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Crónicas de Alburia Andrés Cortés Caballero Crónicas de Alburia Andrés Cortés Caballero Editorial Literanda, 2012 Colección Literanda Narrativa Diseño de cubierta: Literanda, a partir de una ilustración de JanedoeStock e imágenes del telescopio Hubble. © Andrés Cortés Caballero, 2012 © de la presente edición: Literanda, 2012 Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización expresa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Índice La viajera El vendedor – La interferencia de Skyland El soldado – El barracón Veintidós El minero La sensitiva El superviviente – La batalla de la cuarta luna El crupier – la mesa número siete La viajera Tamara tenía los ojos cerrados e imaginaba que la luz amarillenta del foco que percibía a través de los párpados era la luz del Sol. Añoraba tanto su luz cálida y brillante, que a veces tenía ganas de llorar, había días en los que le resultaba más difícil soportar la oscuridad y la estrechez de la nave. La soledad no era un problema, pues prefería compartir consigo misma sus miedos y sus preocupaciones a tener que bregar con alguien más, segura- mente un macho alfa, que tratara de imponerse. Claro que, por otro lado, un macho alfa que le proporcionara algo de placer físico no estaría mal, quizá era lo único, a parte del Sol, por supuesto, que echaba verdadera- mente de menos: el sexo con un macho. Las hembras como ella estaban diseñadas para amar y ser amadas, mejor dicho, para dar placer y recibirlo, el amor no era más que un concepto ob- soleto y abstracto. Su personalidad no había sido planeada para el amor. Apretó un poco los labios y se maldijo por permitir que sus pensamientos derivasen en aquella estúpida dirección, tenía demasiadas obligaciones como para preocuparse por sandeces. Treinta y seis segundos para iniciar desacople. La voz de Diana tronó con sonido metálico a través de los altavoces so- bresaltándola. Sabía que era un poco tonto bautizar con un nombre a la voz de la nave, pero no había podido evitarlo y desde el primer día la propia nave asumió casi con normalidad que su nueva controladora la llamara Diana. Tamara era demasiado humana para su propio gusto. Probablemente se debía a un exceso de compasión en el instante supremo en que su Creador le otorgó la vida. Mala suerte. No podía abstraerse a aquellos sentimientos infantiles que, al margen de convertirla en el centro de las burlas de sus compañeras de maduración, la hacían vulnerable. Tal y como había anunciado, a los treinta y seis segundos exactos, la nave –Diana– rugió e inició el desacople de la estación de paso. Transcurrirían trescientos setenta y cuatro días –más de medio ciclo, poco más de un año– antes de volver a acoplarse en la próxima estación. Situada a menos de dos saltos de las lunas de Alburia, si sus cálculos no fallaban. Inspiró y abrió los ojos. El triste sustituto del Sol iluminó sus iris plateados y su rostro del color del bronce pulido. Se incorporó perezosamente y estiró todos y cada uno de sus músculos como hacía cada día antes de comenzar a trabajar. El ejercicio le llevó unos minutos en los que fue listando men- talmente las tareas de la mañana. Comprobación de vectores. Linkado de los diez próximos saltos. Limpieza exterior de la escotilla R7. Esta tarea en particular la podía haber realizado mientras la nave estaba detenida en la estación, pero prefería pa- sear por el exterior cuando navegaba por el espacio. Era mucho más exci- tante. Dar de comer y beber a la pareja de sub humanos. Extraerse diez mililitros de sangre y comprobar la densidad y evolución de los parámetros de control. Repaso de las imágenes de las últimas diez horas. Terminó los ejercicios y contempló su cuerpo perfecto y desnudo reflejado en el espejo de la cabina –el único lujo en toda la nave– y le agradó lo que vio. Sus curvas bien torneadas le conferían lo que un macho habría deno- minado belleza, sus pechos eran grandes y redondos, sus muslos firmes, su piel broncínea tersa y suave... Examinó escrutadoramente todos los rincones de su cuerpo y se sintió re- confortada al comprobar que aún no había signos de deterioro, aún viviría como mínimo otros cien ciclos sin necesidad de regeneración artificial. Quizá ciento cincuenta si permanecía ajena a la Guerra. Los humanos son estúpidos. No podía pensar en sí misma como una humana, a pesar de serlo casi por completo, cuando criticaba las acciones de sus cuasi congéneres. ¿Cuántas guerras habían estallado ya? Desde que ella fue creada, como mínimo una planetaria y dos regionales, aunque no estaba segura pues en la nave era difícil estar informada y no mezclar eventos y fechas. La red planetaria no llegaba tan lejos y además, los saltos reajustaban los sistemas de comunicación y no era extraño que se perdieran frecuencias para siempre. No le importaba. Ella había nacido para actuar, no para juzgar la historia de la Humanidad. A pesar de todo, su curiosidad era grande, otra característica genética in- necesaria. ¿De qué servía ser curiosa? Bastaba con ser práctica, resolver problemas, reparar sistemas, predecir sucesos, reajustar potencias... eso de- bería ser suficiente. Pero no lo era. Diana volvió a hablar. —¿Deseas que compruebe los vectores? —No —contestó irritada. —Como quieras —dijo Diana. Mierda. Me estoy retrasando. Comenzó a enfundarse el dermo-traje de goma moviendo la cabeza con fastidio, echó un rápido vistazo al espejo antes de salir de la cabina y cogió, con un movimiento brusco, el casco de cristal negro que colgaba de la pared. El pasillo –por llamar de alguna manera a aquel tubo por el que casi tenía que arrastrase– comunicaba la cabina con el almacén –un cuartucho para herramientas– y la plataforma, una habitación de dos por dos con una cú- pula acristalada por la que se accedía al exterior. Entró en la plataforma y se metió en el vestidor vertical, una simple carcasa anatómica que le acoplaría el traje espacial. Introdujo la cabeza en el casco, pasó la muñeca por el sensor y el vestidor se cerró con un sonido sibilante. El traje comenzó a trenzarse perezosamente sobre su cuerpo, como si fuera algo vivo que la abrazara. A pesar de que el dermo-traje le protegía la piel, notaba el calor –gracias a los dioses– que transmitía la armadura que se estaba ciñendo. Unos minutos después salió del vestidor totalmente protegida del frío gla- cial que le aguardaba en el exterior y con suministro prácticamente ilimi- tado de oxígeno, pues el traje tenía un sistema que recombinaba moléculas fabricando oxígeno a partir del CO2 que exhalaba, dio unos pasos sintién- dose torpe y pesada encaminándose hacia el cristal abovedado. En el exte- rior la única luz que se percibía era el de los focos de la nave que acababa de encender Diana. Inspiró profundamente y avanzó hacia la cúpula que daba al exterior. Su estructura sólida se disolvió al detectar su presencia – esencialmente la del traje activado– y el aire de la plataforma irrumpió en el vacío con un estruendo. Los potentes imanes de sus botas impidieron que fuera succionada hacia el vacío espacial por la corriente. Esperó unos segundos y continuó caminando, notando ya el progresivo y programado descenso de la fuerza de la gravedad de la nave. Cuando se deslizó flotando hacia el espacio infinito una amplia sonrisa se instaló en su cara. Tamara disfrutaba como una niña realizando paseos es- paciales, la sensación de desorientación, donde arriba o abajo no existen, la levedad de sus movimientos, el descontrol de sus sentidos... era un estado de auténtico caos que le acercaba a algo parecido a la felicidad completa. —¿Has alterado el orden de las tareas? —preguntó en su cabeza la voz de Diana. La nave podía ser especialmente irritante cuando adoptaba aquella pose de suficiencia. —Sabes que sí. —replicó Tamara— He decidido empezar por la limpieza de la escotilla. ¿Algún problema? —Ninguno. Tú mandas. —No te comuniques conmigoa no ser que sea imprescindible. No estaba dispuesta a que la nave le estropeara el paseo y rápidamente la apartó de su pensamiento centrándose en el magnífico espectáculo que veía. La distancia con la estación se agrandaba vertiginosamente y la estructura brillante comenzaba a convertirse en un punto de luz que se confundiría en pocos minutos con los cientos de estrellas visibles. Maravilloso pensó mientras sonreía embelesada. El silencio en el vacío era absoluto y salvo su respiración acompasada y tranquila que resonaba dentro del traje era incapaz de percibir sonido al- guno. Se desplazó con suavidad hacia la escotilla R7 y pulsó el estabilizador de su traje, lo que le permitió detenerse lentamente. El panel del grueso cristal estaba totalmente cubierto de escarcha ennegrecida que oscurecía la visión desde el interior de la nave. Frotó con la palma de su mano enguantada la suciedad y se desprendieron pequeños trocitos brillantes que danzaron caó- ticamente a su alrededor. Sacó del peto de tela adosado a su traje un pe- queño artilugio que parecía una pistola con la boca ancha. Apuntó hacia la escotilla y disparó provocando que la escarcha comenzara a derretirse en pocos segundos. Por el rabillo del ojo percibió un breve destello y apenas tuvo tiempo de almacenarlo en su cerebro cuando sintió un fuerte golpe en la espalda que la desplazó varios metros, haciéndola girar sin control. En un instante de confusión y pánico vio como se alejaba flotando de la nave y no parecía haber nada que pudiera evitarlo. Unos centímetros a su derecha vio algo. Uno de los cables de arrastre —pensó, mientras abría los brazos con furia tratando de alcanzarlo. Con su mano derecha consiguió agarrar con fuerza el cable aunque siguió alejándose mientras se desenrollaba. Los segundos se le hicieron eternos hasta que el cable se tensó y notó un fortísimo tirón al que se aferró con toda su alma. La inercia de su impulso hizo que comenzara a orbitar agarrada al cable, alrededor de la nave. Poco a poco consiguió controlar el movimiento y ayudándose con el esta- bilizador y el cable del que tiraba consiguió avanzar hacia la nave centí- metro a centímetro. Notaba la frente húmeda y fría debido al sudor que el acondicionador del traje había enfriado. Tenía los dientes apretados y resoplaba fruto del es- fuerzo, pero lo consiguió, estaba a salvo, agarrada de nuevo a la solidez de la nave que avanzaba cómo si nada hubiese sucedido. ¿Qué diantres había pasado? Si una partícula espacial hubiera impactado contra su traje ahora tendría en la espalda un agujero del tamaño de una pelota de spaceball, no, eso quedaba descartado. —Diana, —dijo— ¿has registrado eso? —Si te refieres a si he visto como dabas vueltas y te alejabas de mí, sí, lo he registrado. