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100 cartas suicidas by Johana Quintero

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100	Cartas	Suicidas
	
Johana	Quintero
	
	
	
	
	
	
	
	
Título:	100	cartas	suicidas
Diseño	de	la	portada:	Juan	Pablo	Quintero	Castro
	
Primera	edición:	Junio,	2014
	
©	2014,	Johana	Quintero
©	2014,	Juan	Pablo	Quintero	Castro
Derechos	de	edición	en	castellano	reservados	para	todo	el	mundo:
©	2014,	Enxebrebooks,	S.L
Campo	do	Forno,	7	–	15703,	Santiago	de	Compostela,	A	Coruña
www.descubrebooks.com
	
ISBN:	978-84-15782-64-3
	
	
Queda	 prohibida,	 salvo	 excepción	 prevista	 en	 la	 ley,	 cualquier	 forma	 de
reproducción,	distribución,	comunicación	pública	y	transformación	de	esta	obra
sin	contar	con	autorización	de	los	titulares	de	la	propiedad	intelectual.	Diríjase	a
Cedro	 si	 necesita	 fotocopiar	 o	 escanear	 algún	 fragmento	 de	 esta	 obra
(www.conlicencia.com).
ÍNDICE
	
Capítulo	1
	
Capítulo	2
	
Capítulo	3
	
Capítulo	4
	
Capítulo	5
	
Capítulo	6
	
Capítulo	7
	
Capítulo	8
	
Capítulo	9
	
Capítulo	10
	
Capítulo	11
	
Capítulo	12
	
Capítulo	13
	
Capítulo	14
	
Capítulo	15
	
Capítulo	16
	
Capítulo	17
	
Capítulo	18
Capítulo	19
Capítulo	20
	
Capítulo	21
	
Capítulo	22
	
Capítulo	23
	
Capítulo	24
	
Capítulo	25
	
Capítulo	26
	
Capítulo	27
	
Capítulo	28
	
Capítulo	29
	
Capítulo	30
	
	
	
	
	
	
A	quien	me	enseñó	que:
“No	podemos	cambiar	el	mundo,
pero	sí	la	percepción	que	tenemos	de	él”.
	
Capítulo	1
	
Sosiego,	 incompetencia,	 cansancio,	 el	 camino,	 la	 nada,	 treinta	 años	 y	 nada.
Tres	décadas	con	estos	mismos	zapatos,	 con	esta	misma	 ropa,	 con	este	mismo
caminar	y	la	insatisfacción	apretada	al	alma.	Ser	periodista,	literata	y	artista;	tres
profesiones	sin	gratificación	alguna,	sin	ideas,	sin	consecuencias.
	 Camino	hacia	el	frente,	solo	hacia	el	frente;	la	calle	no	es	un	camino,	la	calle	es
solo	 una	 acera	 gris,	 un	 mundo	 de	 cemento,	 árboles	 dibujados	 con	 una	 capa
gruesa	de	polvo,	el	verde	perdido.	El	aire	que	respiro	entra	como	una	bocanada
de	vida	marchita.	Observo	a	 las	personas	que	caminan	a	mi	 lado,	 ajenas,	y	yo
acelero	el	paso,	no	quiero	estar	cerca,	ni	ser	parte	de	ellas,	huyo	de	este	mundo
donde	muero	paso	a	paso.	Nací	en	una	sociedad	muerta	que	dice	estar	viva,	pero
que	solo	se	siente	respirar,	la	de	pañitos	de	agua	tibia	y	sueños	mediocres.
	 Voy	caminando	por	una	calle	 estrecha,	donde,	hacia	 el	 final,	 hay	un	edificio
abandonado	 de	 aproximadamente	 diez	 pisos;	 en	 lo	 alto,	 una	 terraza	 amplia.
Desde	ahí	pretendo	bajar	y	hundirme	en	el	asfalto,	volverme	un	mar	de	huesos	y
sesos.	Lo	tengo	anotado	en	mi	agenda:	fecha,	hora	y	lugar.	Mis	cartas	aún	no	han
sido	 entregadas;	 ya	 no	 hay	 palabras,	 historias,	 recuerdos	 o	 sueños.	 Solo	 me
queda	la	maldita	frustración	de	una	vida	que	no	parece	ser	mía,	de	mil	eventos,
de	 millares	 de	 escenas	 perdidas	 en	 el	 fondo	 de	 los	 deseos.	 ¿Luchar?	 No	 me
interesa	luchar,	la	vida	por	sí	misma	es	una	lucha	continua,	el	universo	todavía
no	se	ha	confabulado	a	mi	favor.
	 El	 escape,	 el	 volar,	 el	 pensamiento	 final.	 ¿Coraje?	 Lo	 tengo.	 Está	 entre	 mi
estómago	y	mi	gastritis,	entre	estas	manos	vacías,	en	este	bolso	de	mujer	que	no
contiene	 maquillaje,	 en	 una	 vida	 sin	 otro	 y	 sin	 necesidad	 de	 otro.	 Mis
sentimientos	se	han	desgastado,	el	contacto	físico	se	me	hace	innecesario;	 todo
fue	ocupado	por	 los	 libros	que	 se	aglomeran	 sobre	 la	mesa	en	 la	que	ceno	 sin
compañía.	 En	 los	 anaqueles	 inmóviles,	 los	 libros	 no	 son	 más	 que	 ideas
empaquetadas	en	palabras	y	hojas,	ninguno	tiene	vida.	Si	mi	mente	no	recrea	lo
que	las	palabras	relatan,	todo	en	mí	ha	muerto.	¿Me	ves	caminando?	No	soy	yo
quien	 camina,	 ni	 soy	 un	 camino	 andado.	 No	 soy	 más	 que	 mil	 pensamientos
copulando,	aquellos	que	quieren	descansar,	sin	 lucha,	sosteniendo	la	vida	en	el
espacio.	 Respiro,	 pero	 nada	 cambia;	 siento	 el	 aire,	 pero	 no	 siento	 el	 pecho.
¿Quién	decide	cuándo	se	acaba	la	vida?	¿Acaso	tengo	la	obligación	de	vivir?
	
