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El Orco - Las Glosas Udunenses - Tharilin de Enedwaith

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EL ORCO
Las Glosas Ûdunenses
Thärilin de Enedwaith
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Título original: EL ORCO Las Glosas Ûdunenses
Thärilin de Enedwaith
Diseño de portada: Literanda
© Thärilin de Enedwaith 2014
© de la presente edición: Literanda, 2014
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización 
expresa de los titulares del copyright la reproducción total o parcial de esta obra por 
cualquier medio o procedimiento.
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“Dedicado a mis malos hábitos”
Thärilin de Enedwaith, 268 C.E.
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Una visita inesperada 
Mi celda, amigo,1 era un agujero húmedo, sucio, repugnante, 
con restos de gusanos y olor a fango. El suelo del inmundo agujero 
estaba desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer. Era 
la prisión del puesto fronterizo de Lug Ûdun, en las Montañas de la 
Ceniza, y eso signifi ca incomodidad. Infi nita incomodidad. 
Estaba desesperado. Hacía ya días que había estrangulado a 
mi único compañero de celda, en un ataque de ira, provocado por el 
aburrimiento. Presa de la desmoralización, comencé a darme cabe-
zazos contra las corrompidas rocas que me aprisionaban. Ni siquiera 
el dolor fue capaz de mitigar mi ansiedad y mi furia. Aturdido, me 
arrojé con rabia al suelo.
De repente, la puerta de la celda se abrió. El guardián me pateó 
en el vientre varias veces, antes de facilitar el paso a alguien a quien 
no esperaba ver. Enseguida comprendí que mi situación no podía ser 
peor. Era Aathor, el cruel administrador de aquel puesto fronterizo. 
Un numenóreano de rostro imperturbable cuya sola presencia hacía 
tiritar al uruk2 más aguerrido. Aathor era la persona más poderosa en 
1 Amigo: En oestron en el poema original “Uruk” de Cola de Ratón. Parece ser 
que en lengua orca no existía la palabra amigo.
2 Uruk: Orco, trasgo. Combinado con la palabra “hai” (pueblo) se refi ere a la 
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muchas leguas a la redonda. Estaba directamente por debajo de los 
más cercanos al Amo. 
Cuando alguien poderoso pone los ojos sobre ti, puedes echarte 
a temblar. Y si tú eres, amigo, uno de esos que piensa que por el mero 
hecho de jugar bien tus drughaz3 puedes medrar en esta ratonera, sin 
duda eres un ingenuo. 
El humano hizo un gesto para que me levantara.
–Acompáñame –me ordenó.
Cruzamos la sala de torturas. Las paredes de aquella vasta 
estancia rezumaban de deliciosa sangre roja, y me sorprendí al ver 
los jirones de lo que hasta hace no mucho era un ser humano. Me ex-
cité. No era frecuente capturar humanos en Lug Ûdun. Los verdugos 
estaban de suerte: ésta noche tendrían festín. 
Sin dejar de caminar, Aathor comenzó a hablarme:
–Se te ve fuerte, Bagronk. Si participaras en las peleas, podrías 
conseguir ciertos privilegios. ¿Cuánto tiempo hace que no pruebas 
la carne humana?...
Malo es que el que manda pose los ojos en ti, pero infi nitamente 
peor es que te agasaje. Desde que me castigaron con este destino en 
la peligrosa frontera norte, mi mente me había prevenido para que 
me mantuviera alejado de la primera línea de combate. Discreción 
era mi lema. Así que traté de conservar el anonimato y pasar desa-
percibido. Sin embargo, estaba claro que lo no había conseguido, y 
que esta nueva situación requeriría nuevos planteamientos. 
raza orca. 
3 Drughaz: Piedra. Barbarismo proveniente del khuzdul, con raíz en la palabra 
Duraz, utilizado profusamente en el dialecto orco hablado por los Bosquenegrinos. 
Expresión utilizada también para denominar a un popular juego entre los orcos, 
similar a los dados. 
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Salimos de la prisión. Avanzamos por los tortuosos corredores 
que horadan estas montañas. Al acercarnos a un almacén de armas, 
el pasillo se vio inundado por humos, gritos y lamentos. Al llegar a 
la espaciosa sala, dos púgiles más bien enclenques se esforzaban en 
golpearse ante una muchedumbre enloquecida que prácticamente los 
ignoraba. Las apuestas y el aguardiente de hígado habían avivado 
entre el público reyertas mucho más violentas e interesantes que las 
que el anodino combate ofrecía. 
Sin meternos en el tumulto, llegamos hasta el palco. Era la 
primera vez que me sentaba en aquel lugar. Desde allí contemplamos 
en silencio el combate, hasta que debajo de nosotros estalló una de 
esas trifulcas: un fornido orco arrancó el ojo izquierdo a un joven-
zuelo de apenas diez años. Era agradable abandonar el cautiverio y 
volver a la normalidad. 
El combate terminó. Retiraron los restos del perdedor, y sin 
más demora comenzó otra pelea. Con la vista fi ja en la lucha, Aathor 
dijo:
–Tu encierro ha terminado… Tengo una misión para ti. 
Asentí expectante. 
–Mañana, al anochecer –añadió sin siquiera mirarme–, dirígete 
a la Puerta Norte. Pregunta por el ofi cial de guardia. Te estará esper-
ando. Deberás hacerte cargo de dos bukras4. Partiréis hacia el norte 
de las Tierras Pardas, no lejos del Bosque Negro. Allí, desviaos al 
este, y buscad un campamento dirigido por un semi-orco. Su nombre 
es Drain… Debes contactar con él y ponerte a sus órdenes.
Su mirada seguía escrutando el combate.
–Hazlo bien, Bagronk… ¡No falles!
4 Bukra: Garra, también utilizado para dar nombre a una pequeña unidad mili-
tar. Una garra está formada por cinco orcos. 
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Y ese fue el único momento en que clavó en mí su cruda mi-
rada. Sin más, se dio la vuelta y se marchó. 
Rodeado de todos los lameculos de Lug Ûdun, desde aquella 
privilegiada posición, vi todos los combates. Incluso bajé a pelear 
por un odre de licor, que conseguí sin excesivo esfuerzo. Una vez 
exprimida la piel de la alimaña, allí mismo, aturdido, me recosté. Me 
encontraba bien. Inusualmente bien. 
Cuando desperté, las antorchas de la gran sala llevaban largo 
rato apagadas. Me levanté malhumorado y dolorido. Después de dos 
lunas encerrado, era muy posible que tuviera que hacer uso de la 
fuerza para recobrar mis cosas. Como bien sabes, amigo, aquí, en 
Lug Ûdun, es práctica común que si alguien se aleja por más de dos 
noches de sus cosas, pierde todo derecho sobre ellas. Supongo que 
será así en todos los rincones en que moramos, desde las Montañas 
Grises hasta el Desierto del Sur. 
Así que me encaminé hacia mi barracón para recuperar mis 
pertenencias: una abollada rodela de hierro y. mi posesión más pre-
ciada: mi cimitarra de hoja ancha. 
Al pasar junto a una de las pequeñas salas de vigilancia que se 
repartían por todo el interior de la montaña, vi a un grupo de orcos 
jugándose su soldada en una partida de drughaz. Pasé rápido, sin 
prestarles atención.
–¡Bagronk! –gritó la voz ronca de uno de ellos–. ¿Eres Bagronk, 
verdad?
Me detuve. Traté de identifi car la voz, pero no la reconocí. 
Lentamente me giré.
–¿Quién quiere saberlo?
Dos fornidos orcos se levantaron, abandonando la timba. Vini-
eron hacia mí. Yo los conocía: eran Haft y Ong. Haft, el más joven 
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era alto y musculoso, aunque algo torpe. Ong, más orondo, era de 
mediana edad, pero de mirada astuta.
 –Aquí las preguntas las hacemos nosotros… ¡glob5!–me dijo 
Haft. 
Y lo certifi có, acariciando la empuñadura de su arma con sus 
sucias uñas negras. Volví a añorar mi cimitarra; di un paso atrás, y 
me puse en posición de combate.
–¿Terco, el glob, eh? –añadió mientras desenfundaba suave-
mente su arma. 
–Si eres Bagronk, será mejor que nos acompañes –dijo Ong–, 
el Viejo quiere verte.
Estando desarmado, y al oír que mencionaba al Viejo, no tuve 
más remedio que reprimir mis instintos y acceder, de mala gana, a 
su demanda. Nos pusimos en marcha y, en menos tiempo del que se 
tarda en contarlo, avistamos la galería que conducía a la madriguera 
de Sharkû 6. En los tiempos en que él fue importante, yo trabajé para 
él, cuando aquella miserable rata controlaba toda la chusma de las 
grutas de la zona sur.
Dos noches antes de que me encarcelaran, el cerdo de Sharkû 
me había fi ado dos odres de licor de hígado, a cambio de unos fa-
vores. No le debió satisfacer la manera en que le pagué, pues me 
exigió la devolución de los odresde aguardiente. Y créeme, amigo, 
que mientras estuve en la celda, fueron varias las veces en que pensé 
que ese viejo reptil no estaría demasiado contento conmigo.
Escoltado por mis nuevos camaradas, crucé la guarnición 
hasta llegar al cubil del viejo, donde dos orcos armados guardaban 
la entrada. Saludaron a mis acompañantes y me registraron de for-
5 Glob: Orco común, tonto. 
6 Sharkû: Viejo 
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ma brusca, aunque apresurada. Entramos en una amplia estancia, y 
de entre un montón de inmundicias, asomó el húmedo hocico de 
Sharkû. Su enorme y sebosa cabeza tardó una eternidad en aparecer 
por completo.
–¡Bagronk! –dijo–, siempre has sido una diminuta cagada hu-
mana. Devuélveme lo mío, o serás una cagada humana aplastada por 
el pie de un troll.
Mientras me hablaba, sacó a patadas, de entre las mugres, un 
pequeño orco. Su olor me reveló que se trataba de una hembra en 
celo. 
–Venerable Sharkû –dije con toda la solemnidad que fui capaz 
de fi ngir–, es comprensible tu indignación y te pido perdón. Me fue 
imposible cumplir el compromiso que adquirí contigo, pero como 
bien sabrás, tuve algunos problemas y me encerraron. 
–¡Ya sé que te encerraron, pushdug7! Por si aún no te has en-
terado, yo sé todo lo que pasa en este piojoso fortín. Y no creas que 
por pasearte bajo las faldas de Aathor te vas a librar de pagarme. 
¿Dónde están los odres? ¡Los quiero ya! ¡Y con sus intereses de 
demora!
Sentí el tremendo impacto de un garrotazo traicionero. Un do-
lor infi nito galopó entre mi cerviz y mi oreja derecha. Caí al suelo. 
Y vi a un infecto orco de las montañas del norte regodearse a mi 
espalda blandiendo una porra tachuelada. No pude reprimir mi ira y 
desde el suelo grité:
–¡Gordo apestoso!... Mueve tus sebosas papadas y dile a tus 
esbirros que no se les ocurra volver a golpearme.
–¡Montañés! –chilló el Viejo–. ¡Aplasta a esa rata y que calle 
para siempre!...
