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9 7 8 9 7 0 3 2 4 4 9 9 7 ISBN: 978-970-32-4499-7 EDIT002060/UNAM/PUB0024319 Temas de física Mecánica Libro 1 Mecánica Libro 1 Fermín Alberto Viniegra Heberlein FACULTAD DE CIENCIAS, UNAM Mécanica. Libro 1 1º edición, 2007 Facultad de Ciencias Circuito exterior s/n Ciudad Universitaria, México 04510, D.F. cse@fciencias.unam.mx ISBN obra completa: 978-970-32-4498-0 ISBN 1er. libro: 978-970-32-4499-7 Diseño de portada: Laura Uribe Tipografía y figuras: Mauricio Vargas Díaz Impreso y hecho en México D.R. © Universidad Nacional Autónoma de México A la memoria de mi madre Anna Helene Heberlein Lang (1910-1967) CONTENIDO Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ix Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . xv 1. Antecedentes de la mecánica . . . . . . . . . . . . 1 1.1. El orto de la mecánica . . . . . . . . . . . . . . 1 1.2. El sistema ptolemaico . . . . . . . . . . . . . . 6 1.3. Nicolás Copérnico . . . . . . . . . . . . . . . 9 1.4. Johannes Kepler y Tycho Brahe . . . . . . . . . . 12 1.5. Descartes, Stevin de Brujas y Grassmann . . . . . . . 15 1.6. Galileo Galilei . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 2. Newton y su mecánica . . . . . . . . . . . . . . . 29 2.1. Newton y sus leyes . . . . . . . . . . . . . . . 29 2.2. La cinemática: marcos inerciales y la primera ley de la me- cánica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 2.3. Las fuerzas: segunda ley . . . . . . . . . . . . . 49 2.4. Torcas y momento angular . . . . . . . . . . . . 63 2.5. Tercera ley de la mecánica y la estática . . . . . . . . 70 2.6. Sistemas de partículas . . . . . . . . . . . . . . 84 2.6.1. Despegue, vuelo e inyección en órbita de un cohete 96 2.7. Problemas del capítulo . . . . . . . . . . . . . . 103 3. Las ecuaciones de movimiento . . . . . . . . . . . 111 3.1. Trabajo y energía cinética . . . . . . . . . . . . . 111 3.2. Sistemas conservadores . . . . . . . . . . . . . . 116 3.3. El problema de los dos cuerpos . . . . . . . . . . 129 3.4. Campo central . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 vii 3.5. La teoría newtoniana de la gravitación . . . . . . . . 151 3.6. Movimiento en un campo de fuerza repulsivo: dispersión de Rutherford . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175 3.7. Inyección en órbita de un satélite artificial . . . . . . 180 3.7.1. Los parámetros keplerianos . . . . . . . . . 189 3.7.2. Tamaño de la órbita . . . . . . . . . . . . 189 3.7.3. La forma de la órbita . . . . . . . . . . . . 192 3.7.4. Orientación del plano orbital en el espacio . . . . 193 3.7.5. Orientación de la órbita . . . . . . . . . . . 194 3.7.6. El argumento del perigeo . . . . . . . . . . 197 3.7.7. La localización instantánea del satélite en su órbita 202 3.8. Astrodinámica . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 3.9. Problemas del capítulo . . . . . . . . . . . . . . 229 4. El cuerpo rígido . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 4.1. El cuerpo rígido . . . . . . . . . . . . . . . . 233 4.2. Marcos de referencia acelerados . . . . . . . . . . 250 4.3. Cinemática del cuerpo rígido . . . . . . . . . . . 270 4.4. Dinámica del cuerpo rígido . . . . . . . . . . . . 289 4.5. Satélites artificiales . . . . . . . . . . . . . . . 315 4.6. Problemas del capítulo . . . . . . . . . . . . . . 339 Contenido viii PRÓLOGO Hace ya un buen tiempo que estoy pensando en ti. Trato de imaginar cómo eres: tu edad, tu profesión, tus gustos científicos. Se trata de una cuestión muy importante para mí, porque si ya estoy decidido a escribir este libro, debo formar en mi mente una imagen tan clara como sea posible de tu per- sona, para que lo que yo escriba te sea útil e interesante. Así, el objetivo fundamental de este libro se alcanzará cabalmente: tú aprenderás este her- moso tema de la Mecánica; sus fundamentos, la historia de su desarrollo, sus técnicas de ataque y resolución de los problemas y sus aplicaciones. Quizá consiga apasionarte por este tópico tanto como yo lo estoy y tal vez logre convencerte de que se trata de una parcela del pensamiento científico y de la investigación teórica que vale la pena explorar, pues, en contra de lo que algu- nos piensan, se trata de un tema que a más de cuatrocientos años de haber visto la luz, aun guarda secretos y reserva sorpresas espléndidas. Déjame intentarlo: tú eres un joven estudiante de alguna de las carreras del área de las físico-matemáticas, como dicen por allí. Tal vez estás próxi- mo a obtener un grado de maestría en ciencias, en ingeniería o en química, así que tu edad debe ser entre los veintitrés y treinta años. Tu ambición es obtener un puesto en una universidad, o bien llegar a dirigir alguna línea de producción, o tal vez una planta, dentro del ámbito industrial de tu país. Eres inteligente, estudioso y, sobre todo, desde pequeño has tenido una enor- me curiosidad; has buscado siempre hallar explicación a la pregunta de por qué funcionan las cosas en nuestro universo y tal vez te has planteado esa otra de cómo podrían funcionar mejor. Me atrevo a pensar que tú has sido uno de esos niños que destripan juguetes, inundan sus habitaciones y se han quemado los dedos manejando sustancias peligrosas. Muy proba- blemente cuando muy joven, pusiste en serios aprietos a tus atribulados padres por las preguntas que les hacías acerca de temas que en algunas ocasiones ni siquiera habían reparado. Te gusta leer, dominas la computado- ix ra sin haber tenido que llevar curso alguno sobre su manejo y tienes buen humor. Sientes la alegría del conocimiento nuevo como el gozo de llegar a la cima de un cerro, nomás por haber llegado allí y por la oportunidad de ver todo el paisaje desde las alturas. Pero también puede ser que tú seas una persona mayor. Si, creo que vis- lumbro a alguien que es de mi profesión. Un profesor, un docente que bus- ca material para su cátedra. Alguien que siente el placer de enseñar, de pre- sentar el conocimiento de forma novedosa y variada; que trata de agarrar la atención de sus estudiantes y no soltarla más en el curso. Inducir en sus pupilos la misma pasión por el conocimiento que enseña, que la que él mismo siente y darles una formación sólida y duradera que les permita en adelante, cuando egresen de las aulas, atacar y resolver los problemas que enfrenten, incluso el de formar a su vez a otros estudiantes. No sé si mi visión haya sido correcta. No sé si tú, quien ahora lees estos renglones, realmente sientas que lo que acabo de escribir te describe aunque sólo sea un poco. Espero sinceramente que sí. Ojalá haya acertado al di- bujar con letras el perfil de quien ha decidido gastar un poco de su tiempo para buscar aquí respuestas a sus inquietudes científicas y aprender (o recor- dar) ese bellísimo modelo de la física que se conoce como la mecánica. Por otra parte, ¿qué te puedo ofrecer yo con este libro que no lo en- cuentres en otros? Pensándolo con cuidado, hay cientos de libros que han aparecido desde finales del siglo XVII sobre este mismo tema. Algunos de ellos han resultado ser obras maestras por su lucidez o por la profundidad de los conocimientos que ofrecen. Autores de la talla de A. Sommerfeld o de L. D. Landau y E. M. Lifshitz, sin contar con el propio I. Newton, re- presentan monumentos científicos y literarios muy difíciles de superar. Lo que yo intento con este libro es simplificar el aprendizaje de la me- cánica, optimizar el material que debe aprenderse y hacer ameno el proce- so de aprendizaje. Como seguramente ya te habrás enterado, la mecánica puede enfocarse desde muy variadasperspectivas. Las hay que buscan, por ejemplo, tocar el fondo de las cosas. Los autores de esta línea nos lle- van verdaderamente a las profundidades abisales; a los terrenos de la to- pología diferencial, de los espacios fibrados y los grupos extraños. Hay gus- tos para todo en este mundo y la mecánica fundamental es un tema con un atractivo muy especial para algunos. Hay otros que, por el contrario, les gus- tan solamente las aplicaciones y de ellas, esas que se pueden encontrar ya resueltas en tablas o en paquetes computacionales. Para estas personas, las Prólogo x inmersiones en aguas profundas de la mecánica no son atractivas y no están dispuestos a dar su tiempo en aras de la “metafísica” de la mecánica. Mi intención es la de proporcionarte un material didáctico que tú ciertamente puedas estudiar en dos semestres normales de mecánica den- tro de alguno de los planes de estudio de posgrados en ciencias o inge- niería que se ofrecen en el mundo. Con los conocimientos de nivel uni- versitario que muy probablemente ya tienes de álgebra, de geometría analítica, de cálculo y de ecuaciones diferenciales, no deberás enfrentar problemas mayores para asimilar el contenido de este libro. Si en algún capí- tulo vamos a requerir de cierto material no tan “ortodoxo”, entonces lo desarrollaremos de tal modo que tu aprendas ese tema matemático allí mismo, sin tener que acudir a otras fuentes bibliográficas. Tengo el deseo de desarrollar este libro en cuatro vertientes básicas: la primera es la histórica; en la medida de lo posible, trataré de contarte histo- rias breves que sirvan de soporte al tema que en ese momento estudies, con el objetivo de hacer amena la lectura, darte un descanso y permitirte que te distraigas momentáneamente del rigor del desarrollo científico. Así mismo, quiero que te ubiques históricamente en aquellas épocas en las que esos tópicos se hicieron. Estoy seguro que esas anécdotas te serán de utilidad cuando llegue el momento de dar una clase o dictar alguna conferencia sobre ello. A lo largo de treinta y cinco años, a mí me ha servido mucho in- vocar, en un determinado momento de mis exposiciones, a una historia o a un cuento para “aflojar” el ambiente, sobre todo, cuando hay que hacer una zambullida en aguas profundas de la física o las matemáticas. La segunda vertiente que desarrollaré es la de los conceptos