La	 soledad	 habita	 en	 todo.	 En	 el	 país	 de	 los	 muertos	 está	 presente	 como
camino,	 como	 las	 voces	 incomprendidas,	 como	 los	 besos	 no	 dados,	 como	 los
coitos	interrumpidos.	Los	zapatos	son	manipulados	por	un	ser	que	ha	llegado	a
su	 destino,	 un	 escenario	 de	 vida	 en	 un	 estallido	 de	muerte.	Al	 fin,	 el	 fin.	 Los
pasos	y	el	camino,	el	edificio	y	su	altura.	Las	personas	pasan,	algunas	levantan	la
mirada	hacia	el	tejado.	¿Acaso	sospechan	mis	intenciones?,	¿qué	me	delata?	Yo
los	imito.	Observo	a	un	hombre	de	no	más	de	veintitrés	años	que	está	en	mi	sitio,
que	está	hurtando	mis	íntimos	deseos,	robando	mi	escenario,	mi	idea.
	 El	 hombre	mira	 al	 vacío,	mientras	 yo	veo	 como	mis	 planes	 se	 vienen	 abajo.
Llego	 hasta	 aquí	 sometida	 por	 la	 ansiedad	 que	 me	 genera	 la	 muerte	 y	 ¿debo
hacer	 turno?,	 ¿dónde	 está	 la	 fila	 de	 los	 suicidas?	 Seré	 la	 segunda	 en	 todo.
¡Maldito	 escenario	 en	mitad	 de	 la	 calle!	Un	 hombre	 en	 lo	 alto	 no	 se	 decide	 a
saltar.	No	puedo	ver	más	que	su	rostro	sereno,	su	estatura	de	metro	ochenta;	es
delgado	y	pálido.	Su	cabello	es	de	color	 castaño	y	viste	pantalón	de	dril	 color
caqui,	camisa	de	puño	a	cuadros	café	con	líneas	blancas	y	zapatos	marrón	tipo
mocasín.
	 Las	personas	se	agrupan	mientras	el	tiempo	avanza.	Yo	me	quedo	aquí,	entre	el
gentío,	sin	tener	otro	lugar	a	donde	ir.	Mi	sitio	ha	sido	invadido.	La	policía	llega,
acordona	 el	 área	 y	 pide	 a	 las	 personas	 que	 se	 alejen.	 Poco	 a	 poco	 llegan
fotógrafos	y	periodistas	que	filman	el	evento,	como	si	fuera	un	partido	de	fútbol,
un	programa	llamativo	en	el	que	intentan	persuadir	a	un	hombre	que	parece	ido.
Su	familia	no	está,	nadie	sabe	quién	es	ni	el	porqué	de	sus	razones,	el	porqué	de
robar	 mi	 idea	 y	 caminar	 en	 el	 espacio	 que	 solo	 a	 mí	 pertenecía.	 Yo	 hubiera
saltado	 sin	 pensarlo	 tanto.	 Qué	 pérdida	 de	 tiempo.	 Me	 exaspera	 tener	 que
retrasar	 este	 momento.	 Sin	 embargo,	 el	 morbo	 me	 consume	 y	 quiero	 ver	 el
desenlace	de	esta	escena.	Sigo	siendo	del	pueblo,	del	gentío	que	se	maravilla	con
grotescos	espectáculos.
	 El	 tiempo	 corre	 y	 el	 hombre	 sabe	 que	 ha	 llegado	 su	 momento.	 Empieza	 a
arrojar	 sus	documentos	de	 identidad,	 su	billetera,	 todo	 lo	que	 tiene	a	mano.	El
reloj	se	estrella	en	la	acera	y	se	destroza	en	pedazos.	Es	divertido	oír	el	grito	de
la	gente	cuando	algún	objeto	cae	al	suelo.	Estoy	en	el	circo:	la	vida	y	su	continuo
escenario.	Un	cielo	azul	con	pocas	nubes	atraviesa	el	día,	el	sol	parece	muerto
aunque	está	presente	sobre	nuestras	cabezas.	En	los	rostros	de	las	personas	que
están	a	mi	lado	se	dibuja	el	pánico	y	algunas	lloran	resguardando	el	rostro	entre
las	manos	abiertas.	Yo	estoy	serena,	algo	cansada	e	insatisfecha.	Mi	trayecto	fue
largo	y	mi	salida,	una	pérdida	de	tiempo.	No	puedo	decidir	nada,	un	imbécil	me
ha	cogido	el	sitio.	El	mundo	y	sus	ambigüedades.	Un	hombre	en	 lo	alto	de	mi
muerte.	No	puede	ser	más	triste	este	día	en	esta	Bogotá	helada.
	 El	 tiempo	se	agota.	El	hombre	es	consciente	de	ello	y	 las	personas	presentes
también.	Nadie	sabe	qué	pensamientos	se	cuelan	en	una	mente	que	ha	decidido
acabar	con	su	propia	vida.	Yo	estoy	en	el	mismo	lugar,	a	la	expectativa.	Quiero
ver	 la	 siguiente	 escena:	 el	 salto	 o	 no,	 la	 pérdida	 de	 los	 estribos;	 puede	 que	 la
razón	 lo	 haga	 reencontrarse	 y	 decida	 bajar	 calmadamente,	 evitar	 la	 euforia
colectiva.	 Mis	 pensamientos	 están	 siendo	 procesados,	 diluidos	 en	 un	 nuevo
malestar	 que	 se	 presenta	 en	 la	 boca	 del	 estómago.	 Siento	 un	 hormigueo	 en	 el
pecho	y	mis	manos	empiezan	a	sudar,	mi	corazón	da	tumbos,	deseo	irme,	ya	no
quiero	presenciar	esta	puesta	en	escena.	Hasta	aquí	llega	mi	intención	de	ver	este
declive.	Los	 automóviles	 se	detienen.	Un	hombre	 salta	 al	 vacío.	Hay	personas
que	 gritan,	 otras	 lloran,	 algunas	 se	 tapan	 lo	 ojos	 y	 los	más	morbosos	 quieren
mirar	 cada	 segundo	 de	 la	 caída.	 El	 cuerpo	 vuela	 y	 se	 escucha	 un	 golpe	 seco,
como	un	crujido	de	huesos	rotos.	La	acera	ahora	está	ensangrentada	y	sostiene
un	cuerpo	destrozado	que	no	se	mueve.	Un	paramédico	corre,examina	su	pulso
y	su	pecho;	no	respira.
	 El	 gentío	 observa	 la	 imagen	 caótica:	 el	 cuerpo,	 los	 miembros	 inertes,
ambulancias	y	médicos.	Un	joven	que	no	tiene	nombre	ni	apellido	ha	muerto.	Su
billetera	 ha	 caído.	Un	 hombre	 de	 estatura	 baja,	moreno	 y	 grueso,	 la	 examina.
Mira	su	contenido,	arrojando	rápidamente	 lo	que	no	parece	serle	útil.	Mientras
unos	lloran,	otros	se	ganan	la	vida.	No	puedo	dejar	de	observarlo,	él	se	da	cuenta
y	me	mira	a	los	ojos	desafiante.	La	policía	llega,	el	hombre	se	siente	descubierto
y	huye.	En	su	huida	deja	caer	la	cartera	del	hombre	que	ha	saltado.	Todos	ven	el
cadáver	mientras	yo	camino	hacia	el	lado	contrario.	Tomo	la	documentación	por
inercia,	aún	tengo	algo	de	periodista.	El	miedo	me	consume,	debo	huir,	sería	el
colmo	que	me	capturasen	robándole	a	un	muerto.
	 A	las	3:05	p.m.	del	día	dos	de	julio	del	año	2011,	el	inspector	de	policía	D.P.T.
y	el	secretario	P.L.U.	de	la	ciudad	de	Bogotá	proceden	a	inscribir	la	defunción
de	J.P.M.,	 joven	de	veinticuatro	años	de	edad,	original	de	Usaquén,	ciudad	de
Santa	Fe	de	Bogotá.	Hijo	de	M.C.P.	y	A.J.C.;	profesión,	X	y	estado	civil,	soltero.
El	hombre,	J.P.M.,	salta	al	vacío	desde	un	edificio	departamental	situado	en	la
calle	 108,	 Nº	 35–42.	 La	 caída	 le	 causa	 un	 trauma	 craneoencefálico	 severo
posterior	al	 impacto	desde	50	metros	de	altura.	En	el	cuerpo	se	evidencia	una
fractura	a	nivel	de	cráneo,	costillas	y	miembros	inferiores,	fisura	a	nivel	de	las
vértebras	cervicales,	contusiones	a	nivel	de	los	tejidos	blandos.
	 Me	alejo	de	allí.	La	confusión	de	la	muerte	de	J.P.M.	me	derrumba.	Mis	ideas
están	convulsionando,	nunca	vi	tan	de	cerca	la	muerte.	Nunca	olvidaré	su	rostro
en	lo	alto,	ni	su	piel	pálida	lavada	en	sangre,	ni	su	cráneo	roto	en	el	piso	y	las
deformidades	de	su	cuerpo,	el	golpe	seco,	las	personas	gritando	impresionadas,
un	mocasín	en	su	pie	y	el	otro	sin	calzar.
	 Tengo	 su	 identificación	 en	 la	mano,	 la	 cogí	 cuando	 la	 gente	 observaba	otras
escenas.	Soy	una	ladrona,	ladrona	de	muertos	suicidas.	Camino	deprisa,	como	si
alguien	 siguiera	mis	 pasos.	No	 suelo	 utilizar	 el	 transporte	 público,	 pero	 deseo
huir	 rápidamente	 de	 aquí.	 Tomo	 un	 bus	 urbano	 casi	 desocupado;	 hay	 cinco
personas,	 cada	 una	 sentada	 en	 un	 extremo	 del	 vehículo,	 como	 si	 temieran	 un
poco	de	comunicación.
	 El	autobús	es	 lento,	debí	caminar.	Esto	no	era	 lo	planeado.	Debería	haberme
subido	 allí,	 lanzarme	 al	 vacío,	 volar,	 estrellarme	 contra	 el	 asfalto,	 los	 gritos
deberían	haber	sido	por	mi	causa.	Yo	no	me	hubiera	demorado	tanto	para	saltar,
no	 hubiera	 esperado	 a	 un	 público	 morboso.	 Tal	 vez	 me	 hubiera	 fumado	 un
cigarro	al	subir	hasta	el	último	piso,	hubiera	tomado	las	escaleras	sin	que	nadie
lo	notara,	subido	peldaño	a	peldaño,	inhalando	y	exhalando	humo,	bocanada	tras
bocanada,	pensamientos	tras	pensamiento.	Mi	intención	era	fija:	morir.
	 Decidí	morir	hoy,	sobre	las	3:00	p.m.	Aquí	está	escrito	en	mi	agenda:	Muerte,
el	2	de	julio	del	2011	a	las	3:00	p.m.	Después	de	eso	no	hay	nada.	Nada.	Ahora
voy	 en	 un	 bus	 y	me	 dirijo	 a	mi	 casa,	 donde	mi	 carta	 suicida	 reposa	 sobre	 la
mesita	 de	 noche.	Mi	 vecino	 cuida	 de	mi	 gato.	Revalúo	 los	 hechos.	De	 nuevo,
abro	mi	agenda.	Orden	del	día,	bolígrafo	indeciso.	Llegaré	a	casa	a	las	4:30	p.m.,
veré	 las	noticias	sobre	J.P.M.,	destruiré	 la	carta	suicida,	o	 tal	vez	 la	 lea.	¿Cuál
sería	la	razón	de	ese	suicida?	La	mía,	insatisfacción	hasta	con	mi	propio	respirar,
con	 el	 mundo,	 con	 mi	 trabajo	 mediocre.	 Trabajo.	 Dije	 que	 no	 volvería	 en
semanas.
	 No	hay	nada	de	comer	en	casa,	todo	está	saldado.	¿Pienso	en	vivir,	en	buscar
otra	idea?	Una	forma	digna	de	suicidio.	¿Una	horca?	No	hay	una	viga	o	una	vara
alta	en	la	habitación,	además	odio	sentirme	ahogada.	Si	me	lanzo	por	la	ventana
de	 mi	 apartamento,	 me	 romperé	 el	 cuello;	 si	 sobrevivo,	 es	 probable	 que	 me
quede	 cuadripléjica.	 No,	 esa	 es	 una	 mala	 idea.	 ¿Cortarme	 las	 venas?	 No,
demasiado	 romántico.	Quizás	 en	 gran	 estado	 de	 ebriedad,	 pero	 la	 idea	 de	 una
cuchilla	 cortando	 mi	 piel	 me	 hace	 recordar	 novelas	 románticas,	 de	 esas	 que
echan	en	televisión	al	mediodía.	La	muerte.	La	muerte	por	sí	misma	es	una	idea
romántica.	Su	abrazo	debería	haberme	tomado	por	los	aires	sin	oír	nada	más	que
el	aire	estrellándose	en	mi	piel.	No	llegar	a	casa,	al	mismo	vacío	lugar.	Mi	vida
se	 aleja	 frente	 a	 mis	 ojos.	 No	 intento	 agarrarla,	 la	 veo	 diluyéndose
desesperanzada.
	 La	ciudad	es	una	visión	difusa	e	intento	concentrarme	en	las	casas,	se	me	hace
imposible	 alejar	 de	mi	mente	 a	 J.P.M.	 ¡Maldito!	 ¿Por	 qué	 tuvo	 que	matarse?,
¿por	qué	tuvo	que	robar	mi	plan?	No	puedo	ni	matarme	como	yo	quiero.	Tener
tantos,	tantos	deseos	de	extinguir	esto	que	no	sirve,	este	cuerpo	que	no	es	nada	y
no	poder	hacerlo,	me	frustra.	No	hay	una	pequeña	voz	que	me	diga:	“detente”.
Mi	mente	solo	desea	saltar,	delimitar	esto	que	no	tiene	sentido.	Qué	patético	no
ser	nada	en	un	mundo	de	muertos.	¿Vivo?	No	ves	que	no	pertenezco	a	esos	seres
que	viven	de	 ilusiones.	¿Qué	es	el	mundo	sin	 ilusiones?	Cuando	llegue	a	casa,
estará	tan	vacía	como	mi	alma.	Si	saludara,	nadie	contestaría.	¿Puedo	vivir	otro
día	acarreando	este	lastre?	No	quiero	más	esta	carga,	el	peso	de	un	alma	que	no
siente,	 que	 no	 avanza,	 que	 sí	 respira,	 pero	 es	 irrelevante.	 Escucho	 el	 silencio,
solo	 puedo	 hablar	 conmigo	 misma,	 un	 interminable	 soliloquio	 al	 que	 le	 han
regalado	otro	día.
	 Me	 robas	 las	 energías,	 J.P.M.	 No	 olvidaré	 tu	 nombre,	 ladrón	 de	 ilusiones
negras,	raptor	de	salidas	efímeras,	pícaro	de	cabellos	castaños.	Hoy	has	perdido
