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Unidad I - ÉTICA (1)

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SARTRE
“Consideremos un objeto fabricado, por ejemplo un libro o un 
cortapapel. Este objeto ha sido fabricado por un artesano que se ha inspirado 
en un concepto; se ha referido al concepto de cortapapel, e igualmente a una 
técnica de producción previa que forma parte del concepto, y que en el fondo 
es una receta. Así, el cortapapel es a la vez un objeto que se produce de cierta 
m anera y que, por otra parte, tiene una utilidad definida, y no se puede 
suponer un hombre que produjera un cortapapel sin saber para qué va a 
servir ese objeto. Diríamos entonces que en el caso del cortapapel, la esencia - 
es decir, el conjunto de recetas y de cualidades que permiten producirlo y 
definirlo- precede a la existencia; y así está determinada la presencia frente a 
mí, de tal o cual cortapapel, de tal' o cual libro. Tenemos aquí, pues, una 
visión técnica del mundo, en la cual se puede decir que la producción precede 
a la existencia”.
“Al concebir un Dios creador, este Dios se asimila la mayoría de las 
veces a un artesano superior; y cualquiera que sea la doctrina que 
consideremos, trátese de una doctrina como la de Descartes o como la de 
Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al 
entendimiento, o por lo menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe 
con precisión lo .que crea. Así el concepto de hombre en el espíritu de Dios es 
asimilable al cortapapel en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre 
siguiendo técnicas y una concepción exactamente como el artesano fabrica un 
cortapapel siguiendo una definición v una técnica. Así el hombre individual 
realiza cierto concepto que está en el entendimiento divino. En el siglo XVIII, 
en el ateísmo de los filósofos, la noción de Dios es suprimida, pero no pasa lo 
mismo con la idea de que la esencia precede a la existencia...”
“El existencialismo ateo que yo represento es más coherente. Declara 
que si Dios no existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede 
a la esencia, un ser que existe antes de poder ser deñnido por ningún 
concepto, y que este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad 
hum ana. ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa 
que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y que 
después se deñne. El hombre, tal como tal como lo concibe el existencialista, 
si no es definible, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y 
será tal como se haya hecho, Asi, pues, no hay naturaleza hum ana, porque no 
hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se 
concibe, sino tal como él se quiere, y como se concibe después de la 
existencia, como se quiere después de este impulso hacia la existencia; el 
hombre no es otra cosa que lo que él se hace. Éste es el primer principio del 
existencialismo (...) El hombre es ante todo un proyecto que se vive 
subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o u n a coliflor; 
nada existe previamente a este proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el 
hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser (...) Pero si verdaderamente 
la existencia precede a la esencia, el hombre es responsable de lo que es. Así, 
el primer paso del existencialismo es poner a todo hombre en posesión de lo 
que es, y asentar sobre él la responsabilidad total de su existencia...”
“Y cuando se habla de desamparo, expresión cara a Heidegger, 
queremos decir solamente que Dios no existe, y que de esto hay que sacar las 
últim as consecuencias. El existencialismo se opone decididamente a cierto 
tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible. 
Cuando hacia 1880 algunos profesores franceses trataron de construir una 
moral laica, dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, 
nosotros la suprimimos; pero es necesario, sin embargo, para que haya una 
moral, una sociedad, un mundo vigilado, que ciertos valores se tomen en serio 
y se consideren como existentes a priori; es necesario que sea obligatorio a 
priori que sea uno honrado, que no mienta, que no pegue a su mujer, que 
tenga hijos, etc., etc.... Haremos por lo tanto un pequeño trabajo que permitirá 
dem ostrar que estos valores existen, a pesar de todo, inscritos en un cielo 
inteligible, a.unque, por otra parte, Dios no exista. Dicho en otra forma (...) 
nada se cambiará aunque Dios no exista; encontraremos las mismas normas 
de honradez, de progreso, de humanismo, y habremos hecho de Dios una 
hipótesis superada que morirá tranquilam ente y por sí misma. El 
existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no 
exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un 
cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más 
conciencia inñnita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte 
que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir; puesto 
que precisamente estamos en un plano donde solamente hay hombres. 
DflatglgyaltvjLaedbgL “81- Dio» no existiera todo estaría permitido"... gn efecto, 
todo está permitido si Dios no existe v en consecuencia el hombre está 
abandonado, porque no encuentra ni en si ni fuera de si una posibilidad de 
aferrarse. No encuentra ante todo excusas. Si en efecto la existencia precede a 
la esencia, no se podrá jam ás explicar por referencia a una naturaleza 
hum ana dada y fija; dicho de otro modo, no hay determinismo, el hombre es 
libre, el hombre es libertad. Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos 
frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no 
tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los. 
valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas. Es lo que 
expresaré 'diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado, 
porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por otro lado, libre, porque 
u n a vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que hace (...) El 
existencialista tampoco pensará que el hombre puede encontrar socorro en un 
signo dado sobre la tierra que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra 
por sí mismo el signo como prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún 
apoyo ni socorro, está condenado a cada instante a inventar al hom bre.”
JEAN PAUL SARTRE, El existencialismo es un humanismo, 1981, Buenos 
Aires, Ediciones del 80, 14 y ss
SARTRE
“El hombre toma conciencia de su Libertad en la angustia , o, si se 
prefiere, la angustia es el modo de ser de la libertad como conciencia de ser...” 
(pág. 71)
“Existe (...) la angustia ante el-pasado. Es la del jugador que ha decidido 
libre y sinceramente no jugar más y que, cuando se aproxima al “tapete verde’ 
ve da pronto ‘naufragar’ todas sus resoluciones (,,,) Lo que capta entonces con 
angustia es precisamente la total ineficacia de la resolución pasada . Esta está 
ahí, sin duda, pero congelada, ineficaz, trascendida por el hecho mismo de que 
tengo conciencia de ella. Yo sov todavía esa resolución, en la medida en que 
realizo perpetuamente mi identidad conmigo mismo a través del flujo 
temporal, pero vo no la sov va por el hecho de que ella es para mi conciencia 
(...) estoy solo y desnudo como la víspera ante la tentación y, tras haber 
edificado pacientemente barreras y muros, tras haberme encerrado en el 
circulo mágico de una resolución, percibo con angustia que nada me impide 
jugar”, (pág. 76)
“Y la angustia como manifestación de la libertad frente a sí mismo 
significa que el hombre está siempre separado de su esencia por u n a nada (...) 
La esencia es todo cuanto la realidad hum ana capta de si mismo como 
habiendo sido. Y aquí aparece la angustia como modo perpetuo de 
arrancamiento a aquello-que-es (...) en la angustia, la libertad se angustia ante 
si misma en tanto que nada la solicita ni la traba jam ás”, (pág. 78)
“La libertad es el ser hum ano en cuanto pone su pasado fuera de juego, 
segregando su propia nada...” (pág. 71)“Para que mi libertad se angustie acerca del libro que escribo, es 
m enester que este libro aparezca en relación conmigo; es decir, es menester 
que yo descubra, por u n a parte, mi esencia en tanto que lo que he sido (yo he 
sido un 'querer escribir este libro’, lo he concebido, he creído que podía ser 
interesante escribirlo y me he constituido de tal suerte que ya no se puede 
comprenderme sin tomar en cuenta que este libro ha sido un posible esencial); 
por otra parte, la nada que separa a mi libertad de esta esencia fvo he sido un 
‘querer escribirlo’, pero nada , ni aún lo que yo he sido, puede constreñirme a 
escribirlo); por último, la nada que me separa de lo que seré (descubro la 
posibilidad permanente de abandonarlo, como la condición misma de la 
posibilidad de escribirlo y como el propio sentido de mi libertad). Es menester 
que (...) cacte mi libertad, en tanto que posible destructora, en el presente v en 
el porvenir, de aquello que soy”, (pág. 81)
JEAN PAUL SARTRE, El Ser y la Nada, 1972, Buenos Aires, Losada.
“Quería señalar que al no haber estado en la cárcel, al no haberme 
sentido responsable, al no haber tenido preocupaciones económicas, nunca 
me tomé el mundo en serio. En otros tiempos esto hubiera podido llevarme al 
misticismo, porque aquellos a quienes no satisface lo ‘poco de realidad’ están 
dispuestos a buscar la superreralidad (...) Pero yo era ateo por orgullo. No por 
sentimiento de orgullo, sino porque mi existencia misma era orgullo, yo era 
orgullo. A mi lado no había sitio para Dios, vo era tan continuam ente la fuente
de mi mismo que no veía que podía venir a hacer un Todopoderoso en esa 
historia. Ipor añadidura, la lamentable pobreza del pensam iento religioso 
terminó fortificándome en el ateísmo (...) Carente de fe. me limité a perder lo 
serio. En una palabra, hay seriedad cuando uno parte del m undo y atribuye 
más realidad al mundo que a uno mismo, o por lo menos cuando une;se 
atribuye una realidad en la medida en que pertenece al mundo. No es una 
azar que el materialismo sea serio: tampoco es un azar que siempre y en todas 
partes se presente como la doctrina filosófica de elección del revolucionario. 
Porque los revolucionarios son serios. Se conocen en primer lugar porque 
están aplastados por el mundo, se conocen a partir de que el m undo los 
aplasta, y quieren cambiar al mundo. En eso están de acuerdo con sus 
antiguos adversarios, los poseedores, que también se conoce y se estim an a 
partir de su situación en el mundo. Yo odio la seriedad (...) Uno es serio 
cuando ni siquiera concibe la posibilidad de salir del mundo, cuando el 
mundo, con sus Alpes y rocas, sus crestas y su barro, sus turberas y 
desiertos, todas esas inmensidades de obstinación, nos oprime por todos 
lados, cuando nos atribuimos a nosotros mismos el tipo de existencia de la 
piedra, su consistencia, su inercia, su opacidad; un hombre serio es una 
conciencia coagulada; es serio quien niega el espíritu (...) El espíritu de 
seriedad se caracteriza por la aplicación con la que considera las 
consecuencias de sus actos, es que todo para él es una consecuencia. El 
hombre serio es él mismo una consecuencia, una insoportable consecuencia, 
nunca un pjincipio. Está atrapado al infinito en una serie de consecuencias, y 
no ve más que consecuencias hasta el horizonte (...) En suma, Marx estableció 
el dogma básico de lo serio cuando afirmó la prioridad del objeto sobre el 
sujeto.”
