns­
tancias, los machos de la especie humana evitan atacarse, lo mismo 
que hacen seguramente los animales machos para no agredirse entre 
sí y mantener un orden jerárquico. Porque mirar a otro macho direc­
tamente a los ojos y sostenerle la mirada constituye o una invitación 
a pelear o el deseo de tener un encuentro homosexual,mientras que 
mirar para otro lado es una muestra de aceptación del statu quo, algo 
que permite que cada macho ejerza el dominio que le corresponde en 
su ámbito, revistiéndose de una ridícula capa de orgullo y aplomo 
que le pennite sentirse a salvo. 
Creí que lo ocurrido aquella noche no eran más que suposicio­
nes mías, pero durante las semanas y los meses posteriores le pre­
gunté a la mayoría de los hombres que conocía si, de verdad, estaba 
en lo cierto; todos me dieron la razón, no sin hacer el comentario de 
que no se trataba de un asunto que los inquietase sobremanera: era 
algo que se aprendía o se asumía desde niños, que cada uno de ellos 
había puesto en práctica de forma instintiva desde el momento en 
que consideraba que ya había llegado a ser un hombre. 
Tras aquel incidente, me dio por pensar que si por haberme tra­
vestido durante unas horas tan solo había descubierto un secreto tan 
fundamental sobre el modo en que machos y hembras se comunican 
entre sí, y acerca de los códigos tácitos por los que se rige el com-
16 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
portamiento masculino, ¿no sería posible que ahondase mucho más 
en las diferencias sociales entre ambos sexos, si me hiciera pasar 
por hombre durante un periodo de tiempo más prolongado? Me 
pareció que no sería mala idea, pero no me sentía con ánimos como 
para llevarla a cabo. Además, tanto desde un punto de vista psicoló­
gico como práctico, se me antojaba una tarea imposible. Durante 
unos cuantos años mantuve aninconado en la cabeza aquel pálpito y 
me dediqué a pensar en otras cosas. 
Más tarde, en el invierno de 2003, mientras contemplaba un reality 
en la cadena A&E, volví a darle vueltas al asunto. En aquel programa, 
a los concursantes, dos hombres y dos mujeres, se les proponía que se 
hiciesen pasar por personas del otro sexo, sin recurrir a tratamientos 
hormonales ni a procedimientos quirúrgicos, cambiando solo de vesti­
menta y de apariencia. Las mujeres se cortaron el pelo. Los hombres 
se pusieron extensiones. Unas y otros recibieron lecciones de dicción 
y de comunicación gestual para aprender a hablar y a moverse de la 
forma más parecida al sexo al que querían suplantar. Todos se busca­
ron un nombre distinto y eligieron otra clase de ropa para representar 
los papeles que les habían caído en suerte. Aunque en el concurso se 
trataba de valorar quién lo haría mejor en el mundo real, el programa 
insistía sobre todo en aquellas transformaciones. Ninguno de los hom­
bres lo consiguió; solo una de las mujeres logró salir adelante, y se las 
compuso bastante bien, aunque solamente durante un corto espacio de 
tiempo y en circunstancias muy controladas. 
Como en la mayoría de esa clase de espectáculos, especialmente 
en los que se emiten en Norteamérica, ninguno de los concursantes 
se paró a reflexionar sobre las consecuencias que habían extraído de 
la experiencia vivida, o en lo que pensaba la gente más cercana a 
ellos. No había duda de que lo que menos les interesaba a los pro­
ductores eran las profundas consecuencias sociológicas de hacerse 
pasar por alguien del sexo contrario. No se trataba más que de otra 
faceta de una parodia llevada hasta un extremo: una vez alcanzado el 
objetivo, o no, el espectáculo tocaba a su fin. 
Después de ver aquel programa, volví a pensar en la experiencia 
que había tenido como travestida y comprendí que no me resultaría 
difícil hacerme pasar por un hombre en el mundo real, si contaba con 
la ayuda adecuada. Por otra parte, caí en la cuenta de que si escribía 
PUESTA A PUNTO 17 
un libro sobre cómo lo había hecho, tendría la posibilidad de profun­
dizar en algunos de los aspectos que aquel programa había dejado en 
el aire y que, solo muy por encima, había llegado a intuir unos años 
antes gracias a mi breve incursión en el mundo del travestismo. 
Tenía que intentarlo. 
Pero lo primero es lo primero. Antes de recrear ese hombre en el 
que había pensado convertirme, tenía que dotarlo de una identidad. 
Necesitaba disponer de un nombre, un nombre que resultase familiar 
y al que atendiera cuando alguien se dirigiese a mí, porque de lo con­
trario, si no me daba por aludida, pensarían que era una embaucadora. 
Por comodidad, necesitaba un nombre que empezase por N, lo que 
reducía notablemente las opciones y hacía que muchas de ellas me 
pareciesen ridículas. Tenía claro, por ejemplo, que no iba a llamarme 
Norman o Norm. Comparado con Norah, Nick era como pasarse un 
poco de listo, y Neil o Nate no acababan de convencerme. 
En ese momento pensé en Ned, un apelativo infantil cariñoso 
por el que ya nadie me llamaba desde hacía mucho tiempo, pero que 
parecía casar a la perfección, como así ocurrió, con el asunto que 
me traía entre manos. 
Comenzaron a llamarme Ned a eso de los siete años, en parte 
porque no resulta fácil encontrar un diminutivo para Norah, pero, 
sobre todo, porque en el caso de que alguien se hubiese encontrado 
en la misma tesitura que mis padres con su única hija, no hubiera 
tenido sentido nada que no fuese el nombre de un chico. Práctica­
mente desde que nací fui el típico chicazo, uno de esos que nos lle­
van a pensar que tiene que haber un gen de la homosexualidad. 
De lo contrario, ¿qué otra explicación cabría para justificar el 
repelús que me daban los vestiditos, las muñecas y todos esos ador­
nitos que vuelven locas a las demás niñas? ¿Cómo encontrar una 
respuesta a esos extraños apegos y fetiches que, en contra del proce­
so normal de socialización, tan pronto salieron a la luz? ¿ Cuál, si 
no, sería la razón de mi afán de vestirme de vaquero apenas me qui­
taron los pañales? ¿Por qué prefería tocar el saxofón cuando el resto 
de las chicas se inclinaba por la flauta o por el clarinete? ¿Por qué le 
robaba a mi padre el tubo de V05 y afeitaba a los soldaditos de 
16 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
portamiento masculino, ¿no sería posible que ahondase mucho más 
en las diferencias sociales entre ambos sexos, si me hiciera pasar 
por hombre durante un periodo de tiempo más prolongado? Me 
pareció que no sería mala idea, pero no me sentía con ánimos como 
para llevarla a cabo. Además, tanto desde un punto de vista psicoló­
gico como práctico, se me antojaba una tarea imposible. Durante 
unos cuantos años mantuve aninconado en la cabeza aquel pálpito y 
me dediqué a pensar en otras cosas. 
Más tarde, en el invierno de 2003, mientras contemplaba un reality 
en la cadena A&E, volví a darle vueltas al asunto. En aquel programa, 
a los concursantes, dos hombres y dos mujeres, se les proponía que se 
hiciesen pasar por personas del otro sexo, sin recurrir a tratamientos 
hormonales ni a procedimientos quirúrgicos, cambiando solo de vesti­
menta y de apariencia. Las mujeres se cortaron el pelo. Los hombres 
se pusieron extensiones. Unas y otros recibieron lecciones de dicción 
y de comunicación gestual para aprender a hablar y a moverse de la 
forma más parecida al sexo al que querían suplantar. Todos se busca­
ron un nombre distinto y eligieron otra clase de ropa para representar 
los papeles que les habían caído en suerte. Aunque en el concurso se 
trataba de valorar quién lo haría mejor en el mundo real, el programa 
insistía sobre todo en aquellas transformaciones. Ninguno de los hom­
bres lo consiguió; solo una de las mujeres logró salir adelante, y se las 
compuso bastante bien, aunque solamente durante un corto espacio de 
tiempo y en circunstancias muy controladas. 
Como en la mayoría de esa clase de espectáculos, especialmente 
en los que se emiten en Norteamérica, ninguno de los concursantes 
se paró a reflexionar sobre las consecuencias que habían extraído de 
la experiencia vivida, o en lo que pensaba la gente más cercana a 
ellos. No había duda de que lo que menos les interesaba a los pro­
ductores eran las profundas consecuencias sociológicas de hacerse 
pasar por alguien del sexo contrario. No se trataba más que de otra 
faceta de unaparodia llevada hasta un extremo: una vez alcanzado el 
objetivo, o no, el espectáculo tocaba a su fin. 