un	mocasín	y	tu	documento	de	identidad	es	mío.	Acabo	de	recordarlo	y	lo	saco
de	mi	bolsillo	amnésico.
	 Número:	82.085.539
	 Apellidos:	M.P.	Nombre:	J.P.
	 Fecha	de	nacimiento:	3	de	febrero	de	1988
	 Lugar:	Cundinamarca–Bogotá	D.C.
	 Estatura:	1.80	G.S.	RH	O+
	 Sexo:	M
	 Fecha	y	lugar	de	expedición:	8	de	octubre	del	2006
	 Registrador	Nacional	IDE
	 En	su	foto	diagramada,	puedo	observar	a	un	joven	serio	que	fija	los	ojos	en	la
cámara.	No	 sonríe,	 su	 rostro	no	posee	 expresión.	Es	blanco,	 guapo,	 ojos	 color
café,	 cabello	 corto	 y	 bien	peinado.	No	dice	mucho	 este	 documento,	 no	 sé	 qué
hago	 con	 su	 DNI.	Me	 siento	 perdida	 y	 ahogada.	 Empiezo	 a	 llorar	 al	 mirarla,
pude	haber	sido	yo.	¡Qué	desgracia!	¡No	lo	fui!	No	quería	regresar	a	casa,	quería
arrancarme	 la	 vida	 de	 una	 vez.	 Solo	 eso.	 Irme,	 perderme	 sin	más	 ni	más.	Me
siento	más	vacía	que	antes,	sin	un	sentido,	sin	un	deseo.	Las	lágrimas	caen,	no
me	quitó	nada,	simplemente	nada	poseo,	no	hay	llama,	nada	he	conseguido,	solo
un	carnet	extraño	en	un	día	suicida.
	 Las	personas	que	viajan	conmigo	en	el	bus	me	observan.	Toco	el	timbre,	aún
quedan	 algunas	 calles,	 pero	 es	mejor	 caminar.	 El	 autobús	 se	 detiene	 lejos	 del
andén.	Tal	vez	me	mate	un	coche,	aunque	la	calle	parece	desierta.	Sigo	llorando
y	caminando	despacio.	Las	nubes	se	avecinan,	me	puedo	ocultar	en	ellas.	En	la
portería	 de	 mi	 edificio,	 no	 encuentro	 más	 que	 al	 celador	 de	 turno.	 Saludo
afablemente,	 sin	 detenerme	 en	 una	 conversación.	 Subo	 por	 las	 escaleras	 sin
querer	 tomar	 el	 ascensor.	 Las	 luces	 se	 prenden	 a	 mi	 paso;	 el	 lector	 de
movimiento	hace	que	 se	 enciendan	y	pueda	ver	 cada	peldaño.	La	puerta	 color
café	 de	mi	 apartamento	 queda,	 finalmente,	 delante	 de	mí.	Meto	 la	 llave	 en	 la
ranura.	Eso	es	todo,	el	suspiro,	la	repetición	constante	del	día	a	día.
	 Tengo	 la	 impresión	 de	 que	 he	 caído.	 J.P.M.	 no	murió,	 fui	 yo.	 La	 casa	 está
igual,	el	mismo	olor,	la	misma	sensación,	y	la	recorro	como	si	caminara	por	ella
por	primera	vez.	Voy	hasta	la	habitación	para	leer	la	carta	que	está	sobre	la	mesa
de	noche,	escrita	en	papel	Kimberley:
	 Me	dirijo	a	la	nada,	me	alejo	entre	las	nubes	y	a	las	3:00	p.m.	me	voy	como
vine	a	este	mundo,	entre	las	lágrimas	y	el	descontento.	No	tengo	energía	y	estas
pocas	letras	son	la	despedida	de	un	pensamientoclaro	y	resuelto.	Me	despido	de
mis	padres,	a	quienes	amo.	No	culpen	a	nadie	de	una	decisión	que	solo	yo	he
tomado,	 solo	 yo	 tengo	 la	 culpa	 de	 una	 historia	 sin	 sentido,	 a	 nadie	 se	 puede
culpar	de	que	 el	 deseo	no	haya	nacido	 en	un	alma	apaciguada,	del	 desprecio
por	el	mundo	como	lo	conozco.	A	mi	hermano	solo	puedo	decirle	que	esta	no	es
una	salida	fácil.	Ni	tú	ni	nadie	pudo	haberme	salvado.	Vive	por	mí,	por	los	dos.
Me	diste	toda	la	vida	que	pudiste,	yo	era	un	fantasma	insatisfecho,	solo	eso,	un
ente	que	respiraba	y	pretendía	tener	sueños,	moldearme	a	una	idea,	pertenecer
a	algún	 lado,	a	un	amor	que	nunca	 llegó,	a	un	 sentido	que	nunca	 se	dio.	Las
pieles	que	arribaron	no	llenaron	un	corazón	que	no	palpitaba,	no	se	inmutaba.
La	mujer,	 como	 representación	 de	 felicidad,	 no	 pudo	 enamorarme	 y	 tampoco
quise	caminar	al	encuentro.	Nací	con	el	cansancio	en	los	ojos,	tres	profesiones	y
mediocre	en	todas.	Ahora,	en	esta	instancia,	solo	puedo	agradecer	lo	poco	que
obtuve	 de	 este	 paupérrimo	 mundo:	 a	 Natzu.	 Cuidadlo	 como	 yo	 lo	 haría,	 mis
pertenencias	 son	para	vosotros.	Mis	deudas	están	 saldadas,	así	 como	mi	paso
por	la	vida	que	dejo	esta	tarde.
	 Empieza	a	anochecer.	Me	quedo	con	la	carta	en	la	mano	mientras	la	oscuridad
me	cubre,	sentada	en	una	cómoda	poltrona	cerca	de	la	cama.	Desde	aquí	puedo
contemplar	la	ciudad,	ya	que	mi	apartamento	está	en	el	tercer	piso.	No	salté	de
aquí	por	miedo	a	quedar	viva	y	 con	el	 cuerpo	destrozado.	Observo	edificios	y
coches,	aunque	realmente	no	veo	nada;	revivo	la	caída	de	J.P.M.	una	y	otra	vez,
con	los	ojos	abiertos,	mirando	una	oscuridad	que	no	identifica	apariencia.
	 El	 timbre	suena	y	me	despierta	de	mi	 impávido	pensamiento.	Cierro	 los	ojos
intentando	mantener	mis	pensamientos,	el	timbre	suena	y	resuena.	Me	levanto	al
ver	 la	 insistencia	y	atravieso	el	apartamento	sin	encender	 las	 luces.	Parezco	un
ciego	guiado	por	sus	recuerdos.	Nada	cambia	en	este	lugar.	Los	muebles	en	su
misma	posición,	el	mismo	olor,	el	mismo	silencio.
	 En	 el	 umbral	 de	 la	 puerta	 aparece	mi	 vecino	 con	Natzu	 en	 brazos.	Tengo	 la
impresión	de	que	ha	cometido	algún	destrozo.	No	dice	nada,	tan	solo	me	sonríe	y
me	 pregunta	 sobre	 mi	 día.	 Se	 acerca	 y	 cojo	 a	 Natzu.	 El	 hombre	 habla	 de	 su
rutina,	no	menciona	nada	sobre	el	gato.	La	conversación	no	se	acaba	hasta	que
su	compañera	lo	llama	desde	su	apartamento.	Le	agradezco	que	cuidara	a	Natzu
y	él	sigue	sonriendo,	a	la	vez	que	observa	detenidamente	mis	labios.	El	segundo
aviso	 desde	 su	 piso	 le	 hace	 despedirse	 apresuradamente.	 Se	 aleja	 por	 el	 hall
mientras	 yo	 sostengo	 a	Natzu	 en	mis	 brazos.	Me	mira	 y	maúlla.	 Entramos	 en
casa	y	 enciendo	 las	 luces	de	 la	habitación,	que	 se	divide	en	un	 salón-comedor
finamente	 organizado,	 sin	 mucha	 decoración.	 Natzu	 salta	 de	 mis	 brazos	 y	 se
siente	 libre	 en	 el	 apartamento.	 Su	 raza	 es	 Abisinios,	 parecido	 a	 un	 pequeño
leopardo,	 tierno	 y	 cercano.	 Se	 pasea	 de	 un	 lado	 a	 otro.	 Ninguna	 habitación
permanece	cerrada,	le	gusta	ir	y	venir,	aunque	suele	estar	a	mi	lado,	acostado	en
mi	 regazo.	 Es	 hora	 de	 su	 cena,	 así	 que	 vamos	 a	 la	 cocina	 y	 le	 sirvo	 su
concentrado	 y	 agua.	 Arquea	 su	 espalda	 para	 que	 lo	 acaricie.	 Solo	 come	 si	 lo
acaricio.	Me	 pregunto	 qué	 hubiera	 pasado	 si	mi	 objetivo	 se	 hubiera	 llevado	 a
cabo.	Natzu	en	casa	de	mis	padres	y	mi	hermano	consintiéndole	la	espalda.
	 La	noche	llega	y	no	hay	mucho	por	hacer.	Qué	día	tan	frustrado.	Deseo	tomar
una	botella	de	vino	y	tal	vez	comer	una	caja	de	almendras,	o	combinar	el	vino
con	unos	caramelos	de	 leche.	Hace	 frío.	La	cena	 la	cambiaré	por	un	desayuno
mañana	a	primera	hora.	No	creí	que	llegaría	hasta	mañana.	¿Qué	se	hace	al	otro
día	de	 tu	propia	muerte,	 sin	 camino	ni	 claridad	de	un	 futuro	extraviado	en	 los
deseos	más	 oscuros?	 Pretensiones	 interrumpidas	 por	 J.P.M.	Tengo	 la	 garganta
seca,	 bebo	 agua.	 Deseo	 endulzar	 mis	 labios.	 Vino	 y	 caramelos.	 Vino	 tinto	 y
caramelos	de	leche.	Festejemos,	Natzu,	tu	ama	ha	fracasado	y	tú	la	tendrás	hasta
que	ella	construya	otro	escenario.
	 Tal	vez	deba	 investigar	sobre	el	 tema,	 investigar	suicidios	y	así	crear	el	mío:
elaborado	y	poético.	J.P.M.,	¿cuáles	serían	tus	razones?,	¿estabas	tan	hastiado	de
esta	pobre	humanidad	que	no	comunica	nada?,	¿dentro	de	 tu	mente	 se	movían
tantas	piezas	enigmáticas	como	en	la	mía?,	¿tenías	tantos	pensamientos	en	tu	ser
insatisfecho?	Al	saber	que	lo	real	y	lo	irreal	están	a	un	solo	paso,	el	soñar	es	para
los	 ingenuos.	Vivimos	en	una	generación	 tartamuda	y	autista,	no	hay	cambios,
no	 hay	 evolución,	 estamos	 estancados.	 ¿Te	 diste	 cuenta	 de	 eso,	 del
estancamiento?,	¿cuál	es	 la	diferencia	de	tu	vida	y	la	mía?	Llegamos	al	mismo
fin.	Tú,	siete	años	menor	que	yo,	más	sabio,	más	madrugador,	más	rápido,	más
elegante;	ladrón	de	ideas,	ladrón	de	escenarios,	de	horarios,	de	actos	macabros.
¿Cuántos	minutos	nos	separaron	de	nuestro	encuentro?,	¿diez?,	¿quizás	veinte?
Si	no	hubiera	tenido	que	aguantar	la	sonrisa	del	vecino	llevándose	a	Natzu,	si	no
hubiera	 ido	 a	 pie	 hasta	 el	 edifico	 abandonado,	 ni	 hubiera	 fumado	 ese	 último
cigarro…	Tal	vez	la	idea	de	saltar	desde	un	edificio	sea	una	escena	trillada.	En
Las	 horas,	 Richard	 Brown	 se	 lanza	 al	 vacío,	 mientras	 una	 señora	 Dalloway
contemporánea	 lo	 ve	 alejarse	 entre	 la	 muerte	 y	 su	 difuso	 amor.	 Richard	 se
suicida	por	el	peso	de	una	enfermedad.	Un	escritor	predestinado	a	una	horrible
muerte	ridiculiza	mi	idea;	a	él,	el	dolor	físico	se	le	hace	insoportable.	La	señora
Dalloway,	cuánto	odie	leer	ese	libro,	y	en	cambio	ahora	lo	siento	diferente;	una
vida	vacía	escrita	de	una	forma	simplemente	hermosa,	con	tantos	detalles,	para
muchos,	 irrelevantes.	 La	 simplicidad	 de	 ver	 todo	 con	 grandes	 ojos	 y	 describir
cada	 percepción	 del	 mundo,	 cada	 escenario,	 cada	 color,	 olor,	 forma,	 fondo.
Nunca	 me	 gustó	 la	 forma	 de	 escribir	 de	 Virginia	 Woolf	 hasta	 ahora	 que	 la
entiendo,	cuando	no	la	leo,	ni	quiero	leerla.	Ella	se	suicidó	llenando	sus	bolsillos
de	 piedras	 y	 caminando	 hacia	 el	 fondo	 del	 río	 Ouse.	 La	 brisa,	 el	 agua,	 la
tragedia,	 la	muerte	 de	 forma	 poética,	 inmortalizando	 el	 fin,	 su	 legado.	 Señora
Dalloway,	 yo	 no	 he	 hecho	 gran	 cosa.	 Su	 última	 carta	 fue	 encontrada	 por	 su
esposo,	Leonard	Woolf,	en	la	que	Virginia	escribió:
	 “Siento	que	voy	a	enloquecer	de	nuevo.	Creo	que	no	podemos	pasar	otra	vez
por	una	de	esas	épocas	terribles.	Y	no	puedo	recuperarme	esta	vez.	Comienzo	a
oír	voces	y	no	puedo	concentrarme.	Así	que	hago	lo	que	me	parece	mejor.	Tú	me
has	dado	 la	máxima	 felicidad	posible.	Has	sido,	en	 todos	 los	 sentidos,	 todo	 lo
que	se	puede	ser.	Creo	que	dos	personas	no	pueden	haber	sido	más	felices	hasta
que	 vino	 esta	 terrible	 enfermedad.	 No	 puedo	 luchar	 más.	 Sé	 que	 estoy
arruinando	tu	vida,	que	sin	mí	tú	podrás	trabajar.	Lo	harás,	lo	sé.	Ya	ves	que	no
puedo	 ni	 siquiera	 escribir	 esto	 adecuadamente.	No	 puedo	 leer.	 Lo	 que	 quiero
decir	es	que	debo	toda	la	felicidad	de	mi	vida	a	ti.	Has	sido	totalmente	paciente
conmigo	 e	 increíblemente	 bueno.	Quiero	 decirlo…	Todo	 el	mundo	 lo	 sabe.	 Si
alguien	podría	haberme	salvado,	habrías	sido	tú.	Todo	lo	he	perdido	excepto	la
certeza	de	tu	bondad.	No	puedo	seguir	arruinando	tu	vida	durante	más	tiempo.
No	creo	que	dos	personas	pudieran	haber	sido	más	felices	de	lo	que	hemos	sido
tú	y	yo”.
	