“Ahora bien, yo estaba protegido contra la seriedad por las razones que 
dije: yo no era del mundo porque era libre v comienzo prim ero. No es posible 
captarse a sí mismo como conciencia sin pensar que la vida es un juego”.
“¿Qué es en efecto un juego sino una actividad cuyo origen primordial 
es el hombre, cuyos principios instau ra el hombre, y que no puede tener otras 
consecuencias que las que se siguen de los principios planteados? Pero en 
cuanto el hombre se concibe como libre y quiere usar su libertad, toda su 
actividad es juego: es su primer principio, por naturaleza escapa del mundo, 
plantea él mismo su valor y las norm as de sus actos y sólo consiente en pagar 
de acuerdo con las normas que él mismo ha planteado y definido. De allí la 
escasa realidad del mundo y la desaparición de lo serio. Nunca quise ser serio, 
me sentía demasiado libre: En el tiempo de mis amores con Toulouse hice un 
largo poema, supongo que muy malo, llamado Peter Pan, la canción del niño 
que no quería crecer (...) el muchachito no quería crecer por miedo de llegar a 
ser serio, hubiera podido estar tranquilo: ahora tengo catorce años más y 
nunca he sido serio (...) Siempre reivindiqué la responsabilidad de mis actos 
con el sentimiento de escaparles por completo (...) Por eso suscribo 
enteramente la frase de Schiller: “El hombre es plenamente hombre solamente 
cuando jue ga”.
JEAN PAUL SARTRE, Diarios de Guerra (1939/1940). 1985, Buenos Aires, 
Losada, psg. 328 ss.
John Rawls
[Ijmaginemos a alguien cuyo único placer consiste en contar briznas de hierba 
en diversas zonas geométricamente conformadas, como parterres y espacios bien 
recortados. Por lo demás, es inteligente y posee, en realidad, aptitudes poco comunes, 
pues vive de lo que gana resolviendo difíciles problemas matemáticos. La definición 
del bien nos obliga a reconocer que el bien para este hombre consiste, ciertamente, en 
contar briznas de hierba, o, más exactamente, su bien está determinado por un proyecto 
que concede un lugar especialmente relevante a esta actividad. Ante su caso, 
intentaríamos otras hipótesis. Tal vez sea un hombre especialmente neurótico y haya 
adquirido, en los primero años de su vida, una aversión a la compañía humana, y por 
eso cuenta briznas de hierba, para evitar el trato con otras personas. Pero, si admitimos 
que su naturaleza consiste en disfrutar con esta actividad y en no disfrutar con ninguna 
otra, y que no hay modo posible de cambiar esta condición, entonces no hay duda de 
que un proyecto racional para él se centrará en esa actividad. Será para él la finalidad 
que regula la catalogación de sus acciones, y esto decide que es bueno para él. Recurro 
a este caso fantástico, sólo para demostrar que la exactitud de la definición del bien de 
una persona en términos del proyecto racional para ella no requiere que sea verdadero 
el principio aristotélico, (p.478).
[HJay un procedimiento de deliberación que todavía no he mencionado, y es el 
de analizar nuestros objetivos. Es decir, podemos tratar de encontrar una descripción 
más detallada o más esclarecedora del objeto de nuestros deseos, esperando que los 
principios correspondientes resuelvan luego el caso. Así, puede ocurrir que una 
caracterización más plena o más profunda de lo que deseamos revele que, en última 
instancia, existe un proyecto que lo incluye.
Consideremos de nuevo el ejemplo del proyecto de unas vacaciones. Muchas 
veces, cuando nos preguntamos por qué deseamos visitar dos lugares distintos, 
descubrimos que en el fondo se encuentran ciertos JInés más generales, y que todos 
ellos pueden cumplirse yendo a un lugar mejor que al otro, (p.609)
[E]s fácil ver por qué la idea de que haya un único fin dominante (...) al que es 
racional aspirar resulta sumamente atractiva. Porque, si existe ese fin al que se 
subordinan tcdos los demás fines, es probable que todos los deseos, en la medida en 
que sean racionales, admitan un análisis que muestre cuáles son los principios que 
corresponde aplicar. El procedimiento para hacer una elección racional, y la concepción 
de esta elección, estarían, pues, perfectamente claros: la deliberación atendería siempre 
a unos medios para unos fines, estando todos los fines menores, a su vez, ordenados 
como medios para un solo fin dominante. Las numerosas cadenas finitas de razones 
acaban concluyendo y encontrándose en el mismo punto, (p.610)
Utilizando como guías los principios de elección racional, y formulando nuestros 
deseos de la fonna más lúcida que nos sea posible, podemos reducirel campo de la 
elección puramente preferencial, pero no podemos eliminarlo totalmente. La 
indeterminación de la decisión parece surgir, pues, del hecho de que una persona tenga 
muchos objetivos para los que no se dispone de ningún patrón comparativo, adecuado 
para decidir entre ellos cuando entran en conflicto, (p.610)
El carácter extremado de las concepciones propias del fin dominante se 
oculta, frecuentemente, bajo la vaguedad y la ambigüedad del fin propuesto. Por
ejemplo, si Dios es concebido (y seguramente debe serlo) como un ser moral, el fin de 
servirle sobre todas las cosas queda sin especificar, en la medida en que las divinas 
intenciones no están claras en la revelación, ni resultan evidentes a la razón natural. (...) 
Como las cuestiones disputadas suelen situarse en este punto, la solución propuesta por 
la ética religiosa es sólo aparente. (...) El bien humano es heterogéneo, porque los 
propósitos del yo son heterogéneos, (p.612)
Porque el yo es anterior a los fines que mediante él se afirman; incluso un fin 
dominante tiene que ser elegido entre numerosas posibilidades. No hay modo de 
sobrepasar la racionalidad deliberativa, (p.619)
JOHN Rawls. Teoría de la Justicia, F.C.E., México, 1993.
C «■ \oV'C,K # O e : C. O .
C a p í t u l o I I
LA INDIFERENCIA PU RA
La (Irscrción ¡le las masut
Si nos limitamos n los siglos xtx y xx, deberíamos evocar, 
citar en desorden, el desarraigo sistemático de las poblaciones 
rurales y Incoo urbanas, las languideces románticas, el spieen tlan- 
rly, Ü radour, los genocidios y einociilios, l l irosliima devastada c»i 
10 K n r con 75 .000 muertos y 62.000 casas destruidas, los xiiü- 
llones de toneladas de bombas lanzadas sobre Victnam y la gne- 
rta ecolójixa a pulpes de herbicida, la escalada del stock inumjÜal 
de armas nucleares, Plmoin Penh limpiada por los Khmers jrojjeos, 
las figuras «leí nihilismo europeo, los personajes mucrtos-vivns ede 
Jkcke tt , la angustia, la desolación interior de Antonioni, M aquilar 
de A. T an n e r , el accidente de I larrishurp, segura mente la lisia se 
alargaría desm esuradam ente si quisiéramos inventariar todos 'los 
nombres del desierto, i A lp ina vez se organizó tanto, se cdifiiró, 
se acumuló tanto y, simultáneamente, se estuvo alguna vez ¡tan 
a to rm entado por la pasión de la nada, de la tabla rasa, de la Ex­
terminación total? En este tiempo en que las formas de anirjui- 
lación adquieren dimensiones planetarias, el desierto, fin y medüo 
tic la civilización, designa esa figura triifjca que \la modern idad 
prefiere la reflexión metafísica sobre la nada. L'.l desierto gana, 
en él leemos la amenaza absoluta, el poder de lo negativo, el sirai- 
bolo del trabajo m ortí fero de los tiempos modernos hasta su acr- 
mino apocalíptico.
3-1
F.sas formas cíe aniquilación, llamadas a reproducirse d u ra n ­
te im tiempo aun indeterminado, no deben ocultar la presen«.ia 
de oiro desierto , de tipo inédito, que escapa a las categorías mbi- 
llstas o apocalípticas y es tanto más extraño jx>r cuan to ocupa en 
silencio la existencia cotidiana, la vuestra, la mía. en el corazón 
de las metrópolis contemporáneas. Un desierto paradójico, sin ca 
tástrole, sin tragedia ni vértigo, que ya no se identifica c o n la 
nada o con la muerte: no es cierto (pie el des ie r to ob ligue a la 
contemplación de crepúsculos mórbidos. Consideremos esa in m en ­
sa ola de d e su n c ís ió n por la cine todas las instituciones. i«rI‘ .» los 
grandes valores y finalidades organizaron las époc.is pasadas 
se encuentran progresivamente vaciados de su sustancia, ¿q u é es 
sino una desorción de las masas que transforma el cuerpo social en 
cuerpo exangüe, en organismo abandonado? lis inútil querer 
reducir la cuestión a las dimensiones cíe los «jóvenes»: no in ten ­
temos liberarnos de un asunto de civilización recurriendo a las 
generaciones. ¿Q uién se ha salvado de esc m arem oto? A quí como 
en otras partes e 1 tjesierto crece: el saber, el poder, el traba jo, el
etc., ya han clejacto gío- 
solutos e intangibles y 
en distintos grados va nadie cree en ellos, en ellos ya nadie invier- 
te nada. ¿O uién cree aún en el trabajo cuando conocemos Ins ta­
sas de absentismo y de turn over ,' cuando el frenesí de las vaca­
ciones, de los week ends, del ocio no cesa d e desarrollarse, cuan­
do la jubilación se conviene en una aspiración de masa, o incluso 
en un ideal?; ¿quién cice aún en la familia cuando los índices de 
divorcios no paian de aumentar, cuando los viejos son expulsa­
dos a los asilos, cuando los padres quieren perm anecer «jóvenes» 
y reclaman la ayuda de los «psi», cuando las parejas se vuelven 
••libres», cuando el aborto , la contraceprión, la esterilización son 
legalizadas?; ¿quién cree aún en el ejército cuando por todos los 
medios se in ten ta ser declarado inútil , cuando escapar del servicio 
militar ya no es un deshonor?; ¿quien cree aún en las v ir tudes del 
esfuerzo, del ahorro, de la conciencia profesional, de la autoridad, 
de las sanciones? Después de la Iglesia, que ni tan sólo consigue 
reclutar a sus ol¡ciamos, es el sindicalismo quien pierde igual-
1. Véase j. KhmíwIci, I 'A llrrgic ci:i tra fsü . H<l «lu Srn il, coll. «Poíno- 
actuéis», pp. -12-12.
