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A_que_estas_esperando_Megan_Maxwell - Joana Hernandez

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Can	Drogo,	piloto	e	hijo	del	dueño	de	la	empresa	aeronáutica	High	Drogo,	es
un	hombre	alto,	guapo,	adinerado,	simpático…	Puede	elegir	a	la	mujer	que
desee,	y	aunque	disfruta	de	esa	«magia	especial»	con	la	que	le	ha	dotado	la
vida,	en	su	interior	siente	que	todas	lo	aburren.
Por	su	parte,	Sonia	Becher	es	la	mayor	de	cuatro	hermanas	y	la	propietaria	de
una	empresa	de	eventos	y	de	una	agencia	de	modelos.
Can	ve	en	ella	a	una	chica	divertida,	atrevida,	sin	tabúes,	con	la	que	se	puede
hablar	de	todo,	incluido	de	sexo,	pero	poco	más,	pues	considera	que	no	es	su
tipo.	Hasta	que	un	día	las	sonrisas	y	las	miradas	de	la	joven	no	van	dirigidas	a
él,	y	eso,	sin	saber	por	qué,	comienza	a	molestarlo.
¿En	serio	Sonia	va	a	sonreír	a	otros	hombres	estando	él	delante?
Sexo.	Familia.	Diversión.	Locura.	Todo	esto	es	lo	que	vas	a	encontrar	en	¿A
qué	estás	esperando	?,	una	novela	que	te	hará	ver	que,	en	ocasiones,	tu
corazón	se	desboca	por	quien	menos	esperas	sin	que	puedas	frenarlo.
Megan	Maxwell
¿A	qué	estás	esperando?
ePub	r1.0
Titivillus	25-11-2020
Título	original:	¿A	qué	estás	esperando?
Megan	Maxwell,	2020
	
Editor	digital:	Titivillus
ePub	base	r2.1
En	ocasiones,	cuando	menos	te	lo	esperas,	conoces	a	personas	y	ocurren
situaciones	increíbles	que	te	hacen	ver	que	las	cosas,	como	poco,	pueden
volver	a	ser	bonitas.	Solo	de	nosotros	depende	el	deseo	de	cambiarlas	o	no.
	
Siempre	digo	que	la	positividad	llama	a	la	positividad	y,	por	eso,
esta	novela	va	dedicada	a	todas	esas	Guerreras	y	esos	Guerreros	que,
como	yo,	siguen	creyendo	en	el	amor	y	en	esa	frase
que	dice	que	quien	tiene	magia	no	necesita	trucos.
	
Un	beso	para	todos,	¡y	viva	la	magia!
	
MEGAN
Nota	de	la	autora
Hola,	Guerreras/os:
Quería	contaros	que	justamente	comencé	a	escribir	esta	novela	cuando,	por
desgracia,	apareció	en	nuestras	vidas	el	famoso	covid-19,	que	en	poco	tiempo
se	convirtió	en	una	terrible	pandemia.
Durante	los	primeros	días	de	confinamiento,	que	coincidieron	con	el	inicio	de
la	novela,	me	surgió	una	duda.	¿Debía	meter	el	covid	en	la	trama	o,	por	el
contrario,	debía	omitirlo?
Pues	bien,	lo	sopesé	y,	como	escribo	ficción,	decidí	que	el	virus	NO
apareciese.	A	mi	manera,	saqué	mi	espada	de	guerrera,	me	encaré	a	él	y	le
dije:	«¡Tú	aquí	no	entras!».	Y…	no	entró.
No	quería	que	estuviera	presente	porque	deseaba	que	los	personajes
pudieran	vivir,	viajar,	disfrutar	del	sexo	y	amar	con	la	normalidad	que
cualquiera	de	nosotros	tenía	antes	de	que	el	virus	entrara	en	nuestras	vidas.
Os	explico	este	detalle	porque	seguramente	alguno	podría	pensar	por	qué	el
covid	no	aparece	en	la	novela	si	está	ambientada	en	2020.	Pues	bien,	la	razón
es	la	que	os	acabo	de	dar:	porque	mi	lado	guerrero	decidió	que	no.
Una	vez	aclarado	esto,	quiero	dar	mi	más	sentido	pésame	a	todos	aquellos
que	habéis	perdido	a	algún	familiar	o	ser	querido	en	este	tiempo	por	culpa	del
virus.	Sin	duda	lo	sucedido	es	terrible,	y	os	mando	toda	la	fuerza	del	mundo	y
todo	mi	cariño.
También	deseo	agradecer	a	TODAS	las	personas	anónimas	y	profesionales
que	han	estado	al	pie	del	cañón,	y	siguen	estando,	ayudando,	protegiendo	y
salvando	millones	de	vidas	todos	los	días	mientras	exponen	las	suyas.
GRACIAS…,	GRACIAS	Y	MILLONES	DE	GRACIAS.	Sois	nuestros	héroes	y,	sin
vosotros,	¡nosotros	no	somos	nada!
Aplaudir,	hemos	aplaudido	durante	muchos	meses	a	la	hora	indicada	para
demostrar	nuestro	agradecimiento,	pero	ahora	toca	ayudar	a	esos	héroes
cumpliendo	con	lo	que	nos	piden,	para	que	entre	todos	podamos	vencer	al
virus.	Así	pues,	unámonos	y	vayamos	todos	a	una.	Es	la	única	manera	de	que
esta	maldita	pandemia	pueda	terminar.
Un	beso	muy	grande,
MEGAN
Capítulo	1
El	desfile	de	moda	«Vida	Brillante»,	organizado	por	diversos	diseñadores	de
renombre	a	nivel	mundial	para	recaudar	fondos	para	la	investigación	de
enfermedades	raras,	estaba	a	punto	de	comenzar.
La	sala	de	eventos	londinense	estaba	llena	a	reventar	de	todo	tipo	de
personas:	famosos,	no	famosos,	fotógrafos,	periodistas…	Nadie	quería
perderse	el	gran	acontecimiento.
El	backstage	era	un	hervidero	de	gente	que	corría	de	un	lado	para	otro,
mientras	por	los	altavoces	sonaba	la	voz	de	Lady	Gaga	cantando	Stupid	Love	.
El	caos	controlado,	los	nervios	templados	y	las	prisas	de	última	hora	se
fusionaban	con	las	ganas	de	que	comenzara	el	espectáculo	y	con	los	deseos
de	brillar.
Sonia	Beched,	una	sonriente	joven	morena,	acababa	de	saludar	a	una	amiga
y,	cuando	volvía	hacia	el	box	donde	estaba	su	gente	tras	pasar	por	el	aseo,	se
cruzó	con	Luis	Guzmán.	Aminorando	ambos	el	paso,	se	hablaron	con	la
mirada,	intercambiaron	una	sonrisa	y,	tras	echar	un	vistazo	a	un	pasillo	de	la
derecha	donde	había	una	puerta,	se	dirigieron	hacia	allí	con	disimulo.
Una	vez	dentro	del	reducido	espacio,	cerraron	la	puerta	y	se	miraron.	Era	un
pequeño	probador	con	un	espejo.	Sonriendo,	se	acercaron	el	uno	al	otro	y
ella,	al	notar	cómo	él	le	pasaba	las	manos	por	la	cintura,	murmuró	en	un
perfecto	español:
—Si	me	estropeas	el	maquillaje	o	el	peinado,	Ginger	te	matará	y	yo	te
remataré.
Luis	rio.	Ella	también.	Sonia	y	él	eran	amigos	especiales	desde	hacía	tiempo.
Esa	clase	de	amigos	que	no	se	daban	problemas,	no	interferían	en	la	vida	del
otro,	no	exigían	nada,	pero,	cuando	lo	deseaban,	disfrutaban	de	un	sexo
divertido	y	sin	complicaciones.
En	décimas	de	segundo,	la	temperatura	en	el	pequeño	cuarto	subió	varios
grados.	No	hacía	falta	hablar.	No	hacía	falta	decir	nada.	Ambos	sabían	lo	que
deseaban.
Las	manos	de	Luis	ascendían	por	los	muslos	de	Sonia	mientras	ella,	gustosa,
le	tocaba	el	trasero,	que	tenía	duro	y	muy	apetitoso.
Sin	apartar	su	boca	de	la	piel	de	él,	bajó	con	la	lengua	por	su	cuello	y,
separándose	unos	milímetros,	musitó:
—Tengo	menos	de	cinco	minutos.
—Nos	sobrarán	tres	—respondió	Luis	con	una	sonrisa.
Divertida	por	aquello,	ella	rio	mientras	sentía	cómo	la	mano	de	él	se	perdía
dentro	de	sus	bragas.
¡Sí!	Eso	era	lo	que	deseaba.
Luis,	caliente,	paseó	el	dedo	con	delicadeza	por	el	ya	hinchado	clítoris	de	la
joven	mientras	ella	recorría	con	la	mano	su	abultada	erección.	Abrió	su
pantalón,	apartó	el	calzoncillo	y,	agarrando	con	decisión	su	duro	pene,	lo
acarició.
Placer	por	placer.	Ese	era	su	trato.	No	había	más.	Y,	cuando	ambos	jadearon
tremendamente	excitados,	él	murmuró:
—Te	besaría,	pero	sé	lo	rarita	que	eres	para	eso.
Sonia	asintió.	Desde	hacía	tiempo	no	daba	besos	profundos.	Daba	picos	en	la
boca.	Era	cariñosa.	Sensual.	Pero	evitaba	los	besos	intensos.	Era	algo	que,	sin
saber	por	qué,	se	guardaba	para	ella	misma	desde	que	pasó	lo	de	Manuel.
—Sabes	que	esto	suele	ser	más	largo,	pero…
Sin	necesidad	de	más	palabras,	la	joven	lo	entendió.	Deseaba	sexo	y,	tan
acalorada	como	él,	musitó:
—Hagámoslo.	No	hay	tiempo.
Sonrieron.	Sus	miradas	plagadas	de	morbo	y	complicidad	los	excitaban	cada
vez	más,	hasta	que	Sonia,	dándose	la	vuelta,	se	puso	de	cara	al	espejo	y	clavó
la	mirada	en	él.
Con	cuidado	y	mimo,	Luis,	que	ya	tenía	su	duro	pene	fuera,	se	sacó	un
preservativo	de	la	cartera,	que	llevaba	en	el	bolsillo	del	pantalón,	y	se	lo
colocó.	Luego	la	besó	en	el	cuello.
A	continuación,	le	terminó	de	levantar	el	corto	vestido	de	lentejuelas	azules
que	ella	llevaba,	le	bajó	las	tupidas	medias	negras	hasta	los	tobillos,	echó
hacia	un	lado	las	braguitas	y,	tras	colocar	su	duro	pene	en	la	entrada	de	su
vagina,	la	penetró.
Ambos	jadearon.	El	placer	y	el	morbo	del	momento	al	oír	el	ruido	de	la	gente
al	otro	lado	de	la	puerta	los	excitaba	muchísimo.
Entregados	al	disfrute,	gozaban	de	lo	que	hacían	sin	pensar	en	nada	más.
Luis,	gustoso,	la	agarró	de	la	cintura	para	que	no	se	moviera	mientras	se
introducía	una	y	otra	vez	en	su	mojada	vagina	y	ella	se	entregaba	a	él.
Hechizada	por	el	momento,	Sonia	se	dejó	hacer.	Deseaba	aquello,	lo	deseaba
con	todo	su	ser.	Y,	al	sentir	el	pecho	de	él	totalmente	pegado	a	su	espalda,
musitó	gozosa:
—Sí…,	no	pares.
A	Luis	lo	enloqueció	su	orden,	sintiéndose	a	cada	segundo	más	duro,	fuerte	y
rápido.	Cada	embestida	que	daba	hacía	gemir	de	gusto,	placer	y	locura	a	la
joven.
—Cierra	los	ojos	—lepidió	mirándola	a	través	del	espejo.
Ella	lo	hizo	sin	dudarlo	y	él,	juguetón,	musitó	en	su	oído:
—Hay	un	hombre	que	nos	está	mirando	y,	por	su	expresión,	diría	que	le	gusta
cómo	te	follo.
Imaginar	eso	hizo	que	Sonia	jadeara.
—Sí…
—Creo	que	desearía	estar	en	mi	lugar…	—susurró	Luis	cada	vez	más	excitado.
Pensarlo	la	provocaba,	la	acaloraba,	le	hacía	querer	más.
En	ocasiones,	Sonia	acudía	sola	o	acompañada	a	un	spa	swinger	muy
exclusivo	llamado	Zafiro,	al	que	había	ido	varias	veces	con	Luis,	donde,
olvidando	su	lado	romántico,	se	dedicaba	a	disfrutar	del	sexo	sin	más.	Estaba
soltera,	así	que,	¿por	qué	no	hacerlo	con	quien	quisiera?
Siempre	que	había	ido	sola	encontraba	un	hombre	con	el	que	disfrutar,	y
cuando	iba	acompañada	de	algún	amigo	también	hallaba	a	quien	quisiera
mirar	mientras	lo	hacían.	Aún	no	había	probado	las	orgías,	ese	era	un	tema
que	tenía	pendiente	y	que	solo	haría	cuando	ella	así	lo	decidiera.
En	ese	instante	Luis	aceleraba	sus	embestidas,	firmes	y	profundas,	y	ambos
contenían	sus	ruidosos	jadeos	para	que	no	los	oyeran.
Se	miraban	a	través	del	espejo	con	lujuria	y	perversión	y	sonreían	cuando	él,
cerrando	los	ojos,	supo	que	estaba	a	punto	de	correrse	y	Sonia	también	se
dejó	ir	gustosa.	Cuando	el	caliente	momento	acabó,	dejándolos	rendidos	y	sin
aliento,	se	miraron	de	nuevo	a	través	del	espejo.
—Colosal	—aseguró	él.	El	sexo	repentino	y	casual	como	ese	siempre	era
divertido.
Tras	salir	de	ella,	Luis	se	quitó	el	preservativo	y	Sonia,	que	por	suerte	llevaba
un	paquete	de	clínex	en	la	mano	porque	regresaba	del	baño,	sacó	uno,	se	lo
entregó	y	él	se	limpió.	Ella	también	lo	hizo	y,	luego,	tras	subirse	las	bragas	y
las	medias	y	recolocarse	el	vestido,	le	guiñó	un	ojo.
—Opino	lo	mismo	—afirmó.
Estaban	sonriéndose	cuando	comenzó	a	sonar	por	los	altavoces	la	canción
Material	Girl	de	Madonna.	Quedaba	poco	para	que	empezara	el	desfile.	Por
ello,	Sonia	dijo	tras	darle	un	rápido	pico	en	la	boca:
—Primero	salgo	yo.
Luis	asintió.	Después	la	joven	abrió	la	puerta	y	salió	del	reducido	probador	sin
ser	vista	por	nadie	con	una	sonrisa	en	la	boca.	Lo	había	pasado	bien.