	
Capítulo	2
	
No	 hay	 nada	 que	 beber	 en	 este	 apartamento.	 Los	muertos	 no	 toman	 vino	 y
tampoco	comen	caramelos	de	 leche,	mi	único	deseo	en	este	momento.	Aún	es
temprano	y	decido	 ir	de	compras.	¿Decido	vivir?	Al	menos	otro	día.	Busco	un
abrigo	 y	 una	 bufanda.	 Hace	 frío,	 no	 necesito	 salir	 a	 la	 calle	 para	 sentirlo.
Rebusco	 en	 el	 bolso	 las	 llaves	 y	 el	 dinero,	 no	 iré	 muy	 lejos.	 Solo	 espero	 no
encontrarme	 con	 el	 pesado	 del	 vecino.	 Natzu	 descansa	 en	 su	 cómoda	 cama,
levanta	 la	 mirada	 al	 sentir	 lapuerta,	 pero	 no	 se	 inmuta	 y	 vuelve	 a	 posar	 su
cabeza	en	el	mismo	sitio.
	 Los	corredores	del	edificio	están	vacíos.	Las	manecillas	del	reloj	avisan	de	que
faltan	quince	minutos	para	 las	8:00	p.m.	La	 tienda	queda	a	dos	calles.	Camino
entre	el	viento	y	el	frío.	Mis	pasos	son	lentos,	aun	así	llego	en	poco	tiempo.	Ya
en	el	supermercado,	me	dirijo	al	estante	de	vinos.	Tomo	una	botella	de	vino	tinto
y	 busco	 los	 caramelos	 de	 leche.	Recuerdo	 que	 no	 hay	 nada	 para	 el	 desayuno.
Café,	 necesitaré	 leche,	 algo	 de	 fruta	 y	 huevos.	 Volver	 a	 la	 rutina	 no	 es
gratificante,	un	día	 tras	otro,	 repetidos	pasos,	 sin	eventos,	nada	que	marque	un
día	y	otro.	Voy	a	la	caja	registradora	y	un	hombre,	no	mayor	de	treinta,	me	cobra
sin	 dejar	 de	mirar	 los	 informativos	 en	 una	 televisión	 que	 cuelga	 del	 techo.	 El
presentador	informa:
	 «Un	hombre	de	veintitrés	años	se	ha	precipitado	desde	un	edificio	de	diez	pisos
en	Usaquén,	a	las	tres	de	la	tarde,	frente	a	la	mirada	de	transeúntes	angustiados.
Las	cámaras	de	seguridad	del	inmueble	registraron	el	momento	en	que	el	hombre
empezó	a	arrojar	sus	objetos	de	valor	al	suelo,	precipitándose	él	mismo	instantes
más	tarde	y	muriendo	en	el	acto.	El	occiso,	según	atestiguan	sus	familiares,	solo
dejó	 una	 carta	 en	 la	 que	 explica	 sus	 razones.	 Tras	 la	 pausa	 publicitaria
ampliaremos	este	hecho	y	otras	noticias…»
	 Pago	rápidamente	y	atravieso	las	calles	con	prisa.	Llego	al	edificio	y	subo	los
peldaños	de	dos	en	dos	hasta	llegar	al	apartamento.	Natzu	continúa	tendido	en	su
cama	y	observa	como	cruzo	frente	a	él,	con	las	bolsas	en	la	mano.	Enciendo	el
televisor	 y	 pongo	 a	 grabar	 la	 noticia.	 Afortunadamente	 todavía	 están	 en
anuncios.	Mi	corazón	late	deprisa;	hace	mucho	que	no	sentía	este	nerviosismo.
Tengo	mil	 incógnitas	y,	al	mismo	tiempo,	preocupación	por	si	alguien	ha	visto
como	cogí	la	documentación	de	J.P.M.	Sé	que	no	han	pasado	más	que	segundos
desde	que	entré	en	casa,	pero	el	tiempo	parece	eterno.	Camino	de	un	lado	a	otro,
me	quito	el	abrigo	y	 la	bufanda,	 siento	calor.	Dejo	 las	bolsas	en	 la	mesa	de	 la
cocina	 y	 vuelvo	 rápidamente	 al	 escuchar	 el	 sonido	 anunciando	 que	 van	 a
empezar	las	noticias.
	 «Sobre	 las	 tres	 de	 esta	 tarde,	 J.P.M.,	 un	 estudiante	 de	 Administración	 de
Negocios	Internacionales,	se	lanzó	al	vacío	desde	un	edificio	de	casi	diez	pisos
de	altura,	en	la	localidad	de	Usaquén.	Al	parecer,	su	novia,	con	la	que	mantenía
una	relación	desde	hace	más	de	dos	años,	acababa	de	cancelar	sin	justificación	el
compromiso	matrimonial	 con	 el	 occiso.	 La	madre	 afirma	 que	 el	 joven	 era	 un
buen	 hijo,	 trabajador	 y	 que	 nunca	 hizo	mal	 a	 nadie.	 La	 ex	 prometida,	 por	 su
parte,	no	quiso	hacer	declaraciones,	solo	mostró	la	carta	que	J.P.M.	le	dejó:
	 Te	pierdo	a	ti	y	¿para	qué	necesito	la	vida?	Vivir	sin	ti	es	como	no	respirar.
No	puedo	llorar,	no	soy	de	los	amantes	que	ruegan,	soy	de	los	que	se	alejan.	¿A
dónde	debo	ir?	Todo	parece	frío	e	inseguro.	Nunca	fui	bueno	para	nada,	nunca
pude	con	las	palabras.	No	sé	de	dónde	salen	estas.	Te	aborrezco	tanto	como	te
amo.	No	tengo	un	futuro.	Tú	lo	has	matado	con	cada	sueño	compartido.	¿Dónde
quedo	yo	en	tu	vida?,	¿dónde	queda	cada	beso,	cada	caricia,	cada	parte	de	ti,
cada	recuerdo?
	 Nuestra	 historia	 nadie	 podrá	 contarla.	 Te	 costó	 poco	 tiempo	 perder	 las
energías.	Tú	eras	la	mía.	Sin	ti	no	soy	más	que	un	perro	callejero,	soy	un	ratón
escondido	 en	 el	 fondo	 de	 un	 callejón	 sin	 salida.	 La	 primera	 vez	 que	 te	 vi	 fue
frente	a	ese	edificio	viejo,	tan	hermosa	que	me	enamoré	solo	con	tu	presencia.
Esa	 calle	 ya	 no	 la	 transitas,	 así	 como	 no	 caminarás	 de	 nuevo	 a	mi	 lado.	Mi
muerte	estará	vigente	donde	estuvo	la	razón	de	mi	vida,	en	esa	calle,	frente	a	ese
edificio	tan	deteriorado	como	nuestro	amor	que	culmina.	Todos	te	culparán	por
un	afecto	muerto,	pero	nadie	puede	culpar	a	quien	ha	perdido	la	ilusión.	Morir
es	el	único	camino	para	dignificar	esto	que	termina.	Tal	vez	Dios,	en	el	cielo,	me
perdone	por	rechazar	la	vida	que	me	otorga.	Nadie	la	ha	pedido,	no	puedes	dar
la	vida	para	después	quitarla,	no	puedes	dejarme	vacío	por	dentro.	Nada	tengo,
nada	doy.	Adiós,	hermosa	mía.	Adiós,	 familia	amada.	Ya	el	 tiempo	es	 solo	un
pasar	de	segundos,	para	mí	estar	sin	ti	es	un	infierno.
	 Apago	el	televisor,	permaneciendo	sentada	frente	a	la	pantalla	oscura.	No	sé	en
qué	momento	me	senté.	 Intento	no	pensar,	me	pongo	en	pie	como	un	zombi	y
camino	hacia	 la	 cocina.	Con	 la	 botella	 entre	mis	manos,	 que	 están	 temblando,
penetro	el	corcho	con	el	utensilio	y	lo	extraigo	luego	de	enroscar	con	fuerza.	Al
intentar	quitarlo	del	descorchador,	me	corto	en	 la	palma	de	 la	mano	 izquierda.
“¡Mierda!”,	 grito,	 por	 fin,	 saliendo	 de	 mi	 silencio	 y	 de	 mis	 pensamientos.
“¡Mierda!”,	vuelvo	a	gritar	totalmente	exaltada.	No	puedo	creer	que	no	me	haya
podido	 suicidar	 por	 algo	 tan	 corriente	 como	 un	 amor	 obstruido,	 por	 no	 poder
vivir	 sin	 una	 mujer	 de	 mierda.	 Qué	 lástima	 me	 das,	 J.P.M.;	 matarte	 por	 una
mujer,	robar	mi	escena,	mi	idea	y	el	día	de	mi	muerte	por	la	trivialidad	del	amor,
darle	más	valor	a	ella	que	a	 ti	mismo.	La	sangre	corre	por	mi	muñeca,	así	que
busco	 una	 toalla	 absorbente.	 Natzu	 sale	 de	 su	 encierro	 y	 me	 observa.	 No	 se
acerca,	 pero	 su	 sola	 presencia	me	 tranquiliza;	 respiro	 profundamente.	Matarse
por	alguien,	qué	idea	tan	corriente.	Suicidio	pasional,	qué	burdo.	El	amor	como
herramienta	de	suicidio.	Nunca	he	amado,	daría	todo	por	lo	que	él	vivió,	puesto
que	es	mejor	sentir	algo	que	verse	vacío	por	dentro.	El	perder	es	parte	de	la	vida,
grandísimo	imbécil,	el	no	sentir	nada	solo	me	pasa	a	mí.
	 Retiro	 la	 toalla	absorbente	y	 lavo	 la	mano.	Siento	ardor,	pero	 la	herida	no	es
profunda.	Busco	alcohol	y	desinfectante	en	un	pequeño	botiquín	que	está	en	lo
alto	de	las	alacenas	de	la	cocina.	Limpio	la	herida	con	cuidado	y	luego	la	cubro
con	 una	 gasa,	 preguntándome	 para	 qué	 tanto	 cuidado.	 Tomando	 de	 nuevo	 la
botella	 de	 vino,	 una	 copa	 y	 la	 bolsa	 de	 dulces,	 apago	 la	 luz	 y	me	 dirijo	 a	 la
habitación.	Natzu	me	sigue	y	me	acompaña	a	los	pies	de	la	cama	hasta	que	siente
frío	y	se	acuesta	en	 la	suya.	Yo	bebo	mirando	un	especial	de	Expedición	en	la
Antártida,	llevada	a	cabo	por	el	inglés	Francis	Drake	en	1578.	Fue	ahí	cuando	se
descubrió	 el	 pasaje	 de	 Drake,	 el	 tramo	 que	 separa	 América	 del	 Sur	 de	 la
Antártida,	 entre	 el	 cabo	 de	 Hornos,	 en	 Chile,	 y	 las	 Islas	 Shetland	 del	 Sur.
Después	de	dos	copas	de	vino	y	cuatro	caramelos	de	leche,	el	sueño	me	busca.
Me	levanto	de	 la	cama	tibia	para	ponerme	el	pijama,	 lavarme	los	dientes	y	me
vuelvo	a	acostar.	La	noche	es	fría	y	tranquila.
	 Hola,	 J.P.M.,	 el	día	es	nuevo.	No.	El	día	no	es	nuevo.	 ¿Estás	de	blanco	o	 te
estrellas	de	bruces	con	un	infierno	de	fuego?	Vienes	junto	a	mí.	Esta	es	tu	cama,
tu	casa,	tu	espacio.	Te	sientas	sobre	la	colcha	que	me	cubre.	No	hay	edredón	que
pueda	abrigarme	de	este	frío	intenso.	Tu	voz	es	dulce.
	 —No	te	burles	de	mis	demonios	—dice	en	voz	alta.
	 —No	me	burlo,	tan	solo	me	parecen	absurdos.
	 —Toma	mi	mano	—ordena	J.P.M.
	 Está	 helada.	Él	me	 saca	 de	 la	 cama	y	 camina	 a	mi	 lado	 sin	 soltarme	por	 un
lugar	que	no	es	mi	habitación.	Es	una	casa	en	desorden,	de	tres	pisos	de	altura,
tal	vez	de	cuatro,	de	madera,	y	a	cada	paso,	las	tablas	se	hunden.	Siento	temor	de
que	este	lugar	se	deshaga	en	pedazos.
	 —Tu	rostro	no	es	el	mismo	que	vi	después	de	la	caída	—digo	en	voz	alta.
	 Subimos	 los	peldaños	hasta	 la	 azotea.	Los	 cuatro	pisos	 se	 extienden	en	 cada
escalón,	la	altura	es	superior	a	ocho	metros.	J.P.M.	no	suelta	mi	mano,	me	hace
observar	 el	 cuerpo	 de	 su	 amada	 en	 la	 acera	 del	 frente.	 Yo	 le	 grito	 algo
indescriptible.	A	él	se	le	cristalizan	los	ojos,	pero	no	llora,	tan	solo	me	abraza	y
besa	mis	labios	levemente;	no	hay	rasgo	sexual,	por	el	contrario,	una	protección
fraternal	me	hace	abrazarlo	con	fuerza.	Él	no	existe.	Abro	los	ojos	y	caigo	con	élen	 un	 viaje	 oscuro.	 La	 calle	 se	 abre	 y	 solo	 puedo	 sentir	 el	 perfume	 de	 ella.
Caemos	a	un	mundo	oscuro	y	frío,	como	si	nadáramos	en	petróleo.	Su	cuerpo	se
aleja	y	mis	pulmones	se	sienten	ahogados.	El	silencio	habita	en	mí,	en	mi	cuerpo
frío	y	húmedo,	indefenso.
	 Me	despierto	 sobresaltada.	Natzu	muerde	mis	 dedos	 delicadamente,	 en	 señal
de:	“despiértate,	tengo	hambre”.	Me	levanto	de	la	cama	apresuradamente,	estoy
sudando.	Voy	a	la	cocina	y	le	sirvo	la	comida	mientras	acaricio	su	espalda	y	él
ronronea.	Me	dirijo	al	baño,	desnudándome	con	cada	paso.	Abro	el	grifo	de	 la
ducha	y	gradúo	el	agua	con	mi	mano.	La	venda	se	moja;	hasta	ahora	no	me	había
acordado	 de	 la	 herida.	 El	 agua	 tibia	 me	 cubre,	 cierro	 los	 ojos	 y	 aguanto	 la
respiración	 en	 fracciones	 de	 tiempo.	Quisiera	 ir	 a	 nadar	 en	 agua	 templada,	 tal
vez	 vaya	 a	 la	 piscina	 del	 gimnasio	 por	 la	 tarde	 o	mañana	 hacia	 las	 6:00	 a.m.
cuando	hay	poca	gente.
	 Salgo	 del	 baño	 y	 me	 cubro	 con	 una	 bata,	 sintiendo	 la	 brisa	 de	 la	 mañana.
Mientras	el	café	se	prepara,	enciendo	el	ordenador	y	busco	ropa	para	cambiarme.
Hoy	saldré,	quiero	ir	al	viejo	edificio	con	el	que	soñé	anoche.	Busco	unos	jeans,
tenis,	una	camisa	blanca,	bufanda	y	abrigo.	En	las	noticias	de	la	red	me	estrello
con:
	 «Nuevo	 suicidio	 se	 registra	 en	 empresa	 china	 fabricante	 de	 iPad	 e	 iPhone.
Otros	 catorce	 trabajadores,	 en	 su	mayoría	 jóvenes	 que	 acababan	de	 llegar	 a	 la
compañía,	se	suicidan	en	las	fábricas	de	Foxconn».
	 El	 suicidio	 me	 persigue	 o	 mi	 atención	 solo	 se	 dirige	 a	 ese	 tema.	 ¿Cuántas
personas	deciden	arrancarse	la	vida?,	¿cuántas	lo	llevan	a	cabo?	He	pensado	en
el	 legado	 de	 esos	 catorce	 trabajadores.	 ¿Cuántos	 habrán	 escrito	 una	 carta
suicida?	Los	 suicidas	deberían,	 por	 ley,	 dejar	una	 carta,	 una	despedida	 escrita.
No	 un	 vídeo,	 esos	me	 causan	 escalofríos,	 sino	 una	 carta	 suicida.	 Diariamente
seis	personas	se	suicidan	en	Colombia,	según	muestran	estadísticas	que	solo	los
ingenuos	creen.	Cartas	suicidas	he	escrito	una,	una	que	no	pudo	ser	entregada	ni
leída	y	 que	 será	 destruida	porque	buscaré	 otro	 escenario	 y	otro	medio,	 tal	 vez
