Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Can Drogo, piloto e hijo del dueño de la empresa aeronáutica High Drogo, es un hombre alto, guapo, adinerado, simpático… Puede elegir a la mujer que desee, y aunque disfruta de esa «magia especial» con la que le ha dotado la vida, en su interior siente que todas lo aburren. Por su parte, Sonia Becher es la mayor de cuatro hermanas y la propietaria de una empresa de eventos y de una agencia de modelos. Can ve en ella a una chica divertida, atrevida, sin tabúes, con la que se puede hablar de todo, incluido de sexo, pero poco más, pues considera que no es su tipo. Hasta que un día las sonrisas y las miradas de la joven no van dirigidas a él, y eso, sin saber por qué, comienza a molestarlo. ¿En serio Sonia va a sonreír a otros hombres estando él delante? Sexo. Familia. Diversión. Locura. Todo esto es lo que vas a encontrar en ¿A qué estás esperando ?, una novela que te hará ver que, en ocasiones, tu corazón se desboca por quien menos esperas sin que puedas frenarlo. Megan Maxwell ¿A qué estás esperando? ePub r1.0 Titivillus 25-11-2020 Título original: ¿A qué estás esperando? Megan Maxwell, 2020 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1 En ocasiones, cuando menos te lo esperas, conoces a personas y ocurren situaciones increíbles que te hacen ver que las cosas, como poco, pueden volver a ser bonitas. Solo de nosotros depende el deseo de cambiarlas o no. Siempre digo que la positividad llama a la positividad y, por eso, esta novela va dedicada a todas esas Guerreras y esos Guerreros que, como yo, siguen creyendo en el amor y en esa frase que dice que quien tiene magia no necesita trucos. Un beso para todos, ¡y viva la magia! MEGAN Nota de la autora Hola, Guerreras/os: Quería contaros que justamente comencé a escribir esta novela cuando, por desgracia, apareció en nuestras vidas el famoso covid-19, que en poco tiempo se convirtió en una terrible pandemia. Durante los primeros días de confinamiento, que coincidieron con el inicio de la novela, me surgió una duda. ¿Debía meter el covid en la trama o, por el contrario, debía omitirlo? Pues bien, lo sopesé y, como escribo ficción, decidí que el virus NO apareciese. A mi manera, saqué mi espada de guerrera, me encaré a él y le dije: «¡Tú aquí no entras!». Y… no entró. No quería que estuviera presente porque deseaba que los personajes pudieran vivir, viajar, disfrutar del sexo y amar con la normalidad que cualquiera de nosotros tenía antes de que el virus entrara en nuestras vidas. Os explico este detalle porque seguramente alguno podría pensar por qué el covid no aparece en la novela si está ambientada en 2020. Pues bien, la razón es la que os acabo de dar: porque mi lado guerrero decidió que no. Una vez aclarado esto, quiero dar mi más sentido pésame a todos aquellos que habéis perdido a algún familiar o ser querido en este tiempo por culpa del virus. Sin duda lo sucedido es terrible, y os mando toda la fuerza del mundo y todo mi cariño. También deseo agradecer a TODAS las personas anónimas y profesionales que han estado al pie del cañón, y siguen estando, ayudando, protegiendo y salvando millones de vidas todos los días mientras exponen las suyas. GRACIAS…, GRACIAS Y MILLONES DE GRACIAS. Sois nuestros héroes y, sin vosotros, ¡nosotros no somos nada! Aplaudir, hemos aplaudido durante muchos meses a la hora indicada para demostrar nuestro agradecimiento, pero ahora toca ayudar a esos héroes cumpliendo con lo que nos piden, para que entre todos podamos vencer al virus. Así pues, unámonos y vayamos todos a una. Es la única manera de que esta maldita pandemia pueda terminar. Un beso muy grande, MEGAN Capítulo 1 El desfile de moda «Vida Brillante», organizado por diversos diseñadores de renombre a nivel mundial para recaudar fondos para la investigación de enfermedades raras, estaba a punto de comenzar. La sala de eventos londinense estaba llena a reventar de todo tipo de personas: famosos, no famosos, fotógrafos, periodistas… Nadie quería perderse el gran acontecimiento. El backstage era un hervidero de gente que corría de un lado para otro, mientras por los altavoces sonaba la voz de Lady Gaga cantando Stupid Love . El caos controlado, los nervios templados y las prisas de última hora se fusionaban con las ganas de que comenzara el espectáculo y con los deseos de brillar. Sonia Beched, una sonriente joven morena, acababa de saludar a una amiga y, cuando volvía hacia el box donde estaba su gente tras pasar por el aseo, se cruzó con Luis Guzmán. Aminorando ambos el paso, se hablaron con la mirada, intercambiaron una sonrisa y, tras echar un vistazo a un pasillo de la derecha donde había una puerta, se dirigieron hacia allí con disimulo. Una vez dentro del reducido espacio, cerraron la puerta y se miraron. Era un pequeño probador con un espejo. Sonriendo, se acercaron el uno al otro y ella, al notar cómo él le pasaba las manos por la cintura, murmuró en un perfecto español: —Si me estropeas el maquillaje o el peinado, Ginger te matará y yo te remataré. Luis rio. Ella también. Sonia y él eran amigos especiales desde hacía tiempo. Esa clase de amigos que no se daban problemas, no interferían en la vida del otro, no exigían nada, pero, cuando lo deseaban, disfrutaban de un sexo divertido y sin complicaciones. En décimas de segundo, la temperatura en el pequeño cuarto subió varios grados. No hacía falta hablar. No hacía falta decir nada. Ambos sabían lo que deseaban. Las manos de Luis ascendían por los muslos de Sonia mientras ella, gustosa, le tocaba el trasero, que tenía duro y muy apetitoso. Sin apartar su boca de la piel de él, bajó con la lengua por su cuello y, separándose unos milímetros, musitó: —Tengo menos de cinco minutos. —Nos sobrarán tres —respondió Luis con una sonrisa. Divertida por aquello, ella rio mientras sentía cómo la mano de él se perdía dentro de sus bragas. ¡Sí! Eso era lo que deseaba. Luis, caliente, paseó el dedo con delicadeza por el ya hinchado clítoris de la joven mientras ella recorría con la mano su abultada erección. Abrió su pantalón, apartó el calzoncillo y, agarrando con decisión su duro pene, lo acarició. Placer por placer. Ese era su trato. No había más. Y, cuando ambos jadearon tremendamente excitados, él murmuró: —Te besaría, pero sé lo rarita que eres para eso. Sonia asintió. Desde hacía tiempo no daba besos profundos. Daba picos en la boca. Era cariñosa. Sensual. Pero evitaba los besos intensos. Era algo que, sin saber por qué, se guardaba para ella misma desde que pasó lo de Manuel. —Sabes que esto suele ser más largo, pero… Sin necesidad de más palabras, la joven lo entendió. Deseaba sexo y, tan acalorada como él, musitó: —Hagámoslo. No hay tiempo. Sonrieron. Sus miradas plagadas de morbo y complicidad los excitaban cada vez más, hasta que Sonia, dándose la vuelta, se puso de cara al espejo y clavó la mirada en él. Con cuidado y mimo, Luis, que ya tenía su duro pene fuera, se sacó un preservativo de la cartera, que llevaba en el bolsillo del pantalón, y se lo colocó. Luego la besó en el cuello. A continuación, le terminó de levantar el corto vestido de lentejuelas azules que ella llevaba, le bajó las tupidas medias negras hasta los tobillos, echó hacia un lado las braguitas y, tras colocar su duro pene en la entrada de su vagina, la penetró. Ambos jadearon. El placer y el morbo del momento al oír el ruido de la gente al otro lado de la puerta los excitaba muchísimo. Entregados al disfrute, gozaban de lo que hacían sin pensar en nada más. Luis, gustoso, la agarró de la cintura para que no se moviera mientras se introducía una y otra vez en su mojada vagina y ella se entregaba a él. Hechizada por el momento, Sonia se dejó hacer. Deseaba aquello, lo deseaba con todo su ser. Y, al sentir el pecho de él totalmente pegado a su espalda, musitó gozosa: —Sí…, no pares. A Luis lo enloqueció su orden, sintiéndose a cada segundo más duro, fuerte y rápido. Cada embestida que daba hacía gemir de gusto, placer y locura a la joven. —Cierra los ojos —lepidió mirándola a través del espejo. Ella lo hizo sin dudarlo y él, juguetón, musitó en su oído: —Hay un hombre que nos está mirando y, por su expresión, diría que le gusta cómo te follo. Imaginar eso hizo que Sonia jadeara. —Sí… —Creo que desearía estar en mi lugar… —susurró Luis cada vez más excitado. Pensarlo la provocaba, la acaloraba, le hacía querer más. En ocasiones, Sonia acudía sola o acompañada a un spa swinger muy exclusivo llamado Zafiro, al que había ido varias veces con Luis, donde, olvidando su lado romántico, se dedicaba a disfrutar del sexo sin más. Estaba soltera, así que, ¿por qué no hacerlo con quien quisiera? Siempre que había ido sola encontraba un hombre con el que disfrutar, y cuando iba acompañada de algún amigo también hallaba a quien quisiera mirar mientras lo hacían. Aún no había probado las orgías, ese era un tema que tenía pendiente y que solo haría cuando ella así lo decidiera. En ese instante Luis aceleraba sus embestidas, firmes y profundas, y ambos contenían sus ruidosos jadeos para que no los oyeran. Se miraban a través del espejo con lujuria y perversión y sonreían cuando él, cerrando los ojos, supo que estaba a punto de correrse y Sonia también se dejó ir gustosa. Cuando el caliente momento acabó, dejándolos rendidos y sin aliento, se miraron de nuevo a través del espejo. —Colosal —aseguró él. El sexo repentino y casual como ese siempre era divertido. Tras salir de ella, Luis se quitó el preservativo y Sonia, que por suerte llevaba un paquete de clínex en la mano porque regresaba del baño, sacó uno, se lo entregó y él se limpió. Ella también lo hizo y, luego, tras subirse las bragas y las medias y recolocarse el vestido, le guiñó un ojo. —Opino lo mismo —afirmó. Estaban sonriéndose cuando comenzó a sonar por los altavoces la canción Material Girl de Madonna. Quedaba poco para que empezara el desfile. Por ello, Sonia dijo tras darle un rápido pico en la boca: —Primero salgo