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SARTRE “Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta m anera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia - es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y definirlo- precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a mí, de tal o cual cortapapel, de tal' o cual libro. Tenemos aquí, pues, una visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede a la existencia”. “Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe con precisión lo .que crea. Así el concepto de hombre en el espíritu de Dios es asimilable al cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo técnicas y una concepción exactamente como el artesano fabrica un cortapapel siguiendo una definición v una técnica. Así el hombre individual realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia...” “El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser deñnido por ningún concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad hum ana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que después se deñne. El hombre, tal como tal como lo concibe el existencialista, si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho, Asi, pues, no hay naturaleza hum ana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del existencialismo (...) El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o u n a coliflor; nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser (...) Pero si verdaderamente la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia...” “Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las últim as consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de construir una moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que tenga hijos, etc., etc.... Haremos por lo tanto un pequeño trabajo que permitirá dem ostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo inteligible, a.unque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma (...) nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una hipótesis superada que morirá tranquilam ente y por sí misma. El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia inñnita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. DflatglgyaltvjLaedbgL “81- Dio» no existiera todo estaría permitido"... gn efecto, todo está permitido si Dios no existe v en consecuencia el hombre está abandonado, porque no encuentra ni en si ni fuera de si una posibilidad de aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si en efecto la existencia precede a la esencia, no se podrá jam ás explicar por referencia a una naturaleza hum ana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los. valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que expresaré 'diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque u n a vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace (...) El existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hom bre.” JEAN PAUL SARTRE, El existencialismo es un humanismo, 1981, Buenos Aires, Ediciones del 80, 14 y ss SARTRE “El hombre toma conciencia de su Libertad en la angustia , o, si se prefiere, la angustia es el modo de ser de la libertad como conciencia de ser...” (pág. 71) “Existe (...) la angustia ante el-pasado. Es la del jugador que ha decidido libre y sinceramente no jugar más y que, cuando se aproxima al “tapete verde’ ve da pronto ‘naufragar’ todas sus resoluciones (,,,) Lo que capta entonces con angustia es precisamente la total ineficacia de la resolución pasada . Esta está ahí, sin duda, pero congelada, ineficaz, trascendida por el hecho mismo de que tengo conciencia de ella. Yo sov todavía esa resolución, en la medida en que realizo perpetuamente mi identidad conmigo mismo a través del flujo temporal, pero vo no la sov va por el hecho de que ella es para mi conciencia (...) estoy solo y desnudo como la víspera ante la tentación y, tras haber edificado pacientemente barreras y muros, tras haberme encerrado en el circulo mágico de una resolución, percibo con angustia que nada me impide jugar”, (pág. 76) “Y la angustia como manifestación de la libertad frente a sí mismo significa que el hombre está siempre separado de su esencia por u n a nada (...) La esencia es todo cuanto la realidad hum ana capta de si mismo como habiendo sido. Y aquí aparece la angustia como modo perpetuo de arrancamiento a aquello-que-es (...) en la angustia, la libertad se angustia ante si misma en tanto que nada la solicita ni la traba jam ás”, (pág. 78) “La libertad es el ser hum ano en cuanto pone su pasado fuera de juego, segregando su propia nada...” (pág. 71)“Para que mi libertad se angustie acerca del libro que escribo, es m enester que este libro aparezca en relación conmigo; es decir, es menester que yo descubra, por u n a parte, mi esencia en tanto que lo que he sido (yo he sido un 'querer escribir este libro’, lo he concebido, he creído que podía ser interesante escribirlo y me he constituido de tal suerte que ya no se puede comprenderme sin tomar en cuenta que este libro ha sido un posible esencial); por otra parte, la nada que separa a mi libertad de esta esencia fvo he sido un ‘querer escribirlo’, pero nada , ni aún lo que yo he sido, puede constreñirme a escribirlo); por último, la nada que me separa de lo que seré (descubro la posibilidad permanente de abandonarlo, como la condición misma de la posibilidad de escribirlo y como el propio sentido de mi libertad). Es menester que (...) cacte mi libertad, en tanto que posible destructora, en el presente v en el porvenir, de aquello que soy”, (pág. 81) JEAN PAUL SARTRE, El Ser y la Nada, 1972, Buenos Aires, Losada. “Quería señalar que al no haber estado en la cárcel, al no haberme sentido responsable, al no haber tenido preocupaciones económicas, nunca me tomé el mundo en serio. En otros tiempos esto hubiera podido llevarme al misticismo, porque aquellos a quienes no satisface lo ‘poco de realidad’ están dispuestos a buscar la superreralidad (...) Pero yo era ateo por orgullo. No por sentimiento de orgullo, sino porque mi existencia misma era orgullo, yo era orgullo. A mi lado no había sitio para Dios, vo era tan continuam ente la fuente de mi mismo que no veía que podía venir a hacer un Todopoderoso en esa historia. Ipor añadidura, la lamentable pobreza del pensam iento religioso terminó fortificándome en el ateísmo (...) Carente de fe. me limité a perder lo serio. En una palabra, hay seriedad cuando uno parte del m undo y atribuye más realidad al mundo que a uno mismo, o por lo menos cuando une;se atribuye una realidad en la medida en que pertenece al mundo. No es una azar que el materialismo sea serio: tampoco es un azar que siempre y en todas partes se presente como la doctrina filosófica de elección del revolucionario. Porque los revolucionarios son serios. Se conocen en primer lugar porque están aplastados por el mundo, se conocen a partir de que el m undo los aplasta, y quieren cambiar al mundo. En eso están de acuerdo con sus antiguos adversarios, los poseedores, que también se conoce y se estim an a partir de su situación en el mundo. Yo odio la seriedad (...) Uno es serio cuando ni siquiera concibe la posibilidad de salir del mundo, cuando el mundo, con sus Alpes y rocas, sus crestas y su barro, sus turberas y desiertos, todas esas inmensidades de obstinación, nos oprime por todos lados, cuando nos atribuimos a nosotros mismos el tipo de existencia de la piedra, su consistencia, su inercia, su opacidad; un hombre serio es una conciencia coagulada; es serio quien niega el espíritu (...) El espíritu de seriedad se caracteriza por la aplicación con la que considera las consecuencias de sus actos, es que todo para él es una consecuencia. El hombre serio es él mismo una consecuencia, una insoportable consecuencia, nunca un pjincipio. Está atrapado al infinito en una serie de consecuencias, y no ve más que consecuencias hasta el horizonte (...) En suma, Marx estableció el dogma básico de lo serio cuando afirmó la prioridad del objeto sobre el sujeto.” “Ahora bien, yo estaba protegido contra la seriedad por las razones que dije: yo no era del mundo porque era libre v comienzo prim ero. No es posible captarse a sí mismo como conciencia sin pensar que la vida es un juego”. “¿Qué es en efecto un juego sino una actividad cuyo origen primordial es el hombre, cuyos principios instau ra el hombre, y que no puede tener otras consecuencias que las que se siguen de los principios planteados? Pero en cuanto el hombre se concibe como libre y quiere usar su libertad, toda su actividad es juego: es su primer principio, por naturaleza escapa del mundo, plantea él mismo su valor y las norm as de sus actos y sólo consiente en pagar de acuerdo con las normas que él mismo ha planteado y definido. De allí la escasa realidad del mundo y la desaparición de lo serio. Nunca quise ser serio, me sentía demasiado libre: En el tiempo de mis amores con Toulouse hice un largo poema, supongo que muy malo, llamado Peter Pan, la canción del niño que no quería crecer (...) el muchachito no quería crecer por miedo de llegar a ser serio, hubiera podido estar tranquilo: ahora tengo catorce años más y nunca he sido serio (...) Siempre reivindiqué la responsabilidad de mis actos con el sentimiento de escaparles por completo (...) Por eso suscribo enteramente la frase de Schiller: “El hombre es plenamente hombre solamente cuando jue ga”. JEAN PAUL SARTRE, Diarios de Guerra (1939/1940). 