7 Pushdug: Asquerosos excrementos 
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Aquel inútil me golpeó sin mucha contundencia en otras dos 
ocasiones, pero la tercera falló. Conseguí agarrarle de su gaznate y 
comencé a apretar. Mantuve mi presa hasta que, inconsciente, se der-
rumbó. Me hice con su arma y retrocedí hasta proteger mi espalda 
contra la pared. Media docena de rufi anes irrumpieron en la hab-
itación y avanzaron hacia mí con sus espadas desenvainadas. 
–¡Sharkû! –dije blandiendo frenéticamente la porra–. ¡Puede 
que haya otra manera de arreglar esto! Te daré cinco odres del mejor 
licor de hígado que has probado en tu vida. 
–¿Cinco? ––preguntó el Viejo recobrando la compostura–. 
¡Que sean diez! 
–… ¿Mmmmm?... ¿Siete?...
–¡Skai!8... ¿Pretendes reírte de mí?... ¡Acabad con él!…
–Ocho me parece una cifra razonable –grité mientras a duras 
penas podía defenderme de mis atacantes.
–¡No lo matéis aún! –dijo sonriendo sarcásticamente–. ¿Y 
cuándo me los entregarías?
Aunque estaba claro que aquel rufi án conocía todo lo que ocur-
ría entre la tropa de la guarnición, era muy difícil que los asuntos que 
conciernen a los Amos llegasen tan pronto a los oídos de sus espías. 
Lo más probable era que no tuviese ni idea de que esa misma noche 
yo partía en una misión que me alejaría de allí durante muchas lunas. 
Así que decidí jugársela de nuevo. 
–¿Te parece bien que te los entregue pasada la medianoche? –
faroleé–. Y en prueba de mi buena voluntad, te daré no sólo los ocho 
acordados, sino los diez que me pedías. Es lo menos que puedo hacer 
por recuperar tu confi anza. 
8 Skai: Interjección de desprecio 
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–Aceptaré gustosamente diez –respondió–. Pero ¿no te resul-
tará muy complicado reunir tanto licor para la medianoche?
–Tú no te preocupes, Gran Sharku –dije de manera ceremo-
niosa–. Pasada la medianoche mi deuda estará saldada. 
–Bien. Espero que no vuelvas a fallar.
Y volvió a soltarme su largo y aburrido discurso que siempre 
terminaba con la promesa de matarme si volvía a tratar de engañarle. 
Todo el mundo sabe que un muerto nunca paga sus deudas, 
pero aquel viejo avaro había estado a punto de acabar conmigo. 
Masajeándome el cogote, abandoné la deliciosa insalubridad de la 
estancia, y me dirigí a mi barracón. Cuando llegué, pude comprobar 
que no me había equivocado al suponer que mis cosas habían desa-
parecido. En una esquina de la cueva un trasgo escuálido dormía la 
borrachera. De una patada lo desperté. 
–¡Piojoso! ¿Quién está ocupando este jergón? –dije señalando 
mi encame. 
–¿A mí qué me preguntas? –farfulló–. Yo sólo me ocupo de lo 
mío.
Me giré. Simulé marcharme y cuando se descuidó le clavé mi 
calloso talón en la boca. Sentí como le arrancaba varios dientes. 
Gimiendo, dijo al instante:
–… ¡Potroso!... Potroso tiene tus cosas.
–Me parecía que no me habías entendido –le agité–. ¿Dónde 
está ahora ese malnacido? ¿Dónde?
–Estará con los demás matando ratas en el vertedero –dijo en-
tre escupitajos de negra sangre. 
–Bien. Has salvado el resto de tu dentadura –dije–. Otra cosa 
que no te resultará difícil responderme: ¿Dónde puedo conseguir al-
gún odre de licor? 
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–¿Conoces a Sharkû? –respondió atemorizado
–¡Déjalo! 
Volví a girarme. Estuve a punto de volver a darle otra patada 
con el talón, sólo por divertirme, pero tenía prisa. Salí de la estancia, 
y cuando estaba lejos le oí chillar y maldecirme. Sonreí. 
El vertedero estaba un tanto apartado, así que apreté el paso 
para llegar cuanto antes. Cualquier lugar de Lug Ûdun es una corrup-
ta cloaca, pero el llamado vertedero provoca náuseas, incluso en los 
orcos más marranos. Aquella ciénaga sulfurosa engullía lentamente 
las infi nitas inmundicias que eran despreciadas –incomprensible-
mente– por una raza nacida de la mugre. El olor allí era tan espeso 
que incluso difi cultaba la respiración de los roedores. A pesar de ello 
era habitual ver grupos de orcos cazando las alimañas que habitaban 
aquel corrupto lodo, mientras –ebrios– apostaban sus raquíticas pert-
enencias. 
Vi dos grupos. En uno de ellos destacaba un orco de formidable 
estatura. Me acerqué. Del cinturón del gran orco asomaba una em-
puñadura, en forma de garra de dragón, exactamente igual a la de mi 
cimitarra. El sujeto contaba torpemente un montón de ratas muertas, 
que se apilaban a sus pies. 
–¡Nueve ratas y una comadreja! ¡He ganado! ¡El odre es mío!
Llegué hasta él, y con aire distraído, admiré la cuantía de sus 
presas. Le lancé un potente cabezazo y sentí su nariz quebrarse. Atur-
dido, cayó hacia atrás; pero antes de que se desplomara por com-
pleto, recuperé mi cimitarra y, de un certero tajo le separé la cabeza 
del cuerpo. Su cadáver se derrumbó inerte. Los demás se quedaron 
paralizados, y blandiendo mi arma, les dije:
–Esta basura uruk me robó… ¡Esta cimitarra es mía! ¡Y ahora 
sus ratas también! ¿Alguien está disconforme?...
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Nadie habló. Cogí el odre de licor y, sin darles la espalda, me 
marché. Se quedaron inmóviles. Las cosas estaban saliendo bien: 
había salido de la celda, me había librado de Sharku, y había recu-
perado mis cosas. Normalmente no suelen salir todo tan bien, así que 
me sentí satisfecho.
Me adentré de nuevo en las galerías de Lug Ûdun durante un 
buen rato. Luego me detuve para examinar la espada. Me di cuenta 
de que era un poquito más larga de lo que yo recordaba y de que 
el color del metal tenía otro tono. Por otro lado la empuñadura en 
forma de garra de dragón es la más extendida en la Frontera Norte. 
Fuera mi espada o no –que no lo era– me la ajusté en el cinturón. Sea 
como fuere, una cosa estaba clara: ahora ésta era mi espada. 
A pesar de los muchos problemas que presenta la vida en Lug 
Ûdun, matar a alguien sin motivo no era uno de ellos. No porque no 
estuviese castigado, sino porque en la práctica nunca se denunciaba. 
Y no se hacía, porque nadie tenía ningún vínculo con nadie. Ni siqui-
era las madres sentían nada por sus cachorros. Así que en aquellos 
momentos, los compañeros del fi ambre, en lugar de pensar en ven-
garle, le estarían despojando de todas sus pertenencias.
Fue entoncescuando me di cuenta de que alguien me seguía. 
La tarde llegaba a su fi n, tenía que acudir a mi cita, pero antes de 
irme decidí atar bien todos los cabos. Comencé a caminar deprisa. 
Despisté a mi perseguidor y en un recodo me escondí. No tardó en 
aparecer con actitud desorientada. Era apenas un muchacho. Con 
sigilo me coloqué detrás de él y le aprisioné el pescuezo con mi 
arma. Luego le di una paliza. Antes de que quedara inconsciente, le 
interrogué:
–¿Por qué me persigues, trasgo? 
–Sharkû quiere asegurarse de que pagas tu deuda. Y te arran-
cará el pellejo por lo que me has hecho, dug9.
9 Dug: Porquería 
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Lo arrastré hasta unas dependencias, lo até y amordacé.
–Dile al viejo seboso que el único pellejo mío que va a tener, es 
éste –dije, mientras me agarraba mis partes.
Le arrojé un odre vacío de licor, y de un patadón en la cabeza le 
dejé sin sentido. Me largué de allí a paso rápido. Era probable que, a 
estas alturas, el viejo se hubiera enterado de mi partida. 
Cuando yo llegaba al puesto de guardia de la Puerta Norte, 
hacía rato ya que el hediondo sol había desaparecido. No me hizo 
falta preguntar por el ofi cial al mando, pues me estaba esperando. 
–¿Bagronk? –interrogó con voz aguardentosa. 
Asentí.
– ¡Sígueme, uruk!
Entramos en la gruta principal. En aquél momento, se estaba 
llevando a cabo el cambio de guardia y las galerías bullían de ac-
tividad. Me condujo a un almacén, en el que siete orcos se hallaban 
sentados sobre unos barriles de sebo, escuchando las palabras acalo-
radas de otro, que permanecía de pie, de espaldas a mí. 
–… y en el vertedero, aquel hijo de perra, delante de nosotros, 
le rebanó la cabeza de manera traicionera después de arrebatarle 
el arma… porque el tal Drogho era un malnacido, que yo apenas 
conocía… que de haber sido alguien de mi clan, os juro que como 
me llamo Potroso, que a ese uruk traidor le arranco el prepucio a 
mordiscos. 
Esto empezaba bien. Acababa de llegar y ya estaban hablando 
de mí. Y no negaré que fue toda una sorpresa averiguar que no había 
sido a Potroso a quien yo había decapitado aquella mañana en el 
vertedero. Me regodeé al imaginar la cara que pondría aquel estúpi-
do al darse la vuelta y verme. Pero no pudo ser, porque repentina-
mente el aire en la estancia se enrareció, provocándome un profundo 
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desasosiego, como si un halo de perniciosa luz hubiera contaminado 
hasta el último de sus rincones. 
Sobresaltado me giré, y vi que entraba un ser siniestro de as-
pecto feroz, con la cabeza rapada y toda la piel adornada con oscuras 
runas. Vestía una túnica negra y caminaba descalza, contoneándose 
como una ramera del sur. Su presencia era tan repulsiva como sus 
pálidos pies, que mancillaban hasta el suelo que pisaban. Sin duda 
era Caleriën, la cachorra fi el de Aathor el todopoderoso numenóre-
ano. 
Como bien sabes, amigo, en Lug Ûdun no es del todo extraño 
que individuos de otros pueblos cohabiten con nosotros, al servicio 
del Amo. Numenóreanos, trolls, variags, sureños, e incluso piratas 
de Umbar10, suelen ocupar algunos de los puestos más destacados 
tanto en el ejército, como en la administración. Pero los elfos, hasta 
la llegada de la Dama de las Tinieblas, sólo habían estado en País 
Negro abiertos en canal, empalados, a fuego lento y con una man-
zana en la boca. 
Allí estaba ella. La elfa de la que todo el mundo hablaba. Su 
mirada me heló los huesos, aunque inexplicablemente vi en sus ojos 
un brillo que me cautivó. Alzó la voz y todos los presentes nos so-
brecogimos. 
–¡A ver! ¡Basura! ¡Poneos en formación! 
Y, con desprecio, fulminó con la mirada al orco más cercano. 
Adoptamos entonces una formación impecable. 
–¿Quién es Bagronk?
Di un paso al frente y se acercó hacia mí. La miré fi jamente a 
sus inexpresivos ojos. En aquel momento, amigo, me di cuenta de 
10 Umbar: Secarral. Aunque hay quien sostiene que el origen de esta palabra es 
desconocido, para Th ärilin de Enedwaith se trata de uno de los pocos barbarismos 
procedentes de la Lengua Negra que se introdujeron en el léxico del oestron. 