Iba	caminando	hacia	donde	estaba	su	gente	cuando	se	encontró	con	varios	de
sus	modelos.	Desde	hacía	unos	años	era	la	propietaria	de	una	agencia	de
organización	de	eventos	junto	con	Ginger,	una	empresa	que	ya	funcionaba
sola	por	el	buen	hacer	de	sus	dueños	y	que,	años	atrás,	habían	ampliado	para
la	representación	de	cierta	clase	de	modelos,	entre	ellos,	la	propia	Sonia.
—Halleloo!
Al	oír	eso,	sonrió.	La	primera	vez	que	había	oído	esa	mágica	palabra	había
sido	en	la	televisión,	y	la	dijo	Shangela	Laquifa	Wadley,	una	increíble	drag
queen	estadounidense	a	la	que	sus	amigos	y	ella	seguían	a	través	de	las	redes
sociales.	¡Una	reina,	como	diría	Ginger!
Divertida	por	aquello,	miró	hacia	atrás	y	vio	que	quien	había	dicho	la	palabra
era	Minerva,	más	conocida	como	Reina	Negra	,	una	impresionante	a	la	par
que	guapa	mujer	transgénero	de	orígenes	africanos,	amiga	suya.
Minerva	se	acercó	a	ella	moviendo	con	sensualidad	las	caderas	y,	al	ver	cómo
una	mujer	que	pasaba	por	allí	la	escaneaba	de	arriba	abajo,	afirmó	sonriendo:
—Sí,	cariño,	lo	sé:	Beyoncé	es	idéntica	a	mí.
Al	oírla,	Sonia	se	carcajeó.	Si	algo	tenía	Reina	Negra	muy	subido	era	la
autoestima.	Pero,	la	verdad,	podía	tenerla,	porque	era	un	mujerón
impresionante.	Y,	sí,	podría	ser	la	gemela	de	Beyoncé.
Tras	ella	caminaban	Henry,	Sean,	George	y	Robbie,	más	conocidos	dentro	del
mundo	drag	como	la	Bella	Despierta,	Marylycra,	Lola	Mento	y	Divinicienta	.
Se	trataba	de	otros	amigos	gais	que	durante	el	día	ejercían	distintos	oficios,
pues	dos	de	ellos	eran	cocineros,	otro	cartero	y	otro,	vendedor	de	perfumes,
y,	por	la	noche,	en	O’Pera,	el	local	de	Lola	Mento,	disfrutaban	de	su	faceta
como	drag	queens	.
Como	siempre,	llegaban	riéndose	del	mundo	en	general,	el	buen	humor	era	su
sello	de	identidad,	y	Sonia	los	abrazó	feliz.	Pero,	al	ver	que	faltaba	Renato,
preguntó:
—¿Y	la	Moratones?
Aquellas,	vestidas	de	colores	estridentes	y	plumeríos	variados	dignos	de	la
ocasión,	intercambiaron	una	mirada	y	luego	la	Bella	Despierta	respondió:
—Ha	dicho	que	iba	a	retocarse	de	nuevo.
—Ya	sabes	que	es	excesivamente	presumida	—indicó	Lola	Mento.
Las	altas	y	divinas	drag	queens	sonreían	a	la	vida	cuando	Marylycra	comentó
mirándolas:
—Como	sabéis,	no	me	gusta	cotillear	—al	oír	eso,	todas	se	echaron	a	reír.	Si	a
alguien	le	gustaban	los	cotilleos	era	precisamente	a	ella—,	pero	el	técnico	de
luces	de	la	derecha,	ese	madurito	que	lleva	un	fantástico	chaleco	de	cuero
rojo,	fue	en	su	tiempo	novio	de	Gusanita	la	Francesa,	que	en	paz	descanse.
—Mi	madre	drag	—musitó	Divinicienta	al	recordar	que	aquella	fue	quien	la
ayudó	por	primera	vez	a	vestirse	de	drag	queen	.	Eso	era	una	madre	drag	.
De	inmediato,	todas	miraron	hacia	donde	Marylycra	indicaba.	El	madurito	del
chaleco	de	cuero	rojo	estaba	muy	bien,	y	Reina	Negra,	consciente	de	que	ella
estaba	con	el	que	fue	durante	años	el	churri	de	la	drag	fallecida,	afirmó:
—Gusanita	siempre	tuvo	muy	buen	gusto.
—Y	tanto	—convino	Lola	Mento.
Estaban	hablando	sobre	aquello	cuando	Reina	Negra	se	mesó	con	sensualidad
su	largo	y	cardado	pelazo.
—Que	sí,	hija,	que	sí…	—murmuró	Divinicienta—,	todas	sabemos	que	es
natural.
De	nuevo	rieron,	y	entonces	la	Bella	Despierta,	al	ver	cómo	aquella	miraba	al
hombre	del	chaleco	rojo,	cuchicheó:
—¿Oteando	nuevos	horizontes?
Reina	Negra	rio.	La	relación	que	desde	hacía	tiempo	mantenía	con	un	hombre
no	estaba	pasando	por	su	mejor	momento,	pero	respondió	mirándose	el
carísimo	pedrusco	que	aquel	le	había	regalado:
—Seguimos	muy	felices,	¡so	perra!	Pero	tengo	ojos	y	me	gusta	mirar.
—Yo	estoy	in	love	con	el	modelo	del	pelo	violeta	—comentó	Marylycra—.	Por
un	revolcón	con	él	sería	capaz	de	cualquier	cosa.
Todas	miraron	hacia	donde	aquella	señalaba,	y	Lola	Mento	preguntó	al	ver
que	aquel	muchacho	no	debía	de	tener	más	de	veinte	años:
—¿Ahora	vas	de	sugar	daddy	?
Al	oír	eso,	Sonia	sonrió.	Se	llamaba	sugar	daddies	a	los	hombres	que	se
relacionaban	con	jovencitos	que	podrían	ser	sus	hijos	a	cambio	de	dinero.
—¡Zorra!	—replicó	Marylycra	sonriendo.
—Halleloo!	¡Ya	estoy	aquí!	—saludó	la	Moratones	al	llegar.
Sonia	se	apresuró	a	besarla,	pero	una	chica	se	aproximó	a	ella	para
preguntarle	algo	y	esta,	tras	atenderla,	miró	a	sus	amigas	y	preguntó:
—¿Qué	os	parece	lo	que	hemos	organizado?
Aquellas	asintieron,	lo	que	veían	les	gustaba,	y	Marylycra	afirmó:
—Me	encanta,	nena.	Como	siempre,	sois	los	mejores.
—¿Dónde	están	Ginger	Pink	y	Lady	Mini	Stark?	—preguntó	Reina	Negra.
Sonia,	al	saber	que	preguntaban	por	Ginger,	su	socio,	y	por	su	hija,
respondió:
—En	el	box,	ultimando	detalles.
En	ese	momento	pasó	junto	a	ellos	un	modelo	guapísimo	y	la	Moratones
intercambió	una	mirada	con	él	y	sonrió	con	coquetería.
—Uf…,	qué	calor	hace,	¿no?	—musitó.	Todas	la	miraron	y	a	continuación	ella
soltó	moviendo	sus	pestañacas	violetas—:	¡¿Qué?!
Sin	dar	crédito	a	su	descaro,	las	demás	rieron	y	la	Bella	Despierta	replicó:
—¿Cómo	que	qué	calor,	so	perra?	¿En	serio	te	estabas	retocando	o	dándote
un	revolcón?
La	Moratones	no	contestó,	y	Marylycra	preguntó:
—¿Bóxer	o	eslip?
La	Moratones	miró	entonces	con	gracia	a	Lola	Mento	y	suspiró.
—Bóxer	negro.
El	grupo	estalló	en	risas.	Con	ellas	era	imposible	no	reír.
—Vamos	—dijo	entonces	Sonia—.	Id	para	el	escenario.	Os	toca	abrir	el	evento.
Dicho	eso,	todas	volvieron	a	besarla	y,	una	vez	que	se	marcharon,	ella
prosiguió	su	camino.	Se	encontró	con	varias	de	las	modelos	de	su	agencia	y,
dirigiéndose	a	Eva,	que	estaba	guapísima,	preguntó:
—¿Todo	bien?
—¡Más	que	bien!	—respondió	esta	sonriendo	y	guiñándole	un	ojo.
Acompañada	por	sus	modelos,	Sonia	lo	observaba	todo	a	su	paso	mientras
tarareaba	la	canción	que	sonaba,	que	no	era	otra	que	Love	on	the	Brain	de
Rihanna.
—¡Soniaaaaaaaaaaaa!	—oyó	de	pronto.
Levantó	la	vista	y	de	inmediato	pensó:	«¡Mierda!».	Quien	la	llamaba	era	la
guapa	pero	insufrible	Casandra,	una	modelo	alemana	a	la	que	conocía	desde
hacía	años	y	con	la	que,	por	norma,	las	cosasnunca	terminaban	bien.
Sonia	se	detuvo	por	cortesía.	Las	modelos	que	la	acompañaban	también,	y
Casandra,	acercándose	a	ellas,	señaló	con	sorna:
—¡Qué	monas!
—Gracias	—repuso	Sonia	preparándose	para	el	ataque.
Casandra	sonrió.
—Cuando	he	visto	a	las	drag	queens	y	a	cierto	tipo	de	modelos,	¡me	he
sorprendido!	Y,	bueno,	he	pensado	que	seguro	que	estarías	por	aquí.
Sonia	asintió.	Sabía	por	qué	lo	decía.	«¡Bruja!»
Y,	mirando	a	las	chicas	que	esperaban	a	su	lado,	indicó:
—Id	con	Ginger	a	que	os	dé	los	últimos	retoques	en	el	maquillaje	y	luego	al
first	view	.	Yo	voy	enseguida.
Aquellas	asintieron	y	se	alejaron	conscientes	de	que,	tras	el	último	retoque	de
Ginger,	debían	pasar	por	el	first	view	,	que	no	era	otra	cosa	más	que	la	foto
final	con	el	look	completo	del	desfile,	realizada	por	un	fotógrafo	profesional.
Una	vez	que	se	marcharon,	Sonia	volvió	a	mirar	a	la	modelo	alemana	y
preguntó	aun	sabiendo	cuál	sería	su	respuesta:
—¿Y	se	puede	saber	por	qué	te	has	sorprendido?
Casandra,	una	guapa	rubia	de	metro	ochenta	y	seis,	piernas	kilométricas	y
cuerpo	increíble,	se	tocó	su	peinado	y	reluciente	cabello	mientras	sonreía.
—Cielo,	sois	modelos	curvies	…
Ese	«sois»	la	incluía	a	ella	aunque	no	participara	en	el	desfile,	cosa	que	le
gustó.
—¡¿Y…?!	—repuso.
Casandra	no	respondió.	Su	cerebro	de	mosquito	cuando	le	soltaban	algo	así
no	le	daba	para	más.
—¿Para	quién	desfiláis?	—preguntó	a	continuación.
—Para	Gus	Lapierre	—afirmó	Sonia.
Casandra	asintió	y	luego	frunció	el	ceño.
—¿Y	desde	cuándo	Gus	Lapierre	hace	tallas	grandes?
A	Sonia	le	revolvió	las	tripas	oír	eso	y,	como	siempre	que	se	enfadaba,	musitó
en	español:
—Con	lo	guapa	que	eres	y	el	tipazo	que	tienes,	hay	que	ver	lo	imbécil	que
llegas	a	ser…
Estaba	harta,	cansada,	agotada	de	aquellos	comentarios	maliciosos.	Muchas
modelos	como	Casandra,	tan	perfectas,	eran	puro	veneno,	aunque	por	suerte
no	todo	el	mundo	era	así.
Ella	misma	utilizaba	una	talla	44	y	en	ocasiones	una	46,	¿y	qué?	¿Cuál	era	el
problema?	¿Acaso	era	menos	mujer	o	menos	sexy	que	aquellas	que	tenían	una
34?
Con	ganas	de	arrancarle	las	extensiones,	la	miró	pero	se	contuvo.	No	era	el
momento	ni	el	lugar.	Era	una	profesional	y,	sobre	todo,	una	mujer	segura	de
su	talla	y	de	sus	curvas.
Si	se	había	embarcado	en	Class	and	Diversity,	o	C&D,	como	se	los	conocía,
había	sido	para	dar	visibilidad	a	personas	que,	como	ella,	tenían	tallas	y
cánones	de	belleza	diferentes	de	los	establecidos.
El	eslogan	de	su	agencia	de	modelos	era	«Ser	persona	es	mi	gran	valor»,	un
lema	fuerte,	seguro	y	contundente,	por	lo	que,	sin	importarle	lo	que	aquella
imbécil	pensara,	preguntó:
—Casandra,	¿para	quién	desfilas	tú?
—Para	la	inigualable	Margot	Cussini.
Sonia	sonrió	con	malicia.	Aquella	idiota	se	lo	ponía	a	huevo.	Como	era	parte
de	la	organización	de	aquel	evento,	se	enteraba	de	todo	lo	que	ocurría,	y,
dispuesta	a	ser	perversa	y	sibilina	como	aquella,	dijo	bajando	la	voz:
—¿Y	Margot	Cussini	sabe	que	ayer	te	cepillaste	a	su	marido	en	los	baños	de	la
segunda	planta?
El	gesto	de	Casandra	cambió	en	cuestión	de	segundos.
El	día	anterior,	tras	ajustarse	la	ropa	que	llevaría	en	el	desfile,	fue	consciente
de	cómo	el	marido	de	la	diseñadora	la	miraba	y	eso	le	gustó.	Total,	que
acabaron	en	el	baño.	Lo	que	ignoraba	era	que	alguien	los	hubiera	visto,	lo
cual	era	un	desastre.
Que	aquella	lo	supiera	significaba	que	otros	también	podían	saberlo;	Sonia,
consciente	de	la	maldad	que	había	soltado,	cuchicheó	sonriendo:
—Por	tu	bien,	querida	Casandra,	mantén	tus	malditos	comentarios	ofensivos
lejos	de	mi	gente	si	no	quieres	que	Margot	se	entere	de	lo	bien	que	te	lo
pasaste	con	su	recién	estrenado	marido	en	el	baño	mientras	ella	hacía	el
fitting	a	las	modelos.
Y,	dicho	esto,	y	sintiéndose	ganadora	en	aquel	absurdo	combate,	dio	media
vuelta	y	prosiguió	su	camino.
—¿Y	esa	sonrisita?	—oyó	de	pronto	más	tarde.
Aquella	voz	la	hizo	sonreír	aún	más	y,	volviéndose,	se	encontró	de	nuevo	con
Luis	Guzmán,	el	simpático	y,	por	qué	no,	atractivo	técnico	de	sonido	con	el
que	minutos	antes	había	compartido	algo	más	que	roces.
—¿Es	malo	sonreír?	—respondió	mirándolo.
Luis	negó	con	la	cabeza,	la	conocía	muy	bien,	y,	guiñándole	el	ojo,	murmuró:
—La	sonrisa	le	sienta	a	usted	muy	bien,	señorita	Beched.
Sonia	asintió.