funda- mentales; es decir, que trataré de exponerte las ideas básicas con la mayor amplitud y claridad que me sea posible. Así, las leyes de Newton que en la mayoría de los libros solamente se enuncian para que el estudioso del tema las recite como una oración, en mi libro te voy a exponer las ideas que subyacen a las leyes y quiero mostrarte también sus alcances y sus limitaciones. En fin, que deseo aprovechar la oportunidad para recrear el pensamiento prístino que desemboca en tal o cual idea y echar un vistazo a sus detalles e implicaciones. La tercera línea que pretendo seguir en este libro es la de las aplicaciones. Para expresarlo lo más claro que sea posible, deseo aterrizar toda la teoría que voy a exponerte, invocando a ejemplos y ejercicios de la vida real, en la medida en que el tema lo permita. Estoy pensando en ti, como ya lo men- Prólogo xi cioné al principio y debo imaginar que tú, siendo un ingeniero o un cien- tífico, debes estar ansioso de dar respuesta a varios problemas que te han planteado o te han estado dando vueltas en la cabeza, desde hace algún tiempo, sobre esos rubros que aquí estudiarás. Bueno, tal vez con los ejer- cicios, los ejemplos y los comentarios puedas alcanzar tus metas. Finalmente, la cuarta vertiente de este libro será la de hilvanar a la mecáni- ca con otros grandes temas de la ciencia. Deseo que me permitas, al final de ciertas unidades, mencionar la forma cómo ese tópico dio lugar a ideas den- tro de otras áreas de la ciencia, o bien, cómo fue posible comprender ciertos fenómenos que están fuera de la mecánica, pero que a partir de las ideas de la mecánica pudieron esclarecerse. Entiéndeme bien, no se va a tratar de que me ponga yo a escribir ahora sobre electromagnetismo o sobre relatividad o termodinámica. Sería tanto como salirme del tema y en cierto modo traicio- nar a la idea original. No, lo que deseo hacer es indicarte aquí y allá, a manera de pequeñas disgresiones, las ramificaciones que han brotado de la mecánica y que finalmente han dado lugar al desarrollo de nuevos temas de la ciencia, pero sin entrar en ellos propiamente. Espero haber acertado al imaginarte. Ojalá el material que aquí te pre- sento sea de utilidad y ayude a darte los conocimientos, las destrezas cien- tíficas y la habilidad para afrontar los problemas de la ciencia o la técnica que se presentarán en tu vida profesional. La escritura de este libro ha sido para mí la realización de un anhelo largamente acariciado y muchas veces pospuesto. La mecánica fue un le- gado que me dejó mi viejo profesor Juan B. de Oyarzabal cuando un día sintió que había llegado el momento de pasar la estafeta a un joven do- cente, después que él mismo la había recibido muchos años antes de su mentor y la había expuesto ante sus estudiantes en las aulas. Ese día me lla- mó a su cubículo de la universidad y sin más me invitó a tomar su cátedra e impartir la materia en los siguientes períodos lectivos. Me sentí abruma- do por aquel inesperado honor, máxime que en el claustro docente había en aquellos momentos una buena cantidad de profesores; muchos estu- pendos y de excelentes calificaciones. Desde entonces, cada vez que tengo oportunidad, imparto mi curso. Han pasado ya treinta años y sigo haciéndolo con el mismo entusiasmo y emoción con que lo hice desde el inicio. Siempre he querido materializar en la forma de un libro el conoci- miento que trato de meter en las cabezas de mis estudiantes y al mismo Prólogo xii tiempo dejar una obra tangible que pueda ser utilizada por otros que también serán mis estudiantes aunque no necesariamente lleguemos a conocernos personalmente. Ahora lo he logrado, después de casi dos años de escritura. Por las mañanas, muy temprano, antes del inicio de mis actividades en la UNAM, en mi casa, me propuse la tarea de escribir este libro. Y si tú vas a poder abrir las páginas y estudiar esta obra quiero que tomes en cuenta que, ante todo, es a aquel viejo profesor mío a quien en última instancia le debemos, tanto tú como yo la posibilidad de tenerlo en las manos. Tú, porque el conocimiento, el entusiasmo y la pasión por en- señar el tema me fue transmitida por él; esos fueron dos ingredientes indispensables que hicieron posible este libro. Por mi parte, sin ellos nun- ca hubiera tenido ese impulso para sentarme a escribirlo; me hubiera per- dido el placer que su escritura me causó. Pero para ser justo tengo que decirte que este libro tampoco hubiera podido llegar a ver la luz del día si no hubiera yo contado con la ayuda de otras personas. Muy particularmente debo expresar aquí mi sincero y profundo agradecimiento a la M. en C. Barbarela Dávila, quien actual- mente se encuentra desarrollando su tesis doctoral bajo mi dirección, y que en una forma absolutamente desinteresada, se echó a cuestas la fati- gosa tarea de transcribir mi manuscrito a una vieja y achacosa computado- ra; de importar las figuras que yo dibujé y de dibujar otras muchas. Una tarea, digo, que solamente por el entusiasmo por la lectura del tema y por el gusto por el trabajo, realizó a lo largo de estos meses. No puedo menos que expresar aquí mi agradecimiento y reconocer la invalorable ayuda que me prestó. Sin ella, esta obra, como decía, nunca hubiera podido lle- gar a ser. Fermín A. Viniegra Heberlein México, 2002 Prólogo xiii INTRODUCCIÓN La ciencia es una disciplina teórico-experimental que busca conocimiento nuevo y verdadero acerca de la naturaleza y sus procesos. Mientras mayor es ese conocimiento, las posibilidades de aplicarlo para el provecho del ser humano son mayores también y, al menos idealmente, estas aplicaciones permiten mejorar la calidadde la vida, su duración y la trascendencia de la especie en el universo. Para hacer ciencia hay que seguir una estrategia general que, excepto por pequeñas diferencias propias de cada campo del conocimiento, es la misma siempre. Esta estrategia se conoce como el método científico. Se trata de un esquema conceptual que desde su estructuración primitiva, allá por la segunda mitad del siglo XVI ha sido la guía con la cual se con- sigue el objetivo de esta rama de la actividad humana. No nació de golpe y porrazo y tampoco apareció ya totalmente estructurado hasta sus míni- mos detalles. El método científico mismo ha venido evolucionando al través del tiempo, haciéndose cada vez más preciso y más específico para cada parcela del conocimiento. Hoy en día, en efecto, esta estrategia tiene diferencias, según que se aplique a la ciencia básica que a la ingeniería o a la medicina, por citar tan solo tres de todos los ámbitos del saber donde ha sido utilizado y ha rendido resultados positivos. En términos generales, el método científico debe ejercitarse, siguiendo tres grandes etapas sucesivas; estas son, la etapa de acumulación, análisis y síntesis de la información pertinente, seguida por la de la inducción y se concluye con la etapa de la deducción. Como se indica, la primera etapa con- siste en el trabajo de hacerse de la información que concierne a ese fenó- meno, ese experimento; en fin, ese hecho que se desea investigar. Todo aquello que se juzgue a priori pertinente al objeto de la investigación y que se tenga a la mano, como son libros, artículos, reportes; así como los resultados de observaciones hechas por el interesado, o por otras personas, xv se debe acumular. Todo ese material debe ser estudiado cuidadosamente para hacer una primera clasificación y evaluación de su contenido. Hay que descartar lo que no sea relevante y hay que conservar lo importante. Aquí comienza el conocimiento, cuando de pronto, en toda aquella maraña de libros, artículos, fotos, gráficas, comienzan a notarse ciertos rasgos; ciertas tendencias sistemáticas. Esta es la fase de la síntesis del conocimiento. Con toda esa información clasificada y analizada; con todos esos deta- lles y rasgos importantes sintetizados, el científico está en condiciones de dar el segundo gran paso en su trabajo: establecer ciertos asertos generales, a partir de la experiencia acumulada. Esta es la fase de la inducción. Esta es, quizá, la etapa más difícil y azarosa de todo el proceso, pues inducir; esto es, afirmar (o negar) cuestiones generales a partir de datos particulares; ir de lo particular a lo general, es algo que al humano le cuesta mucho tra- bajo y con frecuencia se equivoca. Hay una buena cantidad de dolorosos ejemplos de equivocaciones conocidas en distintas partes del ámbito cien- tífico, como aquella que se dio recientemente, cuando se descubrió que las piedras fundamentales para la vida no necesariamente son aquellas que se habían establecido en la primera mitad del siglo XX y que se referían al bióxido de carbono, en particular, que junto con el agua y el amoniaco deben conducir a la formación de amino ácidos y estas moléculas, a su vez, enlazarse e imbricarse con otros compuestos para dar lugar a las macro- moléculas que adquieren la facultad de auto repetirse. Estas ideas, desarro- lladas a partir de las inducciones de un bioquímico ruso: A. I. Oparin (1894-1980) fueron, por ejemplo, las que llevaron a los exploradores del planeta Marte a afirmar que en ese mundo no hay vida, allá por los 70´s del siglo pasado. Hoy en día, con la evidencia acumulada aquí mismo, en el planeta Tierra, en las profundas chimeneas volcánicas del fondo del mar, se ha podido comprobar que no sólo de bióxido de carbono, sino también de óxidos de azufre se puede dar el fenómeno de la vida. Estos descubrimientos echaron abajo toda aquella teoría y dieron nuevos bríos a la búsqueda de vida extraterrestre. Aquella inducción, fundamentada en evidencias ciertas, pero insuficientes, condujeron a errores que obligaron a regresar al punto de partida, buscar más información, hacer una nueva clasificación de ella y realizar una síntesis de mayor alcance; más potente, por decirlo de alguna manera. Entonces, la inducción permitió dar un concepto de los fundamentos de la vida más amplio. Hoy en día, a la luz de estas