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que, por encima de mi aversión a los enanos, está el odio que me 
producen los elfos. Y si hay algo que aborrezco más que un elfo, es 
una elfa. No importa cuál sea su origen, aspecto, u olor. Pero sucedió 
entonces que, de forma antinatural, aquella hipnótica bruja me sub-
yugó, y –como presa de algún arcano conjuro– no pude evitar caer 
rendido a sus encantos. Pensé que eran fi guraciones mías y traté de 
resistirme a su presencia, pero creo que eso aún fue peor. 
–A partir de ahora estás al frente de la decimotercera compañía, 
vigésimo-segunda garra –dijo con autoridad–. Saldrás ahora mismo 
hacia el norte de las Tierras Pardas, por el sendero habitual. Una 
vez que dejes atrás las Colinas del Espanto11, dirígete al este por 
el camino del Mar del Sol Naciente12. Busca el campamento de un 
semi-orco llamado Drain, y ponte a sus órdenes. Allí le entregarás 
esto. 
De un pliegue de entre su gruesa túnica, extrajo un pergamino 
lacrado y me lo entregó.
 –En otras épocas mejores para ti, serviste de correo. Así que ya 
sabes lo que hay que hacer. ¿Alguna pregunta, basura orca?
La miré fi jamente, pero no dije nada. Ella señaló con el dedo al 
único soldado que yo conocía de todo el grupo, un enorme uruk que 
respondía al nombre de Skash. 
–¡Tú! ¡El más grande! –dijo–. ¡Coge ese saco! Ahí hay provi-
siones para varios días. 
Llamó al jefe de la guardia. 
–Pertréchalos a su gusto pero no te excedas, pues puede que no 
vuelvan.
11 Colinas del Espanto: Emyn Muil, en Sindarin. 
12 Mar del Sol Naciente: Mar de Rhûn, en Quenya. 
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La Dama de las Tinieblas dio media vuelta y, con un contoneo, 
se desvaneció en la oscuridad. Kjaftur13, el capitán de guardia, nos 
condujo a la sala de armas. Era una nave de considerable tamaño, 
excavada en la piedra. De sus paredes pendían centenares de rodelas 
y escudos de combate. Unas desvencijadas estructuras de madera, 
que formaban pasillos, sostenían lanzas, espadas, porras, cuchillos 
y alfanjes. En el centro de la sala, sin ningún orden se encontraban 
apilados petos, yelmos, brazales y grebas, de diferentes tamaños. Si 
se buscaba bien entre tanto desecho, se podían encontrar algunas 
piezas de estupenda factura. Así que quien encontró algún pertrecho 
o arma mejor que el que poseía, aprovechó para cambiarlo.
Skash cogió dos lanzas pesadas y cambió su ajado peto de 
cuero por una cota de malla en bastante buen estado. Era un orco 
gigantesco, al que yo conocía porque solía participar en las peleas 
organizadas, donde sabía sacar rentabilidad a su enorme corpachón. 
Nunca me disgustó su presencia y nos guardábamos respeto mutuo, 
que entre los nuestros, amigo, es lo más parecido a eso que los demás 
pueblos llaman amistad. 
Cuando estuvimos preparados, Kjaftur nos acompañó hasta la 
Puerta Norte, ordenó que la abrieran y –como es costumbre–, sin 
decir una palabra, se marchó. Todo el grupo, expectante, se quedó 
mirándome. 
–Repartámonos el peso de las provisiones –dije con autoridad.
Skash volcó el saco en el suelo. Cada uno cogió una parte. Me 
acerqué a Potroso, y vi que me reconocía. En voz alta, para que todos 
pudieran oírme, exclamé:
–¿Tienes algo en contra de los orcos hijos de perra que decapi-
tan a otros orcos hijos de perra, para recuperar lo suyo?
–De momento, no –dijo altivo.
13 Kjaft ur: Grito 
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–¡Bien! Será como quieras que sea… ¡Venga todos! ¡En mar-
cha! ¡Tenemos que encontrar esas asquerosas colinas y a ese apes-
toso semi-orco!
Y así, la noche del equinoccio de primavera, nos desvanecimos 
en la oscuridad de las frías estepas. Y aunque es un mal augurio em-
prender un viaje en tal fecha, caminamos ligeros y cubrimos un buen 
trecho sin contratiempos. Y hubiéramos avanzado más, de no ser por 
un maldito orco, viejo y fulero. Vicario Sueldacostillas, que así se 
llamaba aquel necio, no hizo más que crear problemas, entablando 
trifulcas sin sentido con los demás miembrosde la bukra. Y no tuve 
más remedio que dejarle claro quién estaba al mando. No era difícil 
adivinar que aquel orco marrullero iba a ser un problema añadido en 
nuestro viaje. 
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Tierras Pardas 
Habían transcurrido cinco noches de marcha. Descontando las 
frecuentes peleas de Vicario Sueldacostillas con el resto del grupo, 
y algunos breves encuentros con algunas de nuestras patrullas, la 
tranquilidad fue la tónica habitual. 
En aquellos días, terminada La Guerra de Pozoscuro14, los 
únicos trabajos de los guerreros de Lug Ûdun, eran las tediosas guar-
dias en la fortaleza, o, con suerte, formar parte de partidas de hostig-
amiento. Yo no dejaba de preguntarme qué clase de misión era ésta. 
Tenía que encontrarme con alguien ajeno a Lug Ûdun, que además 
era un mestizo. Y aún peor: ponerme bajo sus órdenes. Seguro que el 
pergamino que yo portaba contenía todas las respuestas a las pregun-
tas que constantemente rondaban mi cabeza. Me corroían los deseos 
de averiguar su contenido, pero, como todo el mundo sabe, amigo, 
fi sgar correo ofi cial te convierte en orco muerto. 
Atrás habíamos dejado, sin complicaciones, las Montañas de 
la Ceniza y las Llanuras de la Batalla 15. La garra empezaba a com-
pactarse. En aquellas noches, traté de trabar confi anza con los ocho 
uruk que se hallaban bajo mis órdenes. A excepción de Catapulta, 
un nervudo orco del este, conseguí conversar con todos ellos, de una 
14 Pozoscuro: Moria, en Sindarin
15 Llanuras de la Batalla: Dagorlad
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manera u otra. A pesar del mutismo de aquel uruk de rostro pétreo, 
pude comprobar que era un guerrero experimentado. Justo el tipo de 
orco, con el que me gusta caminar. 
La primera noche que descansamos a gusto fue en el Resguar-
do de las Colinas del Espanto. En aquel entonces, amigo, el corrupto 
Durba Matavacas seguía regentando aquel avispero inundado de 
estiércol. Y como siempre ocurre en estos resguardos, tuvimos que 
pagar por dormir. Aquella noche nosotros éramos las únicas tropas 
que nos alojábamos y había sitio de sobra, pero sólo nos permitieron 
tumbarnos en un húmedo rincón junto a la despensa. 
Cuando nos hubimos acomodado, compramos bebida y nos 
pusimos a jugar a las drughaz. Pero no me gustó que El Norteño, el 
uruk menos avispado de la bukra, insistiera en que uno de los centi-
nelas del Resguardo se uniera a nuestra partida. Jugar con descono-
cidos siempre termina en pelea, así que en cuanto pude abandoné la 
timba. Mientras, Sueldacostillas intentaba conseguir los favores de 
una fulana a cambio de un cuchillo. Me acerqué a Morrostorpes, que 
en ese momento se disponía a cantar:
El fi n del mundo está a punto de llegar
y los culpables 
los gondorianos, el oro y dios.
Las aguas subirán, la tierra se abrirá
y un viento ardiente que todo arrasará
el apocalipsis viene y es de agradecer.
Hay hambre odio y destrucción
hay guerra, muerte y enfermedad.
El miedo ciega a esa humanidad
esto es el fi nal.
- 22 -
No habrá salvación, consuelo ni perdón
será tal el dolor que las piedras llorarán
y tu misma sombra se querrá escapar de ti.
Nada quedará, nadie escapará,
ricos y pobres morirán
solo un silencio eterno sobrevivirá.
Hecatombe, Holocausto.
Suicidio
Complacido por la interpretación de Morrostorpes, el vigi-
lante de la despensa le arrojó un odre de licor. Morrostorpes le cor-
respondió pegando dos largos tragos antes de devolverle el pellejo. 
Aclaró su garganta y empezó una nueva canción. 
–Oye tú, titiritero –dijo Durba Matavacas desde el otro lado 
de la estancia–. ¿Piensas estar toda la noche graznando? Tus alari-
dos tienen que estar aburriendo hasta las truchas de la Catarata Ru-
giente.16
Se hizo el silencio, y la furia brotó en los ojos de Morrostorpes. 
Matavacas le sostuvo la mirada, desafi ante. Quizás alguno de los 
presentes pensó que en aquel momento iba a haber pelea. Pero yo 
no. Como bien sabes, amigo, en aquellos tiempos nadie desafi aba 
al encargado de un resguardo. Al fi n y al cabo, por muy al norte 
de Lug Ûdun que se encontrasen aquellas infectas posadas, seguían 
siendo controladas por los clanes. Y nadie en su sano juicio querría 
enemistarse con ninguno de los clanes. Además el vanidoso Mor-
rostorpes tenía en más estima su garganta que su nombradía, así que 
cambió los cánticos por la bebida, y –enfurruñado– se emborrachó 
solo en una esquina. 
16 Catarata Rugiente: Rauros en Sindarin. 
- 23 -
Pronto estaría lo sufi cientemente oscuro como para partir. Y 
cuando parecía que nos íbamos a ir de aquel resguardo sin ningún 
problema, estalló una pelea. Matavacas se abalanzó sobre Vicario 
Sueldacostillas y lo derribó, y junto a él cayó también la ramera. Sin 
duda era ella el motivo de la disputa. Matavacas no era más que un 
enclenque trasgo paticorto, pero era tal la furia que albergaba, que 
hubiera matado a Vicario, si sus hombres no lo hubieran detenido. 
En ese momento decidí que teníamos que largarnos de allí. 
Dos jornadas más tarde recuerdo que noté que las noches 
comenzaban a menguar, y que los vientos cada vez soplaban con 
menos fuerza. Aquella tarde estábamos acampados en una meseta al 
norte de las Colinas del Espanto. Aunque Sueldacostillas aún no se 
había recuperado por completo de la paliza de Durba Matavacas, el 
infatigable uruk se enredó en una nueva disputa, esta vez con Mor-
rostorpes. 
–Tu ceguera te impide percibir que hay un dios, donde tú sólo 
ves un Amo más –gritó Vicario Sueldacostillas
–Yo no lo hubiera dicho mejor. Simplemente veo un Amo más 
–respondió Morrostorpes.
–¡Sacrílego insensato! El Señor de Torreoscura es tu único 
dios. ¡Tú existes gracias a él! Has de saber que al principio de los 
tiempos unos dioses de pesadilla crearon un mundo de pesadilla, 
donde no había lugar para ti… ¡Para ninguno de vosotros!... Sólo la 
infi nita sabiduría de la Mano negra puso freno a semejante injusti-
cia, y con su inmortal poder, insufl ó aliento vital en las entrañas de 
un animal salvaje, para crear la raza más perfecta que ha poblado la 
tierra. ¡Nuestra raza!... 