ejército, la familia, la lglesia[ los partidos, 
balmente de funcionar como principios a t
35
rnentc su influencia: en Francia, en treinta años, se pasa del 50 % 
de trabajadores sindicados a un 25 % en la actualidad. Por todas 
partes se propaga la ola de deserción, despojando a las insti tu­
ciones de su grandeza anterior y simultáneamente de su poder de 
movilización emocional. Y sin embargo el sistema funciona, las 
instituciones se reproducen y desarrollan, pero por inercia, en ci 
vacío, sin adherencia ni sentido, cada vez más controladas por los 
«especialistas», los últimos curas, como diría Nietzsche, los úni­
cos que todavía quieren inyectar sentido, valor, allí donde ya no 
hay otra cosa que un desierto apático. Por ello, si el sistema en el 
que vivimos se parece a esas cápsulas de astronatun de las que 
habla Roszak. no es tanto por la racionalidad y la previsibilidad 
que inspiran como por el vacío emocional, la ingravidez indiferen­
te en la que se despliegan Ins operaciones sociales. Y el lu/r, antes 
de convertirse en la moda de habitación de almacenes, podría ser 
la ley geneial que rige nuestra cotidianidad, a saber la vida en los 
espacios abandonados.
Aptlllíl lictv-iook.
1 odo es© no debe considerarse como una más de las eternas 
lamentaciones sobre la decadencia occidental, m uerte de las ideo­
logías y «mmrrde de Dios». L1 nihilismo europeo tal como lo ana­
lizó NietzscJac,, en tanto que depreciación mórbida de todos los 
valores superiores y desierto de sentido, ya no corresponde a esa 
desmovilización de las masas que no se acompaña ni de desespera­
ción ni de sentim iento de absurdidad, lo d o él iricJi/crcucia, el de­
sierto posm oderno está tan alejado del nihilismo «pasivo» v de su 
triste delectación en la inanidad universal, como del nihilismo «ac­
tivo» y de so autodcstrucción. Dios ha muerto, las grandes finali­
dades se apagan, pero a narlie le im porta un bledo, ésta es la alegre 
novedad, ese es el límite del diagnóstico de Nietzsche respecto del 
oscurecí m íem e europeo^ 11] vacío del sentido, el hundim iento de 
los ideales_uo lian llevado, como cabía esperar, a más angustia, 
más absurdo, más pesimismo. E sa visión todavía religiosa y trá­
gica se contradice con el aumento cíe la apatía de las masas, la cual 
no puede ana3izarse con las c a tegorías de esplendor y decadencia, de 
afirmación y negación, de salud y enfermedad. Incluso el nihilis-
36
mo «incompleto» con sus sucedáneos de ideales laicos ha llegado 
a su fin y nuestra bulimia de sensaciones, de sexo, de placer, no 
esconde nada, no compensa nada, y aún menos el abismo de sen­
tido ab ie r to por la muerte de Dios. La indiferencia, pero no la 
angustia metafísica.L1 ideal ascético ya no es la figura dom inan ­
te de! capitalismo moderno; el consumo, los placeres, la perm isi­
vidad, ya no tienen nada que ver con ias grandes operaciones
de la medicación sacerdotal: liipnoti'zación-estivación de la vida, 
crispación de las sensibilidades por medio de actividades m aqui­
nales y obediencias estrictas, intensificación de las emociones agui­
joneadas por las nociones de pecado y de culpab ilidad .1 ¿Qué
queda de ello cuando el capitalismo funciona a base de libido, de
creatividad, de personalización? 3 JZl relajamiento posm oderno li­
quida la desidia, el emnarcamiento o desbordam iento nihilista, la 
relajación elimina la fijación ascética. D esconectando los deseos de 
los dispositivos colectivos, movilizando las energías, temperando 
los entusiasmos e indagaciones relacionadas con lo social, el sis­
tema invita al descanso, al descompromiso emocional.
Algunas grandes obras contemporáneas, c itemos entre ellas, 
La m u jer zurda de P. Ilandke, Palazzo /nen ía le de G . Lavaudant, 
Ind ia song tle M. Duras, Edison de B. W ilson , el hiperrealismo 
americano, son ya, en mayor o menor g rado , reveladoras de ese 
espíritu de la é;x>ca, que deja muy atrás la angustia y la nostalgia 
del sentido, p rop ias del existcncialismo o deí lea tro del absurdo. 
Ll desierto ya 110 se traduce por la rebelión, el gri to o el desalió 
a la comunicación; sólo supone una indiferencia ante el sen t ido , 
una ausencia ineluctable, una estética fría d e Ja exterioridad y la 
distancia, pero de ningún modo de la dis tanciación. Los cuadros 
hiperrealisias no llevan ningún mensaje, n o qu ie ren decir nada,
1. N ictzsche, La Genealogía de In moral, tercera disertación .
2 . En cam bio, c ie n o s fragmentos, postum os d e N ie tzsch c describen con 
gran lucidez los signos característicos del «espíritu m od erno»: «la tolerancia» 
(por «inaptitud a'l no o al si»); la amplitud de simpatía (un tercio de 
ind iferencia, un tercio de curiosidad, un tercio d e excitabilid ad mórbida); 
la «objetividad* (falta de personalidad, falta de vo lun tad , ¡napiitud para 
el «am or»); la «libertad» contra la regla (rom anticism o); la «verdad» contra 
la falsificación y la mentira (naturalismo); el «cíem ífism o» (el «docu.-nr/ito 
humano»: en alemán la novela por entregas y la acum ulación que subyiítu-, 
ye la com p osic ión )... (primavera-otoño 18&7) en Fr. N ictzsche, El nihilismo
europeo, trad. fran., A. Kremer-Marietti, U G E, co l. « 1 0 /1 8 » , p. 242.
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aunque su vacío está en las antípodas del déficit de sentido trágico 
a los ojos de las obras anteriores. No hay nada que decir, qué más 
da, en consecuencia todo puede pintarse con el mismo esmero, la 
misma objetividad Iría, carrocerías orillantes, reflejos de vitrinas, 
retratos gigantes, pliegues de telas, caballos y vacas, motores ni­
quelados, casas panorámicas, sin inquietud ni denuncia. Gracias 
a su indiferencia por el lem a.lH sentido, el fantasma singular, el 
hiperrenlismo se convierte en juego puro ofrecido al único placer 
de la apariencia y del espectáculo. Sólo queda el trabajo pictórico, 
el juego de la representación vaciado de su contenido clásico, ya 
que lo real se encuentra fuera de circuito por el uso de modelos 
representativos de por sí, esencialmente fotográficos. Abandono 
de lo real y circularidad hiperrealista, en el colmo de su realiza­
ción, la representación, insti tuida históricamente como espacio 
humanista, se meiamorfosea tu u /u en un dispositivo helado, ma­
quinal, desprovisto de la escala humana por las ampliaciones y 
acentuaciones de las formas y los colores: ni transgredido ni «so­
brepasado», el orden de la representación está de algún modo 
abandonado por la perfección misma de su ejecución.
Lo que es cierto para la pintura lo es también para la vida
cotidiana. La oposición del sentido y del sin sentido ya no es d e s­
garradora y pierde parte de su radicalismo ante la frivolidad o la 
utilidad de la moda, del ocio, de la publicidad. En la era de lo es­
pectacular, las antinomias duras, las de lo verdadero y lo falso,
o bello y lo feo, lo rea 1 y la ilusión, el s e n t id o ^ el sj sentido se
esfuman, los antagonismos se vuelve^* «flo tantes», se empieza a 
comprender, mal que les pese a nuestros metafísicos y antimeta- 
físicos, que ya es posible vivir sin objetivo ni sentido, en secuen­
cia- flash, y esto es nuevo. « r r mejor cualquier sentido que nin­
guno», decía Nietzsche, hasta esto ya no es verdad hoy. La pro­
pia necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indilerente 
al sentido puede desplegarse sin patetismo ni abismo, sin aspira­
ción a nuevas tablas de valores; más vale: aparecen nuevas pre­
guntas liberadas de las ensoñaciones nostálgicas; al menos que 
la apatía new-look tenga la vir tud de desmontar las locuras m or­
tíferas de los grandes predicadores del desierto.
La indiferencia crece. En ninguna parte el fenómeno es tan v i­
sible como en la enseñanza donde en algunos años, con la vcloci- 
dad del rayo, el prestigio y la autoridad del cuerpo docente prác­
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ticamente han desaparéenlo. L1 discurso del M aestro lia sido desa- 
crahzado, bnnalizado, situado en el mismo p lano que el de los m a n 
m edia v la enseñanza se ha convertido en una máquina neu tra ­
lizada por la apatía escolar, mezcla de atención dispersada y de 
escepticismo lien«) de desenvoltura ante el saber. G ran tu rba­
ción de los Maestros. lis esc abandono del saber ío que resulta 
significativo, mucho más que el aburr im ien to , variable por lo 
demás, de los escolares. Por eso, el colegio se parece más a un 
desierto que a un cuartel (v eso que un cuartel es ya en sí un d e ­
sierto), donde los jóvenes vegetan sin grandes motivaciones ni in­
tereses. De manera que hay que innovar a cualquier precio: siem­
pre más liberalismo, participación, investigación pedagógica y ahí 
está el escándalo, puesto que cuanto más la escuela se dispone a 
escuchar a los alumnos, más éstos deshabitan sin ru ido ni jaleo 
esc lugar vacío. Así las huelgas después del 68 h an desaparecido, 
la protesta se ha extinguido, el colegio es un cuerpo momificado 
y los enseñantes un cuerpo fatigado, incapaz de revitalizarlo.