otra	hora.	No	sé	por	qué	lugar	empezar	mi	búsqueda,	mi	investigación	maldita.
¿Dónde	empezará	mi	indagación?	Quisiera	ir	a	la	hemeroteca,	leer	diarios	viejos
buscando	suicidios,	escribir	una	carta	suicida	por	cada	suicidio	sin	nota.	Seré	la
escritora	de	cartas	suicidas	en	busca	de	una	escritura	propia	y	dramática,	un	fin
tan	sublime	que	la	Muerte	aplaudirá	mi	huida	y	ovacionará	mi	escena.
	 El	olor	del	café	es	mágico,	 lo	bebo	mientras	preparo	un	desayuno	que	consta
de	 fruta,	 café	 con	 leche	 y	 un	 huevo	 cocido.	Natzu	 ya	 ha	 desayunado	y	 aún	 le
queda	comida	hasta	la	noche.	Después	de	comer,	cepillarme	los	dientes	y	poner
un	 poco	 de	 orden,	 cojo	 lo	 necesario:	 llaves,	 agenda,	 paraguas,	 lápiz,	 móvil	 y
billetera.	 Salgo	 del	 apartamento,	 el	 hall	 está	 vacío.	 Siempre	 bajo	 por	 las
escaleras	 porque	 no	 me	 agrada	 sentirme	 encerrada	 en	 un	 ascensor,	 tantas
personas	en	un	lugar	tan	estrecho	me	aterra.	Mi	reloj	marca	las	8:00	a.m.	Ya	en
la	 calle	 me	 dirijo	 al	 edificio	 abandonado	 de	 Usaquén.	 Las	 aceras	 están	 poco
concurridas	 y	 una	 lluvia	 delgada	 cae	 sobre	 la	 ciudad.	Todo	 se	 siente	 oscuro	 y
frío.	El	asfalto,	empapado;	los	perros,	buscando	un	poco	de	calor,	olfatean	y	se
alejan,	abandonados,	sin	hogar.	¿Víctimas?,	¿por	qué	son	víctimas	los	perros?	Se
visten	de	lluvia,	tienen	más	libertad	que	cualquiera,	no	hay	lugar	que	los	detenga
y	no	se	cuestionan	sobre	la	vida,	solo	viven.
	 Hay	una	grieta	en	la	acera,	la	ciudad	se	cae	a	pedazos.	A	un	hombre	que	pide
limosna,	le	doy	unos	dulces	de	caramelo.	Pensé	que	me	los	tiraría	a	la	cara,	pero
sonríe.	Camino	y	medito.	Las	gotas	caen	con	más	furia	mientras	el	mundo	sigue
escurriéndose	entre	el	gris	del	día	donde	el	viento	hiela	las	mejillas.	Los	coches
pitan	a	peatones	que	no	saben	la	función	de	un	semáforo.	Cada	vez	me	alejo	más
de	este	mundo	y	de	los	pensamientos.	Siento	que	balbuceo	todo	el	tiempo,	que
divago,	que	no	existo.	La	gente	me	sonríe	y	no	sé	por	qué	lo	hace.
	 Una	 atmósfera	 tranquila	 fue	 ayer	 el	 escenario	 de	 la	muerte.	 Hoy	 no	 hay	 un
cordón	de	seguridad,	ni	cámaras	fotográficas	o	de	vídeo;	solo	camina	por	él	una
hermosa	mujer	a	la	que	se	le	dedican	cartas	de	amor.	Ella	deja	un	ramo	de	flores
blancas:	 lirios,	 orquídeas	 y	 claveles.	No	 ha	 dormido,	 se	 pueden	 ver	 sus	 ojeras
negras,	pese	 a	que	 lleva	gafas	oscuras.	Llora,	mientras	una	mujer	más	vieja	 la
abraza	por	la	espalda	diciéndole	que	no	es	su	culpa.	En	la	calle,	los	transeúntes
observan	 despreocupados.	 Siguen	 su	 camino	 sin	 entender	 el	 porqué	 de	 las
lágrimas	de	 la	mujer	 que	viste	 de	negro.	Yo	paso	de	 largo,	 no	 interrumpiré	 el
pequeño	homenaje	que	le	hacen	al	ladrón	de	eventos.
	 ¿Quién	habría	 llorado	por	mí	en	esta	calle	 triste?,	¿mi	hermano	o	mis	padres
hubieran	 interrumpido	 el	 paso	 de	 un	 transeúnte	 sin	 destino?,	 ¿qué	 hubiese
pasado	 si	 hubiéramos	 intercambiado	 papeles?	Si	 yo	 hubiera	 subido,	 si	 hubiera
saltado,	¿habría	quedado	en	su	memoria	la	imagen	de	un	cráneo	destrozado,	en
una	acera	 apestada	de	 flores	blancas,	 lirios,	orquídeas	y	claveles?,	 ¿caminarías
indiferente?,	¿habrías	tenido	la	necesidad	de	preguntar	quién	era?	Bueno,	yo	no
tengo	un	 amor	que	me	 llore,	 no	 tengo	una	mujer	 con	un	puñado	de	 flores,	 no
tengo	un	deseo	tan	trivial	como	el	amor.
	 De	nuevo	mi	día	es	interrumpido	por	la	sombra	de	J.P.M.	Cogeré	un	bus	en	la
calle	décima	para	llegar	al	centro.	A	medida	que	el	vehículo	recorre	calles,	me
doy	cuenta	de	que	ha	 sido	una	 terrible	 idea	haber	 tomado	esta	 ruta.	La	ciudad
está	 destruida	 por	 todos	 lados,	 es	 desesperante	 el	 gentío,	 el	 esmog,	 los
embotellamientos,	las	vías	que	intentan	ser	reconstruidas	a	plena	luz	del	día.	Las
personas	de	esta	ciudad	parecen	estar	de	mal	humor	a	todas	horas.	La	agresión	y
la	 intranquilidad	 se	 ven	 reflejadas	 en	 sus	 rostros,	 en	 sus	 miradas	 cargadas	 de
insatisfacción.	El	estrés	y	el	miedo	los	hacen	discutir	por	cualquier	cosa.	A	mí	ha
dejado	 de	 importarme	 si	me	 empujan	 o	 si	 un	 coche	 no	me	deja	 pasar.	No	me
molesta	 la	 incomodidad	de	 la	ciudad	ni	 su	 ruido,	me	 tiene	sin	cuidado	 la	poca
cultura	de	los	que	transitan	las	calles	o	la	violencia	injustificada.	Me	parece	un
circo,	un	circo	donde	no	sonrío,	donde	todos	viven	en	la	apariencia	de	sus	días,
ensimismados	en	sus	vidas	sin	fundamento.	Si	fueran	honestos,	formaríamos	un
ejército	 de	 almas	 suicidas.	 A	 todos	 se	 nos	 ha	 pasado	 por	 la	 mente	 en	 algún
momento	de	 la	vida.	Aniquilar	nuestra	 existencia,	devolverla	 a	Dios,	 supongo.
Nadie	 nos	 pidió	 vivir,	 así	 que	 ¿para	 qué	 sobrevivir?	Algunos	 luchan,	 otros	 se
esconden	en	una	bonita	sonrisa	y	otros,	como	yo,	simplemente	se	cansan,	dejan
de	 creer	 en	 ese	 “todo	 será	 mejor”.	 Nos	 dejamos	 aplastar,	 abrumar,	 huimos…
Simplemente	huimos.
	 Estoy	sentada	en	el	centro	del	bus,	en	un	asiento	al	 lado	derecho,	cerca	de	la
ventana.	 Observo	 caras,	 personas,	 trabajos,	 desde	 los	 vendedores	 ambulantes
hasta	 los	 oficinistas	 refinados	 y	 los	 que	 simplemente	 no	 hacen	 nada.	 Sigo
pensando	 en	 el	 suicidio,	 mi	 reiterativo	 tema.	 Cada	 suicidio	 trae	 consigo	 una
frustración,	no	tengo	clara	cuál	es	la	mía.	No	sé	a	dónde	me	dirijo.	¿Qué	hacer	el
primer	 día	 de	 tu	muerte	 auto-infligida?	El	 vehículo	 no	 avanza,	 se	 ha	 quedado
estacionado	en	mitad	de	una	caravana	de	coches	que	maldicen	como	sus	dueños;
los	pitidos	y	los	gritos	maleducados	devoran	el	panorama	soezmente.	Quedan	al
menos	quince	calles	y	me	agrada	caminar,	así	que	toco	el	timbre	y	el	bus	se	para
en	mitad	de	la	vía;	como	siempre,	aparca	en	cualquier	sitio,	sin	importar	la	suerte
de	sus	pasajeros.	Bajo	con	cuidado	mientras	los	coches	siguen	pitando.	El	tráfico
está	detenido,	la	ciudad	apesta	entre	el	humo	y	la	basura	del	suelo.	Camino	porun	 mundo	 difuso,	 el	 que	 no	 comparto;	 no	 quiero	 vestirme	 de	 oficina,
maquillarme	o	arreglar	mi	cabello.	Algunos	dicen	que	es	más	fácil	si	crees	en	un
dios.	 Creer	 en	 Dios	 es	 como	 creer	 en	 la	 magia	 y	 no	 tengo	 tiempo	 para
estupideces.	 Cada	 uno	 elige	 su	 destino,	 por	 lo	 tanto	 también	 puede	 elegir	 su
muerte.	En	pocas	cosas	se	puede	tener	el	control,	el	suicidio	es	una	forma	activa
de	sumisión.	Mi	antiguo	psicólogo	diría:	“tienes	visión	de	túnel”.	Tal	vez	él	no
ha	visto	el	cielo	de	la	ciudad.	Las	nubes	oscuras	y	el	humo	copulan	en	un	mar
que	 intoxica;	 es	 un	 túnel	 y	 vivimos	 en	 él.	 No	 puedo	 ver	 los	 rostros,	 tan	 solo
existen	siluetas	a	lado	y	lado	de	mis	pasos:	vendedores	informales,	habitantes	de
calle,	trabajadores	que	visten	de	jean	y	los	que	se	visten	de	oficina,	ladrones	de
todos	 los	estratos,	miradas	vacías	y	el	mismo	paso.	¿Todo	se	siente	 igual	o	he
muerto?	Mi	no-muerte	es	mi	infierno,	con	pasos	y	pensamientos	desalentadores.
	 La	biblioteca	está	cerca	de	la	Plaza	de	Bolívar.	Ya	que	el	tiempo	está	muerto,
decido	caminar	por	los	símbolos	de	una	ciudad	y	su	historia.	La	Plaza	de	Bolívar
representa	 un	 gran	 cuadro:	 hacia	 las	 montañas	 está	 la	 Catedral	 Primada	 de
Colombia,	que	 tiene	cuatrocientos	veintiuno	años	de	vida;	a	su	 lado,	 la	Capilla
del	Sagrario,	 un	poco	más	 joven,	 cumplió	ya	 trescientos	once	 años;	 el	Palacio
Arzobispal,	 doscientos	 dieciocho	 años.	 Estructuras,	 símbolos	 de	 una	 tradición
católica,	que,	al	igual	que	la	religión,	su	estilo	barroco	me	produce	terror.	Junto	a
ellas,	 la	 Casa	 del	 Cabildo	 Eclesiástico,	 construida	 en	 1689	 como	 cárcel	 de
clérigos.	Al	occidente,	el	Palacio	Liévano,	un	edificio	con	un	estilo	renacentista;
su	 apariencia	 simula	 una	 construcción	 francesa	 antigua	 y	 se	 creó	 en	 1907
después	 de	 un	 fuerte	 incendio;	 actualmente	 es	 sede	 de	 la	 Alcaldía	 Mayor	 de
Bogotá.	 Por	 último,	 está	 el	 Palacio	 de	 Justicia,	 un	 edificio	 construido	 y
reconstruido,	 incendiado,	 destruido	 y	 vuelto	 a	 construir,	 convertido	 en
patrimonio	nacional.
	 Me	acostumbré	a	tener	en	mi	mente	datos	que	a	nadie	le	importan.	Tal	vez	el
ser	periodista	me	hace	querer	estar	enterada	de	todo,	de	cada	fecha,	cada	evento,
del	porqué	de	 cada	 cosa.	Por	 eso	 cogí	 la	documentación	de	 J.P.M.,	 para	 saber
quién	era,	su	historia,	sus	guerras.	Ahora	me	parece	irrelevante	la	noticia	de	su
muerte.	No	gastaría	mi	tiempo	en	documentar	un	suicidio	romántico,	aunque	si
lo	 pienso	 mejor,	 gracias	 a	 su	 fatídico	 descenso,	 empecé	 la	 investigación	 que
documentará	mi	muerte.
	 Siempre	me	agradó	caminar	por	este	sitio.	Perdí	el	miedo	a	 los	carteristas,	al
frío	viento	que	baja	por	la	montaña,	al	lado	oriental	de	la	ciudad.	Ya	no	temo	el
revolotear	de	las	aves	que	devoran	el	maíz	arrojado	por	niños	y	ancianos,	ya	no
me	molesta	que	me	pidan	 limosna,	ni	 los	habitantes	de	calle	buscando	comida
entre	 la	 basura	 o	 los	 policías	 impecables	 mirando	 de	 reojo	 las	 piernas	 de	 las
colegialas.	Soy	como	esta	Plaza	de	Bolívar:	fría	y	amurallada.	De	las	pequeñas
batallas	ganadas,	solo	quedan	monumentos	defecados	por	palomas.
	 Camino	hasta	la	Biblioteca	Luis	Ángel	Arango.	Las	calles	están	encharcadas,
transitadas	 por	 estudiantes	 universitarios	 y	 de	 colegios	 públicos	 y	 privados,
entrando	y	 saliendo	de	 la	biblioteca	de	cincuenta	y	 tres	 años	de	vida.	Siempre
pensé	que	tendría	más	años.	Me	conforta	su	estructura	y	su	silencio.	A	esta	hora,
pese	 a	 tanto	 bullicio	 en	 la	 calle,	 la	 biblioteca	 está	 desierta.	 En	 un	 casillero
alquilado,	meto	una	moneda	de	bajo	valor	y	dejo	el	bolso	y	el	abrigo.	Llevo	el
móvil,	 lápiz,	 agenda	 y	 el	 carné	 de	 registro,	 también	 algo	 de	 dinero	 para
fotocopias.	 La	 hemeroteca	 se	 sitúa	 en	 el	 segundo	 piso.	 Hay	 pocas	 parejas,	 la
mayoría	de	las	personas	están	solas,	sentadas	en	cada	una	de	las	mesas	de	la	gran
sala.	 En	 las	 bases	 de	 datos	 de	 los	 ordenadores,	 ubicados	 en	 el	 lateral	 de	 las
mesas,	 busco	 noticias	 sobre	 suicidios.	 Enfatizo	 la	 fecha	 del	 dos	 de	 julio	 sin
especificar	el	año.	En	los	registros	sale	un	listado	de	diferentes	artículos	y	escojo
varios	 al	 azar.	Mientras	 espero	 a	 que	 los	 periódicos	 y	 las	 revistas	 lleguen,	me
quedo	observando	los	números	de	los	pedidos	en	las	pantallas.	Varias	personas
también	 aguardan,	 formando	 tres	 filas	 en	 las	 que	 se	 reclaman	 según	 la
terminación	de	su	número.	El	mío	es	el	9347.	Espero	con	calma	a	que	aparezca
el	 número	 en	 la	 pantalla.	 Los	 demás,	 en	 silencio,	 observan	 igual	 que	 yo	 el
monitor,	sin	tener	contacto	visual	con	los	que	están	alrededor.
	 Mi	 número	 ha	 aparecido	 finalmente	 después	 de	 diez	 minutos	 de	 espera.
Reclamo	los	periódicos	y	las	revistas.	Una	mesa	vacía	se	encuentra	al	fondo	de
la	sala,	así	que	me	encamino	hacia	ella	observando	el	material	que	llevo	en	las
manos.	Al	 sentarme,	 una	mujer	 de	 aproximadamente	 veintiséis	 años	 llega	 a	 la