–El único que proviene de un animal salvaje eres tú –dijo Mor-
rostorpes, provocando nuestras carcajadas. 
–Reíros si queréis, sí…reíros… pero, gracias a Él, nuestra raza 
fue temida, por todas las demás a lo largo y ancho de este mundo. 
- 24 -
Y, celosos de su poder –que es el nuestro– reyes humanos, enanos y 
golugs17, se confabularon para declararnos la guerra…
–¿Te vas a callar ya? ¿O tendré que callarte yo? –interrumpió 
Morrostorpes
Aquella amenaza no surtió ningún efecto en aquel calvo loco, 
pues se limitó a mirarlo con desdén, y a alzar aún más la voz:
–… y aquellos incautos no tardaron en darse cuenta del error 
que habían cometido: el Ojo Sin Párpado era invencible en el campo 
de batalla. Sin embargo, la execración de aquellos seres desprecia-
bles y cobardes no tenía límite, y recurriendo a las más pérfi das artes, 
con la ayuda de magos, consiguieron cercarlo y asesinarlo a traición. 
Pero el poder y el odio del Nigromante Supremo son tan formida-
bles, que le hicieron regresar de entre los muertos para vengar tan 
pérfi da ofensa. Y por eso tú, yo… y todos nosotros estamos aquí: 
para devolver el dolor a aquellos que causaron tanto sufrimiento a 
nuestro padre. Ese debería ser tu único objetivo… ¡Vuestro único 
objetivo!
Y sin terminar de hablar, el calvo lanzó un terrible puñetazo a 
Morrostorpes, que lo derribó. Y así empezó otra pelea. En tales situa-
ciones, amigo, si yo estoy al mando, siempre actúo de la misma man-
era: uno, desarmar a los contrincantes, y dos, organizar las apuestas. 
Cuando Morrostorpes estaba a punto de estrangular al calvo –y 
liberarme de un indudable problema– una nube de polvo apareció 
en el horizonte. Detuve la pelea y cancelé las apuestas. Una división 
de los ejércitos orcos descendía hacia País Negro18. Estarás de acu-
erdo conmigo en que ante una horda de uruk en retirada, lo mejor 
es esconderse. Pero eso no fue posible, pues sus exploradores ya 
nos habían detectado. En un principionos tomaron por desertores, 
aunque cuando vieron el sello lacrado de Aathor, su actitud cambió 
17 Golug: Elfo
18 País Negro: Mordor en Sindarin 
- 25 -
por completo e incluso compartieron parte de sus provisiones con 
nosotros. Muchos de ellos eran veteranos de la guerra contra los ena-
nos, y después de la caída de Pozoscuro habían pasado algunas lunas 
sirviendo al Amo en La Colina de la Hechicería19. Ahora regresaban 
a la Meseta de Gorgoroth20 para reunirse con un gran ejército. Du-
rante aquella improvisada cena me enteré de que aquellos guerreros 
habían tenido el privilegio de torturar a un poderoso rey enano que 
había sido hecho prisionero. 
Bajo una intensa lluvia, dos noches después, divisamos el 
Bosque Negro. Casi al amanecer dimos un rodeo en dirección al 
camino que conducía al Mar del Sol Naciente, y encontramos las 
colinas desprovistas de vegetación de las que me había hablado 
Caleriën. Con un poco de suerte, en unas noches encontraríamos el 
campamento del semi-orco. Y allí estuvimos buscando su rastro por 
las inmediaciones del camino a Orientalia21, pero no encontramos ni 
huellas, ni marcas, ni olores. 
Aunque ocasionalmente nos distrajimos dando muerte a alguna 
sabrosa alimaña, el mal tiempo nos obligó a recorrer un buen trecho 
casi sin descansar. Una noche, cuando las lluvias cesaron, el viento 
nos trajo el apetitoso aroma de la sangre humana. Y casi al alba, cu-
ando nos disponíamos a buscar cobijo del sol y de sus radiaciones 
infectas, dimos con los rescoldos de una pequeña hoguera. No hacía 
mucho que allí habían dormido tres seres humanos, probablemente 
hombres del este. Durante el viaje, Pintuñas –un orco chaparro, y 
charlatán hasta la extenuación– se había revelado como el mejor ras-
treador. Aquella vez tampoco me decepcionó. 
–Son tres jinetes –informó– pero estamos de suerte: uno de los 
caballos está herido en una pata.
19 La Colina de la Hechicería: Dol Guldur en Sindarin 
20 Gorgoroth: Desierto al sur de las Montañas de la Ceniza
21 Orientalia: Rhûn en Sindarin 
- 26 -
–¡Hoy caminaremos también de día! –ordené ante las miradas 
enojadas de la bukra. 
Como bien sabes, caminar de día es doloroso. Nuestras facul-
tades y resistencia se ven reducidas al mínimo. El peso de la luz nos 
aplasta, y la claridad nos asusta. Casi es preferible estar preso en las 
mazmorras del Amo, a soportar la tortura del sol. 
–¡Nos negamos a caminar de día!... –dijo Vicario Sueldacostil-
las, azuzando su honda–. ¡Al Dios no le gusta que su pueblo se ar-
rastre en la sucia mañana!
–Aún con un caballo herido, los hombres del este se moverán 
veloces –aseveré–. Si perdemos la mañana descansando, es muy 
posible que no podamos alcanzarlos. En cambio, si nos esforzamos, 
os prometo que antes de que acabe la noche tendréis información 
sobre el semi-orco, y… ¡comeréis carne humana! 
Mi arenga pareció animarlos: unas maliciosas sonrisas se es-
bozaron en sus rostros. Incluso algunos se relamieron, pero Vicario 
Sueldacostillas insistió:
–¡Sacrílegos! ¡Yo no caminaré de día!... A buen seguro, el Amo 
os castigará. ¡Ojala vuestros cuerpos desollados se pudran en las ma-
lignas aguas del Nimrodel y sirvan de alimento a insignifi cantes lar-
vas de sabandija! Vuestras blasfemias, y vuestros actos contra natura 
son el peor insulto que vuestras débiles mentes pueden oponer a la 
pureza de nuestra orgullosa raza. 
Desde que partimos era la primera vez que alguien desobedecía 
mis órdenes abiertamente. Me acerqué a él, pero se agachó y rápida-
mente colocó una piedra en su honda.
–¡No es necesario pelear! –dije con voz apaciguadora–. Si no 
quieres ir, no iremos. ¡Busquemos un refugio!
En el momento en que bajó la guardia, me abalancé sobre él y 
la propiné un violento cabezazo. El hijo de perra, intuyó mi ataque 
- 27 -
y se agachó. Me desgarré la frente, pero él quedó aturdido. Cegado 
por mi sangre negra, perdí el control y le di una bestial paliza. De no 
haberme retenido los demás, lo hubiera matado allí mismo. Dolorido 
y cojitranco, le obligué a caminar encabezando el pelotón. 
Aún cuando el indómito sol se ocultaba entre las nubes, avan-
zamos despacio. Pero cuando éstas desaparecían y la maldita antor-
cha celestial mostraba toda su fuerza, su venenosa claridad convertía 
nuestra marcha en un triste vagabundeo de ancianos. 
A media mañana encontramos un caballo muerto: tenía la pata 
herida –tal como Pintuñas había predicho– y, su cadáver todavía 
estaba caliente. Las Tierras Ásperas habían podido con él. Dimos 
cuenta de sus vísceras, bebimos su sangre, y corrompimos su hígado 
dentro de lo que aún restaba de unos odres de licor. Después enter-
ramos todo lo demás, por si había oportunidad de aprovechar la car-
roña a nuestro regreso. 
Aullamos cuando nos escupió la luna con su lapo gélido, pues 
se había hecho eterna la llegada de la oscuridad. Bien pasada la me-
dianoche, Pintuñas percibió que las huellas de los caballos eran más 
ligeras. Era evidente que se habían dado cuenta de nuestra perse-
cución, y por ello habían abandonado sus bestias para despistarnos. 
Retrocedimos sobre nuestros pasos. Fue complicado descubrir el lu-
gar donde habían dejado sus monturas, pues la mayor parte de sus 
huellas se habían borrado bajo las pisadas de nuestras botas. Nos 
encaminamos hacia unas colinas al norte. 
Pronto percibimos su olor, y con él saboreamos su miedo. 
Estaban por allí, escondidos en algún agujero, o entre la raquítica 
vegetación. Skash consiguió determinar la procedencia del nutri-
tivo aroma. Entre unas árgomas se ocultaban temerosos. Hicimos 
una maniobra envolvente: cuatro de los nuestros, comandados por 
Skash, se colocaron tras ellos. Los cinco restantes cerramos el cír-
culo por el frente.
- 28 -
No tuvieron ninguna oportunidad: el más joven de ellos tenía 
un brazo en cabestrillo y en el otro blandía una espada corta. Los 
otros dos nos apuntaban con sus arcos cortos de caza. Por la espalda, 
Potroso asaetó a uno de los arqueros, y Skash con su lanza mató al 
herido. El más viejo disparó su fl echa y erró. Corrí hacia él, y antes 
de que sacara su daga, de un salto le golpeé con el pomo de mi es-
pada. Se desplomó.
Lo desperté a patadas. Se volvió loco de furia y tristeza, al ver 
que estábamos devorando los cadáveres de sus hijos. Inexplicable-
mente los humanos son así, amigo. Fue placentero torturarlo, aunque 
la ira y el odio, le hicieron casi insensible al dolor. Yo me empeñé en 
desbaratar esa pasajera inmunidad, y al fi nal habló. 
Entre alaridos nos informó de que un grupo de salteadores uruk 
comandado por un mestizo merodeaba por la región. Se decía que 
su campamento se escondía en las Colinas de Orientalia, en un lugar 
recóndito, al que sólo podía accederse a través de un desfi ladero. Este 
angosto camino, que unía las Colinas de Hierro con las Montañas de 
la Ceniza22, despuntaba al este de aquellas estribaciones. Aunque esa 
ruta permanece olvidada, fue muy transitada en los tiempos en que 
se estaba construyendo Torreoscura23. 
Dejé que la bukra se divirtiese con los restos de los prisioneros. 
El camino había sido duro y convenía que la moral de la tropa estu-
viese bien alta, así que pasamos el resto de la noche muy entreteni-
dos. Por la mañana nos dimos un respiro, y no ordené seguir la mar-
cha hasta que no se ocultó el picante sol. Avanzar después del festín 
fue mucho más fácil, y hasta Sueldacostillas se mostró más sumiso. 
Después de dos jornadas sin contratiempos, aparecieron las cumbres 
oscuras de los Montes de Orientalia. Allí viramos al norte. 
22 Montañas de la Ceniza: Ered Lithui en Sindarin 
23 Torre Oscura: Barad Dûr en Sindarin 
- 29 -
Esa misma noche encontramos el rastro de la vieja senda, y en 
aquel descarnado paisaje buscamos abrigo. Había pasado sólo un 
rato desde el alba, cuando nos sorprendieron no menos de treinta 
orcos zarrapastrosos, armados hasta los colmillos. Aunque tuvimos 
tiempo para formar un compacto círculo defensivo no pudimos evi-
tar que nosrodearan. Un orco cabezón y nauseabundo capitaneaba 
el grupo. 