E s la misma apatía que encontramos en el am bien te político, 
con porcentajes de abstención del 40 al -4 5 Vo en los USA, in- 
cluso en las elecciones presidenciales. N o por ello se puede hablar 
p rop iam ente de «despolit¡/.ación»; los part idos . Jas elecciones si­
guen «interesando» a los ciudadanos pero de !a m ism a manera (o 
incluso menos) que las apuestas, el junte meieio lógico o los re­
sultados deportivos. La política ha en trado en 3a era de lo espec­
tacular, liquidando la conciencia rigorista e ideológica en aras de 
una curiosidad dispersada, captada por todo y nada. De ahí la im­
portancia capital que revisten los /.v<7.ri ;.n J ia a los ojos de los 
políticos; no teniendo otro impacto que el veliículizado por la in­
formación, la política se ve obligada a adop ta r el estilo de la ani­
mación, debates personalizados, preguntas-respuestas, etc., lo úni­
co capaz de movilizar puntualmente la atención del electorado. 
Las declaraciones de un ministro no tienen mayor valor que un 
folletín; sin jerarquías se pasa de la política a las «variedades», ya 
que lo único que determina la audiencia es !a calidad de la d iver­
sión. N u e s t ra sociedad no conoce prelación. codificaciones defi­
nitivas, jrentro , sólo estimulaciones y opctoncs equivalentes en 
cadena. D e ello proviene la indiferencia posm oderna , indiferencia 
po r exceso, no por defecto, por hipersolicitación, no por privación. 
¿Q ué es lo que todavía puede sorprender o escandalizar? La apa-
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ALBERT CAMUS 
VOCACIÓN Y TRASCENDENCIA
Una vocación es inimaginable en una perspectiva cristiana si no 
integra algo de la grandeza del fracaso,., transfigurado en ofrenda. Ella 
trasciende mi existencia como lo eterno trasciende a lo temporal... El 
últimotrazo no le será dado más que por el acto de mi muerte. ” (E. 
Mounier)
Nos fue difícil hablar ayer de René Leynaud. Los que hayan leído en una columna del 
periódico la noticia de que un periodista de la Resistencia, que respondía por dicho nombre, 
había sido fusilado por los alemanes, no habrán concedido más que una discreta atención a lo 
que era para nosotros una terrible noticia, una noticia atroz. Y, sin embargo, es preciso que 
hablemos de él. Necesitamos hablar de él, no para que se guarde el recuerdo de la Resistencia en 
una nación que corre el riesgo de darse al olvido, sino para que por lo menos se conserve en 
algunos corazones atentos a la calidad humana.
Desde los primeros meses había entrenado en la Resistencia. Todo lo que constituía su 
vida moral, su cristianismo y el respeto de la palabra dada, le había empujado a ocupar 
silenciosamente su puesto en esta batalla de las sombras. El había elegido el nombre de guerra 
que respondía a lo que tenía de más puro en sí mismo: para todos sus camaradas de Combat se 
llamaba “Claro”.
La única pasión personal que hubiese conservado todavía, juntamente con la del pudor, 
era la poesía. Había escrito unos poemas que solamente conocemos dos o tres entre nosotros. 
Tenían la cualidad de lo que él era, es decir, la transparencia misma. Pero en la lucha de todos 
los días había renunciado a escribir, permitiéndose únicamente el comprar los más diversos 
libros de poesía, que esperaban poder leer después de la guerra. Por lo demás, compartía nuestra 
opinión de que cierto lenguaje adecuado y la obstinación en la rectitud volverían a dar a nuestro 
país el rostro sin igual que nosotros esperábamos tuviese. Desde hace meses su puesto le 
esperaba en este periódico, y con toda la cabezonería de la amistad y de la ternura nos 
negábamos a creer la noticia de su muerte. Hoy ya no es posible esto.
Ese lenguaje que había que utilizar no lo empleará él ya. La absurda tragedia de la 
Resistencia se resume toda entera en esta espantosa desgracia. Pues hombres como Leynaud 
habían entrado en la lucha convencidos de que ningún ser tenía derecho a hablar antes de haber 
entregado su persona por entero. La desgracia es que la guerra sin uniforme no tenía la terrible 
justicia de la guerra a secas. Las balas del frente alcanzan a cualquiera, lo malo y lo bueno, lo 
mejor y lo peor, Pero durante estos cuatro años han sido los mejores quienes se han designado a 
sí mismos y han caído, son los mejores quienes han ganado el derecho a hablar y han perdido el 
poderlo hacer.
En todo caso, al que nosotros amábamos, ése ya no hablará. Y, sin embargo, Francia 
necesitaba una voz como la suya. Este corazón altivo entre todos, largo tiempo silencioso entre 
su fe y su honor, hubiera sabido decir las palabras precisas. Pero ahora está ya silencioso para
siempre. Y otros, que no son dignos de ello, hablan de este honor que él había hecho suyo, como 
otros, que no están seguros, hablan en nombre del Dios que él había escogido.
Es posible hoy criticar a los hombres de la Resistencia, hacer notar sus debilidades y 
acusarles. Pero es quizá porque los mejores de ellos han muerto. Lo decimos porque lo 
pensamos profundamente: si todavía seguimos aquí, es que no hemos hecho lo bastante. Y hoy, 
entregado a esta tierra para nosotros sin porvenir y para él pasajera, apartado de esta pasión a la 
que había sacrificado todo, esperamos por lo menos que su consuelo será el de no oír las palabras 
de amargura que se escuchan alrededor de esta pobre aventura humana en que estamos metidos.
Que nadie tema que nos vayamos a servir precisamente de quien jamás se sirvió de nadie. 
Ha salido desconocido de esta lucha en la que entró como desconocido. Conservaremos de él lo 
que él hubiera preferido: el silencio de nuestro corazón, el recuerdo atento y la horrorosa tristeza 
de lo irreparable. Pero que él nos perdone que aquí, donde siempre hemos intentado arrojar lejos 
la amargura, dejemos que ésta vuelva y nos ponga a pensar que quizá la muerte de tal hombre es 
un precio demasiado caro para pagar a otros hombres el restituido derecho de olvidar, en sus 
actos y en sus escritos, lo que han valido durante estos cuatro años el valor y el sacrificio de 
algunos franceses.
Albert Camus, Actualidades I, La carne, (Combat, 27 de octubre de 1944), 1973, México, 
Aguilar, Obras Completas, Tomo II.
Albert Cam us
-Yo tengo un plan de organización para lograr u nas agrupaciones 
sanitarias de voluntarios. Autoríceme usted a ocuparme de ello y dejaremos a 
un lado la administración oficial. Yo tengo amigos por todas partes y ellos 
formarán el primer núcleo. Naturalmente, yo participaré.
-Comprenderá usted que no es dudoso que acepte con alegría. Tiene 
uno necesidad de ayuda, sobre todo en este oficio. Yo me encargo de hacer 
aceptar la idea a la prefectura. Por lo demás, no están en situación de elegir. 
Pero...
Rieux reflexionó.
-Pero este trabajo puede ser mortal, lo sabe usted bien. Yo tengo que 
advertírselo en todo caso. ¿Ha pensado usted bien en ello?
Tarrou lo miró con sus ojos grises y tranquilos.
-¿Qué piensa usted del sermón del Padre Paneloux, doctor?
La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió 
con naturalidad también.
-He vivido demasiado en los hospitales para gustarm e la idea del castigo 
colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar 
nunca realmente. Son mejores de lo que parecen.
-¿Usted cree, sin embargo, como Paneloux, que la peste tiene alguna 
acción benéfica, que abre los ojos, que hace pensar?
-Como todas las enfermedades de este mundo. Pero lo que es verdadero 
de todos los males de este mundo lo es también de la peste. Esto puede 
engrandecer a algunos. Sin embargo, cuando se ve la miseria y el sufrimiento 
que acarrea, hay que ser ciego o cobarde para resignarse a la peste.
Rieux había levantado apenas el tono, pero Tarrou hizo un movimiento 
con la mano como para calmarlo. Sonrió.
-Si -dijo Rieux alzando los hombros-, pero usted no me ha respondido. 
¿Ha reflexionado bien?
Tarrou se acomodó un poco en su butaca y dijo: -¿Cree usted en Dios, 
doctor?
También esta pregunta estaba formulada con naturalidad, pero Rieux 
titubeó.
-No, pero, ¿eso qué importa? Yo vivo en la noche y hago por ver claro. 
Hace mucho tiempo que he dejado de creer que esto sea original.
-¿No es eso lo que lo separa de Paneloux?
-No lo creo. Paneloux es un hombre de estudios. No ha visto morir 
bastante a la gente, por eso habla en nombre de u n a verdad. Pero el último 
cura rural que haya oído la respiración de un moribundo pensará como yo. Se 
dedicará a socorrer las miserias más que a dem ostrar sus excelencias.
Rieux se levantó, ahora su rostro quedaba en la sombra.
-Dejemos esto -dijo-, puesto que no quiere usted responder.
Tarrou sonrió sin moverse de la butaca.
-¿Puedo responder con una pregunta?
El doctor sonrió a su vez.
-Usted am a el misterio, vamos.
-Pues bien -dijo Tarrou-, ¿por qué pone usted en ello tal dedicación si 
no cree en Dios? Su respuesta puede que me ayude a mí a responder.
Sin salir de la sombra, el doctor dijo que había ya respondido, que si él 
creyese en un Dios todopoderoso no se ocuparía de curar a los hombres y le 
dejaría a Dios ese cuidado. Pero que nadie en el mundo, ni siquiera Paneloux,
que creía y cree, nadie cree en un Dios de este género, puesto que nadie se 
abandona enteram ente, y que en esto por lo menos, él, Rieux, creía estar en el 
camino de la verdad, luchando contra la creación tal como es.
-Ah -dijo Tarrou-, entonces, ¿esa es la idea que se hace usted de su
oficio?
Poco más o menos- dijo el doctor volviendo a la luz.
Tarrou se puso a silbar suavemente y el doctor se le quedó mirándolo.
-Sí -dijo-, usted dice que hace falta orgullo, pero yo le aseguro que no 
tengo más orgullo del que hace falta, créame. Yo no sé lo que me espera, lo 
que vendrá después de todo esto. Por el momento hay unos enfermos a los que 
hay que curar-. Después, ellos reflexionarány yo también. Pero lo más urgente 
es curarlos. Yo los defiendo como puedo.