investigaciones, se sabe que la vida, en formas diversas, surge con Introducción xvi facilidad en una dilatada gama de condiciones: desde los gélidos ambientes polares y estelares, hasta las ardientes aguas de las chimeneas abisales. Ello ha llevado a pensar, así mismo, que casi en cualquier lugar del universo donde existan condiciones para la formación de compuestos básicos, puede haber vida. El camino de la creación se ha bifurcado; cada vez más y con mayor evidencia se ve que aquel acto divino que colocaba al planeta Tierra en el mero centro del universo, fue mucho más amplio ya que involucró a todo él en ese formidable plan de dotarlo de inteligencia. Y como en un tobogán por el cual se deslizan los niños, así el método científico permite al investigador acceder a conocimiento nuevo una vez que ha ascendido por la empinada y peligrosa escalera de la inducción. Así, una vez que se han alcanzado esos hitos a partir del proceso inductivo, la tercera etapa del proceso: la fase deductiva, da comienzo. Aquí por lo con- trario de la parte inductiva, hay que partir de aquellos asertos generales a los que se había llegado y realizar el descenso (como en un tobogán), hasta alcanzar las conclusiones menudas y prolijas que permitió el modelo. Nuevamente, la experimentación y la observación aparecen en el proce- so. Cada resultado de una deducción hay que contrastarlo, en el laboratorio o en el observatorio, con los datos, con las fotografías y gráficas que se obtienen aquí, para estar cada vez más seguros de aquel modelo teórico que se había estructurado a partir de la síntesis, con asertos inductivos. Estos hallazgos constituirán más tarde, los elementos que otros investigadores usarán como puntos de partida para hacer sus propios ascensos por las mon- tañas de la inducción y llegar a proponer hipótesis más generales, con las cuales el modelo actual amplíe sus alcances y fortalezca su estructura; o bien, en el caso de que algún resultado experimental contradiga de algún modo a la teoría, se deba demoler ésta completa o parcialmente y se ten- ga que iniciar de nueva cuenta el trabajo de construir un modelo teórico que remonte las fallas que el anterior exhibió y que no tenga puntos de dis- crepancia con la naturaleza. Así es el camino de la ciencia. El método científico comenzó a ser estructurado en su forma más pri- mitiva en el siglo XVI, cuando Nicolás Copérnico inició la práctica de observar el cielo con una tabla ranurada, anotar ordenadamente los datos de sus observaciones en hojas y hojas de registro, a lo largo de treinta años, para luego con ellos, hacer dibujos con las posiciones de los planetas, re- feridas al Sol. Fue así como Copérnico pudo, al fin de tantos años de pa- ciente trabajo, llegar a la afirmación de que los planetas giran alrededor Introducción xvii del Sol y no, como se creía hasta entonces, que la Tierra es el centro del sistema y a su alrededor, tanto el Sol, como la Luna y el resto de los plane- tas conocidos, giran describiendo sus trayectorias. Así fue como nació el sistema heliocéntrico que hoy por hoy se da como un hecho elemental. El mismo procedimiento general siguió Johanes Kepler cincuenta años después, cuando paciente, tozudamente convirtió los datos astronómicos de su colega, Tycho Brahe, en puntos sobre un papel y demostró que las órbitas de los planetas, en su tránsito alrededor del Sol no son círculos, como Co- pérnico había propuesto, sino elipses, en uno de cuyos focos se encuentra esta estrella. Luego, haciendo una y otra vez los mismos cálculos a partir de relaciones geométricas sintetizadas de aquellas figuras, pudo proponer como postulados colosales, sus otras dos leyes: que los planetas alrecorrer esas órbi- tas oblongas alrededor del Sol barren áreas iguales en tiempos iguales y que al hacerlo, el cuadrado de sus periodos de orbitación son proporcionales al cubo de las distancias medias que los separa del centro de atracción. Así, esa empinada escalera que se asciende, pisando los peldaños de la recopilación de la información pertinente, seguido por la selección y ordenación de la misma, para después hacer el análisis y la síntesis del conocimiento y culmi- nar con el establecimiento de asertos generales, como resultado de una in- ducción, fueron cumplidos meticulosamente por aquel gigante alemán. A partir de sus tres formidables leyes sobre el movimiento planetario se pudo entonces descender, como en un tobogán, por la llana superficie de la deduc- ción. Decenas, si no es que cientos de resultados se siguieron de ellas, con los cuales fue posible dar precisión al calendario, construir efemérides y predecir eclipses, entre muchas otras cosas. El método científico empezó en aquella época a producir cantidad de resultados ciertos, precisos y confiables, con los cuales la agricultura, la ingeniería y otras ramas del conocimiento se enrique- cieron e hicieron posible importantes avances en la civilización. De Polonia y Alemania, el método científico viajó al sur de Europa y se hizo presente en Pisa y Venecia; dos hermosas ciudades de Italia. Allí, en distintas épocas de su vida, un pelirrojo algo chaparro y fortachón, pen- denciero y malediciente, jugando con esferas y otros objetos de piedra o de madera que dejaba resbalar cuesta abajo por planos inclinados que él mis- mo había construido, provocó un salto gigantesco en el conocimiento científico al establecer los principios de eso que hoy en día se conoce como la cinemática; aquella parte de la mecánica que estudia el movimien- to de los cuerpos materiales. Introducción xviii Galileo Galilei, usando nuevamente esa formidable herramienta inte- lectual que Copérnico y Kepler utilizaron con tanto éxito, llegó al concep- to de aceleración como el cambio de la velocidad de los objetos y echó las bases de las leyes de la mecánica que otro genio habría de usar para estructurar su propio modelo teórico. Isaac Newton tomó, en efecto, esos estupendos resultados que habían sido hallados por Copérnico, por Kepler, por Galileo y otros gigantes de la misma talla que éstos, y en un acto impre- sionante de potencia intelectual construyó la estructura que hoy, y desde hace cerca de trescientos cincuenta años, se conoce como la mecánica clásica. Este es el tema del primer libro. En 1668, Newton sintetizó su teoría en un conjunto de axiomas fun- damentales que conciernen a la estructura del espacio físico; el escenario de los acontecimientos naturales, como un espacio euclideo de tres dimen- siones, donde los observadores pueden realizar sus medidas sin interferir con los objetos y los fenómenos que observan. Esta es la base para definir el concepto de marco de referencia, que es esencial en la teoría. Así mismo, Isaac Newton postuló al tiempo como un ente que transcurre en forma monótona y absoluta para todos los observadores del universo, de tal suer- te que en cualquier punto de él y en todo instante, un lapso sea exactamente igual para todos los demás, sin importar sus ubicaciones, ni sus condicio- nes cinemáticas. Y el objeto único sobre el cuál se manifiestan todos los agentes físicos que existen en el mundo es la masa. Todo cuerpo material posee masa y ésta la definió el genio británico como aquella reticencia que exhiben los cuer- pos a cambiar sus respectivos estados de movimiento. Tanto mayor será ésta, cuanto más masivo sea el cuerpo y mutatis mutandi. Al espacio, al tiempo y a la masa, Newton adicionó un cuarto elemen- to, un cuarto axioma: la fuerza. Para él, la fuerza es la causante prístina de todos los fenómenos naturales. Los cuerpos materiales que en el uni- verso se mira cómo ejecutan toda suerte de virajes, aceleraciones, piruetas y machincuepas, lo hacen por una y solamente una razón; ésta es que se encuentran actuados por alguna o algunas fuerzas. Las fuerzas están allí, en todo el ámbito del universo; sus orígenes pueden ser varios, pero todas ellas se manifiestan sobre los cuerpos materiales de una sola forma: cam- biando el estado de su movimiento. Las fuerzas, tal como las postuló Newton, son entes con existencia física definida, independientemente de quién, o desde qué marco de refe- Introducción xix rencia las observe. Por eso se dice que, dentro del marco conceptual de la mecánica, las fuerzas tienen realidad objetiva, aludiendo al concepto cartesiano. Finalmente, las fuerzas son, desde el punto de vista matemático, vec- tores; esto es, que poseen, además de magnitud, dirección y sentido de aplicación. Como tales, las fuerzas deben entonces manipularse; descom- poniéndose en sus componentes independientes, sumándose, restándose o multiplicándose de acuerdo con las reglas para los vectores. Así, con esta tetralogía de elementos esenciales: el espacio euclideo tri- dimensional, el tiempo absoluto, la masa y las fuerzas vectoriales, Newton construyó su mecánica. En este libro se muestra en detalle la génesis, la construcción y las apli- caciones más importantes del modelo newtoniano. Uno de los objetivos que persigue el autor con este nuevo texto de mecánica, en efecto, consiste en mostrar al lector interesado en el tema, la forma como se construyó; las ideas prístinas que dieron lugar a él y luego, los problemas que atacó y con los cuales fue posible contemplar la es- cena del mundo desde una nueva y brillante perspectiva. Siguiendo la historia, se muestra en forma prolija la teoría de la gravitación newtoniana y se llega al encuentro de las tres leyes de Kepler. Aquellos asertos, que con tanto trabajo y sufrimiento fueron propuestos por el astrónomo alemán en los albores del siglo XVII, aparecen como teoremas en el formidable juego matemático de Newton. Encontrarlos, demostrar que en efecto, se trata de teoremas a los que se llega como resultado de un proceso intelec- tual de deducción de las leyes de la mecánica, fue vital para el genio británi- co. Por una parte, fue la confirmación a posteriori de la validez de su modelo. Sin esos resultados toda la teoría hubiera sido totalmente inútil, excepto