–¿Qué hacéis aquí, basura trasga? –dijo con desprecio–. ¡En-
tregadnos vuestras armas y acompañadnos!
–¿Acompañaros? –respondí con fi rmeza–. ¿A dónde? y… 
¿porqué?
–¡Glob! –respondió–. ¿Todavía no te has dado cuenta de que 
hoy no es tu día de suerte?... ¡Tenéis dos opciones! ¡O morir aquí, o 
ser esclavos! 
Antes de yo pudiera decir nada, Catapulta, miró desafi ante a 
los ojos del capitán, e intervino:
–Me asusta más tu enorme cabeza purulenta, que tus aburridas 
bravatas. Te vas a pasar toda la mañana hablando o ¿vas a venir aquí 
a recoger a tus esclavos?
Era la primera vez que oía su voz. Y por el cariz que tomaba la 
situación llegué a pensar que también iba a ser la última. Nuestros 
oponentes empezaron a cerrar más el círculo. Sentí la tensión en los 
músculos de la bukra. En ese momento, grité:
–Si sois soldados de Drain, ¡deteneos!... ¡Os conviene no inter-
ferir en sus asuntos! Contamos con la protección de los Amos. 
El orco cabezón dudó. Pensativo se mesó nerviosamente sus 
escasos cabellos y al fi n habló:
–¡Está bien! –dijo al fi n–. ¡Entregad las armas y acompañad-
nos! Drain decidirá… 
- 30 -
En nuestro bando se desató un sordo murmullo de desapro-
bación. 
–¡Os acompañaremos! –contesté–, pero no vamos a entregaros 
nuestras armas. Iremos como iguales. Además nosotros sólo somos 
nueve y vosotros casi media centena.
El cabezón volvió a permanecer pensativo durante otro rato. 
Con cachorril disimulo movió sus dedos para calcular la veracidad 
numérica de mis palabras. 
–¡De acuerdo! –dijo, saliendo de su ensimismamiento.
Y caminó hacia Catapulta y le tendió la mano. 
–¡Sin rencores! –dijo esbozando algo parecido a una sonrisa.
Cuando Catapulta estrechó su mano, el cabezón, con la izqui-
erda le propinó un tremendo puñetazo. Tal vez pensó que lo pilla-
ría por sorpresa y lo derribaría, pero Catapulta se mantuvo fi rme y 
comenzó un violento combate a golpes. De nuevo los ánimos se ten-
saron y ambos grupos desenvainamos nuestras armas. Rápidamente, 
me acerqué hasta los dos contendientes y, con la ayuda de uno de los 
orcos zarrapastrosos, los conseguí separar. Una vez se calmaron los 
ánimos, caminamos junto a ellos. 
- 31 -
Dos pobladas trenzas pelirrojas
Bien entrada la noche, las tupidas nubes que ocultaban la luna se 
desplomaron sobre nosotros. El sendero se hizo imperceptible, pero 
nuestros captores conocían bien el camino. Un buen rato después, 
entre la niebla, distinguimos una pequeña meseta que se elevaba ante 
nosotros. Nos abordaron varios grupos de centinelas, dispuestos en 
anillos concéntricos en torno al pequeño altozano. Cuando llegamos 
a la loma, vimos que estaba completamente horadada por grutas y 
excavaciones zafi as: parecía un trozo de carne descompuesta, perfo-
rada por insaciables gusanos. 
Entramos por uno de los agujeros que se abrían en su superfi cie. 
Y, por pequeños pasillos que incluso nos obligaban a encorvarnos, 
nos llevaron hasta una gran cueva de paredes y techos alambicados. 
Allí, no menos de cien orcos haraposos bebían, comían, peleaban, o 
fornicaban, creando un bullicio similar al de un termitero rebosante 
de comida. 
Una vez en la sala, la partida de orcos que nos había tratado de 
capturar, se diluyó entre la muchedumbre allí presente. El orco ca-
bezón que los comandaba nos hizo detenernos y dijo que le esperáse-
mos sin movernos de allí. Era tal la algarabía que allí había, que casi 
nadie reparó en nosotros. El orco cabezón apenas tardó en volver. 
- 32 -
–¡Tú! –me dijo–. ¡Acompáñame!... Los demás podéis hacer lo 
que queráis, eso sí, sin abandonar esta sala. 
Crucé la interminable estancia tras él. Pude observar a una orca 
en celo ordeñando a once machos a la vez. Era una actividad espec-
tacular, en la que intervenía todo su organismo, pero a pesar de sus 
indudables habilidades, me resultó tremendamente repulsiva. Para 
serte franco, amigo, el único deseo que se despertó en mí, fue el de 
darles a todos una paliza. 
Nos introdujimos en otra gruta. Dos guardianes hicieron que les 
entregara mis armas. Esta vez creí conveniente no protestar. Cami-
namos por un corredor más ancho que los anteriores, y débilmente 
iluminado por candiles de aceite. Todo un lujo para aquellas ratas, 
amigo. Antes de entrar en otra sala me cachearon a conciencia. 
La habitación era espaciosa. Las paredes estaban cubiertas de 
tapices y telas coloridas, dando un chocante aire señorial a una cueva 
tan rancia. Al fondo se alzaba una chimenea de casi cuatro brazas, 
excavada en la piedra, que representaba una enorme boca de dragón 
abierta. Hacía tiempo que no había sido utilizada. Una lujosa cama 
con dosel, varias sillas y una amplia mesa de madera repujada con-
stituían el resto del mobiliario. 
Sentado en una de las sillas se hallaba un extraño personaje. 
Hubiera podido pasar por un enano, de no ser por sus pronunciados 
incisivos inferiores, que se alzaban casi hasta clavarse en su nariz an-
cha y prominente. Dos pobladas trenzas pelirrojas dividían su barba. 
Cubría su cabeza con un sombrero negro de ala ancha con una larga 
pluma escarlata. Vestía un jubón azul de costoso tejido y una capa 
roja tachonada con bisutería y bordada en oro. Multitud de collares, 
brazaletes, pendientes y pulseras completaban su atuendo. Advertí 
que bajo aquellas extravagantes ropas se ocultaba un cuerpo recio 
y musculado. El singular sujeto estaba concentrado haciendo ano-
taciones en un pergamino. Alzó la vista y me sonrió mostrando su 
sucia y descarnada dentadura. 
- 33 -
–¡Vosotros!... podéis iros –dijo a sus sirvientes.
Salieron de la estancia y quedamos a solas. Durante un rato 
siguió con su labor sin siquiera mirarme. No supe distinguir si de 
verdad tenía que acabar su trabajo en el pergamino, o astutamente 
trataba de incomodarme para observar mi reacción. Por fi n, dejó su 
quehacer, me miró fi jamente y, pateando con prepotencia una de las 
sillas vacías, me dijo:
–¿Qué haces ahí de pie, como un pasmarote? ¡Siéntate! 
El enanorco llenó dos vasos con el licor de una jarra de barro 
negro y deslizó sobre la mesa uno hacia mí. 
–¿Qué opinión te merece este licor? –preguntó–. Los variag 
son expertos fermentadores, ¿no te parece? 
–No me desagradan las bebidas humanas, pero si no están cor-
rompidas con vísceras, considero que no son lo sufi cientemente sa-
brosas.
–Olvidaba que el paladar no es el sentido fuerte de los orcos… 
¡Bueno! ¡Ya está bien de cortesías! ¿Qué te ha traído hasta aquí, car-
roña?
Dejó de sonreír y me escrutó con sus fi eros ojillos. 
–Me envía Aathor. Me ordenó que te encontrara –dije mientras 
le hacía entrega del pergamino. 
Rompió el lacre y, sin prisas, examinó la carta. Después de 
estar un buen rato enfrascado en ella, la plegó y la dejó encima de la 
mesa, junto con el otro pergamino. 
–¡Grong!... –vociferó Drain.
Nadie acudió a su llamada. Drain volvió a gritar ese nombre 
varias veces, pero el tal Grong no se presentó allí. Se levantó mal-
humorado y entre ininteligibles blasfemias en khuzdul, abandonó la 
- 34 -
estancia. Me llené otro vaso de licor, apuré un trago y sin perder 
tiempo cogí la carta y la leí todo lo rápido que pude. 
Saludos, mi fi el Drain:
Ha llegado el momento de ponerse en camino. Por fi n sé dónde 
se encuentra el mapa que tanto tiempo llevamos buscando. 
En unas minas abandonadas, entre las laderas de las Mon-
tañas Nubladas, al sur de los Campos Gladios, malvive un pequeño 
grupo de enanos, proscritos entre los de su raza. Entre sus reliquias 
guardan un antiguo libro. Por tu condición de semi-enano puede 
que no te sea difícil negociar con ellos. De todas formas, el modo en 
que lo consigas es cosa tuya. 
Una vez te hayas hecho con el libro, deberás despegar sus 
cubiertas y en el reverso del cuero que lo encuaderna, hallarás un 
mapa. Cuando lo hayas encontrado, uno de mis hombres se pondrá 
en contacto contigo. 
Este trabajo será complicado, y el viaje será largo. Pero ahoramás que nunca necesitamos concluir con éxito esta misión. No esca-
times en medios, ni vaciles a la hora de sacrifi car a la tropa que te 
envío, si ello fuera preciso. Sírveme bien. Te recompensaré. 
El hombre de Númenor
Hay una creencia extendida entre todas las razas de la Tier-
ra, de que nuestro pueblo carece de las facultades necesarias para 
aprender a leer. Como bien sabes, amigo, hay demasiadas creencias 
equivocadas sobre nosotros.
Me molestaba que el perro numenóreano me utilizase para au-
mentar su museo particular de objetos ostentosos. Si Aathor podía 
utilizar a nuestra gente para su lucro personal, ¡cuánto más lícito 
- 35 -
sería que yo, un humilde soldado –quien realmente corría con los 
riesgos de la aventura– fuese la persona elegida para obtener unas 
monedillas, que me permitiesen un cómodo retiro en el extremo me-
ridional del continente! Desde aquel momento comencé a ver la mis-
ión de otra forma. 
Transcurrió largo rato antes de que Drain volviera, pues me dio 
tiempo a memorizar la carta y a vaciar la jarra de aquel degradado 
brebaje. Al fi n Drain entró en la estancia, acompañado por un orco 
de pequeña estatura, aunque de aspecto feroz. Se cubría con casco 
y armadura. Sus prominentes colmillos y sus largas y simiescas ex-
tremidades mostraban a todas luces su condición de uruk sureño. 
Drain extendió sobre la mesa otro pergamino que traía consigo. Se 
trataba de un mapa. 
–¡Acércate, Grong! –dijo al sureño, mientras señalaba un punto 
en el mapa–. ¿Te suena de algo el nombre de Kharaz-Anghaz? 
–Era sólo un cachorro cuando participé en la toma de Pozos-
curo. Allí oí por primera vez ese nombre. Algunos hablaban de unas 
antiguas minas de hierro agotadas, situadas entre las Montañas Nub-
ladas y el sur de los Campos Gladios, muy cerca de Luzdorada24. Se 
decía que en aquel lugar subsistía un pequeño clan de enanos pobres 
y despreciables, hasta para los de su propia raza, conocidos como los 
grimumgark25. 
