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Vargas Llosa- Apogeo y decadencia de Occidente

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Apogeo y decadencia de Occidente
Durante 500 años, la cultura occidental tuvo un papel preponderante en el 
mundo. Ahora parece haber perdido brío y el eje se mueve hacia China. 
Pero su espíritu crítico, aún vigente, la mantiene fuerte.
Mario Vargas Llosa PARA LA NACION
LUNES 14 DE ENERO DE 2013
En su ambicioso libro Civilización: Occidente y el resto , Niall Ferguson expone 
las razones por las que, a su juicio, la cultura occidental aventajó a todas las otras y 
durante 500 años tuvo un papel hegemónico en el mundo, contagiando a las demás con 
parte de sus usos, métodos de producir riqueza, instituciones y costumbres. Y, también, 
por qué ha ido luego perdiendo brío y liderazgo de manera paulatina al punto de que no 
se puede descartar que en un futuro previsible sea desplazada por la pujante Asia de 
nuestros días encabezada por China.
Seis son, según el profesor de Harvard, las razones que instauraron aquel 
predominio: la competencia que atizó la fragmentación de Europa en tantos países 
independientes; la revolución científica, pues todos los grandes logros en matemáticas, 
astronomía, física, química y biología a partir del siglo XVII fueron europeos; el imperio 
de la ley y el gobierno representativo basado en el derecho de propiedad surgido en el 
mundo anglosajón; la medicina moderna y su prodigioso avance en Europa y Estados 
Unidos; la sociedad de consumo y la irresistible demanda de bienes que aceleró de 
manera vertiginosa el desarrollo industrial, y, sobre todo, la ética del trabajo que, tal 
como lo describió Max Weber, dio al capitalismo en el ámbito protestante unas normas 
severas, estables y eficientes que combinaban el tesón, la disciplina y la austeridad con el 
ahorro, la práctica religiosa y el ejercicio de la libertad.
El libro es erudito y a la vez ameno, aunque no excesivamente imparcial, pues 
privilegia los aportes anglosajones y, por ejemplo, ningunea los franceses, y acaso 
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sobrevalora los efectos positivos de la Reforma protestante sobre los católicos y los laicos 
en el progreso económico y cívico del Occidente. Pero tiene muchos aspectos originales, 
como su tesis según la cual la difusión de la forma de vestir occidental por todo el mundo 
fue inseparable de la expansión de un modo de vida y de unos valores y modas que han 
ido homogenizando al planeta y propulsando la globalización. Por eso, con argumentos 
muy convincentes Niall Ferguson sostiene que la promoción del pañuelo y el velo 
islámicos no es una moda más, sino forma parte de una agenda cuyo objetivo último es 
limitar los derechos de la mujer y conquistar una cabecera de playa para la instauración 
de la sharia . Así ocurrió en Irán tras la Revolución de 1979, cuando 
los ayatollah emprendieron la campaña indumentaria contra lo que llamaban la 
"occidentoxicación" y así comienza a ocurrir ahora en Turquía, aunque de manera más 
lenta y solapada.
Ferguson defiende la civilización occidental sin complejos ni reticencias aunque 
es muy consciente del legado siniestro que también constituye parte de ella -la 
Inquisición, el nazismo, el fascismo, el comunismo y el antisemitismo, por ejemplo-, 
pero algunas de sus convicciones son difíciles de compartir. Entre ellas la de que el 
imperialismo y el colonialismo, haciendo las sumas y las restas, y sin atenuar para nada 
las matanzas, saqueos, atropellos y destrucción de pueblos primitivos que causaron, 
fueron más positivos que negativos, pues hicieron retroceder la superstición, prácticas y 
creencias bárbaras e impulsaron procesos de modernización. Tal vez esto valga para 
algunas regiones específicas y ciertos tipos de colonización, como los que experimentó la 
India, pero difícilmente sería válido en el caso de otros países, digamos del Congo, cuya 
anarquía y disgregación crónicas derivan en gran parte de la ferocidad de la explotación 
y del genocidio de sus comunidades que impuso el colonialismo belga.
El libro dedica muchas páginas a describir la fascinante transformación de la 
China colectivista y maoísta del Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao 
Tse-tung a la que impulsó Deng Xiaoping, la de un capitalismo a marchas forzadas, 
abriendo mercados, estimulando las inversiones extranjeras y la competencia industrial, 
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permitiendo el crecimiento de un sector económico no público y de la propiedad privada, 
pero conservando el autoritarismo político. Al igual que la Inglaterra de la Revolución 
Industrial que estudió Max Weber, el profesor Ferguson destaca el poco conocido papel 
que ha desempeñado también en China, a la vez que su economía se disparaba y batía 
todos los récords históricos de progreso estadístico, el desarrollo del cristianismo, en 
especial el de las iglesias protestantes. Las cifras que muestra en el caso concreto de la 
ciudad de Wenzhou, provincia de Zhejiang, la más emprendedora de China, son 
impresionantes. Hace treinta años había una treintena de iglesias protestantes y ahora 
hay 1339 aprobadas por el gobierno (y muchas otras no reconocidas). Llamada "la 
Jerusalén china", en Wenzhou buen número de empresarios emergentes asumen 
abiertamente su condición de cristianos reformados y la asocian estrechamente a su 
trabajo. La entrevista que celebra Ferguson con uno de estos prósperos "jefes cristianos" 
de Wenzhou, llamado Hanping Zhang, uno de los mayores fabricantes de bolígrafos y 
estilográficas del mundo, es sumamente instructiva.