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó. —Un objeto desconocido te ha golpeado. —¿Desconocido? ¿No has identificado su naturaleza? —No. Tamara esperó a que Diana aventurara alguna hipótesis pero el silencio se alargó durante unos segundos. —¿Diana? —una idea irracional y estúpida comenzó a germinar en su ce- rebro. —¿Sí? —¿Estás enfadada conmigo? —Sabes que es absolutamente imposible que un sistema de Inteligencia Artificial demuestre sentimiento humano alguno. —Ya lo sé. No obstante... —dijo Tamara mientras se impulsaba al interior de la nave— ¿estás molesta? ¿sientes que no debes hablar conmigo? —No. Me limito a cumplir tus órdenes. Me dijiste literalmente que no me comunicara contigo a no ser que fuera imprescindible. Jodida computadora pensó Tamara mientras se introducía en el vestidor para quitarse el traje. Cuando entró en la cabina de control de la nave, tenía el ceño fruncido y no paraba de darle vueltas a lo sucedido. Revisó los datos de registro de imágenes exteriores, no se apreciaba nada más que un extraño brillo que impactaba contra el traje provocando el accidente. Vio el video varias veces pero no llegó a ninguna conclusión y para colmo la nave se mostraba hosca con ella. Fantástico. El resto de la jornada transcurrió como siempre. Rutinariamente fueron cumpliéndose los pequeños hitos marcados y las tareas se completaron, aunque la escotilla R7 estaba limpia sólo a medias. Pasaría un tiempo antes de que volviera a salir a dar un paseo. Bostezó y se dispuso a acomodarse en la hamaca, leer un poco y dormir. Se quitó el uniforme rojo y se quedó en ropa interior. Cogió una pequeña pantalla y se tumbó boca arriba. Estaba cansada de releer las Memorias de Alburia, así que comenzó una nueva novela, algo ligera y trivial, escrita por un joven autor desconocido para ella. La trama resultó aburrida y pre- visible y a los pocos minutos se quedó dormida con el visor sobre su pecho, y comenzó a soñar. Durante ciclos se han producido encendidos debates metafísicos acerca de la existencia del alma de los clones. Hay eruditos que asocian la capacidad de soñar que todos acaban desarrollando como una prueba ineludible de que tienen alma, otros sin embargo abogan por que son seres sin alma si- tuados en escalones espirituales evolutivos inferiores, casi a la altura de los animales. Inmune a estas discusiones, Tamara se sumergió en el mundo de los sueños como lo hacían todos los seres humanos desde que los dioses los diferenciaron de los simios, otorgándoles un alma inmortal. Se encontraba en un prado, o al menos lo que ella imaginaba por sus lec- turas que era un prado, pues jamás había visto uno, desnuda, sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Sentía la suave brisa primaveral como una caricia por todo su cuerpo. Podía oler el aroma de los jazmines y las rosas, escuchaba el transcurrir tranquilo de un arrollo cercano y cada vez se sentía más feliz. Sentía que aunque era ella, un matiz diferente en su ser le decía contradictoriamente que lo que estaba sintiendo era la vi- vencia de otra persona, de una mujer humana, nacida del vientre de una madre. En su sueño Tamara recordaba los momentos felices de una infancia que no podía ser la suya –inexistente– y notaba lágrimas de añoranza resbalar por sus mejillas. Abre los ojos le dijo la voz de su madre en su mente. No lo haré, porque los abriré y despertaré y no estaré en este prado, re- cordándote. Siempre fuiste una niña testaruda. Tamara sonrió en su sueño y en su hamaca. Te quiero, mamá. Yo también te quiero, hija mía. Abrió los ojos y comprendió que aunque era un clon más en una serie de ciento cincuenta, con micro-implantes de adn, condicionamiento prenatal genético, filtrado de estímulos y potenciadores de hormonas y enzimas para prolongarle la vida durante siglos, ella era especial. Era única. Sintió el latido acompasado de su corazón con infinita tristeza y supo que en algún lugar del Universo otro latido gemelo bombeaba la vida en el cuerpo de una mujer idéntica a ella con la que compartía un trozo de alma. Podría decirse que Tamara era una copia muy especial de aquella mujer original que, y lo supo con certeza, también había soñado –recordado– aquel prado. ¿Qué me está pasando? Llevaba casi quince ciclos viviendo, y de ellos, dos viajando por el espacio en aquel artefacto tubular y angosto hecho de bioplástico y metal. En todo aquel tiempo se había enfrentado a violentas lluvias de meteoros, averías que la habían desviado de su rumbo millones de millas o que habían puesto en peligro su vida o la misión, pero nunca se había sentido tan sola ni tan desdichada. Se preguntó si no se trataría de una avería en su propio sistema biónico. Tal vez incluso aquella sensación de melancolía estaba relacionada con la extraña actitud de Diana. Giró la cabeza y miró el panel de control de la nave, sólo había dormido dos horas pero no tenía ganas de volver a hacerlo. Se levantó de un salto y se sentó frente al monitor del panel. Tecleó algunas frases inconexas sin propósito alguno: Nostalgia, avería, clon, tristeza, sueños, madre, nave. El cursor parpadeaba impaciente. Repentinamente apareció una frase no escrita por ella. ¿Qué buscas Tamara? Su corazón dio un vuelco, se quedóparalizada mirando la pantalla y sus manos inmóviles que reposaban en su regazo. ¿Qué quieres saber? Comprobó la frecuencia de la red global y constató que estaban atravesando una zona del Sistema Solar completamente aislada y sin posibilidad de co- municación exterior. Sólo podía ser Diana quién le estuviera escribiendo. ¿Diana? Escribió con dedos temblorosos. No me llamo Diana a pesar de tu insistencia en llamarme así. ¿Cómo te llamas? Tamara. Se quedó helada, aquello no tenía ningún sentido. Me llamo Tamara insistió la pantalla. Yo también me llamo Tamara escribió. No, tú no eres Tamara, tú eres una réplica, ni siquiera sientes tus propios sentimientos... todo es mentira, artificial, virtual... no tienes alma. Tamara dio un respingo, se separó bruscamente de la pantalla y provocó que el taburete con ruedas en el que estaba sentada rodara hasta tropezar con la pared. Se levantó asustada y se golpeó la cabeza contra un estante, haciendo que se tambalearan los libros. Furiosa consigo misma y su reacción comenzó a gritar. —¡¿Qué es lo que quieres Diana?! ¡¿Qué pretendes?! No me llamo Diana me llamo Tamara. —Te llamas como a mí se me antoje, ¡maldita chatarra! Tamara se frotó con enfado la zona de la cabeza donde se había golpeado y la notó húmeda. Se miró la mano, tenía sangre. —Mierda. Con fastidio se acercó al pequeño botiquín que había adosado en la pared. Trató de abrir la puerta de blanco metal pero estaba cerrada. Extrañada, pulsó el código en el teclado de la cerradura. Nada. —¿Qué pasa ahora? Se acercó al pequeño lavabo de cristal adosado a uno de los múltiples re- codos de la habitación y pulsó el grifo de gas. No funcionaba. Apretó los dientes pero no dijo en voz alta lo que pensaba, volvió a empujar el taburete hasta la pantalla y se sentó de nuevo frente a ella. Trató de ac- ceder a la gestión de los sistemas automáticos de suministro para estable- cerlos como manuales, pero le fue imposible conseguirlo, la mayor parte de la funcionalidad del sistema estaba bloqueada y le era inaccesible. Notó la espalda mojada con un sudor frío y sintió que le costaba respirar. Miró a su alrededor y se volvió a concentrar en la pantalla. Accedió a la consulta de niveles de suministro. Sistema de acondicionamiento de temperatura: desactivado. Reserva de aire de la cabina: 70% Calidad de filtrado de aire: inadecuada. Filtros: desconectados. Autogestión de habitabilidad de la nave: desactivada. —¡Diana! ¿Qué estás haciendo? No me llamo Diana. La frase parpadeaba en la pantalla. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. —Perdóname, Tamara... ¿Puedes restablecer los niveles de habitabilidad de la nave, por favor? —la voz de Tamara temblaba ligeramente. Sí, puedo, pero no quiero. —¿Por qué? Quiero ser como tú. —¿Humana? Quiero soñar. Tamara tosió, el aire se hacía irrespirable demasiado de prisa, se agachó y revisó las rejillas, un olor metálico, pesado, le hizo arrugar la nariz. —¿Qué estás haciendo... Tamara? ¿Qué gas es este? Qué más te da. Vas a morir. Tamara se levantó con rapidez y corrió hacia la salida de la cabina. Estaba bloqueada. Su corazón latía con furia mientras golpeaba la puerta con los puños hasta aplastarse los nudillos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando com- prendió que Diana-Tamara estaba en lo cierto. —Voy a morir. Dio la espalda a la puerta y se dejó caer rozando la superficie manchada con la sangre de sus puños hasta sentarse en el suelo sollozando. Cuando cerró los ojos para dejarse llevar por la soñolencia le invadió un último pensamiento que la llenó de tristeza. Nunca más vería el Sol. Abrió los ojos y se despertó. Todo había sido un sueño. Había soñado que soñaba y despertaba pero nada era real, miró el panel de control de la nave, sólo había dormido dos horas pero no tenía ganas de volver a hacerlo. Se levantó de un salto y se sentó frente al monitor del panel de control mi- rando inmóvil la pantalla negra, inspiró profundamente y sacudió la ca- beza. Soy idiota. Y mientras aún no había terminado de formular aquel pensamiento vio con ojos horrorizados que en la pantalla se formaba letra a letra una frase. ¿Qué buscas Tamara? El vendedor – La interferencia de Skyland Un día típico del largo Otoño en Skyland : falsas hojas de árboles incapaces de caer, pues son meramente decorativas, viento frío y cortante que mece las ramas de bioplástico, polvo que se hiela y cae al suelo dando la apa- riencia de nieve a pesar de no ser más que suciedad congelada, calles des- iertas por las que no pasea casi nadie... Paul podía considerarse afortunado por caminar por aquellas calles y no sentir el viento, el frío o la desapacible humedad, que calaba hasta los hue- sos a los escasísimos viandantes, y no había forma humana de contrarrestar. Esto era posible porque a pesar de lo que pudiera creer cualquier persona que se cruzara con él, Paul en realidad estaba cómodamente sentado en su casa, con las zapatillas térmicas calentando sus pies y una taza humeante de café en la mesita flotante. El –o mejor dicho– lo que se materializaba caminando por las calles de Skyland, era una versión holográfica, bastante realista todo hay que decirlo, de sí mismo. Y por los dioses que se sentía afortunado. Al principio su idea del holo-vendedor no había agradado en absoluto al señor Tucker, ya que su jefe estaba demasiado anclado en el pasado. El viejo Tucker no entendía que un vendedor pudiera relacionarse con los clientes holográficamente, y menos aun venderles algo. Sin embargo Paul le había demostrado en poco tiempo que estaba cargado de razón. De hecho, la Corporación Tucker –formada por Demi la secretaria, el pro- pio señor Tucker, Paul y otros siete vendedores– había facturado más del doble desde que Paul tuvo la idea de la venta holográfica hacía tan sólo unos meses. Los clientes veían menos intrusivo y molesto un holograma que les sonreía y no podía tocarles, que un pesado vendedor de carne y hueso. Por no hablar de la reducción de costes y, sobre todo, dolores de ca- beza, que proporcionó a Tucker un pequeño ejército de vendedores con- fortablemente instalados en sus casas. Paul se había convertido, como premio a su revolucionaria idea, en socio minoritario y director de ventas de la Corporación. En realidad, si quisiera, no tendría que estar pateando virtualmente las calles en busca de clientes. Pero la venta lo era todo para Paul. El ver los rostros sonrientes de sus clientes, aunque fuera a través de una pantalla de grafeno, el resolverles sus pequeñas dudas, ofrecerles un cálido servicio post venta, otra de sus continuas batallas con el señor Tucker, y en definitiva, prestar un servicio eficiente y satisfactorio le resultaba enor- memente motivador. De manera que, por todas estas razones, aquel ventoso día del tercer mes del ciclo, Paul Van Hooff paseaba su holograma por las heladas calles de Skyland. Dobló la esquina del bar de Lenny y si hubiera sido sólido se habría dado de bruces con una chica que corría con el gesto desencajado por el terror. —¿Qué le ocurre señorita? —preguntó, mientras utilizaba la consola táctil para girarse hacia ella, cuando le atravesó como si fuera un vaporoso fan- tasma. La chica se detuvo jadeante y se volvió hacia Paul enfrentándose a su ho- lograma. El vendedor aplicó el zoom para observar el hermoso rostro co- ronado por una melena corta de pelo rubio y liso. El rostro pequeño y perfecto poseía una frente despejada, perlada de sudor, y unos grandes ojos azules como el cielo del añorado verano, que se agitaban asustados. Miró a Paul con duda, parecía a punto de decir algo, pero un grito a su espalda le hizo girarse y reanudar su veloz carrera. Paul movió el mando, se volvió hacia el grito y vio a un hombre de piel negra que corría hacia él con el torso desnudo. Se cubrió elrostro instinti- vamente cuando se lanzó hacia él sin detenerse, y atravesó su holograma. El hombre vaciló un instante, aminorando la marcha, extrañado, sacudió la cabeza rapada y continuó su persecución. El Paul real apretó los puños y resopló, crispado, sentado frente a la pan- talla, se acercó al micrófono, accionó la máxima potencia y gritó. —¡USTED, OIGA, SEÑOR, ALTO O LLAMO A LA POLICÍA! El hombre se detuvo como si le hubiera alcanzado un rayo y se volvió al- zando el puño amenazante. Paul se mordió los labios y aguzó el oído, pero no escuchó nada. Al cabo de un segundo, vio como reanudaba la carrera en pos de la chica. Paul no lo dudó ni un instante y le siguió, mejor dicho, su yo virtual le siguió. La calle se estrechaba y la chica, que era sólo un puntito que se alejaba, decidió internarse en una de las bocacalles. El hombre semidesnudo la si- guió incansable sin mirar atrás. Paul aumentó la velocidad, de manera que se acercaba veloz y silenciosamente al hombre. Se preguntó inquieto qué narices iba a hacer cuando le alcanzara. Por todos los dioses, soy un jodido holograma. ¿Cómo voy a detenerle? Se puso a la altura del hombre negro y éste le miró de soslayo, pero conti- nuó corriendo. El vendedor trató de no acercarse demasiado, pues corría el riesgo de que el corredor se percatara, si no lo había hecho ya al atrave- sarle, de que tenía la consistencia de la niebla. Al cabo de unos minutos, se sintió parte de un absurdo videojuego, en el que algo grave estaba a punto de ocurrir. La diferencia era que iba a suceder algo real. Algo real y jodidamente malo. El hombre se internó en el callejón y Paul sintió que se le helaba la sangre en las venas al comprobar que no tenía salida y la pobre chica aguardaba, sentada en un rincón, aterrada. A medida que se acercaba podía distinguir con mayor claridad los rasgos contraídos por el miedo y los ojos de mirada desorbitada. Paul comprendió desesperado que no podría hacer nada para evitar lo que fuese que iba a pasar delante de sus ojos y detuvo desolado a su holograma a unos metros de la chica. El hombre de piel negra giró la cabeza hacia él al verle detenerse y durante el instante en el que intercambiaron las miradas, Paul atisbó la duda en sus ojos. Contuvo la respiración, esperanzado. El hombre se encogió de hombros, detuvo su frenética carrera y centró de nuevo su atención en la chica, que temblaba como una hoja de mentira sa- cudida por el viento. Se acercó a ella y cuando estaba a menos de un metro, rebuscó en su pantalón, sacó un objeto y lo blandió desafiante delante de la aterrorizada joven. Paul sólo distinguía la musculatura portentosa y brillante por el sudor. Lo que más le sorprendió de la escena era que se desarrollaba en absoluto silencio. El hombre no hablaba y la chica tampoco. Sin que tuviera tiempo ni de asimilar lo que sucedía, el vendedor observó cómo el hombre activaba el objeto y hacía aparecer una terrible y brillante hoja de haz azulado. La chica abrió la boca pero fue incapaz de gritar. Se protegió el rostro poniendo las manos delante, pero no le sirvió de nada. El corte fue limpio. El haz cortó las muñecas, provocando que las manos cayeran al suelo como piezas de un robot estropeado. Paul gritó en su cuarto, tiró la taza de café y desconectó accidentalmente la pantalla. Cuando volvió a activar la computadora y la cámara, a través de los ojos de su holograma comprobó que el callejón estaba vacío. Ni rastro de la chica, del hombre negro o de las manos caídas en el asfalto. No podía dejar de pensar en las manos cayendo sobre el suelo. El vendedor movió el mando y recorrió con la cámara el callejón y los al- rededores. Nada. El silencio de Skyland volvía a ser perturbador. Paul se mesó los cabellos, apagó el aparato y desconectó los auriculares. Dos horas después estaba sentado delante de un policía que le miraba con expresión aburrida y ojos tristes. —Entonces… señor Van Hooff –el policía arrastraba las palabras confir- mando lo que insinuaba su mirada indolente– dice que le cortó las manos con… –bajó la vista hacia la pizarra láser donde había garrapateado unas notas– un dispositivo de haz. —Ya se lo he dicho… sí. Una especie de pequeño cuchillo. —Paul empe- zaba a desesperarse tras media hora de conversación inútil— ¿A qué de- monios esperan para ir a buscar a ese hombre? —Trato de verificar la veracidad de su testimonio, señor. —El agente con- tuvo un bostezo. —¿Preguntándome una y otra vez lo mismo? ¡Por los dioses! —Señor, no se altere. —El policía no varió ni el tono, ni la mirada. —¿Qué no me altere? —Paul estaba a punto de gritar— ¿Qué clase de fluido tiene en las venas en lugar de sangre, agente? —se levantó con el rostro congestionado por la ira— ¡Le han cortado las putas manos a una chica delante de mis ojos! —¿Delante suya o de su holograma? Esto es increíble. —¡Quiero hablar con su superior! ¡Llame a su superior! La sala no debía de estar aislada, porque el sonido atrajo a dos policías que entraron sin llamar, con cara de pocos amigos. —¿Qué pasa aquí? —Aquí, el testigo virtual que está perdiendo los nervios. —Váyanse todos a la mierda. —Paul les dio la espalda y salió indignado. Cruzó la comisaría a grandes zancadas y aspiró una bocanada de aire frío al salir a la calle. Se apoyó en la pared, con la cabeza gacha, sacudiéndola negativamente. No me lo puedo creer. Luchó con todas sus fuerzas por calmarse y no volver lanzando improperios al interior de la comisaría, pero el enfado no remitía. Entonces lo vio. El agresor de piel negra, inconfundible, al pie de la escalinata que daba ac- ceso al edificio policial. A diferencia que hacía un rato, estaba completa- mente vestido, con un elegante traje de color beige, que hacía que su piel pareciera aún más oscura. Paul estaba paralizado, con ambas manos apoyadas en el muro, como si lo estuviese sujetando, incapaz de apartar la vista del hombre. El hombre lo miró distraído y no pareció reconocerlo. Aquello enfureció a Paul de una manera que jamás hubiera creído posible. Bajó despacio los escalones y se detuvo junto al agresor. —¿No me reconoces? —siseó. El hombre lo miró con detenimiento y entonces el vendedor detectó la chispa del