-¿Contra quién?
Rieux se volvió hacia la ventana. Adivinaba a lo lejos el mar, en una 
condensación m ás oscura del horizonte. Sentía un cansancio inmenso y al 
mismo tiempo luchaba contra el deseo súbito de entregarse un poco a este 
hombre singular en el que había algo fraternal, sin embargo.
-No se nada, Tarrou, le juro a usted que no sé nada. Cuando me metí 
en este oficio lo hice un poco abstractam ente, en cierto modo, porque lo 
necesitaba, porque era una situación como otra cualquiera, u n a de esas que 
los jóvenes eligen. Acaso también porque era sum am ente difícil para el hijo de 
un obrero, como yo. Y después he tenido que ver lo que es morir. ¿Sabe usted 
que hay gentes que se niegan a morir? ¿Ha oído usted gritar: ¡Jamás! A una 
mujer en el momento de morir? Yo sí. Y me di cuan ta enseguida de que no 
podría acostum brarm e a ello. Entonces yo era muy joven y me parecía que mi 
repugnancia alcanzaba al orden mismo del mundo. Luego, me he vuelto más 
modesto. Simplemente, no me acostumbro a ver morir. No sé más. Pero 
después de todo...
Rieux volvió a sentarse. Sentía que tenía la boca sea.
-¿Después de todo? Dijo suavemente Tarrou.
-Después de todo... -repitió el doctor y titubeó nuevam ente mirando a 
Tarrou con atención-, esta es u n a cosa que un hombre como usted puede 
comprender. No es cierto, puesto que el orden del mundo está regido por la 
muerte, que acaso es mejor para Dios que uno no crea en él, y que luche con 
todas sus fuerzas contra la muerte, sin levantar los ojos al cielo donde Él está 
callado?
-Sí -asintió Tarrou-, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted 
serán siempre provisionales, eso es todo.
Rieux pareció ponerse sombrío.
-Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.
-No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser 
esta peste para usted.
-Sí -dijo Rieux-, una interminable derrota.
Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue 
pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él,
Tarrou, que iba como mirándose los pies le dijo:
-¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?
La respuesta vino inmediatamente.
'La miseria.
A. CAMUS, La peste, Sur, Buenos Aires, 1970, p . lü l .
¿Con qué derecho un católico o un m arxista me acusaría, por ejemplo, de 
pesimismo? No soy yo quién ha inventado la miseria de la criatura ni las 
terribles fórmulas de la maldición divina. No soy yo quién ha creado ese nemo
bonus ni la condenación de los niños sin bautismo. No soy yo quién ha dicho 
que el hombre era incapaz de salvarse por sí solo y que desde el fondo de su 
pequeñez no tenía esperanza más que en la gracia de Dios. En cuanto al 
famoso optimismo marxista... Nadie ha llevado más lejos la desconfianza con 
relación al hombre, y finalmente las fatalidades económicas de este universo 
se presentan como más terribles que los caprichos divinos.
Los católicos y los com unistas me dirán que su optimismo es de mayor 
alcance, que es superior a todo el resto y que Dios o la Historia, según los 
casos, son las conclusiones satisfactorias de su dialéctica. Yo tengo el mismo 
razonamiento: si el cristiano es pesim ista en cuanto al hombre, es optimista 
en cuanto al destino hum ano. Pues bien. Yo diré que, pesim ista en cuanto al 
destino hum ano, soy optimista en cuanto al hombre. Y no en nombre de un 
humanismo que siempre me ha parecido corto, sino en nombre de una 
ignorancia que tra ta de no negar nada...
Eso es, creo, cuanto os tenía que decir. Estam os ante el mal. Y para mí 
es cierto que me siento un poco como el Agustín de antes del cristianismo que 
decía: "Buscaba de dónde viene el mal y no salía de él". Pero es cierto también 
que yo sé, con otros pocos, lo que hay que hacer, si no para dism inuir el mal, 
al menos para no añadirle nada. No podemos impedir quizá que esta creación 
sea una de aquellas con que se tortura a los niños. Pero podemos disminuir el 
número de niños torturados. ¿Y si vosotros no nos ayudáis a ello, quién, pues, 
en el mundo podrá ayudarnos?
CAMUS, El incrédulo y los cristianos (Fragmentos de u n a disertación hecha en 
el convento de dominicos de Latour-Naubourg en 1948), en: Al b e r t C a m u s , 
Obras completas, T. II, Aguilar, México, 1973, p.360.
...Creo que tengo una idea ju s ta de la grandeza del cristianismo, pero 
quedamos algunos en este mundo perseguido que tenemos el sentimiento de 
que 9i Cristo ha muerto por algunos, no ha muerto por nosotros, Y, al mismo 
tiempo, nos negamos a desesperar del hombre. Sin tener la ambición 
irrazonable de salvarle, queremos por lo menos servirle. Si bien nosotros 
consentimos en prescindir de Dios y de la esperanza, no prescindimos tan 
cómodamente del hombre.
A l b e r t C a m u s , Moral y política, en : A l b e r t C a m u s , Obras Completas, o p .c i t . , 
p .2 8 7 .
Mi papel, lo reconozco, no es el de transform ar al mundo ni al hombre: 
no tengo suficientes virtudes ni luces para eso. Pero quizá lo es el de servir, 
desde mi puesto, a algunos valores sin los que no vale la pena vivir en el 
mundo, incluso transformado, sin los que un hombre, incluso nuevo, no 
merecerá que se le respete.
A l b e r t C a m u s , Actualidades I, e n A l b e r t C a m u s , Obras completas, o p c it., 
p .3 5 7 .
Los dos pájaros, que tenían aíre de funcionarios endo­
mingados, preguntaron a Cottard si se llamaba Cot- 
tard, y éste, dejando escapar una especie de exclama­
ción, dio media vuelta y se lanzó hacia lo oscuro, 
sin que Tarrou ni los otros tuvieran tiempo de hacer 
un movimiento. Cuando se Ies pasó la sorpresa, Tarrou 
preguntó a los dos hombres qué era lo que querían. 
Ellos adoptaron un aire reservado y amable para de­
cir que se trataba de algunos informes,. y se fueron 
pausadamente en la áireeeiém que había tomado Cot­
tard.
Cuando llegó a su casa, Tarrou anotó la escena y 
en seguida (la escritura lo demuestra) notó un gran 
cansancio. Añadió que tenía todavía mucho que ha­
cer, pero que esta no era razón para no estar dispuesto, 
y se preguntaba si lo estaba en realidad. Respondía, 
para terminar, y aquí acaban los apuntes de Tarrou, 
que había siempre una hora en el día en la que el 
hombre es cobarde y que él sólo tenía miedo a esa 
hora..
Dor días después, poco antes de la apertura de las 
puertas, el doctor Rieux; al volver a su casa al medio­
día, se preguntaba si encontraría el telegrama que 
esperaba. Aunque sus tareas fuesen tan agotadoras 
como en el momento más grave de la peste, la espe­
ranza de la liberación, definitiva había disipado todo 
cansancio en él. Esperaba j se complacía en esperar.
se puede tener siempre la voluntad en tensión ni 
vitar continuamente firme; as una gran felicidad po­
der deshacer, al fin, en la efusión, este haz de fuerzas 
trenzadas en la lucha. Si el telegrama esperado fuera 
también favorable, SIeux podría recomenzar. Y su 
opinión era que todo el mundo recomenzaría.
Pasó delante dé la portería. El nuevo portero, pe­
gado al cristal, le sonrió. Subiendo la escalera, Rieux 
veía su cara pálida por el cansancio y las privacio­
nes.
Sí, recomenzaría cuando la abstracción hubiese ter­
minado, y con un poco de su e rte .. . Pero al abrir la 
puerta vio a su madre que le salía al encuentro anun­
ciándole que el señor Tarrou no se sentía bien. Se 
había levantado por la mañana, pero no había podido
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salir y había vuelto a acostarse. La señora Rie es­
taba inquieta.
—Probablemente no es nada grave —dijo su hijo.
Tarrou estaba tendido en la cama, su pesada cabeza 
se hundía en el almohadón, el pecho fuerte se dibu­
jaba bajo el espesor de las mantas. Tenía liebre, le 
dolía la cabeza. Dijo a Rieux que creía tener síntomas 
vagos que podían ser los de la peste.
—No, no hay nada claro todavía —dijo Rieux, des­
pués de haberle reconocido.
Pero Tarrou estaba devorado por la sed. En el pa­
sillo Rieux le dijo a sumadre que podría ser el prin­
cipio de la peste.
—¡Ah! —dijo ella—, eso no es posible ¡ahora!
Y después:
—Dejémosle aquí, Bernard.
Rieux reflexionó.
—No tengo derecho —dijo—. Pero van a abrirse las 
puertas. Yo creo que si tú no estuvieras aquí, sería 
el primer derecho que me tomaría.
—Bernard —dijo ella—, podemos estar los dos. Ya 
sabes que yo he sido vacunada otra vez.
El doctor dijo que Tarrou también lo estaba, pero 
■ que, acaso por el cansancio, había dejado de ponerse 
la última inyección de enero u olvidado algunas pre­
cauciones.
Rieux fue a su despacho. Cuando volvió a la alcoba, 
Tarrou vio que traía las enormes ampollas de suero.
—¡Ah!, es eso —dijo.
. —No, pero por precaución.
Tarrou por toda respuesta tendió el brazo y soportó
Ja interminable inyección que él mismo había puesto 
a tantos otros.
—Veremos esta noche —dijo Rieux y miré a Tarrou 
cara a cara.
—¿Y el aislamiento, Rieux?
—No es enteramente seguro que tenga usted la peste.
Tarrou sonrió con esfuerzo.
—Es la primera vez que veo inyectar el suero sin
ordenar al mismo tiempo el aislamiento.
Rieux se volvió de espaldas.
—Mi madre y yo lo cuídateme^. Estará usted mejor.
Tarrou siguió callado y el doctor, que estaba arre­
219
J \ . L a •
glando en la caja las ampollas, esperaba que hablase 
para volver a mirar. Al fes,, fue hacia l'a cama. El 
enfermo; lo miró. Su cara estaba cansada, pero sus 
ojos grises seguían tranquilos. Rieux le sonrió.