por su bellísima estructura, así que muy bien pudo haber queda- do como una pieza del museo de la mente humana (que es muy posible que por ningún lugar del planeta se pueda hallar). Las leyes de Kepler, una vez demostradas, fueron, en efecto, la prueba fehaciente de que la mecánica clásica funciona. Pero no nada más proba- ron eso, que en sí ya había constituido un espléndido logro del talento científico. Probaron, así mismo, que aquel método que Newton había ensayado por primera vez en su totalidad; desde sus primeros pasos en la búsqueda de la información, hasta el establecimiento de las leyes en for- ma inductiva y luego seguir la pendiente del proceso deductivo; esos Introducción xx pasos del incipiente método científico, conducen, en efecto, al encuentro de la verdad (así, con minúsculas). Mostrar la deducción de las leyes de Kepler es también una parte esen- cial, ineludible de cualquier libro sobre la mecánica. Es por ello que aquí se muestra al estudioso del tema, la forma como, a de partir de aquellos primeros principios, se puede llegar a ellas, siguiendo un procedimiento matemático simple y directo. El conocimiento de la mecánica de los planetas fue la llave con la cual se cerró definitivamente y para siempre la controversia sobre si el sistema planetario es geocéntrico o heliocéntrico. Después de que estos resultados vieron la luz, ya ningún ser inteligente y sensato pudo objetar que el sis- tema planetario verdaderamente se mueve alrededor del gran astro solar en ese ballet celestial de inefable belleza. También quedó claro que las ór- bitas oblongas de los planetas (tal como las había llamado Kepler), no se deben a traviesos ángeles que las sacan de sus caminos originales; que de- formanlas órbitas inicialmente circulares en sus juegos espaciales, cuando usan a estos cuerpos celestes como bolas de un billar astronómico y les dan empujones y jalones colosales. No, las órbitas planetarias son, ni más ni menos, que la conclusión natural de una interacción que sigue una pro- porcionalidad con el inverso del cuadrado de las distancias. La mecánica planetaria llevó desde aquel entonces y hasta el presente, a desarrollar la llamada astrodinámica; esto es, a comprender cabalmente el movimiento de todos los cuerpos que en el espacio se mueven bajo la acción de la fuerza gravitacional propuesta por Newton. No nada más los planetas fueron desde entonces objetos de estudio de la mecánica. Satélites, asteroides y cometas fueron también puestos en las platinas de los micros- copios de los hombres y mujeres de ciencia para hallar hasta los más nimios detalles de sus conductas. Este estudio habría de abrir las puertas de la investigación espacial que hoy por hoy tiene a la humanidad a un tris de convertirse en habitante de otros planetas; de liberarse finalmente de las cadenas que desde los albores de la historia la han tenido atada a la Tierra. En este libro, naturalmente, se dedica una buena parte al estudio de la astrodinámica. El cuerpo rígido fue otro de los más sonados éxitos que se anotó la me- cánica newtoniana. El problema de describir los giros y cabeceos de cuer- pos rígidos materiales bajo la acción de fuerzas y torcas, en efecto, fue uno de los grandes retos que se plantearon los investigadores desde el final del Introducción xxi siglo XVII que comenzaron a ensayar el modelo de Newton. No fue fácil. Su planteamiento, ataque y resolución desafió a grandes talentos durante doscientos años, sin resultados importantes. Fue hasta las postrimerías del siglo XIX que una bella cuanto talentosa mujer, Sonia Kowalewskaia pudo al fin alcanzar la cima de este tema, al describir matemáticamente la rota- ción, la precesión y la nutación de trompos pesados, simétricos, que pivo- tean sobre puntos fijos, debido a la torca gravitacional que la Tierra ejerce sobre ellos. Hoy en día, el tratamiento del trompo continúa siendo un tema obliga- do en el estudio de la mecánica clásica. Un tema que no siempre se expone correctamente en los libros de texto y que es causa de frecuentes confu- siones y equivocaciones entre los estudiosos. Aquí se expone con profundi- dad este bello tema. Mas no se crea que con esta formidable máquina teórico-matemá- tica que se conoce como la mecánica clásica, todos los problemas rela- tivos al movimiento de los cuerpos materiales actuados por agentes físicos quedaron automáticamente resueltos y listos para su utilización en la búsqueda de mayor conocimiento o en la utilización de sus resul- tados para la confección de artefactos mecánicos. ¡Nada de eso! Por el contrario, ante cada avance que se dio en este tema, nuevos proble- mas, nuevos retos y desafíos aparecieron para ocupar a las brillantes inteligencias de los científicos. El problema de muchos cuerpos mate- riales, o el problema de describir el movimiento desde marcos de refe- rencia no inerciales sumieron en profundas cavilaciones a decenas o centenas de hombres y mujeres de ciencia de los años que pasaron des- pués que la teoría había quedado completa y estructurada por el genio británico. La dinámica de un sistema de muchas partículas es fundamental para la mecánica clásica. No hubiera sido muy útil la teoría si solamente hubiese servido para estudiar a una sola partícula puntual. Ni existe, ni es importante, un solo corpúsculo como el que se plantea en el tópico correspondiente y sobre todo, el universo está hecho de miríadas y miría- das de cuerpos que interactúan entre sí, de manera que el evento de uno solo, aislado del resto, resulta absolutamente improbable. Por otra parte, el problema de un sistema de muchos cuerpos, si bien se plantea con relativa facilidad, no admite soluciones analíticas, cerradas, excepto cuando son sólo dos los cuerpos, o bien en casos muy especiales, cuando se tienen tres. Introducción xxii Con más cuerpos, el problema se vuelve imposible de resolver, excepto en forma aproximada. El asunto de los marcos de referencia no inerciales, igualmente revis- te una importancia toral para la mecánica. Pensándolo bien, aunque el concepto de un observador inercial es la base de la teoría y la existencia de él es la esencia de la primera ley de Newton, sin lo cual el esquema teórico no puede estructurarse, da la casualidad que en el universo, por lo visto, no existe un solo sitio donde pueda colocarse un observador y clamar que se trata de un marco de referencia inercial. ¡Es claro! Aquí todo es un mar de interacciones de la más variada índole. Todo son cho- ques, empellones, roces de unos cuerpos contra otros. Por ninguna parte se puede encontrar un lugar que durante un lapso razonable esté exento de fuerzas y torcas, así que no deja de ser tan solo una bella utopía la exi- gencia del dichoso marco inercial. Pero entonces, si no se puede hallar un sitio del universo donde pueda anclarse un sistema de coordenadas cartesiano, desde el cual se ratifiquen las leyes de la mecánica, parecerá que la teoría completa queda condenada a ser no más que una bellísima pieza del intelecto, sin mayor utilidad. Una retícula de postulados básicos y leyes; una formidable estrategia lógica que habrá de ver pasar los años desde atrás de las paredes de vidrio de algún museo de la ciencia en algún ignoto pueblo del mundo, tal como se men- cionó anteriormente. Gustave Gaspard de Coriolis salvó este ominoso obstáculo. Su trabajo fue transcribir toda la mecánica clásica de Newton a marcos acelerados (se dice fácilmente, pero se hizo dolorosamente). Así pudo describirse el movimiento desde una perspectiva más real, más apegada a las condiciones que verdaderamente enfrenta un observador cuando desea registrar el paso de cuerpos masivos por el espacio. En este libro se aborda el tema de los marcos de referencia en rotación y se muestra al lector interesado la manera como aparecen las mal llamadas fuerzas inerciales; esas fuerzas ficticias que resultan de la adopción de un sistema coordenado que gira. Conforme se resolvían más y más problemas, las barreras al conoci- miento se remontaban una a una y éste se hacía cada vez mayor y más preciso. La astronomía se desarrolló como nunca antes lo había hecho y el movimiento de los cuerpos materiales se comprendió en su cabal dimen- sión. Pero tal parece que en la ciencia hay una suerte perversa que por Introducción xxiii cada velo que disipa aparece un obstáculo aun mayor que el que acaba de ser sorteado; un velo todavía más oscuro y espeso que impide el siguiente avance y el nuevo conocimiento. Cuando parecía que las fuerzas se cono- cían y sus fórmulas habían sido establecidas. Una clase nueva de estos agentes físicos apareció en escena y se negó durante cerca de cuarenta años a todo intento de caracterizarlas. Las fuerzas de reacción, esas que fueron predichas por el propio Isaac Newton en su tercera ley de la mecánica, resistieron todo intento de des- cripción mediante alguna fórmula general. Una y otra vez, testaruda- mente, uno de los grandes de la mecánica: D´Alembert, intentó someter esta clase de fuerzas al imperio de la teoría a través de alguna fórmula general que las sintetizara a todas. Una y otra vez fracasó. Las fuerzas de reacción se negaron en forma aún más tozuda a ser descritas. Al final fue- ron esas las que ganaron la batalla. D´Alembert tuvo que desistir del intento y hubo de aceptar la evidencia: las fuerzas muertas (como él las llamó), no permiten formulación generalizada alguna. Pero da la circunstancia que las fuerzas de reacción aparecen en todas partes. Siempre que un agente físico actúa sobre un cuerpo, éste reaccio- na instantáneamente oponiendo su fuerza de reacción contra aquella, tratando de nulificarla. Así es en el caso de un péndulo o de una leva o de cualquier mecanismo. Entonces, la falta de una fórmula general para tratarestas fuerzas que, en vez de propiciar el movimiento de los cuer- pos, lo obstruyen, aparecía, de nueva cuenta, como un colosal obstáculo al desarrollo del tema y a la obtención de aplicaciones prácticas. Parecía el fin