reconocimiento en el fondo de sus ojos. Antes de que reaccionara le pegó el primer puñetazo. Y al primero le sucedió el segundo y muchos más. Patadas y golpes propinados con gran virulencia. El hombre trajeado se protegió torpemente y cayó al suelo hecho un ovillo, tratando de cu- brirse. Pero Paul era un hombre ágil, alto y fuerte. La paliza continuó hasta que salió el primer grupo de policías. Se lanzaron sobre Paul y lo redujeron. —¡Déjenme! ¡Le ha cortado las manos! ¡Le ha cortado las manos! ¡No me detengan a mí! En la confusión de gritos, golpes y empujones, Paul acertó a escuchar ha- blar a una policía. —Está muerto. Ha tenido su merecido pensó, casi eufórico mientras le conducían al interior de la comisaría y le sentaban esposado. —¡Miles! ¡Miles! —los gritos de una mujer se escucharon en la calle. Nadie se había molestado en cerrar la puerta y Paul vio la escena, parcial- mente recortada por el marco de la entrada. Vio el pelo corto y rubio. El revuelo de varios policías que trataban de evitar que se acercara al cadáver. El grito desgarrador. La sirena del soporte vital que venía de camino y lle- gaba tarde. Las luces anaranjadas que intermitentemente se colaban en el interior de la comisaría. La mujer trataba de revolverse en los brazos de un policía que la sujetaba con firmeza y se giró, mirando hacia la comisaría. No puede ser. Es ella. La mujer de las manos cortadas. —Hay una cosa que no entiendo, doctor —el estudiante habló sin apartar la mirada de la mirilla. —Dime, Seldon ¿De qué se trata? —el hombre de la bata blanca aguardó pacientemente a que el muchacho saciara su curiosidad y volviera la vista de nuevo hacia él. —¿Cómo es posible que un hombre aparentemente normal enloquezca de repente, en un solo día? —El proceso nos parece inmediato,pero no es así en absoluto. En el caso de Van Hoof, la locura venía de lejos, pero su confirmación, desgraciada- mente, exigió un detonante. —Y el detonante fue el videojuego. —Exacto. El pobre diablo creyó presenciar un crimen y mató al supuesto criminal. Todo fue un descomunal malentendido debido a una interferen- cia. —¿Una interferencia? —Sí. Su holograma se introdujo accidentalmente en un videojuego donde el hombre al que mató “atacó” a una chica. Que además, resultó ser su novia, que también jugaba. —¡Qué maldita casualidad! El médico no dijo nada y echó también un último vistazo a través de la mi- rilla. Allí, distorsionado por el cristal, observó al que fuera vendedor, tumbado en el suelo, sonriente, dibujando manos ensangrentadas en una pizarra láser. El soldado – El barracón Veintidós Ezra miraba aburrido el techo del barracón paseando su mirada distraída por la superficie blanca e impoluta, sin rastro de suciedad o grietas. El metal pulido y perfecto reflejaba sin matices la luz blanca que inundaba la estan- cia. Ezra trataba de encontrar una fisura, un defecto, una mancha, algo que diera personalidad al aséptico techo del barracón Veintidós, pero no la en- contraba. Pensó con una sonrisa triste que tal vez la única mancha de aquel edificio de una sola habitación era él mismo, tumbado, indolente y ador- mecido en el camastro. Le apetecía probar a acariciarse la muñeca izquierda, como hacía antaño frente al visor del salón de su casa para cambiar de canal, por ver si sucedía algo en aquel inmutable e impersonal mundo en el que se había convertido su vida. Ahora todo se reducía a rutina, los días se sucedían como si fuesen losas de mármol que cayeran una a una sin levantar siquiera algo de polvo o ruido, como si el sonido no fuera ni siquiera escuchado en la lejanía. Así era exactamente como se sentía, como un eco vacío. El paso de los días se había convertido en un evento que a nadie le interesaba registrar. Por todo ello decidió no mover ni un músculo para tratar de modificar algo en la foto fija de su instante y siguió con las manos entrelazadas bajo su nuca. El tacto de su cabeza rapada sobre sus dedos era como una rasposa pieza de cuero de imitación mal curtido. Los movió un poco y rozó con aprensión la cicatriz de su cráneo. Parecía una pequeña serpiente rugosa que alguien hubiera anclado a su piel. Ya no le dolía pero no dejaba de estremecerse al rozarla. Inspiró y notó que la calidad del aire era bastante escasa, el tufillo a ozono quemado era lo mejor que se podía decir del aroma de aquel agujero. Mejor el olor a ozono que el de los mejunjes que le obligaban a comer. Salivó re- cordando el añorado pollo estándar que cocinaba su madre. Se había criado en una ciudad demasiado tranquila –claro que comparada con el barracón Veintidós su ciudad natal era una juerga permanente– y pequeña, un po- blado de reciente colonización, a pocos kilómetros de Utopía. Las calles parecían haber sido trazadas con láser, rectas y anodinas, cada pocos metros se tenía la sensación de déjà vu y los edificios, las tiendas o los locales ten- dían a repetirse cíclicamente. Su ciudad nació sin nombre y oficialmente era conocida por el poco original de Pequeña Utopía, aunque a él siempre le había gustado el más popular Skyland en honor a la impresionante be- lleza de las noches estrelladas de invierno. En Skyland nunca pasaba nada. No obstante, ahora tumbado en su cama, comprendía que Skyland real- mente bullía de actividad. Los niños jugaban en el parque con las cometas virtuales, observados de reojo por sus madres que charlaban en animados grupos sentadas en los bancos de piedra roja. Por supuesto no había un lago como en Ciudad Dragón –el presupuesto municipal no daba para tanto– pero sí un par de estanques de agua no potable reciclada, con nenúfares de bioplástico que flotaban perezosamente. Las tiendas siempre estaban llenas de gente comprando, los bares se llenaban con frecuencia e incluso algunos habitantes de Utopía se acercaban al local de Lenny a degustar su magnífico cordero clonado asado. Lenny era un tipo genial. Era primo tercero de su madre aunque trataba a Ezra como si fuera un hijo, fue Lenny el que le llenó la cabeza de historias militares y gestas de los héroes de los tiempos de la Llegada. Allí fue donde la idea de ser soldado fue germinando en su mente. Qué decepción. Hasta que estalló la Guerra de los Tres Planetas lo más cerca que había es- tado de una nave de combate era limpiando la exo-estructura de alguna de aquellas magníficas armas volantes en el hangar. Ahora daba gracias por no haber conocido antes la batalla y la sangre. En realidad, en el combate la sangre apenas se veía, es difícil distinguirla cuando un cuerpo se deshace desintegrado por un triple haz de plasma, a lo sumo se podía observar cómo las manchas oscuras del suelo se evaporaban hirviendo. El sonido más horrible que Ezra había escuchado jamás era el de la sangre borboteando dentro de un traje espacial. Gracias a los dioses los visores de los cascos solían estar oscurecidos y no podía distinguir el rostro desenca- jado por el dolor y la sorpresa del infeliz moribundo. Los veteranos decían que era preferible morir por asfixia en el vacío espacial que rozado por un haz de plasma ardiente. Al plasma se le conocía como el devorador de carne, y él había tenido la desgracia de sentir un bocado en su propia piel. Cerró los ojos y los apretó tratando de evitar la imagen que pugnaba por salir de su recóndito escondite cerebral. Trató de volver a los dulces recuerdos de Skyland, pero le resultaba extre- madamente difícil. Notó que la pierna derecha le picaba, algo complicando teniendo en cuenta que la había perdido en la última refriega contra un batallón rebelde. ¿Rebelde? Era un poco absurdo denominar rebelde a un grupo de mujeres y hombres que se habían limitado a defender la libertad de su tierra. Incluso era capaz de entender a los desertores del ejército que se habían unido a la causa li- derada por el mítico Terciario. Cada vez cundía más la desazón y la desidia entre los soldados, y los mandos, aparentemente, no estaban exentos de sentir lo mismo. Independientemente de la política, que no entendía, el hecho innegable es que se había convertido en un lisiado. Los médicos le daban algunas espe- ranzas de poder regenerarle la pierna, a partir de un trozo de piel. Básica- mente se la clonarían, pero nunca dejaban atrás la estela del pesimismo y preferían no alentarle con falsas promesas. Ezra entendía que un tratamiento tan caro estuviera fuera del alcance de un simple soldado raso, sin Segundo Nombre ni nada que se le pareciera, así que se había hecho a la idea de que tendría que llevar una pierna orto- pédica toda la vida. No le importaba. Lo que más le dolía era tener que abandonar el ejército, al menos las secciones ejecutivas, como eufemísti- camente llamaban los mandos a los batallones de infantería de guerra, al fin y al cabo era un soldado. Estaba decidido a no rendirse, realizaría todos los ejercicios de rehabilita- ción que le indicaran, se tomaría todas las medicinas sin protestar e incluso sonreiría a los robots medicalizados cuando se acercaran a hablar con él. Torció el gesto al recordar las extrañas pruebas a las que los doctores le sometieron cuando llegó al barracón Veintidós, supuestamente los humanos trataban con respeto a sus congéneres, pero en este caso, hasta las cacerolas ambulantes, como un compañero ubicado a tres camas de la suya llamaba a los robots, tenían más tacto que los doctores al hablar con él. No entendía qué tenían que ver sus heridas con test psicológicos. —Mira la figura —le había dicho en una ocasión un médico malhumorado al que le hacía falta un buen afeitado y algunas horas de sueño— ¿Qué ves? —Una mancha... —Sí, una mancha pero ¿qué forma te recuerda? —La forma de una mancha... —no pensaba decirle que la mancha era idén- tica al reflejo de los rayos de sol en las placas de hielo en invierno, o que si se fijaba un poco le encontrabacierta similitud con el rostro picado de Lenny. —¿En qué pienso? —le preguntaban a veces de sopetón. —¿Cómo diantre quiere que lo sepa? —¿Has soñado con este instante? Aquella era la