misma	mesa.	Es	alta,	morena,	delgada,	de	rasgos	finos	y	suaves.	Me	sonríe.	Su
sonrisa	es	delicada	y	sincera.	Me	dice:
	 Creo	que	debemos	compartir	la	mesa.
	 Yo	la	observo	y	muevo	la	cabeza	de	arriba	hacia	abajo	y	le	respondo:
	 Sí,	no	hay	problema.
	 Se	sienta	frente	a	mí.	Por	alguna	razón	que	no	comprendo,	me	siento	incómoda
con	 su	 presencia	 y	 no	 puedo	 concentrarme.	 Ella	 lleva	 varias	 revistas,	 una
agenda,	bolígrafos	de	colores,	su	billetera	y	un	estuche	de	gafas,	que	abre	para
ponérselas.	Al	mismo	tiempo	coge	uno	de	sus	bolígrafos	de	color	azul	claro	para
amarrar	su	cabello	liso	y	oscuro,	quedando	su	largo	cuello	al	descubierto.	Se	da
cuenta	de	que	la	observo.	Vuelve	a	sonreírme,	yo	se	la	devuelvo	tímidamente	y
empiezo	a	mirar	los	artículos	que	he	escogido.
	 El	primero	habla	de	una	niña	de	trece	años	que	se	ahorcó	en	su	casa	en	Kent,
Inglaterra.	El	diario	Daily	Mail	acusa	a	un	grupo	de	música	neo	punk	de	ser	un
grupo	 de	 culto	 suicida.	 Según	 el	 periódico,	 «una	 adolescente	 de	 trece	 años,
aficionada	 a	 una	 banda	 de	 neo	 punk,	 influenciada	 por	 la	 tribu	 urbana	 emo	 –
subcultura	 derivada	 del	 post	 hardcore	 de	 los	 años	 ochenta–,	 donde	 los
integrantes	 se	 visten	 de	 negro	 y	 tienen	 apariencia	 triste;	 peinan	 su	 cabello
tapándose	el	ojo	izquierdo	y,	por	lo	general,	tienen	ideas	suicidas,	pensamientos
melancólicos	 y	 depresivos».	Qué	 patético	 reunirse	 en	 grupo	 para	 hablar	 sobre
desgracias	y	justificar	dolencias	de	sus	solitarias	y	aburridas	existencias,	¿acaso
estar	en	grupo	no	ayuda	a	combatir	la	soledad?
	 Nunca	 he	 sido	 persona	 de	 grupos,	 no	 me	 agradan	 los	 lugares	 con	 muchas
personas,	 no	 me	 he	 dejado	 llevar	 por	 las	 masas,	 ni	 me	 identifico	 con
absolutamente	 nada.	 Podría	 asegurar	 que	 no	 poseo	 pensamientos	 anárquicos,
simplemente	 un	 desinterés	 total	 por	 los	movimientos	 y	 fines	 comunes	 de	 una
sociedad	 muerta.	 Buscar	 en	 otras	 ideologías	 para	 llenar	 nuestros	 vacíos	 me
parece	simplemente	ridículo.	Una	niña	se	muere	por	seguir	ideas	melancólicas	y
depresivas.	 Toma	 una	 soga,	 la	 amarra	 a	 una	 vara	 de	 madera	 del	 techo	 de	 su
habitación,	 los	 muros	 saturados	 con	 pósters	 de	 agrupaciones	 pop	 rock	 de
adolescentes	ensimismados,	una	silla,	una	nota	escrita	con	pluma	negra.	Puedo
imaginar	 un	 cuerpo	 que	 se	 balancea	 al	 compás	 de	 una	 música	 que	 no	 dice
mucho,	las	luces	apagadas	y	un	mundo	que	vive	entre	la	oscuridad	y	el	silencio.
	 En	 el	 reportaje	 habla	 de	 una	 carta	 suicida,	 pero	 no	 la	 ponen.	 Si	 fuera	 mi
obligación	escribir	sobre	esa	carta,	me	imaginaría	estando	en	una	habitación	de
adolescente,	tal	vez	en	la	mía	de	hace	años.	Muros	blancos,	cortinas	color	crema
y	pósteres	de	Led	Zeppelin,	The	Who	y	Sex	Pistols,	tal	vez	uno	de	Jim	Morrison.
Una	cama	sencilla	con	dos	mesitas	de	noche,	una	a	cada	lado	de	la	cama,	y	sobre
ellas,	lámparas,	algún	libro	de	Baudelaire	o	de	Poe,	tal	vez	Opio	en	las	nubes,	de
Rafael	 Chaparro.	 En	 la	 radio,	 una	 canción	 repetitiva,A	 day	 in	 the	 life	 de	 los
Beatles,	la	que	habla	de	un	hombre	que	se	voló	la	cabeza	al	no	ver	un	semáforo
en	 rojo,	 la	 que	 se	 torna	 agresiva	 en	 algún	 momento,	 confusa,	 decisiva.	 Un
armario	para	guardar	la	ropa	y	un	librero	de	pocos	libros	de	fácil	lectura.	La	nada
y	la	soledad	hablando.	Hoy	es	día	de	muerte,	pongamos	mucho	cuidado.
	 Si	mi	cuerpo	se	balanceara	como	esta	canción,	estaría	flotando	en	un	mundo
que	no	reconozco.	El	vaivén	de	un	cuerpo	que	solo	se	mece.	No	hay	nada	que
este	mundo	pueda	ofrecerme	más	que	música	y	sufrimiento.	Un	dolor	que	no	sé
de	 dónde	 sale,	 ni	 cómo	 nace.	 Los	 gritos,	 las	 palabras,	 el	 cole,	 las	 monjas
vestidas	de	normas,	una	sociedad	moralista	absorta	en	demonios	y	cruces.	No
soy	 como	 vosotros,	 no	 formo	 parte	 de	 aquí.	No	 hay	 luz	 en	 una	 habitación	 de
princesa.	No	usaré	las	prendas	de	las	personas	perdidas.	Los	ritmos	del	espacio
me	agotan.	Vivir	o	no	vivir	es	tan	solo	una	decisión.	La	mía	se	quedó	estancada
en	un	pensamiento	de	duendes	negros.	Nadie	podrá	entender	cómo	se	siente	el
no	 querer	 vivir,	 adoleciendo	 el	 amor,	 sin	 una	 religión	 que	 absurdamente	 es
impuesta	 diariamente.	 Me	 alejo	 entre	 la	 tinta	 negra	 de	 este	 bolígrafo	 y	 una
melodía	que	simplemente	me	reconforta,	finalmente,	finalmente.
	 En	un	diario	español	encuentro:	«Un	hombre	mata	a	 su	mujer	en	Valencia	y
luego	 se	 suicida».	Un	habitante	de	Museros,	 de	 setenta	y	nueve	 años	de	 edad,
llega	a	su	casa	sobre	las	diez	de	la	noche.	Encuentra	a	su	mujer,	de	ochenta	y	dos
años,	 en	 la	 cocina;	 se	 acerca	 lentamente	 por	 la	 espalda	 y	 la	 saluda	 de	 forma
natural.	Le	besa	 la	 nuca,	mientras	 ella	 se	 extraña	 ante	 ese	 saludo.	La	mujer	 le
pregunta	si	quiere	beber	algo,	él	dice:	“He	traído	una	botella	de	vino”.	Busca	el
descorchador	 en	 la	 mesa	 de	 la	 cocina	 y	 junto	 a	 él,	 de	 cinco	 cuchillos	 de
diferentes	 tamaños	 y	 estilos,	 elige	 el	 más	 adecuado.	 Su	 mujer,	 descuidada,
prepara	 la	 cena.	Él	 vuelve	 a	 acercarse	 lentamente	 hacia	 ella,	 la	 apuñala	 varias
veces	por	la	espalda	mientras	ella	cae	a	sus	pies.	El	hombre	de	setenta	y	nueve
años	 camina	 hasta	 su	 despacho,	 se	 sienta	 frente	 a	 su	 escritorio	 y,	 de	 un	 cajón
asegurado	con	una	cerradura	dorada,	saca	una	pistola	Remington	Derringer,	un
arma	creada	hacia	el	año	de	1866,	un	revólver	pequeño	que	se	puede	abrazar	con
una	sola	mano,	un	arma	 lujosa	de	acabado	en	oro	y	cacha	de	nácar.	La	coloca
sobre	el	escritorio,	al	tiempo	que	en	una	hoja	de	papel	Bond	en	blanco	y	con	una
pluma,	escribe:
	 El	tiempo	nos	está	extinguiendo;	estas	manchas	en	la	piel	y	las	arrugas	en	mis
manos	me	hacen	ver	que	envejezco.	Tú	eres	lo	único	que	me	mantiene	en	vida.
Ni	 tu	 piel	 ni	 tu	 cuerpo	 son	 los	 de	 antes	 y	 aunque	 los	 amo,	 no	 quiero	 vivir	 el
suplicio	de	envejecer	y	estar	desvalido.	Pasa	el	tiempo	fugazmente,	no	podemos
salir	de	casa	sin	sentir	que	las	cosas	sean	diferentes,	sin	que	un	pequeño	viaje	se
sienta	hasta	los	huesos.	No	puedo	irme	sin	ti,	no	quiero	atravesar	el	umbral	de
la	muerte	 sin	 la	mujer	 que	 adoro.	 Compartir	 mi	 vida	 a	 tu	 lado	 fue	 hermoso,
compartir	 mi	 muerte	 es	 poesía.	 Aún	 recuerdo	 cuando	 te	 vi	 por	 primera	 vez
vestida	de	gala	en	una	sala	vacía.	A	día	de	hoy	sentiría	el	mismo	nerviosismo	al
acercarme	y	pedirte	cortésmente	que	bailases	conmigo.	Recuerdo	el	olor	de	tu
piel	y	la	frescura	de	tu	rostro.	Los	años	pasan,	amor.	No	beberemos	más	vino.
El	 cuidarnos	 se	 ha	 vuelto	 insostenible.	 La	 sal,	 el	 azúcar,	 el	 alcohol,	 el	 café,
todos	son	negaciones	y	predicamentos.	¿Recuerdas	la	última	vez	que	caminamos
por	 horas?,	 ¿puedes	 recordar	 cómo	 es	 hacer	 el	 amor	 hasta	 el	 amanecer?	 Ya
nada,	mi	 hermosa	mujer,	 es	 como	 antes.	 Te	 veo	morir	 lentamente.	 No	 quiero
envejecer	más,	quiero	quedarme	como	estamos	en	este	 instante,	 felices	por	un
amor	que	permaneció	inquebrantable	durante	años.	Ya	todo	se	ha	alejado,	todo
se	 convierte	 en	 añoranzas.	No	 quiero	 vivir	 ligado	 a	 un	 pasado.	No	 construyo
nada,	mi	vida	se	quedó	estática.	No	quiero	verte	morir	en	la	sala	de	una	clínica,
esperando	que	 la	muerte	 llegue	parsimoniosamente.	No	 tenemos	más	que	 esta
casa	y	 la	muerte.	Se	acaba	el	 tiempo,	amor.	Espérame.	Te	amo	más	de	 lo	que
separa	la	vida	y	la	muerte.	Espérame	en	la	eternidad	donde	nada	nos	quebrará
y	nuestras	almas	estarán	ligadas	en	un	espacio	imperecedero.
	 La	enfermera	que	cuidaba	a	la	pareja	se	desconcertó	al	ver	que	nadie	atendía	a
la	puerta.	Recordó	que	siempre	guardaban	una	llave	debajo	de	una	maceta,	abrió
la	 puerta	 sigilosamente,	 caminó	 por	 el	 corredor	 y	 no	 halló	 más	 que	 silencio.
Luego,	en	el	suelo	de	 la	cocina,	a	 la	anciana	de	ochenta	y	dos	años	con	varias
puñaladas	 en	 la	 espalda.	 La	 enfermera	 gritó	 y	 salió	 espantada	 de	 la	 casa	 para
llamar	a	la	policía.	Cuatro	puñaladas	en	la	espalda	dieron	muerte	a	la	mujer;	en
el	estudio,	un	hombre	de	setenta	y	nueve	años	fue	hallado	con	un	disparo	en	la
sien	y	un	poema	teñido	de	un	rojo	espeso.
	 Suena	un	móvil	en	mi	mesa	de	lectura.	No	es	mío.	La	hermosa	mujer	morena
me	sonríe	y	pregunta	si	puedo	cuidar	sus	cosas	por	un	instante.	Asiento	sin	abrir
la	boca.	Ella	sale	apresurada	a	contestar	la	llamada,	atraviesa	la	sala	y	contesta
en	el	corredor.	Yo	la	sigo	con	la	mirada,	mientras	ella	va	y	vuelve	en	cuestión	de
minutos.	 Llega	 a	 la	 mesa	 de	 nuevo,	 coge	 sus	 cosas	 sigilosamente,	 me	 da	 las
gracias	en	bajo	y	se	aleja.
	 Mi	siguiente	lectura	está	en	el	periódico	El	Siglo	del	Correón.	Es	del	viernes,
dos	de	julio	del	2010	por	Notimex,	San	Diego,	California.
	 «Un	patrullero	de	carreteras	descubrió	el	miércoles	pasado,	en	el	interior	de	un
coche	estacionado	a	la	orilla	del	camino,	el	cuerpo	de	tres	personas:	una	mujer,
de	 cuarenta	 y	 un	 años,	 y	 dos	 niños,	 de	 doce	 y	 diez	 años,	 respectivamente.	 La
mujer	estaba	sentada	en	el	asiento	del	copiloto	y	los	niños	en	la	parte	posterior
del	vehículo.	El	asiento	del	piloto	estaba	vacío,	hecho	que	extrañó	a	la	policía	de
carretera,	por	lo	que	se	pidieron	refuerzos	para	encontrar	al	cuarto	pasajero	del
automóvil.	A	lo	lejos	del	camino,	apareció	un	hombre	colgado	en	una	rama	alta
de	un	ciprés».
	 Investigaciones	 posteriores	 clarifican	 que	 el	 padre	 envenenó	 a	 su	 familia
durante	 la	 cena	 y	 los	 invitó	 a	 dar	 un	 paseo.	 Poco	 a	 poco	 fueron	 quedando
dormidos	hasta	morir.	Cuando	el	padre	se	percató	del	fallecimiento	de	los	tres,
detuvo	 el	 coche,	 caminó	 hasta	 el	 gran	 árbol,	 llevando	 una	 soga	 en	 su	 mano,
escogió	una	rama	fuerte	y	subió	hasta	ella.	Sujetó	un	extremo	de	la	soga	al	árbol,
la	otra	a	 su	cuello	y	 se	ahorcó.	Las	aves	oyeron	el	crujido	de	 los	huesos	de	 la
región	cervical,	luego	todo	fue	silencio.
	 Esta	es	la	última	cena	que	puedo	pagar.	La	hipoteca	de	la	casa	está	vencida,
los	bancos	están	sobre	nosotros.	Pude	ser	un	mejor	padre,	un	mejor	esposo.	Mis
manos	están	vacías	y	no	tengo	como	mantener	esta	farsa	de	la	familia	perfecta.
No	quiero	lastimar	más.	A	veces	pierdo	la	cabeza,	a	veces	tiendo	a	golpear	las
cosas	y	llegar	como	si	nada	a	casa.	No	quiero	decir	que	he	fracasado.	Sara	y	los
niños	 necesitan	 más	 que	 amor.	 No	 podemos	 vivir	 de	 nuestros	 padres:	 de	 los
míos,	 que	 me	 repiten	 que	 ya	 no	 soy	 un	 crío;	 ni	 de	 los	 de	 ella	 que	 solo	 me
humillan.	 No	 pude,	 no	 supe	 vivir.	 Maldigo	 esta	 puta	 historia	 que	 se	 repite.
Fracaso	 tras	 fracaso.	 Pude,	 en	 algún	 momento,	 creer	 que	 el	 amor	 era	 una
conveniencia	 para	 continuar.	 El	 amor	 es	 algo	 que	 me	 ahoga.	 No	 hay	 una
oportunidad	clara.	Mañana	por	la	mañana	nos	desalojan.	¿A	dónde	ir?	No	sé.
Esta	es	mi	única	salida	o	vivir	en	un	coche	y	morir	en	la	carretera.
	