—Duerma usted si puede. Yo volveré dentro de un 
rato.
Al llegar a la puerta a jé que Tarrou lo llamaba. 
Volvió atrás.
Pero Tarrou parecía debatirse con la expresión mis­
ma de la idea que quería espresar.
—Rieux —dijo al fin—, tiene usted que decirme 
todo; lo necesito.
—Se lo prometo.
Tarrou torció un poco su cara, recia en una sonrisa.
—Gracias, No tengo ganas de morir, así que lucharé. 
Pero si el juego está perdida^ quiero tener un buen 
final.
Rieux se inclinó y le apretó un poco el hombro.
—No —dijo—. Para llegar a ser un santo hay que 
vivir. Luche usted.
A lo largo del día, él fes® que había sido intenso 
disminuyó un poco para ceder el lugar por la tarde a 
chaparrones violentos de Xhroia y de granizo. Al cre­
púsculo el cielo se descubrió un poco y el frío se 
hizo otra vez penetrante. Rfeox volvió a su casa por 
la tarde; sin quitarse el abrigo fue al cuarto de su 
amigo. Su madre estaba allí, faciendo punto de aguja. 
Tarrou parecía que no se ItaKa movido, pero sus la­
bios, blanquecinos por la fiebre, delataban la lucha 
que estaba sosteniendo.
—¿Qué hay? —dijo el doctor.
Tarrou alzó un poco entre las mantas sus anchos 
hombros. -
—Hay —dijo— que pierd© la partida.
El doctor se inclinó sobre él. Bajo la piel ardiendo 
los ganglios empezaban a endurecerse y dentro de su 
pecho retumbaba el ruido de una fragua subterrá­
nea. Tarrou presentaba extrañamente las dos series 
de síntomas. Rieux dijo, enderezándose, que el suero 
no había tenido tiempo -todavía de hacer efecto. Una 
onda de fiebre que subió a ®a garganta sofocó las pa­
labras que Tarrou iba a pronunciar.
Después de cenar, Rieux y su madre vinieron a ins­
220
talarse junta al enfermo. La noche comensal ^ara 
él en la lucha declarada, y Rieux sabía que rae duro 
combate con el ángel de la peste tenia que durar hasta 
la madrugada. Los anchos hombros y el gran pedio de 
Tarrou no eran sus mejores armas, sino m is bien 
aquella sangre que Rieux había hecho brotar cxm la 
aguja y en esa sangre algo que era más interior que 
el alma y que ninguna ciencia sería capaz de traer 
a la luz. Y él no podía hacer más que ver luchar a su 
amigo. Todo lo que se disponía a llevar a caho, los 
abscesos que ayudaría a madurar, los tónicos que iba 
a inocularle, era de limitada eficacia, como se 1® ha­
bían enseñado tantos meses de fracasos contamos. Lo 
único que le quedaba, en realidad, era dar «rasión 
al azar que muchas veces no actúa si no se fe pro­
voca. Y era preciso que el azar actuase, p u « Eieiix 
se encontraba ante un aspecto de la peste que le des­
concertaba. Una vez más, la peste se esmeraba en 
despistar todas las estrategias dirigidas contra ella, 
apareciendo allí donde no se la esperaba y desapare­
ciendo de donde se la creía afincada. Una vez más se 
esforzaba la peste en sorprender.
Tarrou luchaba, inmóvil. Ni una sola vez, ea toda 
la noche, se entregó a la agitación al combatir los 
asaltos del mal: solamente empleaba para luchar su 
reciedumbre y su silencio. Pero tampoco pronunció 
ni una sola vez una palabra, confesando así que la 
distracción no le era posible. Rieux seguía solamente 
las fases de la lucha en los ojos de su amiga, unas 
veces abiertos, otras cerrados; unas veces los párpa­
dos apretados contra el globo del ojo, otras por el 
contrario, laxos, la mirada fija en un objeto & 'vuelta 
hacia el doctor y su madre. Cada vez que e l áoetor 
encontraba su mirada, Tarrou sonreía con esfuerzo.
En cierto momento se oyeron pasos precipitados por 
la calle, que parecían huir ante un murmulla» lejano 
que iba acercándose poco a poco y que terminó por 
llenar la calle con su barboteo: la lluvia recomenzaba, 
mezclada al poco tiempo con un granizó que «botaba 
en las aceras. Los toldos y cortinas ondearon ante las 
ventanas. En la sombra del cuarto, Rieux, que se había 
dejado distraer por la lluvia, volvió a contemplar 
a Tarrou iluminado por la lámpara de cabecera. Su
221
madre feaeía punto, levantando de cuando en cuando
la cabeza para mirar atentamente al enfermo. El doc­
tor habla hecho ya todo lo que podía hacer. Después 
de la lluvia el silencio se hizo más denso en la 
habitSCTÓn, llena solamente del tumulto de-«na guerra 
invisible. Excitado por el Insomnio, el doctor creía oír 
en fas «afines del silencio el silbido suave y regular 
que M habla acompañado durante toda la epidemia. 
Indicos a su madre, con el gesto, que debía acostarse. 
Ella mmwm la cabeza negativamente y, con más ani- 
macicé» e s los ojos, se puso a buscar con cuidado con 
la agsfa un punto del que no estaba muy segura. 
Ríeos: se levantó para dar de beber al enfermo, y 
luego: w lv ió a sentarse.
•Murases transeúntes, aprovechando la calma, pa­
saban rápidamente por la acera. Sus pasos decrecían 
y se aislaban. El doctor reconoció que, por primera 
vez* « p rfla noche llena de paseantes trasnochadores 
y limpia de timbres de ambulancia, era semejante a 
la de «feas tiempos. Era ya «na noche liberada de la 
peste y parecía que la enfermedad espantada por el 
frío, las luces' y la multitud, se hubiera escapado de 
las praÉSBisdidades de la ciudad y se hubiera refugiado 
en esta habitación, caldeada, para dar su último asalto 
al ctt«ps inerte de Tarreo. El flagelo ya no azotaba 
el eféfe de la ciudad. Per® silbaba en el aire pesado 
del coarto. Eso era lo que Rieux escuchaba desde 
hacía fieras. Había que esperar que allí también se 
detuviese, que allí también la peste se declarase ven­
cida»
Pees antes' de amanecer. Eieux se acercó a su
madre.
—Usberías acostarte para poder relevarme a las 
ochs. BF© olvides las Instalaciones antes de acostarte.
La. señora Rieux se levantó, recogió sa labor y se 
acerró a la cama. Tarro« hacia ya tiempo que tenía 
los ©fes cerrados. El sudor ensortijaba su pelo sobre 
la fraile. La señora Rieux suspiró y el enfermo abrió 
los ojos, vio la dulce mirada sobre él y bajo las mó­
viles muñas de la fiebre reapareció su sonrisa tenaz., 
Pero en seguida cerró los ojos. Cuando se quedó solo, 
Riera se acomodé en el sillón que habla dejado su 
madre, La calle estaba muda y el silencio era com­
222
pleto. El.frío de la madrugada empezaba a jasese 
sentir en la habitación.
El doctor se adormeció, pero el primer coche áel 
amanecer lo sacó de su somnolencia. Pasó urt esca­
lofrío por la espalda, miró a Tarrou y vio que featóa 
logrado un poco de descanso y dormía también. Las 
ruedas de madera y las pisadas del caballo de ca­
rro sonaban ya lejos. En la ventana, el espacio estaba 
todavía oscuro. Cuando el doctor se acercó a 1 s '« u § s 
Tarroulo miró con los ojos inexpresivos como si estu­
viese todavía en las regiones del sueño.
—Ha dormido usted, ¿no? —preguntó Rieux;,
—Sí.
—¿Respira usted mejor?
—Un poco, ¿eso quiere decir algo?
Rienx se calló un momento, después dijo:
—No, Tarrou, eso no quiere decir nada. Usteet «as- 
noce tan bien como yo la tregua matinal.
Tarrou asintió.
—Gracias -—dijo—, respóndame siempre así, exacta­
mente.
Ricux se sentó a los pies de la cama. Sentía junit® 
a él las piernas del enfermo, largas y duras carato 
miembros de una estatua yacente. Tarrou empezó? a 
respirar más fuerte.
—La fiebre va a recomenzar, ¿no es cierto» Bíessx? 
—dijo con voz ahogada.
—Sí, pero al mediodía ya podremos ver.
Tarrou cerró los ojos, parecía concentrar sus feer- 
zas. Una expresión de cansancio se leía en sus rasgos» 
esperaba la subida de la fiebre que se revolvía jk ea 
algún sitio de su propio fondo. Cuando abrió les mjm, 
su mirada estaba empañada y sólo se aclaró euar»á© 
vio a Rieux inclinado hacia él.
—Beba —le decía.
Tarrou bebió y dejó caer la cabeza.
—Qué largo es esto —murmuró.
Rieux le tomó del brazo, pero Tarrou, con las ca­
beza vuelta para otro sitio, no reaccionó. Y de grorato 
la fiebre afluyó visiblemente hasta su frente, cois» si 
hubiese roto algún dique interior. Cuando la asteada 
de Tarrou se volvió hacia el doctor, éste procuré dar­
le valor con la suya. La sonrisa que Tarrou míemié
«a
esbozar no pudo pasar de mandíbulas apretadas ni 
de los labios pegados por una espuma blancuzca» Pe­
ro bajo su frente obstinada t e ojos brillaron todavía 
con el resplandor del valor.
A las siete, la señora Rieux volvió a la habitadas. 
El doctor fue a su despacto para telefonear ai t a s ­
pita! haciéndose sustituir. Decidió también dejar sus 
consultas aquel día, se echó un momento en el diván 
de su gabinete, pero se levantó en seguida y volvió 
al cuarto. Tarrou tenía la cabeza vuelta hacia la, se­
ñora Rieux, miraba aquella menuda sombra reco­
gida junto a él en una silla, con. las manos Jautas 
sobre la falda. Y la contemplaba con tanta intensidad 
que la señora Rieux se puso «a dedo sobre los laMss 
y se levantó para apagar la lámpara de la cabecera. 