24 Luzdorada: Loriën en Quenya. 
25 Grimumgark: Combinación de dos palabras en Khuzdul. Existe cierta contro-
versia a la hora de determinar el origen del prefi jo “grim”. Mientras para la escuela 
ofi cial khuzdulista provendría del término “grim” –alocado, terco– , para la univer-
sidad khuzdul del este proviene de la palabra “ungrim” que hace referencia a un 
enano que no ha cumplido una promesa; un enano en quien no se puede confi ar.
En cambio, el origen del sufi jo ”umgark” es incuestionable, pues toda la doctrina 
apoya la teoría de que proviene del sustantivo homónimo, con el signifi cado “de 
calidad inferior, mal hecho”. 
- 36 -
–¿Y cómo es que ese enclave enano no fue arrasado como to-
dos los demás en la batalla de Sombriarroyo26? –inquirió Drain.
–Si resistió, debió ser por su proximidad al territorio de la Bru-
ja Blanca. 
–¿Podrías señalarlo en el mapa? –inquirió Drain, al tiempo que 
trataba, inútilmente, de llenar un vaso de licor con la jarra que yo 
acababa de vaciar.
Grong escudriñó el mapa con sus frenéticos ojillos y señaló 
un punto. Drain, con aire distraído, dejó la jarra, cogió una pluma y 
dibujó cuidadosamente una marca, y añadió después, con letra prim-
orosa el nombre de Kharaz-Anghaz. Sopló la tinta.
–¿Cuántas ratas de esas, crees que pueden vivir en Kharaz-
Anghaz?
–¿Quién sabe? –respondió Grong, encogiéndose de hombros–. 
Aunque me inclino a pensar que más bien pocos. 
–Pues no nos vendría mal saber con cuántos potenciales guer-
reros podríamos encontrarnos –murmuró Drain para sus adentros.
El enanorco pidió a gritos una jarra de licor, sonrió enseñando 
sus colmillos porcunos y prosiguió.
 –En cualquier caso, por mucha prisa que tenga el numenóre-
ano, tenemos más asuntos que atender. Los demás negocios no pu-
eden esperar, así que antes de pasar por aquellas minas, nos daremos 
un paseo por el Bosque Negro y haremos una visita al pederegh27. 
Además, con un poco de suerte, a ese viejo marchante podríamos 
26 Sombriarroyo: Azanulbizar, en khuzdul, la lengua enana. 
27 Pederegh: apelativo de origen extranjero para referirse a los olog-hum (semi-
troll), sin duda mezcla de las palabras orcas “olog”( troll), y “hum”( humano). 
También empleada en ocasiones, a modo de insulto.
- 37 -
sacarle algo de información. Grong, elige a dos buenos uruk y, en 
cuanto anochezca, espérame en la Gran Sala listo para partir. 
Mientras Grong abandonaba la estancia, Drain se levantó de su 
asiento, volvió a pedir a gritos una jarra, y se colocó tras de mí. No 
supe por qué, pero me incomodó su cercanía.
–¡Tú, Uruk! –me dijo con su voz más dulce–, ¿cómo has dicho 
que te llamabas?
–¡Bagronk! –respondí sin girarme.
–Pues bien, Bagronk, supongo que cuando saliste de Lug Ûdun, 
ya estabas informado de que a partir de ahora tú misión continuaba 
bajo mis órdenes. ¿Ha quedado todo claro?
–Tan claro, como las aguas del mar de Aguatriste28.
–Pues si es así, ten preparados a tus hundur29 en la Gran Sala. 
Esta noche partimos para Kharaz-Anghaz. 
Apenas había acabado de decirlo cuando pateó con fuerza las 
dos patas de la silla en la que me balanceaba cómodamente. Sorpren-
dido, rodé por el suelo. 
–¡Y la próxima vez bebe sólo cuando yo te lo ofrezca!
Cogí aire y apreté mis puños hasta clavarme las garras en la 
palma, para contenerme. Me levanté despacio, y de la forma más 
solemne que pude, me sacudí el polvo. Tranquilo, le sonreí. Y 
después de preguntarle si necesitaba algo más de mí, salí serena-
mente de la habitación. 
28 Aguatriste: Nurnen en Sindarin
29 Hundur: Perros
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Insignifi cantes asuntillos comerciales
Toda la animadversión que me producen los mestizos se 
agudizó durante las ocho jornadas siguientes. El nuevo jefe resultó 
ser verdaderamente asqueroso, aunque no eran mejores sus dos guar-
daespaldas, ni su escuchimizado lugarteniente. Los aborrecí desde el 
mismo momento en que partimos de aquella madriguera. 
Aquel mestizo nos hizo cargar con cuatro pesados bultos que 
nos fuimos turnando entre los de mi tropa. Estaba claro que Drain 
quería sacar una rentabilidad extra al encargo de Aathor, con algunos 
negocios particulares, utilizando sin pudor nuestras espaldas gratui-
tamente. Así que, magullados por el peso de las mercaderías, ordenó 
que nos dirigiéramos camino del Bosque Negro. 
Durante todas aquellas frías jornadas, aquel engendro nos 
obligó a viajar a marchas forzadas. Se veía que tenía prisa por de-
shacerse de aquellos malditos fardos, para poder continuar con el 
encargo del numenóreano. A latigazos y a estacazos, nos hizo volar 
hasta el extremo sur del Bosque Negro. Allí Drain buscó un refugio, y 
fue la primera vez que pudimos descansar debidamente. Cuando es-
tuvimos instalados, nos contó sus planes: tres de los nuestros debían 
acompañarle al interior del bosque, mientras los demás debíamos 
esperar allí, hasta su regreso. Confíe en no ser uno de los elegidos.
- 39 -
Pero mi confi anza me traicionó una vez más, amigo. Defi niti-
vamente a aquel enanorco no le caía bien, pues adiviné un perverso 
goce en sus ojos cuando me señaló con su garra. Yo, y sus dos guar-
daespaldas le acompañaríamos al interior de aquel infi erno verde.
Entre los cuatro cargamos con todos los fardos de mercancías 
y partimos. A pesar de que aún era de día, trotamos en dirección 
noroeste, de forma que antes de que acabase la noche llegamos al 
extremo suroccidental del Bosque Negro. Avanzamos por el linde de 
aquella inquietante masa boscosa durante toda la mañana siguiente 
hasta que enfi lamos hacia el este. Allí, por un angosto sendero nos 
internamos en la jungla. 
A medida que nos adentrábamos en la espesura, sentí que –a 
pesar de que el baboso sol estaba en su cenit– mis pasos se volvían 
livianos, y mi cansancio desaparecía casi por completo. Una agrada-
ble sensación de seguridad me envolvió. Me pregunté por qué; la 
seguridad no es un sentimiento demasiado habitual en un orco. En 
realidad, amigo, en este mundo sólo podrías sentirte seguro si todos 
los seres vivos se convirtieranen putrefactos cadáveres y abonaran 
una idílica tierra, yerma y vacía.
Caminábamos presurosos y en silencio. De pronto, el escolta 
que encabezaba la marcha se deshizo presurosamente de su fardo, 
sacó su cimitarra y nos hizo un gesto para que nos detuviéramos. 
Una gran telaraña de denso entramado cortaba el camino. Los hilos, 
tensos como maromas, se hallaban recubiertos de una pasta viscosa 
a la que se habían adherido polvo y fi lamentos vegetales en des-
composición. Desenvainamos nuestras armas. El silencio se hizo 
opresivo: mi recién adquirida vitalidad se transformó en un singular 
estado de presencia. Sin acercarnos siquiera a la trampa continuamos 
nuestro camino. Durante un buen rato no me abandonó la sensación 
de que en aquel lugar había algo temible acechándonos. 
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A medida que avanzábamos por el bosque, el número de tram-
pas eiturthrug30 aumentó considerablemente. Mi sangre negra se 
heló por un instante cuando entre mis pies se enredaron los restos 
deshechos de una antigua y pegajosa telaraña. Las últimas fl emas 
solares que se colaban –a duras penas– entre las selváticas copas de 
los árboles, empezaron a desaparecer. Nos detuvimos en un claro. 
El jefe me ordenó que preparara una pequeña hoguera. Mientras la 
estaba encendiendo, me dio la impresión de que los gigantescos ár-
boles que bordeaban el claro gemían amenazantes. 
 A la noche siguiente reanudamos la marcha y no tardó en lle-
garnos el hedor de un asentamiento uruk cercano. En un claro del 
bosque nos topamos con un bullicioso villorrio en el que se levanta-
ban decenas de cabañas y chamizos. 
Cuando nos adentramos me di cuenta de que todo el pueblo era 
un gran mercado de esclavos. Orcos, humanos, enanos, y algún que 
otro elfo eran la mercancía que por allí deambulaba. Entre aquella 
marea de presos, cadenas, y látigos se mezclaban los puestos de al-
gunos herreros, chamarileros y quincalleros. También había tabernas 
en las que comer y beber algo, y algún que otro prostíbulo. 
Sorteando a los mercaderes de esclavos, y sin hacer caso a las 
prostitutas, que insistentemente nos ofrecían sus mercaderías, Drain 
se dirigió a una cueva excavada en el suelo a las afueras del poblado. 
Fue entonces cuando tronó una voz:
–¿Quiénes sois y qué queréis?
–¡Soy Drain! ...y busco al viejo y gordo Pederegh.
–¿Drain? –volvió a tronar la voz desde dentro de la cueva–. ¿Te 
refi eres a Drain el Mestizo? ¿Ese embaucador hijo de un orco tarado 
y de una ramera enana?
30 Eiturthrug: Arañas gigantes, Asesino venenoso. Término derivado sin duda de 
las raíces “Eitur” (veneno), y “Th rug”(Asesino).
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–Bueno, exactamente no describiría yo así a mis antecesores, 
pero sí… ése soy yo.
–¿Estás seguro de que hablamos de la misma persona? Por lo 
que tengo entendido, a ese cabrón lo devoraron hace tiempo unos 
wargos en las estribaciones de las Montañas Grises.
–Eso es lo que yo quise que creyeran todos los débiles mentales 
del sur del Bosque Negro.
–Jo, jo, jo, jo… ¡Cuánto tiempo, Drain! –contestó la voz–. Me 
alegro de que seas tú, compadre, y no algún ratero de los que abun-
dan por aquí. Cada día estoy más viejo y más perezoso, y a mi edad 
me cuesta un cierto esfuerzo pelear. Me canso. Además ya no sabría 
dónde guardar más cráneos de ladrones insensatos.
A grandes zancadas, salió de la gruta una gigantesca y oronda 
fi gura negra con espeluznantes ojos rojos. Se acercó hasta nosotros. 
A pesar de su mirada de fuego, su afi lada lengua púrpura, su ne-
gra piel escamosa y su tremenda cara de idiota, su aspecto era casi 
humano. Portaba una gran maza de bronce tachonada con oro, que 
atenazaba con su hercúleo brazo. Unas extravagantes pieles se pud-
rían sobre su colosal corpachón. Viéndolo de cerca me estremecí al 
comprobar que se trataba de un auténtico semi-troll. 
No sé si te habré dicho, amigo, que todas las razas, incluida la 
nuestra, me resultan terriblemente repulsivas. Pero es que hay algo 
en los mestizos que revuelve mi oscura sangre. Lo que más me re-
pugnaba de esta antinatural mutación era que tras esa torpe fachada 
de troll, se escondía un astuto humano. Desde ese mismo momento, 
tuve la impresión de que a este tipo no podría ocultarle mi antipatía, 
ni mi desprecio. 