Aquel	español	alto,	de	facciones	angulosas	y	mirada	penetrante,	era	un	tipo
que,	como	ella,	no	buscaba	complicaciones.	Solo	pasarlo	bien.	El	sexo	con	él
era	divertido	porque	ambos	así	lo	habían	estipulado	hacía	tiempo,	y	sonriendo
respondió:
—Gracias,	señor	Guzmán.
Ambos	se	miraron.	Estaba	claro	lo	que	pensaban,	y	ella	susurró	tocándose	su
melena	oscura:
—Sábado	por	la	noche,	en	Zafiro.
—Perfecto	—asintió	Luis.
—A	las	nueve	me	recoges	en	casa	—añadió	Sonia.
Ambos	sonrieron	y,	sin	decir	más,	se	alejaron.	Tenían	que	trabajar.
Ella	proseguía	su	camino	cuando	de	pronto	alguien	la	cogió	del	brazo,
deteniéndola.
—Te	llamé	a	la	agencia	y	a	tu	móvil	un	par	de	veces.
—Lo	sé.
Era	Harriet	Lowe,	una	gran	y	buena	amiga	y	una	de	las	diseñadoras	de	aquel
desfile	solidario.
—Tienes	razón,	Harriet	—suspiró	Sonia—.	Soy	lo	peor	y	me	disculpo	por	ello.
Pero	es	que	últimamente	no	doy	abasto.	Entre	Ibiza,	la	agencia,	los	desfiles
para	los	que	nos	contratan,	las	clases	de	patinaje,	mi	madre	y	los	entrenos…,
¡apenas	tengo	tiempo!
—¿Tu	madre	está	bien?
—Sí…,	sí…,	no	te	preocupes.
Harriet	sonrió.	Admiraba	a	Sonia	por	su	fortaleza	para	enfrentarse	a	todo	lo
que	se	proponía,	y,	lo	mejor,	sabía	que	no	mentía.
Si	algo	le	gustaba	de	ella	era	su	positividad	y	la	fuerza	que	insuflaba	a
quienes	la	rodeaban.	Nada	la	detenía.	Las	amigas	como	ella	siempre
levantaban	el	ánimo	y	las	ganas	de	luchar	por	los	sueños.
La	había	conocido	años	atrás	en	un	hospital,	cuando	fue	a	visitar	a	su
hermana	Stacy,	que	había	sufrido	un	atropello	que	le	dejaría	una	leve	cojera
de	por	vida.	Stacy	la	necesitaba.	Apenas	hablaba	ni	reía.	No	llevaba	bien	lo
ocurrido.	Pero,	al	entrar	en	la	habitación	del	hospital,	Harriet	se	sorprendió	al
oírla	riendo	a	carcajadas.
Al	mirar	boquiabierta,	vio	a	Stacy	hablando	con	alguien	que	debía	de	estar
sentado	en	el	suelo,	al	otro	lado	de	la	cama.	Incrédula	por	ver	a	su	hermana
reír	a	carcajadas,	se	asomó	para	encontrarse	con	una	muchacha	con	el	rostro
hinchado	y	amoratado,	la	cabeza	vendada	y	una	muleta.	Aquella	era	Sonia,
que,	huyendo	del	agobiante	atosigamiento	de	su	madre,	se	había	colado	en	la
habitación	de	Stacy	para	esconderse,	haciendo	caso	omiso	de	su	dolor.
Así	fue	como	se	conocieron,	y	supieron	que	era	patinadora	sobre	hielo
profesional	y	que	estaba	ingresada	tras	una	fuerte	caída	tras	realizar	una
pirueta	con	salto	que	ella	llamó	lutz	.
Lo	de	«patinadora	atípica»	lo	puntualizaba	Sonia	sonriendo,	pues	no	era	una
sílfide	como	la	gran	mayoría,	sino	más	bien	una	muchacha	con	curvas.
Española	y	con	cuerpo	de	guitarra,	decía.
Saber	que	su	carrera	como	patinadora	profesional	había	acabado	por	una
lesión	en	la	cadera	a	Harriet	la	apenó.	Pero	la	positividad	de	aquella	chica	era
lo	que	necesitaba	su	hermana	Stacy,	quien,	a	partir	de	ese	día	y	tras	lo	que
había	hablado	con	Sonia,	volvió	a	ser	la	muchacha	sonriente	que	siempre
había	sido,	y	su	leve	cojera	quedó	relegada	a	un	segundo	plano.
Sonia	y	su	particular	manera	de	ver	y	sentir	la	vida	la	había	hecho	darse
cuenta	de	que	lo	importante	era	vivir,	quererse,	ser	feliz	y,	en	especial,
sentirse	querida,	y	no	cojear	o	no.
—Ehhhhh…
Sonia	y	Harriet	se	volvieron	y	se	encontraron	con	Stacy,	que	se	acercó	a	ellas
y	cuchicheó	enseñándoles	un	ramo	de	flores	que	llevaba	en	la	mano:
—¡Son	para	mí!	¡Me	las	acaban	de	traer!
Ambas	parpadearon	mirando	las	flores	y	aquella,	emocionada,	añadió	en	voz
baja:
—Son	de	Samuel.
—¿El	médico	voluntario	de	Cruz	Roja	al	que	conociste	a	través	de	esa
aplicación?	—preguntó	Sonia	divertida.
Emocionada,	Stacy	asintió,	y	Harriet	preguntó	mirando	a	su	hermana:
—A	ver…,	a	ver…,	¿de	qué	aplicación	y	qué	médico	habláis?
Rápidamente	Stacy	le	explicó	que,	a	través	de	una	app	que	Ginger	le	había
recomendado	y	que	se	había	bajado	en	elmóvil,	había	conocido	a	mucha
gente	y,	entre	ellos,	a	Samuel	Lombart.
Harriet	escuchó	boquiabierta	lo	que	su	hermana	le	contaba	y,	cuando	acabó,
preguntó:
—¿En	serio	estás	tonteando	con	un	tío	al	que	no	conoces?
Stacy	miró	a	Sonia,	que	sonreía.
—Sí.	¡Pero	nos	vamos	a	conocer!	—afirmó.
A	cada	instante	más	desconcertada,	Harriet	iba	a	decir	algo	cuando	su
hermana	añadió:
—Lo	sé.	Es	una	locura.	Me	he	pillado	por	un	tío	al	que	no	he	visto	en	persona,
solo	en	foto,	pero	quizá	eso	lo	solucionemos	cuando	regrese.
Harriet,	totalmente	sorprendida,	no	sabía	qué	pensar	de	aquello.
—¿Y	cómo	sabe	tu	nombre	y	que	hoy	estarías	aquí?	—preguntó	entonces.
Stacy	olió	por	decimoctava	vez	las	flores	que	había	recibido	y	repuso:
—Porque	yo	se	lo	dije.	—Y,	viendo	el	gesto	de	su	hermana,	añadió—:	Luego,
cuando	regreses	al	box,	recuérdame	que	te	enseñe	unas	fotos	que	tengo	de	él
en	mi	móvil.	Verás	cómo	te	cambia	la	cara.
—¡Es	monísimo!	—aseguró	Sonia	ante	la	risa	de	Harriet.
Encantadas,	las	tres	reían	cuando	Stacy,	al	ser	requerida	por	uno	de	los
estilistas	de	su	hermana	para	que	lo	ayudara	con	una	modelo,	preguntó
mientras	se	alejaba:
—¿El	domingo	llevo	cruasanes	de	choco	a	tu	casa?
—¡Perfecto!	—contestó	Sonia	riendo.
—Por	cierto,	me	comentó	Samuel	que	hay	una	cena	organizada	cuando
regresen	y…,	bueno,	le	dije	que	tú	irías	con	ese	compañero	suyo	del	que	te
hablé.
—¡¿Qué?!	—exclamó	Sonia	divertida.
—¡Ya	no	te	puedes	echar	atrás!	Se	lo	he	prometido	y	quedaría	fatal.
—Serás	lianta…	—se	mofó	ella	al	oírlo.
Stacy	le	guiñó	el	ojo	con	complicidad	y	echó	a	andar.
—Estás	despampanante	con	ese	vestido	corto	de	lentejuelas	—añadió
deteniéndose	de	nuevo—.	Por	cierto,	¿dónde	está	Lady	Mini	Stark?
Sonia	sonrió	al	pensar	en	su	hija.	Al	final	todos	sus	amigos	la	llamaban	así
porque	era	fanática	de	la	serie	de	televisión	Juego	de	tronos	.
—La	he	dejado	con	Ginger	en	el	box.
Con	cariño,	se	miraron,	y	Stacy	dijo:
—Me	voy.	¡Hablamos!
Cuando	se	alejó,	Harriet	y	Sonia	se	miraron.
—¿Eso	es	en	serio?	—preguntó	la	primera—.	¿Está	colgada	por	alguien	que	no
conoce?
Sonia	asintió.	Entendía	la	pregunta,	era	una	locura,	pero	afirmó:
—Tan	en	serio	como	que	me	va	a	tocar	ir	a	cierta	cenita	de	acompañante.
Cuando	Harriet	iba	a	hablar	de	nuevo,	un	chico	de	la	organización	se	acercó	a
Sonia	para	preguntarle	algo,	a	lo	que	ella	le	respondió	amablemente.
Harriet	la	miró.
Sonia	había	sido	la	primera	modelo	curvy	en	subirse	a	una	pasarela	en	uno	de
sus	desfiles,	años	atrás,	para	salvarle	el	culo	al	fallarle	en	el	último	instante	la
modelo	contratada.	Sin	proponérselo,	Sonia	había	dado	visibilidad	en	una
pasarela	a	un	tipo	de	mujeres	con	unas	medidas	que	hasta	aquel	momento
nunca	habían	desfilado.	Y,	a	raíz	de	aquella	improvisada	salida	en	la	que	dejó
patente	su	seguridad,	su	carisma	y	su	gracia,	otros	diseñadores	comenzaron	a
llamarla.
En	un	principio	Sonia	se	sorprendió	por	el	revuelo	ocasionado.	Incluso	la
prensa	se	hizo	eco	de	aquello	y	habló	de	una	nueva	era	para	los	modelos,
cuando	ella	solo	se	había	subido	a	la	pasarela	para	hacerle	el	favor	a	su
amiga.	Sin	embargo,	a	raíz	de	aquello,	y	viendo	la	posibilidad	que	se	le	abría,
no	lo	pensó	y	aceptó	subirse	a	otras,	convirtiéndose	así	en	la	primera	modelo
curvy	en	desfilar	para	grandes	firmas	y	crear	la	primera	agencia	con	un	aire
renovado	junto	a	Ginger,	su	gran	amigo.	Una	agencia	diversa,	donde	los
modelos	masculinos	y	femeninos	no	eran	lo	estipulado	por	la	sociedad	y	en	la
que	tener	medidas	perfectas	no	era	requisito	indispensable.
Cuando	Sonia	dejó	de	hablar	con	el	chico,	Harriet	terció:
—Necesito	los	servicios	de	C&D	en	todos	los	sentidos.
A	Sonia	le	gustó	oír	eso.
—Pues	dime	—musitó	sonriendo.
Sin	perder	tiempo,	Harriet	le	habló	del	evento	que	quería	organizar	en	Berlín,
un	desfile	para	su	nueva	colección	de	ropa	de	baño,	en	el	que	había	aunado
moda,	azúcar	y	sensualidad.	Para	presentarlo	deseaba	que	sus	diseños	fueran
lucidos	por	personas	con	cuerpos	reales,	y	sabía	que	eso	Sonia	y	su	gente
podían	hacerlo	realidad.
—De	acuerdo.	El	lunes	pásate	por	la	agencia,	comemos	y	lo	hablamos,	¿te
parece?
Harriet	asintió	encantada.
—¡Nos	vemos	el	lunes!	Por	cierto,	como	te	ha	dicho	mi	hermana,	hoy	estás
muy	guapa.
—Gracias.
A	continuación,	Harriet	le	guiñó	un	ojo	divertida	y	se	marchó	hacia	su	box.
Sonia	le	devolvió	el	guiño,	dio	media	vuelta	y	prosiguió	su	camino,	hasta	que
vio	a	su	hija	correr	hacia	ella.	Abriendo	los	brazos	a	aquella	pequeña	de	ocho
años	que	era	su	vida,	la	abrazó	y,	tras	darle	un	cariñoso	beso	en	la	mejilla	y
colocarle	su	inseparable	gorra,	oyó:
—Mami,	el	tío	Ginger	ha	tenido	un	A.	T.	cuando	ha	visto	a	un	M.	M.	G.
Sonia	soltó	una	risotada.	Esa	manera	de	hablar	entre	ellos	era	muy	particular.
Había	comenzado	haciéndolo	con	Ginger	para	que	pocos	se	enteraran	de	lo
que	decían,	e	Ibiza	hablaba	igual.	Por	ello,	agarró	su	mano	divertida	y,
sabiendo	que	A.	T.	era	«ataque	total»	y	M.	M.	G.,	«modelo	muy	guapo»,
preguntó:
—¿Y	el	M.	M.	G.	era	tan	M.	M.	G.?
Ibiza	se	encogió	de	hombros.
—Para	el	tío	Ginger,	sí.	Para	nosotras,	no.
Divertida,	Sonia	volvió	a	sonreír	y,	mirando	el	teléfono	que	su	hija	tenía	en	la
mano,	que	era	el	suyo	propio,	preguntó	mientras	caminaban:
—Muy	bien,	secretaria,	¿ha	llamado	alguien?
Ibiza,	feliz	por	ser	la	guardadora	oficial	del	móvil	de	su	madre	mientras
estaban	allí,	respondió:
—Ha	llamado	la	tía	Cynthia	para	preguntar	si	vamos	a	ir	a	cenar	el	viernes	a
casa	de	los	abuelos.
—No	—respondió	Sonia	en	el	acto.
Según	dijo	eso,	la	pequeña	se	paró	y	frunció	el	entrecejo.
—Jo,	mamiiiiiiii…	—protestó—,	yo	quiero	ir.
—Tienes	partido,	¿lo	has	olvidado?
La	niña	negó	con	la	cabeza.	Jugaba	de	extremo	en	un	equipo	de	hockey	sobre
hielo.
—Podemos	ir	cuando	termine	—insistió.
—Ibiza…
—Jo,	mami.	Papuchi	y	yo	estamos	en	plena	competición	con	el	Mario	,	y	tengo
que	ir	para	aplastarlo	y	enseñarle	que	yo	controlo	más	que	él.
Sonia	sonrió.	Ibiza	era	muy	competitiva,	no	le	gustaba	perder	a	nada.	Papuchi
era	su	padre,	y	le	encantaba	la	complicidad	que	tenía	con	su	hija.
—Puedes	aplastarlo	otro	día	—repuso.
Ibiza	sonrió	y	cuchicheó	con	cierta	maldad:
—Pero	ese	día	puedo	hacerlo	sin	piedad	delante	de	todos.	Además,	la	tía
Cynthia	me	dijo	que	también	estará	la	tía	Brooke.