Pero a través de las cortinas la luz se filtraba rápi­
damente y poco a poco, cuando los rasgos del enfermo 
emergieron de la oscuridad, la señora Rieux puda ie r 
que seguía mirándola. Se inclinó hacia él, le arreglé 
la almohada y puso un momento la mano en m pe­
cho mojado. Entonces oyó, como viniendo de lejo^» wua 
voz sorda que; le daba las gracias y le decía que" iodo 
estaba muy bien. Cuando volvió a sentarse, Tarara 
cerró los ojos y su expresión agotada, a pesar de 
tener la boca cerrada, parecía volver a sonreír-
Al mediodía la fiebre había llegado a la cáspide. 
Una especie de tos visceral sacudía el cuerpo del en­
fermo, que empezó a escupir sangré. Los ganglios 
habían dejado de crecer, pero seguían duros mmü 
clavos, atornillados en los huecos de las articuIadoaa.es 
y .Rieux consideró Imposible abrirlos. E s los interva­
los de la fiebre y de la tos, Tarroü miraba de eutemáo 
en cuando a sus amigos. Pero pronto sus ©fas se 
abrieron cada vez menos frecuentemente y la lux que 
iluminaba su cara devastada fue haciéndose m is dé­
bil. La tempestad que sacudía su cuerpo, con esfee- 
mecimientos convulsivos hacía cada vez más frecsen- 
tes sus relámpagos y Tarrou iba derivando hada el 
fondo. Rieux no tenía delante más que una máscara 
inerte en la que la sonrisa había desaparecido, Esta 
forma humana que le habla sido tan próxima, acri­
billada ahora por el venablo, abrasada por e l mal 
sobrehumano, doblegada por todos los vientos Ira­
224
cundos del cielo, se sumergía a sus ojos .en las ..¿das 
de la peste y é& no podía hacer nada para evitar su 
naufragio. Tenía' que quedarse en la orilla con los 
brazos cruzados y el corazón oprimido, sin armas y 
sin recursos, una vez más, frente al fracaso. Y al fin, 
las lágrimas de la impotencia le impidieron ver cómo 
Tarrou se volvía bruscamente hacia la pared y con 
un quejido profundo expiraba, como si en alguna par­
te de su ser una cuerda esencial se hubiese roto.
La noche que siguió no fue de ludia, sino de si- 
lencio.( En este cuarto separado del mundo, sobre e^te 
cuerpo muerto, ahora vestido, Rieux sentía planear la 
calma sorprendente que muchas noches antes, sobre 
las terrazas, por encima de la peste, había sentido al 
ataque de las puertas. Ya en aquella época había 
pensado en ese silencio que se cierne sobre los le­
chos donde mueren, los hombres. En todas partes la 
misma pausa, el 'mismo intervalo solemne, siempre 
el mismo aplacamiento que sigue a los combates: era 
el silencio de la derrota. Pero aquel silencio que 
envolvíá a su amigo era tan compacto, estaba tan es­
trechamente acorde con el silencio de las calles de 
la ciudad liberada de la peste, que Rieux sentía que 
esta vez se trataba de la derrota definitiva, la que 
pone fin a las guerras y hace de la paz un suMmiento 
incurable. El doctor no sabía si al fin Tarrou habría 
encontrado la paz, pero en ese momento, por lo me­
nos, creía saber que para él ya no habría paz posible, 
como no hay armisticio para la madre amputada de 
su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo.
Fuera quedaba la misma noche fría, las estrellas 
congeladas en un cielo claro y glacial. En la semioscu- 
ridad del cuarto se sentía centra los cristales la respi­
ración pálida de una noche polar. Junto a la cama, 
la señora Rieux estaba sentada en su postura habitual, 
el lado derecho iluminado por la lámpara de cabecera. 
En medio de la habitación, lejos de la luz, Rieux es­
peraba en su butaca. El recuerdo de su mujer pasó 
alguna vez por su cabeza, pero lo rechazó.
Las pisadas de los transeúntes habían sonado, cla­
ras, en la noche fría.
.—¿Te has ocupado de todo? —había dicho la se­
ñora Rieux.
■—Sí, ya he telefoneado.
Habían seguido velando en silencio. La señora Rieux 
miraba de cuando ea cuando a su hijo. Cuando él 
sorprendía una de sos miradas, le sonreía. Los ruidos 
familiares de la noe&e se sucedían fuera. Aunque la 
autorización todavía no había sido dada, muchos co­
ches circulaban de nuevo. Lamían rápidamente el 
pavimento, desaparecían y volvían a aparecer. Voces, 
llamadas, un nueva silencio, los pasos de un caballo, 
el chirriar de algún tranvía en una curva, ruidos im­
precisos, y de nuevo la. respiración de la noche.
—Bemard.
—¿Qué, mamá?
—¿No estás cansado?
—No.
Sentía que su madre lo quería y pensaba en él en 
ese momento. Pero sabía también que querer a al­
guien no es gran cosa, o, más bien, que el amor no es 
nunca lo suficientemente fuerte para encontrar su pro­
pia expresión. Así, so madre y él se querían siempre 
en silencio. Y ella llegaría a morir —o él— sin que 
durante toda su vida hubiera podido avanzar en la 
confesión de su temara. Del mismo modo que había 
vivido al lado de Tarrou y estaba allí, muerto, aque­
lla noche, sin que su amistad hubiera tenido tiempo 
de ser verdaderamente vivida. Tarrou había perdido 
la partida, como él decía, pero él, Rieux, ¿qué había 
ganado? Él había ganado únicamente el haber conocido 
la peste y acordarse de ella, haber conocido la amis­
tad y acordarse de ella, conocer la ternura y tener 
que acordarse de ella algún día. Todo lo que el hom­
bre puede ganar al. juego de la peste y de la vida 
es el conocimiento y el recuerdo. ¡Es posible que 
fuera a eso a lo que Tarrou le llamaba ganar la par­
tida!
Volvió a pasar na auto y la señora Rieux cambió 
un poco de postura en su silla. Rieux le sonrió. Ella 
le dijo que no estaba, cansada y poco después:
—Tendrías que Ir a descansar un poco a la mon­
taña.
—SI, mamá.
¿Por qué no? Iría, a reposar un poco. Ese sería un 
buen pretexto para la memoria. Pero si esto era ganar
226
la partida, qué duro debía ser vivir únicamente c lo 
que se sabe y con lo que se recuerda, privada de 
lo que se espera. Así era» srn duda, como había vi­
vido Tarrou y con la conciencia de lo estéril que es 
unavida sin ilusiones. No puede haber paz sin espe­
ranza y Tarrou, que había negado a los hombres el 
derecho de condenar, que sabía, sin embargo, que na­
die puede pasarse sin condenar, y que incluso las 
víctimas son a veces verdugos, Tarrou había vivido 
en el desgarramiento y la ocmlradicción y no había 
conocido la esperanza. ¿Sería por eso 'por lo que ha­
bía buscado la santidad y la paz en el servicio de los 
hombres? En verdad, Rieux no sabía naáa y todo esto 
importaba poco. Las únicas imágenes de Tarrou que 
conservaría serían las de un hombre que cogía con 
ánimo el volante de su coche para conducirlo todos 
los días y la del aquel cuerpo recio, tendido ahora 
sin movimiento. U n ' calor de vida y una imagen de 
muerte: esto era el conocimiento.
Por eso fue, sin duda, por lo que el doctor Rieux 
a la mañana siguiente recibió con calma la noticia de 
la muerte de su mujer. Estaba en. su despacho y su 
madre vino casi corriendo a traerle un telegrama, en 
seguida fue a dar una propina al repartidor y cuando 
volvió, Rieux tenía el telegrama abierto en la mano. 
Ella lo miró, pero Rieux miraba obstinadamente, por 
la ventana, la mañana magnífica que se levantaba so­
bre el puerto.
—-Bernard —dijo la señora Hieux.
El doctor la miró con aire distraído.
—¿El telegrama? —preguntó.
—Sí, es eso —dijo el doctor—, Hace ocho días,
' La señora Rieux se volvió hacia la ventana. El 
doctor siguió callado. Después dijo a su madre que 
no llorase, que él ya se lo esperaba, pero que, sin 
embargo, era difícil de soportar. Al decir eso sabía, 
simplemente, que en su sufrimiento no había sor­
presa. Desde hacía meses y desde hacía dos días era 
el mismo dolor el que continuaba.
Las puertas de la ciudad .se abrieron por fin al 
amanecer de una hermosa mañana de febrero, salu­
dadas por el pueblo, los periódicos, la radio y los co­
227
municados de la prefectura. Le queda aún al cronista 
por relatar las horas de alegría que siguieron a la 
apertura de las puertas, aunque él fuese de los que 
no podían mezclarse enteramente a ella.
Se habían organizado grandes festejos para el día 
y para la noche. AI mismo tiempo, los trenes empeza­
ron a humear en la estación, los barcos ponían ya la 
proa a nuestro puerto, demostrando así que ese día era, 
para los que gemían por la. separación, el día del gran 
encuentro.
Se imaginará fácilmente lo q*ue pudo llegar a ser el 
sentimiento de la separación que había dominado a 
tantos de nuestros conciudadanos. Los trenes que en­
traron en la ciudad durante el día no venían menos 
cargados que los que salieron. Cada uno había reser­
vado su asiento para ese ciík en el transcurso del plazo 
de las dos semanas, temiendo que en el último mo­
mento la decisión de la prefectura fuese anulada. 
Algunos de los viajeras que venían hacia la ciudad 
no estaban enteramente libres de aprensión, pues sa­
bían en general el estado de las personas que les eran 
próximas, pero no el de las otras ni el de la ciudad 
misma, a la que atribulas un rostro temible. Pero 
esto sólo contaba para aqpellos a los que la pasión 
no había estado quemando durante todo este espacio 
de tiempo.
Los apasionados pudieron entregarse a su idea fija. 