yo. Luis asintió. Después la joven abrió la puerta y salió del reducido probador sin ser vista por nadie con una sonrisa en la boca. Lo había pasado bien. Iba caminando hacia donde estaba su gente cuando se encontró con varios de sus modelos. Desde hacía unos años era la propietaria de una agencia de organización de eventos junto con Ginger, una empresa que ya funcionaba sola por el buen hacer de sus dueños y que, años atrás, habían ampliado para la representación de cierta clase de modelos, entre ellos, la propia Sonia. —Halleloo! Al oír eso, sonrió. La primera vez que había oído esa mágica palabra había sido en la televisión, y la dijo Shangela Laquifa Wadley, una increíble drag queen estadounidense a la que sus amigos y ella seguían a través de las redes sociales. ¡Una reina, como diría Ginger! Divertida por aquello, miró hacia atrás y vio que quien había dicho la palabra era Minerva, más conocida como Reina Negra , una impresionante a la par que guapa mujer transgénero de orígenes africanos, amiga suya. Minerva se acercó a ella moviendo con sensualidad las caderas y, al ver cómo una mujer que pasaba por allí la escaneaba de arriba abajo, afirmó sonriendo: —Sí, cariño, lo sé: Beyoncé es idéntica a mí. Al oírla, Sonia se carcajeó. Si algo tenía Reina Negra muy subido era la autoestima. Pero, la verdad, podía tenerla, porque era un mujerón impresionante. Y, sí, podría ser la gemela de Beyoncé. Tras ella caminaban Henry, Sean, George y Robbie, más conocidos dentro del mundo drag como la Bella Despierta, Marylycra, Lola Mento y Divinicienta . Se trataba de otros amigos gais que durante el día ejercían distintos oficios, pues dos de ellos eran cocineros, otro cartero y otro, vendedor de perfumes, y, por la noche, en O’Pera, el local de Lola Mento, disfrutaban de su faceta como drag queens . Como siempre, llegaban riéndose del mundo en general, el buen humor era su sello de identidad, y Sonia los abrazó feliz. Pero, al ver que faltaba Renato, preguntó: —¿Y la Moratones? Aquellas, vestidas de colores estridentes y plumeríos variados dignos de la ocasión, intercambiaron una mirada y luego la Bella Despierta respondió: —Ha dicho que iba a retocarse de nuevo. —Ya sabes que es excesivamente presumida —indicó Lola Mento. Las altas y divinas drag queens sonreían a la vida cuando Marylycra comentó mirándolas: —Como sabéis, no me gusta cotillear —al oír eso, todas se echaron a reír. Si a alguien le gustaban los cotilleos era precisamente a ella—, pero el técnico de luces de la derecha, ese madurito que lleva un fantástico chaleco de cuero rojo, fue en su tiempo novio de Gusanita la Francesa, que en paz descanse. —Mi madre drag —musitó Divinicienta al recordar que aquella fue quien la ayudó por primera vez a vestirse de drag queen . Eso era una madre drag . De inmediato, todas miraron hacia donde Marylycra indicaba. El madurito del chaleco de cuero rojo estaba muy bien, y Reina Negra, consciente de que ella estaba con el que fue durante años el churri de la drag fallecida, afirmó: —Gusanita siempre tuvo muy buen gusto. —Y tanto —convino Lola Mento. Estaban hablando sobre aquello cuando Reina Negra se mesó con sensualidad su largo y cardado pelazo. —Que sí, hija, que sí… —murmuró Divinicienta—, todas sabemos que es natural. De nuevo rieron, y entonces la Bella Despierta, al ver cómo aquella miraba al hombre del chaleco rojo, cuchicheó: —¿Oteando nuevos horizontes? Reina Negra rio. La relación que desde hacía tiempo mantenía con un hombre no estaba pasando por su mejor momento, pero respondió mirándose el carísimo pedrusco que aquel le había regalado: —Seguimos muy felices, ¡so perra! Pero tengo ojos y me gusta mirar. —Yo estoy in love con el modelo del pelo violeta —comentó Marylycra—. Por un revolcón con él sería capaz de cualquier cosa. Todas miraron hacia donde aquella señalaba, y Lola Mento preguntó al ver que aquel muchacho no debía de tener más de veinte años: —¿Ahora vas de sugar daddy ? Al oír eso, Sonia sonrió. Se llamaba sugar daddies a los hombres que se relacionaban con jovencitos que podrían ser sus hijos a cambio de dinero. —¡Zorra! —replicó Marylycra sonriendo. —Halleloo! ¡Ya estoy aquí! —saludó la Moratones al llegar. Sonia se apresuró a besarla, pero una chica se aproximó a ella para preguntarle algo y esta, tras atenderla, miró a sus amigas y preguntó: —¿Qué os parece lo que hemos organizado? Aquellas asintieron, lo que veían les gustaba, y Marylycra afirmó: —Me encanta, nena. Como siempre, sois los mejores. —¿Dónde están Ginger Pink y Lady Mini Stark? —preguntó Reina Negra. Sonia, al saber que preguntaban por Ginger, su socio, y por su hija, respondió: —En el box, ultimando detalles. En ese momento pasó junto a ellos un modelo guapísimo y la Moratones intercambió una mirada con él y sonrió con coquetería. —Uf…, qué calor hace, ¿no? —musitó. Todas la miraron y a continuación ella soltó moviendo sus pestañacas violetas—: ¡¿Qué?! Sin dar crédito a su descaro, las demás rieron y la Bella Despierta replicó: —¿Cómo que qué calor, so perra? ¿En serio te estabas retocando o dándote un revolcón? La Moratones no contestó, y Marylycra preguntó: —¿Bóxer o eslip? La Moratones miró entonces con gracia a Lola Mento y suspiró. —Bóxer negro. El grupo estalló en risas. Con ellas era imposible no reír. —Vamos —dijo entonces Sonia—. Id para el escenario. Os toca abrir el evento. Dicho eso, todas volvieron a besarla y, una vez que se marcharon, ella prosiguió su camino. Se encontró con varias de las modelos de su agencia y, dirigiéndose a Eva, que estaba guapísima, preguntó: —¿Todo bien? —¡Más que bien! —respondió esta sonriendo y guiñándole un ojo. Acompañada por sus modelos, Sonia lo observaba todo a su paso mientras tarareaba la canción que sonaba, que no era otra que Love on the Brain de Rihanna. —¡Soniaaaaaaaaaaaa! —oyó de pronto. Levantó la vista y de inmediato pensó: «¡Mierda!». Quien la llamaba era la guapa pero insufrible Casandra, una modelo alemana a la que conocía desde hacía años y con la que, por norma, las cosasnunca terminaban bien. Sonia se detuvo por cortesía. Las modelos que la acompañaban también, y Casandra, acercándose a ellas, señaló con sorna: —¡Qué monas! —Gracias —repuso Sonia preparándose para el ataque. Casandra sonrió. —Cuando he visto a las drag queens y a cierto tipo de modelos, ¡me he sorprendido! Y, bueno, he pensado que seguro que estarías por aquí. Sonia asintió. Sabía por qué lo decía. «¡Bruja!» Y, mirando a las chicas que esperaban a su lado, indicó: —Id con Ginger a que os dé los últimos retoques en el maquillaje y luego al first view . Yo voy enseguida. Aquellas asintieron y se alejaron conscientes de que, tras el último retoque de Ginger, debían pasar por el first view , que no era otra cosa más que la foto final con el look completo del desfile, realizada por un fotógrafo profesional. Una vez que se marcharon, Sonia volvió a mirar a la modelo alemana y preguntó aun sabiendo cuál sería su respuesta: —¿Y se puede saber por qué te has sorprendido? Casandra, una guapa rubia de metro ochenta y seis, piernas kilométricas y cuerpo increíble, se tocó su peinado y reluciente cabello mientras sonreía. —Cielo, sois modelos curvies … Ese «sois» la incluía a ella aunque no participara en el desfile, cosa que le gustó. —¡¿Y…?! —repuso. Casandra no respondió. Su cerebro de mosquito cuando le soltaban algo así no le daba para más. —¿Para quién desfiláis? —preguntó a continuación. —Para Gus Lapierre —afirmó Sonia. Casandra asintió y luego frunció el ceño. —¿Y desde cuándo Gus Lapierre hace tallas grandes? A Sonia le revolvió las tripas oír eso y, como siempre que se enfadaba, musitó en español: —Con lo guapa que eres y el tipazo que tienes, hay que ver lo imbécil que llegas a ser… Estaba harta, cansada, agotada de aquellos comentarios maliciosos. Muchas modelos como Casandra, tan perfectas, eran puro veneno, aunque por suerte no todo el mundo era así. Ella misma utilizaba una talla 44 y en ocasiones una 46, ¿y qué? ¿Cuál era el problema? ¿Acaso era menos mujer o menos sexy que aquellas que tenían una 34? Con ganas de arrancarle las extensiones, la miró pero se contuvo. No era el momento ni el lugar. Era una profesional y, sobre todo, una mujer segura de su talla y de sus curvas. Si se había embarcado en Class and Diversity, o C&D, como se los conocía, había sido para dar visibilidad a personas que, como ella, tenían tallas y cánones de belleza diferentes de los establecidos. El eslogan de su agencia de modelos era «Ser persona es mi gran valor», un lema fuerte, seguro y contundente, por lo que, sin importarle lo que aquella imbécil pensara, preguntó: —Casandra, ¿para quién desfilas tú? —Para la inigualable Margot Cussini. Sonia sonrió con malicia. Aquella idiota se lo ponía a huevo. Como era parte de la organización de aquel evento, se enteraba de todo lo que ocurría, y, dispuesta a ser perversa y sibilina como aquella, dijo bajando la voz: —¿Y Margot Cussini sabe que ayer te cepillaste a su marido en los baños de la segunda planta? El gesto de Casandra cambió en cuestión de segundos. El día anterior, tras ajustarse la ropa que llevaría en el desfile, fue consciente de cómo el marido de la diseñadora la miraba y eso le gustó. Total, que acabaron en el baño. Lo que ignoraba era que alguien los hubiera visto, lo cual era un desastre. Que aquella lo supiera significaba que otros también podían saberlo; Sonia, consciente de la maldad que había soltado, cuchicheó sonriendo: —Por tu bien, querida Casandra, mantén tus malditos comentarios ofensivos lejos de mi gente si no quieres que Margot se entere de lo bien que te lo pasaste con su recién estrenado marido en el baño mientras ella hacía el fitting a las modelos. Y, dicho esto, y sintiéndose ganadora en aquel absurdo combate, dio media vuelta y prosiguió su camino. —¿Y esa sonrisita? —oyó de pronto más tarde. Aquella voz la hizo sonreír aún más y, volviéndose, se encontró de nuevo con Luis Guzmán, el simpático y, por qué