Después de ver aquel programa, volví a pensar en la experiencia 
que había tenido como travestida y comprendí que no me resultaría 
difícil hacerme pasar por un hombre en el mundo real, si contaba con 
la ayuda adecuada. Por otra parte, caí en la cuenta de que si escribía 
PUESTA A PUNTO 17 
un libro sobre cómo lo había hecho, tendría la posibilidad de profun­
dizar en algunos de los aspectos que aquel programa había dejado en 
el aire y que, solo muy por encima, había llegado a intuir unos años 
antes gracias a mi breve incursión en el mundo del travestismo. 
Tenía que intentarlo. 
Pero lo primero es lo primero. Antes de recrear ese hombre en el 
que había pensado convertirme, tenía que dotarlo de una identidad. 
Necesitaba disponer de un nombre, un nombre que resultase familiar 
y al que atendiera cuando alguien se dirigiese a mí, porque de lo con­
trario, si no me daba por aludida, pensarían que era una embaucadora. 
Por comodidad, necesitaba un nombre que empezase por N, lo que 
reducía notablemente las opciones y hacía que muchas de ellas me 
pareciesen ridículas. Tenía claro, por ejemplo, que no iba a llamarme 
Norman o Norm. Comparado con Norah, Nick era como pasarse un 
poco de listo, y Neil o Nate no acababan de convencerme. 
En ese momento pensé en Ned, un apelativo infantil cariñoso 
por el que ya nadie me llamaba desde hacía mucho tiempo, pero que 
parecía casar a la perfección, como así ocurrió, con el asunto que 
me traía entre manos. 
Comenzaron a llamarme Ned a eso de los siete años, en parte 
porque no resulta fácil encontrar un diminutivo para Norah, pero, 
sobre todo, porque en el caso de que alguien se hubiese encontrado 
en la misma tesitura que mis padres con su única hija, no hubiera 
tenido sentido nada que no fuese el nombre de un chico. Práctica­
mente desde que nací fui el típico chicazo, uno de esos que nos lle­
van a pensar que tiene que haber un gen de la homosexualidad. 
De lo contrario, ¿qué otra explicación cabría para justificar el 
repelús que me daban los vestiditos, las muñecas y todos esos ador­
nitos que vuelven locas a las demás niñas? ¿Cómo encontrar una 
respuesta a esos extraños apegos y fetiches que, en contra del proce­
so normal de socialización, tan pronto salieron a la luz? ¿ Cuál, si 
no, sería la razón de mi afán de vestirme de vaquero apenas me qui­
taron los pañales? ¿Por qué prefería tocar el saxofón cuando el resto 
de las chicas se inclinaba por la flauta o por el clarinete? ¿Por qué le 
robaba a mi padre el tubo de V05 y afeitaba a los soldaditos de 
18 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@
juguete de mis hermanos con sus cuchillas? ¿Por qué la única 
muñeca que había tenido, o me había gustado, era una Juana de 
Arco con su armadura y todo? 
Lo cierto es que no hay una explicación. Al igual que en lo 
tocante al sexo y a la sexualidad, la identidad de género, al parecer, 
reside en los genes, pero no sabemos cuál es la causa de que se pro­
duzca una desviación. A lo mejor es cuestión de un cruce de cables 
o algo similar, en lo que a las hormonas se refiere. Se trata de una
teoría como otra cualquiera para explicar que una chica haya nacido
homosexual, mucho antes de que sepa lo que significa el deseo o
qué sean los referentes culturales, y se vuelva loca por tener un
casco o unas botas de senderismo. Sea lo que sea, yo era la feliz y
torcida consecuencia de alguna glándula o helicoide malogrados, un
azar que, en las tardes de verano, me llevaba a jugar a Tarzán subida
al manzano, o a disfrazarme como todo un drag en Halloween a la
temprana edad de siete años.
Mi madre siempre dijo que tenía que haberlo sospechado 
desde entonces, es decir, desde el momento en que me puse uno de 
los bléiser de mi padre y un sombrero de ala ancha, me pinté una 
barba y unos bigotes y me fui a la calle para exigir truco o trato 
junto a las demás hadas y brujas . La explicación que le di fue que 
me había disfrazado de viejo; de hecho, me había puesto un cojín 
bajo el bléiser, para simular que tenía barriga, y además llevaba un 
bastón. 
Pero ¿cómo podría haberlo sabido si, a lo mejor, lo único que 
hacía era imitarla? Porque mi madre era actriz, y durante mi infan­
cia me pasé muchos veranos correteando entre bastidores o espián­
dola en su camerino mientras se preparaba para una representación. 
Una de sus mejores actuaciones era un papel doble en el que repre­
sentaba a Shen Te y al señor Shui Ta, de La buena persona de
Sezuan, de Bertolt Brecht. Shen Te es una ex prostituta de buen 
corazón que regenta un estanco en la provincia china de Sezuan. 
Víctima de unos estafadores desaprensivos, que la tratan como a 
una zapatilla, Shen Te está a punto de verse en la ruina y, con el fin 
de sacar adelante el negocio, se hace pasar por un hombre, el señor 
Shui Ta, su implacable primo, que se hace cargo del trabajo sucio 
de cobrar las deudas y librarla de gorrones y ladrones. 
PUESTA A PUNTO 19 
¿ Cómo, al representar ese papel, podía imaginarse mi madre 
que algo así llegase a afectar hasta tal punto a una niña a la que ya 
le encantaba disfrazarse? ¿Acaso en la vida real las mujeres trata­
ban de asemejarse a los hombres? Y qué, si así fuera, me pregunta­
ba, ¿qué iban a sacar en limpio? Ante tamaña perspectiva se me 
ponían unos ojos como platos. 
Por suerte para mis padres, mis dos hermanos mayores eran ·nor­
males. Alex, el mayor, que desde que nació fue todo un caballero, 
parecía un poco desconcertado, pero siempre se mostraba amable y 
complaciente. Todo lo contrario que Teddy, el mediano, que no para­
ba de hacer de las suyas y que, además de ser quien ponía los motes 
en la familia, era de trato imposible. Él fue el impulsor de Ned. 
Solo así se comprenderá el hondo significado que tenía Ned, no 
porque tuviese mucho que ver con que yo fuese un chicazo, sino por las 
dificultades que una cosa así provoca durante la adolescencia, esa época 
de la vida de un marimacho en que la madurez sexual y la identidad de 
género se dan de bofetadas en el más desagradable de los sentidos. 
Tener hermanos mayores significaba que las chicas que ellos 
conocían y que les gustaban llegaban a la pubertad antes que yo. 
Todas las chicas que traté entonces pasaban por esa etapa tan angus­
tiosa, porque tener el periodo, con lo que eso conlleva, y el inci­
piente desarrollo de los pechos, era el umbral que todas anhelába­
mos cruzar. De eso dependía todo. Esa transformación significaba 
que, de pronto, una ya era capaz de llamar la atención de la otra 
mitad de la especie. Hasta ese momento, una chica no era sino una 
criatura de rodillas y codos sucios, sin nada que enseñar aparte de 
unos cuantos huecos entre los dientes. Hasta entonces, una no era 
más que la última con la que se contaba para jugar a la pelota y, en 
mi caso, la inevitable y pelmaza hermana pequeña a quien nadie 
respetaba. Pero aquellos pimpollos que mi hermano mayor y sus 
amigos se comían con los ojos, las chicas de sexto, lisas como 
tablas, de labios relucientes y sujetador de relleno, tenían algo que 
nos llevaba a las pilluelas desgarbadas como yo a mirarlas por enci­
ma del hombro con gesto torcido y envidioso. No habernos desarro­
llado todavía era un asunto delicado que más valía dejar de lado. 
Para eso están los hermanos quisquillosos, para abordar lo ina­
bordable. 
18 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@
juguete de mis hermanos con sus cuchillas? ¿Por qué la única 
muñeca que había tenido, o me había gustado, era una Juana de 
Arco con su armadura y todo? 