1985, Buenos Aires, Losada, psg. 328 ss. John Rawls [Ijmaginemos a alguien cuyo único placer consiste en contar briznas de hierba en diversas zonas geométricamente conformadas, como parterres y espacios bien recortados. Por lo demás, es inteligente y posee, en realidad, aptitudes poco comunes, pues vive de lo que gana resolviendo difíciles problemas matemáticos. La definición del bien nos obliga a reconocer que el bien para este hombre consiste, ciertamente, en contar briznas de hierba, o, más exactamente, su bien está determinado por un proyecto que concede un lugar especialmente relevante a esta actividad. Ante su caso, intentaríamos otras hipótesis. Tal vez sea un hombre especialmente neurótico y haya adquirido, en los primero años de su vida, una aversión a la compañía humana, y por eso cuenta briznas de hierba, para evitar el trato con otras personas. Pero, si admitimos que su naturaleza consiste en disfrutar con esta actividad y en no disfrutar con ninguna otra, y que no hay modo posible de cambiar esta condición, entonces no hay duda de que un proyecto racional para él se centrará en esa actividad. Será para él la finalidad que regula la catalogación de sus acciones, y esto decide que es bueno para él. Recurro a este caso fantástico, sólo para demostrar que la exactitud de la definición del bien de una persona en términos del proyecto racional para ella no requiere que sea verdadero el principio aristotélico, (p.478). [HJay un procedimiento de deliberación que todavía no he mencionado, y es el de analizar nuestros objetivos. Es decir, podemos tratar de encontrar una descripción más detallada o más esclarecedora del objeto de nuestros deseos, esperando que los principios correspondientes resuelvan luego el caso. Así, puede ocurrir que una caracterización más plena o más profunda de lo que deseamos revele que, en última instancia, existe un proyecto que lo incluye. Consideremos de nuevo el ejemplo del proyecto de unas vacaciones. Muchas veces, cuando nos preguntamos por qué deseamos visitar dos lugares distintos, descubrimos que en el fondo se encuentran ciertos JInés más generales, y que todos ellos pueden cumplirse yendo a un lugar mejor que al otro, (p.609) [E]s fácil ver por qué la idea de que haya un único fin dominante (...) al que es racional aspirar resulta sumamente atractiva. Porque, si existe ese fin al que se subordinan tcdos los demás fines, es probable que todos los deseos, en la medida en que sean racionales, admitan un análisis que muestre cuáles son los principios que corresponde aplicar. El procedimiento para hacer una elección racional, y la concepción de esta elección, estarían, pues, perfectamente claros: la deliberación atendería siempre a unos medios para unos fines, estando todos los fines menores, a su vez, ordenados como medios para un solo fin dominante. Las numerosas cadenas finitas de razones acaban concluyendo y encontrándose en el mismo punto, (p.610) Utilizando como guías los principios de elección racional, y formulando nuestros deseos de la fonna más lúcida que nos sea posible, podemos reducirel campo de la elección puramente preferencial, pero no podemos eliminarlo totalmente. La indeterminación de la decisión parece surgir, pues, del hecho de que una persona tenga muchos objetivos para los que no se dispone de ningún patrón comparativo, adecuado para decidir entre ellos cuando entran en conflicto, (p.610) El carácter extremado de las concepciones propias del fin dominante se oculta, frecuentemente, bajo la vaguedad y la ambigüedad del fin propuesto. Por ejemplo, si Dios es concebido (y seguramente debe serlo) como un ser moral, el fin de servirle sobre todas las cosas queda sin especificar, en la medida en que las divinas intenciones no están claras en la revelación, ni resultan evidentes a la razón natural. (...) Como las cuestiones disputadas suelen situarse en este punto, la solución propuesta por la ética religiosa es sólo aparente. (...) El bien humano es heterogéneo, porque los propósitos del yo son heterogéneos, (p.612) Porque el yo es anterior a los fines que mediante él se afirman; incluso un fin dominante tiene que ser elegido entre numerosas posibilidades. No hay modo de sobrepasar la racionalidad deliberativa, (p.619) JOHN Rawls. Teoría de la Justicia, F.C.E., México, 1993. C «■ \oV'C,K # O e : C. O . C a p í t u l o I I LA INDIFERENCIA PU RA La (Irscrción ¡le las masut Si nos limitamos n los siglos xtx y xx, deberíamos evocar, citar en desorden, el desarraigo sistemático de las poblaciones rurales y Incoo urbanas, las languideces románticas, el spieen tlan- rly, Ü radour, los genocidios y einociilios, l l irosliima devastada c»i 10 K n r con 75 .000 muertos y 62.000 casas destruidas, los xiiü- llones de toneladas de bombas lanzadas sobre Victnam y la gne- rta ecolójixa a pulpes de herbicida, la escalada del stock inumjÜal de armas nucleares, Plmoin Penh limpiada por los Khmers jrojjeos, las figuras «leí nihilismo europeo, los personajes mucrtos-vivns ede Jkcke tt , la angustia, la desolación interior de Antonioni, M aquilar de A. T an n e r , el accidente de I larrishurp, segura mente la lisia se alargaría desm esuradam ente si quisiéramos inventariar todos 'los nombres del desierto, i A lp ina vez se organizó tanto, se cdifiiró, se acumuló tanto y, simultáneamente, se estuvo alguna vez ¡tan a to rm entado por la pasión de la nada, de la tabla rasa, de la Ex terminación total? En este tiempo en que las formas de anirjui- lación adquieren dimensiones planetarias, el desierto, fin y medüo tic la civilización, designa esa figura triifjca que \la modern idad prefiere la reflexión metafísica sobre la nada. L'.l desierto gana, en él leemos la amenaza absoluta, el poder de lo negativo, el sirai- bolo del trabajo m ortí fero de los tiempos modernos hasta su acr- mino apocalíptico. 3-1 F.sas formas cíe aniquilación, llamadas a reproducirse d u ra n te im tiempo aun indeterminado, no deben ocultar la presen«.ia de oiro desierto , de tipo inédito, que escapa a las categorías mbi- llstas o apocalípticas y es tanto más extraño jx>r cuan to ocupa en silencio la existencia cotidiana, la vuestra, la mía. en el corazón de las metrópolis contemporáneas. Un desierto paradójico, sin ca tástrole, sin tragedia ni vértigo, que ya no se identifica c o n la nada o con la muerte: no es cierto (pie el des ie r to ob ligue a la contemplación de crepúsculos mórbidos. Consideremos esa in m en sa ola de d e su n c ís ió n por la cine todas las instituciones. i«rI‘ .» los grandes valores y finalidades organizaron las époc.is pasadas se encuentran progresivamente vaciados de su sustancia, ¿q u é es sino una desorción de las masas que transforma el cuerpo social en cuerpo exangüe, en organismo abandonado? lis inútil querer reducir la cuestión a las dimensiones cíe los «jóvenes»: no in ten temos liberarnos de un asunto de civilización recurriendo a las generaciones. ¿Q uién se ha salvado de esc m arem oto? A quí como en otras partes e 1 tjesierto crece: el saber, el poder, el traba jo, el etc., ya han clejacto gío- solutos e intangibles y en distintos grados va nadie cree en ellos, en ellos ya nadie invier- te nada. ¿O uién cree aún en el trabajo cuando conocemos Ins ta sas de absentismo y de turn over ,' cuando el frenesí de las vaca ciones, de los week ends, del ocio no cesa d e desarrollarse, cuan do la jubilación se conviene en una aspiración de masa, o incluso en un ideal?; ¿quién cice aún en la familia cuando los índices de divorcios no paian de aumentar, cuando los viejos son expulsa dos a los asilos, cuando los padres quieren perm anecer «jóvenes» y reclaman la ayuda de los «psi», cuando las parejas se vuelven ••libres», cuando el aborto , la contraceprión, la esterilización son legalizadas?; ¿quién cree aún en el ejército cuando por todos los medios se in ten ta ser declarado inútil , cuando escapar del servicio militar ya no es un deshonor?; ¿quien cree aún en las v ir tudes del esfuerzo, del ahorro, de la conciencia profesional, de la autoridad, de las sanciones? Después de la Iglesia, que ni tan sólo consigue reclutar a sus ol¡ciamos, es el sindicalismo quien pierde igual- 1. Véase j. KhmíwIci, I 'A llrrgic ci:i tra fsü . H<l «lu Srn il, coll. «Poíno- actuéis», pp. -12-12. ejército, la familia, la lglesia[ los partidos, balmente de funcionar como principios a t 35 rnentc su influencia: en Francia, en treinta años, se pasa del 50 % de trabajadores sindicados a un 25 % en la actualidad. Por todas partes se propaga la ola de deserción, despojando a las insti tu ciones de su grandeza anterior y simultáneamente de su poder de movilización emocional. Y sin embargo el sistema funciona, las instituciones se reproducen y desarrollan, pero por inercia, en ci vacío, sin adherencia ni sentido, cada vez más controladas por los «especialistas», los últimos curas, como diría Nietzsche, los úni cos que todavía quieren inyectar sentido, valor, allí donde ya no hay otra cosa que un desierto apático. Por ello, si el sistema en el que vivimos se parece a esas cápsulas de astronatun de las que habla Roszak. no es tanto por la racionalidad y la previsibilidad que inspiran como por el vacío emocional, la ingravidez indiferen te en la que se despliegan Ins operaciones sociales. Y