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Tan sólo sal, y no pescado, pudieron probar del gran lago, sólo les dejábamos los huesos. Todo esto lo he oído y creído —dijo el hombre blanco, al ...

Tan sólo sal, y no pescado, pudieron probar del gran lago, sólo les dejábamos los huesos. Todo esto lo he oído y creído —dijo el hombre blanco, al ver que el indio hacía una pausa—; pero fue mucho antes de que los ingleses llegaran a este territorio. Antes crecía un pino donde ahora se encuentra este castaño. Los primeros rostros pálidos que llegaron hasta nosotros no hablaban inglés. Llegaron en una gran canoa, cuando mis antepasados ya habían enterrado el hacha con los demás pieles rojas. Entonces, Ojo de halcón —continuó diciendo, únicamente dejando entrever su profunda emoción por la caída de tono en su voz, algo que dotaba de cierta musicalidad a su lenguaje—; entonces, Ojo de halcón, éramos un solo pueblo, y éramos felices. El lago salado nos daba pescado, el bosque sus ciervos, y el aire sus aves. ¡Tomamos mujeres que nos dieron descendencia; alabábamos al Gran Espíritu; y mantuvimos a los maquas más allá del sonido de nuestros cánticos triunfantes! ¿Acaso sabes algo de tu propia familia de aquel tiempo? —inquirió el blanco—. En cualquier caso, eres un hombre justo ¡para ser indio! Y como supongo que has heredado sus mismas dotes, tus antepasados tuvieron que ser valientes guerreros, así como hombres sabios a la hora de sentarse en consejo alrededor de la hoguera. Mi tribu es la abuela de todas las naciones, pero yo soy un hombre de una sola estirpe. La sangre de grandes jefes corre por mis venas, en las que ha de permanecer para siempre. Los holandeses arribaron aquí, y dieron el agua de fuego a mi gente; la bebieron hasta que les pareció que el cielo y la tierra se juntaban, e ingenuamente pensaron que habían encontrado al Gran Espíritu. Entonces se separaron de su tierra. ¡Palmo a palmo, fueron alejados de las costas, hasta el tiempo en el que yo, que soy jefe y sagamore, ya no puedo ver el sol si no es a través de los árboles, y tampoco he podido ver las tumbas de mis antepasados! Las tumbas inspiran sentimientos solemnes —contestó el explorador, muy emocionado por el sufrimiento contenido de su acompañante— y a menudo le ayudan a uno en sus buenas intenciones; aunque, en mi caso, mis huesos seguramente quedarán sin enterrar, para blanquearse en el bosque, o ser despojados y despedazados por los lobos. Pero ¿adónde pueden estar los de tu raza que llegaron a la tierra del Delaware, hace tantos veranos? ¿Dónde se han ido las flores de esos veranos, caídos, uno tras otro? Así todos los miembros de mi familia partieron, cada uno a su tiempo, hacia la tierra de los espíritus. Yo estoy ahora en la cima de la colina, y tendré también que bajar hacia el valle; y cuando Uncas siga mis pasos, ya no quedará ninguno de la sangre de los sagamores, ya que mi hijo es el último mohicano. ¡Uncas está aquí! —dijo otra voz, con el mismo tono suave y gutural, muy cerca de su lado—. ¿Quién pregunta por Uncas? Ante tan súbito alboroto, el hombre blanco había desabrochado la funda de piel de su cuchillo e hizo un movimiento instintivo para coger su carabina, mas el indio se quedó tranquilo, sin volverse siquiera para mirar. Al instante, un joven guerrero pasó entre ambos, sin hacer el menor ruido, y se sentó a la orilla del fluyente riachuelo. El padre no mostró sorpresa alguna, ni preguntó nada, ni contestó tampoco, durante varios minutos; cada cual esperó el momento en que rompería a hablar, sin hacer alarde de la curiosidad que caracteriza a las mujeres ni la impaciencia propia de los niños. El hombre blanco parecía haberse adaptado a tales costumbres, dado que había relajado la firmeza de su mano sobre la carabina, permaneciendo callado y tranquilo. Al poco tiempo, Chingachgook volvió la mirada lentamente hacia su hijo y le preguntó: —¿Se atreven los maquas a dejar las huellas de sus mocasines por estos parajes? —Les he seguido el rastro —contestó el indio joven—, y sé que son tantos como dedos tienen mis