Lo cierto es que no hay una explicación. Al igual que en lo 
tocante al sexo y a la sexualidad, la identidad de género, al parecer, 
reside en los genes, pero no sabemos cuál es la causa de que se pro­
duzca una desviación. A lo mejor es cuestión de un cruce de cables 
o algo similar, en lo que a las hormonas se refiere. Se trata de una
teoría como otra cualquiera para explicar que una chicahaya nacido
homosexual, mucho antes de que sepa lo que significa el deseo o
qué sean los referentes culturales, y se vuelva loca por tener un
casco o unas botas de senderismo. Sea lo que sea, yo era la feliz y
torcida consecuencia de alguna glándula o helicoide malogrados, un
azar que, en las tardes de verano, me llevaba a jugar a Tarzán subida
al manzano, o a disfrazarme como todo un drag en Halloween a la
temprana edad de siete años.
Mi madre siempre dijo que tenía que haberlo sospechado 
desde entonces, es decir, desde el momento en que me puse uno de 
los bléiser de mi padre y un sombrero de ala ancha, me pinté una 
barba y unos bigotes y me fui a la calle para exigir truco o trato 
junto a las demás hadas y brujas . La explicación que le di fue que 
me había disfrazado de viejo; de hecho, me había puesto un cojín 
bajo el bléiser, para simular que tenía barriga, y además llevaba un 
bastón. 
Pero ¿cómo podría haberlo sabido si, a lo mejor, lo único que 
hacía era imitarla? Porque mi madre era actriz, y durante mi infan­
cia me pasé muchos veranos correteando entre bastidores o espián­
dola en su camerino mientras se preparaba para una representación. 
Una de sus mejores actuaciones era un papel doble en el que repre­
sentaba a Shen Te y al señor Shui Ta, de La buena persona de
Sezuan, de Bertolt Brecht. Shen Te es una ex prostituta de buen 
corazón que regenta un estanco en la provincia china de Sezuan. 
Víctima de unos estafadores desaprensivos, que la tratan como a 
una zapatilla, Shen Te está a punto de verse en la ruina y, con el fin 
de sacar adelante el negocio, se hace pasar por un hombre, el señor 
Shui Ta, su implacable primo, que se hace cargo del trabajo sucio 
de cobrar las deudas y librarla de gorrones y ladrones. 
PUESTA A PUNTO 19 
¿ Cómo, al representar ese papel, podía imaginarse mi madre 
que algo así llegase a afectar hasta tal punto a una niña a la que ya 
le encantaba disfrazarse? ¿Acaso en la vida real las mujeres trata­
ban de asemejarse a los hombres? Y qué, si así fuera, me pregunta­
ba, ¿qué iban a sacar en limpio? Ante tamaña perspectiva se me 
ponían unos ojos como platos. 
Por suerte para mis padres, mis dos hermanos mayores eran ·nor­
males. Alex, el mayor, que desde que nació fue todo un caballero, 
parecía un poco desconcertado, pero siempre se mostraba amable y 
complaciente. Todo lo contrario que Teddy, el mediano, que no para­
ba de hacer de las suyas y que, además de ser quien ponía los motes 
en la familia, era de trato imposible. Él fue el impulsor de Ned. 
Solo así se comprenderá el hondo significado que tenía Ned, no 
porque tuviese mucho que ver con que yo fuese un chicazo, sino por las 
dificultades que una cosa así provoca durante la adolescencia, esa época 
de la vida de un marimacho en que la madurez sexual y la identidad de 
género se dan de bofetadas en el más desagradable de los sentidos. 
Tener hermanos mayores significaba que las chicas que ellos 
conocían y que les gustaban llegaban a la pubertad antes que yo. 
Todas las chicas que traté entonces pasaban por esa etapa tan angus­
tiosa, porque tener el periodo, con lo que eso conlleva, y el inci­
piente desarrollo de los pechos, era el umbral que todas anhelába­
mos cruzar. De eso dependía todo. Esa transformación significaba 
que, de pronto, una ya era capaz de llamar la atención de la otra 
mitad de la especie. Hasta ese momento, una chica no era sino una 
criatura de rodillas y codos sucios, sin nada que enseñar aparte de 
unos cuantos huecos entre los dientes. Hasta entonces, una no era 
más que la última con la que se contaba para jugar a la pelota y, en 
mi caso, la inevitable y pelmaza hermana pequeña a quien nadie 
respetaba. Pero aquellos pimpollos que mi hermano mayor y sus 
amigos se comían con los ojos, las chicas de sexto, lisas como 
tablas, de labios relucientes y sujetador de relleno, tenían algo que 
nos llevaba a las pilluelas desgarbadas como yo a mirarlas por enci­
ma del hombro con gesto torcido y envidioso. No habernos desarro­
llado todavía era un asunto delicado que más valía dejar de lado. 
Para eso están los hermanos quisquillosos, para abordar lo ina­
bordable. 
20 UN HOMBRE HECHO A SÍ MlSM@ 
Un día, al volver del colegio, Teddy y sus amigos me vieron 
jugando con mis soldaditos de plástico en el jardín delante de casa. 
Aburridos corno de costumbre, comenzaron a burlarse de que aún 
no me hubiera desarrollado: lo inabordable. Me acurruqué con la 
esperanza de que, si no les decía nada, se les pasaría. Pero aquel 
día Teddy se encontraba inspirado. El nombre Ned era muy común 
por entonces y, en sus bromas de mal gusto, todos lo sacaban a 
relucir, si bien no merecía la pena ni pararse a pensar en semejante 
cosa. Hasta que Teddy alzó la voz sobre la de todos los demás y 
gritó aquello que jamás se me olvidará y que consiguió sacarme de 
mis casillas: 
«Culo de Ned y sin tetas». 
Aunque parezca increíble, bastó aquel comentario para que 
todos se carcajeasen escandalosamente. 
Pero era la verdad. Ned no tenía culo ni tetas, de sobra lo sabía 
Ned, y no le hacía ninguna gracia. Ni siquiera alcé la cabeza, y 
comencé a arrancar hierbas a puñados. En ese instante, y sin venir a 
cuento -¿quién podría encontrar una buena razón para explicar qué 
impulsa a un adolescente a hacer algo?-, Teddy balanceó las cade­
ras desde atrás hacia delante de forma insinuante, igual que pudiera 
hacerlo una jovencita dotada de caderas o culo, mientras canturrea­
ba «¡meneíto!». Como es natural, a sus amigos aquello les pareció 
tan gracioso que lo secundaron al instante. 
Entonces sí que salté. Ver cómo cinco chavales ridiculizaban en 
voz alta y ante todo el mundo mi penosa y patética prepubertad fue 
demasiado para mí. Me puse en pie, me fui al garaje y salí de allí 
con los dientes apretados de tanta rabia como llevaba dentro, blan­
diendo uno de los palos de jóquey sobre hielo de Teddy. A los chi­
cos aquella actitud les pareció aún más divertida, lo que acabó por . 
sacarme más de quicio, si cabe. Me pasé una hora persiguiéndolos 
por todo el vecindario, con el palo de jóquey en la mano, mientras 
ellos no paraban de reírse, de contonearse y de gritar aquello de 
«¡meneíto!», y seguían corriendo y escondiéndose, y yo no dejaba 
de acosarlos, de gritar y de amenazarlos. 
Así fue como nació Ned. Lo cierto es que fue en aquella ocasión 
cuando dio comienzo el asunto del que trata este libro, es decir, gra­
cias a aquel Ned que carecía de culo y de tetas. 
PUESTA A PUNTO 21 
Ned sería mi nuevo nombre, y el punto de partida de mi identi­
dad como hombre. Una vez tomada la decisión de que iba a ser 
Ned, me quedaba mucho por hacer antes de aspirar a hacerme pasar 
por un hombre cabal según las convenciones al uso. El primer paso, 
y el más importante, era cómo conseguir una barba más creíble que 
aquella versión improvisada que mi amiga drag king me había ense­
ñado a ponerme años atrás, algo que, visto de cerca, pareciese real 
durante todo un día o incluso, llegado el caso, por la noche. 
Como se verá, tuve la suerte de dar con una solución. Muchos 
de mis amigos trabajaban en el mundo del espectáculo, y no fueron 
pocos los que me ayudaron a que Ned llegase a hacerse realidad. 
Tomé la decisión de consultárselo a Ryan, un artista del maqui­
llaje a quien conocía, que me habló de una técnica para el vello 
facial a la que él había recurrido con motivo de una representación· 
reciente. Me aseguró que, si la usaba con moderación, podría ser 
más que suficiente para andar por la calle. 
Se trataba de algo más sutil y especializado que el trabajo de 
encolado que había puesto en practica en el Village, pero también 
mucho más sencillo, a fin de cuentas. 