Sonia	resopló.	Cogió	el	móvil,	que	su	hija	tenía	en	la	mano,	y,	tras	comprobar
que	su	madre	no	la	había	llamado	para	hablarle	de	la	cena,	se	lo	entregó	de
nuevo.
—No	te	digo	ni	que	sí	ni	que	no	—indicó—.	Lo	pensaré.
—Guayyyyy	—aplaudió	la	cría,	que	al	recordar	algo	añadió—:	Mami…,	el	tío
Ginger	me	ha	prometido	que	cuando	nos	vayamos	de	aquí	Adriano	nos
esperará	en	casa	con	hamburguesas	y	patatas	fritas.
—¡Estupenda	cena!	—Ella	sonrió	al	oírla.
—Si	se	entera	la	abu	…,	¡madre	mía!
La	abu	era	su	madre,	la	abuela	de	la	niña,	una	venezolana	algo	especial	en
todos	los	sentidos.
—Será	nuestro	secreto	—aseguró	Sonia	bajando	la	voz.
—Mejor…	—musitó	la	cría.
Al	oír	a	su	hija,	Sonia	sonrió.	Su	madre	era	insoportable	con	ellas	con	el	tema
de	la	comida.	Sus	hermanas,	Vania,	Brooke	y	Cynthia,	eran	espigadas,
pelirrojas,	con	los	ojos	claros,	y	sobrepasaban	el	metro	setenta	y	cinco,
mientras	que	ella	medía	1,68,	era	morena,	con	los	ojos	negros	y	de	cuerpo
curvilíneo,	algo	que	su	madre	nunca	había	llevado	bien.
Y	aunque	Sonia	se	había	cansado	de	recordarle	que	ella	era	hija	de
venezolana	y	español,	morena	y	curvilínea	como	la	familia	de	su	padre,	y	no
hija	de	un	alto	y	pelirrojo	irlandés,	como	lo	eran	sus	hermanas,	su	madre	no	la
escuchaba	y	lo	achacaba	siempre	a	que	se	alimentaba	muy	mal.
Durante	los	años	en	los	que	compitió	en	patinaje	artístico	porque	eso	era	lo
que	la	apasionaba,	Sonia	soportó	comer	solo	verdura,	pollo	a	la	plancha	y,	de
postre,	una	pieza	de	fruta	para	no	engordar.	Pero,	aun	con	eso,	sus	caderas
eran	sus	caderas	y	sus	curvas	sus	curvas,	cosa	que	su	madre	siempre	había
criticado.
Albany	era	una	venezolana	alta,	espigada	y	proporcionada.	Y	siempre	quiso
que	su	hija	mayor	fuera	tan	perfecta	como	supuestamente	lo	eran	ella	y	sus
otras	hijas.	Perola	genética	era	la	genética,	y	aunque	Sonia	era	preciosa	con
sus	curvas	y,	en	especial,	con	su	irresistible	personalidad,	a	ella	eso	siempre
la	había	incomodado.	La	belleza	estaba	primero.	Y	el	problema	era	que	esa
obsesión	la	estaba	trasladando	a	Ibiza,	una	niña	de	ocho	años	sana	y	de
graciosos	mofletes	redonditos	como	los	de	su	madre.
Cogida	de	la	mano	de	su	pequeña,	Sonia	llegó	hasta	el	box	de	Gus	Lapierre.
Ginger,	su	amigo	de	orígenes	asiáticos,	la	miró	en	cuanto	entró	y	dijo:
—¡A	la	de	ya,	siéntate	para	retocarte	el	maquillaje!
—Stacy	traerá	cruasanes	de	chocolate	el	domingo.
Al	oírlo	Ginger,	asintió	y	musitó:
—¿De	los	de	su	barrio?
—Sí.
—Marimuero	ya	de	placer	solo	de	pensarlo…	—Sonia	sonrió	y	Ginger
cuchicheó	a	continuación—:	Lady	Mini	Stark	me	ha	dicho	que	aún	no	has
firmado	la	autorización	para	que	se	vaya	de	colonias	con	sus	compañeros	de
colegio.
Sonia	suspiró.	Nunca	había	estado	quince	días	separada	de	su	hija.
—Tengo	que	pensarlo	—murmuró.
—A	ver,	nena,	que	conste	que	te	entiendo	porque	me	horroriza	que	se	vaya,
pero	creo	que	deberías	pensar	en	la	mariilusión	que	le	hace	a	ella.	Nuestro
bebé	se	nos	hace	mayor,	lo	queramos	nosotros	o	no.
—Lo	sé	—dijo	Sonia	mirando	a	su	pequeña,	y,	sentándose	donde	aquel	le
indicaba,	para	cambiar	de	tema	añadió—:	He	visto	a	las	Ladies.	Están	a	punto
de	comenzar	el	evento	y	te	mandan	besos.	—Se	refería	a	las	drag	queens	—.
Solo	te	diré	que	la	Moratones	¡ha	pillado!
Al	oír	eso,	Ginger	abrió	los	ojos.
—Con	uno	de	los	modelos	de	Fred	Schumacher	—musitó	Sonia	sonriendo.
Ginger	soltó	una	risotada	y,	tras	mirar	a	alguien	que	no	estaba	muy	lejos,
susurró:
—¡Estoy	de	A.	T.!
Oír	eso	hizo	sonreír	a	Sonia	y	a	su	hija,	y	Ginger,	retirándose	con	glamur	su
melena	larga,	insistió:
—Mira	al	M.	de	la	I.
Rápidamente	Sonia	y	su	hija	miraron	a	la	izquierda.	El	modelo	al	que	se
refería	Ginger	era	de	unos	veintipocos	años,	alto,	rubio,	ojos	verdes,	perfectas
facciones,	cuerpo	cincelado	y	sonrisa	perfecta.	Y,	tras	intercambiar	una
mirada	con	su	hija,	Sonia	iba	a	hablar	cuando	la	pequeña	musitó:
—Es	mono,	pero,	tío,	ya	sabes	que	a	veces	los	P.	son	T.
Divertida	por	aquello	de	que	«los	perfectos	son	tontos»,	algo	que	su	hija	le
había	oído	decir	muchas	veces,	sonrió	y,	tras	chocar	su	puño	con	aquella
entre	risas,	Ginger	cuchicheó	mirándolas:
—¡Vosotras	sí	que	sois	T.!
Sonia	miró	a	su	hija	a	través	del	espejo	y	volvió	a	sonreír.	Quería	que	Ibiza
viera	en	las	personas	algo	más	que	la	belleza	exterior,	y	le	guiñó	el	ojo	con
complicidad.
—Siéntate	y	juega	con	mi	móvil	un	ratito	si	quieres	—indicó.
—¡Guay!	—aplaudió	la	pequeña	encantada.
Una	vez	que	la	niña	se	aposentó	en	uno	de	los	sillones	que	allí	había,	Sonia	se
dirigió	a	Ginger:
—Está	todo	organizado	para	que	el	desfile	salga	a	la	perfección.	Nos	lo	hemos
currado	mucho,	y	mi	sexto	sentido	me	dice	que	algo	bueno	nos	va	a	traer	todo
este	trabajazo.
Ginger	asintió.	Se	habían	dejado	la	piel	para	organizar	todo	aquello.
—Lo	tengo	mariclarísimo	—declaró.
Sonriendo,	se	miraron	a	través	del	espejo	y	luego	la	joven	murmuró:
—Ibiza	ha	hablado	con	mi	hermana	Cynthia.
—¡¿Y…?!
—Al	parecer,	mi	madre	ha	organizado	una	de	sus	cenitas	el	viernes	con	toda
la	familia.
—¡¿Y…?!
—¡Que	a	mí	no	me	lo	ha	dicho!	—replicó	Sonia	molesta.
Ginger	gesticuló	al	oírla.	En	ocasiones,	la	madre	de	su	amiga	era	peor	que	un
grano	en	el	culo,	pero	quitándole	importancia	señaló:
—Querida,	es	típico	de	doña	Mi	Amor.	Pero	míralo	por	el	lado	bueno:	si	no	os
veis,	no	discutís.
—Pues	también	tienes	razón	—afirmó	convencida	de	aquello.
Se	quedaron	unos	segundos	en	silencio,	hasta	que	Sonia	añadió:
—Lo	que	pasa	es	que	Ibiza	quiere	ir.
Ginger	suspiró.	La	lucha	que	aquella	se	traía	con	su	madre	nunca	acababa,
pero,	pensando	en	el	bien	de	la	niña,	afirmó:
—Pues	ve.	Nuestra	Lady	Mini	Stark	se	merece	disfrutar	de	su	familia.	Y,
tranquila,	eres	consciente	de	que	Ibiza	sabe	defenderse	muy	bien	de	los
coletazos	venezolanos	de	Albany.
Sonia	asintió,	Ginger	tenía	razón.	Para	lo	pequeña	que	era,	Ibiza	tenía	una
personalidad	arrolladora;	queriendo	dejar	de	hablar	de	aquello,	preguntó:
—¿Os	quedáis	el	sábado	por	la	noche	con	Ibiza,	Adriano	y	tú?
Ginger	sonrió	al	oírla.	Adriano	era	su	novio,	su	amor,	un	policía	italiano	que
adoraba	a	la	niña	y	a	Sonia	tanto	como	él;	se	echó	hacia	atrás	la	melena	con
estilo	y	cuchicheó:
—Depende…
A	través	del	espejo,	ambos	se	miraron.	Y	Ginger,	al	ver	el	gesto	de	aquella,
sonrió	y	susurró	en	su	oído:
—¿Qué	canción?
Ella	rio.	Lo	de	relacionar	canciones	con	el	ligue	de	turno	era	su	juego.
—Carnaval	,	de	Maluma	—indicó.
Ginger	asintió	y	murmuró	consciente	de	a	quién	le	pegaba	esa	canción:
—Luisito…
Sonia	sonrió	divertida.
—Hemos	tenido	una	reunioncita	hace	unos	minutos	para	hablar	del	sonido	del
evento	y…,	bueno,	deseamos	continuarla	en	Zafiro,	ya	sabes…
—¡Serás	zorrón!	—y,	bajando	la	voz,	añadió—:	Así	nunca	encontrarás	al
hombre	ideal.
—Gingerrrrrrrrrrrr	—se	quejó	Sonia.
—Que	sí	—insistió	él—.	Que	me	parece	ideal	que	lo	pases	bien	con	quien	te	dé
la	gana.	Pero	digo	yo	que	alguna	vez	podrías	buscar	al	mariideal,	¿no?
Ambos	rieron.
Sonia	no	buscaba	al	hombre	ideal,	estaba	convencida	de	que	para	ella	no
existía,	y	respondió:
—El	sexo	con	Luis	es	mariideal.
Ginger	se	vio	obligado	a	sonreír,	hablar	de	sexo	entre	ellos	nunca	había	sido
tabú,	y,	gesticulando,	miró	al	techo	y	musitó:
—Querido	Dios,	sabes	que	amo	hasta	la	extenuación	a	mi	romano,	pero	tú,
que	apartas	al	hombre	del	mal…,	apártame	uno	como	ese	para	mí	en	otra
vida.
Sonia	soltó	una	carcajada.	Con	Ginger	era	imposible	no	reír.
—Tranquila	—prosiguió	él—.	Mi	romano	y	yo	nos	llevamos	a	Ibiza	y	a	Babas	al
cine	por	la	tarde	y	nos	las	quedamos	sin	problemas	en	casita	a	dormir	—dijo
añadiendo	a	la	tortuga—.	Luego,	el	domingo	por	la	mañana	yo	iré	a	tu	casa
para	nuestra	marirreunión	mañanera	y	más	tarde	vendrán	nuestros	amores.
—¡Perfecto!
—El	sábado	ponte	el	vestido	verde	con	la	raja	al	lado	—le	cuchicheó	entonces
Ginger	al	oído—.	Te	hace	un	cuerpazo	divino.
Divertidos,	volvieron	a	reír,	y	Sonia,	mirándolo,	le	dio	un	beso	en	la	mejilla.
—¡Qué	haría	yo	sin	ti!	—exclamó	cuando	él	terminó	con	los	retoques.
A	Ginger	siempre	le	había	gustado	oír	eso.	Adoraba	a	Sonia.	La	amaba.	Ella
era	su	familia.
Se	conocían	desde	la	época	en	la	que	eran	casi	unos	niños	y	competían	en	los
Juegos	de	Invierno.	Ginger	era	el	único	hijo	varón	de	una	acomodada	y	clásica
familia	vietnamita	asentada	en	Londres.	Sus	padres	lo	bautizaron	como
Quang	al	nacer,	un	nombre	que	odiaba	por	muchos	motivos,	entre	ellos
porque	sus	compañeros	de	colegio	se	mofaban	de	él.
Ginger	y	Sonia	habían	sido	patinadores	artísticos	profesionales	y	ambos
habían	sufrido	bullying	en	sus	categorías.	Una	por	no	ser	la	típica	patinadora
delgada,	de	caderas	estrechas	y	muslos	reducidos,	y	el	otro	por	tener	excesiva
pluma	al	patinar,	ser	un	asiático	excéntrico	y	manifestar	abiertamente	que
era	gay.
Ser	homosexual	no	estaba	bien	visto	por	mucha	gente,	ni	por	su	familia,	pero
eso	a	Quang	siempre	le	dio	igual.	No	obstante,	todo	empeoró	cuando	durante
unos	Juegos	Olímpicos	de	Invierno,	una	periodista	descubrió	su	faceta
nocturna	de	drag	queen	y	publicó	una	foto	suya	vestida	como	Ginger	Pink	en
una	actuación.
La	imagen	dio	la	vuelta	al	mundo	y,	aunque	hubo	gente	que	se	puso	de	su
parte,	a	él	personalmente	le	costó	ser	repudiado	por	su	familia.	Ser	gay	para
aquellos	ya	era	un	trago,	pero	saber	que	encima	era	drag	queen	y	se	hacía
llamar	Ginger	Pink	los	remató.
En	un	principio	el	asunto	lo	destrozó,	pero	gracias	a	Sonia	y	a	su	grupo	de
amigos	drags	,	lo	superó,	y	a	partir	de	ese	momento	se	olvidó	de	llamarse
Quang	para	ser	simplemente	Ginger.
Los	años	habían	pasado,	sus	vidas	habían	ido	cambiando,	pero	ellos	nunca	se
separaron.	Eran	dos	guerreros	que	se	ayudaban.	Dos	luchadores	de	la	vida
que	se	adoraban,	se	respetaban	y	se	querían	tal	y	como	eran.
En	el	caso	de	Sonia,	era	tan	rebelde,	impulsiva	y	guerrera	como	lo	fue
Armando,	su	padre,	un	español	que	por	desgracia	murió	muy	joven	al	ser
atracadoy	negarse	a	dar	el	dinero	que	había	ganado	esa	noche	tocando	la
guitarra	en	un	local	de	Barcelona.	Al	quedar	viuda,	Albany	decidió	que	su
penosa	existencia	sin	dinero	debía	acabar.	Y,	a	pesar	del	apoyo	que	le
proporcionó	la	familia	de	Armando,	se	marchó	a	Londres	sin	mirar	atrás	en
busca	de	alguien	que	le	solucionara	la	vida.