de la mecánica. Pero he aquí que fue el propio D´Alembert quien sacó a la teoría del atolladero. Agudo en sus observaciones y deducciones, propuso un princi- pio con el cual fue posible remontar el problema; aquel que parecía insal- vable y permitir que la teoría pudiera continuar adelante con sus logros. El principio del trabajo nulo de las fuerzas de reacción es, hoy por hoy, una de las herramientas más útiles para la resolución de una amplísima variedad de problemas de la mecánica. En este contexto se trata el principio de D´Alembert. Pero este principio no nada más sirvió para resolver una dilatada variedad de problemas de la mecánica. Fue el medio del que se valieron Lagrange y Euler, dos gigantes de la ciencia del siglo XVIII, para marcar un nuevo hito en la historia de este tema. Con el principio de D´Alembert Introducción xxiv fue posible generalizar las ecuaciones de la mecánica para cualquier siste- ma de coordenadas. Así, la llamada mecánica analítica surgió como una nueva descrip- ción; un nuevo esquema teórico, con el cual se pudieron plantear en forma mucho más simple y elegante los problemas que tratan sobre el movimien- to de los cuerpos materiales. Con la mecánica analítica de Lagrange y Euler las fuerzas de reacción, o de constricción, en un sentido más general; lejos de ser los más temidos íncubos de la dinámica, ante cuya presencia los científicos e ingenieros se santiguaban y corrían despavoridos, se convirtieron, por el contrario, en dóciles mascotas, que causaron la alegría y el regocijo, pues su presencia significa un trabajo matemático menor; una carga menos, con lo cual se hace ligera la marcha para ellos. Las fuerzas de constricción disminuyen los grados de libertad y por ende, el número de ecuaciones diferenciales que es necesario resolver. Pero no nada más esa ventaja se tiene de la formulación de la mecánica analítica. La descripción en términos de coordenadas generalizadas de un espacio homogéneo de configuración, permite atacar cada problema de mecánica en sus propias variables; en sus particulares simetrías. Y si se da el caso de que ciertas variables son ignorables —esto es que debido a esas sime- trías peculiares del sistema que se trata, las coordenadas generalizadas corres- pondientes no aparecen explícitamente en la función del estado dinámico del sistema— entonces de inmediato se obtiene una ley de conservación. Así, las leyes de conservación vienen a ser, dentro del formalismo de Lagran- ge, las expresiones objetivas de las simetrías del sistema dinámico. Por cada una de éstas, una ley de conservación se sigue. Emmy Nöther, matemática de la segunda mitad del siglo XIX y la pri- mera del XX, propuso el célebre teorema que lleva su nombre, en el cual describe explícitamente esa relación inextricable entre las simetrías de un sistema dinámico y las leyes de conservación. Ese teorema ha resultado esencial para la física de las partículas elementales, ya que debido a su ínfima pequeñez resulta imposible observarlas y solamente sus leyes de conservación pueden registrarse. La energía, la carga, la paridad y otras ca- racterísticas invariantes de ellas pueden detectarse cuando, a la salida de los gigantescos aceleradores, se realizan esas catastróficas colisiones entre corpúsculos nucleares y sus detritos se registran en cámaras fotográficas inmersas en campos electromagnéticos controlados a fin de conocer sus Introducción xxv simetrías. Así, no obstante que las partículas elementales no pueden ser vistas, a través del conocimiento de sus leyes de conservación y por con- siguiente, de sus simetrías, de acuerdo con el teorema de Nöther, un retrato difuso pero verdadero de ellas emerge. La mecánica analítica de Lagrange y Euler, basada en el principio de D´Alembert y el teorema de Nöther, son los temas que se abordan en los capítulos quinto, sexto y séptimo de este libro. En este último, por cierto, se muestra, como una aplicación directa de los conceptos y des- arrollos teóricos de la mecánica, uno que inexplicablemente no forma parte de los tratados sobre este tema. Se trata de la mecánica de los flui- dos, ese modelo que G. G. Stokes sintetizó a partir de los postulados de Newton. En efecto, G. G. Stokes dio estructura, en la segunda mitad del siglo XIX, al modelo que se conoce actualmente como la mecánica de los flui- dos. Para hacerlo, tomó íntegramente los postulados de Newton de la mecánica, así como la primera ley de la termodinámica y les adicionó otro conocido como la hipótesis del medio continuo. Con este juego bá- sico pudo proponer sus célebres ecuaciones diferenciales de balance de masa, momento (lineal) y energía. En total, se trata de un sistema de cinco ecuaciones diferenciales, acopladas, que una vez resueltas, proporcionan toda la información concerniente al flujo de los fluidos. Este modelo ha funcionado desde hace ciento cincuenta años en forma por demás exitosa, resolviendo una innumerable cantidad de problemas de ingeniería; des- de el diseño de ductos, represas y válvulas, hasta la teoría del vuelo super- sónico. Se puede afirmar que sin un modelo como éste, la actual ingeniería jamás hubiera sido posible. Tal vez la razón por la cual este tema fundamental no haya sido incluido hasta hoy en los textos de mecánica, es porque, por una parte se ha lle- gado a pensar que la mecánica de los fluidos ya dio todo lo que podía dar desde el punto de vista teórico y lo único que puede extraerse de ella son cantidades adicionales de resultados prácticos, en forma de gráficas o tablas numéricas que sólo sirven al diseño, pero nada tienen que dar al conoci- miento científico básico. ¡Nada más falso! El estudio de este tema depara al investigador curioso una buena variedad de temas de investigación, que fácilmente ocuparán su vida entera y aun permitirá brindar a sus pupilos gran cantidad de trabajo intelectual interesante y con aplicaciones poten- ciales. De hecho, quien estudie esta parte de la mecánica de fluidos en la Introducción xxvi segunda mitad de este libro, podrá percatarse de la enorme cantidad de trabajo teórico que aún requiere este tema para poder afirmar que ha sido explotado en su mayoría y que ya no tiene más que dar de sí. Otra razón por la cual el tema de los fluidos no aparece comúnmente en los libros de mecánica, es que el enfoque que tradicionalmente se da a este tópico va dirigido en la dirección de otros modelos de la física teórica, como son la mecánica cuántica o la relatividad. Ciertamente el signo de los tiempos en el siglo pasado fueron estos dos temas, así que, conside- rando que los autores de los tratados de mecánica que aparecieron a lo largo de esos años tenían en sus mentes utilizar a la mecánica clásica como una suerte de trampolín para dar el salto hacía aquellos otros rubros de la física, y su motivo consistía en mostrar los métodos propios de ese tema para dar herramientas que pudieran utilizarse en las teorías modernas, en- tonces es explicable por qué el énfasis se puso tanto en las asociaciones con la mecánica cuántica de Schrödinger y Heisenberg o bien en los métodos que condujeron a la teoría especial de la relatividad de Einstein y poco o nada se mencionaron implicaciones hacia la comprensión del fenómeno de fluir. En este libro, sin descuidar ciertos resultados que desembocan en las teorías mencionadas y comentar de soslayo sus implicaciones históricas, el acento se ha puesto precisamente sobre las posibilidades que el gran tema de la mecánica clásica abrió para el estudio y la comprensión de la conducta de esos cuerpos materiales; los más comunes del universo ma- croscópico, que se conocen como los fluidos. De hecho, como ya se podrá imaginar el lector, el autor de este trabajo ha sido durante la mayor parte de su vida un entusiasta de la mecánica de los fluidos. Altravés de muchos años ha podido desarrollar una estructura teórica alternativa para esos cuerpos deformables, a la cual le ha llamado la mecánica analítica de los fluidos. Esta teoría, por el contrario de la de Stokes, está fundamentada en el aparato de la mecánica analítica de Lagrange, Euler, Hamilton y Nöther. El enfoque analítico ofrece ventajas variadas e interesantes. Desde aquellas evidentes que ofrecen al investigador toda una teoría basada en un juego mucho más compacto de postulados y con una potencia formi- dable, como el principio de Hamilton o el teorema de Nöther, que llevan a una formulación generalizada, del tipo de las ecuaciones de Lagrange y que, adicionalmente y por primera vez, ofrecen un método para el esta- Introducción xxvii blecimiento de las ecuaciones constitutivas; esto es, de las fórmulas para los esfuerzos que operan sobre los fluidos, hasta las que ofrece toda teoría lagrangiana-hamiltoniana, como son los métodos de cálculo e integración de las ecuaciones diferenciales con algoritmos iterativos, muy propios para el cálculo numérico electrónico. La mecánica analítica de los fluidos forma parte de este libro y se ex- pone al lector interesado en dos capítulos: el octavo y el décimo primero. La primera parte (capítulo 8), se presenta como una secuencia didáctica lógicamente hilvanada con los capítulos inmediatamente precedentes, en los que se desarrolló el formalismo de Lagrange de la mecánica de partícu- las y cuerpos rígidos. El capítulo 11, en cambio, muestra el tema desde la perspectiva del formalismo de Hamilton. Viene a ser, igualmente, una aplicación natural de las ideas contenidas en los capítulos noveno y décimo, en los cuales se ve esta parte de la mecánica, atribuida a Hamilton. William Rowan Hamilton es otro de los gigantes del pensamiento científico. Su formulación de la mecánica es un tema obligado en todos los textos sobre la materia, desde su publicación en la alborada del siglo XIX y hasta hoy en día. Hoy por hoy se considera a ésta como la estructura teórica más avanzada de la mecánica; con ella, en cierto sentido, el viaje a través de las distintas formulaciones lleva de vuelta al punto de