no, atractivo técnico de sonido con el que minutos antes había compartido algo más que roces. —¿Es malo sonreír? —respondió mirándolo. Luis negó con la cabeza, la conocía muy bien, y, guiñándole el ojo, murmuró: —La sonrisa le sienta a usted muy bien, señorita Beched. Sonia asintió. Aquel español alto, de facciones angulosas y mirada penetrante, era un tipo que, como ella, no buscaba complicaciones. Solo pasarlo bien. El sexo con él era divertido porque ambos así lo habían estipulado hacía tiempo, y sonriendo respondió: —Gracias, señor Guzmán. Ambos se miraron. Estaba claro lo que pensaban, y ella susurró tocándose su melena oscura: —Sábado por la noche, en Zafiro. —Perfecto —asintió Luis. —A las nueve me recoges en casa —añadió Sonia. Ambos sonrieron y, sin decir más, se alejaron. Tenían que trabajar. Ella proseguía su camino cuando de pronto alguien la cogió del brazo, deteniéndola. —Te llamé a la agencia y a tu móvil un par de veces. —Lo sé. Era Harriet Lowe, una gran y buena amiga y una de las diseñadoras de aquel desfile solidario. —Tienes razón, Harriet —suspiró Sonia—. Soy lo peor y me disculpo por ello. Pero es que últimamente no doy abasto. Entre Ibiza, la agencia, los desfiles para los que nos contratan, las clases de patinaje, mi madre y los entrenos…, ¡apenas tengo tiempo! —¿Tu madre está bien? —Sí…, sí…, no te preocupes. Harriet sonrió. Admiraba a Sonia por su fortaleza para enfrentarse a todo lo que se proponía, y, lo mejor, sabía que no mentía. Si algo le gustaba de ella era su positividad y la fuerza que insuflaba a quienes la rodeaban. Nada la detenía. Las amigas como ella siempre levantaban el ánimo y las ganas de luchar por los sueños. La había conocido años atrás en un hospital, cuando fue a visitar a su hermana Stacy, que había sufrido un atropello que le dejaría una leve cojera de por vida. Stacy la necesitaba. Apenas hablaba ni reía. No llevaba bien lo ocurrido. Pero, al entrar en la habitación del hospital, Harriet se sorprendió al oírla riendo a carcajadas. Al mirar boquiabierta, vio a Stacy hablando con alguien que debía de estar sentado en el suelo, al otro lado de la cama. Incrédula por ver a su hermana reír a carcajadas, se asomó para encontrarse con una muchacha con el rostro hinchado y amoratado, la cabeza vendada y una muleta. Aquella era Sonia, que, huyendo del agobiante atosigamiento de su madre, se había colado en la habitación de Stacy para esconderse, haciendo caso omiso de su dolor. Así fue como se conocieron, y supieron que era patinadora sobre hielo profesional y que estaba ingresada tras una fuerte caída tras realizar una pirueta con salto que ella llamó lutz . Lo de «patinadora atípica» lo puntualizaba Sonia sonriendo, pues no era una sílfide como la gran mayoría, sino más bien una muchacha con curvas. Española y con cuerpo de guitarra, decía. Saber que su carrera como patinadora profesional había acabado por una lesión en la cadera a Harriet la apenó. Pero la positividad de aquella chica era lo que necesitaba su hermana Stacy, quien, a partir de ese día y tras lo que había hablado con Sonia, volvió a ser la muchacha sonriente que siempre había sido, y su leve cojera quedó relegada a un segundo plano. Sonia y su particular manera de ver y sentir la vida la había hecho darse cuenta de que lo importante era vivir, quererse, ser feliz y, en especial, sentirse querida, y no cojear o no. —Ehhhhh… Sonia y Harriet se volvieron y se encontraron con Stacy, que se acercó a ellas y cuchicheó enseñándoles un ramo de flores que llevaba en la mano: —¡Son para mí! ¡Me las acaban de traer! Ambas parpadearon mirando las flores y aquella, emocionada, añadió en voz baja: —Son de Samuel. —¿El médico voluntario de Cruz Roja al que conociste a través de esa aplicación? —preguntó Sonia divertida. Emocionada, Stacy asintió, y Harriet preguntó mirando a su hermana: —A ver…, a ver…, ¿de qué aplicación y qué médico habláis? Rápidamente Stacy le explicó que, a través de una app que Ginger le había recomendado y que se había bajado en elmóvil, había conocido a mucha gente y, entre ellos, a Samuel Lombart. Harriet escuchó boquiabierta lo que su hermana le contaba y, cuando acabó, preguntó: —¿En serio estás tonteando con un tío al que no conoces? Stacy miró a Sonia, que sonreía. —Sí. ¡Pero nos vamos a conocer! —afirmó. A cada instante más desconcertada, Harriet iba a decir algo cuando su hermana añadió: —Lo sé. Es una locura. Me he pillado por un tío al que no he visto en persona, solo en foto, pero quizá eso lo solucionemos cuando regrese. Harriet, totalmente sorprendida, no sabía qué pensar de aquello. —¿Y cómo sabe tu nombre y que hoy estarías aquí? —preguntó entonces. Stacy olió por decimoctava vez las flores que había recibido y repuso: —Porque yo se lo dije. —Y, viendo el gesto de su hermana, añadió—: Luego, cuando regreses al box, recuérdame que te enseñe unas fotos que tengo de él en mi móvil. Verás cómo te cambia la cara. —¡Es monísimo! —aseguró Sonia ante la risa de Harriet. Encantadas, las tres reían cuando Stacy, al ser requerida por uno de los estilistas de su hermana para que lo ayudara con una modelo, preguntó mientras se alejaba: —¿El domingo llevo cruasanes de choco a tu casa? —¡Perfecto! —contestó Sonia riendo. —Por cierto, me comentó Samuel que hay una cena organizada cuando regresen y…, bueno, le dije que tú irías con ese compañero suyo del que te hablé. —¡¿Qué?! —exclamó Sonia divertida. —¡Ya no te puedes echar atrás! Se lo he prometido y quedaría fatal. —Serás lianta… —se mofó ella al oírlo. Stacy le guiñó el ojo con complicidad y echó a andar. —Estás despampanante con ese vestido corto de lentejuelas —añadió deteniéndose de nuevo—. Por cierto, ¿dónde está Lady Mini Stark? Sonia sonrió al pensar en su hija. Al final todos sus amigos la llamaban así porque era fanática de la serie de televisión Juego de tronos . —La he dejado con Ginger en el box. Con cariño, se miraron, y Stacy dijo: —Me voy. ¡Hablamos! Cuando se alejó, Harriet y Sonia se miraron. —¿Eso es en serio? —preguntó la primera—. ¿Está colgada por alguien que no conoce? Sonia asintió. Entendía la pregunta, era una locura, pero afirmó: —Tan en serio como que me va a tocar ir a cierta cenita de acompañante. Cuando Harriet iba a hablar de nuevo, un chico de la organización se acercó a Sonia para preguntarle algo, a lo que ella le respondió amablemente. Harriet la miró. Sonia había sido la primera modelo curvy en subirse a una pasarela en uno de sus desfiles, años atrás, para salvarle el culo al fallarle en el último instante la modelo contratada. Sin proponérselo, Sonia había dado visibilidad en una pasarela a un tipo de mujeres con unas medidas que hasta aquel momento nunca habían desfilado. Y, a raíz de aquella improvisada salida en la que dejó patente su seguridad, su carisma y su gracia, otros diseñadores comenzaron a llamarla. En un principio Sonia se sorprendió por el revuelo ocasionado. Incluso la prensa se hizo eco de aquello y habló de una nueva era para los modelos, cuando ella solo se había subido a la pasarela para hacerle el favor a su amiga. Sin embargo, a raíz de aquello, y viendo la posibilidad que se le abría, no lo pensó y aceptó subirse a otras, convirtiéndose así en la primera modelo curvy en desfilar para grandes firmas y crear la primera agencia con un aire renovado junto a Ginger, su gran amigo. Una agencia diversa, donde los modelos masculinos y femeninos no eran lo estipulado por la sociedad y en la que tener medidas perfectas no era requisito indispensable. Cuando Sonia dejó de hablar con el chico, Harriet terció: —Necesito los servicios de C&D en todos los sentidos. A Sonia le gustó oír eso. —Pues dime —musitó sonriendo. Sin perder tiempo, Harriet le habló del evento que quería organizar en Berlín, un desfile para su nueva colección de ropa de baño, en el que había aunado moda, azúcar y sensualidad. Para presentarlo deseaba que sus diseños fueran lucidos por personas con cuerpos reales, y sabía que eso Sonia y su gente podían hacerlo realidad. —De acuerdo. El lunes pásate por la agencia, comemos y lo hablamos, ¿te parece? Harriet asintió encantada. —¡Nos vemos el lunes! Por cierto, como te ha dicho mi hermana, hoy estás muy guapa. —Gracias. A continuación, Harriet le guiñó un ojo divertida y se marchó hacia su box. Sonia le devolvió el guiño, dio media vuelta y prosiguió su camino, hasta que vio a su hija correr hacia ella. Abriendo los brazos a aquella pequeña de ocho años que era su vida, la abrazó y, tras darle un cariñoso beso en la mejilla y colocarle su inseparable gorra, oyó: —Mami, el tío Ginger ha tenido un A. T. cuando ha visto a un M. M. G. Sonia soltó una risotada. Esa manera de hablar entre ellos era muy particular. Había comenzado haciéndolo con Ginger para que pocos se enteraran de lo que decían, e Ibiza hablaba igual. Por ello, agarró su mano divertida y, sabiendo que A. T. era «ataque total» y M. M. G., «modelo muy guapo», preguntó: —¿Y el M. M. G. era tan M. M. G.? Ibiza se encogió de hombros. —Para el tío Ginger, sí. Para nosotras, no. Divertida, Sonia volvió a sonreír y, mirando el teléfono que su hija tenía en la mano, que era el suyo propio, preguntó mientras caminaban: —Muy bien, secretaria, ¿ha llamado alguien? Ibiza, feliz por ser la guardadora oficial del móvil de su madre mientras estaban allí, respondió: —Ha llamado la tía Cynthia para preguntar si vamos a ir a cenar el viernes a casa de los abuelos. —No —respondió Sonia en el acto. Según dijo eso, la pequeña se paró y frunció el entrecejo. —Jo, mamiiiiiiii… —protestó—, yo quiero ir. —Tienes partido, ¿lo has olvidado? La niña negó con la cabeza. Jugaba de extremo en un equipo de hockey sobre hielo. —Podemos ir cuando termine —insistió. —Ibiza… —Jo, mami. Papuchi y yo estamos en plena competición con el Mario , y tengo que ir para aplastarlo y enseñarle que yo controlo más que él. Sonia sonrió. Ibiza era muy competitiva, no le gustaba perder a nada. Papuchi era su padre, y le encantaba la