En	un	principio,	estar	en	Londres	con	un	bebé	a	su	cargo	fue	complicado,
duro	y	a	veces	extenuante.	Pero	la	tarde	en	que	sus	ojos	se	encontraron	con
un	irlandés	pelirrojo	llamado	Charles	Beched	en	una	tienda,	algo	en	su
interior	le	gritó	que	todo	iba	a	cambiar.	Y	así	fue.	Charles	se	enamoró
locamente	de	la	guapa	y	complicada	viuda	venezolana	y,	apenas	cinco	meses
después,	se	casaron.
A	Sonia	le	gustaba	tomar	sus	propias	decisiones	y	escoger	a	sus	amigos,	algo
que	su	madre,	Albany,	detestaba.	La	sacaba	de	sus	casillas	que	se	rodeara	de
gais,	lesbianas	y	drag	queens	.	¿Por	qué	su	hija	tenía	que	ser	tan	complicada?
Albany	quería	que	su	Sonia,	su	hija	mayor,	fuera	abogada.	Pero	no,	a	ella	la
atraían	otras	cosas,	como	tocar	la	guitarra,	igual	que	a	su	padre	biológico,	y
el	patinaje	sobre	hielo.
La	apasionaba	deslizarse	por	la	pista	al	son	de	la	música,	cerrar	los	ojos	y
sentirse	en	libertad.	Por	lo	que,	a	pesar	de	las	protestas	de	su	madre,	que	no
veía	un	futuro	en	el	patinaje	sobre	hielo,	fue	a	por	su	sueño	sin	doblegarse	y
lo	consiguió.	Se	convirtió	en	una	estrella	del	patinaje	artístico.	Fue	a	los
Juegos	Olímpicos	de	Invierno	y	ganó	innumerables	premios,	llegando	a	ser
una	patinadora	de	renombre	en	el	gremio,	hasta	que	una	fuerte	lesión	tras	un
complicado	salto	la	apartó	definitivamente	de	la	competición.
Aquel	mazazo	a	Sonia	le	destrozó	el	corazón,	aunque	su	fortaleza	le	impedía
manifestarlo	frente	a	los	demás.	No	quería	que	nadie	se	compadeciera	de	ella.
Pero	¿qué	iba	a	hacer	en	adelante	en	su	vida?
Ginger,	que	la	conocía	mejor	que	nadie	y	también	se	había	retirado	un	año
antes	por	otra	lesión,	viéndola	perdida	por	lo	ocurrido	le	propuso	irse	juntos
ese	verano	a	Ibiza	durante	unos	meses.	Él,	junto	a	su	grupo	de	amigas	drag
queens	,	llamadas	las	Ladies	,	habían	sido	contratados	en	la	isla	para	hacer
sus	espectáculos,	y	sin	duda	a	Sonia	los	aires	nuevos	la	harían	desconectar.
Fue	un	verano	increíble.	Música.	Playa.	Amor.	Diversión.	Lo	pasaron	genial.
Allí	Sonia	conoció	una	tarde	a	Manuel,	un	andaluz	encantador	y	guapo	a
rabiar	que	trabajaba	como	camarero	y	del	que	se	enamoró	locamente.	Estar
con	él	la	hizo	olvidarse	de	sus	problemas	y	volver	a	sonreír.	Pero,	tres	meses
después,	a	su	vuelta	a	Londres,	todo	cambió	cuando	se	enteró	de	que	estaba
embarazada.
¿Ella,	embarazada?
Manuel,	el	español	encantador,	se	quedó	de	piedra	al	saber	la	buena	nueva.
¿En	serio	iba	a	ser	padre?	Aquello	no	entraba	en	sus	planes.
En	un	principio	aceptó	continuar	su	relación	con	Sonia	desde	la	distancia	y
asumir	la	paternidad	del	bebé.	Dejarían	pasar	el	tiempo	y	ya	lo	irían	viendo.
Pero,	tres	semanas	después,	cambió	de	opinión.
¿Y	si	el	niño	no	era	suyo?
Al	oír	eso,	en	un	principio	Sonia	se	quedó	bloqueada.	¿Cómo	alguien	que
supuestamente	decía	que	la	quería	podía	pensar	así?	¿Cómo	podía	cuestionar
que	el	bebé	fuera	suyo?
Aquello	fue	un	nuevo	mazazo	para	ella.	Pero,	tras	mucho	llorar	y	sufrir,	un	día
resolvió	levantar	la	cabeza	y	tomar	decisiones.	La	primera:	no	necesitaba	a
aquel	imbécil	para	criar	a	su	bebé.	La	segunda:	no	lloraría	más	por	quien	no
lo	merecía,	y	la	tercera:	comenzaría	a	ignorar	la	negatividad	de	su	madre.
Como	era	de	esperar,	el	huracán	venezolano	Albany	puso	el	grito	en	el	cielo	al
enterarse.	¿Qué	era	eso	de	tener	un	bebé	sola	y	sin	marido?	¿Se	había	vuelto
loca?	Aquella	hija	de	su	primer	matrimonio	no	hacía	más	que	darle
problemas.
Para	su	suerte,	la	joven	siempre	contó	con	el	amor	incondicional	de	su
padrastro,	Charles	Beched,	que	la	mimó	ante	sus	lloros,	y	de	sus	hermanas,
que	no	la	abandonaron.	Su	padrastro	era	el	adinerado	dueño	de	una	fábrica
de	calzado	del	Reino	Unido	y,	como	él	siempre	decía,	se	había	enamorado	de
aquella	pequeña	niña	morenita	cuando	la	conoció	y	la	apoyaba
incondicionalmente	en	todo	lo	que	se	propusiera,	aunque	su	mujer	se	negase.
Sonia	era	tan	hija	suya	como	Cynthia,	Brooke	o	Vania,	y	lo	que	ella	decidiera
estaba	bien.
Sonia	y	su	Papuchi	—o	su	Cariñito	,	pues	así	era	como	lo	llamaba	y	su	hija
también	lo	hacía—	tenían	una	excelente	conexión,	y	cuando	nació	Ibiza	le	dio
todo	el	amor	que	su	madre	no	le	daba.	Una	vez	más,	Albany	dejó	mucho	que
desear.
Con	fuerza	y	constancia,	Sonia	volvió	a	ser	la	chica	que	había	sido.	Y	una	vez
que	se	repuso	del	mazazo	de	Manuel	y	su	hija	llegó	al	mundo,	retomó	su	vida
y	decidió	dos	cosas.	La	primera:	seguir	patinando.	Quizá	ya	no	pudiera
competir	ni	ganar	premios,	pero	podía	enseñar.	Se	convirtió	en	una
entrenadora	excepcional,	querida	por	su	público	y	sus	alumnos,	y,	para	su
felicidad,	era	requerida	para	infinidad	de	exhibiciones.	Y	la	segunda:	crear
junto	a	Ginger	una	empresa	de	eventos,	y	las	Ladies	y	sus	actuaciones	fueron
claves	para	que	el	negocio	comenzara	a	funcionar.
No	obstante,	de	nuevo	todas	esas	decisiones	sacaron	de	sus	casillas	a	Albany.
¿Por	qué	su	hija	no	sentaba	la	cabeza	y	se	buscaba	un	marido	adinerado?	¿Y
por	qué	tenía	que	crear	una	empresa	para	aquellas	drag	queens	?
Ginger	estaba	pensando	en	todo	ello	emocionado	cuando	un	pitido	lo	sacó	de
sus	pensamientos.	Las	Ladies	ya	habían	terminado	su	loca	y	divertida
presentación	en	el	evento,	y	gritó	recomponiéndose:
—¡Empieza	el	espectáculo!
—¡Vamos,	chicas!	—apremió	Sonia	a	sus	modelos.
Minutos	después,	cuando	las	modelos	de	todos	los	diseñadores	estaban
preparadas	y	se	colocaban	en	fila	para	salir	a	la	pasarela,	Ginger	se	aproximó
a	las	de	su	agencia	y	dijo	retirándose	con	glamur	el	pelo	rosa	chillón	de	su
peluca:
—Nenas,	¡aquí	va	mi	mariconsejo!	—Todas	lo	miraron	y	él,	con	estilo	y
elegancia,	soltó—:	Cabezas	altas,	brazos	sueltos,	mirada	de	lobas	en	celo	y
paso	de	«¡estoy	aquí	porque	lo	valgo!».
Nada	más	decir	eso	comenzó	a	sonar	por	los	altavoces	Lost	in	Japan	de
Shawn	Mendes.
E,	instantes	después,	las	chicas	salieron	a	la	pasarela	para	hacer	su	trabajo
como	unas	auténticas	reinas	de	mirada	en	celo,	porque,	como	decía	Ginger,
¡ellas	lo	valían!
Capítulo	2
Silencio…
El	viernes	por	la	mañana,	en	casa	del	comandante	de	vuelo	Can	James	Drogo
todo	era	silencio,	paz	y	bienestar,	algo	muy	apreciado	para	él,	hasta	que	sonó
la	alarma	programada	en	Alexa.	Eran	las	9.00.
Can	abrió	los	ojos	lentamente	y	vio	a	su	lado	a	una	mujer.
La	miró	durante	unos	segundos	para	recordar	su	nombre…,	¿cuál	era?,	y
sonrió	al	hacerlo:	¡Enriqueta!	Aquella	preciosa	mujer	que	había	conocido	la
noche	anterior	mientras	tomaba	algo	con	un	amigo	y	que	se	había	ido	con	él	a
su	casa.	La	miró	satisfecho.	Era	guapa.	Muy	guapa.	Buenos	pechos.	Largas
piernas.	Cuerpazo	y	una	elegancia	innata.
Estaba	observándola	cuando	ella	abrió	los	ojos.	Ambos	sonrieron	y	Can
saludó:
—Buenos	días.
Enriqueta	rio	mimosa.	«Qué	tipo	tan	sexy»,	se	dijo.
—Buenos	días,	cariño	—respondió.
«¡¿Cariño?!»,	pensó	Can.
No…,	no…,	no…	La	intimidad	que	connotaba	esa	palabra	no	era	buena	señal.
Ni	«amor»,	ni	«cariño»,	ni	«cielo»,	ni	nada	que	se	le	pareciera.	No	le	gustaba
que	emplearan	esos	términos	con	él	y	él	tampoco	los	utilizaba.	Prefería	llamar
a	las	personas	por	su	nombre	para	no	intimar,	pero,	sintiendo	cómo	su
entrepierna	se	endurecía	al	ver	los	esplendorosos	pechos	desnudos	de	la
mujer,	tras	pensar	en	los	beneficios	que	aquello	le	proporcionaría,	sonrió	y
ella	se	le	acercó.
La	cercanía	dio	lugar	a	besos	calientes	y	jueguecitos	de	lenguas,
acompañados	de	roces	puramente	abrasadores,	mientras	las	manos	de	ambos
volaban	por	sus	cuerpos	en	busca	de	placer.
Enriqueta,	hechizada	por	aquel	hombre	y	su	duro	cuerpo,	le	mordió	un
hombro.	Can	era	sexy,	apetecible,	embaucador.	Y	la	noche	anterior,	cuando
fue	a	ella	a	quien	le	sonrió	y	no	a	otra,	se	sintió	muy	bien.	Can	había	sido	su
objetivo	desde	que	lo	vio.
Y	cuando	lo	acompañó	a	su	casa,	él	se	desnudó	y	observó	el	tatuaje	maoríque
le	iba	desde	el	hombro	hasta	el	codo,	algo	en	ella	se	revolucionó	hasta	límites
insospechados.	No	solía	acostarse	con	hombres	que	tuvieran	tatuajes,	y
menos	aún	tan	sexys	como	el	de	aquel.
Can	sonrió	y	ella	le	respondió.	Y,	tan	encendida	como	él,	abrió	las	piernas
tumbada	en	la	cama.	Demandaba	que	la	tomara.	Deseaba	facilitarle	el
camino.	Lo	deseaba	a	él.
Y	Can,	al	ver	su	total	rendición,	tras	ponerse	con	habilidad	un	preservativo
que	cogió	de	la	mesilla,	colocó	la	punta	de	su	duro	y	erecto	pene	en	la
húmeda	vagina	de	ella	y	la	penetró	de	una	estocada.
Enriqueta	le	rodeó	gustosa	la	cintura	con	las	piernas	mientras	sus	manos	se
enredaban	en	aquel	pelo	salvaje,	que,	junto	al	tatuaje	maorí,	la	volvía
tremendamente	loca.
Complacido	por	el	momento	y	la	entrega,	Can	ancló	las	manos	en	el	trasero
de	ella	para	tenerla	sujeta.	El	sexo	era	para	disfrutar,	y	ambos	deseaban
hacerlo,	por	lo	que,	hundiéndose	en	ella	una	y	otra	y	otra	vez,	gozó	de	aquel
instante	morboso	y	caliente	que	entre	los	dos	habían	creado	sin	pensar	en
nada	más.	Sus	cuerpos	se	golpeaban	con	placer	en	busca	de	más	profundidad,
más	descontrol,	más	deseo,	hasta	que	un	glorioso	y	estupendo	orgasmo	los
alcanzó	y,	encantados,	se	dejaron	llevar.
Sexo	mañanero.	Qué	maravilla.
Enriqueta	disfrutaba…
Él	también…
¿Qué	más	se	podía	pedir?
Tras	el	buen	ratito	de	placer,	Can	miró	de	reojo	el	reloj	que	tenía	sobre	la
mesilla.	Quedaban	diez	minutos	para	que	la	alarma	volviera	a	sonar.
Acomodado	en	la	cama,	intentó	hablar	con	la	mujer,	pero	le	resultó	imposible.
Enriqueta	parecía	más	ocupada	en	tener	buena	postura	y	colocarse	bien	el
pelo	que	en	charlar	con	él.
¿En	serio	la	noche	anterior	se	había	comportado	de	ese	modo?
Si	algo	valoraba	él	era	la	naturalidad	y	una	buena	conversación,	además	de	la
química	y	el	sexo,	y	sin	duda	con	aquella	estaba	siendo	imposible.
Esperó	pacientemente	a	que	la	alarma	de	Alexa	volviera	a	sonar.	Y	por	fin	lo
hizo.
Esta	vez	iba	acompañada	de	una	canción:	I’m	Not	in	Love	,	del	grupo	10cc.
Una	canción	que	siempre	programaba	para	aquellos	momentos	y	cuyo
mensaje	era	que	ni	estaba	enamorado	ni	quería	que	lo	malinterpretaran.	Un
mensaje	que,	hasta	el	momento,	siempre	le	había	funcionado	con	las	mujeres.
Enriqueta	y	Can	se	miraron	mientras	la	canción	sonaba.	Y	cuando	este
comprendió	por	su	mirada	que	había	entendido	el	mensaje,	la	apremió
mintiendo:
—Lo	siento,	Enriqueta,	tengo	prisa	y	voy	tarde.	Tengo	un	vuelo	dentro	de	dos
horas.