partida, cerrando esa tautología de inefable belleza. Sin embargo, a pesar de que en todos los textos sobre el tema se men- ciona, en ninguno de ellos se alcanza a vislumbrar la dimensión de este científico formidable. En primer lugar fue él quien propuso un principio que, con el paso del tiempo, ha venido mostrando más y más su poten- cia, hasta convertirse hoy en día en el rector de casi todos los procesos naturales. No importa si se habla de física, o de biología, o bien se está dentro del ámbito de las ciencias económicas, o incluso de la muy discu- tible “ciencia” de la guerra; en todas partes parece confirmarse la validez de este principio que afirma, en pocas palabras, que la naturaleza invier- te tan pocos esfuerzos en sus procesos, como sea posible, de modo que cuando ocurren, lo hacen optimizando; esto es, reduciendo al mínimo su propio desgaste. Así, la evolución de cualquier enfermedad, por citar un ejemplo dramático del principio de Hamilton, seguirá un curso tal que al final, con o sin medicamentos, el paciente se habrá recuperado, o bien habrá sucumbido al mal, de manera que la acción sobre su organismo fue extremal. Introducción xxviii Igual ocurre con los sistemas materiales sobre los cuales actúan fuerzas. Como respuesta a ellas, estos cuerpos cambian sus estados de movimiento y evolucionan por el espacio. Pues bien, esos movimientos, por más que parezcan azarosos y desordenados, se llevan a cabo siguiendo obediente- mente el principio de acción extrema de Hamilton. A partir de este simple pero poderoso principio, es posible deducir las ecuaciones que Lagrange, Euler y D´Alembert, con tantos sudores y fati- gas, habían encontrado. Lo único que se necesita para hallarlas es postu- lar este aserto y luego, con la ayuda del cálculo, en forma por demás directa, se encuentran. Pero no se vaya a creer que el trabajo de ese genio se redujo a establecer su postulado. ¡Nada de eso! A partir del principio de Hamilton se abre todo un universo. De él se sigue en forma directa, un juego de ecuaciones diferenciales ordinarias, de primer orden, que son una nueva opción para la resolución de problemas de movimiento de cuerpos materiales. Pero lo realmente novedoso es que las ecuaciones de Hamilton, como se llama a este sistema de ecuaciones diferenciales, se expresan en forma natural en un espacio llamado de las fases, por el propio autor de ellas y ese parece ser el escenario en el cual ocurren los fenómenos dinámicos que conciernen a los cuerpos materiales. Es un espacio dentro del cual, embebido, se halla un campo físico: el campo de la función hamiltoniana. Este campo escalar posee información, así que todo cuerpo en presencia de él, recibe esa información y actúa consecuentemente, cambiando su es- tado de movimiento. En aquellos tiempos, en los albores del siglo XIX, la idea de un cam- po físico era totalmente desconocida. Pensar que en el más absoluto vacío del espacio hubiera cierta propiedad física que paradójicamente lo llena y se encuentra embebida hasta el último resquicio en él, era im- pensable. Más aún, esa propiedad: el campo físico, posee información dinámica y es capaz de transmitirla a los cuerpos materiales, constitu- yendo éste el mecanismo mediante el cual cambian sus estados de movi- miento. Esto era realmente ajeno a todas las maneras de pensar de aquellos tiempos. Hamilton fue un precursor en muchos aspectos de la ciencia. Él pro- puso una matemática nueva y poderosa, a la que llamó cuaterniones y se adelantó a otras mentes brillantes por casi un siglo al introducir en la física teórica el concepto de campo físico (aunque él no lo nombró de esta ma- Introducción xxix nera). Ese mismo que hoy por hoy es la base de todas las teorías acerca de las interacciones entre los cuerpos. Con estas bases, otro científico llamado Sophus Lie, propuso la teoría de los grupos continuos de transformaciones del espacio de las fases en él mismo, a las cuales se les nombró inicialmente las transformaciones de contacto y en la actualidad se les conoce como las transformaciones canónicas. Con estas bases físico-teóricas se pudo dar un nuevo paso en el conocimiento del movimiento, al verlo desde el punto de vista de transformaciones que mapean puntos en puntos, dentro del propio espa- cio de las fases del sistema. Mapeos generados por una particular función generadora que, a posteriori, resultó ser ni más ni menos, la acción, aque- lla que fue postulada años atrás por Hamilton, para encontrar las ecua- ciones diferenciales del movimiento. Así, el viaje de la mecánica llegó después de tantos estudios, después de tantas formulaciones, al punto de partida: a la acción y el principio de Hamilton. De todas las transformaciones canónicas que puedan plantearse a priori y que mapean puntos en puntos, dentro del espacio de las fases de un sistema dinámico, la acción es la que lo hace en forma más simple y genera la trayectoria que en verdad sigue ese sistema. Para encontrar la forma explícita que debe exhibir esa función gene- radora: la acción, es necesario resolver una ecuación diferencial. Se le co- noce como la ecuación de Hamilton-Jacobi y es una expresión en términos de las primeras derivadas parciales de la función principal de Hamilton (la acción). Resolverla no es asunto fácil en general; sin embargo, en al- gunos problemas de dinámica, es la única opción que queda cuando otras formulaciones han sido impotentes para conducir a una solución. La gran virtud de la ecuación de Hamilton-Jacobi es que casi siempre se puede tratar con métodos como el de separación de variables, con el cual, al menos algunas de las soluciones pueden ser halladas. En este libro se ha hecho una presentación suscinta de la formulación de Hamilton-Jacobi y se ofrecen al estudioso del tema métodos de solución de ella, como son las teorías de las perturbaciones,tanto dependientes del tiempo, como independientes de él. A grandes rasgos, estos son los temas que habrán de encontrarse en esta obra. Introducción xxx CAPÍTULO 1 ANTECEDENTES DE LA MECÁNICA 1.1. El orto de la mecánica La mecánica forma parte de un cuerpo de conocimientos más amplio que se conoce como la física. Es el modelo teórico más antiguo; el prime- ro que se estructuró y es también el esquema que ha servido como patrón para construir las demás teorías que integran la física. La mecánica se ocupa del estudio de los movimientos de cuerpos materiales en el espacio, así como de los agentes causantes de esos movimientos. Para hacerlo, es- tablece un esquema en general; una estrategia que conduce a ciertas expre- siones matemáticas, llamadas las ecuaciones de movimiento, con las cuales es posible trazar curvas que representan las trayectorias que siguen los cuer- pos en el espacio. Ese esquema es siempre el mismo y consta de un con- junto de etapas que es necesario cubrir ordenadamente para arribar a las soluciones deseadas. En la figura 1.1.1 se muestra un diagrama con esas etapas sucesivas. La primera es la que consiste en establecer en forma matemática las fórmulas generales para describir el movimiento. Se trata de la maquinaria fundamental, imprescindible para atacar cualquier pro- blema de la mecánica. Más adelante en este libro, se desarrollará con de- talle esa herramienta teórica. La formulación general se muestra en el diagrama de la figura 1.1.1 como el primer bloque en la parte superior. Esa formulación general sirve para todos los problemas de la mecánica, sin importar si se trata de una sola partícula o un conjunto de cuerpos articulados, o un planeta o una galaxia. Para hacer funcionar esa formu- lación es necesario alimentarla con la información pertinente de cada caso particular que se considera. Esa información concierne a los agentes físicos que causan el movimiento. En la mecánica clásica se consideran dos clases de ellos: las fuerzas y las torcas (En este libro se hablará ampliamente 1 de estos conceptos más adelante). Es necesario proveer a la maquinaria ma- temática fundamental de fórmulas para las fuerzas y las torcas que urgen a los cuerpos. Fórmulas matemáticas con las cuales se plantee el problema a tratar y que se vaya a resolver para hallar el movimiento correspondiente. A esas fórmulas se les llama genéricamente ecuaciones constitutivas. Las ecuaciones constitutivas son, como se ha afirmado en el párrafo anterior, fórmulas matemáticas que representan a las fuerzas y a las tor- cas que actúan sobre los cuerpos materiales y que son las causantes de su movimiento; o mejor dicho, de los cambios en los estados de movimiento de ellos. Se trata de fórmulas empíricas; esto es, que no surgen de teoría alguna; ni siquiera de la propia mecánica, sino que han sido sintetizadas a partir de observaciones y medidas cuidadosas y prolijas en una gran canti- dad de experimentos. Así pues, las ecuaciones constitutivas sirven para alimentar a las fórmu- las generales. Al hacerlo, se obtienen ecuaciones diferenciales; las llamadas ecuaciones diferenciales de movimiento. Éstas forman generalmente un sistema que es necesario integrar. Una vez concluido el proceso de inte- Antecedentes de la mecánica 2 Formulación general Ecuaciones diferenciales Ecuaciones de movimiento � Ecuaciones constitutivas Condiciones iniciales Figura 1.1.1 Esquema general de la mecánica para resolver problemas. gración, es necesario imponer las condiciones iniciales; es decir, establecer matemáticamente el valor de ciertos parámetros que identifican al sistema de cuerpos que se esté estudiando, en ciertos valores temporales de referen- cia. Generalmente se proponen valores de la posición en dos instantes dados, o bien valores de la posición y la velocidad de los cuerpos en un instante inicial. Con este último paso de la secuencia se arriba a la meta: obtener expresiones matemáticas en forma de funciones de la posición y el tiempo, con las cuales, como se mencionó al principio, se pueden trazar curvas en un espacio tridimensional, que representan las trayectorias que deben seguir en el