	
Capítulo	3
	
He	 leído	 tres	 artículos,	 tres	 sentimientos	 diferentes.	 He	 escrito	 tres	 cartas
suicidas,	 me	 he	 vestido	 de	 tres	 realidades	 desiguales.	 Investigando	 o
tergiversando	la	información,	puedo	hacer	lo	que	quiera	con	sentimientos	ajenos,
con	historias	quesobresalen	solo	a	mis	ojos.	¿Dónde	quedan	las	palabras	que	no
se	 leen?,	 ¿les	 doy	 vida?	 De	 escritora	 de	 cartas	 suicidas	 a	 salvadora	 de	 actos
inmolados,	siendo	mi	objetivo	elaborar	una	carta	suicida	propia	y	satisfactoria.
Mi	manía	de	crear	e	investigar	me	arroja	a	esta	no	vieja	biblioteca.	Sigo	sentada
en	la	mesa	vacía,	de	la	que	la	hermosa	mujer	morena	se	ha	ido.	Finalmente,	 la
soledad	del	día	y	mi	agenda	con	anotaciones	de	color	azul	se	llena,	mientras	la
sala	 se	vacía.	El	 reloj	marca	 las	3:00	p.m.,	 lo	que	hace	posponer	mi	 almuerzo
hasta	altas	horas	de	la	tarde.	La	morena	se	fue	hace	más	de	dos	horas;	no	es	que
piense	 en	 ella,	 solo	hago	un	 cálculo	mental	 del	momento	 entre	 su	partida	y	 el
actual.
	 Sobre	 la	mesa	hay	otros	artículos	que	 investigué,	sintiendo	 insatisfacción	por
suicidios	ordinarios	y	muertes	estúpidas	que	podrían	ganar	fácilmente	el	Premio
Darwin.	Intento	poner	orden.	La	tarea	consiste	en	poner	las	revistas	y	periódicos
a	un	lado;	en	dos	grupos	separo	los	artículos	que	voy	a	fotocopiar	y	los	que	voy
a	dejar	 en	 los	 carritos	 recolectores.	Encuentro	una	billetera	 que	no	 es	mía.	Mi
billetera	y	mi	agenda	están	junto	a	la	de	ella,	de	color	crema.	No	me	decido	qué
hacer	 con	 la	 cartera;	 han	 pasado	más	 de	 dos	 horas,	 ella	 no	 vendrá.	 El	 centro
queda	 lejos,	 a	 menos	 que	 ella	 viva	 por	 los	 alrededores,	 en	 la	 Candelaria	 por
ejemplo.	Tal	 vez	 estudie	 en	 una	 universidad	 lejana,	 tal	 vez	 si	 dejo	 la	 billetera
sobre	la	mesa	llegue	alguien	honesto	y	se	la	entregue;	o	se	la	roben.	No	puede
ser	un	robo	algo	que	simplemente	encuentras.	Lo	mejor	será	dársela	a	un	guardia
de	seguridad	o	dejarla	en	objetos	perdidos,	esa	es	la	mejor	decisión.
	 Sobre	el	carrito	recolector	de	libros,	dejo	las	revistas	y	libros	que	no	me	voy	a
llevar;	 los	 otros	 están	 en	mi	mano	 junto	 a	 las	 fotocopias	 de	 los	 artículos,	 las
billeteras	 y	 la	 agenda.	 Decido,	 antes	 de	 ir	 a	 entregarla,	 dejar	 las	 cosas	 en	mi
casillero.	A	continuación	voy	hasta	 la	hemeroteca	verificando	que	ella	no	haya
vuelto.	La	sala	está	casi	vacía.	Al	salir	pregunto	al	vigilante	dónde	está	la	oficina
de	 objetos	 perdidos,	 él	 sonríe	 y	 me	 da	 las	 indicaciones.	 Siguiendo	 sus
instrucciones,	al	 llegar	al	sitio,	algo	dentro	de	mí	me	dice	que	debo	entregar	la
billetera	personalmente.	Deshago	el	camino	andado	y	me	dirijo	hacia	 la	puerta
de	salida,	dejando	atrás	la	biblioteca.
	 Camino	hasta	la	calle	veintidós.	No	veo	ningún	restaurante	al	que	se	me	antoje
entrar,	pero	recuerdo	uno	que	está	cerca	de	la	Universidad	Jorge	Tadeo	Lozano	y
llego	 a	 él	 con	 facilidad.	 Pido	 una	 ensalada,	 pollo	 al	 horno	 con	 brandy	 y	 para
beber,	una	copa	de	vino	blanco.	No	quiero	postre.	Al	pedir	una	taza	de	café	para
finalizar	el	atrasado	almuerzo,	cojo	del	bolso	la	billetera	de	 la	mujer	y	 la	abro.
Lo	primero	que	miro	es	el	DNI;	leo:
	 República	de	Colombia	Identificación	personal
	 Número:	12789135
	 Apellidos:	R.Q.	Nombre:	L.J.
	 Firma:	Indescriptible
	 Fecha	de	nacimiento:	2	de	Julio	1986
	 Lugar	y	fecha	de	nacimiento:	Bogotá	D.C	(Cundinamarca)
	 Estatura:	1.69	G.S.	RH	O	+
	 Lugar	y	fecha	de	expedición:	18	septiembre	2004.
	 Índice	derecho:	una	mancha
	 Registrador	Nacional	IDE
	 Su	firma
	 Dos	de	julio,	ayer	cumplió	años,	la	fecha	de	mi	muerte	frustrada.	Veinticinco
años	de	vida,	dos	años	mayor	que	J.P.M.,	cuatro	años	más	joven	que	yo.	Tal	vez
la	 llamaron	 deprisa	 para	 celebrar	 el	 cumpleaños.	 “Algo	 la	 hizo	 salir”,	 pienso
mientras	apuro	el	oscuro	café.	Hurgando	en	sus	documentos,	encuentro	su	carné
de	la	universidad.
	 Pontificia	Universidad	Javeriana
	 Apellidos	R.Q.,	Nombres:	L.J.
	 Identificación:	12789135
	 Fecha	de	expedición:	Febrero	2004
	 Fecha	de	Grado:	Febrero:	2009
	 Programa:	Artes	visuales.
	 Y	 también:	 su	 carné	 de	 conducir,	 tarjetas	 de	 crédito	 y	 débito,	 tarjetas
promocionales	 para	 entradas	 al	 cine,	 algunas	 entradas	 rotas	 de	 cine,	 teatro	 y
conciertos,	 fotos	 de	 carné	 de	 personas,	 tal	 vez	 papá,	mamá,	 hermanos,	 novio,
tarjetas	de	salud	y	de	presentación,	lugar	de	trabajo	y	dinero.
	 El	café	ya	se	terminó.	He	puesto	todo	en	su	lugar,	en	el	orden	estricto	en	el	que
se	encontraba;	solo	dejé	fuera	una	tarjeta	de	presentación	para	llegar	a	su	dueña.
Pago	 la	 cuenta	 del	 restaurante	 y	 salgo	 a	 la	 calle.	 Son	 más	 de	 las	 4:00	 p.m.
Quisiera	pasar	antes	por	el	Mambo,	un	museo	de	arte	moderno.	Hace	años	que
no	 voy	 a	 ver	 exposiciones,	 ni	 entro	 al	 cine.	 El	 Mambo	 queda	 cerca	 del
restaurante,	no	son	más	de	dos	o	tres	calles	para	llegar.
	 Al	entrar	veo	que	dos	exposiciones	de	fotografía	están	en	la	programación.	La
primera	es	de	fotografía	mexicana	y	la	segunda	es	de	Beat	Presser,	un	fotógrafo
suizo,	cuya	obra	se	titula	Klaus	Kinski.	Decido	entrar	a	ella,	otro	día	ya	veré	que
ponen	en	el	cine.	El	suicidio	desde	los	focos	es	el	título	de	un	folleto	que	cojo	de
la	 taquilla.	No	 puede	 ser	más	 propio	 para	mi	 investigación.	Miro	 el	 reloj,	 son
casi	 las	 cinco	 de	 la	 tarde	 y	 debo	 llevar	 la	 billetera.	 La	 dirección	 es	 en	 Los
Rosales.
	 Me	gustaría	caminar,	son	más	de	cuarenta	calles	y	aunque	el	día	está	oscuro,
no	parece	que	vaya	a	llover.	Echo	a	andar	a	paso	tranquilo;	el	bolso,	pese	a	su
material,	 no	 lo	 siento	 pesado.	 Andaré	 hasta	 que	me	 sienta	 agotada	 y	 después
tomaré	un	bus	o	un	taxi.
	 Lo	 único	 que	 deseo	 es	 un	 cigarro	 y	 compro	 un	Lucky	Strike	 a	 un	 vendedor
ambulante.	 Enciendo	 uno	 y	 recuerdo	 los	 caramelos	 de	 leche;	 meto	 uno	 en	 la
boca	 y	 empiezo	 a	 recorrer	 el	 trayecto.	 Las	 calles,	 pese	 al	 día	 y	 la	 hora,	 están
transitables	y	el	frío	solo	es	un	viento	delicado	que	cruza	desde	el	norte	hasta	el
sur	de	la	ciudad.	Yo	voy	al	contrario	de	la	vía,	pero	no	me	inquieta.	El	humo	del
cigarro	vuela	con	el	viento	y	todo	se	siente	extrañamente	satisfactorio.	Las	calles
cambian	de	colores,	paso	de	partes	 residenciales	a	comerciales	en	minutos;	 las
personas	salen	de	sus	oficinas	mientras	mi	cigarro	se	acaba.	Sigo	caminando	con
el	sabor	del	caramelo	de	leche	en	mi	boca.	El	sol	avanza	hacia	el	occidente	para
ocultarse	y	las	luces	nocturnas	empiezan	a	alumbrar	mi	camino.
	 Avanzo	direcciones,	no	falta	mucho	y	me	pregunto	qué	estoy	haciendo;	debo
pensar	con	claridad	y	beber	algo	en	un	café.	Leo	la	carta	que	trae	un	joven,	no
mayor	de	veintitrés,	que	me	sonríe	y	se	va.	Al	minuto,	vuelve	y	yo	le	devuelvo	la
carta	 con	 la	 petición	 de	 un	 té	 helado,	 ahora	 soy	 yo	 quien	 le	 sonríe.	 Bebo
despacio,	 al	 tiempo	 que	 pienso	 en	 si	 es	 prudente	 ir	 a	 dejar	 la	 billetera.	Ya	 he
recorrido	 un	 gran	 trayecto,	 así	 que	 pago	 la	 cuenta	 y	 salgo	 a	 la	 calle.	Bajo	 las
luces	artificiales,	camino.	El	mundo	parece	detenerse	y	estas	últimas	calles	se	me
antojan	eternas.	Ya	son	casi	 las	siete	de	 la	noche,	 supongo	que	no	atenderán	a
nadie.
	 Ya	frente	al	edificio,	mi	mente	vacila,	aunque	es	una	estupidez	llegar	tan	lejos
y	 no	 hacer	 nada;	 solo	 debo	 subir	 unos	 cuantos	 escalones	 y	 preguntar	 por	 ella.
Solo	eso,	solo	ver	su	sonrisa,	entregarle	su	billetera	y	ver	de	nuevo	esa	sonrisa,
eso	es	 todo.	Hablo	con	el	vigilante	 indicando	el	número	del	 apartamento	y	mi
nombre.	 Una	 mujer	 mayor	 espera	 su	 correspondencia,	 pero	 amablemente
aguarda	a	que	yo	sea	atendida.	El	vigilante	me	avisa	de	que	no	hay	nadie	en	el
apartamento,	 saluda	 a	 la	 señora	 y	 dice	 que	 precisamente	 ella	 es	 la	 madre	 de
quien	 vive	 allí.	Yo	 la	miro	 a	 los	 ojos,	 reconozco	 su	 rostro	 entre	 las	 fotos.	Mi
nerviosismo	 aumenta.	 Ella	me	 observa	 extrañada,	me	 pregunta	 cortésmente	 si
me	puede	ayudar	en	algo.	Yo	le	explico	lo	más	tranquila	que	puedo,	tragando	mi
nerviosismo,	 la	escena	de	 la	biblioteca.	Le	entrego	la	billetera	con	la	 tarjeta	de
presentación	de	L.J.	e	insisto	en	que	puede	revisar	el	contenido	de	la	misma.	La
mujer,	de	aproximadamente	cincuenta	y	tres	años,	me	sonríe	y	dice:
	 No	es	necesario,	Y	se	empeña	en	tomar	mis	datos	para	que	L.J.	me	agradezcapersonalmente	las	molestias.
	 Es	lo	que	cualquier	buen	cristiano	haría		rehúso	cortés,	sintiéndome	como	una
completa	imbécil	y	me	despido	formalmente.
	 Huyo	con	ligereza.	Mis	pómulos	están	rojos,	me	siento	un	tanto	frustrada;	mi
corazón,	 totalmente	exaltado.	Atravieso	 la	 calle	y	pido	un	 taxi,	 el	primero	que
atiende	mi	llamada.	Me	noto	agotada,	totalmente	agotada.
	 Treinta	 minutos	 más	 tarde	 estoy	 en	 la	 puerta	 de	 mi	 apartamento	 con	 unos
pocos	víveres.	Natzu	siente	mi	llegada	y	me	espera	sentado.	Al	encender	la	luz,
se	 acerca	 a	mí	haciendo	mimos	y	 acariciando	mi	pierna.	Llevo	 la	 comida	 a	 la
cocina	y	 la	 dejo	 sobre	 la	mesa,	 al	 igual	 que	mi	 bolso.	Tomo	a	Natzu	 con	mis
manos	 y	 lo	 abrazo,	 él	 ronronea	 y	 cierra	 los	 ojos.	 Mientras	 le	 hablo
cariñosamente,	busco	su	plato	de	comida	y	el	del	agua,	y	como	siempre,	acaricio
su	 espalda	mientras	 come.	Luego	empiezo	 a	preparar	 la	 cena,	 que	no	 constara
más	que	de	una	crema	de	pollo	con	trocitos	de	verdura.	Mientras	se	hace	la	cena,
me	ducho	al	 ritmo	de	Call	me	de	Aretha	Franklin.	Tarareo,	 trato	de	no	pensar,
poner	mis	 pensamientos	 en	mi	 objetivo.	 Sonrió	 ante	 la	 ridícula	 escena	 con	 la
madre	 de	L.J.	Debo	 olvidar	 ese	 nombre,	 centrarme	 en	mi	meta.	No	 saldré	 del
apartamento	 en	 días,	 mi	 investigación	 en	 la	 biblioteca	 me	 da	 trabajo	 para	 un
buen	 tiempo.	El	baño	no	dura	más	de	diez	minutos	y,	 al	 salir,	 una	 canción	de
The	Dodos	reemplaza	a	una	de	los	Beatles:	Black	night.	El	vendaje	ha	vuelto	a
mojarse,	 así	que	 lo	quito	y	 lo	 tiro	a	 la	basura.	Me	visto	cómodamente	para,	 al
acabar	 la	 cena,	 ir	 a	 la	 cama.	Los	 alimentos	 estarán	 listos	 en	poco	 tiempo.	Los
víveres	comprados	los	organizo	en	la	alacena	y	en	la	nevera.	Natzu	me	sigue	con
la	 mirada,	 observa	 mi	 psicorrígida	 demencia	 por	 el	 orden	 y	 la	 limpieza,	 para
luego	acomodarse,	cansado	de	la	escena,	en	un	tapete	de	gruesas	fibras	de	lana.
	 La	crema	está	lista,	ha	hervido	y	espesado	lo	suficiente.	El	contenido	es	exacto
para	 un	 plato,	 para	 una	 sola	 persona,	 estoy	 sola.	 El	 sabor	 es	 agradable	 y	 la
comida	 caliente	 es	 un	 aliciente	 para	 esta	 noche	 tan	 helada.	 Ceno	 despacio,
percibiendo	 como	 el	 tiempo	parece	 detenerse	 a	 ratos.	La	 ley	 de	 la	 relatividad:
“toda	 medición	 del	 espacio	 y	 del	 tiempo	 es	 subjetiva”.	 Cuando	 se	 está
acompañado	el	tiempo	se	acorta,	pero	en	la	soledad	se	vuelve	eterno.	Acabo	de
cenar	 y	 dejo	 todo	 en	 orden.	 Limpiar	 la	 arenera	 de	Natzu	me	 entretiene	media
hora.	Suena	de	fondo	Octopus	de	Syd	Barrett.	Me	siento	agotada,	hace	mucho	no
caminaba	 tan	 largos	 trayectos	 para	 no	 hacer	 nada.	Mi	 vida	 es	 una	 infructuosa
marcha,	nada	buscaba,	nada	encuentro.	Apago	la	música	y	mi	mundo	queda	en
silencio.	 La	 cama	 está	 fría	 y,	 poco	 a	 poco,	 se	 va	 calentando	 con	 mi	 cuerpo.
Natzu	desea	dormir	ya	en	 la	suya;	yo	cierro	 los	ojos,	no	pienso,	no	siento,	me
alejo…	duermo.
	 —J.P.M.,	¿tú	aquí	de	nuevo?	—pregunto.
	 —No,	 yo	 he	 muerto.	 Mira	 mi	 cráneo	 roto,	 observa	 que	 no	 respiro.	 ¿Has
observado	 alguna	 vez	 la	 respiración	 de	 otros?	 El	 efecto	 de	 inhalar	 y	 exhalar,
inhalar	y	exhalar,	una	y	otra	vez,	¿lo	has	visto?	—responde.
	 —No,	 solo	 puedo	 verme	 a	 mí,	 mira	 —le	 digo,	 sin	 darme	 cuenta	 en	 que
momento	subimos	hasta	 los	cielos,	donde	podemos	ver	a	 todos	como	 insectos.
Señalo	 las	 personas	 y	 sus	 cajas	 torácicas—:	Mira,	 ¿crees	 de	 verdad	 que	 ellos
sienten,	que	respiran?	Yo	solo	los	veo	allí,	siendo	parte	de	la	nada,	ahogados	en
sus	 vidas	 sin	 sentido,	 vistiéndose	 de	 ideas	 y	 de	 ilusiones.	 ¿Qué	 hago	 yo	 entre
estos	 seres?,	 ¿vivo	 en	 la	 esperanza?,	 ¿qué	 quieres	 que	 vea,	 qué	 quieres	 que
cambie?	Todo	está	prescrito	en	una	mente	ordenada	y	pausada.	Yo	no	nado	en
deseos,	no	soy	como	tú,	no	me	dejo	llevar	solo	por	los	impulsos.
	 —¿La	viste?	—pregunta	él.
	 —Sí,	la	vi.	Vestía	de	negro	y	te	lloraba	frente	a	un	altar	improvisado.	Es	bella,
pero	no	tanto	como	para	querer	matarse.
	 —¿Insultas	los	deseos	de	un	alma	suicida?	—cuestiona	furioso.
	 —Yo…,	yo	no	 insulto	nada,	 tú	 insultaste	el	 suicidio	con	 tu	 romanticismo	—
replico	sin	miedo.
	 —¿Eso	crees?	—dice	bajando	el	tono	de	su	voz.
	 J.P.M.	acaricia	mi	rostro	mientras	bajamos	del	cielo	fugazmente.	Señala	a	una
mujer	 que	 va	 caminando	 desde	 la	 calle	 veintidós	 hasta	 la	 setenta	 y	 dos	 por	 la
carretera	séptima.
	 —¿Qué	ves?	—pregunta.
	 —Nada	—respondo	incómoda.
	 Me	 coge	 con	 fuerza	 el	 rostro,	 prosigue	 con	 el	 cuestionamiento	 repitiendo
varias	veces:	“¿qué	ves?”
	 —Un	 ser	 ridiculizado	 por	 sus	 impulsos	—digo	 soltándome	 bruscamente.	 El
comentario	de	J.P.M.	me	avergüenza.
	 —Has	olvidado	sorprenderte	de	ti	misma,	ahora	yo	soy	quien	te	compadezco.
	