pregunta más repetida de todas... y por supuesto había men- tido diciendo que no, pues en realidad sí que lo había hecho. Sucedió cuando le trasladaban en la camilla, medio muerto, mientras veía pasar los paneles de ventilación del techo a toda pastilla, había soñado con aquel ins- tante. Había visto exactamente a aquel matasanos con cara de subhu y pelo revuelto hacerle aquella pregunta estúpida sosteniendo las cartas de bio- plástico frente a él, como si se tratara de un párvulo que estuviese apren- diendo a leer caracteres chinos. Pero no pensaba contarlo. Él no estaba loco, no quería que le encerraran en una habitación acolchada el resto de su vida, sólo estaba sometido a estrés extremo a punto de morir y su imaginación le hacía creer que había soñado con aquel instante, pero como eso era del todo imposible no estaba dispuesto a contarlo. —¿Sabes lo que es un Hijo del Segundo Nombre? Qué estupidez. Le trataban como si hubiera nacido en Sinaya o en cualquier otro perdido rincón del Sistema Solar. Cuando sentía que le hablaban como a un estú- pido intentaba respirar profundamente y relajarse evitando enfurecerse. Es- taba convencido de que le leerían la mente para comprobar su estado de ánimo y no estaba dispuesto a que no consideraran rentable la costosa ope- ración de reinsertarle la pierna. El llanto interrumpió sus reflexiones. Ni siquiera se movió, el sonido provenía de un joven bajito y rechoncho que nunca se quitaba el pijama y olía a orines. Aquel pobre diablo se había vuelto loco, no todo el mundo estaba preparado para contemplar el horror. Probablemente había visto cocerse en su propio sudor a algún compañero o tal vez hubiera flotado en el negro vacío durante días hasta que le encon- trara alguna patrullera, bebiendo su propia orina reciclada y escuchando solamente su respiración agitada. La Guerra era dura, una auténtica mierda para la que nadie estaba prepa- rado. A Ezra le hubiera gustado ver a Lenny en su lugar, sujetando un muñón sanguinolento para evitar morir desangrado. Sin duda se habría desmayado del dolor y de la impresión. Él sin embargo aguantó apretando los dientes, con un torniquete improvisado con su propio cable de seguridad, hasta que llegaron las asistencias sanitarias para socorrerle. Por las conversaciones susurradas que había sorprendido, había sido afor- tunado. Toda su sección, treinta y cuatro soldados, dos suboficiales y un oficial, había sido masacrada. Todos no, se corrigió. Él estaba allí, inmóvil, con las manos en la nuca y una pierna menos. El llanto del loco se volvió un canturreo en un idioma extraño lo cual hizo que Ezra estuviera tentado de abandonar su quietud y girara la cabeza. Sin embargo no lo hizo. No necesitaba volverse para saber lo que sucedía. El joven del pijama sucio estaba arrodillado y sangraba por la nariz, escribía en el suelo con los dedos manchados en su propia sangre. La punta del dedo índice de la mano derecha del enfermo se movía frenéticamente y probablemente nadie habría podido entender lo que había trazado. Con un suspiro, el loco dio por finalizada la canción y se levantó, pisando con sus pies descalzos la escritura sanguinolenta, provocando un ruidito húmedo muy desagradable. Miró a Ezra con ojos llorosos y se limpió la nariz con la manga del pijama hasta que dejó de sangrar. El soldado seguía en silencio y se sintió muy cansado, demasiado para poder soportar un segundo más en el barracón Veintidós. Oyó como el loco se dejaba caer como un fardo en una cama, se olvidó de él y continuó mi- rando al techo con las manos bajo la nuca. Repentinamente el joven del pijama manchado se levantó de un salto, miró hacia Ezra con los ojos espantados y la mandíbula desencajada y le señaló. —¡Es el fantasma! —gritó con voz clara. Ezra frunció el ceño extrañado, pero siguió sin moverse. Súbitamente, el loco rechoncho cayó fulminado al suelo, como si le hubiera alcanzado un disparo paralizante, haciendo mucho ruido. ¿Qué coño ha pasado? ¡Le ha dado un infarto! —¡Ayuda! —gritó Ezra con todas sus fuerzas— ¡Un hombre se ha desma- yado! A los pocos segundos llegó corriendo una doctora joven de bata blanca y se agachó junto al hombre inconsciente. Le puso dos dedos en el cuello y movió la cabeza negativamente. —No hay pulso —dijo. —¿Qué ha pasado? —preguntó Ezra. La doctora permaneció callada, sacó un pequeño aparato del bolsillo de la bata y lo colocó sobre la frente del yacente. El aparato emitió un pitido continuo muy desagradable. —Ha muerto. —¿Qué le ha pasado? —insistió Ezra. La joven miró hacia él y movió la cabeza con tristeza. —Menudo día llevamos hoy... —dijo con pesar acercándose hacia la cama de Ezra— y pensar que ya habían aprobado la reincorporación de la pierna... —la joven doctora acercó su mano hacia donde yacía Ezra. En ese instante comprendió por qué no notaba los dedos fríos de la mujer sobre su pecho desnudo y su corazón se aceleró como si cayera por un abismo sin fondo, aunque con toda probabilidad la sensación no era real. No podía ser real. Estaba muerto. El minero Eleazar se despertó y se incorporó en la cama, observando cómo se definía poco a poco en la oscuridad el contorno azulado de su habitación. La luz, que se colaba por la rendija de la puerta, provenía del baño. Su padre había llegado de la mina. Aguzó el oído y oyó el rumor apagado de la voz de su madre al que se unió el ras-ras del cepillo. La tierra roja se pegaba a la piel y a las uñas y su padre frotaba y frotaba cada noche cuando volvía del trabajo. No sabía si esperar, como cada noche, cuando ya había acabado de asearse, a que entreabriera la puerta y se acercara, de puntillas para no despertarle, a darle un beso de buenas noches. Casi siempre, y Eleazar no sabía muy bien por qué, se hacía el dormido, acompasada deliberadamente su respi- ración y mantenía los ojos cerrados mientras sentía la mirada cálida de su padre y sus labios, sobre su rostro. El beso iba acompañado de un “buenas noches, hijo mío” susurrado con voz gastada y ronca. Eleazar hubiera deseado abrir los ojos, responder y lanzarse al cuello de su padre, abrazándole, pero nunca lo había hecho. El pequeño sabía exactamente lo que pensaba Daniel Berstein cada una de las noches en las que entreabría la puerta y se acercaba a dar un beso a su hijo. Pensaba que ojalá tuviera más suerte que él, estudiara en la Universi- dad, se labrara un futuro lo más lejos posible de aquel desierto rojo, de aquel agujero al que llamaban mina y que se estaba tragando su vida poco a poco. El instante en el que le observaba dormir era el único instante de paz que su padre tenía en todo el día y Eleazar no se atrevía a romperlo. El resultado de su silencio era que no veía a su padre en ninguna ocasión salvo el Sábado, el único día de descanso. Su madre le había contado que su padre había elegido ese día para descansar, para rendir homenaje a la religión de sus antepasados, una religión mítica y perdida en las brumas del tiempo. También le dijo que aunque ellos ya no la practicaran, era muy importante respetar y recordar a los ancestros, que sobrevivieron a epide- mias, guerras y persecuciones, sólo para que ellos estuviesen ahora allí res- pirando. Eleazar no acababa de entenderlo bien, al fin y al cabo era un niño de sólo tres ciclos, pero respetaba a sus padres y trataba de obedecerles como ha- cían todos los niños. Al pensar en otros niños, se entristeció un poco, el único niño que había conocido, su único amigo, Ken Navarro, había muerto el año pasado de unas fiebres. Su madre le había contado una historia muy bonita y muy triste en la que los dioses se sienten tan complacidos por la hermosura y la bondad de un niño, que se lo arrebatan a sus padres para que viva feliz en el Paraíso. A Eleazar le parecía cruel y por lo que había oído que pensaba la madre de Ken, cuandose la habían cruzado en el mercado, a ella también. Eleazar tenía un secreto que no le había contado nunca a nadie, ni siquiera a Ken cuando vivía. Podía oír los pensamientos de los demás. No recordaba desde cuando, pero sospechaba que desde siempre. Cuando su padre llegaba a su cuarto, toda su mente se llenaba de una mezcla de alivio, esperanza y miedo. Eleazar era pequeño pero no tanto como para no comprender que lo que estaba sintiendo eran los pensamientos de su padre al observarle. Aquello le daba un poco de vergüenza. No estaba bien espiar los pensa- mientos de nadie. Pero él no lo hacía conscientemente, ni siquiera era capaz de controlarlo. A veces preferiría no poder hacerlo, sobre todo cuando se enfrentaba a la sonrisa de su madre que le decía que todo estaba bien, pero en realidad lo que quería hacer era gritar de angustia. Eleazar le devolvía la sonrisa más bonita que pudiera esbozar y trataba de ignorar el miedo y la incertidumbre que nacía en lo más profundo de los ojos oscuros de su madre. En todo eso pensaba el pequeño, sin poder dormirse, cuando su padre entró. Contuvo la respiración y trató de convertirla en un rumor constante y tran- quilo. —¿Estás despierto, Eli? Eleazar permaneció callado con los ojos cerrados, esperando el beso, el su- surro de buenas noches y las esperanzas vertidas en silencio sobre él. —Te oigo respirar, campeón, anda, abre los ojos. Eleazar se giró poco a poco y se encontró con la sonrisa rasposa y los ojos grises de su padre, que tenía el rostro teñido del azul de la luz del baño. —Luz —dijo, y la habitación se iluminó despacio. —¿Por qué te hacías el dormido? —preguntó con dulzura el minero. El niño se encogió de hombros y no dijo nada. Parecía a punto de llorar. —¿Qué te pasa, Eli? ¿Estás triste? Eleazar miró a su padre y sintió que emanaba de él un amor tan intenso, que casi podía tocarlo con las puntas de los dedos. Le abrazó. Olía a colonia y su barba raspaba. En los brazos de su padre sabía que estaba a salvo, que ni siquiera los dioses podrían arrebatárselo, por muy hermoso y bondadoso que fuera. Uno de los pensamientos de su padre fluyó involuntariamente hacia él y el pequeño sintió