espacio físico los cuerpos estudiados, urgidos por la acción de agentes físicos dados. Estas funciones matemáticas se conocen como ecuaciones de movimiento o ecuaciones de trayectorias. Alcanzar este objetivo: las ecuaciones de movimiento, es la meta de la mecánica. Al lle- gar a las ecuaciones de trayectorias se dice que el problema de mecánica que se atacó, ha concluido. Las ecuaciones de movimiento, hay que recal- carlo, son expresiones matemáticas que representan las trayectorias que trazan los cuerpos en el espacio, como consecuencia de las fuerzas y/o las torcas que los urgen. Son expresiones que aparecen generalmente para- metrizadas por el tiempo, en una forma como la siguiente: La mecánica es una teoría predictiva; es decir, que permite adelantarse a los acontecimientos y responder a la pregunta de cómo se moverá un cuer- po o un conjunto de cuerpos y dónde se encontrarán en un instante futuro, sabiendo sus localizaciones y estado de movimiento actual o pretérito. Pero también es posible ir hacia el pasado y conocer el estado que guardaba el cuerpo tiempo atrás, sabiendo su ubicación y su movimiento actuales. Pues si bien el tiempo fluye solamente en la dirección del pasado al futuro, la teoría exhibe lo que se conoce como reversibilidad temporal; es decir, permite invertir el sentido del parámetro temporal para hurgar en el pa- sado y conocer el estado de las cosas hace tiempo. El esquema de la mecánica, tal como el que se muestra en la figura 1.1.1 fue desarrollado por una persona en el siglo XVII: Isaac Newton (1642-1727). Forma parte del llamado método científico y es empleado actualmente en una buena cantidad de esquemas teóricos de la física, como la termodinámica o el electromagnetismo. r r r r t� ( ). El otro de la mecánica 3 Verdaderamente la mecánica se ha venido constituyendo y estructu- rando desde hace buen tiempo. No debe pensarse que nació de pronto, como en un destello luminoso instantáneo en la mente genial de Newton y que él se aplicó frenéticamente a la tarea de escribir toda la materia y publicarla. La mecánica comenzó su largo camino desde hace muchos años. No se sabe con certeza cuando ocurrió aquel evento que puede ser llamado el orto de la mecánica. Tal vez pudiera afirmarse que la mecánica nació cuan- do algún homínido usó una rama seca y dura de un árbol como palanca para mover un cuerpo pesado, o bien cuando algún antepasado del hombre inventó el arco y la flecha; o también pudo ser aquel portentoso instante en el que el ser humano levantó su mirada al cielo y empezó a estudiar el movimiento de los astros a través de la bóveda celeste, tratando de com- prenderlo y luego asociarlo a las estaciones, a los climas y a la vida en la Tierra. Desde el siglo III a.C. Aristóteles (384-322 a.C.) comenzó a estudiar un tema que hoy se sabe que forma parte de la mecánica: la teoría del sonido. Aristarco de Samos (� 270 a.C.) propuso un sistema heliocén- trico en su trabajo Sobre el tamaño y las distancias del Sol y de la Luna. Posteriormente en Siracusa, Arquímedes (287-212 a.C.) hizo exhausti- vos estudios sobre palancas, levas, poleas y polipastos, así como sobre elasticidad y fluidos, sentando las bases de lo que hoy es la ingeniería mecánica y sus aplicaciones a la agricultura y la industria. Por la misma época, Eratóstenes de Alejandría (276-194 a.C.) calculó por primera vez la circunferencia de la Tierra, observando la sombra pro- yectada por el Sol a medio día en el solsticio de verano, en dos sitios dis- tantes (Siena y Alejandría). Para hacer su cálculo, Eratóstenes tuvo que proponer alguna hipótesis de trabajo, tal como se hace hoy en día, con el objetivo de simplificar el tratamiento. Así, supuso que los rayos solares llegan a los dos puntos de observación (Siena y Alejandría) paralelamente. Además, propuso que ambas ciudades están sobre un mismo meridiano y,finalmente, que la Tierra es una esfera perfecta. Así, aceptando las hipótesis anteriores, se puede deducir de inmedia- to y con la ayuda de la figura 1.1.2, la expresión para el radio terrestre R, conociendo la distancia l medida entre los dos puntos y el ángulo � de los rayos de luz solar incidentes, que proyectan una sombra en Ale- jandría. Antecedentes de la mecánica 4 De consideraciones así de sencillas, Eratóstenes fue capaz de deducir el tamaño de la Tierra. Su resultado, traducido a las unidades actuales fue muy cercano al correcto (según las medidas de Eratóstenes, la distancia entre Alejandría y Siena es de 5000 “estadios” y el ángulo proyectado por la es- taca de Alejandría a las doce del día del 21 de junio fue de un cincuentavo de una circunferencia completa. Si se toma como 163 m la equivalencia de un estadio en el SI se obtiene que el radio terrestre es de 6485.6 Km y su circunferencia es de 40750 Km). La mecánica tuvo que esperar, después de Arquímedes y Eratóstenes cerca de mil quinientos años. La razón es fácil de comprender si se con- sidera que en la época de aquellos genios aún no había nacido el álgebra. Esta formidable herramienta fue desarrollada por árabes a partir del siglo III d.C. en el norte de África, en el cercano oriente y en Persia. Fue hasta el siglo X que su uso comenzó a extenderse lentamente por Europa. � �R l . El otro de la mecánica 5 Alejandría Siena � Figura 1.1.2. Al medio día del solsticio de verano dos estacas, una clavada en Alejandría y otra en Siena (800 Km al sur) proyectan diferentes sombras. 1.2. El sistema ptolemaico Cuatrocientos años después de Eratóstenes las ideas sobre el movimiento de los cuerpos habían progresado muy poco. Aquella concepción heliocén- trica de Aristarco de Samos había sido olvidada por carecer de sustento y porque muy fácilmente se podía rebatir la cuestión de que la Tierra no esta fija en el firmamento, sino que viaja alrededor del Sol. Si así fuera, decían entonces los estudiosos de la astronomía, se podría ver el paralaje de las estrellas; esto es que una misma estrella, tomada como punto de referen- cia se vería en posiciones diferentes en relación a un observador terrestre en dos posiciones diametrales de la órbita de la Tierra. Como este efecto no se observaba, entonces se concluyó que, por el contrarío, la Tierra debe es- tar fija, en tanto que los demás cuerpos celestes: estrellas, planetas, la Luna y el Sol giran en órbitas distintas en torno de ella. Por supuesto, ningún paralaje podía observarse, dadas las enormes dis- tancias a las que se encuentran todos los cuerpos celestes entre sí y a la ca- rencia de instrumentos de observación otros que los ojos. Además, la idea de que la Tierra fuese simplemente otro cuerpo celeste más en el universo, repugnaba a la razón, sobre todo si se toma en cuenta que este planeta y sólo éste es el asiento de la vida humana y el hombre es la criatura privi- legiada ante la religión. Ferviente partidario del sistema geocéntrico fue Claudio Ptolomeo (85-151 d.C.), el último científico importante de la antigüedad. Él soste- nía, en efecto, que el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giran alrededor de la Tierra, ocupando órbitas concéntricas sucesivas. Para explicar las conductas tan extrañas de los planetas; sobre todo de Marte, que a veces se adelantan y otras parecen descansar y se retrasan en sus vuelos al través de la bóveda celeste, Ptolomeo propuso la idea de que cada planeta gira en una órbita circular llamada epiciclo, que está centrada en una esfera mayor, concéntrica con la Tierra, a la cual llamó deferente (véase figura 1.2.1). Con esa superposición de círculos concilió dos as- pectos importantes de su teoría: en primer lugar pudo, en efecto, dar una explicación, al menos cualitativa, del movimiento que se observa en los planetas; en segundo término pudo resolver airosamente el asunto de que solamente esferas o circunferencias podían explicar tales movimientos. Como se sabe, el círculo es la figura perfecta, la única que puede ser atribui- ble a Dios, y como Él y sólo Él fue quien creó el mundo y lo echó a andar, Antecedentes de la mecánica 6 entonces, el movimiento que imprimió a los cuerpos celestes, en torno a la Tierra, tuvo que ser perfecto; esto es, órbitas generadas por círculos. Por otra parte, Ptolomeo fue el primero que dibujó meridianos y pa- ralelos sobre un mapa para ubicar con precisión la localización de los sitios geográficos. Fue este acto, el que marcó la costumbre de establecer sistemas de coordenadas para referir lugares, cosas y acontecimientos a un origen o punto de referencia. Este científico griego-egipcio también propuso que la Tierra presentaba un pequeño efecto de cabeceo alrededor del polo norte geográfico. Un mo- vimiento que hoy por hoy se conoce como la precesión de los equinoccios y que se sabe, tiene un período de alrededor de 26000 años. Hay que re- calcar el hecho de que estos resultados los obtuvo sin más ayuda que sus ojos y su profunda, su brillante inteligencia. No se debe olvidar que en el siglo II d.C. no existían ni telescopios, ni el álgebra y aún tendrían que pasar más de mil quinientos años para contar con una teoría con la cual se pudiera comprender por qué un cuerpo masivo con simetría axil, sujeto a la acción de la gravedad precede como lo hace la Tierra. El sistema ptolemaico 7 epiciclo La Tierra deferente Figura 1.2.1. Epiciclo y deferente de un planeta que orbita a la Tierra en el siste- ma geocéntrico de Ptolomeo. Actualmente la figura de Claudio Ptolomeo ha caído (indebidamente) en el descrédito y muchas veces se le ha tachado de farsante. Nada más lejano a la verdad, pues él, en verdad fue uno de los científicos más comple- tos de su época. Lo que ha pasado es que su modelo geocéntrico, esa con- cepción del sistema de planetas resultó ser equivocada y en el siglo XVI fue olvidada para dar paso el “nuevo modelo”; el heliocéntrico, el de Copérnico y Aristarco de Samos. La otra razón por la cual Claudio Ptolomeo lleva hasta esta época el estigma de la charlatanería, es por haber sido el creador de la astrología; ese