		
Capítulo	4
	
		
5:00	 a.m.	 Natzu	 duerme	 en	 su	 cama.	 Me	 despierto	 bruscamente,	 voy	 a	 la
cocina	 para	 beber	 agua	 y	 observo	 la	 herida	 de	 mi	 mano;	 parece	 que	 me	 he
olvidado	del	 dolor.	No	puedo	 abrir	 y	 cerrar	 el	 puño	 con	 facilidad.	Encima	del
estante	 está	 el	 pequeño	 botiquín,	 del	 que	 extraigo:	 gasa,	 alcohol	 y	 agua
oxigenada.	Me	dirijo	al	cuarto	de	baño	y	sobre	el	lavabo,	pongo	mi	mano	y	dejo
caer	 el	 contenido	 del	 agua	 oxigenada	 sobre	 la	 herida.	 Del	 corte	 sale	 espuma
blanca	 y	 siento	 un	 pequeño	 ardor	 mientras	 espero	 que	 la	 espuma	 se	 disipe.
Luego	vierto	alcohol	y	el	ardor	se	hace	más	grande.	Al	terminar,	cubro	la	herida
con	una	gasa.	Vuelvo	a	la	cocina	después	de	limpiar	el	lavamanos.	Guardo	todo
en	el	botiquín	en	el	orden	que	estaba,	me	subo	a	la	silla	de	la	cocina	y	dejo	todo
en	su	sitio.	Desde	la	ventana,	veo	que	la	ciudad	ya	se	está	moviendo,	aunque	el
sol	no	se	ha	asomado	por	el	oriente.	Siento	cansancio,	no	sé	por	qué	J.P.M.	no	se
queda	en	el	país	de	los	muertos	y	viene	a	mí	en	sueños.	Tal	vez	soy	yo	quien	lo
llama;	 mi	 inconsciente,	 mi	 precaria	 vida,	 trata	 de	 salvarme	 de	 una	 decisión
tomada	 hace	 tiempo.	 J.P.M.,	 solo	 has	 retrasado	 la	 fecha,	 ya	 no	 será	 en	 el
cumpleaños	 de	 una	 extraña;	 buscaré	 otra	 otro	 día,	 otro	 lugar.	Tengo	 la	misma
determinación,	me	ha	costado	trabajo,	solo	es	eso,	un	poco	de	trabajo.
	 Cojo	mi	bolso	y	lo	llevo	a	la	cama.	Saco	las	fotocopias,	la	agenda	y	una	pluma
azul.	Enciendo	la	lamparilla	para	poder	leer.	Es	absurdo	que	todo	el	proceso	de
buscar	el	botiquín,	limpiar	la	herida	y	poner	todo	en	su	sitio	lo	haya	hecho	en	la
oscuridad.	Parezco	un	ciego	que	vive	con	un	plano	mental	 finamente	definido.
Natzu	sube	a	mi	cama	y	se	acuesta	a	mis	pies	 ronroneando;	se	queda	dormido
mientras	yo	leo	la	primera	noticia	fotocopiada.
	 «El	suicidio	de	un	hombre,	por	las	cartas	dejadas,	apuntan	que	sufría	ludopatía
y	trae	nuevamente	este	problema	que	cada	día	es	más	común	en	nuestra	ciudad».
Escrito	por	C.O.A.,	presidente	de	APROSEC,	el	dieciocho	de	julio	de	2008.	Leo
la	 totalidad	 del	 artículo,	 habla	 de	 la	 ludopatía	 en	Nicaragua,	 las	 implicaciones
sociales,	familiares,	la	relación	corrompida	por	algunos	trastornos	psicológicos,
la	 reducción	 de	 las	 redes	 sociales	 y	 laborales,	 sus	 implicaciones	 en	 conductas
delictivas,	ideaciones	suicidas	y,	finalmente,	la	muerte	auto-infligida.	“Qué	mala
redacción	 tiene	 este	 artículo”,	 pienso;	 aun	 así	 la	 noticia	 podría	 servirme	 si	 la
estudio	un	poco.
	 La	información	no	cuenta	ninguna	historia,	sino	que	habla	de	un	problema	de
orden	 social,	 familiar	 y	 psicológico;	 de	 la	 ludopatía	 en	 Latinoamérica.	 Un
hombre,	las	cartas,	el	juego,	la	repetición,	el	perder;	esa	es	la	historia,	la	continua
frustración	por	 la	pérdida.	¿Crear	historias?	Las	historias	no	se	crean,	ya	están
hechas,	les	damos	forma,	las	moldeamos.	Un	vecino,	que	vivía	tres	pisos	arriba,
se	suicidó	hace	algunos	años.	Los	residentes	de	este	edificio	especulaban,	decían
que	el	hombre	estaba	metido	en	negocios	turbios,	en	apuestas.	Yo	me	crucé	con
él,	 un	 par	 de	 veces,	 el	 saludo	 nada	más.	 Lo	 recuerdo	 porque	 fumaba	mucho,siempre	estaba	ansioso	y	su	ropa	olía	a	tabaco,	sus	labios	y	dientes	amarillos	me
perturbaban.	Es	extraño,	nunca	me	produjo	asco.	Por	el	contrario,	sentí	 lástima
de	él	cuando	me	contó	el	celador	de	turno	que	había	muerto.	Ese	día	escribí	un
poema,	bueno,	era	más	una	carta,	la	que	me	hubiera	gustado	encontrar	de	él.
	 He	vuelto	a	perder	la	consciencia,	temo	perderme	a	mí	mismo.	Siempre	estoy
en	este	estado.	Deseo	la	muerte	más	que	ninguna	otra	cosa.	Salgo	de	mí	y	me
convierto	en	un	ser	estúpido	y	pueril.	Puedo	desesperarme,	puedo	decir	que	no
lo	vuelvo	a	hacer,	pero	es	falso.	Mi	vida	debe	terminar	antes	de	que	reviente	por
dentro.	No	hay	mayor	obstáculo	que	 lo	que	no	comprendo,	¿por	qué	 lo	hago?
No	comprendo,	no	entiendo	por	qué	lo	repito,	una	y	otra	vez,	por	qué	me	siento
allí,	 llenándome	 de	 sufrimiento,	 por	 qué	 llego	 a	 casa	 con	 las	 manos	 vacías,
inventando	 historias	 que	 ya	 nadie	 cree.	 La	maldita	 sensación	 de	 soledad	 por
todo	mi	cuerpo.	Hoy	no	puedo	dibujar	un	desenlace	diferente,	no	puedo	arrullar
una	idea,	ni	sentir	como	mi	pecho	se	agita	indefinidamente.	La	vida	me	trata	sin
suerte,	no	debo	respirar,	no	deseo	el	murmullo	de	mi	vida.	Pude	ser	más	fuerte,
pero	me	siento	terriblemente	débil.	Nada	puede	matarme,	no	siento	saciedad	en
una	existencia	sin	frutos,	no	puedo	continuar	mis	proyectos,	me	estanco.	Mi	vida
es	 la	 que	 otros	 juegan,	me	 encierro	 en	 cartas,	 en	 posibilidades	 y	 colores.	No
puedo	 llegar	 de	 nuevo	 a	 casa	 con	 esta	 misma	 sensación	 de	 pérdida.	 Puta
frustración	 repetitiva,	 frustración	 de	 un	 autor	 maltratado.	 Ahora	 no	 miro
rostros,	ni	ojos,	ni	pieles,	ni	cabellos;	observo	las	cartas,	la	reina	y	los	reyes,	los
comodines	perdidos	en	otro	juego,	observo	mis	palabras.	El	mundo	ha	dejado	de
latir	para	mí,	me	siento	terriblemente	seco	y	ridículo.	No	tomo	un	momento,	no
tomo	 más	 que	 mi	 cabeza	 entre	 mis	 manos,	 ¿qué	 cerebro	 es	 el	 que	 me	 hace
actuar?	No	lo	veo,	no	lo	siento;	no	rasguña,	ni	pelea	con	los	dientes,	ni	con	sus
puños.	¿Por	qué	no	se	defiende?	No	puedo	entenderlo,	quiero	entender	por	qué
vuelvo,	por	qué	volvería.	Estoy	seguro	de	que	volvería,	estoy	seguro	de	que	si
tuviera	dinero	volvería	y	llegaría	a	mi	casa	de	nuevo	sin	nada,	como	ahora.
	 Me	refugio	tristemente	en	lo	que	no	responde,	una	voz	escribe,	yo	simplemente
la	 escucho;	 por	 la	 mañana	 decía:	 “será	 diferente”;	 ahora	 dice:	 “lo	 has
arruinado	 de	 nuevo”.	En	 esta	 parte	 del	mundo	 llueve	 y	 sale	 el	 sol	 sin	 que	 se
pueda	 identificar.	¿Cuándo	sucederán	 los	diferentes	eventos?	Hoy	mis	zapatos
están	 mojados,	 mi	 cabeza	 está	 caliente,	 solía	 ser	 más	 fácil	 decir	 lo	 que	 me
aqueja.	¿Cómo	podría	explicar	esta	adicción?	No	puedo	esconder	mi	cabeza	y
dormir,	mientras	mi	mundo	 se	mueve	 sin	 que	pueda	o	quiera	 repelerlo.	Llego
solo,	 camino	 solo.	 No	 quise	 llegar,	 no	 quise	 ir,	 no	 pude	 detenerme,	 mis	 pies
andan	 solos.	 Quiero	 detenerme,	 he	 estado	 ensimismado	 mucho	 tiempo.	 Me
concreto	en	estallidos	de	muerte.	No	podré	recuperar	mi	sentir,	lo	he	hecho,	he
fallado,	 ese	“algún	día”	es	una	 idea	absurda.	Esto	me	agobia,	me	agobia	 sin
entenderlo.	Me	aburro	de	mis	soliloquios;	todo	parece	hastiarme,	todo	pierde	su
sentido	pragmático.	Me	cansé	de	este	juego	y	de	sus	pérdidas.	Hoy	solo	tengo	un
revolver	Magnum	2’’	calibre	veintidós	de	ocho	cartuchos.	Juguemos	un	último
juego,	juguemos	a	insertar	una	bala,	rodeemos	el	tambor	y	que	sea	cuestión	de
suerte	 la	 vida.	No	hay	 juego	que	no	pueda	perder,	 pero	 la	muerte	para	mí	 es
ganancia.	Una	bala,	ocho	posibilidades,	ocho	posibilidades	de	apretar	el	gatillo
y	 morir.	 La	 sien	 está	 limpia,	 la	 despedida	 escrita,	 una	 bala	 gira,	 el	 primer
disparo	no	produce	un	sonido,	¿cuántos	tiros	de	gracia?	El	segundo	disparo,	los
ojos	siguen	cerrados,	el	tercer	disparo…
	 Suena	el	despertador,	las	7:00	a.m.,	y	su	sonido	me	trae	de	nuevo	a	la	realidad.
Las	noticias	están	esparcidas	sobre	mi	cama.	Intento	poner	algo	de	orden	y	dejo
las	lecturas	ya	revisadas	a	un	lado;	las	otras,	las	organizo	en	la	mesita	de	noche.
Entre	 ellas	 está	 el	 folleto	 de	 cine	 suicida	 que	 se	 presentará	 en	 el	 Mambo	 y
empezará	el	trece	de	julio,	en	diez	días	volveré	al	centro,	a	la	biblioteca.	¿Estoy
alargando	mi	muerte?	 No	 quiero	 pensar,	 me	 siento	muy	 cansada	 para	 pensar,
muy	cansada	para	sentir.
	 El	 descansar	 o	 no	ya	da	 igual,	 despierto	 sin	 sentir	mi	 cuerpo	 recuperado.	Es
hora	 de	 salir	 de	 la	 cama,	 no	 hay	 que	 darle	 largas	 al	 trabajo.	El	 orden	 del	 día:
hacer	el	desayuno,	el	de	Natzu	y	el	mío,	leer	artículos,	libros	e	investigar	en	la
red	 lo	 que	 haga	 falta.	 Primero	 hago	 la	 cama,	 tarea	 en	 la	 que	 no	 gasto	más	 de
cinco	 minutos.	 Voy	 a	 la	 cocina,	 Natzu	 me	 sigue.	 La	 comida	 de	 su	 plato	 ha
desaparecido	por	 la	 noche;	 lo	 lleno	de	nuevo,	 al	 igual	 que	 el	 recipiente	 donde
bebe	agua.	Voy	al	baño,	me	quito	la	venda	de	la	mano	y	me	desnudo.	Me	baño
lentamente	 mientras	 pienso	 en	 el	 suicidio	 como	 idea	 humana.	 Solo	 leí	 de	 un
animal	que	se	suicida	y	lo	hace	cuando	está	en	cautiverio.	Un	diario	de	la	web
informaba	que	el	tarsero,	cuando	está	enjaulado,	se	golpea	la	cabeza	hasta	morir
o,	si	tiene	agua,	se	ahoga	en	ella.	Su	estrés	psicológico	es	tan	fuerte	que	se	arroja
contra	las	paredes	o	muere	por	desnutrición.	El	encarcelamiento	le	hace	perder	la
razón	 de	 vivir.	 Recuerdo	 haber	 leído	 en	 El	 hombre	 en	 busca	 del	 sentido,	 de
Víctor	Frankl,	 que	 cuando	 los	 judíos	 estaban	en	 campos	de	 concentración,	 sus
sueños	 de	 libertad	 les	 daban	 vida,	 pero	 a	 medida	 que	 pasaba	 el	 tiempo	 sus
esperanzas	se	iban	acortando.
	 Un	día	más,	no	lo	soportaré	de	nuevo,	el	día	que	comienza	y	termina	igual,	es
todo,	simplemente	lo	he	decidido.
	 Romeo	 y	 Julieta	 crearon	 un	 suicidio	 romántico,	 un	 suicidio	 pasional.	 Hace
años	que	no	leo	a	William	Shakespeare,	hace	mucho	que	no	pensaba	tanto	en	el
suicidio,	ni	en	la	muerte.	Quisiera	leer	esa	carta	suicida,	las	cartas	invisibles	de
Romeo	y	Julieta.	Podemos	escribir	de	nuestros	suicidios	por	medio	de	otros,	yo
también	 dejé	 que	 los	 personajes	 cobraran	 vida,	 vida	 para	 la	muerte.	 Escribo	 a
ella	 desde	 hace	 años	 y	 ahora	 parece	más	 fácil	 de	 visualizar	 esa	 necesidad	 de
huida	estancada,	en	cuentos	y	poemas,	en	escritos,	en	personajes.	¿De	qué	huyo?
	 Salgo	de	la	ducha	envuelta	en	la	toalla,	me	dirijo	a	mi	habitación	y	busco	ropa
cómoda,	no	saldré	de	casa	en	todo	el	día.	Uso	ropa	deportiva	y	una	sudadera	tres
tallas	más	grande	de	 la	que	usaría	habitualmente,	que	es	de	mi	hermano.	Hace
frío,	voy	a	la	cocina	a	preparar	café.	De	vuelta	a	mi	habitación,	busco	un	libro	en
específico	 en	mi	modesta	 librería,	me	paro	 frente	 a	 ella	y	 lo	ubico	 fácilmente.
Romeo	y	Julieta,	de	William	Shakespeare.	Lo	cojo	y	me	siento	en	el	borde	de	la
cama.	Abro	el	 libro	y	busco	lo	que	para	mí	son	las	cartas	suicidas,	sus	últimos
versos	antes	de	arrancarse	la	vida.
	 ROMEO
	 ¡Cuántas	veces	los	hombres	mueren	felices	al	borde	de	la	muerte!	Quienes	nos
vigilan	lo	llaman	el	último	relámpago.	¿Puedo	yo	llamar	a	esto	relámpago?	Ah,
mi	amor,	mi	esposa,	la	muerte,	que	robó	la	dulzura	de	tu	aliento,	no	ha	rendido
tu	belleza,	no	te	ha	conquistado.	En	tus	labios	y	mejillas	sigue	roja	tu	enseñanza
de	belleza	y	la	muerte	aún	no	ha	izado	su	pálida	bandera.	Tebaldo,	¿estás	ahí,
en	tu	sangrienta	mortaja?	¿Qué	mejor	favor	puedo	yo	hacerte	que,	con	la	misma
mano	 que	 segó	 tu	 juventud,	matar	 a	 la	 que	 ha	 sido	 tu	 enemigo?	 Perdóname,
primo.	 ¡Ah,	querida	Julieta!	¿Cómo	sigues	 tan	hermosa?	¿He	de	creer	que	 la
incorpórea	muerte	 se	ha	enamorado	y	que	 la	bestia	horrenda	y	descargada	 te
aguarda	 aquí,	 en	 las	 sombras	 como	 amante?	 Pues	 lo	 temo,	 contigo	 he	 de
quedarme	 para	 ya	 nunca	 salir	 de	 este	 palacio	 de	 lóbrega	 noche.	 Aquí	 me
quedaré,	con	los	gusanos,	tus	criados.	Ah,	aquí	me	entregaré	a	la	eternidad	y	me
sacudiré	de	esta	carne	fatigada	el	yugo	de	estrellas	adversas.	¡Ojos,

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