complicidad que tenía con su hija. —Puedes aplastarlo otro día —repuso. Ibiza sonrió y cuchicheó con cierta maldad: —Pero ese día puedo hacerlo sin piedad delante de todos. Además, la tía Cynthia me dijo que también estará la tía Brooke. Sonia resopló. Cogió el móvil, que su hija tenía en la mano, y, tras comprobar que su madre no la había llamado para hablarle de la cena, se lo entregó de nuevo. —No te digo ni que sí ni que no —indicó—. Lo pensaré. —Guayyyyy —aplaudió la cría, que al recordar algo añadió—: Mami…, el tío Ginger me ha prometido que cuando nos vayamos de aquí Adriano nos esperará en casa con hamburguesas y patatas fritas. —¡Estupenda cena! —Ella sonrió al oírla. —Si se entera la abu …, ¡madre mía! La abu era su madre, la abuela de la niña, una venezolana algo especial en todos los sentidos. —Será nuestro secreto —aseguró Sonia bajando la voz. —Mejor… —musitó la cría. Al oír a su hija, Sonia sonrió. Su madre era insoportable con ellas con el tema de la comida. Sus hermanas, Vania, Brooke y Cynthia, eran espigadas, pelirrojas, con los ojos claros, y sobrepasaban el metro setenta y cinco, mientras que ella medía 1,68, era morena, con los ojos negros y de cuerpo curvilíneo, algo que su madre nunca había llevado bien. Y aunque Sonia se había cansado de recordarle que ella era hija de venezolana y español, morena y curvilínea como la familia de su padre, y no hija de un alto y pelirrojo irlandés, como lo eran sus hermanas, su madre no la escuchaba y lo achacaba siempre a que se alimentaba muy mal. Durante los años en los que compitió en patinaje artístico porque eso era lo que la apasionaba, Sonia soportó comer solo verdura, pollo a la plancha y, de postre, una pieza de fruta para no engordar. Pero, aun con eso, sus caderas eran sus caderas y sus curvas sus curvas, cosa que su madre siempre había criticado. Albany era una venezolana alta, espigada y proporcionada. Y siempre quiso que su hija mayor fuera tan perfecta como supuestamente lo eran ella y sus otras hijas. Perola genética era la genética, y aunque Sonia era preciosa con sus curvas y, en especial, con su irresistible personalidad, a ella eso siempre la había incomodado. La belleza estaba primero. Y el problema era que esa obsesión la estaba trasladando a Ibiza, una niña de ocho años sana y de graciosos mofletes redonditos como los de su madre. Cogida de la mano de su pequeña, Sonia llegó hasta el box de Gus Lapierre. Ginger, su amigo de orígenes asiáticos, la miró en cuanto entró y dijo: —¡A la de ya, siéntate para retocarte el maquillaje! —Stacy traerá cruasanes de chocolate el domingo. Al oírlo Ginger, asintió y musitó: —¿De los de su barrio? —Sí. —Marimuero ya de placer solo de pensarlo… —Sonia sonrió y Ginger cuchicheó a continuación—: Lady Mini Stark me ha dicho que aún no has firmado la autorización para que se vaya de colonias con sus compañeros de colegio. Sonia suspiró. Nunca había estado quince días separada de su hija. —Tengo que pensarlo —murmuró. —A ver, nena, que conste que te entiendo porque me horroriza que se vaya, pero creo que deberías pensar en la mariilusión que le hace a ella. Nuestro bebé se nos hace mayor, lo queramos nosotros o no. —Lo sé —dijo Sonia mirando a su pequeña, y, sentándose donde aquel le indicaba, para cambiar de tema añadió—: He visto a las Ladies. Están a punto de comenzar el evento y te mandan besos. —Se refería a las drag queens —. Solo te diré que la Moratones ¡ha pillado! Al oír eso, Ginger abrió los ojos. —Con uno de los modelos de Fred Schumacher —musitó Sonia sonriendo. Ginger soltó una risotada y, tras mirar a alguien que no estaba muy lejos, susurró: —¡Estoy de A. T.! Oír eso hizo sonreír a Sonia y a su hija, y Ginger, retirándose con glamur su melena larga, insistió: —Mira al M. de la I. Rápidamente Sonia y su hija miraron a la izquierda. El modelo al que se refería Ginger era de unos veintipocos años, alto, rubio, ojos verdes, perfectas facciones, cuerpo cincelado y sonrisa perfecta. Y, tras intercambiar una mirada con su hija, Sonia iba a hablar cuando la pequeña musitó: —Es mono, pero, tío, ya sabes que a veces los P. son T. Divertida por aquello de que «los perfectos son tontos», algo que su hija le había oído decir muchas veces, sonrió y, tras chocar su puño con aquella entre risas, Ginger cuchicheó mirándolas: —¡Vosotras sí que sois T.! Sonia miró a su hija a través del espejo y volvió a sonreír. Quería que Ibiza viera en las personas algo más que la belleza exterior, y le guiñó el ojo con complicidad. —Siéntate y juega con mi móvil un ratito si quieres —indicó. —¡Guay! —aplaudió la pequeña encantada. Una vez que la niña se aposentó en uno de los sillones que allí había, Sonia se dirigió a Ginger: —Está todo organizado para que el desfile salga a la perfección. Nos lo hemos currado mucho, y mi sexto sentido me dice que algo bueno nos va a traer todo este trabajazo. Ginger asintió. Se habían dejado la piel para organizar todo aquello. —Lo tengo mariclarísimo —declaró. Sonriendo, se miraron a través del espejo y luego la joven murmuró: —Ibiza ha hablado con mi hermana Cynthia. —¡¿Y…?! —Al parecer, mi madre ha organizado una de sus cenitas el viernes con toda la familia. —¡¿Y…?! —¡Que a mí no me lo ha dicho! —replicó Sonia molesta. Ginger gesticuló al oírla. En ocasiones, la madre de su amiga era peor que un grano en el culo, pero quitándole importancia señaló: —Querida, es típico de doña Mi Amor. Pero míralo por el lado bueno: si no os veis, no discutís. —Pues también tienes razón —afirmó convencida de aquello. Se quedaron unos segundos en silencio, hasta que Sonia añadió: —Lo que pasa es que Ibiza quiere ir. Ginger suspiró. La lucha que aquella se traía con su madre nunca acababa, pero, pensando en el bien de la niña, afirmó: —Pues ve. Nuestra Lady Mini Stark se merece disfrutar de su familia. Y, tranquila, eres consciente de que Ibiza sabe defenderse muy bien de los coletazos venezolanos de Albany. Sonia asintió, Ginger tenía razón. Para lo pequeña que era, Ibiza tenía una personalidad arrolladora; queriendo dejar de hablar de aquello, preguntó: —¿Os quedáis el sábado por la noche con Ibiza, Adriano y tú? Ginger sonrió al oírla. Adriano era su novio, su amor, un policía italiano que adoraba a la niña y a Sonia tanto como él; se echó hacia atrás la melena con estilo y cuchicheó: —Depende… A través del espejo, ambos se miraron. Y Ginger, al ver el gesto de aquella, sonrió y susurró en su oído: —¿Qué canción? Ella rio. Lo de relacionar canciones con el ligue de turno era su juego. —Carnaval , de Maluma —indicó. Ginger asintió y murmuró consciente de a quién le pegaba esa canción: —Luisito… Sonia sonrió divertida. —Hemos tenido una reunioncita hace unos minutos para hablar del sonido del evento y…, bueno, deseamos continuarla en Zafiro, ya sabes… —¡Serás zorrón! —y, bajando la voz, añadió—: Así nunca encontrarás al hombre ideal. —Gingerrrrrrrrrrrr —se quejó Sonia. —Que sí —insistió él—. Que me parece ideal que lo pases bien con quien te dé la gana. Pero digo yo que alguna vez podrías buscar al mariideal, ¿no? Ambos rieron. Sonia no buscaba al hombre ideal, estaba convencida de que para ella no existía, y respondió: —El sexo con Luis es mariideal. Ginger se vio obligado a sonreír, hablar de sexo entre ellos nunca había sido tabú, y, gesticulando, miró al techo y musitó: —Querido Dios, sabes que amo hasta la extenuación a mi romano, pero tú, que apartas al hombre del mal…, apártame uno como ese para mí en otra vida. Sonia soltó una carcajada. Con Ginger era imposible no reír. —Tranquila —prosiguió él—. Mi romano y yo nos llevamos a Ibiza y a Babas al cine por la tarde y nos las quedamos sin problemas en casita a dormir —dijo añadiendo a la tortuga—. Luego, el domingo por la mañana yo iré a tu casa para nuestra marirreunión mañanera y más tarde vendrán nuestros amores. —¡Perfecto! —El sábado ponte el vestido verde con la raja al lado —le cuchicheó entonces Ginger al oído—. Te hace un cuerpazo divino. Divertidos, volvieron a reír, y Sonia, mirándolo, le dio un beso en la mejilla. —¡Qué haría yo sin ti! —exclamó cuando él terminó con los retoques. A Ginger siempre le había gustado oír eso. Adoraba a Sonia. La amaba. Ella era su familia. Se conocían desde la época en la que eran casi unos niños y competían en los Juegos de Invierno. Ginger era el único hijo varón de una acomodada y clásica familia vietnamita asentada en Londres. Sus padres lo bautizaron como Quang al nacer, un nombre que odiaba por muchos motivos, entre ellos porque sus compañeros de colegio se mofaban de él. Ginger y Sonia habían sido patinadores artísticos profesionales y ambos habían sufrido bullying en sus categorías. Una por no ser la típica patinadora delgada, de caderas estrechas y muslos reducidos, y el otro por tener excesiva pluma al patinar, ser un asiático excéntrico y manifestar abiertamente que era gay. Ser homosexual no estaba bien visto por mucha gente, ni por su familia, pero eso a Quang siempre le dio igual. No obstante, todo empeoró cuando durante unos Juegos Olímpicos de Invierno, una periodista descubrió su faceta nocturna de drag queen y publicó una foto suya vestida como Ginger Pink en una actuación. La imagen dio la vuelta al mundo y, aunque hubo gente que se puso de su parte, a él personalmente le costó ser repudiado por su familia. Ser gay para aquellos ya era un trago, pero saber que encima era drag queen y se hacía llamar Ginger Pink los remató. En un principio el asunto lo destrozó, pero gracias a Sonia y a su grupo de amigos drags , lo superó, y a partir de ese momento se olvidó de llamarse Quang para ser simplemente Ginger. Los años habían pasado, sus vidas habían ido cambiando, pero ellos nunca se separaron. Eran dos guerreros que se ayudaban. Dos luchadores de la vida que se adoraban, se respetaban y se querían tal y como eran. En el caso de Sonia, era tan rebelde, impulsiva y guerrera como lo fue Armando, su padre, un español que por desgracia murió muy joven al