La	mujer,	al	oírlo,	se	levantó	azorada	y,	tras	ponerse	el	elegante	vestido	que
llevaba	la	noche	anterior	en	treinta	segundos,	cogió	su	bolso	y,	acompañada
por	aquel	hasta	la	puerta,	se	marchó	después	de	toquetearse	infinidad	de
veces	más	el	pelo.
Una	vez	que	Can	cerró	la	puerta	de	la	calle	y	se	quedó	solo	en	su	casa,	miró
aliviado	a	su	perro	Chester	,	que	lo	observaba	desde	su	cojín,	y	musitó:
—Lo	sé.	He	mentido.
Chester	,	acostumbrado	a	aquel	trasiego	de	mujeres	en	la	casa,	cerró	los	ojos
para	seguir	durmiendo	mientras	Can	decía	en	voz	alta:
—Alexa,	para	la	canción.
La	música	dejó	de	sonar	y	a	continuación	él	pidió:
—Alexa,	pon	It	Ain’t	Over	‘Til	It’s	Over	de	Lenny	Kravitz.
Instantes	después,	la	canción	comenzó	y	Can	se	dirigió	hacia	su
impresionante,	minimalista	y	bonito	cuarto	de	baño,	donde	todo	era	orden	y
pulcritud.
Tras	darse	una	ducha	y	despejarse	del	todo,	quitó	el	vaho	del	espejo	con	la
mano	y	se	echó	hacia	atrás	el	pelo.	Aquella	melena	salvaje	que	tanto
horrorizaba	a	su	madre	a	él	le	encantaba,	y	durante	sus	vuelos	la	llevaba
recogida	y	volvía	locas	a	las	mujeres.
Can	sabía	de	su	sex-appeal	.	Conocía	su	potencial	gracias	a	su	genética	para
atraer	a	hombres	y	mujeres,	aunque	a	él	solo	le	interesaban	las	segundas.	Era
alto,	moreno,	deportista,	simpático,	y	un	canalla	con	la	mirada	y	la	sonrisa,
dos	cosas	que,	como	decía	su	madre,	le	venían	de	serie.
Sin	proponérselo,	atraía	a	las	mujeres.	Nunca	había	tenido	que	esforzarse	por
ninguna,	y	eso	en	cierto	modo	le	facilitaba	la	vida.	Poder	disfrutar	de	la	mujer
que	deseara	sin	esforzarse	era	una	suerte.
En	el	sexo	era	fogoso,	caliente,	morboso,	juguetón,	y	tremendamente	sensual.
El	tema	amor	no	le	preocupaba.	Nunca	había	conocido	a	la	mujer	que	lo
dejara	sin	palabras.	En	cambio,	disfrutaba	de	cada	jadeo	que	le	arrancaba	a
una	como	si	de	un	gran	triunfo	se	tratara.	Años	atrás,	un	día	que	fue	junto	con
su	amigo	Daryl	a	un	local	swinger	,	intuyó	que	aquello	sería	un	excelente
extra	en	su	juego,	aunque	a	él	le	gustaba	más	el	tú	a	tú	con	una	sola	mujer.
Sonriendo,	se	miró	al	espejo	mientras	de	echaba	body	milk	para	hidratarse	el
cuerpo,	pero	entonces	observó	que	tenía	un	arañazo	en	el	costado.
«Enriqueta».	Y,	sin	dejar	de	sonreír,	recordó	el	momento	en	que	había
ocurrido.
Salió	del	baño	desnudo,	se	dirigió	a	su	grande	y	bonita	habitación	y	dijo	en
alto:
—Alexa,	pon	Dancing	in	the	Dark	de	Bruce	Springsteen.
El	tema	comenzó	a	sonar	y,	como	siempre	que	lo	escuchaba,	Can	empezó	a
moverse	al	compás	de	la	música	mientras	se	encaminaba	hacia	su	vestidor.	Le
encantaba	aquella	canción.	A	la	derecha,	la	ropa	de	sport	;	a	la	izquierda,	la
de	trabajo	en	High	Drogo,	y	al	fondo	los	trajes	y	las	camisas	de	vestir.
Una	vez	que	se	puso	un	bóxer	negro,	camiseta	blanca,	vaqueros	y	se	calzó	las
zapatillas	de	deporte,	fue	al	salón	y	miró	a	Chester	.
—Vamos,	amigo	—le	dijo	al	perro—.	Tienes	que	salir	a	la	calle.
Diez	minutos	después,	mientras	caminaba	por	el	parque	Saint	James,	que
estaba	cerca	de	su	casa,	observaba	con	curiosidad	a	las	personas	con	las	que
se	cruzaba	y	sus	sonrisas.	¿Cómo	serían	sus	vidas?	¿Serían	felices	como
aparentaban?
En	un	determinado	punto	del	parque,	Can	soltó	a	Chester	.	El	animal	correteó
durante	un	rato	junto	a	otros	perros	mientras	Can	lo	observaba	sentado	sobre
el	césped	y	era	consciente	de	cómo	lo	miraban	algunas	mujeres.	Vamos,	lo	de
siempre.
El	teléfono	le	sonó	y,	al	ver	de	quién	se	trataba,	descolgó	y	saludó:
—¿Qué	pasa,	Linterna	Verde?
Daryl	sonrió	al	oír	cómo	lo	llamaba	su	amigo.
—¿Cuándo	vas	a	dejar	eso?
—No	lo	sé…	—se	mofó	Can.
Habían	pasado	meses	del	desastre	que	la	abuela	de	su	novia	le	causó	en	el
pelo	con	aquel	tinte	verde	en	Venecia,	pero,	evitando	seguir	con	el	tema,
preguntó:
—¿Dónde	andas?
Can	observó	a	su	perro	corretear	y	saltar.
—En	el	parque	con	Chester	,	¿y	tú?
Daryl	sonrió	y	contestó	mirando	a	su	alrededor:
—En	el	aeropuerto.	Vuelo	para	Canadá	dentro	de	dos	horas.
Can	asintió	y	luego	musitó	tomando	aire	por	la	nariz:
—El	lunes	vuelo	yo	para	Tokio.
Durante	un	rato,	los	dos	amigos	hablaron	y,	riendo,	Daryl	le	contó	cómo	iban
los	preparativos	de	su	boda	con	Carol,	que	se	celebraría	al	cabo	de	unos
meses.
—¿Traerá	la	nonna	el	ron	de	marihuana?	—preguntó	de	pronto	Can.
—¡No	jorobes!
—Joder,	me	muero	por	probarlo.
Al	oír	eso,	Daryl	soltó	una	carcajada	y,	recordando	su	experiencia	con	aquella
bebida,	se	mofó:
—Por	tu	bien,	si	lo	trae,	ni	te	acerques	a	él.
—Sinceramente	—rio	Can—,	esta	noche	me	vendría	bien	algún	traguito.
—¿Y	eso?
Mientras	recordaba	la	cena	a	la	que	no	podía	faltar,	Can	musitó	echándose	el
cabello	hacia	atrás:
—Mis	padres	y	algunos	de	sus	amigos	han	organizado	una	cenita	de	las	suyas.
—Woooo,	colega…,	¡eso	huele	a	encerrona!
Él	sonrió.	Desde	hacía	tiempo	sufría	aquel	tipo	de	encerronas	por	parte	de	sus
progenitores.	Les	permitía	organizarle	una	cenita	al	mes.	De	esa	manera,
ellos	se	sentían	mejor	creyéndose	que	hacían	algo	bueno,	mientras	Can
simplemente	lo	soportaba	por	ellos.
—Lo	sé.	Ya	los	conoces.	No	descansarán	hasta	que	encuentren	la	mujer	ideal
para	mí.	Siguen	sin	entender	que	me	gusta	estar	solo	y	libre.	Que	así	soy	feliz.
—Eso	pensaba	yo	también	hasta	que	Carol	apareció	para	desbaratarme	la
vida	—afirmó	Daryl	sonriendo—.	Pero,	amigo,	ahora	reconozco	que	ya	no
podría	vivir	sin	ella.
El	comandante	Can	James	Drogo	sonrió	y,	pensando	en	aquellos	dos,	afirmó
mientras	veía	a	dos	chicas	pasar	por	su	lado	besándose:
—Vale,	pero	lo	que	te	ocurrió	a	ti	no	tiene	por	qué	ocurrirme	a	mí.
—Nunca	se	sabe.	Si	mal	no	recuerdo,	en	una	charlaque	tuvimos	me	dijiste
que…
—Yo	sí	lo	sé	—lo	cortó	Can,	consciente	de	a	qué	se	refería;	las	mujeres	lo
agobiaban	con	sus	mensajes	continuos.	Suspiró	y,	tras	intercambiar	la	mirada
con	una	mujer	que	había	más	allá	y	que	le	pestañeó,	indicó—:	Mira,	Daryl,	me
gusta	mi	vida.	Soy	de	los	que	sopesan	las	cosas	mil	veces	antes	de	actuar,	y
que	mis	padres	me	busquen	la	mujer	ideal	no	es	algo	que	me	haga	ilusión,	a
pesar	de	que	se	lo	permita.	Lo	que	tengo	claro	es	que	no	quiero
responsabilidades,	y	menos	aún	que	nadie	coarte	mi	libertad.
—En	ocasiones,	pensar	tanto	las	cosas	como	tú	haces	no	es	bueno	—repuso
Daryl—.	Además,	hay	ciertas	limitaciones	y	responsabilidades	que	merecen	la
pena.
Can	sonrió,	meneó	la	cabeza	y,	cambiando	de	tema,	prosiguieron	hablando	de
otras	cosas	hasta	que	se	despidieron	y	quedaron	en	verse	cuando	él	regresara
de	Tokio.
Una	vez	que	se	guardó	el	teléfono	en	el	bolsillo	de	su	pantalón	vaquero,	se
levantó	del	suelo	y	dio	un	silbido.	Chester	,	al	oírlo,	enseguida	lo	miró	y,	sin
necesidad	de	nada	más,	el	animal	corrió	hacia	su	dueño.	Lo	adoraba.
Tras	pasar	el	día	tranquilamente	en	casa	leyendo,	descansando,	dibujando	y
escuchando	música	relajante,	después	de	una	ducha	rápida,	Can	se	dirigió	de
nuevo	a	su	vestidor.	Su	madre	le	había	dicho	que	la	cena	era	formal.	Por	ello,
tras	pensarlo	mucho,	eligió	un	traje	casual	azul	marino	y	una	camisa	blanca.
Eso	sí,	nada	de	corbata.	Por	ahí	no	pensaba	pasar.
Terminó	de	arreglarse	y	se	miró	en	el	espejo.	La	imagen	del	hombre	que	se
reflejaba	en	él	le	gustaba	pero,	al	ver	su	cabello	suelto,	decidió	recogérselo	en
su	particular	moñito	de	hípster.	Su	madre	lo	agradecería.
Instantes	después,	tras	despedirse	de	Chester	,	cogió	las	llaves	de	su	Aston
Martin	Rapide	gris	oscuro,	un	coche	que	disfrutaba	conduciendo	tanto	como
cuando	pilotaba	un	avión,	y,	con	una	sonrisa	de	resignación,	introdujo	en	el
navegador	la	dirección	que	su	madre	le	había	enviado	por	WhatsApp	mientras
la	voz	de	Alicia	Keys	sonaba	por	los	altavoces	cantando	If	I	Ain’t	Got	You	.
Instantes	después,	arrancó	el	motor	y	se	dirigió	hacia	el	lugar	de	la	cena.
Capítulo	3
En	el	lujoso	y	carísimo	barrio	londinense	de	Kensington,	Albany	y	Charles
Beched	atendían	a	sus	invitados	en	su	preciosa	y	elegante	casa.
Albany	Beched	y	Mia	Drogo,	dos	mujeres	muy	diferentes	pero	amigas	desde
hacía	tiempo,	hablaban	tranquilamente	de	sus	cosas	mientras	observaban	a
Brooke	y	a	Cynthia,	hijas	de	los	anfitriones,	y	la	madre	de	estas	decía:
—Nada	me	gustaría	más	que	fuéramos	familia.
Mia	asintió.	Deseaba	que	su	único	hijo	varón	se	casara	y	le	diera	nietecitos,
por	lo	que,	mirando	a	las	dos	chicas,	afirmó:
—Sería	maravilloso	que	Can	se	fijara	en	cualquiera	de	tus	hijas.	Son
preciosas.
Albany	sonrió	al	oírla.	Desde	siempre	se	había	encargado	de	que	sus	hijas
vistieran	bien,	disimularan	sus	defectos	y	potenciaran	sus	virtudes,	por	lo	que
afirmó	con	orgullo:
—Lo	son,	mi	amor…,	lo	son.
Mia	conocía	a	Albany	desde	hacía	años,	y	aunque	sabía	de	la	existencia	de	sus
hijas,	hasta	ese	momento	no	las	había	visto.	Los	maridos	sí	se	conocían,	pero
los	hijos	no,	y	curiosa	preguntó:
—¿Qué	tal	Vania	por	Irlanda?
Al	pensar	en	su	hija,	Albany	sonrió.	Pero,	sin	entrar	en	detalles	que	a	aquella
no	le	interesaban,	respondió:
—Estupendamente	bien.	Es	arquitecta	y	tiene	muchos	proyectos.
Mia	asintió	y,	al	ver	sobre	la	chimenea	una	foto	familiar,	insistió:
—¿Vendrá	tu	otra	hija	a	la	cena?	¿Cómo	se	llamaba…?
Albany	sonrió	con	disimulo.	Apenas	les	hablaba	a	sus	amigas	de	su	hija
mayor;	Sonia	y	su	estilo	de	vida	no	eran	algo	que	le	gustara	comentar	con
nadie.
—Se	llama	Sonia	y,	no,	no	vendrá	—respondió—.	La	quiero,	pero	es	la	típica
joven	que	solo	me	ha	dado	problemas.	Es	indomable	y	exasperante	en	muchas
cosas.
—¡Qué	horror!	—musitó	Mia.
Albany	asintió	y	luego	sonrió.
—Pero	Brooke	y	Cynthia	están	aquí	y	eso	es	lo	que	a	ambas	nos	importa,	¿no?
Mia,	que,	como	el	resto	de	las	amigas	de	Albany,	había	oído	hablar	de	Sonia,
sonrió	a	su	vez.	Le	habría	gustado	conocer	a	la	díscola	hija	de	aquella.
—Por	supuesto	—convino.
No	muy	lejos	de	ellas,	Charles	y	Ayaz	charlaban	cuando	este	último,	tras
contestar	a	un	mensaje	que	había	recibido	en	el	móvil,	comentó	dirigiéndose
a	su	amigo:
—Cuando	quieras,	llámame	y	te	vienes	conmigo	y	los	chicos	a	tomar	algo.	Lo
pasamos	muy	bien.
Charles	asintió	y,	aunque	dudaba	que	lo	hiciera,	indicó:
—Tomo	nota.