Aunque no lo dice explícitamente, todo el contenido de Civilización: Occidente y 
el resto deja entrever la idea de que el formidable progreso económico de China irá 
abriendo el camino a la democracia política, pues, sin la diversidad, la libre investigación 
científica y técnica, y la permanente renovación de cuadros y equipos que ella estimula, 
su crecimiento se estancaría y, como ha ocurrido con todos los grandes imperios no 
occidentales del pasado -Ferguson ofrece una apasionante síntesis de esa constante 
histórica-, se desplomaría. Si eso ocurre, el liderazgo que la civilización occidental ha 
tenido por cinco siglos habrá terminado y en lo sucesivo serán China y un puñado de 
países asiáticos quienes asumirán el papel de naves insignias de la marcha del mundo 
del futuro.
Las críticas de Niall Ferguson al mundo occidental de nuestros días son muy 
válidas. El capitalismo se ha corrompido por la codicia desenfrenada de los banqueros y 
las élites económicas, cuya voracidad, como demuestra la crisis financiera actual, los ha 
llevado incluso a operaciones suicidas, que atentaban contra los fundamentos mismos 
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del sistema. Y el hedonismo, hoy día valor incontestado, ha pasado a ser la única religión 
respetada y practicada, pues las otras, sobre todo el cristianismo tanto en su variante 
católica como protestante, se encoge en toda Europa como una piel de zapa y cada vez 
ejerce menos influencia en la vida pública de sus naciones. Por eso la corrupción cunde 
como un azogue y se infiltra en todas sus instituciones. El apoliticismo, la frivolidad, el 
cinismo, reinan por doquier en un mundo en el que la vida espiritual y los valores éticos 
conciernen sólo a minorías insignificantes.
Todo esto tal vez sea cierto, pero en el libro de Niall Ferguson hay una ausencia 
que, me parece, contrarrestaría mucho su elegante pesimismo. Me refiero al espíritu 
crítico, que, en mi opinión, es el rasgo distintivo principal de la cultura occidental, la 
única que, a lo largo de su historia, ha tenido en su seno acaso tantos detractores e 
impugnadores como valedores, y entre aquellos, a buen número de sus pensadores y 
artistas más lúcidos y creativos. Gracias a esta capacidad de despellejarse a sí misma de 
manera continua e implacable, la cultura occidental ha sido capaz de renovarse sin 
tregua, de corregirse a sí misma cada vez que los errores y taras crecidos en su seno 
amenazaban con hundirla. A diferencia de los persas, los otomanos, los chinos, que, 
como muestraFerguson, pese a haber alcanzado altísimas cuotas de progreso y poderío, 
entraron en decadencia irremediable por su ensimismamiento e impermeabilidad a la 
crítica, Occidente -mejor dicho, los espacios de libertad que su cultura permitía- tuvo 
siempre, en sus filósofos, en sus poetas, en sus científicos y, desde luego, en sus políticos, 
a feroces impugnadores de sus leyes y de sus instituciones, de sus creencias y de sus 
modas. Y esta contradicción, en vez de debilitarla, ha sido el arma secreta que le permitía 
ganar batallas que parecían ya perdidas.
¿Ha desaparecido el espíritu crítico en la frívola y desbaratada cultura occidental 
de nuestros días? Yo terminé de leer el libro de Niall Ferguson el mismo día que fui al 
cine, aquí en Nueva York, a ver la película Zero Dark Thirty , de Kathryn Bigelow, 
extraordinaria obra maestra que narra con minuciosa precisión y gran talento artístico la 
búsqueda, localización y ejecución de Osama ben Laden por la CIA. Todo está allí: las 
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torturas terribles a los terroristas para arrancarles una confesión; las intrigas, las 
estupideces y la pequeñez mental de muchos funcionarios del gobierno; y también, claro, 
la valentía y el idealismo con que otros, pese a los obstáculos burocráticos, llevaron a 
cabo esa tarea. Al terminar este film genial y atrozmente autocrítico, los centenares de 
neoyorquinos que repletaban la sala se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar; a mi lado, 
había algunos espectadores que lloraban. Allí mismo pensé que Niall Ferguson se 
equivocaba, que la cultura occidental tiene todavía fuelle para mucho rato.

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