ser atracadoy negarse a dar el dinero que había ganado esa noche tocando la guitarra en un local de Barcelona. Al quedar viuda, Albany decidió que su penosa existencia sin dinero debía acabar. Y, a pesar del apoyo que le proporcionó la familia de Armando, se marchó a Londres sin mirar atrás en busca de alguien que le solucionara la vida. En un principio, estar en Londres con un bebé a su cargo fue complicado, duro y a veces extenuante. Pero la tarde en que sus ojos se encontraron con un irlandés pelirrojo llamado Charles Beched en una tienda, algo en su interior le gritó que todo iba a cambiar. Y así fue. Charles se enamoró locamente de la guapa y complicada viuda venezolana y, apenas cinco meses después, se casaron. A Sonia le gustaba tomar sus propias decisiones y escoger a sus amigos, algo que su madre, Albany, detestaba. La sacaba de sus casillas que se rodeara de gais, lesbianas y drag queens . ¿Por qué su hija tenía que ser tan complicada? Albany quería que su Sonia, su hija mayor, fuera abogada. Pero no, a ella la atraían otras cosas, como tocar la guitarra, igual que a su padre biológico, y el patinaje sobre hielo. La apasionaba deslizarse por la pista al son de la música, cerrar los ojos y sentirse en libertad. Por lo que, a pesar de las protestas de su madre, que no veía un futuro en el patinaje sobre hielo, fue a por su sueño sin doblegarse y lo consiguió. Se convirtió en una estrella del patinaje artístico. Fue a los Juegos Olímpicos de Invierno y ganó innumerables premios, llegando a ser una patinadora de renombre en el gremio, hasta que una fuerte lesión tras un complicado salto la apartó definitivamente de la competición. Aquel mazazo a Sonia le destrozó el corazón, aunque su fortaleza le impedía manifestarlo frente a los demás. No quería que nadie se compadeciera de ella. Pero ¿qué iba a hacer en adelante en su vida? Ginger, que la conocía mejor que nadie y también se había retirado un año antes por otra lesión, viéndola perdida por lo ocurrido le propuso irse juntos ese verano a Ibiza durante unos meses. Él, junto a su grupo de amigas drag queens , llamadas las Ladies , habían sido contratados en la isla para hacer sus espectáculos, y sin duda a Sonia los aires nuevos la harían desconectar. Fue un verano increíble. Música. Playa. Amor. Diversión. Lo pasaron genial. Allí Sonia conoció una tarde a Manuel, un andaluz encantador y guapo a rabiar que trabajaba como camarero y del que se enamoró locamente. Estar con él la hizo olvidarse de sus problemas y volver a sonreír. Pero, tres meses después, a su vuelta a Londres, todo cambió cuando se enteró de que estaba embarazada. ¿Ella, embarazada? Manuel, el español encantador, se quedó de piedra al saber la buena nueva. ¿En serio iba a ser padre? Aquello no entraba en sus planes. En un principio aceptó continuar su relación con Sonia desde la distancia y asumir la paternidad del bebé. Dejarían pasar el tiempo y ya lo irían viendo. Pero, tres semanas después, cambió de opinión. ¿Y si el niño no era suyo? Al oír eso, en un principio Sonia se quedó bloqueada. ¿Cómo alguien que supuestamente decía que la quería podía pensar así? ¿Cómo podía cuestionar que el bebé fuera suyo? Aquello fue un nuevo mazazo para ella. Pero, tras mucho llorar y sufrir, un día resolvió levantar la cabeza y tomar decisiones. La primera: no necesitaba a aquel imbécil para criar a su bebé. La segunda: no lloraría más por quien no lo merecía, y la tercera: comenzaría a ignorar la negatividad de su madre. Como era de esperar, el huracán venezolano Albany puso el grito en el cielo al enterarse. ¿Qué era eso de tener un bebé sola y sin marido? ¿Se había vuelto loca? Aquella hija de su primer matrimonio no hacía más que darle problemas. Para su suerte, la joven siempre contó con el amor incondicional de su padrastro, Charles Beched, que la mimó ante sus lloros, y de sus hermanas, que no la abandonaron. Su padrastro era el adinerado dueño de una fábrica de calzado del Reino Unido y, como él siempre decía, se había enamorado de aquella pequeña niña morenita cuando la conoció y la apoyaba incondicionalmente en todo lo que se propusiera, aunque su mujer se negase. Sonia era tan hija suya como Cynthia, Brooke o Vania, y lo que ella decidiera estaba bien. Sonia y su Papuchi —o su Cariñito , pues así era como lo llamaba y su hija también lo hacía— tenían una excelente conexión, y cuando nació Ibiza le dio todo el amor que su madre no le daba. Una vez más, Albany dejó mucho que desear. Con fuerza y constancia, Sonia volvió a ser la chica que había sido. Y una vez que se repuso del mazazo de Manuel y su hija llegó al mundo, retomó su vida y decidió dos cosas. La primera: seguir patinando. Quizá ya no pudiera competir ni ganar premios, pero podía enseñar. Se convirtió en una entrenadora excepcional, querida por su público y sus alumnos, y, para su felicidad, era requerida para infinidad de exhibiciones. Y la segunda: crear junto a Ginger una empresa de eventos, y las Ladies y sus actuaciones fueron claves para que el negocio comenzara a funcionar. No obstante, de nuevo todas esas decisiones sacaron de sus casillas a Albany. ¿Por qué su hija no sentaba la cabeza y se buscaba un marido adinerado? ¿Y por qué tenía que crear una empresa para aquellas drag queens ? Ginger estaba pensando en todo ello emocionado cuando un pitido lo sacó de sus pensamientos. Las Ladies ya habían terminado su loca y divertida presentación en el evento, y gritó recomponiéndose: —¡Empieza el espectáculo! —¡Vamos, chicas! —apremió Sonia a sus modelos. Minutos después, cuando las modelos de todos los diseñadores estaban preparadas y se colocaban en fila para salir a la pasarela, Ginger se aproximó a las de su agencia y dijo retirándose con glamur el pelo rosa chillón de su peluca: —Nenas, ¡aquí va mi mariconsejo! —Todas lo miraron y él, con estilo y elegancia, soltó—: Cabezas altas, brazos sueltos, mirada de lobas en celo y paso de «¡estoy aquí porque lo valgo!». Nada más decir eso comenzó a sonar por los altavoces Lost in Japan de Shawn Mendes. E, instantes después, las chicas salieron a la pasarela para hacer su trabajo como unas auténticas reinas de mirada en celo, porque, como decía Ginger, ¡ellas lo valían! Capítulo 2 Silencio… El viernes por la mañana, en casa del comandante de vuelo Can James Drogo todo era silencio, paz y bienestar, algo muy apreciado para él, hasta que sonó la alarma programada en Alexa. Eran las 9.00. Can abrió los ojos lentamente y vio a su lado a una mujer. La miró durante unos segundos para recordar su nombre…, ¿cuál era?, y sonrió al hacerlo: ¡Enriqueta! Aquella preciosa mujer que había conocido la noche anterior mientras tomaba algo con un amigo y que se había ido con él a su casa. La miró satisfecho. Era guapa. Muy guapa. Buenos pechos. Largas piernas. Cuerpazo y una elegancia innata. Estaba observándola cuando ella abrió los ojos. Ambos sonrieron y Can saludó: —Buenos días. Enriqueta rio mimosa. «Qué tipo tan sexy», se dijo. —Buenos días, cariño —respondió. «¡¿Cariño?!», pensó Can. No…, no…, no… La intimidad que connotaba esa palabra no era buena señal. Ni «amor», ni «cariño», ni «cielo», ni nada que se le pareciera. No le gustaba que emplearan esos términos con él y él tampoco los utilizaba. Prefería llamar a las personas por su nombre para no intimar, pero, sintiendo cómo su entrepierna se endurecía al ver los esplendorosos pechos desnudos de la mujer, tras pensar en los beneficios que aquello le proporcionaría, sonrió y ella se le acercó. La cercanía dio lugar a besos calientes y jueguecitos de lenguas, acompañados de roces puramente abrasadores, mientras las manos de ambos volaban por sus cuerpos en busca de placer. Enriqueta, hechizada por aquel hombre y su duro cuerpo, le mordió un hombro. Can era sexy, apetecible, embaucador. Y la noche anterior, cuando fue a ella a quien le sonrió y no a otra, se sintió muy bien. Can había sido su objetivo desde que lo vio. Y cuando lo acompañó a su casa, él se desnudó y observó el tatuaje maoríque le iba desde el hombro hasta el codo, algo en ella se revolucionó hasta límites insospechados. No solía acostarse con hombres que tuvieran tatuajes, y menos aún tan sexys como el de aquel. Can sonrió y ella le respondió. Y, tan encendida como él, abrió las piernas tumbada en la cama. Demandaba que la tomara. Deseaba facilitarle el camino. Lo deseaba a él. Y Can, al ver su total rendición, tras ponerse con habilidad un preservativo que cogió de la mesilla, colocó la punta de su duro y erecto pene en la húmeda vagina de ella y la penetró de una estocada. Enriqueta le rodeó gustosa la cintura con las piernas mientras sus manos se enredaban en aquel pelo salvaje, que, junto al tatuaje maorí, la volvía tremendamente loca. Complacido por el momento y la entrega, Can ancló las manos en el trasero de ella para tenerla sujeta. El sexo era para disfrutar, y ambos deseaban hacerlo, por lo que, hundiéndose en ella una y otra y otra vez, gozó de aquel instante morboso y caliente que entre los dos habían creado sin pensar en nada más. Sus cuerpos se golpeaban con placer en busca de más profundidad, más descontrol, más deseo, hasta que un glorioso y estupendo orgasmo los alcanzó y, encantados, se dejaron llevar. Sexo mañanero. Qué maravilla. Enriqueta disfrutaba… Él también… ¿Qué más se podía pedir? Tras el buen ratito de placer, Can miró de reojo el reloj que tenía sobre la mesilla. Quedaban diez minutos para que la alarma volviera a sonar. Acomodado en la cama, intentó hablar con la mujer, pero le resultó imposible. Enriqueta parecía más ocupada en tener buena postura y colocarse bien el pelo que en charlar con él. ¿En serio la noche anterior se había comportado de ese modo? Si algo valoraba él era la naturalidad y una buena conversación, además de la química y el sexo, y sin duda con aquella estaba siendo imposible. Esperó pacientemente a que la alarma de Alexa volviera a sonar. Y por fin lo hizo. Esta vez iba acompañada de una canción: I’m Not in Love , del grupo 10cc. Una canción que siempre programaba para aquellos momentos y cuyo mensaje era que ni estaba enamorado ni quería que lo malinterpretaran. Un mensaje que, hasta el momento, siempre le había funcionado con las mujeres. Enriqueta y Can se miraron mientras la canción sonaba. Y cuando este comprendió por su mirada que había entendido el mensaje, la apremió mintiendo: —Lo siento, Enriqueta, tengo prisa y voy tarde. Tengo un vuelo dentro de dos horas. La mujer, al oírlo, se levantó azorada y, tras ponerse el elegante vestido que llevaba la noche anterior en treinta segundos, cogió su bolso y, acompañada por aquel hasta la puerta, se marchó después de toquetearse infinidad de veces más el pelo. Una vez que Can cerró la puerta de la calle y se quedó solo en su casa, miró aliviado a su perro Chester , que lo observaba desde su cojín, y musitó: —Lo sé. He mentido. Chester , acostumbrado a aquel trasiego de mujeres en la casa, cerró los ojos para seguir durmiendo mientras Can decía en voz alta: —Alexa, para la canción. La música dejó de sonar y a continuación él pidió: —Alexa, pon It Ain’t Over ‘Til It’s Over de Lenny Kravitz. Instantes después, la canción comenzó y Can se dirigió hacia su impresionante, minimalista y bonito cuarto de baño, donde todo era orden y pulcritud. Tras darse una ducha y despejarse del todo, quitó el vaho del espejo con la mano y se echó hacia atrás el pelo. Aquella melena salvaje que tanto horrorizaba a su madre a él le encantaba, y durante sus vuelos la llevaba recogida y volvía locas a las mujeres. Can sabía de su sex-appeal . Conocía su potencial gracias a su genética para atraer a hombres y mujeres, aunque a él solo le interesaban las segundas. Era alto, moreno, deportista, simpático, y un canalla con la mirada y la sonrisa, dos cosas que, como decía su madre, le venían de serie. Sin proponérselo, atraía a las mujeres. Nunca había tenido que esforzarse por ninguna, y eso en cierto modo le facilitaba la vida. Poder disfrutar de la mujer que deseara sin esforzarse era una suerte. En el sexo era fogoso, caliente, morboso, juguetón, y tremendamente sensual. El tema amor no le preocupaba. Nunca había conocido a la mujer que lo dejara sin palabras. En cambio, disfrutaba de cada jadeo que le arrancaba a una como si de un gran triunfo se tratara. Años atrás, un día que fue junto con su amigo Daryl a un local swinger , intuyó que aquello sería un excelente extra en su juego, aunque a él le gustaba más el tú a tú con una sola mujer. Sonriendo, se miró al espejo mientras de echaba body milk para hidratarse el cuerpo, pero entonces observó que tenía un arañazo en el costado. «Enriqueta». Y, sin dejar de sonreír, recordó el momento en que había ocurrido. Salió del baño desnudo, se dirigió a su grande y bonita habitación y dijo en alto: —Alexa, pon Dancing in the Dark de Bruce Springsteen. El tema comenzó a sonar y, como siempre que lo escuchaba, Can empezó a moverse al compás de la música mientras se encaminaba hacia su vestidor. Le encantaba aquella canción. A la derecha, la ropa de sport ; a la izquierda, la de trabajo en High Drogo, y al fondo los trajes y las camisas de vestir. Una vez que se puso un bóxer negro, camiseta blanca, vaqueros y se calzó las zapatillas de deporte, fue al salón y miró a Chester . —Vamos, amigo —le dijo al perro—. Tienes que salir a la calle. Diez minutos después, mientras caminaba por el parque Saint James, que estaba cerca de su casa, observaba con curiosidad a las personas con las que se cruzaba y sus sonrisas. ¿Cómo serían sus vidas? ¿Serían felices como aparentaban? En un determinado punto del parque, Can soltó a Chester . El animal correteó durante un rato junto a otros perros mientras Can lo observaba sentado sobre el césped y era consciente de cómo lo miraban algunas mujeres. Vamos, lo de siempre. El teléfono le sonó y, al ver de quién se trataba, descolgó y saludó: —¿Qué pasa, Linterna Verde? Daryl sonrió al oír cómo lo llamaba su amigo. —¿Cuándo vas a dejar eso? —No lo sé… —se mofó Can. Habían pasado meses del desastre que la abuela de su novia le causó en el pelo con aquel tinte verde en Venecia, pero, evitando seguir con el tema, preguntó: —¿Dónde andas? Can observó a su perro corretear y saltar. —En el parque con Chester , ¿y tú? Daryl sonrió y contestó mirando a su alrededor: —En el aeropuerto. Vuelo para Canadá dentro de dos horas. Can asintió y luego musitó tomando aire por la nariz: —El lunes vuelo yo para Tokio. Durante un rato, los dos amigos hablaron y, riendo, Daryl le contó cómo iban los preparativos de su boda con Carol, que se celebraría al cabo de unos meses. —¿Traerá la nonna el ron de marihuana? —preguntó de pronto Can. —¡No jorobes! —Joder, me muero por probarlo. Al oír eso, Daryl soltó una carcajada y, recordando su experiencia con aquella bebida, se mofó: —Por tu bien, si lo trae, ni te acerques a él. —Sinceramente —rio Can—, esta noche me vendría bien algún traguito. —¿Y eso? Mientras recordaba la cena a la que no podía faltar, Can musitó echándose el cabello hacia atrás: —Mis padres y algunos de sus amigos han organizado una cenita de las suyas. —Woooo, colega…, ¡eso huele a encerrona! Él sonrió. Desde hacía tiempo sufría aquel tipo de encerronas por parte de sus progenitores. Les permitía organizarle una cenita al mes. De esa manera, ellos se sentían mejor creyéndose que hacían algo bueno, mientras Can simplemente lo soportaba por ellos. —Lo sé. Ya los conoces. No descansarán hasta que encuentren la mujer ideal para mí. Siguen sin entender que me gusta estar solo y libre. Que así soy feliz. —Eso pensaba yo también hasta que Carol apareció para desbaratarme la vida —afirmó Daryl sonriendo—. Pero, amigo, ahora reconozco que ya no podría vivir sin ella. El comandante Can James Drogo sonrió y, pensando en aquellos dos, afirmó mientras veía a dos chicas pasar por su lado besándose: —Vale, pero lo que te ocurrió a ti no tiene por qué ocurrirme a mí. —Nunca se sabe. Si mal no recuerdo, en una charlaque tuvimos me dijiste que… —Yo sí lo sé —lo cortó Can, consciente de a qué se refería; las mujeres lo agobiaban con sus mensajes continuos. Suspiró y, tras intercambiar la mirada con una mujer que había más allá y que le pestañeó, indicó—: Mira, Daryl, me gusta mi vida. Soy de los que sopesan las cosas mil veces antes de actuar, y que mis padres me busquen la mujer ideal no es algo que me haga ilusión, a pesar de que se lo permita. Lo que tengo claro es que no quiero responsabilidades, y menos aún que nadie coarte mi libertad. —En ocasiones, pensar tanto las cosas como tú haces no es bueno —repuso Daryl—. Además, hay ciertas limitaciones y responsabilidades que merecen la pena. Can sonrió, meneó la cabeza y, cambiando de tema, prosiguieron hablando de otras cosas hasta que se despidieron y quedaron en verse cuando él regresara de Tokio. Una vez que se guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón vaquero, se levantó del suelo y dio un silbido. Chester , al oírlo, enseguida lo miró y, sin necesidad de nada más, el animal corrió hacia su dueño. Lo adoraba. Tras pasar el día tranquilamente en casa leyendo, descansando, dibujando y escuchando música relajante, después de una ducha rápida, Can se dirigió de nuevo a su vestidor. Su madre le había dicho que la cena era formal. Por ello, tras pensarlo mucho, eligió un traje casual azul marino y una camisa blanca. Eso sí, nada de corbata. Por ahí no pensaba pasar. Terminó de arreglarse y se miró en el espejo. La imagen del hombre que se reflejaba en él le gustaba pero, al ver su cabello suelto, decidió recogérselo en su particular moñito de hípster. Su madre lo agradecería. Instantes después, tras despedirse de Chester , cogió las llaves de su Aston Martin Rapide gris oscuro, un coche que disfrutaba conduciendo tanto como cuando pilotaba un avión, y, con una sonrisa de resignación, introdujo en el navegador la dirección que su madre le había enviado por WhatsApp mientras la voz de Alicia Keys sonaba por los altavoces cantando If I Ain’t Got You . Instantes después, arrancó el motor y se dirigió hacia el lugar de la cena. Capítulo 3 En el lujoso y carísimo barrio londinense de Kensington, Albany y Charles Beched atendían a sus invitados en su preciosa y elegante casa. Albany Beched y Mia Drogo, dos mujeres muy diferentes pero amigas desde hacía tiempo, hablaban tranquilamente de sus cosas mientras observaban a Brooke y a Cynthia, hijas de los anfitriones, y la madre de estas decía: —Nada me gustaría más que fuéramos familia. Mia asintió. Deseaba que su único hijo varón se casara y le diera nietecitos, por lo que, mirando a las dos chicas, afirmó: —Sería maravilloso que Can se fijara en cualquiera de tus hijas. Son preciosas. Albany sonrió al oírla. Desde siempre se había encargado de que sus hijas vistieran bien, disimularan sus defectos y potenciaran sus virtudes, por lo que afirmó con orgullo: —Lo son, mi amor…, lo son. Mia conocía a Albany desde hacía años, y aunque sabía de la existencia de sus hijas, hasta ese momento no las había visto. Los maridos sí se conocían, pero los hijos no, y curiosa preguntó: —¿Qué tal Vania por Irlanda? Al pensar en su hija, Albany sonrió. Pero, sin entrar en detalles que a aquella no le interesaban, respondió: —Estupendamente bien. Es arquitecta y tiene muchos proyectos. Mia asintió y, al ver sobre la chimenea una foto familiar, insistió: —¿Vendrá tu otra hija a la cena? ¿Cómo se llamaba…? Albany sonrió con disimulo. Apenas les hablaba a sus amigas de su hija mayor; Sonia y su estilo de vida no eran algo que le gustara comentar con nadie. —Se llama Sonia y, no, no vendrá —respondió—. La quiero, pero es la típica joven que solo me ha dado problemas. Es indomable y exasperante en muchas cosas. —¡Qué horror! —musitó Mia. Albany asintió y luego sonrió. —Pero Brooke y Cynthia están aquí y eso es lo que a ambas nos importa, ¿no? Mia, que, como el resto de las amigas de Albany, había oído hablar de Sonia, sonrió