Ryan me aconsejó que utilizase pelo de lana crepé, en lugar del mío 
propio o el de otra persona. Se trata de un pelo trenzado que se vende 
ya así, y que cualquiera puede adquirir en casas de maquillaje especiali-
zadas. Está disponible en todos los colores imaginables,desde el rubio 
platino al negro azabache, lo que me permitió adquirir el tono más ade­
cuado al color de mi cabello, además de disponer de una reserva, sin 
necesidad de hacerme una carnicería en el corte de pelo que llevaba. 
Ryan me enseñó a desenhebrar las trenzas, a peinar aquellos hilos 
y a reunir los extremos con los dedos índice y pulgar, y cortarlos al 
milímetro o en trocitos muy pequeños con unas tijeras de peluquero. 
También me aconsejó que lo mejor era hacerlo encima de un papel en 
blanco y distribuirlos de modo uniforme para evitar que los pelos se 
apelotonasen cuando me los pusiese en la cara. Seguí su consejo, y 
recurrí a una brocha de maquillaje, una grande, de las de colorete, 
para la barbilla y las mejillas, o sea, para el vello facial, y otra de esas 
pequeñas, de las de sombra de ojos, para el labio superior. 
A continuación, me aplicó una crema adherente de lanolina y 
cera de abeja en aquellas partes de la cara donde quería pegarme la 
20 UN HOMBRE HECHO A SÍ MlSM@ 
Un día, al volver del colegio, Teddy y sus amigos me vieron 
jugando con mis soldaditos de plástico en el jardín delante de casa. 
Aburridos corno de costumbre, comenzaron a burlarse de que aún 
no me hubiera desarrollado: lo inabordable. Me acurruqué con la 
esperanza de que, si no les decía nada, se les pasaría. Pero aquel 
día Teddy se encontraba inspirado. El nombre Ned era muy común 
por entonces y, en sus bromas de mal gusto, todos lo sacaban a 
relucir, si bien no merecía la pena ni pararse a pensar en semejante 
cosa. Hasta que Teddy alzó la voz sobre la de todos los demás y 
gritó aquello que jamás se me olvidará y que consiguió sacarme de 
mis casillas: 
«Culo de Ned y sin tetas». 
Aunque parezca increíble, bastó aquel comentario para que 
todos se carcajeasen escandalosamente. 
Pero era la verdad. Ned no tenía culo ni tetas, de sobra lo sabía 
Ned, y no le hacía ninguna gracia. Ni siquiera alcé la cabeza, y 
comencé a arrancar hierbas a puñados. En ese instante, y sin venir a 
cuento -¿quién podría encontrar una buena razón para explicar qué 
impulsa a un adolescente a hacer algo?-, Teddy balanceó las cade­
ras desde atrás hacia delante de forma insinuante, igual que pudiera 
hacerlo una jovencita dotada de caderas o culo, mientras canturrea­
ba «¡meneíto!». Como es natural, a sus amigos aquello les pareció 
tan gracioso que lo secundaron al instante. 
Entonces sí que salté. Ver cómo cinco chavales ridiculizaban en 
voz alta y ante todo el mundo mi penosa y patética prepubertad fue 
demasiado para mí. Me puse en pie, me fui al garaje y salí de allí 
con los dientes apretados de tanta rabia como llevaba dentro, blan­
diendo uno de los palos de jóquey sobre hielo de Teddy. A los chi­
cos aquella actitud les pareció aún más divertida, lo que acabó por . 
sacarme más de quicio, si cabe. Me pasé una hora persiguiéndolos 
por todo el vecindario, con el palo de jóquey en la mano, mientras 
ellos no paraban de reírse, de contonearse y de gritar aquello de 
«¡meneíto!», y seguían corriendo y escondiéndose, y yo no dejaba 
de acosarlos, de gritar y de amenazarlos. 
Así fue como nació Ned. Lo cierto es que fue en aquella ocasión 
cuando dio comienzo el asunto del que trata este libro, es decir, gra­
cias a aquel Ned que carecía de culo y de tetas. 
PUESTA A PUNTO 21 
Ned sería mi nuevo nombre, y el punto de partida de mi identi­
dad como hombre. Una vez tomada la decisión de que iba a ser 
Ned, me quedaba mucho por hacer antes de aspirar a hacerme pasar 
por un hombre cabal según las convenciones al uso. El primer paso, 
y el más importante, era cómo conseguir una barba más creíble que 
aquella versión improvisada que mi amiga drag king me había ense­
ñado a ponerme años atrás, algo que, visto de cerca, pareciese real 
durante todo un día o incluso, llegado el caso, por la noche. 
Como se verá, tuve la suerte de dar con una solución. Muchos 
de mis amigos trabajaban en el mundo del espectáculo, y no fueron 
pocos los que me ayudaron a que Ned llegase a hacerse realidad. 
Tomé la decisión de consultárselo a Ryan, un artista del maqui­
llaje a quien conocía, que me habló de una técnica para el vello 
facial a la que él había recurrido con motivo de una representación· 
reciente. Me aseguró que, si la usaba con moderación, podría ser 
más que suficiente para andar por la calle. 
Se trataba de algo más sutil y especializado que el trabajo de 
encolado que había puesto en practica en el Village, pero también 
mucho más sencillo, a fin de cuentas. 
Ryan me aconsejó que utilizase pelo de lana crepé, en lugar del mío 
propio o el de otra persona. Se trata de un pelo trenzado que se vende 
ya así, y que cualquiera puede adquirir en casas de maquillaje especiali-
zadas. Está disponible en todos los colores imaginables, desde el rubio 
platino al negro azabache, lo que me permitió adquirir el tono más ade­
cuado al color de mi cabello, además de disponer de una reserva, sin 
necesidad de hacerme una carnicería en el corte de pelo que llevaba. 
Ryan me enseñó a desenhebrar las trenzas, a peinar aquellos hilos 
y a reunir los extremos con los dedos índice y pulgar, y cortarlos al 
milímetro o en trocitos muy pequeños con unas tijeras de peluquero. 
También me aconsejó que lo mejor era hacerlo encima de un papel en 
blanco y distribuirlos de modo uniforme para evitar que los pelos se 
apelotonasen cuando me los pusiese en la cara. Seguí su consejo, y 
recurrí a una brocha de maquillaje, una grande, de las de colorete, 
para la barbilla y las mejillas, o sea, para el vello facial, y otra de esas 
pequeñas, de las de sombra de ojos, para el labio superior. 
A continuación, me aplicó una crema adherente de lanolina y 
cera de abeja en aquellas partes de la cara donde quería pegarme la 
22 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
barba. Se trata de un procedimiento que tiene muchas más ventajas 
que el engrudo de cola. Es invisible, mientras que la cola tiende a 
ponerse blanca en contacto con la piel y acaba por notarse, a no ser 
que uno luzca una barba completa, algo que no resulta muy creíble 
en el rostro de una mujer a la luz del día. (Lo sé porque hice la 
prueba.) Además, es una crema que no daña la piel y que se puede 
limpiar con un desmaquillador hidratante, mientras que, en el caso 
de la cola, hay que utilizar una disolución de acetona realmente 
abrasiva. La cola, por otra parte, se vuelve almidonada y se seca 
con rapidez, lo que no ocurre con la crema, permitiéndome una 
mayor libertad de movimientos y una expresión más natural, algo 
fundamental desde mi punto de vista, si quería que Ned fuese un 
personaje creíble. 
A temperatura ambiente es una crema más bien densa, que no es 
fácil de extender, por lo que Ryan me aconsejó que, antes de dárme­
la, utilizase un secador de pelo durante unos segundos, hasta conse­
guir una textura que me permitiera aplicármela con suavidad. Poco 
a poco me untó la cara con aquella crema, me limpió los bordes y 
me pasó la brocha levemente por toda la cara hasta que la barbilla 
y el labio superior quedaron cubiertos de una barba incipiente. 
Con el tiempo fui puliendo el procedimiento hasta descubrir que 
tas tijeras no bastaban para conseguir unos pelos lo bastante peque­
ños. Si eran demasiado largos, más parecía que los llevase pegados 
a la cara, no que naciesen de ella. Para que no pareciesen más que 
puntos, necesitaba cortarlos lo más pequeños que pudiera. Para con­
seguirlo, o acercarme a ello lo máximo posible, no se me ocurrió 
nada mejor que comprarme una maquinilla de afeitar eléctrica y 
pasarla por los extremos de aquellos pelos, hasta conseguir unos tro­
zos similares a los de una barba incipiente que, una vez adheridos, 
podían pasar por una barba al final del día. 