–Si se trata de una visita de cortesía –añadió el Pederegh–, me 
alegro de verte, te saludo, y… ¡hasta la próxima, compadre! Aho-
ra… si lo que quieres es hacer negocios, mejor será que cojas tu 
mercancía y entres en mi confortable morada.
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–Mis visitas a los amigos –dijo Drain– siempre son de cortesía. 
Eso no quita para que, ocasionalmente, acabemos hablando de insig-
nifi cantes asuntillos comerciales. 
–¿Insignifi cantes asuntillos comerciales? –rió el pederegh–. 
¡Esos, junto a los negocios, también los trató en mi guarida! Así que 
recoged vuestras cosas y acompañadme.
Cargando con los fardos, entramos en el interior de la cueva y 
caminamos en zigzag por sinuosas galerías. Nunca había tenido no-
ticia de que estos seres híbridos, mitad troll, mitad humano, fueran 
algo más que otra estúpida fábula fraguada por uruk libidinosos en 
torno a una hoguera. En aquel momento me resultó bien fácil com-
prender el problema que debía entrañar la mezcla entre dos razas 
de tamaños tan dispares. Mi cabeza me llevó a fantasear con las 
posibilidades sexuales de este espinoso asunto. Riendo entre dientes 
pensé en los inconvenientes que encontraría el descomunal aparato 
de un troll adulto, al intentar horadar el minúsculo arañazo que las 
humanas guardan tan celosamente en su entrepierna. Y lancé una 
imperceptible carcajada al imaginar qué haría el minúsculo apéndice 
humano perdido en la inmensidad de la carnosa alcantarilla skessa 31
Jugué a suponer la ascendencia del nuevo personaje. Sospe-
ché que su depravada expresión humana sería herencia de alguna 
corpulenta variag, quebrantada violentamente junto a la ribera del 
Rio Rápido 32 por el monstruoso cuerpo negro de algún lascivo olog-
hai de Gorgoroth. No pude evitar volver a sonreír al imaginar los 
alaridos de muerte que proferiría la gordinfl ona mujer, al alumbrar 
semejante abominación. 
31 Skessa: mujer troll
32 Río Rápido, en Oestron en el poema original de Cola de Ratón. Se trata de 
otra de las escasas aportaciones del oestron a la toponimia de la lengua negra, 
posiblemente por el uso profuso del término por los variags.
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Llegamos a un cubil profusamente iluminado por decenas de 
lámparas de aceite, ornamentadas con abalorios recubiertos de excre-
mentos. Las grasientas paredes –recargadas de tapices, armaduras, y 
utensilios– me resultaron casi escabrosas. Mesas, sillas, arcones y 
otros muebles, almacenados de modo caótico, terminaban por con-
vertir aquel almacén en un indecente laberinto. El suelo también es-
taba lleno de excrementos y era el complemento adecuado para tan 
detestable pocilga. Semejante antro sólo era comparable al nido de 
una urraca de intestinos corrompidos. 
¿A qué viene esa cara de incredulidad, amigo? ¿Te sorprende 
que critique la suciedad y el desorden? Créeme, hasta tú habrías sen-
tido náuseas allí. 
Tras un montón de barriles, en una desvencijada mecedora se 
hallaba repanchingada una oronda humana. Se balanceaba distraída, 
y si nuestra llegada le causó alguna emoción, nadie pudo percibirlo. 
Sus pálidas e indolentes carnes estaban pintarrajeadas con extrañas 
runas. Tenía toda la cabeza rapada, excepto una raquítica coleta, que 
–grasienta– se escurría entre su mofl etudo cogote, como una babosa 
atrapada en los blancuzcos intestinos de un perro. 
–¡No seáis tímidos! –bramó Pederegh –. ¡No os quedéis de pie! 
Dejad los fardos aquí mismo, y sentaos donde queráis, Jo, jo, jo.
Drain cogió un formidable trono de madera repujada, sacudió 
la mugre como pudo y se sentó plácidamente. Yo opté por separarme 
un poco del grupo, y acomodarme en una esquina. Nuestro anfi trión 
me miró. Y aunque el encuentro de nuestras miradas fue fugaz, volví 
a tener la certeza de que mi presencia no le agradaba. 
–Veoque tu hogar está más acogedor que en mi última visita 
–dijo Drain mostrando todos sus colmillos en una amplia sonrisa. 
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–Ni te imaginas la mano que tienen las woses33 para los asun-
tos domésticos –respondió el medio troll, mirándome de nuevo, de 
soslayo.
Hizo un gesto a la humana para que le trajera licor de una ala-
cena. La mujer se levantó y, moviendo sus palpitantes carnazas, nos 
trajo dos grandes jarras y cinco vasos. Y si no hubiera sido por su 
solidez, habría jurado que aquellos vasos estaban construidos con 
mierda de troll. Aunque he de admitir, amigo, que esa suciedad fue 
la que añadió algo de sustancia a su insípida bebida.
–Tienes –dijo Drain – tu cueva repleta de mercancía y tu bar-
riga no para de crecer, está claro que te van bien las cosas. Y no sólo 
has aumentado tus pertenencias, sino que tienes además una esclava 
púkel. 
–La mejor sirviente que he tenido en los últimos cien años –
respondió, dándole una sonora palmada en sus trémulas nalgas–. 
Mmmmm… ¡Y aún mejor amante!... De hecho, superior a cualquier 
enana o enano por mí conocido, incluida tu madre. Jo, jo, jo, jo… 
Todos reímos con él, incluso Drain. Sin duda, él tenía el mismo 
aprecio por sus ancestros que cualquiera de nosotros, es decir nin-
guno. Aunque me pareció notar en su cara que la desatada lengua 
del Pederegh empezaba a mellar su paciencia. Sin embargo, estaba 
convencido de que por mucho que mentase a su padre, a su madre, o 
toda su repulsiva dinastía, el enano no se atrevería a mover un dedo. 
El pederegh prosiguió. 
–Bueno, compadre –dijo después de apurar su vaso–. Espero 
que no hayas venido hasta aquí para hablarme sólo de lo bien que 
me va. 
33 Wose: Púkel. Humano de las Montañas Azules
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–¡Bueno! Pues iré al grano –respondió Drain–. En estos cuatro 
fardos que hemos traído se encuentra la mejor hierba de los medi-
anos que puedas conseguir
–¿Hierba mediana? –dijo pederegh–. No tiene mucha acep-
tación últimamente. De todas formas, si realmente es buena…
–No la encontrarás mejor. Mírala tú mismo –se apresuró a decir 
Drain.
El pederegh se acercó a uno de los fardos, extrajo un pequeño 
cuchillo de entre sus harapos, le hizo un corte, extrajo un cogollo y 
lo olió. 
–Un poco seca, ¿no?
–¿Seca? –bramó Drain, con cara de desesperación –. Ni siqui-
era hace cuatro lunas que ha sido recolectada. 
A grandes zancadas, el enanorco se acercó al paquete, introdu-
jo su nariz por la hendidura, e inhaló.
–Con todo el respeto, pederegh, si dices que esta hierba está 
seca es que no sabes distinguir una buena hierba mediana, de la paja 
rohirrim que se fuma aquí. ¡Pero si está hierba aún está verde!
El pederegh volvió a olisquear nuevamente el cogollo, con más 
detenimiento.
–Quizás tengas razón, compadre, y mi nariz no sea tan exquisi-
ta como la tuya, y para que veas que te tengo en más aprecio que a un 
hermano, daré por verdaderas tus palabras… Entonces ¿Está verde, 
no?
–Más verde que las Landas de Fuentegrís34.
–Pues si están tan verdes, no me queda más remedio que des-
contarte en el pago un quintillo por cada fardo. Tendrás que correr tú 
34 Fuentegrís: Etten en Sindarin.
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con los gastos de la merma cuando las hojas sequen. Comprenderás 
que no voy te voy a pagar humedad a precio de hierba…
Trago tras trago, Drain y el pederegh se enzarzaron, entre as-
pavientos exagerados y forzadas sonrisas, en un aburridísimo re-
gateo, hasta que el trato quedó cerrado. Después seguimos bebiendo 
y Drain, de la manera más sutil que pudo, intentó sacarle algo de 
información sobre Kharaz-Anghaz a aquel enorme engendro. Pero 
detrás de aquella tremenda cara de rumglob35, se escondía un hábil 
negociante.
–Porque te conozco, compadre Drain –exclamó burlón–, pero 
si no, diría que estás intentando sacar información a mi costa. 
–Está visto que a ti, compadre –respondió Drain, después de 
dar un trago– no se te puede engañar. Así que seré claro. Sólo busco 
un poco de orientación. 
–Una cosa has de saber: si quieres algo gratis, tendrás que 
pagarme primero… Jo, jo, jo –rió Pederegh y añadió– ¡mujer!... 
¡tráenos más licor!... El camino ha secado las gargantas de mis invi-
tados… continúa, continúa mi estimado Drain.
Tengo que reconocer que, pese a lo inmundo de la estancia, 
tuve muy pocos reparos a la hora de trasegar. Ahora, el sabor de su 
brebaje era más que aceptable y –puedo dar fe– enormemente adic-
tivo.
–Tengo un trabajillo entre manos. ¡Ya sabes!... Un favor a un 
cliente… Poca cosa… últimamente, con la guerra ha parado un poco 
el comercio. Además tienes razón: yo también me encuentro cada 
vez más viejo y perezoso. 
–Ahora ya comprendo –le interrumpió Pederegh divertido–, 
vas a hablarme de lo bien que te va a ti, jo, jo, jo…
–¿Qué sabes tú de los grimumgark? –se lanzó al fi n Drain. 
35 Rumglob: Idiota. Proviene de las palabras “rum” (cráneo) y “glob” ( tonto)
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–¡Malos tiempos para tener tratos con enanos! –afi rmó–. Hay 
algo más que una guerra encubierta en las Montañas Azules. 
–¡Muchas leguas separan las Montañas Azules de los Campos 
Gladios! –respondió Drain.
–Aunque sea escasa la cantidad de sangre enana que recorre tu 
pequeño cuerpo, deberías saber que nunca hay distancia sufi ciente 
como para que un enano se abstenga de tomar partido en una guer-
ra civil. Y en las Montañas Azules no ha sentado bien a todos que 
Thorin quiera acceder al trono sin que el cadáver de su padre haya 
aparecido. Desde luego que no es un buen principio para un nuevo 
regente –terminó diciendo el pederegh para sus adentros. 
–Mi pequeña cantidad de sangre enana –le interrumpió Drain– 
tendrá en cuenta lo que dices. Ahora, si no es molestia, me gustaría 
escuchar lo que sabes sobre los grimumgark. 
–Sé lo que todos saben por aquí –respondió mientras se sonaba 
los mocos con las pieles que cubrían sus hombros–. Que son bajitos. 