a su vez. Le habría gustado conocer a la díscola hija de aquella. —Por supuesto —convino. No muy lejos de ellas, Charles y Ayaz charlaban cuando este último, tras contestar a un mensaje que había recibido en el móvil, comentó dirigiéndose a su amigo: —Cuando quieras, llámame y te vienes conmigo y los chicos a tomar algo. Lo pasamos muy bien. Charles asintió y, aunque dudaba que lo hiciera, indicó: —Tomo nota. Ayaz sonrió, y en ese mismo momento sonó el timbre de la puerta. Eran Amina y Raissa. Minutos después, tras ser presentadas por su madre a los anfitriones, cuando se acercaron a una mesita para coger algo de beber, Mia se aproximó a ellas y le preguntó con disimulo a Amina: —¿Dónde está vuestro hermano? La joven miró a su madre. Mia era una mujer muy sensible y religiosa, todo la hacía padecer, y desde que habían sufrido la pérdida de su hermana mayor, cosa que afectó al corazón de su madre en todos los sentidos, la familia la trataba con mimo y delicadeza. —Tu Rey está de camino, mamá —suspiró Amina—. No creo que tarde en llegar. —¡Ay, Señor, este muchacho! —suspiró Mia. Entonces la joven, viendo que su madre se retorcía las manos, cuchicheó: —Mamá…, ¡dramitas, los justos! La mujer asintió, y entonces Raissa se les aproximó con unas copas en las manos. —Mamá —terció—, en lo referente a Amélie… —Raissa —la cortó ella—, se acabó. Siempre te dije que esa relación no me gustaba y, mira, no iba desencaminada. Raissa suspiró mientras intercambiaba una mirada con su hermana. Amélie había sido su pareja durante los últimos años, una relación de la que, tras darle muchas vueltas, le habló a su madre, provocándole un gran disgusto, pero con su padre no se atrevió a hacerlo. Aquel era demasiado estricto y convencional en algunos temas y, con seguridad, el día que se enterara de que su hija era lesbiana retumbaría el cielo. De ahí que siguiera sin saberlo. Aun habiendo planeado casarse con Amélie, Raissa no se lo contó a Ayaz. Y casi que hasta se alegraba. A dos meses de la boda, la joven se enteró de que Amélie había comenzado una relación con otra mujer, lo que la destrozó. Terminó con la relación y la boda, y a su manera sabía que se estaba destrozando a sí misma, pero aun así protestó: —Mamáááááááá. —Vamos a ver, hija. Entiendo que a ciertas jóvenes os guste experimentar en la vida. Pues bien, tú ya lo has hecho. Ahora solo espero que te centres y comiences a hacer lo correcto. Si tu padre se entera de esa relación, ¡no quiero ni imaginarme la que puede liar! Eso, sin contar con que ¡es pecado! —Pero mamááááááá —gruñó Amina. Raissa resopló. Para su madre, la gran mayoría de las cosas eran pecado, y su homosexualidad uno de ellos, por lo que, sin ganas de discutir, musitó: —Mira, mamá, me gustan las mujeres y así será hasta que me muera, os parezca bien o no a papá y a ti. ¡Soy lesbiana y pecadora! —¡Cállate! —exigió Mia. Intentaba ocultarle a su marido ciertas particularidades de sus hijas para evitar problemas, pero estas la volvían loca. —Si crees que Can se va a enamorar de una de esas dos, ¡lo llevas claro! — replicó Raissa encendida, incapaz de callar. Amina soltó una carcajada. —Pero si son dos niñas preciosas, finas y con estilo —cuchicheó Mia, mirando a su hija. Raissa asintió. Sin duda aquellas dos muchachas pelirrojas y de ojos claros eran muy guapas, iban perfectamente maquilladas y vestidas, pero sabía que a su hermano aquello no lo iba a impresionar. Así pues, tras intercambiar una mirada con Amina, que opinaba lo mismo, musitó: —Mamá, si lo que pretendes es que Can tenga sexo con ellas, ¡es muy posible! Pero si buscas algo más, ¡va a ser que no! —¡Raissa! —Mamá —añadió Amina—, Raissa tiene razón. Según oyó eso, Mia miró a su otra hija y protestó bajando la voz. —Que conste que tu padre y yo seguimos molestos por tu divorcio con Gary. Por Dios, hija…, ¿cuántos meses habéis estado casados? ¿Cuántos divorcios pretendes acumular a tus espaldas? Las hermanas se miraron. Amina acababa de divorciarse de su tercer marido. —Mamá…, no empecemos—replicó. Mia resopló. Aquella hija suya era una fuente de problemas. Ya llevaba tres bodas y tres divorcios a sus espaldas, por lo que musitó: —Como se te ocurra decir que te vas a casar otra vez…, ¡yo no sé lo que te hago! Y en cuanto a lo que le pueda gustar o no a tu hermano, dejad que sea él quien lo decida, ¿entendido? Ambas hermanas se rieron. Conocían a Can. Y, sí, sin duda aquellas chicas daban el perfil para él, pero en el tema sexo, nada más. Su hermano no buscaba pareja, a pesar de que su madre se empeñara en buscársela. Vivía muy bien como estaba. Soltero, triunfador, con un buen trabajo. No le faltaba de nada. ¿Qué más podía querer? Estaban sonriendo cuando Mia dijo en voz baja: —Haced el favor de dejar de decir tonterías. A esas niñas se las ve educadas, serias y formalitas. —No como nosotras, ¿verdad, mamá? —se mofó Amina. Mia miró a sus hijas. Las adoraba. Las quería por encima de todo, pero no estaba contenta con sus vidas. La una por gustarle las mujeres y la otra porque saltaba de boda en boda como el que cambiaba de zapatos. Se oyó el timbre de la puerta y, segundos después, Can entró en la sala. Mia sonrió al ver a su hijo. Lo adoraba. No solo era guapo y un hombre que llamaba la atención, sino que también tenía unos valores que le encantaban, aunque hasta el momento nunca le había presentado a ninguna mujer. Can se dirigió hacia su padre, al que abrazó con cariño. Y, después de que este le presentara a Charles y se saludaran con empatía, Mia llamó su atención levantando la voz. —¡Can! El aludido sonrió al ver a su madre y, tras disculparse con su padre y con Charles, se acercó hasta ella con aplomo para abrazarla. Can era el más cariñoso de sus hijos, siempre lo había sido y no lo incomodaba demostrar su afecto en público, lo que a Mia le encantaba. Albany, al verlo, se aproximó a ellos y Mia se lo presentó orgullosa. La venezolana sonrió feliz. El hijo de su amiga, además de ser un comandante de vuelo adinerado, culto y elegante, era muy atractivo. Justo el tipo de pareja que alguna de sus hijas necesitaba. Instantes después, del brazo de su madre y Albany, Can se acercó con galantería hasta donde estaban Brooke y Cynthia, que lo recibieron con una sonrisa. Durante unos minutos charló con aquellas desplegando el don de gentes que siempre había tenido para comunicarse con los demás, y, al rato, cuando se alejó, tras intercambiar una mirada cómplice con su padre, que le sonrió, se acercó a sus hermanas y musitó mientras cogía una copa que había sobre una mesa: —¡Socorro! Raissa y Amina sonrieron. —Ah…, Rey —dijo la primera—, esa es tu cruz. La mía es ser la jodida lesbiana oculta de la familia. —¡Cállate o papá te oirá! Y, la verdad, no es el momento ni el lugar —repuso Can. Raissa miró a su progenitor y se encogió de hombros. —Sea cuando sea cuando se entere, nunca será el momento ni el lugar. Los tres hermanos sonrieron y luego Can cuchicheó dirigiéndose a Amina: —Vaya…, lo de Gary ha sido rápido. Ella asintió. —Espero que el divorcio sea más rápido todavía. Divertido, Can resopló. Con sus hermanas nunca se aburría. —¿Alguna nueva víctima en el horizonte? —quiso saber. Amina rio. Sus ojos ya se habían fijado en otro hombre, y Can, entendiendo su sonrisa, le advirtió: —Recuerda: ¡boda no! —Qué le voy a hacer si soy así de enamoradiza y me encantan las bodas — suspiró ella. Can y Raissa se miraron y luego él añadió: —Disfruta del sexo, ¡pero no te cases! —Can…, el amor es imprevisible —soltó Amina—. De pronto conoces a alguien. Sientes que el mundo se detiene, no te lo quitas de la cabeza, solo eres feliz cuando estás con él, incluso ves la vida de color de rosa y oyes violines continuamente. —Por favor… —se mofó Can mirando a Raissa. —¿Quién os dice que no os puede pasar a vosotros mañana mismo? — preguntó Amina al notar que sus hermanos se carcajeaban. —Lo dudo. Una y no más —replicó Raissa recordando el mal momento personal que vivía. Can iba a decir algo cuando Amina insistió: —Imagina que mañana conoces a una mujer que te deja totalmente noqueado… ¿Quién te dice que no será el amor de tu vida? ¿Por qué no casarte y apostar por ello? El comandante sonrió. En la vida se había enamorado. —Os recuerdo, hermanitas, que las viscerales y enamoradizas sois vosotras. Yo soy el que piensa las cosas antes de hacerlas, ¿lo habéis olvidado? Amina y Raissa se miraron, y la segunda soltó: —A la pelirroja de la derecha le hacía yo un favor. —Y al ver que la aludida la miraba y sonreía añadió—: No sé por qué algo me dice que ella también me lo haría a mí. —Raissa… —musitó Can. —Por cierto, hermanito —lo cortó ella—. Hace dos días tuve una gloriosa noche de sexo salvaje con alguien que te conocía… ¿Recuerdas a Tamara? Can la miró. No recordaba a ninguna mujer con ese nombre. —No —respondió. Raissa sonrió y, tras dar un trago a su bebida, dijo rascándose la nariz: —Me dijo que te conoció en un local swinger llamado Bubabe. —¡¿Quééé?! —murmuró Amina. Can, molesto porque sus hermanas se metieran en aquella parcela tan íntima de su vida, iba a protestar cuando, consciente del movimiento que aquella hacía con la nariz, señaló bajando la voz: —Me dijiste que habías dejado la coca. Raissa sonrió al oírlo. —Solo ha sido una rayita para sobrellevar esta insufrible cenita organizada por mamá. —Eso no está bien, Raissa —se quejó Amina. Pero aquella, viendo cómo sus hermanos la miraban, replicó: —Dejad de juzgarme…, ¡joder! —Raissa… —murmuró Can molesto. Amina maldijo. Desde que había sufrido la pérdida de su exnovia, Raissa había cambiado. Había pasado de ser una chica centrada y enamorada a convertirse en todo lo contrario; pero cuando iba a protestar, aquella insistió mirando a su hermano: —Tamara es rubia platino, pelo corto, y algo que seguro que recordarás es que lleva tatuado el rostro de un precioso tigre en el muslo derecho. Al oír eso, Can asintió despacio cayendo en la cuenta, e iba a responder cuando Amina, que no cabía en sí