En cuanto a la barba, la clave residía en no insistir demasiado 
sobre el particular. Como la mayoría de las mujeres, mi piel no solo 
es más suave al tacto, sino mucho más lisa a simplevista que la de 
los hombres, aparte de que soy pálida y de mejillas sonrosadas. Por 
eso, cuando me presentaba como Ned, la gente siempre me decía 
que, a pesar de las canas, no aparentaba treinta y cinco años, ni 
mucho menos. Pero cuando la piel de una pasa de ser como los 
PUESTA A PUNTO 23 
r
melocotones con nata, a la altura de los pómulos, a la de Don Jon­
son, en la parte inferior, una acaba por guardar un cierto parecido 
con Fred Flintstone. De modo que tenía que ser prudente para que 
no se me fuera la mano con aquella barba inc�piente, sino mantener­
me dentro de los límites en los que podría desenvolverse con natura­
lidad un apuesto joven barbilampiño de piel delicada. 
Para conseguir un perfil más anguloso, me fui a una peluquería 
y pedí que me cortasen el pelo a navaja, un corte que no me gusta 
nada, pero que, en aquellas circunstancias, me vendría muy bien 
para masculinizar la cabeza. A continuación fui a una óptica y 
adquirí dos pares de gafas de montura rectangular con el fin de 
acentuar también las aristas de la cara. Un par de montura metálica, 
para aquellas ocasiones en las que quisiera parecer más desenfada-
da; otro par era de concha, para cuando necesitase ir más arreglada, 
como en el trabajo o para acudir a una cita. 
Con la barba y el corte a navaja, las gafas contribuyeron so­
bremanera a que me viese a mí misma como una persona distinta, 
aunque se trataba de una transformación más psicológica que de 
otra índole, y me llevó su tiempo adaptarme a ella. En un primer 
momento no me resultó nada fácil verme a mí misma tal y como era 
pero con unos cuantos pelos adheridos a la cara. Toda mi vida había 
contemplado aquel rostro y casi siempre había llevado el pelo corto. 
Aquella barba incipiente no cambiaba mucho las cosas: todavía era 
la misma. Pero las gafas sí que lo hicieron, o fueron un primer paso, 
cuando menos. A partir de aquel momento la situación se convirtió 
en un rompecabezas al que jugaba conmigo misma y, antes de que 
me diese cuenta, con todos los que me rodeaban. 
En un primer momento andaba tan preocupada por si me des­
cubrían, por si no estaba a la altura de las circunstancias, que 
siempre llevaba las gafas para que el disfraz resultase más creíble, 
además de una gorra de béisbol y la barba meticulosamente adhe­
rida, como cabe imagina. Con el paso del tiempo, me sentía más 
segura con aquel disfraz, más metida en mi personaje, y comencé 
a proyectar una imagen masculina mucho más natural; los apoyos a 
los que había recurrido para conseguir dicha imagen fueron per­
diendo valor, hasta el punto de que, en ocasiones, ni siquiera los 
necesitaba. 
22 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
barba. Se trata de un procedimiento que tiene muchas más ventajas 
que el engrudo de cola. Es invisible, mientras que la cola tiende a 
ponerse blanca en contacto con la piel y acaba por notarse, a no ser 
que uno luzca una barba completa, algo que no resulta muy creíble 
en el rostro de una mujer a la luz del día. (Lo sé porque hice la 
prueba.) Además, es una crema que no daña la piel y que se puede 
limpiar con un desmaquillador hidratante, mientras que, en el caso 
de la cola, hay que utilizar una disolución de acetona realmente 
abrasiva. La cola, por otra parte, se vuelve almidonada y se seca 
con rapidez, lo que no ocurre con la crema, permitiéndome una 
mayor libertad de movimientos y una expresión más natural, algo 
fundamental desde mi punto de vista, si quería que Ned fuese un 
personaje creíble. 
A temperatura ambiente es una crema más bien densa, que no es 
fácil de extender, por lo que Ryan me aconsejó que, antes de dárme­
la, utilizase un secador de pelo durante unos segundos, hasta conse­
guir una textura que me permitiera aplicármela con suavidad. Poco 
a poco me untó la cara con aquella crema, me limpió los bordes y 
me pasó la brocha levemente por toda la cara hasta que la barbilla 
y el labio superior quedaron cubiertos de una barba incipiente. 
Con el tiempo fui puliendo el procedimiento hasta descubrir que 
tas tijeras no bastaban para conseguir unos pelos lo bastante peque­
ños. Si eran demasiado largos, más parecía que los llevase pegados 
a la cara, no que naciesen de ella. Para que no pareciesen más que 
puntos, necesitaba cortarlos lo más pequeños que pudiera. Para con­
seguirlo, o acercarme a ello lo máximo posible, no se me ocurrió 
nada mejor que comprarme una maquinilla de afeitar eléctrica y 
pasarla por los extremos de aquellos pelos, hasta conseguir unos tro­
zos similares a los de una barba incipiente que, una vez adheridos, 
podían pasar por una barba al final del día. 
En cuanto a la barba, la clave residía en no insistir demasiado 
sobre el particular. Como la mayoría de las mujeres, mi piel no solo 
es más suave al tacto, sino mucho más lisa a simple vista que la de 
los hombres, aparte de que soy pálida y de mejillas sonrosadas. Por 
eso, cuando me presentaba como Ned, la gente siempre me decía 
que, a pesar de las canas, no aparentaba treinta y cinco años, ni 
mucho menos. Pero cuando la piel de una pasa de ser como los 
PUESTA A PUNTO 23 
r
melocotones con nata, a la altura de los pómulos, a la de Don Jon­
son, en la parte inferior, una acaba por guardar un cierto parecido 
con Fred Flintstone. De modo que tenía que ser prudente para que 
no se me fuera la mano con aquella barba inc�piente, sino mantener­
me dentro de los límites en los que podría desenvolverse con natura­
lidad un apuesto joven barbilampiño de piel delicada. 
Para conseguir un perfil más anguloso, me fui a una peluquería 
y pedí que me cortasen el pelo a navaja, un corte que no me gusta 
nada, pero que, en aquellas circunstancias, me vendría muy bien 
para masculinizar la cabeza. A continuación fui a una óptica y 
adquirí dos pares de gafas de montura rectangular con el fin de 
acentuar también las aristas de la cara. Un par de montura metálica, 
para aquellas ocasiones en las que quisiera parecer más desenfada-
da; otro par era de concha, para cuando necesitase ir más arreglada, 
como en el trabajo o para acudir a una cita. 
Con la barba y el corte a navaja, las gafas contribuyeron so­
bremanera a que me viese a mí misma como una persona distinta, 
aunque se trataba de una transformación más psicológica que de 
otra índole, y me llevó su tiempo adaptarme a ella. En un primer 
momento no me resultó nada fácil verme a mí misma tal y como era 
pero con unos cuantos pelos adheridos a la cara. Toda mi vida había 
contemplado aquel rostro y casi siempre había llevado el pelo corto. 
Aquella barba incipiente no cambiaba mucho las cosas: todavía era 
la misma. Pero las gafas sí que lo hicieron, o fueron un primer paso, 
cuando menos. A partir de aquel momento la situación se convirtió 
en un rompecabezas al que jugaba conmigo misma y, antes de que 
me diese cuenta, con todos los que me rodeaban. 
En un primer momento andaba tan preocupada por si me des­
cubrían, por si no estaba a la altura de las circunstancias, que 
siempre llevaba las gafas para que el disfraz resultase más creíble, 
además de una gorra de béisbol y la barba meticulosamente adhe­
rida, como cabe imagina. Con el paso del tiempo, me sentía más 
segura con aquel disfraz, más metida en mi personaje, y comencé 
a proyectar una imagen masculina mucho más natural; los apoyos a 
los que había recurrido para conseguir dicha imagen fueron per­
diendo valor, hasta el punto de que, en ocasiones, ni siquiera los 
necesitaba. 
24 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
Si las cosas se hacen con convicción, la gente acepta lo que uno 
le transmite. A medida que la gente que me rodeaba acababa por 
admitirlo, incluso yo misma comencé a aceptar de mejor grado la 
imagen que me devolvía el espejo. 