Ayaz	sonrió,	y	en	ese	mismo	momento	sonó	el	timbre	de	la	puerta.	Eran
Amina	y	Raissa.
Minutos	después,	tras	ser	presentadas	por	su	madre	a	los	anfitriones,	cuando
se	acercaron	a	una	mesita	para	coger	algo	de	beber,	Mia	se	aproximó	a	ellas	y
le	preguntó	con	disimulo	a	Amina:
—¿Dónde	está	vuestro	hermano?
La	joven	miró	a	su	madre.	Mia	era	una	mujer	muy	sensible	y	religiosa,	todo	la
hacía	padecer,	y	desde	que	habían	sufrido	la	pérdida	de	su	hermana	mayor,
cosa	que	afectó	al	corazón	de	su	madre	en	todos	los	sentidos,	la	familia	la
trataba	con	mimo	y	delicadeza.
—Tu	Rey	está	de	camino,	mamá	—suspiró	Amina—.	No	creo	que	tarde	en
llegar.
—¡Ay,	Señor,	este	muchacho!	—suspiró	Mia.
Entonces	la	joven,	viendo	que	su	madre	se	retorcía	las	manos,	cuchicheó:
—Mamá…,	¡dramitas,	los	justos!
La	mujer	asintió,	y	entonces	Raissa	se	les	aproximó	con	unas	copas	en	las
manos.
—Mamá	—terció—,	en	lo	referente	a	Amélie…
—Raissa	—la	cortó	ella—,	se	acabó.	Siempre	te	dije	que	esa	relación	no	me
gustaba	y,	mira,	no	iba	desencaminada.
Raissa	suspiró	mientras	intercambiaba	una	mirada	con	su	hermana.	Amélie
había	sido	su	pareja	durante	los	últimos	años,	una	relación	de	la	que,	tras
darle	muchas	vueltas,	le	habló	a	su	madre,	provocándole	un	gran	disgusto,
pero	con	su	padre	no	se	atrevió	a	hacerlo.	Aquel	era	demasiado	estricto	y
convencional	en	algunos	temas	y,	con	seguridad,	el	día	que	se	enterara	de
que	su	hija	era	lesbiana	retumbaría	el	cielo.	De	ahí	que	siguiera	sin	saberlo.
Aun	habiendo	planeado	casarse	con	Amélie,	Raissa	no	se	lo	contó	a	Ayaz.	Y
casi	que	hasta	se	alegraba.	A	dos	meses	de	la	boda,	la	joven	se	enteró	de	que
Amélie	había	comenzado	una	relación	con	otra	mujer,	lo	que	la	destrozó.
Terminó	con	la	relación	y	la	boda,	y	a	su	manera	sabía	que	se	estaba
destrozando	a	sí	misma,	pero	aun	así	protestó:
—Mamáááááááá.
—Vamos	a	ver,	hija.	Entiendo	que	a	ciertas	jóvenes	os	guste	experimentar	en
la	vida.	Pues	bien,	tú	ya	lo	has	hecho.	Ahora	solo	espero	que	te	centres	y
comiences	a	hacer	lo	correcto.	Si	tu	padre	se	entera	de	esa	relación,	¡no
quiero	ni	imaginarme	la	que	puede	liar!	Eso,	sin	contar	con	que	¡es	pecado!
—Pero	mamááááááá	—gruñó	Amina.
Raissa	resopló.	Para	su	madre,	la	gran	mayoría	de	las	cosas	eran	pecado,	y	su
homosexualidad	uno	de	ellos,	por	lo	que,	sin	ganas	de	discutir,	musitó:
—Mira,	mamá,	me	gustan	las	mujeres	y	así	será	hasta	que	me	muera,	os
parezca	bien	o	no	a	papá	y	a	ti.	¡Soy	lesbiana	y	pecadora!
—¡Cállate!	—exigió	Mia.	Intentaba	ocultarle	a	su	marido	ciertas
particularidades	de	sus	hijas	para	evitar	problemas,	pero	estas	la	volvían	loca.
—Si	crees	que	Can	se	va	a	enamorar	de	una	de	esas	dos,	¡lo	llevas	claro!	—
replicó	Raissa	encendida,	incapaz	de	callar.
Amina	soltó	una	carcajada.
—Pero	si	son	dos	niñas	preciosas,	finas	y	con	estilo	—cuchicheó	Mia,	mirando
a	su	hija.
Raissa	asintió.	Sin	duda	aquellas	dos	muchachas	pelirrojas	y	de	ojos	claros
eran	muy	guapas,	iban	perfectamente	maquilladas	y	vestidas,	pero	sabía	que
a	su	hermano	aquello	no	lo	iba	a	impresionar.	Así	pues,	tras	intercambiar	una
mirada	con	Amina,	que	opinaba	lo	mismo,	musitó:
—Mamá,	si	lo	que	pretendes	es	que	Can	tenga	sexo	con	ellas,	¡es	muy	posible!
Pero	si	buscas	algo	más,	¡va	a	ser	que	no!
—¡Raissa!
—Mamá	—añadió	Amina—,	Raissa	tiene	razón.
Según	oyó	eso,	Mia	miró	a	su	otra	hija	y	protestó	bajando	la	voz.
—Que	conste	que	tu	padre	y	yo	seguimos	molestos	por	tu	divorcio	con	Gary.
Por	Dios,	hija…,	¿cuántos	meses	habéis	estado	casados?	¿Cuántos	divorcios
pretendes	acumular	a	tus	espaldas?
Las	hermanas	se	miraron.	Amina	acababa	de	divorciarse	de	su	tercer	marido.
—Mamá…,	no	empecemos—replicó.
Mia	resopló.	Aquella	hija	suya	era	una	fuente	de	problemas.	Ya	llevaba	tres
bodas	y	tres	divorcios	a	sus	espaldas,	por	lo	que	musitó:
—Como	se	te	ocurra	decir	que	te	vas	a	casar	otra	vez…,	¡yo	no	sé	lo	que	te
hago!	Y	en	cuanto	a	lo	que	le	pueda	gustar	o	no	a	tu	hermano,	dejad	que	sea
él	quien	lo	decida,	¿entendido?
Ambas	hermanas	se	rieron.	Conocían	a	Can.	Y,	sí,	sin	duda	aquellas	chicas
daban	el	perfil	para	él,	pero	en	el	tema	sexo,	nada	más.	Su	hermano	no
buscaba	pareja,	a	pesar	de	que	su	madre	se	empeñara	en	buscársela.	Vivía
muy	bien	como	estaba.	Soltero,	triunfador,	con	un	buen	trabajo.	No	le	faltaba
de	nada.	¿Qué	más	podía	querer?
Estaban	sonriendo	cuando	Mia	dijo	en	voz	baja:
—Haced	el	favor	de	dejar	de	decir	tonterías.	A	esas	niñas	se	las	ve	educadas,
serias	y	formalitas.
—No	como	nosotras,	¿verdad,	mamá?	—se	mofó	Amina.
Mia	miró	a	sus	hijas.	Las	adoraba.	Las	quería	por	encima	de	todo,	pero	no
estaba	contenta	con	sus	vidas.	La	una	por	gustarle	las	mujeres	y	la	otra
porque	saltaba	de	boda	en	boda	como	el	que	cambiaba	de	zapatos.
Se	oyó	el	timbre	de	la	puerta	y,	segundos	después,	Can	entró	en	la	sala.
Mia	sonrió	al	ver	a	su	hijo.	Lo	adoraba.	No	solo	era	guapo	y	un	hombre	que
llamaba	la	atención,	sino	que	también	tenía	unos	valores	que	le	encantaban,
aunque	hasta	el	momento	nunca	le	había	presentado	a	ninguna	mujer.
Can	se	dirigió	hacia	su	padre,	al	que	abrazó	con	cariño.	Y,	después	de	que
este	le	presentara	a	Charles	y	se	saludaran	con	empatía,	Mia	llamó	su
atención	levantando	la	voz.
—¡Can!
El	aludido	sonrió	al	ver	a	su	madre	y,	tras	disculparse	con	su	padre	y	con
Charles,	se	acercó	hasta	ella	con	aplomo	para	abrazarla.	Can	era	el	más
cariñoso	de	sus	hijos,	siempre	lo	había	sido	y	no	lo	incomodaba	demostrar	su
afecto	en	público,	lo	que	a	Mia	le	encantaba.
Albany,	al	verlo,	se	aproximó	a	ellos	y	Mia	se	lo	presentó	orgullosa.
La	venezolana	sonrió	feliz.	El	hijo	de	su	amiga,	además	de	ser	un	comandante
de	vuelo	adinerado,	culto	y	elegante,	era	muy	atractivo.	Justo	el	tipo	de	pareja
que	alguna	de	sus	hijas	necesitaba.
Instantes	después,	del	brazo	de	su	madre	y	Albany,	Can	se	acercó	con
galantería	hasta	donde	estaban	Brooke	y	Cynthia,	que	lo	recibieron	con	una
sonrisa.
Durante	unos	minutos	charló	con	aquellas	desplegando	el	don	de	gentes	que
siempre	había	tenido	para	comunicarse	con	los	demás,	y,	al	rato,	cuando	se
alejó,	tras	intercambiar	una	mirada	cómplice	con	su	padre,	que	le	sonrió,	se
acercó	a	sus	hermanas	y	musitó	mientras	cogía	una	copa	que	había	sobre	una
mesa:
—¡Socorro!
Raissa	y	Amina	sonrieron.
—Ah…,	Rey	—dijo	la	primera—,	esa	es	tu	cruz.	La	mía	es	ser	la	jodida	lesbiana
oculta	de	la	familia.
—¡Cállate	o	papá	te	oirá!	Y,	la	verdad,	no	es	el	momento	ni	el	lugar	—repuso
Can.
Raissa	miró	a	su	progenitor	y	se	encogió	de	hombros.
—Sea	cuando	sea	cuando	se	entere,	nunca	será	el	momento	ni	el	lugar.
Los	tres	hermanos	sonrieron	y	luego	Can	cuchicheó	dirigiéndose	a	Amina:
—Vaya…,	lo	de	Gary	ha	sido	rápido.
Ella	asintió.
—Espero	que	el	divorcio	sea	más	rápido	todavía.
Divertido,	Can	resopló.	Con	sus	hermanas	nunca	se	aburría.
—¿Alguna	nueva	víctima	en	el	horizonte?	—quiso	saber.
Amina	rio.	Sus	ojos	ya	se	habían	fijado	en	otro	hombre,	y	Can,	entendiendo	su
sonrisa,	le	advirtió:
—Recuerda:	¡boda	no!
—Qué	le	voy	a	hacer	si	soy	así	de	enamoradiza	y	me	encantan	las	bodas	—
suspiró	ella.
Can	y	Raissa	se	miraron	y	luego	él	añadió:
—Disfruta	del	sexo,	¡pero	no	te	cases!
—Can…,	el	amor	es	imprevisible	—soltó	Amina—.	De	pronto	conoces	a
alguien.	Sientes	que	el	mundo	se	detiene,	no	te	lo	quitas	de	la	cabeza,	solo
eres	feliz	cuando	estás	con	él,	incluso	ves	la	vida	de	color	de	rosa	y	oyes
violines	continuamente.
—Por	favor…	—se	mofó	Can	mirando	a	Raissa.
—¿Quién	os	dice	que	no	os	puede	pasar	a	vosotros	mañana	mismo?	—
preguntó	Amina	al	notar	que	sus	hermanos	se	carcajeaban.
—Lo	dudo.	Una	y	no	más	—replicó	Raissa	recordando	el	mal	momento
personal	que	vivía.
Can	iba	a	decir	algo	cuando	Amina	insistió:
—Imagina	que	mañana	conoces	a	una	mujer	que	te	deja	totalmente
noqueado…	¿Quién	te	dice	que	no	será	el	amor	de	tu	vida?	¿Por	qué	no
casarte	y	apostar	por	ello?
El	comandante	sonrió.	En	la	vida	se	había	enamorado.
—Os	recuerdo,	hermanitas,	que	las	viscerales	y	enamoradizas	sois	vosotras.
Yo	soy	el	que	piensa	las	cosas	antes	de	hacerlas,	¿lo	habéis	olvidado?
Amina	y	Raissa	se	miraron,	y	la	segunda	soltó:
—A	la	pelirroja	de	la	derecha	le	hacía	yo	un	favor.	—Y	al	ver	que	la	aludida	la
miraba	y	sonreía	añadió—:	No	sé	por	qué	algo	me	dice	que	ella	también	me	lo
haría	a	mí.
—Raissa…	—musitó	Can.
—Por	cierto,	hermanito	—lo	cortó	ella—.	Hace	dos	días	tuve	una	gloriosa
noche	de	sexo	salvaje	con	alguien	que	te	conocía…	¿Recuerdas	a	Tamara?
Can	la	miró.	No	recordaba	a	ninguna	mujer	con	ese	nombre.
—No	—respondió.
Raissa	sonrió	y,	tras	dar	un	trago	a	su	bebida,	dijo	rascándose	la	nariz:
—Me	dijo	que	te	conoció	en	un	local	swinger	llamado	Bubabe.
—¡¿Quééé?!	—murmuró	Amina.
Can,	molesto	porque	sus	hermanas	se	metieran	en	aquella	parcela	tan	íntima
de	su	vida,	iba	a	protestar	cuando,	consciente	del	movimiento	que	aquella
hacía	con	la	nariz,	señaló	bajando	la	voz:
—Me	dijiste	que	habías	dejado	la	coca.
Raissa	sonrió	al	oírlo.
—Solo	ha	sido	una	rayita	para	sobrellevar	esta	insufrible	cenita	organizada
por	mamá.
—Eso	no	está	bien,	Raissa	—se	quejó	Amina.
Pero	aquella,	viendo	cómo	sus	hermanos	la	miraban,	replicó:
—Dejad	de	juzgarme…,	¡joder!
—Raissa…	—murmuró	Can	molesto.
Amina	maldijo.	Desde	que	había	sufrido	la	pérdida	de	su	exnovia,	Raissa
había	cambiado.	Había	pasado	de	ser	una	chica	centrada	y	enamorada	a
convertirse	en	todo	lo	contrario;	pero	cuando	iba	a	protestar,	aquella	insistió
mirando	a	su	hermano:
—Tamara	es	rubia	platino,	pelo	corto,	y	algo	que	seguro	que	recordarás	es
que	lleva	tatuado	el	rostro	de	un	precioso	tigre	en	el	muslo	derecho.
Al	oír	eso,	Can	asintió	despacio	cayendo	en	la	cuenta,	e	iba	a	responder
cuando	Amina,	que	no	cabía	en	sí	del	asombro,	cuchicheó	dirigiéndose	a	él:
—¿Desde	cuándo	vas	tú	a	locales	swinger	?
El	comandante	maldijo.	Odiaba	que	sus	hermanas	se	metieran	en
determinadas	parcelas	de	su	vida	privada.