del asombro, cuchicheó dirigiéndose a él: —¿Desde cuándo vas tú a locales swinger ? El comandante maldijo. Odiaba que sus hermanas se metieran en determinadas parcelas de su vida privada. —Tamara me contó que disfrutó de una excelente noche de sexo en cierta habitación del placer de ese local contigo y con varias parejas más —señaló Raissa con mofa. —¡Joderrrrrrr, Cannnnnnnnnnnnnn! —murmuró Amina parpadeando—. Qué fuerteeeeeeee… ¿Te van los tíos también? Sin dar crédito, él respondió viendo que nadie los oía: —Soy heterosexual. —¿Y por qué vas a locales swinger ? —insistió Amina. Molesto con Raissa, que se reía, Can resopló. Desde que su hermana había cortado su relación con Amélie, su vida estaba siendo algo caótica. —Deja la cocaína o al final tendrás un grave problema —la increpó—. Y en cuanto a Tamara, no me importa que te acuestes con mujeres con las que me he acostado yo, pero ¿en serio hace falta airearlo? —Y luego, mirando a Amina, aclaró—: A donde yo vaya o deje de ir no es asunto tuyo. Solo me gustan las mujeres y disfruto del sexo como me da la gana. ¿Entendido? Amina, a quien aquello le parecía algo fuera de lo normal, iba a replicar cuando Brooke y Cynthia se acercaron a ellos y la primera musitó mirando a Can: —Lo sentimos. Sentimos mucho las insinuaciones tontas y anticuadas de mi madre. Sorprendidos, ellos se miraron, y Cynthia añadió: —Entre nosotros…, tengo novio desde hace unos meses. Se llama Israel y si no lo cuento en casa es porque, si mi madre supiera que es celador en un hospital y no neurocirujano como ella quisiera, le daba algo. Can y sus hermanas se miraron, y Brooke indicó dirigiéndose a Raissa: —Tú y yo no nos conocemos, pero tenemos gente en común —y al ver cómo aquella la observaba, añadió—: Soy amiga de Pamela, la que tiene un local de copas para mujeres en Covent Garden llamado Naftaranda. Raissa asintió. —Ya decía yo que me sonaba tu precioso cuerpo… —¡Raissa! —la regañó Amina. Brooke sonrió y, sin parpadear, cuchicheó: —Tú tampoco estás mal.Pero guardemos el secreto. Como ha dicho mi hermana, mi madre es excesivamente exagerada en ciertas cosas. Una carcajada cómplice salió del grupo y luego Amina musitó: —Vaya…, qué alegría ver que sois tan normales como nosotros. Todos rieron de nuevo. Estaba claro que en todas las casas se cocían habas, y Can, tras intercambiar una mirada con Raissa y pedirle tranquilidad y discreción, afirmó: —A partir de este momento comienzo a disfrutar de la noche. Todos soltaron una carcajada y, una vez aclarado aquello, que era importante para ellos, continuaron charlando. En un momento dado, Can recibió una llamada de su amiga Sharon y, disculpándose, salió a la terraza. Cuando desapareció, a los pocos segundos un hombre de pelo canoso entró en la estancia y, mirándolos, dijo con cortesía inglesa: —Señores, cuando quieran pueden pasar al salón para cenar. Encantados, todos se dirigieron allí, donde había una preciosa, fina y delicada mesa con candelabros y flores. Albany era una persona que cuidaba todos los detalles. Le encantaba que todo estuviera en su sitio, y cuando se disponía a indicar dónde debía sentarse cada comensal, sonó el timbre de la puerta. Albany y su marido, que todavía no habían entrado en el salón, se miraron y este, sin percatarse de que Can estaba en la terraza, dijo dirigiéndose a su mujer: —Serán Sonia e Ibiza. Al oír eso, Albany parpadeó. —¡Ay, mi amor! —protestó. Charles, que imaginaba de antemano su reacción, ni siquiera se inmutó. —¿Sabías que iban a venir? —preguntó ella. —Sí. Oír eso hizo que Albany nombrara a todos los santos que conocía, y a continuación preguntó: —Vendrán solas, ¿verdad? Si a su hija se le ocurría presentarse esa noche con Ginger, aquel asiático tan horrorosamente amanerado, o con alguna de sus escandalosas amigas drags , ¡la mataría! —No lo sé, Albany —contestó Charles. La venezolana cerró los ojos. Su marido y su hija la iban a volver loca. —Al menos le dirías que es una cena de gala, ¿no? —gruñó. Charles negó con la cabeza sonriendo y Albany maldijo al verlo. —Oh, Dios, Charles… El hombre no respondió. Los planes que tuviera su mujer en cuanto a aquella cena no le interesaban tanto como ver a su hija y a su nieta, y cuando iba a hablar Albany soltó: —No hay sitio para todos en la mesa, mi amor. Charles sonrió. En su casa y en su mesa siempre habría sitio para todas sus hijas y, sin darle importancia, indicó: —Pues ya puedes ir haciéndolo…, mi amor . En ese instante, Can, que había oído su conversación al entrar de la terraza, se acercó a ellos y Albany cambió el gesto y le dirigió una sonrisa. —Por favor, pasa al salón con mi marido y sentaos. Él pasó junto a ellos siendo consciente de lo que había oído; segundos después se oyó la voz de una niña que gritaba: —¡Papuchiiiiiiiiiiiiiiii! Al mirar, todos vieron cómo una pequeña con una gorra negra en la cabeza, vestida con un pantalón negro de deporte y una camiseta roja, se tiraba a los brazos de aquel impecable hombre y este la asía con amor mientras Albany protestaba. —Te va a ensuciar el traje, Charles. Pero a Charles eso era lo que menos le preocupaba, e Ibiza, al oír a su abuela, indicó mirándola: —Abu …, no dramatices. Tienes lavadora. Ese comentario hizo sonreír a todo el mundo; entonces el casco rojo que la niña llevaba en las manos se cayó al suelo y Can se apresuró a cogerlo mientras Charles preguntaba: —¿Qué tal el partido? La niña sonrió al oírlo. —Los hemos machacado. —¿Algo nuevo con Gus? —preguntó el hombre. Ibiza sonrió. Gus era un compañero de equipo con el que tenía cierta rivalidad, y bajando la voz explicó: —Me ha tirado al suelo, pero luego se lo ha comido él: ¡empate! Charles y su nieta chocaron las manos horrorizando a Albany, y luego la niña, mirando a quien tenía su casco, dijo extendiendo las manos: —Es mío. ¿Me lo das? Can asintió y, dando un paso hacia aquella y su abuelo, preguntó: —¿Juegas a hockey ? —Sí —asintió la niña—. Soy delantera y algún día seré profesional. —Qué mona. —Mia sonrió al oír a la pequeña. Sonia, que entraba en ese instante, al oír aquella voz que no conocía se paró para mirarlo con curiosidad. ¿Quién era ese tipo tan impresionante y sexy del moñito hípster? Sin ser vista, recorrió con la mirada a aquel hombre al que no conocía mientras en su mente, de manera incomprensible y como si viviera en una película, comenzó a sonar la canción Soy yo de Luis Miguel. Sin saber por qué, sintió que el corazón se le aceleraba en décimas de segundo. Pero ¿qué le ocurría? Y, regañándose a sí misma, continuó su camino mientras sonreía y se preguntaba qué hacía pensando en esa romántica canción. —Ibiza, mi amor. Eres una niña, una señorita —regañó Albany a su nieta al oírla—. ¡No digas tonterías! ¿Cómo vas a ser eso? —Abu …, mami, Ginger y las Ladies dicen que puedo ser lo que quiera — replicó la pequeña. —¡Cuánta tontería! —musitó la mujer intentando disimular su malestar y suplicando al cielo que nadie preguntara quiénes eran «las Ladies». Aquella seguridad en la niña hizo que Can sonriera todavía más, hasta que de pronto oyó decir a su lado: —Vale, mamá, ¡no empecemos! Ibiza, C. E. P. y ven. Como su madre le había pedido, la niña cerró el pico. —Vamos a lavarnos las manos —dijo aquella y, con una sonrisa, saludó levantando la mano—. ¡Hola a todos! Encantada de conocerlos. Al lado de Can había una chica morena de pelo recogido en una coleta alta, con los ojos oscuros algo achinados y una graciosa sonrisa. A diferencia del resto de los presentes, que iban de punta en blanco, aquella vestía una camiseta básica blanca, pantalones tobilleros negros, zapatillas y bolsa de deporte al hombro. Estaba claro de dónde llegaba. Y, mirando a Can, dijo quitándole el casco de las manos para meterlo en la bolsa de deporte: —Ahora tú también tendrás que lavarte las manos. —Eso parece —afirmó él divertido. Rápidamente Brooke y Cynthia se acercaron a saludar a la recién llegada, que con una bonita sonrisa las abrazó y las besuqueó con mimo, y en cuanto terminaron los saludos, Charles, que todavía tenía en brazos a la niña de sus ojos, las presentó: —Amigos, ellas son nuestra hija mayor, Sonia, y mi nieta, Lady Mini Stark. Albany resopló al oírlo. —Nuestra nieta se llama Ibiza, no Lady Mini Stark. —¡Jo, abu ! —protestó la niña. Mia, la madre de Can, escaneó con curiosidad a aquella muchacha cuyo físico nada tenía que ver con sus hermanas ni con su madre. Curiosamente, estaba conociendo a la díscola hija de su amiga, que era morena y curvilínea, una chica normal. En su mirada vio vida y alegría, y eso le gustó. Sonia, que se había percatado de cómo aquella amiga de su madre la miraba, soltó con una sonrisa: —Cuando me duche seré pelirroja, alta y estilosa. —¡Sonia! —protestó Albany al oírla mientras Mia sonreía por el ingenio de aquella. Divertida, la joven sonrió a su padre, que le guiñó un ojo, y cogiendo a su hija en brazos repitió: —Vamos a lavarnos las manos, ¡que tenemos hambre! —Te acompaño —indicó Albany apurada al ver cómo Mia las observaba. Una vez fuera del salón, Albany gruñó mirando a su hija. —¿Se puede saber cómo se te ocurre aparecer así, sin avisar? —Avisé a Papuchi —respondió Sonia mientras dejaba a la niña en el suelo. Albany maldijo y aquella, riendo por las ocurrencias de su padre, cuchicheó: —Vale…, no te dijo nada. —No…, ¡no me lo dijo! Ay, mi amor. Tú y tu padre me vais a matar a disgustos, ¡esto es un desastre! Sonia y su hija se miraron, y la primera, mirando a su madre, musitó: —Mamá, tampoco te pases. Pero Albany, que estaba sumida en su mundo, soltó incapaz de callar: —Sonia, por el amor de Dios. ¿Acaso no has visto que esto es una cena formal? Y mirad cómo venís vestidas. —J. C. L. A. —farfulló Ibiza rascándose la rodilla. Sonia sonrió. Aquello significaba «jo, con la abuela», y Albany, al no entenderlo, protestó mirando a la niña: —Ibiza, te he dicho mil veces que no me gusta que hables así ni que te rasques de ese modo. —¿Por qué? —Porque espero de ti que seas
Compartir