Tras adquirir un perfecto dominio de la cabeza y del rostro, 
comencé a centrarme en el cuerpo. 
Lo primero era encontrar el modo de disimular los pechos. Aun­
que los tenga pequeños, la cosa no deja de tenersu intríngulis, 
máxime si el mayor empeño de una consiste en parecer lo más lisa 
posible. Primero intenté lo más obvio: un vendaje. Adquirí dos ven­
das de diez centímetros de ancho, me las coloqué tan prietas como 
pude y las sujeté con esparadrapo quirúrgico para estar segura de 
que no se me aflojarían a eso del mediodía. Conseguí un pecho tan 
liso como una tabla, pero me costaba respirar y me fatigaba. Ade­
más, y según estuviese sentada, las vendas se me caían al cabo de 
un rato, y empujaban ambos pechos hacia arriba, en lugar de dejar­
los caídos y separados. Un aspecto poco atractivo para un hombre. 
Al final, lo que mejor funcionó fueron los sujetadores deporti­
vos sin relleno. Los compré de dos tallas más pequeños y lisos por 
delante. Desnuda no estaba como una tabla, pero debajo de una 
camisa amplia y con un atuendo un poco imaginativo no quedaban 
nada mal. Eran la solución más fiable: nunca se movían y nunca se 
caían. Sin embargo, se me clavaban en los hombros y en la espalda, 
sobre todo después de hacer ejercicios de musculación. 
Porque ensanché. Ese era el siguiente paso en la transformación 
de mi cuerpo. Levantamiento de pesas, montones de pesas. Lo con­
sulté con uno de los preparadores del gimnasio al que solía acudir; 
le hablé del proyecto que tenía en mente y le pedí que me aconseja­
se acerca del mejor método para masculinizar mi cuerpo sin recurrir 
a los esteroides. Me sugirió que hiciese ejercicios de musculación 
de hombros y de brazos. 
El proceso de musculación pasaba por dos etapas diferenciadas. 
La primera consistía en levantar pesas importantes mediante ejerci­
cios lentos y continuados; la segunda en ingerir el propio peso de 
uno o más en gramos de proteínas a diario. 
PUESTA A PUNTO 25 
Cada día trabajaba un músculo diferente. Una vez a la semana 
ejercitaba al máximo cada parte del cuerpo, y me tomaba un día libre 
durante los fines de semana para recuperarme. Ese era el día en el 
que comía y bebía tantas proteínas como mi organismo era capaz de 
engullir. Al cabo de seis meses había ganado siete kilos de peso. En 
comparación con la media, era todavía un chico menudo, pero lucía 
unos hombros mucho más anchos y cuadrados, lo que bastó para que 
me decidiese a dar un paso más en busca de la masculinidad. 
Para culminar mi transformación física, me dediqué a buscar 
una prótesis de pene que pareciese tan real como el de cualquier 
hombre. En un sex shop del centro de Manhattan di con algo a lo 
que suelo referirme, desde entonces, como un «conjunto blanden­
gue». Desde luego, no se trataba de un consolador, que, por su 
indeformable y completa tumescencia, me hubiera resultado incó­
modo de llevar, por no mencionar la alarma que habría podido 
suscitar entre quienes se acercasen a mí. Todo lo contrario, aquel 
artículo, al que puse el apodo de «Joe el fofo», era un miembro 
flácido, diseñado en especial para eso que buscan los drag kings
cuando hablan de marcar paquete o de un relleno para los pantalo­
nes. Era, desde luego, mucho mejor que aquellos otros conos y, al 
contrario que con ellos, me permitían disfrutar de una experiencia 
más realista de lo que era la «virilidad». Para mantenerlo en su 
sitio lo recubrí con una coquilla, porque con unos calzoncillos 
ajustados se movía demasiado de un lado para otro al ir andando y 
me desconcentraba. 
Cuando me pareció que, por fin, disponía de la anatomía básica, 
las tetas comprimidas, unos hombros cuadrados, la barba en su sitio 
y la polla convenientemente oculta, travestido por supuesto, me fui 
con Ned de compras. Le compré cosas juveniles y sin complicacio­
nes, como camisetas de rugbi, pantalones caquis y vaqueros anchos. 
No quería derrochar dinero en la compra de un traje, pero Ned nece­
sitaba ropa para ir a trabajar, así que le compré tres bléiseres, varios 
pares de pantalones de vestir, cuatro corbatas y cinco o seis camisas 
para que estuviera más presentable. Compré también unas cuantas 
camisetas blancas que, ya fuera informal o más vestida, acabaron 
por ser esenciales en mi atuendo. Me las ponía debajo de cualquier 
cosa, en parte para disimular mejor las costuras del sujetador y, en 
24 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
Si las cosas se hacen con convicción, la gente acepta lo que uno 
le transmite. A medida que la gente que me rodeaba acababa por 
admitirlo, incluso yo misma comencé a aceptar de mejor grado la 
imagen que me devolvía el espejo. 
Tras adquirir un perfecto dominio de la cabeza y del rostro, 
comencé a centrarme en el cuerpo. 
Lo primero era encontrar el modo de disimular los pechos. Aun­
que los tenga pequeños, la cosa no deja de tener su intríngulis, 
máxime si el mayor empeño de una consiste en parecer lo más lisa 
posible. Primero intenté lo más obvio: un vendaje. Adquirí dos ven­
das de diez centímetros de ancho, me las coloqué tan prietas como 
pude y las sujeté con esparadrapo quirúrgico para estar segura de 
que no se me aflojarían a eso del mediodía. Conseguí un pecho tan 
liso como una tabla, pero me costaba respirar y me fatigaba. Ade­
más, y según estuviese sentada, las vendas se me caían al cabo de 
un rato, y empujaban ambos pechos hacia arriba, en lugar de dejar­
los caídos y separados. Un aspecto poco atractivo para un hombre. 
Al final, lo que mejor funcionó fueron los sujetadores deporti­
vos sin relleno. Los compré de dos tallas más pequeños y lisos por 
delante. Desnuda no estaba como una tabla, pero debajo de una 
camisa amplia y con un atuendo un poco imaginativo no quedaban 
nada mal. Eran la solución más fiable: nunca se movían y nunca se 
caían. Sin embargo, se me clavaban en los hombros y en la espalda, 
sobre todo después de hacer ejercicios de musculación. 
Porque ensanché. Ese era el siguiente paso en la transformación 
de mi cuerpo. Levantamiento de pesas, montones de pesas. Lo con­
sulté con uno de los preparadores del gimnasio al que solía acudir; 
le hablé del proyecto que tenía en mente y le pedí que me aconseja­
se acerca del mejor método para masculinizar mi cuerpo sin recurrir 
a los esteroides. Me sugirió que hiciese ejercicios de musculación 
de hombros y de brazos. 
El proceso de musculación pasaba por dos etapas diferenciadas. 
La primera consistía en levantar pesas importantes mediante ejerci­
cios lentos y continuados; la segunda en ingerir el propio peso de 
uno o más en gramos de proteínas a diario. 
PUESTA A PUNTO 25 
Cada día trabajaba un músculo diferente. Una vez a la semana 
ejercitaba al máximo cada parte del cuerpo, y me tomaba un día libre 
durante los fines de semana para recuperarme. Ese era el día en el 
que comía y bebía tantas proteínas como mi organismo era capaz de 
engullir. Al cabo de seis meses había ganado siete kilos de peso. En 
comparación con la media, era todavía un chico menudo, pero lucía 
unos hombros mucho más anchos y cuadrados, lo que bastó para que 
me decidiese a dar un paso más en busca de la masculinidad. 
Para culminar mi transformación física, me dediqué a buscar 
una prótesis de pene que pareciese tan real como el de cualquier 
hombre. En un sex shop del centro de Manhattan di con algo a lo 
que suelo referirme, desde entonces, como un «conjunto blanden­
gue». Desde luego, no se trataba de un consolador, que, por su 
indeformable y completa tumescencia, me hubiera resultado incó­
modo de llevar, por no mencionar la alarma que habría podido 
suscitar entre quienes se acercasen a mí. Todo lo contrario, aquel 
artículo, al que puse el apodo de «Joe el fofo», era un miembro 
flácido, diseñado en especial para eso que buscan los drag kings
cuando hablan de marcar paquete o de un relleno para los pantalo­
nes. Era, desde luego, mucho mejor que aquellos otros conos y, al 
contrario que con ellos, me permitían disfrutar de una experiencia 
más realista de lo que era la «virilidad». Para mantenerlo en su 
sitio lo recubrí con una coquilla, porque con unos calzoncillos 
ajustados se movía demasiado de un lado para otro al ir andando y 
me desconcentraba. 