el lu/r, antes de convertirse en la moda de habitación de almacenes, podría ser la ley geneial que rige nuestra cotidianidad, a saber la vida en los espacios abandonados. Aptlllíl lictv-iook. 1 odo es© no debe considerarse como una más de las eternas lamentaciones sobre la decadencia occidental, m uerte de las ideo logías y «mmrrde de Dios». L1 nihilismo europeo tal como lo ana lizó NietzscJac,, en tanto que depreciación mórbida de todos los valores superiores y desierto de sentido, ya no corresponde a esa desmovilización de las masas que no se acompaña ni de desespera ción ni de sentim iento de absurdidad, lo d o él iricJi/crcucia, el de sierto posm oderno está tan alejado del nihilismo «pasivo» v de su triste delectación en la inanidad universal, como del nihilismo «ac tivo» y de so autodcstrucción. Dios ha muerto, las grandes finali dades se apagan, pero a narlie le im porta un bledo, ésta es la alegre novedad, ese es el límite del diagnóstico de Nietzsche respecto del oscurecí m íem e europeo^ 11] vacío del sentido, el hundim iento de los ideales_uo lian llevado, como cabía esperar, a más angustia, más absurdo, más pesimismo. E sa visión todavía religiosa y trá gica se contradice con el aumento cíe la apatía de las masas, la cual no puede ana3izarse con las c a tegorías de esplendor y decadencia, de afirmación y negación, de salud y enfermedad. Incluso el nihilis- 36 mo «incompleto» con sus sucedáneos de ideales laicos ha llegado a su fin y nuestra bulimia de sensaciones, de sexo, de placer, no esconde nada, no compensa nada, y aún menos el abismo de sen tido ab ie r to por la muerte de Dios. La indiferencia, pero no la angustia metafísica.L1 ideal ascético ya no es la figura dom inan te de! capitalismo moderno; el consumo, los placeres, la perm isi vidad, ya no tienen nada que ver con ias grandes operaciones de la medicación sacerdotal: liipnoti'zación-estivación de la vida, crispación de las sensibilidades por medio de actividades m aqui nales y obediencias estrictas, intensificación de las emociones agui joneadas por las nociones de pecado y de culpab ilidad .1 ¿Qué queda de ello cuando el capitalismo funciona a base de libido, de creatividad, de personalización? 3 JZl relajamiento posm oderno li quida la desidia, el emnarcamiento o desbordam iento nihilista, la relajación elimina la fijación ascética. D esconectando los deseos de los dispositivos colectivos, movilizando las energías, temperando los entusiasmos e indagaciones relacionadas con lo social, el sis tema invita al descanso, al descompromiso emocional. Algunas grandes obras contemporáneas, c itemos entre ellas, La m u jer zurda de P. Ilandke, Palazzo /nen ía le de G . Lavaudant, Ind ia song tle M. Duras, Edison de B. W ilson , el hiperrealismo americano, son ya, en mayor o menor g rado , reveladoras de ese espíritu de la é;x>ca, que deja muy atrás la angustia y la nostalgia del sentido, p rop ias del existcncialismo o deí lea tro del absurdo. Ll desierto ya 110 se traduce por la rebelión, el gri to o el desalió a la comunicación; sólo supone una indiferencia ante el sen t ido , una ausencia ineluctable, una estética fría d e Ja exterioridad y la distancia, pero de ningún modo de la dis tanciación. Los cuadros hiperrealisias no llevan ningún mensaje, n o qu ie ren decir nada, 1. N ictzsche, La Genealogía de In moral, tercera disertación . 2 . En cam bio, c ie n o s fragmentos, postum os d e N ie tzsch c describen con gran lucidez los signos característicos del «espíritu m od erno»: «la tolerancia» (por «inaptitud a'l no o al si»); la amplitud de simpatía (un tercio de ind iferencia, un tercio de curiosidad, un tercio d e excitabilid ad mórbida); la «objetividad* (falta de personalidad, falta de vo lun tad , ¡napiitud para el «am or»); la «libertad» contra la regla (rom anticism o); la «verdad» contra la falsificación y la mentira (naturalismo); el «cíem ífism o» (el «docu.-nr/ito humano»: en alemán la novela por entregas y la acum ulación que subyiítu-, ye la com p osic ión )... (primavera-otoño 18&7) en Fr. N ictzsche, El nihilismo europeo, trad. fran., A. Kremer-Marietti, U G E, co l. « 1 0 /1 8 » , p. 242. 37 aunque su vacío está en las antípodas del déficit de sentido trágico a los ojos de las obras anteriores. No hay nada que decir, qué más da, en consecuencia todo puede pintarse con el mismo esmero, la misma objetividad Iría, carrocerías orillantes, reflejos de vitrinas, retratos gigantes, pliegues de telas, caballos y vacas, motores ni quelados, casas panorámicas, sin inquietud ni denuncia. Gracias a su indiferencia por el lem a.lH sentido, el fantasma singular, el hiperrenlismo se convierte en juego puro ofrecido al único placer de la apariencia y del espectáculo. Sólo queda el trabajo pictórico, el juego de la representación vaciado de su contenido clásico, ya que lo real se encuentra fuera de circuito por el uso de modelos representativos de por sí, esencialmente fotográficos. Abandono de lo real y circularidad hiperrealista, en el colmo de su realiza ción, la representación, insti tuida históricamente como espacio humanista, se meiamorfosea tu u /u en un dispositivo helado, ma quinal, desprovisto de la escala humana por las ampliaciones y acentuaciones de las formas y los colores: ni transgredido ni «so brepasado», el orden de la representación está de algún modo abandonado por la perfección misma de su ejecución. Lo que es cierto para la pintura lo es también para la vida cotidiana. La oposición del sentido y del sin sentido ya no es d e s garradora y pierde parte de su radicalismo ante la frivolidad o la utilidad de la moda, del ocio, de la publicidad. En la era de lo es pectacular, las antinomias duras, las de lo verdadero y lo falso, o bello y lo feo, lo rea 1 y la ilusión, el s e n t id o ^ el sj sentido se esfuman, los antagonismos se vuelve^* «flo tantes», se empieza a comprender, mal que les pese a nuestros metafísicos y antimeta- físicos, que ya es posible vivir sin objetivo ni sentido, en secuen cia- flash, y esto es nuevo. « r r mejor cualquier sentido que nin guno», decía Nietzsche, hasta esto ya no es verdad hoy. La pro pia necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indilerente al sentido puede desplegarse sin patetismo ni abismo, sin aspira ción a nuevas tablas de valores; más vale: aparecen nuevas pre guntas liberadas de las ensoñaciones nostálgicas; al menos que la apatía new-look tenga la vir tud de desmontar las locuras m or tíferas de los grandes predicadores del desierto. La indiferencia crece. En ninguna parte el fenómeno es tan v i sible como en la enseñanza donde en algunos años, con la vcloci- dad del rayo, el prestigio y la autoridad del cuerpo docente prác 38 ticamente han desaparéenlo. L1 discurso del M aestro lia sido desa- crahzado, bnnalizado, situado en el mismo p lano que el de los m a n m edia v la enseñanza se ha convertido en una máquina neu tra lizada por la apatía escolar, mezcla de atención dispersada y de escepticismo lien«) de desenvoltura ante el saber. G ran tu rba ción de los Maestros. lis esc abandono del saber ío que resulta significativo, mucho más que el aburr im ien to , variable por lo demás, de los escolares. Por eso, el colegio se parece más a un desierto que a un cuartel (v eso que un cuartel es ya en sí un d e sierto), donde los jóvenes vegetan sin grandes motivaciones ni in tereses. De manera que hay que innovar a cualquier precio: siem pre más liberalismo, participación, investigación pedagógica y ahí está el escándalo, puesto que cuanto más la escuela se dispone a escuchar a los alumnos, más éstos deshabitan sin ru ido ni jaleo esc lugar vacío. Así las huelgas después del 68 h an desaparecido, la protesta se ha extinguido, el colegio es un cuerpo momificado y los enseñantes un cuerpo fatigado, incapaz de revitalizarlo. E s la misma apatía que encontramos en el am bien te político, con porcentajes de abstención del 40 al -4 5 Vo en los USA, in- cluso en las elecciones presidenciales. N o por ello se puede hablar p rop iam ente de «despolit¡/.ación»; los part idos . Jas elecciones si guen «interesando» a los ciudadanos pero de !a m ism a manera (o incluso menos) que las apuestas, el junte meieio lógico o los re sultados deportivos. La política ha en trado en 3a era de lo espec tacular, liquidando la conciencia rigorista e ideológica en aras de una curiosidad dispersada, captada por todo y nada. De ahí la im portancia capital que revisten los /.v<7.ri ;.n J ia a los ojos de los políticos; no teniendo otro impacto que el veliículizado por la in formación, la política se ve obligada a adop ta r el estilo de la ani mación, debates personalizados, preguntas-respuestas, etc., lo úni co capaz de movilizar puntualmente la atención del electorado. Las declaraciones de un ministro no tienen mayor valor que un folletín; sin jerarquías se pasa de la política a las «variedades», ya que lo único que determina la audiencia es !a calidad de la d iver sión. N u e s t ra sociedad no conoce prelación. codificaciones defi nitivas, jrentro , sólo estimulaciones y opctoncs equivalentes en cadena. D e ello proviene la indiferencia posm oderna , indiferencia po r exceso, no por defecto, por hipersolicitación, no por privación. ¿Q ué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? La apa- 39 ALBERT CAMUS VOCACIÓN Y TRASCENDENCIA Una vocación es inimaginable