dos manos; mas se esconden como cobardes. —¡Esos ladrones están a la espera de cabelleras y botín! —dijo el blanco, a quien llamaremos Ojo de halcón, como lo hacen sus compañeros—. Ese molesto francés, Montcalm, enviará sus espías hasta las puertas de nuestro campamento, ¡pero se enterará de las medidas que tomemos! —¡Basta ya! —replicó el padre, mirando al sol poniente—. Les haremos correr como los ciervos de entre sus arbustos. Ojo de halcón, cenemos esta noche, y enseñémosles a los maquas que somos hombres mañana. —Estoy tan preparado para lo uno como para lo otro; pero para luchar contra los iroqueses es menester encontrar a esos merodeadores; y para comer, es necesario cazar… Hablando del rey de Roma, allí hay un par de astas, ¡como pocas he visto esta temporada, moviéndose entre los arbustos al pie de la colina! Ahora, Uncas —continuó comentando en voz baja, riéndose para sus adentros y concentrándose en lo que veía—, te apuesto tres cargas completas de pólvora contra un tercio de metro de collar indio, a que le acierto entre los ojos, aunque algo más a la derecha que a la izquierda. —¡No puede ser! —dijo el indio joven, levantándose con el entusiasmo propio de su edad—. ¡Sólo se ve el extremo final de su cornamenta! —¡Aún es un niño! —dijo el blanco, agitando su cabeza en señal de desaprobación mientras se dirigía a su padre—. ¿Acaso se cree que un cazador no puede discernir, guiándose por una parte de un animal, dónde está el resto de su cuerpo? Tras preparar su carabina, estaba a punto de demostrar esa habilidad de la que tanto presumía, cuando el guerrero se lo impidió, apartando su arma con la mano y preguntándole: —¡Ojo de halcón! ¿Luchas contra los maquas? —¡Estos indios conocen la naturaleza del bosque como por instinto! — contestó el explorador, bajando su carabina y alejándose, convencido de su error—. Debo dejar que mates al gamo con tu flecha, Uncas, o de lo contrario podríamos estar proporcionándoles comida a esos ladrones, los iroqueses. En cuanto el padre hubo secundado lo dicho mediante un expresivo gesto de su mano, Uncas se tiró al suelo y avanzó en dirección al animal sigilosamente. Cuando estaba a tan sólo unos metros de distancia, colocó una flecha en su arco con el máximo cuidado, a la vez que el ciervo se volvía inquieto, como si hubiese detectado la presencia de un enemigo por medio de su olfato. Al momento se oyó respingar la cuerda del arco, y una ráfaga fugaz penetró en los arbustos, haciendo que el gamo herido saltase fuera de su escondite, para caer a los mismos pies de su enemigo oculto. Esquivando las astas del enfurecido animal, Uncas se abalanzó sobre él y hundió su cuchillo en el cuello del gamo, atravesándolo de un lado a otro, tras lo cual rodó hasta el borde del río, tiñendo las aguas con su sangre. —Hecho con la habilidad de un indio —dijo el explorador, riéndose para sus adentros, aunque muy satisfecho—, ¡y fue todo un espectáculo, a pesar de que no bastó con una flecha, siendo necesario además un cuchillo para rematar la tarea! —¡Hugh! —exclamó su compañero, volviéndose rápidamente, como un sabueso que hubiese detectado una presa. —¡Por el buen Dios, habrá toda una manada de ellos! —gritó el explorador, cuyos ojos comenzaron a desvelar el ardor propio de sus actividades habituales—. ¡Si se ponen al alcance de mis balas, derribaré a uno de ellos, aunque puedan oírlo las seis naciones indias al completo! ¿Qué escuchas, Chingachgook? Para mis oídos, es como si el bosque estuviese mudo. —Sólo hay un ciervo, y está muerto —dijo el indio, agachándose hasta que su oreja prácticamente tocaba en el suelo—. ¡Oigo todo tipo de pisadas! —Quizá sean lobos que se han llevado el gamo a su guarida y continúan siguiendo el rastro de la manada. —No. ¡Se acercan caballos de hombres blancos! —contestó el otro, levantándose con dignidad y volviendo a sentarse sobre el tronco con la misma compostura que antes—. Ojo de halcón

Esta pregunta también está en el material:

El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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