Cuando me pareció que, porfin, disponía de la anatomía básica, 
las tetas comprimidas, unos hombros cuadrados, la barba en su sitio 
y la polla convenientemente oculta, travestido por supuesto, me fui 
con Ned de compras. Le compré cosas juveniles y sin complicacio­
nes, como camisetas de rugbi, pantalones caquis y vaqueros anchos. 
No quería derrochar dinero en la compra de un traje, pero Ned nece­
sitaba ropa para ir a trabajar, así que le compré tres bléiseres, varios 
pares de pantalones de vestir, cuatro corbatas y cinco o seis camisas 
para que estuviera más presentable. Compré también unas cuantas 
camisetas blancas que, ya fuera informal o más vestida, acabaron 
por ser esenciales en mi atuendo. Me las ponía debajo de cualquier 
cosa, en parte para disimular mejor las costuras del sujetador y, en 
26 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
parte también, para lucir un cuello más musculoso, además de con­
seguir que las mironas no se fijasen en que no tenía nuez o que care­
cía de vello en el pecho. 
Mi última etapa en cuanto a Ned pasó por la Juilliard School for 
the Performing Arts, donde contraté los servicios de una preparado­
ra que me enseñase a hablar como un hombre. Aunque tengo una 
voz grave, me pareció que, como en tantos otros detalles, cuando 
una intenta hacerse pasar por un hombre, todas las características 
masculinas que, como mujer, una cree tener, están lejos de ser las 
propias de un hombre. 
Si bien me enseñó unas cuantas claves referentes al género 
durante las clases, hubo de transcurrir un tiempo haciéndome pasar 
por Ned antes de que cayese en la cuenta de lo diferente que es la 
forma de hablar de hombres y mujeres, y cuánto tendría que contro­
larme para no despertar sospechas como Ned. 
Me explicaba, por ejemplo: «Las mujeres no suelen saber cómo 
sacar partido de la respiración». Para hacerme una descripción y una 
demostración de dicho proceso, echó hacia delante el pecho y la 
cabeza en el momento de hablar, al tiempo que cortaba el ritmo de 
la respiración y desgranaba un torrente de palabras. 
«Por supuesto que no se trata más que de un estereotipo -me 
señaló-, pero el caso es que, por lo general, las mujeres tienden a 
hablar más deprisa y a utilizar muchas más palabras, por lo que aca­
ban por romper el ritmo de la respiración con tal de soltar todo lo 
que llevan dentro.» 
Hube de reconocer que lo que decía se correspondía con mi pro­
pia forma de hablar, que algunos amigos, en broma, habían llegado 
a calificar de torrencial. A veces me quedaba sin aliento antes de 
haber concluido mi argumentación, y o bien tenía que jadear cuando 
estaba en mitad de una perorata si quería llegar hasta el final, o lar­
gaba a toda velocidad con tal de acabar cuanto antes. 
Desde aquellas sesiones he tenido ocasión de ser testigo de 
dicho fenómeno en diversas veladas nocturnas o en restaurantes. 
Las mujeres suelen irrumpir en una conversación y se ponen a 
hablar sin parar, como si reivindicasen el derecho a ser escuchadas. 
En cambio, los hombres parecen más tranquilos y se limitan a reali­
zar intervenciones lacónicas. 
PUESTA A PUNTO 27 
No hay duda de que el control de la respiración influye en el 
tono de voz de cada cual. Ser más parca en palabras, hablar más 
despacio y controlar la respiración cuando hablaba me ayudó a 
recurrir siempre a las notas más graves de mi registro sin apartarme 
de ellas. Lo que significaba que no podía permitirme el lujo de aca­
lorarme demasiado por nada, porque, si no dominaba el ritmo de la 
respiración, mi tono de voz iría en pos de los registros más agudos. 
Por el contrario, caí en la cuenta de que relajarme y respirar profun­
damente antes de que llegase el día de hacerme pasar por Ned me 
ayudaría a dar con la entonación adecuada, mostrar un cierto empa­
que y meterme mejor en su cabeza. 
Lo de meterme en la cabeza de Ned es algo que suscita una pre­
gunta ineludible, algo que mucha gente me ha planteado al hablar 
de este libro, con vistas a definir con la mayor claridad posible cuál 
es el sentido del mismo y qué se puede sacar en limpio. 
¿Soy una transexual o una travestida, que lo he escrito para 
mostrarme tal como soy? 
En ambos casos la respuesta es no. 
Estoy segura de que, gracias a la ventaja que me proporcionaba 
la experiencia de haber vivido como un hombre de forma intermi­
tente durante un año y medio, puedo dar fe de que si fuera una tran- ¡ 
sexual o una travestida de los pies a la cabeza, a estas alturas ya me 1 
habría dado cuenta. 
O, cuando menos, me habría sentido mucho más contenta 
viviendo como Ned. 
Los transexuales suelen afirmar que el hecho de hacerse pasar 
por una persona del otro sexo les supone una inmensa y placentera 
liberación. Aseguran que se sienten como si hubiesen conseguido 
ser ellos mismos, por fin, tras haberse pasado muchos años cubier­
tos con el disfraz de otra persona. 
A mí me pasó exactamente lo contrario. 
Ser considerada y tratada como un hombre rara vez representó 
un motivo de satisfacción para mí, y nunca llegué a sentirme reali­
zada como persona. Al contrario que muchos transexuales, jamás he 
tenido la sensación de ser un hombre atrapado en un cuerpo equivo-
26 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
parte también, para lucir un cuello más musculoso, además de con­
seguir que las mironas no se fijasen en que no tenía nuez o que care­
cía de vello en el pecho. 
Mi última etapa en cuanto a Ned pasó por la Juilliard School for 
the Performing Arts, donde contraté los servicios de una preparado­
ra que me enseñase a hablar como un hombre. Aunque tengo una 
voz grave, me pareció que, como en tantos otros detalles, cuando 
una intenta hacerse pasar por un hombre, todas las características 
masculinas que, como mujer, una cree tener, están lejos de ser las 
propias de un hombre. 
Si bien me enseñó unas cuantas claves referentes al género 
durante las clases, hubo de transcurrir un tiempo haciéndome pasar 
por Ned antes de que cayese en la cuenta de lo diferente que es la 
forma de hablar de hombres y mujeres, y cuánto tendría que contro­
larme para no despertar sospechas como Ned. 
Me explicaba, por ejemplo: «Las mujeres no suelen saber cómo 
sacar partido de la respiración». Para hacerme una descripción y una 
demostración de dicho proceso, echó hacia delante el pecho y la 
cabeza en el momento de hablar, al tiempo que cortaba el ritmo de 
la respiración y desgranaba un torrente de palabras. 
«Por supuesto que no se trata más que de un estereotipo -me 
señaló-, pero el caso es que, por lo general, las mujeres tienden a 
hablar más deprisa y a utilizar muchas más palabras, por lo que aca­
ban por romper el ritmo de la respiración con tal de soltar todo lo 
que llevan dentro.» 
Hube de reconocer que lo que decía se correspondía con mi pro­
pia forma de hablar, que algunos amigos, en broma, habían llegado 
a calificar de torrencial. A veces me quedaba sin aliento antes de 
haber concluido mi argumentación, y o bien tenía que jadear cuando 
estaba en mitad de una perorata si quería llegar hasta el final, o lar­
gaba a toda velocidad con tal de acabar cuanto antes. 
Desde aquellas sesiones he tenido ocasión de ser testigo de 
dicho fenómeno en diversas veladas nocturnas o en restaurantes. 
Las mujeres suelen irrumpir en una conversación y se ponen a 
hablar sin parar, como si reivindicasen el derecho a ser escuchadas. 
En cambio, los hombres parecen más tranquilos y se limitan a reali­
zar intervenciones lacónicas. 
PUESTA A PUNTO 27 
No hay duda de que el control de la respiración influye en el 
tono de voz de cada cual. Ser más parca en palabras, hablar más 
despacio y controlar la respiración cuando hablaba me ayudó a 
recurrir siempre a las notas más graves de mi registro sin apartarme 
de ellas. Lo que significaba que no podía permitirme el lujo de aca­
lorarme demasiado por nada, porque, si no dominaba el ritmo de la 
respiración, mi tono de voz iría en pos de los registros más agudos. 