Que son más tercos que las propias piedras en las que moran. Que 
viven en Kharaz-Anghaz, venerando a quien ellos llaman el Señor 
De Todos Los Enanos… 
Y con los mocos colgando, pegó un largo trago de su jarra. Usó 
las pieles que llevaba al cuello, para limpiarse el morro lleno de es-
puma, eructó y prosiguió:
–Esos enanos aborrecen a todas las razas, incluso a sus pari-
entes, a quienes detestan por renegados. Si el favor que le tienes que 
hacer a tu cliente consiste en conseguir riquezas de los grimumgark, 
corres el riesgo de que tu cliente deje de serlo. De hecho, su extrema 
pobreza, y la cercanía de Luzdorada, es lo que ha permitido que to-
davía existan. Sus minas están agotadas, sus reservas de oro son bien 
exiguas. Y aparte de algunas armas sagradas y algún que otro viejo 
manuscrito, poco más que ratas canijas encontrarás allí.
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–Bueno… –prosiguió Drain–, ya te he dicho que es un favor 
sin importancia... de todas formas, si no tienes inconveniente, me 
gustaría que me contaras todo lo que sabes de ellos. 
–Antes de continuar, hemos de aclarar un par de cosas: ¿cuánto 
te llevas tú por esta operación? Y sobre todo ¿cuánto me llevo yo?
No dejaba de llamarme la atención el contraste entre la fl ui-
dez y el desparpajo de sus palabras, y su cara de anciano babeante. 
Cuando estaba pensando esto, el gigante se giró hacia mí y me miró 
con seriedad. De no ser por su ascendencia olog, hubiera jurado que 
además de un avariento quincallero era un sagaz adivino capaz de 
leer mis pensamientos. Ya sabes el refrán, amigo: “De un palo salió 
una fl echa, y sin simiente, una cosecha”. 
–¿Cobrar a un viejo amigo por unas míseras palabras? –gimió 
Drain–. ¡A dónde vamos a llegar! ¡Desvalijado por alguien que nada 
en la abundancia! ¡Tú!, a quien la fortuna, el poder y la gloria…
–¡Venga! ¡Venga! –interrumpió el pederegh aburrido, sin mi-
rarle siquiera a la cara–. Si vas a seguir hablando como una plañidera 
haradrim, mejor recoges a tu chusma, y junto con tu heno, os vais 
todos a engañar a otro por donde habéis venido.
–Bueno… ya te he dicho, compadre –respondió Drain, desli-
zando distraídamentesus gruesos dedos por su jubón– que no hay 
ningún interés crematístico, es sólo un favor a un buen cliente. Si tú 
ayudas a Drain, Drain siempre te ayuda a ti. ¡Ya sabes cómo es el 
Drain!
–Entiendo… les quieres robar a esos enanos las armas sagra-
das, sus libros… o todo ello.
–Sólo me interesa un libro. Ya te he dicho que es un favor. 
–¿Drain haciendo favores? –rió pederegh–. Voy a empezar a 
pensar que aquellos wargos de las Montañas Grises devoraron al 
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verdadero Drain, y tú no eres más que un impostor, Jo, jo, jo… ¡Ven-
ga, compadre! ¿Vas a decirme que estás trabajando gratis?
–Efectivamente, compadre. En estos momentos el negocio está 
fl ojo y es un buen cliente.
–No dudaré de tu palabra, pero que tú trabajes gratis, no sig-
nifi ca que yo vaya a hacerlo. Así que la información te costará dos 
fardos de tu hierba mediana.
–¿Dos fardos? –aulló Drain, con un exagerado gesto de deses-
peración–. Si te doy dos, ¿qué me queda a mí, compadre?... Tengo 
que pagar a estos orcos y no te imaginas lo caros que son… Un 
cuarto de fardo, y las armas de esos grimumgark, de regalo.
–Fardo y medio, y para ti las armas –respondió Pederegh–. No 
necesito más trastos donde acumular mi mierda. 
–¡Medio! … ¡Y te aseguro que pierdo dinero!... si no fuese tan 
buen cliente el que me encargó el trabajo desistiría ahora mismo.
–¡Niphatiniphami36!... ¡Uno!... ¡Y no te cobro el licor!... ¡Moza! 
–tronó la voz del Pederegh–. ¡Otro barril para mis sedientos amigos!
–Tres cuartos de fardo, en el caso de que la información me 
sirva, pero que conste que pierdo dinero... ¡y las jarras de tu cuenta!
–¡Tres cuartos y no se hable más!–replicó apresuradamente el 
pederegh. 
Drain se quedó dubitativo, sonrió, se escupió en la mano, y ex-
tendiéndola hacia el semi-troll, dijo con fi ngido gesto cansado:
–¡Hecho, compadre!
–¡Pues no se hable más! Te contaré todo lo que sé. –respondió 
animosamente el gigante–. Hace ya bastantes años, tuve un esclavo 
grimumgark, aunque tullido, nada perezoso. Tardó años en acostum-
36 Niphatiniphami Expresión comercial muy popular entre los bosquenegrinos.
- 50 -
brarse a mí y a la cadena, pero al fi nal creo que me cogió cierto 
aprecio. Muchas veces me hablaba de su pueblo. Sus historias me 
resultaban graciosas, aunque él siempre hablaba bien en serio. Fuer-
on tantas las veces que le escuché contar lo mismo, que casi me las 
aprendí de memoria.
Me costaba apartar la vista de aquel descomunal ser, pues sus 
sebosas carnes se desplazaban en movimientos rítmicos y sinuosos 
que me hipnotizaban. Lo mismo me ocurría cuando miraba a la wose. 
–Contaba el viejo grimumgark que Durin era el nombre que 
ellos daban al mayor de los Siete Padres de la Raza y antecesor de 
todos los reyes, conocidos como los barbiluengos. Este héroe primi-
genio marchó a Zalumbizar, o Zanzulbizar o como quiera que los 
enanos llamen a ese lugar… Y moró en las cuevas sobre Khaldâram, 
que creo que están al este de las Montañas Nubladas. Allí vivió tanto 
tiempo que al fi nal se le conoció como Durin el Inmortal. Pero no 
debía ser muy inmortal, porque al fi nal murió, y según creo, antes de 
que terminaran los Días Antiguos. Fue enterrado en Khalar-Dum o 
algo parecido. Según la leyenda, su linaje no terminó nunca y tuvo 
cinco herederos tan parecidos que todos recibieron el nombre de 
Durin. 
–Disculpa Pederegh… –interrumpió Drain–, ¿sería mucha mo-
lestia para esa delicada wose rellenar nuestros vasos de nuevo?
–¡Drúadan! –bramó el gigante–. ¡Más licor!...
Mientras miraba las carnes oscilantes de la esclava, al servir 
el fermento, noté algo bajo mi bota. Escarbé suavemente el limo del 
suelo, y un brillo plateado asomó. 
–Como iba diciendo, cinco eran los hijos de Durin. Pero para 
los grimumgark, no fueron cinco sus hijos, sino seis. En base a esta 
leyenda, mi viejo esclavo sostenía que en un libro sagrado se rela-
taba cómo su tribu había mantenido intacto el linaje del enano primi-
genio, por parte de madre de todos los hijos nacidos de ese sexto 
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Durin. Y reclamaban para el Señor De Todos Los Enanos el trono de 
las minas de Khazad-Dûm. 
Con disimulo, seguí escarbando con la bota en el suelo, hasta 
que vi que se trataba de una pequeña moneda de plata. Parecía que al 
fi nal, visitar aquel estercolero iba a resultar provechoso. 
–Ni Thorin, ni su padre –continuó– son dignos reyes para los 
grimumgark. Por ello, estos enanos probablemente permanecerán 
neutrales en este jaleo dinástico. 
–La historia es apasionante –intervino de nuevo Drain–. Y ya 
que tu fábula me cuesta bastante hierba, ¿te importaría pasar a los 
datos técnicos? Ya sabes: ¿cuántos guerreros hay? ¿dónde se encuen-
tran sus tesoros? y ¿cómo puedo entrar y salir de allí sin muchas 
complicaciones?
–Todo a su tiempo –replicó Pederegh con calma– no hay prisa 
y la bebida corre de mi cuenta… al menos de momento, jo, jo, jo… 
Estos individuos llevan una eternidad concibiendo hijos entre pri-
mos hermanos. Afi rman que por su sangre corre la verdadera sangre 
de Durin, pura y sin mezclas. Pero lo cierto es que lo único que han 
conseguido son malformaciones y hembras estériles. Así que deduz-
co que los buenos guerreros serán escasos, allí en Kharaz-Anghaz. 
El orondo pederegh se levantó torpemente de su asiento y fue 
al fondo de la estancia, momento en que aproveché para recoger con 
disimulo la moneda de plata. El gigante volvió cargado con un barril 
de madera en una mano y una pata de cabra asada en la otra. De un 
solo golpe destrozó el panel superior de la barrica. Hundió su vaso 
en ella y empezó a mordisquear ávidamente su asado. 
–No creo que haya más de veinticinco guerreros en condiciones 
de combatir –dijo con la boca llena–. La mayoría son mental y física-
mente subnormales, y en su rostro se refl eja la idiocia más severa. 
Aun así, son luchadores tan resistentes y bravos como cualquier en-
- 52 -
ano. Yo llevaría cuidado: el manuscrito que buscas es venerado por 
ellos, pues consideran que es una prueba de su linaje.
–¿Sabes cómo es el interior de Kharaz-Anghaz? –preguntó 
Drain ansioso.
–Tengo entendido que todas las galerías y construcciones 
provienen de tiempos remotos. Y sé que en la entrada hay dos peque-
ñas garitas excavadas en la piedra. Y eso es todo. 
–Si eso es todo lo que sabes –resopló el enanorco–, esto va a 
ser más difícil que Sma Molva Sjuk 37. Me temo compadre, que tus 
vastos conocimientos no son los sufi cientemente merecedores de los 
tres cuartos pactados. 
–Escucha, compadre –exclamó Pederegh pacientemente–. Has 
venido a mi casa, has bebido mi licor, hemos acordado un precio 
justo por tu hierba… No tenses más la cuerda, y deja que este viejo 
pederegh descanse de negociar por hoy. 
Por primera vez en toda la noche, Drain se quedó pensativo. 
–¡Está bien! –exclamó al fi n–. Desplúmame si quieres. Yo tam-
bién estoy cansado, y no quisiera parecer descortés, pero el tiempo 
me apremia, así que si lo tienes a bien, me gustaría partir. 
–Para ser un favor sin importancia a un viejo cliente, advierto 
en ti una pizca de premura… jo, jo, jo… ¡Sea como quieres compa-
dre! ¡Parte ya, si es tu voluntad!... pero no antes de haber hundido de 
nuevo vuestras jarras en este barril, con que tan generosamente me 
habéis invitado, jo, jo, jo…
Yo ya tenía ganas de abandonar esta pocilga y dejar de ver 
al repugnante engendro mestizo, para no tener que ocultar por más 
37 Sma Molva Sjuk: Expresión sin traducción en nuestra lengua. Podría compa-
rarse con el enunciado oestron: “Follarse a una enana borracha”, que como bien es 
sabido, es utilizado para referirse a cosa imposible de conseguir, por la ferocidad de 
las hembras de esta raza en estado ebrio.
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tiempo las náuseas y el odio que su abominable presencia me provo-
caba. Por fi n, nos acompañó hasta la entrada de su cueva. 
–¡Drain! –dijo el gigante–. Espero que tengas suerte en tu 
aventura. Ha sido un placer hacer tratos otra vez contigo. 
–¡Bueno, viejo!... Confío en que volvamos a vernos

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