en una perspectiva cristiana si no integra algo de la grandeza del fracaso,., transfigurado en ofrenda. Ella trasciende mi existencia como lo eterno trasciende a lo temporal... El últimotrazo no le será dado más que por el acto de mi muerte. ” (E. Mounier) Nos fue difícil hablar ayer de René Leynaud. Los que hayan leído en una columna del periódico la noticia de que un periodista de la Resistencia, que respondía por dicho nombre, había sido fusilado por los alemanes, no habrán concedido más que una discreta atención a lo que era para nosotros una terrible noticia, una noticia atroz. Y, sin embargo, es preciso que hablemos de él. Necesitamos hablar de él, no para que se guarde el recuerdo de la Resistencia en una nación que corre el riesgo de darse al olvido, sino para que por lo menos se conserve en algunos corazones atentos a la calidad humana. Desde los primeros meses había entrenado en la Resistencia. Todo lo que constituía su vida moral, su cristianismo y el respeto de la palabra dada, le había empujado a ocupar silenciosamente su puesto en esta batalla de las sombras. El había elegido el nombre de guerra que respondía a lo que tenía de más puro en sí mismo: para todos sus camaradas de Combat se llamaba “Claro”. La única pasión personal que hubiese conservado todavía, juntamente con la del pudor, era la poesía. Había escrito unos poemas que solamente conocemos dos o tres entre nosotros. Tenían la cualidad de lo que él era, es decir, la transparencia misma. Pero en la lucha de todos los días había renunciado a escribir, permitiéndose únicamente el comprar los más diversos libros de poesía, que esperaban poder leer después de la guerra. Por lo demás, compartía nuestra opinión de que cierto lenguaje adecuado y la obstinación en la rectitud volverían a dar a nuestro país el rostro sin igual que nosotros esperábamos tuviese. Desde hace meses su puesto le esperaba en este periódico, y con toda la cabezonería de la amistad y de la ternura nos negábamos a creer la noticia de su muerte. Hoy ya no es posible esto. Ese lenguaje que había que utilizar no lo empleará él ya. La absurda tragedia de la Resistencia se resume toda entera en esta espantosa desgracia. Pues hombres como Leynaud habían entrado en la lucha convencidos de que ningún ser tenía derecho a hablar antes de haber entregado su persona por entero. La desgracia es que la guerra sin uniforme no tenía la terrible justicia de la guerra a secas. Las balas del frente alcanzan a cualquiera, lo malo y lo bueno, lo mejor y lo peor, Pero durante estos cuatro años han sido los mejores quienes se han designado a sí mismos y han caído, son los mejores quienes han ganado el derecho a hablar y han perdido el poderlo hacer. En todo caso, al que nosotros amábamos, ése ya no hablará. Y, sin embargo, Francia necesitaba una voz como la suya. Este corazón altivo entre todos, largo tiempo silencioso entre su fe y su honor, hubiera sabido decir las palabras precisas. Pero ahora está ya silencioso para siempre. Y otros, que no son dignos de ello, hablan de este honor que él había hecho suyo, como otros, que no están seguros, hablan en nombre del Dios que él había escogido. Es posible hoy criticar a los hombres de la Resistencia, hacer notar sus debilidades y acusarles. Pero es quizá porque los mejores de ellos han muerto. Lo decimos porque lo pensamos profundamente: si todavía seguimos aquí, es que no hemos hecho lo bastante. Y hoy, entregado a esta tierra para nosotros sin porvenir y para él pasajera, apartado de esta pasión a la que había sacrificado todo, esperamos por lo menos que su consuelo será el de no oír las palabras de amargura que se escuchan alrededor de esta pobre aventura humana en que estamos metidos. Que nadie tema que nos vayamos a servir precisamente de quien jamás se sirvió de nadie. Ha salido desconocido de esta lucha en la que entró como desconocido. Conservaremos de él lo que él hubiera preferido: el silencio de nuestro corazón, el recuerdo atento y la horrorosa tristeza de lo irreparable. Pero que él nos perdone que aquí, donde siempre hemos intentado arrojar lejos la amargura, dejemos que ésta vuelva y nos ponga a pensar que quizá la muerte de tal hombre es un precio demasiado caro para pagar a otros hombres el restituido derecho de olvidar, en sus actos y en sus escritos, lo que han valido durante estos cuatro años el valor y el sacrificio de algunos franceses. Albert Camus, Actualidades I, La carne, (Combat, 27 de octubre de 1944), 1973, México, Aguilar, Obras Completas, Tomo II. Albert Cam us -Yo tengo un plan de organización para lograr u nas agrupaciones sanitarias de voluntarios. Autoríceme usted a ocuparme de ello y dejaremos a un lado la administración oficial. Yo tengo amigos por todas partes y ellos formarán el primer núcleo. Naturalmente, yo participaré. -Comprenderá usted que no es dudoso que acepte con alegría. Tiene uno necesidad de ayuda, sobre todo en este oficio. Yo me encargo de hacer aceptar la idea a la prefectura. Por lo demás, no están en situación de elegir. Pero... Rieux reflexionó. -Pero este trabajo puede ser mortal, lo sabe usted bien. Yo tengo que advertírselo en todo caso. ¿Ha pensado usted bien en ello? Tarrou lo miró con sus ojos grises y tranquilos. -¿Qué piensa usted del sermón del Padre Paneloux, doctor? La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió con naturalidad también. -He vivido demasiado en los hospitales para gustarm e la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen. -¿Usted cree, sin embargo, como Paneloux, que la peste tiene alguna acción benéfica, que abre los ojos, que hace pensar? -Como todas las enfermedades de este mundo. Pero lo que es verdadero de todos los males de este mundo lo es también de la peste. Esto puede engrandecer a algunos. Sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste. Rieux había levantado apenas el tono, pero Tarrou hizo un movimiento con la mano como para calmarlo. Sonrió. -Si -dijo Rieux alzando los hombros-, pero usted no me ha respondido. ¿Ha reflexionado bien? Tarrou se acomodó un poco en su butaca y dijo: -¿Cree usted en Dios, doctor? También esta pregunta estaba formulada con naturalidad, pero Rieux titubeó. -No, pero, ¿eso qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original. -¿No es eso lo que lo separa de Paneloux? -No lo creo. Paneloux es un hombre de estudios. No ha visto morir bastante a la gente, por eso habla en nombre de u n a verdad. Pero el último cura rural que haya oído la respiración de un moribundo pensará como yo. Se dedicará a socorrer las miserias más que a dem ostrar sus excelencias. Rieux se levantó, ahora su rostro quedaba en la sombra. -Dejemos esto -dijo-, puesto que no quiere usted responder. Tarrou sonrió sin moverse de la butaca. -¿Puedo responder con una pregunta? El doctor sonrió a su vez. -Usted am a el misterio, vamos. -Pues bien -dijo Tarrou-, ¿por qué pone usted en ello tal dedicación si no cree en Dios? Su respuesta puede que me ayude a mí a responder. Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux, que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se abandona enteram ente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es. -Ah -dijo Tarrou-, entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su oficio? Poco más o menos- dijo el doctor volviendo a la luz. Tarrou se puso a silbar suavemente y el doctor se le quedó mirándolo. -Sí -dijo-, usted dice que hace falta orgullo, pero yo le aseguro que no tengo más orgullo del que hace falta, créame. Yo no sé lo que me espera, lo que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que hay que curar-. Después, ellos reflexionarány yo también. Pero lo más urgente es curarlos. Yo los defiendo como puedo. -¿Contra quién? Rieux se volvió hacia la ventana. Adivinaba a lo lejos el mar, en una condensación m ás oscura del horizonte. Sentía un cansancio inmenso y al mismo tiempo luchaba contra el deseo súbito de entregarse un poco a este hombre singular en el que había algo fraternal, sin embargo. -No se nada, Tarrou, le juro a usted que no sé nada. Cuando me metí en este oficio lo hice un poco abstractam ente, en cierto modo, porque lo necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, u n a de esas que los jóvenes eligen. Acaso también porque era sum am ente difícil para el hijo de un obrero, como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir. ¿Sabe usted que hay gentes que se niegan a morir? ¿Ha oído usted gritar: ¡Jamás! A una mujer en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuan ta enseguida de que no podría acostum brarm e a ello. Entonces yo era muy joven y me parecía que mi repugnancia alcanzaba al orden mismo del mundo. Luego, me he vuelto más modesto. Simplemente, no me acostumbro a ver morir. No sé más. Pero después de todo... Rieux volvió a sentarse. Sentía que tenía la boca sea. -¿Después de todo? Dijo suavemente Tarrou. -Después de todo... -repitió el doctor y titubeó nuevam ente mirando a Tarrou con atención-, esta es u n a cosa que un hombre como usted puede comprender. No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la muerte, que acaso es mejor para Dios que uno no crea en él, y que luche con todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está callado? -Sí -asintió Tarrou-, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo. Rieux pareció ponerse sombrío. -Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar. -No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted. -Sí -dijo Rieux-, una interminable derrota. Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies le dijo: -¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor? La respuesta vino inmediatamente. 'La miseria. A. CAMUS, La peste, Sur, Buenos Aires, 1970, p . lü l . ¿Con qué derecho un católico o un m arxista me acusaría, por ejemplo, de pesimismo? No soy yo quién ha inventado la miseria de la criatura ni las terribles fórmulas de la maldición divina. No soy yo quién ha creado ese nemo bonus ni la condenación de los niños sin bautismo. No soy yo quién ha dicho que el hombre era incapaz de salvarse por sí solo y que desde el fondo de su pequeñez no tenía esperanza más que en la gracia de Dios. En cuanto al famoso optimismo marxista... Nadie ha llevado más lejos la desconfianza con relación al hombre, y finalmente las fatalidades económicas de este universo se presentan como más terribles que los caprichos divinos. Los católicos y los com unistas me dirán que su optimismo es de mayor alcance, que es superior a todo el resto y que Dios o la Historia, según los casos, son las conclusiones satisfactorias de su dialéctica. Yo tengo el mismo razonamiento: si el cristiano es pesim ista en cuanto al hombre, es optimista en cuanto al destino hum ano. Pues bien. Yo diré que, pesim ista en cuanto al destino hum ano, soy optimista en cuanto al hombre. Y no en nombre de un humanismo que siempre me ha parecido corto, sino en nombre de una ignorancia que tra ta de no negar nada... Eso es, creo, cuanto os tenía que decir. Estam os ante el mal. Y para mí es cierto que me siento un poco como el Agustín de antes del cristianismo que decía: "Buscaba de dónde viene el mal y no salía de él". Pero es cierto también que yo sé, con otros pocos, lo que hay que hacer, si no para dism inuir el mal, al menos para no añadirle nada. No podemos impedir quizá que esta creación sea una de aquellas con que se tortura a los niños. Pero podemos disminuir el número de niños torturados. ¿Y si vosotros no nos ayudáis a ello, quién, pues, en el mundo podrá ayudarnos? CAMUS, El incrédulo y los cristianos (Fragmentos de u n a disertación hecha en el convento de dominicos de Latour-Naubourg en 1948), en: Al b e r t C a m u s , Obras completas, T. II, Aguilar, México, 1973, p.360. ...Creo que tengo una idea ju s ta de la grandeza del cristianismo, pero quedamos algunos en este mundo perseguido que tenemos el sentimiento de que 9i Cristo ha muerto por algunos, no ha muerto por nosotros, Y, al mismo tiempo, nos negamos a desesperar del hombre. Sin tener la ambición irrazonable de salvarle, queremos por lo menos servirle. Si bien nosotros consentimos en prescindir de Dios y de la esperanza, no prescindimos tan cómodamente del hombre. A l b e r t C a m u s , Moral y política, en : A l b e r t C a m u s , Obras Completas, o p .c i t . , p .2 8 7 . Mi papel, lo reconozco, no es el de transform ar al mundo ni al hombre: no tengo suficientes virtudes ni luces para eso. Pero quizá lo es el de servir, desde mi puesto, a algunos valores sin los que no vale la pena vivir en el mundo, incluso transformado, sin los que un hombre, incluso nuevo, no merecerá que se le respete. A l b e r t C a m u s , Actualidades I, e n A l b e r t C a m u s , Obras completas, o p c it., p .3 5 7 . Los dos pájaros, que tenían aíre de funcionarios endo mingados, preguntaron a Cottard si se llamaba Cot- tard, y éste, dejando escapar una especie de exclama ción, dio media vuelta y se lanzó hacia lo oscuro, sin que Tarrou ni los otros tuvieran tiempo de hacer un movimiento. Cuando se Ies pasó la sorpresa, Tarrou preguntó a los dos hombres qué era lo que querían. Ellos adoptaron un aire reservado y amable para de cir que se trataba de algunos informes,. y se fueron pausadamente en la áireeeiém que había tomado Cot tard. Cuando llegó a su casa, Tarrou anotó la escena y en seguida (la escritura lo demuestra) notó un gran cansancio. Añadió que tenía todavía mucho que ha cer, pero que esta no era razón para no estar dispuesto, y se preguntaba si lo estaba en realidad. Respondía, para terminar, y aquí acaban los apuntes de Tarrou, que había siempre una hora en el día en la que el hombre es cobarde y que él sólo tenía miedo a esa hora.. Dor días después, poco antes de la apertura de las puertas, el doctor Rieux; al volver a su casa al medio día, se preguntaba si encontraría el telegrama que esperaba. Aunque sus tareas fuesen tan agotadoras como en el momento más grave de la peste, la espe ranza de la liberación, definitiva había disipado todo cansancio en él. Esperaba j se complacía en esperar. se puede tener siempre la voluntad en tensión ni vitar continuamente firme; as una gran felicidad po der deshacer, al fin, en la efusión, este haz de fuerzas trenzadas en la lucha. Si el telegrama esperado fuera también favorable, SIeux podría recomenzar. Y su opinión era que todo el mundo recomenzaría. Pasó delante dé la portería. El nuevo portero, pe gado al cristal, le sonrió. Subiendo la escalera, Rieux veía su cara pálida por el cansancio y las privacio nes. Sí, recomenzaría cuando la abstracción hubiese ter minado, y con un poco de su e rte .. . Pero al abrir la puerta vio a su madre que le salía al encuentro anun ciándole que el señor Tarrou no se sentía bien. Se había levantado por la mañana, pero no había podido 218 salir y había vuelto a acostarse. La señora Rie es taba inquieta. —Probablemente no es nada grave —dijo su hijo. Tarrou estaba tendido en la cama, su pesada cabeza se hundía en el almohadón, el pecho fuerte se dibu jaba bajo el espesor de las mantas. Tenía liebre, le dolía la cabeza. Dijo a Rieux que creía tener síntomas vagos que podían ser los de la peste. —No, no hay nada claro todavía —dijo Rieux, des pués de haberle reconocido. Pero Tarrou estaba devorado por la sed. En el pa sillo Rieux le dijo a sumadre que podría ser el prin cipio de la peste. —¡Ah! —dijo ella—, eso no es posible ¡ahora! Y después: —Dejémosle aquí, Bernard. Rieux reflexionó. —No tengo derecho —dijo—. Pero van a abrirse las puertas. Yo creo que si tú no estuvieras aquí, sería el primer derecho que me tomaría. —Bernard —dijo ella—, podemos estar los dos. Ya sabes que yo he sido vacunada otra vez. El doctor dijo que Tarrou también lo estaba, pero ■ que, acaso por el cansancio, había dejado de ponerse la última inyección de enero u olvidado algunas pre cauciones. Rieux fue a su despacho. Cuando volvió a la alcoba, Tarrou vio que traía las enormes ampollas de suero. —¡Ah!, es eso —dijo. . —No, pero por precaución. Tarrou por toda respuesta tendió el brazo y soportó Ja interminable inyección que él mismo había puesto a tantos otros. —Veremos esta noche —dijo Rieux y miré a Tarrou cara a cara. —¿Y el aislamiento, Rieux? —No es enteramente seguro que tenga usted la peste. Tarrou sonrió con esfuerzo. —Es la primera vez que veo inyectar el suero sin ordenar al mismo tiempo el aislamiento. Rieux se volvió de espaldas. —Mi madre y yo lo cuídateme^. Estará usted mejor. Tarrou siguió callado y el doctor, que estaba arre 219 J \ . L a • glando en la caja las ampollas, esperaba que hablase para volver a mirar. Al fes,, fue hacia l'a cama. El enfermo; lo miró. Su cara estaba cansada, pero sus ojos grises seguían tranquilos. Rieux le sonrió. —Duerma usted si puede. Yo volveré dentro de un rato. Al llegar a la puerta a jé que Tarrou lo llamaba. Volvió atrás. Pero Tarrou parecía debatirse con la expresión mis ma de la idea que quería espresar. —Rieux —dijo al fin—, tiene usted que decirme todo; lo necesito. —Se lo prometo. Tarrou torció un poco su cara, recia en una sonrisa. —Gracias, No tengo ganas de morir, así que lucharé. Pero si el juego está perdida^ quiero tener un buen final. Rieux se inclinó y le apretó un poco el hombro. —No —dijo—. Para llegar a ser un santo hay que vivir. Luche usted. A lo largo del día, él fes® que había sido intenso disminuyó un poco para ceder el lugar por la tarde a chaparrones violentos de Xhroia y de granizo. Al cre púsculo el cielo se descubrió un poco y el frío se hizo otra vez penetrante. Rfeox volvió a su casa por la tarde; sin quitarse el abrigo fue al cuarto de su amigo. Su madre estaba allí, faciendo punto de aguja. Tarrou parecía que no se ItaKa movido, pero sus la bios, blanquecinos por la fiebre, delataban la lucha que estaba sosteniendo. —¿Qué hay? —dijo el doctor. Tarrou alzó un poco entre las mantas sus anchos hombros. - —Hay —dijo— que pierd© la partida. El doctor se inclinó sobre él. Bajo la piel ardiendo los ganglios empezaban a endurecerse y dentro de su pecho retumbaba el ruido de una fragua subterrá nea. Tarrou presentaba extrañamente las dos series de síntomas. Rieux dijo, enderezándose, que el suero no había tenido tiempo -todavía de hacer efecto. Una onda de fiebre que subió a ®a garganta sofocó las pa labras que Tarrou iba a pronunciar. Después de cenar, Rieux y su madre vinieron a ins 220 talarse junta al enfermo. La noche comensal ^ara él en la lucha declarada, y Rieux sabía que rae duro combate con el ángel de la peste tenia que durar hasta la madrugada. Los anchos hombros y el gran pedio de Tarrou no eran sus mejores armas, sino m is bien aquella sangre que Rieux había hecho brotar cxm la aguja y en esa sangre algo que