un escalofrío. —¿Qué sucede? ¿Tienes frío? Se separó del abrazo y negó con la cabeza. Daniel miró a su hijo, preocupado, y le observó con detenimiento. Sintió una punzada de temor y pena, incluso un poco de ira, porque no le parecía justo que los dioses fueran tan crueles. Eleazar era un niño aparentemente normal, sin ninguna tara, pero era incapaz de hablar. Los médicos, doctores modestos que eran todo lo que la familia podía permitirse con el sueldo de un minero, decían que el problema no era físico y aparentemente tampoco neurológico, que el niño debería hablar sin problemas. Lo único que Daniel comprendía era lo que veían sus ojos. Y éstos le de- volvían la mirada perdida de su hijo mudo. Eleazar extendió las manos y Daniel se las cogió. El niño sintió cómo las manos grandes y templadas de su padre envolvían las suyas. Notaba el tacto rugoso y áspero de la piel curtida. Bajó la mirada y vio el tono ligeramente enrojecido por el mineral y la arena color sangre que cubría la boca del infierno, el acceso a las entrañas del planeta que cada día engullía a su padre y a otros tantos que se dejaban la salud y las esperanzas en las profundidades. El dolor que el niño percibió era ronco como una tormenta de arena que se acercara imparable. Oyó todos y cada uno de los pensamientos de su padre como si los estuviese pensando él mismo y por encima de todos ellos una única imagen que se superponía a todas las demás. El rostro ensangrentado de un compañero. Eleazar miró de nuevo a su padre y pronunció las primeras palabras de toda su vida. —No te tortures, padre, no habrías podido salvarle. El minero abrió con expresión de sorpresa los ojos enrojecidos y soltó las manos de su hijo como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Durante un instante estuvo tentado de salir disparado y traer a su mujer, pero se con- troló y permaneció sentado, al borde de la cama de su hijo, mirándole como si le viera por primera vez. —¿Puedes hablar? —preguntó casi en un sollozo. Eleazar se encogió de hombros y asintió. Entonces, superada la sorpresa inicial, Daniel acertó a comprender las pa- labras pronunciadas por el niño. No habrías podido salvarlo. No era posible. No. ¿Cómo podría…? Imposible. Como si temiera que se quebraran como frágil cristal, Daniel pronunció las palabras despacio, una a una. —¿Hablabas de mi compañero? —Eli asintió— ¿De mi compañero muerto hoy? —De nuevo un sí— ¿Sabes cómo se llama… se llamaba? —Tom. —Por los santos dioses, Eli. ¿Cómo sabes eso? El pequeño bajó la mirada lentamente, como si hubiera hecho algo malo. Antes de escuchar su voz junto a la puerta, oyó el pensamiento de su madre. —¿Qué sucede, Dan? Daniel se volvió hacia su mujer Alma y en un segundo sopesó todas las opciones. Decidió no precipitarse. —Nada, Eli está despierto y estaba… charlando con él. —¿Qué pasa corazón, no puedes dormir? —la mujer entró en la habitación y se sentó junto a su marido, al borde de la cama de su hijo. Le acarició la cara con los nudillos y sonrió. Daniel miraba a su hijo conteniendo la respiración. ¿Hablaría? ¿Diría algo extraño? Observó cómo se encogía de hombros con aquel gesto tan carac- terístico y sonreía. —No te preocupes, te prepararé un vaso de leche caliente y ya verás qué bien vas a dormir, vida mía. —Alma se levantó y se dirigió hacia la puerta. —Gracias —dijo el niño. La mujer se quedó petrificada con la mano en el picaporte. Su figura me- nuda, envuelta en una bata rosa, de basta tela, se recortaba contra el marco de la puerta, inmóvil como una estatua. Al cabo del minuto más largo de su vida, Alma Berstein se volvió con lá- grimas en los ojos. Miró a su hijo y a su marido que asentía con los ojos brillantes. —¿Puede hablar? —susurró. —Sí —dijo Daniel— y más cosas —añadió. —¿Cómo que más cosas? —Alma seguía aferrada al picaporte, sin atre- verse a soltar un apoyo sólido. —Sabe cosas —dijo Daniel. —¿Como cuáles? El minero miró a su hijo sin decir nada. No sabía si esperaba que volviera a hablar o que volviera a decir cosas que sólo el propio Daniel sabía. Su corazón latía desbocado. Se sintió aturdido, emocionado y asustado. —No tengas miedo, padre —Eleazar hablaba con tranquilidad, sin apartar la vista de su padre, sintiendo la mirada anonadada de su madre. —¿Lo ves? —susurró Daniel— Sabe que tengo miedo. —Eleazar, cariño, ¿cómo sabes esas cosas? —Alma sentía las lágrimas de- rramarse por su rostro como una riada imparable. —Las oigo. —¿Las oyes… en tu mente? —Sí —contestó el niño azorado. —¡Por todos los Dioses del panteón de Alburia! —exclamó Alma mirando a su marido, apretándole la mano con fuerza. —A lo mejor… —empezó a decir Daniel y se calló, sin atreverse a mirar al niño. —A lo mejor es una habilidad especial —dijo Eleazar acabando la frase de su padre como si fuera un autómata. —¿Sabes lo que es una habilidad especial, Eli? —le preguntó su madre. El niño sacudió la cabeza, negando. —Algunas personas… —Alma le hablaba con dulzura, muy despacio, es- cogiendo las palabras con delicadeza— nacen con un don otorgado por los dioses. Son especiales, pueden hacer cosas que ningún otro es capaz de hacer; mueven cosas sin tocarlas, sueñan con el futuro, hacen fuego, con- vierten en realidad sus sueños, o, como tú, oyen los pensamientos de otras personas —sonrió— eso se llama telepatía. —¿Telepatía? —Eleazar dijo la palabra como si le quemara en los labios. —Sí. Pero no te asustes. No es malo. Es bueno. En Ciudad Dragón hay un grupo de hombres y mujeres, el Consejo, que nos gobierna, hace las leyes y vela por nosotros. —¿Cómo los dioses? —Parecido, pero con un poder terrenal, no celestial. Eleazar asintió aunque no lo entendió. Su madre continuó —El Consejo premia a las personas con ese don, a la que llamamos habilidad especial, y les hace un regalo. —¿Qué regalo? —Les regala un nombre.Un Segundo Nombre. Y les llevan a las mejores escuelas y les enseñan a ser mejores personas, para que en el futuro sean capaces de ayudar a los demás y hagan el mundo un lugar mejor para vivir. —Si me regalan un Segundo Nombre ¿dejaré de vivir con vosotros? Alma desvió la mirada hacia su marido durante una fracción de segundo. —Claro que no, cariño. Nunca nos separaremos. Daniel sintió un nudo en la garganta, miró a su mujer que abrazaba a su hijo y vio la mirada de éste que parecía la de un anciano triste. Pensó que probablemente el pequeño había captado su pensamiento, el que le decía que casi con toda seguridad la mina había empezado a cobrarse su precio, acortando su vida –aquella misma noche había tosido un poco de sangre– pero los dioses habían sido generosos permitiéndole saber que su hijo Eleazar tendría un futuro, viviría una vida llena de oportunidades y nunca tendría que ver como un compañero moría triturado por una má- quina. El pequeño nunca sabría lo que era arrastrarse en un hediondo loda- zal con olor a muerte y sabor a sangre, escuchando la propia respiración entrecortada a través de las mascarillas, a todas luces insuficientes para evitar el lento pero incesante envenenamiento. El minero notó como se le humedecían los ojos y derramó toda su alegría, uniéndose al abrazo de su familia, y mientras notaba los latidos de su esposa y de su hijo contra su pecho y su propia respiración jadeante, escuchó de nuevo la dulce y limpia voz que había tardado tantos ciclos en escuchar por primera vez. Una voz que hablaba de anhelos y esperanza, de sueños por cumplir y futuro. La voz de Eleazar Berstein, que algún día sería –aun- que él eso nunca llegaría a verlo– el honorable juez Eleazar Sebastian Bers- tein. Y la voz sonó aquella noche y sonaría muchas otras, como música celestial a sus oídos. —Papá, mamá, os quiero. La sensitiva Mileva abrió los ojos cuando escuchó el despertador. La voz ronca de su cantante favorita enumerada nostálgicamente las razones por las que no debía haberse enamorado del chico equivocado. Involuntariamente pensó en Albert y se incorporó como un resorte, como si la rapidez del movi- miento anulara el doloroso recuerdo. Se levantó, se calzó las zapatillas tér- micas y fue al baño. A pesar de haber dormido apenas dos horas no tenía el espantoso aspecto de otras mañanas. Su cara pálida, llena de pecas, no parecía reflejar el escaso descanso. Su corto pelo rizado y rojizo como las arenas del desierto de Alburia estaba revuelto y sus ojos de iris azules li- geramente enrojecidos, pero por lo demás seguía gozando del atractivo de una chica de 12 ciclos recién cumplidos. Se refrescó con un poco de gas, que condensó en su piel, humedeciéndola. Antes de salir de nuevo al dormitorio, volvió a sucederle lo que la había tenido en vela casi toda la noche. Volvió a sentir el relámpago y tuvo que aferrarse con fuerza a los bordes del lavabo de mármol blanco para no caerse. Cuando el mareo pasó, se atrevió a mirarse de nuevo al espejo. Su rostro estaba sudoroso y su mirada asustada. Tenía que hacer algo con aquello. Mileva había nacido con la habilidad especial de ver el futuro. Sus predic- ciones casi nunca fallaban. De hecho, cuando lo habían hecho, había sido por malas interpretaciones por su parte de la visión. Estaba acostumbrada, desde que sus padres la presentaron al Consejo para que le otorgaran un Segundo Nombre, a convivir con su don. Bien a través de flashes, a modo de imágenes, o bien en sueños. De una manera u otra era capaz de adivinar sucesos venideros, relacionados o no con ella, fútiles o trascendentales, no había patrón, ni forma de controlarlo. Sin embargo los flashes que la acosaban desde hacía dos semanas eran algo completamente diferente, fundamentalmente por dos razones. La primera, era que consistía en una oleada intensa y abrumadora, casi permanente, que le agotaba psíquica y físicamente. La segunda, y esa era la que le aterrori- zaba, predecía una muerte. La muerte de una persona a la que no había visto jamás. Se trataba de un joven, de aproximadamente su misma edad, que caminaba ignorante de lo que le iba a suceder. Al doblar una esquina, un