—Tamara	me	contó	que	disfrutó	de	una	excelente	noche	de	sexo	en	cierta
habitación	del	placer	de	ese	local	contigo	y	con	varias	parejas	más	—señaló
Raissa	con	mofa.
—¡Joderrrrrrr,	Cannnnnnnnnnnnnn!	—murmuró	Amina	parpadeando—.	Qué
fuerteeeeeeee…	¿Te	van	los	tíos	también?
Sin	dar	crédito,	él	respondió	viendo	que	nadie	los	oía:
—Soy	heterosexual.
—¿Y	por	qué	vas	a	locales	swinger	?	—insistió	Amina.
Molesto	con	Raissa,	que	se	reía,	Can	resopló.	Desde	que	su	hermana	había
cortado	su	relación	con	Amélie,	su	vida	estaba	siendo	algo	caótica.
—Deja	la	cocaína	o	al	final	tendrás	un	grave	problema	—la	increpó—.	Y	en
cuanto	a	Tamara,	no	me	importa	que	te	acuestes	con	mujeres	con	las	que	me
he	acostado	yo,	pero	¿en	serio	hace	falta	airearlo?	—Y	luego,	mirando	a
Amina,	aclaró—:	A	donde	yo	vaya	o	deje	de	ir	no	es	asunto	tuyo.	Solo	me
gustan	las	mujeres	y	disfruto	del	sexo	como	me	da	la	gana.	¿Entendido?
Amina,	a	quien	aquello	le	parecía	algo	fuera	de	lo	normal,	iba	a	replicar
cuando	Brooke	y	Cynthia	se	acercaron	a	ellos	y	la	primera	musitó	mirando	a
Can:
—Lo	sentimos.	Sentimos	mucho	las	insinuaciones	tontas	y	anticuadas	de	mi
madre.
Sorprendidos,	ellos	se	miraron,	y	Cynthia	añadió:
—Entre	nosotros…,	tengo	novio	desde	hace	unos	meses.	Se	llama	Israel	y	si
no	lo	cuento	en	casa	es	porque,	si	mi	madre	supiera	que	es	celador	en	un
hospital	y	no	neurocirujano	como	ella	quisiera,	le	daba	algo.
Can	y	sus	hermanas	se	miraron,	y	Brooke	indicó	dirigiéndose	a	Raissa:
—Tú	y	yo	no	nos	conocemos,	pero	tenemos	gente	en	común	—y	al	ver	cómo
aquella	la	observaba,	añadió—:	Soy	amiga	de	Pamela,	la	que	tiene	un	local	de
copas	para	mujeres	en	Covent	Garden	llamado	Naftaranda.
Raissa	asintió.
—Ya	decía	yo	que	me	sonaba	tu	precioso	cuerpo…
—¡Raissa!	—la	regañó	Amina.
Brooke	sonrió	y,	sin	parpadear,	cuchicheó:
—Tú	tampoco	estás	mal.Pero	guardemos	el	secreto.	Como	ha	dicho	mi
hermana,	mi	madre	es	excesivamente	exagerada	en	ciertas	cosas.
Una	carcajada	cómplice	salió	del	grupo	y	luego	Amina	musitó:
—Vaya…,	qué	alegría	ver	que	sois	tan	normales	como	nosotros.
Todos	rieron	de	nuevo.	Estaba	claro	que	en	todas	las	casas	se	cocían	habas,	y
Can,	tras	intercambiar	una	mirada	con	Raissa	y	pedirle	tranquilidad	y
discreción,	afirmó:
—A	partir	de	este	momento	comienzo	a	disfrutar	de	la	noche.
Todos	soltaron	una	carcajada	y,	una	vez	aclarado	aquello,	que	era	importante
para	ellos,	continuaron	charlando.
En	un	momento	dado,	Can	recibió	una	llamada	de	su	amiga	Sharon	y,
disculpándose,	salió	a	la	terraza.
Cuando	desapareció,	a	los	pocos	segundos	un	hombre	de	pelo	canoso	entró	en
la	estancia	y,	mirándolos,	dijo	con	cortesía	inglesa:
—Señores,	cuando	quieran	pueden	pasar	al	salón	para	cenar.
Encantados,	todos	se	dirigieron	allí,	donde	había	una	preciosa,	fina	y	delicada
mesa	con	candelabros	y	flores.	Albany	era	una	persona	que	cuidaba	todos	los
detalles.	Le	encantaba	que	todo	estuviera	en	su	sitio,	y	cuando	se	disponía	a
indicar	dónde	debía	sentarse	cada	comensal,	sonó	el	timbre	de	la	puerta.
Albany	y	su	marido,	que	todavía	no	habían	entrado	en	el	salón,	se	miraron	y
este,	sin	percatarse	de	que	Can	estaba	en	la	terraza,	dijo	dirigiéndose	a	su
mujer:
—Serán	Sonia	e	Ibiza.
Al	oír	eso,	Albany	parpadeó.
—¡Ay,	mi	amor!	—protestó.
Charles,	que	imaginaba	de	antemano	su	reacción,	ni	siquiera	se	inmutó.
—¿Sabías	que	iban	a	venir?	—preguntó	ella.
—Sí.
Oír	eso	hizo	que	Albany	nombrara	a	todos	los	santos	que	conocía,	y	a
continuación	preguntó:
—Vendrán	solas,	¿verdad?
Si	a	su	hija	se	le	ocurría	presentarse	esa	noche	con	Ginger,	aquel	asiático	tan
horrorosamente	amanerado,	o	con	alguna	de	sus	escandalosas	amigas	drags	,
¡la	mataría!
—No	lo	sé,	Albany	—contestó	Charles.
La	venezolana	cerró	los	ojos.	Su	marido	y	su	hija	la	iban	a	volver	loca.
—Al	menos	le	dirías	que	es	una	cena	de	gala,	¿no?	—gruñó.
Charles	negó	con	la	cabeza	sonriendo	y	Albany	maldijo	al	verlo.
—Oh,	Dios,	Charles…
El	hombre	no	respondió.	Los	planes	que	tuviera	su	mujer	en	cuanto	a	aquella
cena	no	le	interesaban	tanto	como	ver	a	su	hija	y	a	su	nieta,	y	cuando	iba	a
hablar	Albany	soltó:
—No	hay	sitio	para	todos	en	la	mesa,	mi	amor.
Charles	sonrió.	En	su	casa	y	en	su	mesa	siempre	habría	sitio	para	todas	sus
hijas	y,	sin	darle	importancia,	indicó:
—Pues	ya	puedes	ir	haciéndolo…,	mi	amor	.
En	ese	instante,	Can,	que	había	oído	su	conversación	al	entrar	de	la	terraza,
se	acercó	a	ellos	y	Albany	cambió	el	gesto	y	le	dirigió	una	sonrisa.
—Por	favor,	pasa	al	salón	con	mi	marido	y	sentaos.
Él	pasó	junto	a	ellos	siendo	consciente	de	lo	que	había	oído;	segundos
después	se	oyó	la	voz	de	una	niña	que	gritaba:
—¡Papuchiiiiiiiiiiiiiiii!
Al	mirar,	todos	vieron	cómo	una	pequeña	con	una	gorra	negra	en	la	cabeza,
vestida	con	un	pantalón	negro	de	deporte	y	una	camiseta	roja,	se	tiraba	a	los
brazos	de	aquel	impecable	hombre	y	este	la	asía	con	amor	mientras	Albany
protestaba.
—Te	va	a	ensuciar	el	traje,	Charles.
Pero	a	Charles	eso	era	lo	que	menos	le	preocupaba,	e	Ibiza,	al	oír	a	su	abuela,
indicó	mirándola:
—Abu	…,	no	dramatices.	Tienes	lavadora.
Ese	comentario	hizo	sonreír	a	todo	el	mundo;	entonces	el	casco	rojo	que	la
niña	llevaba	en	las	manos	se	cayó	al	suelo	y	Can	se	apresuró	a	cogerlo
mientras	Charles	preguntaba:
—¿Qué	tal	el	partido?
La	niña	sonrió	al	oírlo.
—Los	hemos	machacado.
—¿Algo	nuevo	con	Gus?	—preguntó	el	hombre.
Ibiza	sonrió.	Gus	era	un	compañero	de	equipo	con	el	que	tenía	cierta
rivalidad,	y	bajando	la	voz	explicó:
—Me	ha	tirado	al	suelo,	pero	luego	se	lo	ha	comido	él:	¡empate!
Charles	y	su	nieta	chocaron	las	manos	horrorizando	a	Albany,	y	luego	la	niña,
mirando	a	quien	tenía	su	casco,	dijo	extendiendo	las	manos:
—Es	mío.	¿Me	lo	das?
Can	asintió	y,	dando	un	paso	hacia	aquella	y	su	abuelo,	preguntó:
—¿Juegas	a	hockey	?
—Sí	—asintió	la	niña—.	Soy	delantera	y	algún	día	seré	profesional.
—Qué	mona.	—Mia	sonrió	al	oír	a	la	pequeña.
Sonia,	que	entraba	en	ese	instante,	al	oír	aquella	voz	que	no	conocía	se	paró
para	mirarlo	con	curiosidad.
¿Quién	era	ese	tipo	tan	impresionante	y	sexy	del	moñito	hípster?
Sin	ser	vista,	recorrió	con	la	mirada	a	aquel	hombre	al	que	no	conocía
mientras	en	su	mente,	de	manera	incomprensible	y	como	si	viviera	en	una
película,	comenzó	a	sonar	la	canción	Soy	yo	de	Luis	Miguel.
Sin	saber	por	qué,	sintió	que	el	corazón	se	le	aceleraba	en	décimas	de
segundo.	Pero	¿qué	le	ocurría?
Y,	regañándose	a	sí	misma,	continuó	su	camino	mientras	sonreía	y	se
preguntaba	qué	hacía	pensando	en	esa	romántica	canción.
—Ibiza,	mi	amor.	Eres	una	niña,	una	señorita	—regañó	Albany	a	su	nieta	al
oírla—.	¡No	digas	tonterías!	¿Cómo	vas	a	ser	eso?
—Abu	…,	mami,	Ginger	y	las	Ladies	dicen	que	puedo	ser	lo	que	quiera	—
replicó	la	pequeña.
—¡Cuánta	tontería!	—musitó	la	mujer	intentando	disimular	su	malestar	y
suplicando	al	cielo	que	nadie	preguntara	quiénes	eran	«las	Ladies».
Aquella	seguridad	en	la	niña	hizo	que	Can	sonriera	todavía	más,	hasta	que	de
pronto	oyó	decir	a	su	lado:
—Vale,	mamá,	¡no	empecemos!	Ibiza,	C.	E.	P.	y	ven.
Como	su	madre	le	había	pedido,	la	niña	cerró	el	pico.
—Vamos	a	lavarnos	las	manos	—dijo	aquella	y,	con	una	sonrisa,	saludó
levantando	la	mano—.	¡Hola	a	todos!	Encantada	de	conocerlos.
Al	lado	de	Can	había	una	chica	morena	de	pelo	recogido	en	una	coleta	alta,
con	los	ojos	oscuros	algo	achinados	y	una	graciosa	sonrisa.	A	diferencia	del
resto	de	los	presentes,	que	iban	de	punta	en	blanco,	aquella	vestía	una
camiseta	básica	blanca,	pantalones	tobilleros	negros,	zapatillas	y	bolsa	de
deporte	al	hombro.	Estaba	claro	de	dónde	llegaba.	Y,	mirando	a	Can,	dijo
quitándole	el	casco	de	las	manos	para	meterlo	en	la	bolsa	de	deporte:
—Ahora	tú	también	tendrás	que	lavarte	las	manos.
—Eso	parece	—afirmó	él	divertido.
Rápidamente	Brooke	y	Cynthia	se	acercaron	a	saludar	a	la	recién	llegada,	que
con	una	bonita	sonrisa	las	abrazó	y	las	besuqueó	con	mimo,	y	en	cuanto
terminaron	los	saludos,	Charles,	que	todavía	tenía	en	brazos	a	la	niña	de	sus
ojos,	las	presentó:
—Amigos,	ellas	son	nuestra	hija	mayor,	Sonia,	y	mi	nieta,	Lady	Mini	Stark.
Albany	resopló	al	oírlo.
—Nuestra	nieta	se	llama	Ibiza,	no	Lady	Mini	Stark.
—¡Jo,	abu	!	—protestó	la	niña.
Mia,	la	madre	de	Can,	escaneó	con	curiosidad	a	aquella	muchacha	cuyo	físico
nada	tenía	que	ver	con	sus	hermanas	ni	con	su	madre.	Curiosamente,	estaba
conociendo	a	la	díscola	hija	de	su	amiga,	que	era	morena	y	curvilínea,	una
chica	normal.	En	su	mirada	vio	vida	y	alegría,	y	eso	le	gustó.
Sonia,	que	se	había	percatado	de	cómo	aquella	amiga	de	su	madre	la	miraba,
soltó	con	una	sonrisa:
—Cuando	me	duche	seré	pelirroja,	alta	y	estilosa.
—¡Sonia!	—protestó	Albany	al	oírla	mientras	Mia	sonreía	por	el	ingenio	de
aquella.
Divertida,	la	joven	sonrió	a	su	padre,	que	le	guiñó	un	ojo,	y	cogiendo	a	su	hija
en	brazos	repitió:
—Vamos	a	lavarnos	las	manos,	¡que	tenemos	hambre!
—Te	acompaño	—indicó	Albany	apurada	al	ver	cómo	Mia	las	observaba.
Una	vez	fuera	del	salón,	Albany	gruñó	mirando	a	su	hija.
—¿Se	puede	saber	cómo	se	te	ocurre	aparecer	así,	sin	avisar?
—Avisé	a	Papuchi	—respondió	Sonia	mientras	dejaba	a	la	niña	en	el	suelo.
Albany	maldijo	y	aquella,	riendo	por	las	ocurrencias	de	su	padre,	cuchicheó:
—Vale…,	no	te	dijo	nada.
—No…,	¡no	me	lo	dijo!	Ay,	mi	amor.	Tú	y	tu	padre	me	vais	a	matar	a
disgustos,	¡esto	es	un	desastre!
Sonia	y	su	hija	se	miraron,	y	la	primera,	mirando	a	su	madre,	musitó:
—Mamá,	tampoco	te	pases.
Pero	Albany,	que	estaba	sumida	en	su	mundo,	soltó	incapaz	de	callar:
—Sonia,	por	el	amor	de	Dios.	¿Acaso	no	has	visto	que	esto	es	una	cena
formal?	Y	mirad	cómo	venís	vestidas.
—J.	C.	L.	A.	—farfulló	Ibiza	rascándose	la	rodilla.
Sonia	sonrió.	Aquello	significaba	«jo,	con	la	abuela»,	y	Albany,	al	no
entenderlo,	protestó	mirando	a	la	niña:
—Ibiza,	te	he	dicho	mil	veces	que	no	me	gusta	que	hables	así	ni	que	te
rasques	de	ese	modo.
—¿Por	qué?
—Porque	espero	de	ti	que	seas

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