era más interior que el alma y que ninguna ciencia sería capaz de traer a la luz. Y él no podía hacer más que ver luchar a su amigo. Todo lo que se disponía a llevar a caho, los abscesos que ayudaría a madurar, los tónicos que iba a inocularle, era de limitada eficacia, como se 1® ha bían enseñado tantos meses de fracasos contamos. Lo único que le quedaba, en realidad, era dar «rasión al azar que muchas veces no actúa si no se fe pro voca. Y era preciso que el azar actuase, p u « Eieiix se encontraba ante un aspecto de la peste que le des concertaba. Una vez más, la peste se esmeraba en despistar todas las estrategias dirigidas contra ella, apareciendo allí donde no se la esperaba y desapare ciendo de donde se la creía afincada. Una vez más se esforzaba la peste en sorprender. Tarrou luchaba, inmóvil. Ni una sola vez, ea toda la noche, se entregó a la agitación al combatir los asaltos del mal: solamente empleaba para luchar su reciedumbre y su silencio. Pero tampoco pronunció ni una sola vez una palabra, confesando así que la distracción no le era posible. Rieux seguía solamente las fases de la lucha en los ojos de su amiga, unas veces abiertos, otras cerrados; unas veces los párpa dos apretados contra el globo del ojo, otras por el contrario, laxos, la mirada fija en un objeto & 'vuelta hacia el doctor y su madre. Cada vez que e l áoetor encontraba su mirada, Tarrou sonreía con esfuerzo. En cierto momento se oyeron pasos precipitados por la calle, que parecían huir ante un murmulla» lejano que iba acercándose poco a poco y que terminó por llenar la calle con su barboteo: la lluvia recomenzaba, mezclada al poco tiempo con un granizó que «botaba en las aceras. Los toldos y cortinas ondearon ante las ventanas. En la sombra del cuarto, Rieux, que se había dejado distraer por la lluvia, volvió a contemplar a Tarrou iluminado por la lámpara de cabecera. Su 221 madre feaeía punto, levantando de cuando en cuando la cabeza para mirar atentamente al enfermo. El doc tor habla hecho ya todo lo que podía hacer. Después de la lluvia el silencio se hizo más denso en la habitSCTÓn, llena solamente del tumulto de-«na guerra invisible. Excitado por el Insomnio, el doctor creía oír en fas «afines del silencio el silbido suave y regular que M habla acompañado durante toda la epidemia. Indicos a su madre, con el gesto, que debía acostarse. Ella mmwm la cabeza negativamente y, con más ani- macicé» e s los ojos, se puso a buscar con cuidado con la agsfa un punto del que no estaba muy segura. Ríeos: se levantó para dar de beber al enfermo, y luego: w lv ió a sentarse. •Murases transeúntes, aprovechando la calma, pa saban rápidamente por la acera. Sus pasos decrecían y se aislaban. El doctor reconoció que, por primera vez* « p rfla noche llena de paseantes trasnochadores y limpia de timbres de ambulancia, era semejante a la de «feas tiempos. Era ya «na noche liberada de la peste y parecía que la enfermedad espantada por el frío, las luces' y la multitud, se hubiera escapado de las praÉSBisdidades de la ciudad y se hubiera refugiado en esta habitación, caldeada, para dar su último asalto al ctt«ps inerte de Tarreo. El flagelo ya no azotaba el eféfe de la ciudad. Per® silbaba en el aire pesado del coarto. Eso era lo que Rieux escuchaba desde hacía fieras. Había que esperar que allí también se detuviese, que allí también la peste se declarase ven cida» Pees antes' de amanecer. Eieux se acercó a su madre. —Usberías acostarte para poder relevarme a las ochs. BF© olvides las Instalaciones antes de acostarte. La. señora Rieux se levantó, recogió sa labor y se acerró a la cama. Tarro« hacia ya tiempo que tenía los ©fes cerrados. El sudor ensortijaba su pelo sobre la fraile. La señora Rieux suspiró y el enfermo abrió los ojos, vio la dulce mirada sobre él y bajo las mó viles muñas de la fiebre reapareció su sonrisa tenaz., Pero en seguida cerró los ojos. Cuando se quedó solo, Riera se acomodé en el sillón que habla dejado su madre, La calle estaba muda y el silencio era com 222 pleto. El.frío de la madrugada empezaba a jasese sentir en la habitación. El doctor se adormeció, pero el primer coche áel amanecer lo sacó de su somnolencia. Pasó urt esca lofrío por la espalda, miró a Tarrou y vio que featóa logrado un poco de descanso y dormía también. Las ruedas de madera y las pisadas del caballo de ca rro sonaban ya lejos. En la ventana, el espacio estaba todavía oscuro. Cuando el doctor se acercó a 1 s '« u § s Tarroulo miró con los ojos inexpresivos como si estu viese todavía en las regiones del sueño. —Ha dormido usted, ¿no? —preguntó Rieux;, —Sí. —¿Respira usted mejor? —Un poco, ¿eso quiere decir algo? Rienx se calló un momento, después dijo: —No, Tarrou, eso no quiere decir nada. Usteet «as- noce tan bien como yo la tregua matinal. Tarrou asintió. —Gracias -—dijo—, respóndame siempre así, exacta mente. Ricux se sentó a los pies de la cama. Sentía junit® a él las piernas del enfermo, largas y duras carato miembros de una estatua yacente. Tarrou empezó? a respirar más fuerte. —La fiebre va a recomenzar, ¿no es cierto» Bíessx? —dijo con voz ahogada. —Sí, pero al mediodía ya podremos ver. Tarrou cerró los ojos, parecía concentrar sus feer- zas. Una expresión de cansancio se leía en sus rasgos» esperaba la subida de la fiebre que se revolvía jk ea algún sitio de su propio fondo. Cuando abrió les mjm, su mirada estaba empañada y sólo se aclaró euar»á© vio a Rieux inclinado hacia él. —Beba —le decía. Tarrou bebió y dejó caer la cabeza. —Qué largo es esto —murmuró. Rieux le tomó del brazo, pero Tarrou, con las ca beza vuelta para otro sitio, no reaccionó. Y de grorato la fiebre afluyó visiblemente hasta su frente, cois» si hubiese roto algún dique interior. Cuando la asteada de Tarrou se volvió hacia el doctor, éste procuré dar le valor con la suya. La sonrisa que Tarrou míemié «a esbozar no pudo pasar de mandíbulas apretadas ni de los labios pegados por una espuma blancuzca» Pe ro bajo su frente obstinada t e ojos brillaron todavía con el resplandor del valor. A las siete, la señora Rieux volvió a la habitadas. El doctor fue a su despacto para telefonear ai t a s pita! haciéndose sustituir. Decidió también dejar sus consultas aquel día, se echó un momento en el diván de su gabinete, pero se levantó en seguida y volvió al cuarto. Tarrou tenía la cabeza vuelta hacia la, se ñora Rieux, miraba aquella menuda sombra reco gida junto a él en una silla, con. las manos Jautas sobre la falda. Y la contemplaba con tanta intensidad que la señora Rieux se puso «a dedo sobre los laMss y se levantó para apagar la lámpara de la cabecera. Pero a través de las cortinas la luz se filtraba rápi damente y poco a poco, cuando los rasgos del enfermo emergieron de la oscuridad, la señora Rieux puda ie r que seguía mirándola. Se inclinó hacia él, le arreglé la almohada y puso un momento la mano en m pe cho mojado. Entonces oyó, como viniendo de lejo^» wua voz sorda que; le daba las gracias y le decía que" iodo estaba muy bien. Cuando volvió a sentarse, Tarara cerró los ojos y su expresión agotada, a pesar de tener la boca cerrada, parecía volver a sonreír- Al mediodía la fiebre había llegado a la cáspide. Una especie de tos visceral sacudía el cuerpo del en fermo, que empezó a escupir sangré. Los ganglios habían dejado de crecer, pero seguían duros mmü clavos, atornillados en los huecos de las articuIadoaa.es y .Rieux consideró Imposible abrirlos. E s los interva los de la fiebre y de la tos, Tarroü miraba de eutemáo en cuando a sus amigos. Pero pronto sus ©fas se abrieron cada vez menos frecuentemente y la lux que iluminaba su cara devastada fue haciéndose m is dé bil. La tempestad que sacudía su cuerpo, con esfee- mecimientos convulsivos hacía cada vez más frecsen- tes sus relámpagos y Tarrou iba derivando hada el fondo. Rieux no tenía delante más que una máscara inerte en la que la sonrisa había desaparecido, Esta forma humana que le habla sido tan próxima, acri billada ahora por el venablo, abrasada por e l mal sobrehumano, doblegada por todos los vientos Ira 224 cundos del cielo, se sumergía a sus ojos .en las ..¿das de la peste y é& no podía hacer nada para evitar su naufragio. Tenía' que quedarse en la orilla con los brazos cruzados y el corazón oprimido, sin armas y sin recursos, una vez más, frente al fracaso. Y al fin, las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con un quejido profundo expiraba, como si en alguna par te de su ser una cuerda esencial se hubiese roto. La noche que siguió no fue de ludia, sino de si- lencio.( En este cuarto separado del mundo, sobre e^te cuerpo muerto, ahora vestido, Rieux sentía planear la calma sorprendente que muchas noches antes, sobre las terrazas, por encima de la peste, había sentido al ataque de las puertas. Ya en aquella época había pensado en ese silencio que se cierne sobre los le chos donde mueren, los hombres. En todas partes la misma pausa, el 'mismo intervalo solemne, siempre el mismo aplacamiento que sigue a los combates: era el silencio de la derrota. Pero aquel silencio que envolvíá a su amigo era tan compacto, estaba tan es trechamente acorde con el silencio de las calles de la ciudad liberada de la peste, que Rieux sentía que esta vez se trataba de la derrota definitiva, la que pone fin a las guerras y hace de la paz un suMmiento incurable. El doctor no sabía si al fin Tarrou habría encontrado la paz, pero en ese momento, por lo me nos, creía saber que para él ya no habría paz posible, como no hay armisticio para la madre amputada de su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo. Fuera quedaba la misma noche fría, las estrellas congeladas en un cielo claro y glacial. En la semioscu- ridad del cuarto se sentía centra los cristales la respi ración pálida de una noche polar. Junto a la cama, la señora Rieux estaba sentada en su postura habitual, el lado derecho iluminado por la lámpara de cabecera. En medio de la habitación, lejos de la luz, Rieux es peraba en su butaca. El recuerdo de su mujer pasó alguna vez por su cabeza, pero lo rechazó. Las pisadas de los transeúntes habían sonado, cla ras, en la noche fría. .