Por el contrario, caí en la cuenta de que relajarme y respirar profun­
damente antes de que llegaseel día de hacerme pasar por Ned me 
ayudaría a dar con la entonación adecuada, mostrar un cierto empa­
que y meterme mejor en su cabeza. 
Lo de meterme en la cabeza de Ned es algo que suscita una pre­
gunta ineludible, algo que mucha gente me ha planteado al hablar 
de este libro, con vistas a definir con la mayor claridad posible cuál 
es el sentido del mismo y qué se puede sacar en limpio. 
¿Soy una transexual o una travestida, que lo he escrito para 
mostrarme tal como soy? 
En ambos casos la respuesta es no. 
Estoy segura de que, gracias a la ventaja que me proporcionaba 
la experiencia de haber vivido como un hombre de forma intermi­
tente durante un año y medio, puedo dar fe de que si fuera una tran- ¡ 
sexual o una travestida de los pies a la cabeza, a estas alturas ya me 1 
habría dado cuenta. 
O, cuando menos, me habría sentido mucho más contenta 
viviendo como Ned. 
Los transexuales suelen afirmar que el hecho de hacerse pasar 
por una persona del otro sexo les supone una inmensa y placentera 
liberación. Aseguran que se sienten como si hubiesen conseguido 
ser ellos mismos, por fin, tras haberse pasado muchos años cubier­
tos con el disfraz de otra persona. 
A mí me pasó exactamente lo contrario. 
Ser considerada y tratada como un hombre rara vez representó 
un motivo de satisfacción para mí, y nunca llegué a sentirme reali­
zada como persona. Al contrario que muchos transexuales, jamás he 
tenido la sensación de ser un hombre atrapado en un cuerpo equivo-
28 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
cado. Al contrario, me siento identificada plenamente con mi condi­
ción de hembra y con mi femineidad, me gusta ser tal como soy, y 
más aún si cabe tras la experiencia de Ned. 
Como ya habrá ocasión de comprobar, hacerme pasar por Ned 
resultó ser, en muchas ocasiones, una experiencia incómoda y enlo­
quecedora en la que, lejos de identificarme con él, me sentía incó­
moda conmigo misma. Durante el tiempo en que viví como Ned 
tuve que esforzarme una barbaridad para obligarme a desempeñar 
ese papel, en ser él. Desde luego, no era algo que brotase de mí de 
forma espontánea, y, una vez alcanzado el objetivo fijado, me sentí 
encantada de verme libre del personaje. 
En cuanto a lo de travestirme, tampoco fue una experiencia 
que me dejase marcada o de la que disfrutase de un modo especial. 
No puedo negar que, cuando salí a la calle disfrazada de aquella 
manera para adentrarme en un aspecto de la vida diaria que otras 
mujeres jamás han conocido, sentí un leve escalofrío. Llevar una 
polla colgando entre las piernas resultó ser una experiencia extra­
ña y ligeramente excitante durante los dos primeros días. Pero 
aquel cosquilleo desapareció rápidamente, y no tardé en encontrar­
me con una imagen que no era la mía, para acabar reconociendo 
que solo trataba de acercarme a algo que no soy y que no desea­
ba ser. 
Lo que sigue, pues, nada tiene que ver con unas memorias escri­
tas en primera persona. No intento resolver ninguna crisis de identi­
dad sexual. Se trata, sin lugar a dudas, de aventurarse en un territo­
rio reservado. Como dan fe mis inclinaciones desde niña, siempre 
he estado, y aún lo estoy, fascinada, desconcertada y obsesionada 
con el género, ese fenómeno cultural y psicológico, cuyos linderos 
se definen de forma tan misteriosa como rígidos y fluidos se mani­
fiestan. Desde un punto de vista cultural, mi forma de ser más 
auténtica siempre se ha movido en esa frontera establecida entre lo 
masculino y lo femenino, perspectiva que me llevó a considerar este 
proyecto como un asunto mucho más serio y personal. Y lo que es 
más importante, yo misma me integré en el experimento, lo viví y 
asimilé las consecuencias. Ser Ned fue un cambio para mí, igual que 
para la gente que se movía a mi alrededor. Lo único que he preten­
dido es dejar constancia de esas vicisitudes. 
PUESTA A PUNTO 29 
Pero afirmar que yo misma llevé a cabo y registré, paso a paso, 
los resultados de dicho experimento no significa que este libro pre­
tenda ser un estudio objetivo o científico, ni por lo más remoto. 
Nada de lo que he escrito tiene un valor más allá del que se deriva 
de las observaciones de cualquier persona acerca de sus propias 
experiencias. Lo que sigue no es más que mi forma de ver las cosas, 
miope, desde luego, y no guarda ninguna relación con algo tan tras­
cendental como una declaración acerca del lugar que ocupa el géne­
ro en la sociedad estadounidense. Aunque, en la medida de lo posi­
ble, he intentado tenerlo siempre en cuenta, las opiniones que expre­
so están lastradas por mis propios prejuicios e ideas preconcebidas. 
Como mucho, este libro podrá considerarse como un documental 
sobre un viaje, limitado únicamente a un recorrido por seis ciudades 
de todo un continente; a la visión de una mujer acerca de cómo 
pueda ser, más o menos, la vida de un tío, pero desde luego no pre­
tende ser una guía de referencia del vasto y variopinto terreno en el 
que se mueven los hombres de Norteamérica. 
Aunque de sobra sabía que, antes de darle forma definitiva, lle­
garía el momento de ordenar todo el material que había obtenido de 
primera mano, tengo que decir que solo he pretendido adentrarme 
en algunos aspectos de la experiencia masculina, igual que he inten­
tado que las personas con las que me crucé, sus personalidades, la 
historia de cada una de ellas y la que compartimos en común consti­
tuyesen el meollo de este reportaje. 
Por eso, me pareció que si bien el hecho de pasear simplemente 
por la calle como si fuese un hombre podría resultar una experiencia 
interesante las dos primeras veces que lo hiciera, tal vivencia no me 
proporcionaría un material lo bastante sólido para trabajar a largo 
plazo. Enseguida caí en la cuenta de que tenía que obligar a Ned 
a pasar por experiencias diversas en las que pudiera hacer amigos, 
llevar una vida social, trabajar, quedar con alguien y ser él mismo, 
rodeado de personas que nada sabían acerca de él, pero a quienes él 
llegaría a conocer y a calibrar más que como a simples conocidos. 
Si quería dar con personajes reales y en situaciones plausibles, era 
preciso llevar a cabo una inmersión con todas las de la ley. Como 
me pareció farragoso situar al lector delante de una abigarrada lista 
de personajes a lo largo de un dilatado y confuso recorrido por una 
28 UN HOMBRE HECHO A SÍ MISM@ 
cado. Al contrario, me siento identificada plenamente con mi condi­
ción de hembra y con mi femineidad, me gusta ser tal como soy, y 
más aún si cabe tras la experiencia de Ned. 
Como ya habrá ocasión de comprobar, hacerme pasar por Ned 
resultó ser, en muchas ocasiones, una experiencia incómoda y enlo­
quecedora en la que, lejos de identificarme con él, me sentía incó­
moda conmigo misma. Durante el tiempo en que viví como Ned 
tuve que esforzarme una barbaridad para obligarme a desempeñar 
ese papel, en ser él. Desde luego, no era algo que brotase de mí de 
forma espontánea, y, una vez alcanzado el objetivo fijado, me sentí 
encantada de verme libre del personaje. 
En cuanto a lo de travestirme, tampoco fue una experiencia 
que me dejase marcada o de la que disfrutase de un modo especial. 
No puedo negar que, cuando salí a la calle disfrazada de aquella 
manera para adentrarme en un aspecto de la vida diaria que otras 
mujeres jamás han conocido, sentí un leve escalofrío. Llevar una 
polla colgando entre las piernas resultó ser una experiencia extra­
ña y ligeramente excitante durante los dos primeros días. Pero 
aquel cosquilleo desapareció rápidamente, y no tardé en encontrar­
me con una imagen que no era la mía, para acabar reconociendo 
que solo trataba de acercarme a algo que no soy y que no desea­
ba ser. 
Lo que sigue, pues, nada tiene que ver con unas memorias escri­
tas en primera persona. No intento resolver ninguna crisis de identi­
dad sexual. Se trata, sin lugar a dudas, de aventurarse en un territo­
rio reservado. Como dan fe mis inclinaciones

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