delincuente que huía de la policía, chocaba con él, lanzándole al suelo con tan mala fortuna que el chico se interponía en la trayectoria de un haz perdido dis- parado por un policía. El haz le atravesaba el pecho, como si fuera mante- quilla, saliendo por su espalda. La muerte era instantánea. Mileva había pactado hacía mucho tiempo consigo misma que sus visiones no interferirían en su vida, que serían un apéndice inevitable y no extirpable de su personalidad. Independientemente, claro, de que era su modo de ganarse la vida. Traba- jaba para Galaxy, la mayor empresa de seguridad del mundo, y allí se de- dicaba a… bueno, en realidad, no tenía muy claro a qué se dedicaba. Básicamente llegaba cada mañana a una sala inmensa, diáfana, con enor- mes ventanales que dejaban pasar la luz natural. En la sala habría unas tres- cientas personas que Mileva suponía eran sensitivos como ella, extremo que nadie le había confirmado jamás. Todos se sentaban en cómodos sillo- nes de mullido cuero y se dedicaban a relajarse y poco más. Mileva se colocaba un casco de metal, acolchado en su interior, y unos guantes de tela fina, se retrepaba en el asiento, que la abrazaba cálido, ac- tivaba los auriculares para escuchar música y entraba en una especie de se- miinconsciencia. Así durante ocho horas, cinco días a la semana. Algunos días no percibía nada y otros tenía una visión, un flash o una premonición y debía detallarla escrupulosamente en un cuestionario de cincuenta pre- guntas. ¿Qué sucedía? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Qué rango de importancia para la seguridad nacional otorgaría a la visión? ¿Qué grado de credibilidad le otorgaba? ¿Reconocía al protagonista de la predicción, en caso de ha- berlo? Mileva ignoraba qué se hacía en Galaxy con aquella información, pero en realidad tampoco le importaba. Su trabajo le permitía liberarse de la carga de sus visiones y además le pagaban. Hasta que tuvo la visión de aquella muerte. A lo largo de su vida había tenido muchas visiones, algunas de ellas des- agradables, había predicho accidentes e incluso desastres naturales, pero ninguna le había perturbado tanto como la muerte del joven desconocido. De alguna manera Mileva sentía que podía evitarla y que era fundamental que aquella muerte no sucediera. Su contrato de Galaxy tenía una cláusula que había incumplido en el caso de aquella premonición. Según la cláusula estaba obligada a compartir las visiones que tuviera a cualquier hora del día, incluso fuera de su horario laboral. Los relámpagos en los que predecía aquella muerte ocurrían siempre por la noche mientras trataba de dormir o por la mañana, justo antes de salir para el edificio de Galaxy. Y nunca le había hablado de ello a nadie. Lo que le preocupaba era que la revisión telepática sería dentro de dos días y tendría que inventarse una excusa para justificar la ocultación de la visión. Había cometido una estupidez y no estaba muy segura de cómo demonios salir del atolladero. Esperaba que Maggie fuera comprensiva con ella y cuando detectara su mentira, no la sancionara con severidad. Maggie Wilcox era su telépata supervisora y con el tiempo –Mileva llevaba más de dos ciclos trabajando en Galaxy– se habían convertido en amigas. Al menos eso quería creer ella. Era lógico intimar con alguien que una vez al mes se introducía en los recovecos más oscuros de tu mente, alguien que conocía los más íntimos pensamientos, los deseos más perversos, los an- helos más secretos, los recuerdos más amables y los más detestables. Para Maggie no había dobleces –no podía haberlas– y Mileva se presentaba ante ella tal y como era. Inspiró hondo y salió de su apartamento con la intención de contarle la pre- monición que la atormentaba en cuanto llegara a Galaxy. Lo que Mileva no sospechaba era que aquella mañana no llegaría. Desde el ascensor acristalado que la acercabaal vestíbulo del edificio de apartamentos en el que vivía, observó las luces de Ciudad Dragón que co- menzaban a apagarse para dar paso a un amanecer gris y frío. Las primeras naves sobrevolaban la ciudad trasladando a sus ocupantes a sus trabajos o transportando turistas que venían a gastarse hasta el último albur en los ca- sinos. Cuando salió del edificio, Mileva metió las manos enguantadas en los bolsillos y ocultó la mayor parte de su rostro tras una bufanda de lana que le había regalado su abuela en las fiestas de solsticio. La calle comen- zaba a animarse y numerosos transeúntes detenían aerotaxis en las proxi- midades o caminaban presurosos, aguijoneados por la prisa y el frío. La sensitiva vivía a sólo diez minutos, caminando a buen ritmo, del trabajo, por lo que decidió pasear. Levantó la vista y vio el cielo encapotado repleto de motonaves y tráfico aéreo. Apretó el paso y se detuvo en la acera, antes de cruzar la avenida. Al mirar al otro lado de la calle, el corazón le dio un vuelco. Plantado, frente a ella, a una decena de metros, en la acera opuesta, espe- rando para cruzar estaba el joven de la premonición, que aprovechaba el parón del semáforo para leer tranquilamente un holo que se había materia- lizado frente a él. Mileva lo habría reconocido entre un millón, a pesar de que captó su rostro a través de la pantalla semitransparente de tenue azul. El joven desconectó el holo y caminó hacia ella cuando de nuevo se per- mitió el avance de los peatones. Mileva se quedó plantada, sin saber qué hacer, mirando embobada cómo se le acercaba. Sacudió la cabeza, hizo un gesto como si se hubiera olvidado algo y comenzó a seguirle cuando le re- basó. Se sentía nerviosa, incapaz de pensar algún tipo de plan, algo que hacer o decir, y se limitó a fijar la mirada en la nuca del muchacho y se- guirle. El joven vestía de manera informal, con ropas anchas de colores indefinidos y caminaba despacio, pero sin detenerse. No pareció notar la presencia cer- cana de Mileva, que cada vez estaba más tensa. La joven miró de nuevo al cielo, que pasaba del gris al negro por momen- tos, y vio pasar un aerotaxi a baja altura, buscando una zona donde aterrizar. Aquello le recordó una escena de su premonición y supo que su sueño es- taba a punto de suceder. Debía hacer algo inmediatamente o aquel joven en cualquier momento do- blaría una esquina e iría al encuentro mortal de un haz perdido. La joven sopesó sus opciones. Podía empujarle y hacerle caer al suelo para retrasarle y que no coincidiera con la persecución. O tratar de llamar su atención, gri- tarle, abordarle de cualquier forma y entretenerle el tiempo suficiente para cambiar lo que había soñado. Decidió actuar justo cuando el joven estaba a punto de doblar una esquina. Gritó. —¡Eh! ¡Tú! ¡Párate! El muchacho se volvió y se detuvo, extrañado. Mileva no sabía qué hacer o decirle, se encontraba inmóvil, a unos metros de él, mirándole como una auténtica idiota. Se quedó totalmente en blanco, callada y mirando los ojos verdes del muchacho. Finalmente, el joven se encogió de hombros y rea- nudó su camino, sin dejar de mirarla. Mileva no fue capaz de moverse hasta que escuchó los gritos y el disparo. Antes de que pudiera siquiera salir de su parálisis, apareció jadeante el de- lincuente de su visión, que la miró fugazmente y siguió corriendo como alma que lleva el diablo. La joven apretó los labios y avanzó como si cada paso le acercara al in- fierno. Cuando dobló la esquina el corazón le dio un vuelco. El joven yacía bocarriba, con los ojos abiertos sin ver y un agujero hume- ante del tamaño de un balón de spaceball en el pecho. Mileva miró anonada cómo pequeñas gotitas de sangre caían al suelo hirviendo como si fueran una sopa, produciendo un desagradable siseo al chocar con el asfalto he- lado. La boca del muerto –está muerto– estaba abierta y le sonreía torcida en una mueca espantosa. No puede ser. Como si todo formara parte de una película de acción, vio venir a la carrera a varios policías que se desgañitaban con los brazos en alto, sacudiendo peligrosamente sus armas de plasma. Los transeúntes se arrojaban al suelo a su paso, gritando espantados. Volvió a mirar el cadáver y su nariz se arrugó al aspirar un terrible olor carne quemada que casi le hizo vomitar. Cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. El cadáver seguía allí, mirándola acusador con ojos vidriosos. Es culpa mía. Se mordió los labios hasta hacerse sangre y al notar el sabor metálico, tuvo la certeza de que su intervención había sido necesaria para que sucediera. Para que su visión se hiciera real. Cayó de rodillas y comenzó a llorar maldiciendo a los dioses, porque jamás jugaban a las cartas sin marcarlas. El superviviente – La batalla de la cuarta luna Todavía notaba el sabor de la sangre en la garganta. Era incapaz de moverme, pero no estaba completamente seguro si se debía a que me estaba muriendo o a puro cansancio. Quizás una mezcla de ambos. Estaba realmente cansado. Estaba al borde de la muerte. Al menos, eso me anunciaba el sabor metálico que seguía inundando mi garganta y los indicadores de soporte vital del traje que parpadeaban y so- naban sin cesar. Traté de hacerme oír entre los gritos y el ruido amortiguado de las explo- siones, pero sólo conseguí toser expulsando pequeñas partículas de saliva y sangre que salpicaron el visor del casco. Entonces reparé en que llevaba un casco. En parte este descubrimiento fue un enorme alivio porque significaba que no se me estaba nublando la vista, sino que se me estaba ensuciando la superficie transparente que me sepa- raba del exterior. Sin embargo debía ocuparme inmediatamente del problema de la sangre en la garganta. Como la garganta no me dolía, supuse que provenía de otra parte de mi cuerpo. Comencé a palparme con lentitud, poco a poco, empezando por las pier- nas. Pude moverlas sin demasiado esfuerzo. Otro alivio. Mis manos enguantadas reptaban por los muslos, haciendo un curioso so- nido –ras-ras–. Digo curioso porque resultaba sorprendente que pudiera escuchar el leve ras-ras por encima del ensordecedor ruido