conocimiento que pretende adscribir caracteres pecu- liares a la personalidad de los individuos, en relación con la fecha y hora de su nacimiento, debido a la influencia que en cada instante ejercen los astros sobre las personas. En este sentido es preciso aclarar que Ptolomeo, como toda la gente de su época y una inmensa cantidad de personas después de él y hasta esta fecha, creen en estas cosas como resultado de un cierto proceso de inducción: si el Sol tiene influencia sobre el clima, sobre las estaciones en la Tierra y si el clima y las estaciones influyen en forma importante sobre una buena cantidad de rasgos de las personas, entonces cada cuerpo celeste lo hace en forma especial. Hasta ahora no ha sido posible probar tal creencia. Por el contrario, abundan las evidencias de que la presencia de la Luna o de Saturno en nada influye para determinar la personalidad de los individuos que han nacido bajo su “signo”. De hecho, debido precisamente a la precesión de los equinoccios, los signos zodiacales ya no corresponden con los que Ptolomeo asoció hace cerca de dos mil años a los meses del año, de modo que nacer en el mes de marzo, por ejemplo, ya no significa estar en la casa de Aries, etc. Pero lo peor de todo no se debe a Ptolomeo mismo, sino a la tergiversación que se ha hecho de sus ideas, pues hoy en día abundan los ignorantes, los supersticiosos que no dan un paso fuera de sus hogares por las mañanas, antes de salir con rumbo a sus labores cotidianas, sin haber leído primero su horóscopo. Así que los astros no nada más determinan el carácter o la personalidad de los individuos a la hora del nacimiento (que en todo caso debería ser al momento de la concepción, que es cuando el ser humano comienza a ser), sino que también establece el destino; se proyectan al futuro. Entonces, al leer el horóscopo se pueden enterar de las travesuras que los veleidosos astroshan maquinado para ese día y la persona que lo lee, previsora e “inteligente”, está en condiciones de alterar Antecedentes de la mecánica 8 ese destino si se percata a tiempo de lo que le espera. Esta propiedad de va- ticinar el futuro que tienen los “astrólogos” leyendo las posiciones de los astros es totalmente ajena a aquellos estudios de Ptolomeo, de modo que los actuales seguidores del Almagesto (el libro de astrología de Ptolomeo), no sólo han equivocado aquellas de por sí discutibles enseñanzas, sino que las han convertido en un cúmulo de tonterías. Lo realmente trágico de todo esto es que con sus charlatanerías han hecho que una respetabi- lísima figura como la de Ptolomeo, el último gran científico de la edad antigua, haya caído en el desprecio de la actualidad. 1.3. Nicolás Copérnico La obra de Claudio Ptolomeo quedó como parte del acervo de la biblio- teca de Alejandría; la más grande, la más importante de la antigüedad, junto con las obras originales de Arquímedes, de Eratóstenes y otros cien- tíficos contemporáneos. En el año 415, el 90% de las más de 500000 obras que allí se guardaban con cuidado y respeto, se convirtieron en cenizas, cuando una turba de enardecidos cristianos, azuzados por el obispo de Alejandría, Cirilo, incen- diaron la biblioteca y lapidaron a sus ocupantes. Casi todo se perdió en aquel incendio. De las 123 obras de Sófocles, solamente se salvaron de la cha- musquina veinte; entre ellas Edipo Rey y Medea. Camelleros que pasaron por allá, rescataron de entre las pavesas todas las obras que pudieron. Cerca de cincuenta mil rollos de papiro fueron salvados de aquel atentado a la inteligencia y fueron a parar a otra bibliote- ca: la de Bagdad. Durante los siguientes mil años la razón fue borrada de Egipto. De he- cho, Europa vivió durante ese lapso uno de los periodos más obscuros de su historia. Pero el conocimiento y la ciencia en general no murieron. Desde Bagdad, los restos de la malhadada biblioteca de Alejandría dieron lugar a nuevos hallazgos; a nuevos desarrollos intelectuales. La química recibió un fuerte impulso y con ella la minería y la metalurgia. Pero el más importante paso en la ciencia lo dieron los árabes que desarrollaron el álgebra. Se puede entender hoy en día que la ciencia tuvo después de Alejandría un receso; un necesario descanso para dar oportunidad a que la numeración y el álgebra surgieran con los árabes, para poder continuar adelante. Hoy se El sistema ptolemaico 9 reconoce que las matemáticas son el lenguaje en el que se expresa propia- mente la ciencia, así que sin ese precioso ingrediente no hubiera podido dar sus siguientes pasos. Las matemáticas, la química y en general la ciencia, entraron a Europa desde España. Lentamente, este conocimiento comenzó a propagarse no sin oposición. La iglesia católica opuso feroz resistencia al conocimiento científico. Decenas de personas fueron enviadas a la hoguera, lapidadas o encarceladas de por vida por sus “herejías” científicas. No obstante, la cien- cia continuó su expansión. En un pequeño pueblo de Europa oriental llamado Torun, en lo que hoy en día es Polonia, nació el 14 de febrero de 1473 quien más adelante sería conocido como Nicolás Copérnico. Estudió leyes y medicina, obte- niendo su doctorado en la Universidad de Padua en Italia, después de haberse ordenado sacerdote. Después de graduarse regresó a Polonia para encargarse del curato de Frauenburg. Allí vivió siempre, hasta su muerte en 1543, a la edad de 70 años. Copérnico fue siempre un estudioso del cielo. Estando en Frauenburg recibió una invitación del Papa en Roma para integrarse a un equipo científico del más alto nivel que se encargara de corregir el viejo calendario establecido por Julio César desde el principio de la era cristiana y que acep- taba la duración del año, de 365.25 días. Después de mil quinientos años, pequeños errores se habían acumulado, haciendo que las fiestas sacras tuvieran lugar en fechas totalmente distintas a aquellas que marcaban las Sagradas Escrituras. Para corregir esos errores había que establecer un nuevo calendario, más preciso. Pero éste sólo podía calcularse con base en observaciones de los planetas que también fuesen mucho más exactas. Copérnico declinó con gran cortesía la invitación del Papa, pero de in- mediato se abocó a la tarea de observar y registrar el movimiento de los planetas. Mandó construir una tabla ranurada, recta y plana y la dotó con una plomada y un sistema de compases, para conocer la ascensión recta y la declinación de los objetos que observara. Todas las noches, durante los siguientes treinta años, observó el cielo y anotó sus resultados. Para su sorpresa, sus datos presentaban discrepancias enormes con res- pecto a las predicciones que se hacían con el modelo de Ptolomeo vigente. Algo realmente malo estaba pasando. Se trataba de errores de fondo, de esen- cia con el modelo ptolemaico. Antecedentes de la mecánica 10 Copérnico se puso a estudiar. En particular, le llamó poderosamente la atención aquel trabajo de Aristarco de Samos, sobre el tamaño y las distan- cias del Sol y de la Luna, donde proponía en forma por demás general y vaga, sin mayores fundamentos, un sistema de planetas orbitando al Sol. Tanto se interesó por esas ideas tiempo atrás olvidadas, que se puso a di- bujar sobre grandes pliegos de papel las posiciones de la Tierra y de los planetas tomando como referencia al Sol. Salvo pequeñas discrepancias atribuibles naturalmente a la crudeza de sus observaciones desde la tabla ranurada, muy pronto se le hizo claro a Copérnico que en efecto, tanto la Tierra, como los planetas parecían obedecer a un sistema heliocéntrico. Sin esos epiciclos, ni deferentes ni ecuantes que era necesario aceptar en el sistema ptolemaico; sino simplemente con círculos concéntricos alrededor del Sol, los planetas seguían sus caminos. La verdad de las cosas es que con el modelo heliocéntrico de Copérnico no mejoraron los vaticinios, ni fueron más confiables las efemérides que aquellas que se hacían con el modelo geocéntrico de Ptolomeo. Las órbitas de los planetas no se ajustaban completamente a los círculos y el Sol parecía resistirse a quedar justo en el centro de aquellos, pero era innegable que el nuevo sistema era mucho más simple. Mejorando las observaciones y haciendo pequeños ajustes se le pudo dar mayor confiabilidad al modelo, aunque no fue posible darle mayor exactitud a las predicciones. No obstante al publicarse los primeros resul- tados, rápidamente se generalizó en Europa el uso del modelo. En 1536, el cardenal Nicolás Schonberg de Capúa, envió una carta a Copérnico, alen- tándolo para hacer una nueva publicación, más formal y más prolija, pues juzga que ese trabajo será de grandísima utilidad para la ciencia. En 1582, casi cuarenta años después de la muerte de Copérnico, el Papa Gregorio XVIII reformó el calendario, haciendo un ajuste a la duración del año que se pudo hacer sobre la base del sistema heliocéntrico. Desde el 15 de octubre de ese año y hasta hoy la duración del año es de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos.1 Nicolás Copérnico 11 1 Nota sobre la duración del año: según los cálculos de aquella época, el año tiene una du- ración de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos, o sean: 31556926 segundos. Por lo tanto, cada cuatro años es bisiesto, cada cien años no es bisiesto, excepto si el año es múlti- plo de 400. Cada 4000, febrero tiene sólo 27 días y cada 20000 años febrero tiene 26 días. Así en 20000 años se tienen 631138521600 segundos, que son 1600 segundos más de la cuenta exacta. Pero tomando en cuenta que la Tierra se retrasa aproximadamente 1600 segundos cada 20 000 años, la cuenta se compensa. En resumen: son bisiestos los años 1.4. Johannes Kepler y Tycho Brahe Sólo tres años habían pasado desde la muerte de Copérnico, cuando nació Tycho Brahe. El 14 de diciembre de 1546, en Dinamarca, vio la primera luz quien sería el más grande astrónomo de su época. De muy buena cuna y mejor fortuna creció y se educó
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