—¿Te has ocupado de todo? —había dicho la se ñora Rieux. ■—Sí, ya he telefoneado. Habían seguido velando en silencio. La señora Rieux miraba de cuando ea cuando a su hijo. Cuando él sorprendía una de sos miradas, le sonreía. Los ruidos familiares de la noe&e se sucedían fuera. Aunque la autorización todavía no había sido dada, muchos co ches circulaban de nuevo. Lamían rápidamente el pavimento, desaparecían y volvían a aparecer. Voces, llamadas, un nueva silencio, los pasos de un caballo, el chirriar de algún tranvía en una curva, ruidos im precisos, y de nuevo la. respiración de la noche. —Bemard. —¿Qué, mamá? —¿No estás cansado? —No. Sentía que su madre lo quería y pensaba en él en ese momento. Pero sabía también que querer a al guien no es gran cosa, o, más bien, que el amor no es nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su pro pia expresión. Así, so madre y él se querían siempre en silencio. Y ella llegaría a morir —o él— sin que durante toda su vida hubiera podido avanzar en la confesión de su temara. Del mismo modo que había vivido al lado de Tarrou y estaba allí, muerto, aque lla noche, sin que su amistad hubiera tenido tiempo de ser verdaderamente vivida. Tarrou había perdido la partida, como él decía, pero él, Rieux, ¿qué había ganado? Él había ganado únicamente el haber conocido la peste y acordarse de ella, haber conocido la amis tad y acordarse de ella, conocer la ternura y tener que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hom bre puede ganar al. juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo. ¡Es posible que fuera a eso a lo que Tarrou le llamaba ganar la par tida! Volvió a pasar na auto y la señora Rieux cambió un poco de postura en su silla. Rieux le sonrió. Ella le dijo que no estaba, cansada y poco después: —Tendrías que Ir a descansar un poco a la mon taña. —SI, mamá. ¿Por qué no? Iría, a reposar un poco. Ese sería un buen pretexto para la memoria. Pero si esto era ganar 226 la partida, qué duro debía ser vivir únicamente c lo que se sabe y con lo que se recuerda, privada de lo que se espera. Así era» srn duda, como había vi vido Tarrou y con la conciencia de lo estéril que es unavida sin ilusiones. No puede haber paz sin espe ranza y Tarrou, que había negado a los hombres el derecho de condenar, que sabía, sin embargo, que na die puede pasarse sin condenar, y que incluso las víctimas son a veces verdugos, Tarrou había vivido en el desgarramiento y la ocmlradicción y no había conocido la esperanza. ¿Sería por eso 'por lo que ha bía buscado la santidad y la paz en el servicio de los hombres? En verdad, Rieux no sabía naáa y todo esto importaba poco. Las únicas imágenes de Tarrou que conservaría serían las de un hombre que cogía con ánimo el volante de su coche para conducirlo todos los días y la del aquel cuerpo recio, tendido ahora sin movimiento. U n ' calor de vida y una imagen de muerte: esto era el conocimiento. Por eso fue, sin duda, por lo que el doctor Rieux a la mañana siguiente recibió con calma la noticia de la muerte de su mujer. Estaba en. su despacho y su madre vino casi corriendo a traerle un telegrama, en seguida fue a dar una propina al repartidor y cuando volvió, Rieux tenía el telegrama abierto en la mano. Ella lo miró, pero Rieux miraba obstinadamente, por la ventana, la mañana magnífica que se levantaba so bre el puerto. —-Bernard —dijo la señora Hieux. El doctor la miró con aire distraído. —¿El telegrama? —preguntó. —Sí, es eso —dijo el doctor—, Hace ocho días, ' La señora Rieux se volvió hacia la ventana. El doctor siguió callado. Después dijo a su madre que no llorase, que él ya se lo esperaba, pero que, sin embargo, era difícil de soportar. Al decir eso sabía, simplemente, que en su sufrimiento no había sor presa. Desde hacía meses y desde hacía dos días era el mismo dolor el que continuaba. Las puertas de la ciudad .se abrieron por fin al amanecer de una hermosa mañana de febrero, salu dadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los co 227 municados de la prefectura. Le queda aún al cronista por relatar las horas de alegría que siguieron a la apertura de las puertas, aunque él fuese de los que no podían mezclarse enteramente a ella. Se habían organizado grandes festejos para el día y para la noche. AI mismo tiempo, los trenes empeza ron a humear en la estación, los barcos ponían ya la proa a nuestro puerto, demostrando así que ese día era, para los que gemían por la. separación, el día del gran encuentro. Se imaginará fácilmente lo q*ue pudo llegar a ser el sentimiento de la separación que había dominado a tantos de nuestros conciudadanos. Los trenes que en traron en la ciudad durante el día no venían menos cargados que los que salieron. Cada uno había reser vado su asiento para ese ciík en el transcurso del plazo de las dos semanas, temiendo que en el último mo mento la decisión de la prefectura fuese anulada. Algunos de los viajeras que venían hacia la ciudad no estaban enteramente libres de aprensión, pues sa bían en general el estado de las personas que les eran próximas, pero no el de las otras ni el de la ciudad misma, a la que atribulas un rostro temible. Pero esto sólo contaba para aqpellos a los que la pasión no había estado quemando durante todo este espacio de tiempo. Los apasionados pudieron entregarse a su idea fija. Sólo una cosa había cambiado para ellos: el tiempo, que' durante sus meses de exilio hubieran querido em pujar para que se apresurase, que se encarnizaban verdaderamente en precipitar; ahora, que se encon traban ya cerca de nuestra, ciudad deseaban que fuese más lento, querían tenerlo suspendido, cuando ya el tren empezaba a frenar antes de la parada. El sentí*» miento, al mismo tiempo vago y agudo en ellos, de todos esos meses de vida perdidos para su amor, les hacía exigir confusamente una especie de compensa ción que consistiese en ver correr el tiempo de la dicha dos veces más lento que el de la espera. Y los que les esperaban en tina casa o en un andén, como Rambert, cuya mujer, que en cuanto había sido adver tida de la posibilidad de entrada, había hecho todo lo necesario para venir, estaban dominados por la 228 misma impaciencia y la misma confusión. PueL . ŝíe amor o esta ternura que los meses de peste habían reducido a la abstracción, Rambert temblaba de con frontadlos con el ser de carne y hueso que los había sustentado. Hubiera querido volver a ser aquel que al principio de la epidemia intentaba correr de un solo impulso fuera de la ciudad, lanzándose al encuentro de la que amaba. Pero sabía que esto ya no era posible. Había cambiado; la peste había puesto en él una distinción que procuraba negar con todas sus fuerzas y que, sin embargo, prevalecía en él como una angustia sorda. En cierto sentido, tenía la impresión, de que la. peste había terminado demasiado brutalmente y le faltaba presencia de ánimo ante este hecho. La felicidad lle gaba a toda marcha, el acontecimiento iba más de prisa que el deseo. Rambert sabía que todo iba a serle devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura que no se saborea. Todos, más o menos conscientemente, estaban como, él, y de todos estamos hablando. En aquel andén de la estación, donde iban a recomenzar sus vidas per sonales, sentían su comodidad y cambiaban entre ellos miradas y sonrisas. Su sentimiento de exilio, en cuanto vieron el humo del tren, se extinguió bruscamente bajo la avalancha de una alegría confusa y cegadora. Cuando el tren se detuvo, las interminables separa ciones que habían tenido ss eomíenzo en aquella es tación tuvieron allí mismo su fin en el momento en que los brazos se enroscaban, con una avaricia exultante, sobre los cuerpos cuya fenaa viviente habían olvi dado. Rambert no tuvo tiempo de mirar esta forma que corría hacia él y que se arrojaba contra su pe cho. Teniéndola entre sus brazos, apretando contra él una cabeza de la que no veía más que los rizos fa miliares, dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto tiempo reprimido, y seguro, al menos, de que ellas le impedirían comprobar si aquella cara escondida en su hombro era con la que tanto había soñado o acaso la de una extraña. Por el momento, quería obrar como todos los que alrededor de él parecían creer que la 229 peste puede llegar y mareferse sin que cambie el corazón de los hombres. Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, cie gos al resto de las cosas, trismfando en apariencia de la peste, olvidados de todas; las miserias y de aquellos otros que, venidos en el mismo tren, no habían en contrado a nadie esperándolas» y se disponían a recibir la confirmación del temor qpe irn largo silencio había hecho nacer en sus corazones. Para estos últimos, que ahora no tenían por compañía más que su dolor re ciente, para todos los que se entregaban en ese mo mento al recuerdo de un ser desaparecido, las cosas eran muy de otro modo y el sentimiento de la se paración alcanzaba su eúspisfe» Para ésos, madres, es posos, amantes que habían perfido toda dicha con el ser ahora confundido en una: fhsa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste. Pero, ¿quién pensaba en. esas soledades? Al medio día, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugna ban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciu dad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El día estaba en suspenso. Los callones de los fuertes, en lo alto dé las colinas, tronabas sin interrupción contra el cielo fijo. Toda la ciudad, m echó a la calle para festejar ese minuto en el qms el tiempo del sufri miento tenía fin y el del olmite no había empezado. Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la mañana el tránsito había aumentado considerablemente y los automóviles, multiplicados de pronto, circula ban por las calles invadidas. Todas las campanas de la ciudad, echadas a vuelo* soasaron durante la tarde, llenando con sus vibraciones irn cielo azul y dorado. En las iglesias había oficias e» acción de gracias. Y al mismo tiempo, todos los lagares' de placer estabanllenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mos tradores se estrujaba una multitud de gentes, todas igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas enlazadas que no temían, ofrecerse en espectáculo. Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que habían hecho durante esos meses en que cada uno babía. tenido sü alisa en Téla, las gastaban en este 230 día que era como el día de su supervivencia. Ai jbl siguiente empezaría la vida tal como es, can sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orí genes más diversos se codeaban y fraternizaban. La igualdad que la presencia de la muerte no habla realizado de hecho, la alegría de la liberación la esta blecía, al menos por unas horas. Pero esta exuberancia superficial no era todo y tos que llenaban las calles al final de la tarde, marctatá® al lado de Rambert, disfrazaban á veces bajo wsa actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas las parejas y las familias que sólo tenían el aspecto de pacíficos paseantes. En realidad, la mayor parte efectuaron peregrinaciones sentimentales a los sitios donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién lle gados las señales ostensibles o escondidas de la peste* los vestigios de su historia. Algunos se contentaban. &m jugar a lo guías, representar el papel del que ha visto muchas cosas, del contemporáneo de la pesie* hablando del peligro sin evocar el miedo. Estos place res eran inofensivos. Pero en otros casos eran, itine rarios más fervientes, en los que un amante aban donado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: “En tal época, estuve en este sitio deseándote y tú. no estabas aquí.” Se podía reconocer a estos turistas de la pasión: formaban como islotes' de cuchicheos y de confidencias en medio del tumulto donde marchaban. Más que las orquestas en las plazas eran ellos los que anunciaban'la verdadera liberación. Pues esas parejas enajenadas, enlazadas y avaras de palabras a fírm ate, en medio dei tumulto, con el triunfo y la tajostleta de la felicidad, que la peste había terminado y que el terror había cumplido sú plazo. Negaban tranqui lamente, contra toda evidencia, que hubiéramos ee~ nocido jamás aquel mundo insensato en el «pie el asesinato de un hombre era tan cotidiano como él de las moscas, aquel salvajismo, bien definido, aquel delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba con sigo una horrible libertad respecto a todo lo que no era el presente, aquel olor de muerte que embrutecía a los que no mataba. Negaban, en fin, que huMéra- mos sido aquel pueblo atontado del cual todos fes «lías se evaporaba una parte en las fauces de un homo. » 1 mientras la otra, cargada con las cadenas de la impo tencia, esperaba su tumo. Este esa, por lo menos, lo que saltaba a la vista para el doctor Rieux, que iba hacia los arrabales a pie y solo, ai caer la tarde, entre las campanas y los ca ñonazos* las músicas y los gritos ensordecedores. Su oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfer mos. Entre la luz suave y límpida que descendía sobre la ciudad se elevaban los antiguos olores a carne asada y a anís. A su alrededor, caras radiantes se volvían hacia el cielo. Hombres y mujeres se estrecha ban eraos a otros, con el rostro encendido, con todo el arrebato y el grito del deseo. Sí» la peste j el terror habían, terminado y aquellos brazos que se anudaban estaban demostrando que la. peste había sido exilio y separseiá® en el más profundo sentido de la palabra. Por primera vez Rieux podía dar un nombre a este aire de familia que había notado durante meses en todas las caras de los transeúntes. Le bastaba mirar a su alrededor. Llegados al final de la peste, entre miseria y privaciones, todos esos hombres habían ter minada por adoptar el traje del papel que desde hacía mucho tiempo representaban: el papel de emigrantes, cuya cara primero y ahora sus ropas hablaban, de la ausencia y de la patria lejana. A partir del momento en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad no hablan, vivido más que en la separación, habían sido amputados de ese calor humano que hace olvi darlo todo. En diversos grados, en todos los rincones de la ciudad, esos hombres y esas mujeres habían aspirado a una reunión que no era, para todos, de la misma naturaleza, pero que era, para todos, igual mente Imposible. La mayor parte de ellos habían gri tado esa todas sus fuerzas hacia un aumente, el calor de un cuerpo, la ternura o la costumbre. Algunos, a veces sin saberlo, sufrían por haber quedado fuera de la amistad de los hombres, por no poder acercárseles por los medios ordinarios como son las cartas, los tre nes y tos barcos. Otros, menos frecuentes, como Ta- .rrou acaso, habían deseado la reunión con algo que no podían definir, pero que para ellos era el único bien deseable. Y que, a falta de otro nombre, lo lla mabais a veces la paz. 232 Rieux seguía hacia los barrios bajos. A mediek _ae avanzaba, la multitud aumentaba a su alrededor* el barullo crecía y le parecía que los arrabales que que ría alcanzar iban retrocediendo. Poco a poco fue confundiéndose con aquel gran cuerpo aullante,, cayo grito comprendía cada vez mejor, porque en parte era también el suyo: Sí, todos habían sufrido juntos, tanto en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, de un exilio sin remedio y de una sed jamás satis fecha. Entre los amontonamientos de cadáveres» fas timbres de las ambulancias, las advertencias de eso que se ha dado en llamar destino, el pataleo Im til y obstinado del miedo y la rebeldía del corazá¡Vu& profundo rumor había recorrido a esos seres cons ternados, manteniéndolos alerta, persuadiéndoles de que tenían que encontrar su verdadera patria, Pam todos ellos la verdadera patria se encontraba más allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba, en las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los países libres y en el peso vital del amor. Y hacia aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde que rían volver, apartándose con asco de todo lo demás. En cuanto al sentido que pudiera tener este auxilio y éste deseo de reunión, Rieux no sabía nada. Emjm- jado o interpelado por unos y otros, fue llegando poco a poco a otras calles menos abarrotadas y pensé «pie no es lo más importante que esas cosas tengan o no tengan un sentido, sino saber qué es lo que se lia respondido a la esperanza de los hombres. Rieux sabía bien lo que se había respondido y lo percibía mejor en las primeras calles de los arrabales casi desiertos. Aquellos que ateniéndose a lo que era no habían querido más que volver a la morada de su amor, habían sido a veces recompensados. Es cierto que algunos de ellos seguían vagando por la dudad solitaria privados del ser que esperaban. Dichosos aquellos que no habían sido doblemente separados como algunos que antes de la epidemia no habían podido construir, con el primer intento, su amor y que 'habían perseguido ciegamente durante awm el difícil acorde que logra incrustar uno en otro de los amantes enemigos. Ésos, como el mismo Rieux, había.n cometido la ligereza de creer que les sobraría tiempo: 233 ésos estaban separados para siempre. Pero otros, co mo Rambert, a quien el doctor había dicho por la mañana al separarse de él: “Valor, ahora es cuando hay que tener razón”, esos otros habían recobrado sin titubear al ausente que creyeron perdido. Ésos* al menos por algún tiempo, serían felices. Sabían, ahora, que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana. Para todos aquellos, por el contrario, que se habían dirigido pasando por encima del hombre hacia algo que ni siquiera imaginaban, no había habido respuesta. Tarrou parecía haber alcanzado esa paz difícil de que hablaba, pero sólo la había encontrado en la xsaerte, cuando ya no podía servirle de nada. Si otras» a los que Rieux veía en los umbrales de sus casas, a i caer
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