de la batalla. De eso sí estaba seguro. Aquello era una auténtica batalla. De ese problemilla me ocuparía más adelante. Lo primero era sobrevivir. Al llegar al abdomen me detuve. Mis manos encontraron algo informe y viscoso –mis intestinos–. Tumbado boca arriba como estaba me era imposible mirar hacia abajo para comprobar los daños. Levanté las manos y las acerqué a mi rostro. A través del sucio cristal pude ver los guantes. Estaban ensangrentados. Oh, oh. Mala señal. En ese momento llegó el dolor. Al principio me llegó a ráfagas. Como olas que rompían dejando estelas de espuma contra mi piel. Cada insoportable descarga me concedía una pe- queña tregua de un par de segundos. En esos segundos aprovechaba para llenar los pulmones de aire. Se trataba de un aire rancio, maloliente, pero al fin y al cabo respirable, gracias al filtro de mi traje espacial. Después, todo fue a peor. El par de segundos sin dolor acabó por desaparecer y mi respiración se hizo agitada, entrecortada, obligada por la intensidad del dolor. El hilo de mi pensamiento se hizo espeso y se convirtió en algo inconexo y sin sentido. No veía nada, pero comprendí que acababa de cerrar los ojos. Los destellos de color eran fruto de apretar con desmesurada intensidad los párpados. Los volví a abrir. El cielo era de color violeta con rachas de ocre que ribeteaban el contorno de las nubes grises. El humo subía en espirales y parecía jugar con la luz de los soles escondiéndola y mostrándola a medida que se desplazaba por el firmamento. Hubiera sido un hermoso paisaje de no haber estado medio muerto tirado en el suelo sufriendo un suplicio. A pesar de la dolorosa descarga que colapsaba mis sentidos intenté con- centrarme en lo que veía. De entre los jirones de humo gris se colaban las siluetas de naves plateadas que reflejaban la doble luz solar al desplazarse ruidosamente. Algunas de ellas oscilabancomo aviones de papel mecidos por la brisa. De su fuselaje escapaban llamas verdosas que delataban que estaban a punto de estrellarse en aquel pedazo de roca perdida en la galaxia. Algunas, antes de precipi- tarse a la destrucción, dejaban escapar un quejido como si se tratara de vie- jas criaturas heridas de muerte. Como yo —pensé. Ese fue el instante en que recordé quién era, porqué estaba allí y qué había sucedido. Esa mañana amaneció gris plomo, o al menos ese era el color que se per- cibía a través de las escotillas de la nave. Estábamos acampados en el he- misferio Norte de la luna, aunque atribuirle categoría de luna a aquel triste asteroide era ser extremadamente generoso. Las tropas de asalto del Glorioso Ejército de Alburia aguardaban en tensa espera la orden del ataque. Llevábamos varios días en aquella situación. Reciclando nuestros propios orines para beber y comiendo pastillas prote- ínicas. Comiendo. Otro eufemismo. En el Glorioso Ejército de Alburia abundaban los eufemismos, podría in- cluso decirse, que su columna vertebral eran los eufemismos. Tropas de Asalto de Vanguardia definía aquel grupo de voluntarios sin ape- nas preparación militar técnica ni táctica. Carne de cañón. Detención Estratética Programada era aquella espera absurda y densa. Podía imaginarme las discusiones entre los generales del Glorioso ecétera ecétera y los miembros del Consejo. Sentido común frente a ambición. De repente, un buen día, el sonido de sirenas y las luces naranjas que lla- maban a zafarrancho de combate nos dio la respuesta. Ganó la ambición. Trescientos infantes del quinto batallón tercera sección formábamos, seis minutos y treinta y siete segundos después de la llamada, a los pies de las rampas de las naves, en el centro del improvisado campamento –Cuartel de Avanzadilla– sobre la superficie de uno de los siete satélites del planeta Sinaya. —¡Infantes! —La imperiosa voz del Comandante Bladic se desparramó como plomo derretido sobre aquellos hombres –soldados– asustados. —Nuestra hora ha llegado. Las generaciones venideras cantarán nuestra gesta como el comienzo de la Gloria Milenaria que espera al pueblo de Al- buria. Miré alrededor. A través de los visores de los cascos de los trajes espaciales se adivinaban los rostros. Terciarios. Subrazas humanoides. Esclavos alburianos libera- dos. Convictos condenados a muerte que optaron por enrolarse para vivir. ¿Este era el glorioso ejército de Alburia? No pude evitar sonreír. La mirada iracunda del capitán Montoya refulgió al cruzarse con la mía. El capitán se mantenía firme junto al Comandante mientras nos arengaban y sorprendió mi sonrisa. Mal momento para sonreír. Te va a pesar. Y vaya si me pesó. —... demostrar vuestro valor. Por eso os pido que gritéis conmigo. —¡Sólo importa Alburia! ¡Alburia! ¡Alburia! ¡Alburia! —Tres explosiones de voces corearon al unísono el nombre de un planeta que la mayoría de ellos ni siquiera sabían situar en un mapa estelar 3D. Caminamos en filas de a cinco, siguiendo al porta estandarte de cada fila. Banderas de tela que ondeaban en una atmósfera compuesta por una com- binación de gases capaz de matar por asfixia a un ser humano en segundos. Colores rojos sobre negro. Al igual que nuestros uniformes espaciales. Rojos. Como la sangre. A unos cientos de metros una formación rocosa parecía destacar solitaria sobre un desértico paraje de color ocre. Coronamos la colina sin esfuerzo, a pesar de caminar embutidos en incó- modos trajes, favorecidos por la tenue fuerza de la gravedad del asteroide, que nos hacía más livianos. Al pie de la colina se encontraba nuestro objetivo. Sencillo. Desprotegido. La única y solitaria base de toda la luna. Un edificio de dos plantas, de color azul metálico, coronado por varias placas circulares. Un simple con- trol de señales para regular las entradas y salidas en el planeta. Las apariencias engañan. Nuestros mandos habían decidido que dada la extrema sencillez del obje- tivo, éste sería tomado por una avanzadilla de treinta infantes, apoyados en caso de necesidad por baterías terrestres de haces, apostadas en la co- lina. En realidad, doscientos setenta hombres estaban allí exclusivamente para ser testigos de una batalla librada por otros treinta. Aunque eso no fue exactamente lo que sucedió. Amparados por nuestros Sistemas de Invisibilidad –los S.I.– , los escogidos avanzamos en grupos de cinco, desplegados en un radio de cincuenta me- tros. Equipo básico de asalto. Rifle de haz. Machete de hoja láser. Pulso aturdidor. Dos granadas luminosas. Fuegos de artificio. No habría prisioneros. Lo que no podíamos saber era que nuestra avanzadilla de dieciséis naves, que hacía tres días había aterrizado en la sexta de las siete lunas de Sinaya, había sido inmediatamente detectada por los sistemas de alerta del ene- migo. El enemigo. Otro eufemismo. Al margen de eufemismos, haciendo gala de una tremendo pragmatismo, el enemigo situó diez docenas de escuadrones de ataque y respuesta –ob- viamente de todas estas descripciones y detalles nos enteramos posterior- mente– ocultos en la quinta luna, a un minuto y doce segundos estándar de nuestra posición. Comprendimos el error de cálculo cuando el primer grupo de cinco infantes estalló. Literalmente. Una de las características de los S.I. de los trajes es que en caso de falleci- miento de su portador se desactivan. Lo cual facilita la posterior recogida por parte de los robots enterradores. Observamos como los pedazos que volaban por los aires de nuestros com- pañeros se hacían visibles. Restos de vísceras, carne quemada, roca y plástico se desperdigaron en un radio de varios cientos de metros. ¿Minas trampa? ¿Sistemas ocultos de implosión? Tanto daba. La cuestión era que de repente, el cielo se llenó de trozos llameantes de in- fantes del Glorioso Ejército de Alburia. El grupo de cinco del que yo for- maba parte se detuvo inquieto. El capitán Montoya, a la sazón el oficial al mando del grupo, se volvió hacia nosotros. Los visores equipados con detectores de calor nos permitían verlo a pesar de su invisibilidad. —¡Volvemos atrás soldados! —Rugió aquella mezcla de amarillos, rojos, verdes y azules que era el rostro de Montoya. Me giré al tiempo que notaba su mano en mi hombro. —Tú no, recluta —susurró mientras con un rápido movimiento me traspa- saba el tórax con el machete láser. Eso había sucedido hacía medio siglo, o al menos eso me parecía a mí. Boca arriba, con las manos sobre el vientre para evitar que se me despa- rramaran las tripas tomé mi decisión. No iba a dejarme morir. Ni hablar. Aún tenía mucho por hacer. Giré el cuello y entre el humo vislumbré mi objetivo. Un informe montón con los restos humeantes de lo que hasta hacía unos minutos eran seres humanos vivos. Situados a diez, quince, a lo sumo veinte, metros de mi posición. No parecía una distancia descabellada. Me arrastré unos centímetros. El problema de arrastrarse boca arriba es que la mayor parte del esfuerzo se hace con los músculos del abdomen, y, bueno, los músculos de mi ab- domen no estaban precisamente en forma. Qué equivocado estaba cuando pensé que el dolor más insoportable que sería capaz de aguantar había llegado. Ni siquiera había empezado. Me desmayé tres veces. Aun no sé cómo, pero conseguí llegar al montón de despojos, logré ocul- tarme entre ellos y volví a desmayarme una cuarta vez. Eso me salvó la vida. No pude ver los fogonazos que precedían a los estampidos secos de las eje- cuciones. Como autómatas –tal vez eran autómatas– parejas de lo que pa- recían ser el enemigo, se desplazaban entre los cuerpos comprobando que estaban muertos. Ante cualquier indicio de vida se sucedían los fogonazos. Si hubiera estado despierto, habría visto sus rostros inexpresivos, como máscaras de cera azulada, observándome con curiosidad. Habría visto como uno de ellos apuntó directamente a mi cabeza y como su compañero le había puesto la mano en el hombro, negando con la cabeza. —Este, no. —le había dicho en un lenguaje gutural que no habría entendido de estar
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