Sólo una cosa había cambiado para ellos: el tiempo, 
que' durante sus meses de exilio hubieran querido em­
pujar para que se apresurase, que se encarnizaban 
verdaderamente en precipitar; ahora, que se encon­
traban ya cerca de nuestra, ciudad deseaban que fuese 
más lento, querían tenerlo suspendido, cuando ya el 
tren empezaba a frenar antes de la parada. El sentí*» 
miento, al mismo tiempo vago y agudo en ellos, de 
todos esos meses de vida perdidos para su amor, les 
hacía exigir confusamente una especie de compensa­
ción que consistiese en ver correr el tiempo de la 
dicha dos veces más lento que el de la espera. Y los 
que les esperaban en tina casa o en un andén, como 
Rambert, cuya mujer, que en cuanto había sido adver­
tida de la posibilidad de entrada, había hecho todo 
lo necesario para venir, estaban dominados por la
228
misma impaciencia y la misma confusión. PueL . ŝíe 
amor o esta ternura que los meses de peste habían 
reducido a la abstracción, Rambert temblaba de con­
frontadlos con el ser de carne y hueso que los había 
sustentado.
Hubiera querido volver a ser aquel que al principio 
de la epidemia intentaba correr de un solo impulso 
fuera de la ciudad, lanzándose al encuentro de la que 
amaba. Pero sabía que esto ya no era posible. Había 
cambiado; la peste había puesto en él una distinción 
que procuraba negar con todas sus fuerzas y que, sin 
embargo, prevalecía en él como una angustia sorda. 
En cierto sentido, tenía la impresión, de que la. peste 
había terminado demasiado brutalmente y le faltaba 
presencia de ánimo ante este hecho. La felicidad lle­
gaba a toda marcha, el acontecimiento iba más de 
prisa que el deseo. Rambert sabía que todo iba a serle 
devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura 
que no se saborea.
Todos, más o menos conscientemente, estaban como, 
él, y de todos estamos hablando. En aquel andén de 
la estación, donde iban a recomenzar sus vidas per­
sonales, sentían su comodidad y cambiaban entre ellos 
miradas y sonrisas. Su sentimiento de exilio, en cuanto 
vieron el humo del tren, se extinguió bruscamente 
bajo la avalancha de una alegría confusa y cegadora. 
Cuando el tren se detuvo, las interminables separa­
ciones que habían tenido ss eomíenzo en aquella es­
tación tuvieron allí mismo su fin en el momento en que 
los brazos se enroscaban, con una avaricia exultante, 
sobre los cuerpos cuya fenaa viviente habían olvi­
dado.
Rambert no tuvo tiempo de mirar esta forma que 
corría hacia él y que se arrojaba contra su pe­
cho. Teniéndola entre sus brazos, apretando contra él 
una cabeza de la que no veía más que los rizos fa­
miliares, dejaba correr las lágrimas, sin saber si eran 
causadas por su felicidad presente o por el dolor tanto 
tiempo reprimido, y seguro, al menos, de que ellas 
le impedirían comprobar si aquella cara escondida en 
su hombro era con la que tanto había soñado o acaso 
la de una extraña. Por el momento, quería obrar como 
todos los que alrededor de él parecían creer que la
229
peste puede llegar y mareferse sin que cambie el 
corazón de los hombres.
Apretados unos a otros, se fueron a sus casas, cie­
gos al resto de las cosas, trismfando en apariencia de 
la peste, olvidados de todas; las miserias y de aquellos 
otros que, venidos en el mismo tren, no habían en­
contrado a nadie esperándolas» y se disponían a recibir 
la confirmación del temor qpe irn largo silencio había 
hecho nacer en sus corazones. Para estos últimos, que 
ahora no tenían por compañía más que su dolor re­
ciente, para todos los que se entregaban en ese mo­
mento al recuerdo de un ser desaparecido, las cosas 
eran muy de otro modo y el sentimiento de la se­
paración alcanzaba su eúspisfe» Para ésos, madres, es­
posos, amantes que habían perfido toda dicha con el 
ser ahora confundido en una: fhsa anónima o deshecho 
en un montón de ceniza, para ésos continuaba por 
siempre la peste.
Pero, ¿quién pensaba en. esas soledades? Al medio­
día, el sol, triunfando de las ráfagas frías que pugna­
ban en el aire desde la mañana, vertía sobre la ciu­
dad las ondas ininterrumpidas de una luz inmóvil. El 
día estaba en suspenso. Los callones de los fuertes, en 
lo alto dé las colinas, tronabas sin interrupción contra 
el cielo fijo. Toda la ciudad, m echó a la calle para 
festejar ese minuto en el qms el tiempo del sufri­
miento tenía fin y el del olmite no había empezado.
Se bailaba en todas las plazas. De la noche a la 
mañana el tránsito había aumentado considerablemente 
y los automóviles, multiplicados de pronto, circula­
ban por las calles invadidas. Todas las campanas de 
la ciudad, echadas a vuelo* soasaron durante la tarde, 
llenando con sus vibraciones irn cielo azul y dorado. 
En las iglesias había oficias e» acción de gracias. Y 
al mismo tiempo, todos los lagares' de placer estabanllenos hasta reventar, y los cafés, sin preocuparse del 
porvenir, distribuían el último alcohol. Ante sus mos­
tradores se estrujaba una multitud de gentes, todas 
igualmente excitadas, y entre ellas numerosas parejas 
enlazadas que no temían, ofrecerse en espectáculo. 
Todos gritaban o reían. Las provisiones de vida que 
habían hecho durante esos meses en que cada uno 
babía. tenido sü alisa en Téla, las gastaban en este
230
día que era como el día de su supervivencia. Ai jbl 
siguiente empezaría la vida tal como es, can sus 
preocupaciones. Por el momento, las gentes de orí­
genes más diversos se codeaban y fraternizaban.
La igualdad que la presencia de la muerte no habla 
realizado de hecho, la alegría de la liberación la esta­
blecía, al menos por unas horas.
Pero esta exuberancia superficial no era todo y tos 
que llenaban las calles al final de la tarde, marctatá® 
al lado de Rambert, disfrazaban á veces bajo wsa 
actitud plácida dichas más delicadas. Eran muchas 
las parejas y las familias que sólo tenían el aspecto 
de pacíficos paseantes. En realidad, la mayor parte 
efectuaron peregrinaciones sentimentales a los sitios 
donde habían sufrido. Querían enseñar a los recién lle­
gados las señales ostensibles o escondidas de la peste* 
los vestigios de su historia. Algunos se contentaban. &m 
jugar a lo guías, representar el papel del que ha 
visto muchas cosas, del contemporáneo de la pesie* 
hablando del peligro sin evocar el miedo. Estos place­
res eran inofensivos. Pero en otros casos eran, itine­
rarios más fervientes, en los que un amante aban­
donado a la dulce angustia del recuerdo podía decir: 
“En tal época, estuve en este sitio deseándote y tú. no 
estabas aquí.” Se podía reconocer a estos turistas de 
la pasión: formaban como islotes' de cuchicheos y de 
confidencias en medio del tumulto donde marchaban. 
Más que las orquestas en las plazas eran ellos los que 
anunciaban'la verdadera liberación. Pues esas parejas 
enajenadas, enlazadas y avaras de palabras a fírm ate, 
en medio dei tumulto, con el triunfo y la tajostleta 
de la felicidad, que la peste había terminado y que 
el terror había cumplido sú plazo. Negaban tranqui­
lamente, contra toda evidencia, que hubiéramos ee~ 
nocido jamás aquel mundo insensato en el «pie el 
asesinato de un hombre era tan cotidiano como él 
de las moscas, aquel salvajismo, bien definido, aquel 
delirio calculado, aquella esclavitud que llevaba con­
sigo una horrible libertad respecto a todo lo que no 
era el presente, aquel olor de muerte que embrutecía 
a los que no mataba. Negaban, en fin, que huMéra- 
mos sido aquel pueblo atontado del cual todos fes 
«lías se evaporaba una parte en las fauces de un homo.
» 1
mientras la otra, cargada con las cadenas de la impo­
tencia, esperaba su tumo.
Este esa, por lo menos, lo que saltaba a la vista para 
el doctor Rieux, que iba hacia los arrabales a pie y 
solo, ai caer la tarde, entre las campanas y los ca­
ñonazos* las músicas y los gritos ensordecedores. Su 
oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfer­
mos. Entre la luz suave y límpida que descendía sobre 
la ciudad se elevaban los antiguos olores a carne 
asada y a anís. A su alrededor, caras radiantes se 
volvían hacia el cielo. Hombres y mujeres se estrecha­
ban eraos a otros, con el rostro encendido, con todo 
el arrebato y el grito del deseo. Sí» la peste j el terror 
habían, terminado y aquellos brazos que se anudaban 
estaban demostrando que la. peste había sido exilio y 
separseiá® en el más profundo sentido de la palabra.
Por primera vez Rieux podía dar un nombre a este 
aire de familia que había notado durante meses en 
todas las caras de los transeúntes. Le bastaba mirar 
a su alrededor. Llegados al final de la peste, entre 
miseria y privaciones, todos esos hombres habían ter­
minada por adoptar el traje del papel que desde hacía 
mucho tiempo representaban: el papel de emigrantes, 
cuya cara primero y ahora sus ropas hablaban, de la 
ausencia y de la patria lejana. A partir del momento 
en que la peste había cerrado las puertas de la ciudad 
no hablan, vivido más que en la separación, habían 
sido amputados de ese calor humano que hace olvi­
darlo todo. En diversos grados, en todos los rincones 
de la ciudad, esos hombres y esas mujeres habían 
aspirado a una reunión que no era, para todos, de 
la misma naturaleza, pero que era, para todos, igual­
mente Imposible. La mayor parte de ellos habían gri­
tado esa todas sus fuerzas hacia un aumente, el calor 
de un cuerpo, la ternura o la costumbre. Algunos, a 
veces sin saberlo, sufrían por haber quedado fuera de 
la amistad de los hombres, por no poder acercárseles 
por los medios ordinarios como son las cartas, los tre­
nes y tos barcos. Otros, menos frecuentes, como Ta- 
.rrou acaso, habían deseado la reunión con algo que 
no podían definir, pero que para ellos era el único 
bien deseable. Y que, a falta de otro nombre, lo lla­
mabais a veces la paz.
232
Rieux seguía hacia los barrios bajos. A mediek _ae 
avanzaba, la multitud aumentaba a su alrededor* el 
barullo crecía y le parecía que los arrabales que que­
ría alcanzar iban retrocediendo. Poco a poco fue 
confundiéndose con aquel gran cuerpo aullante,, cayo 
grito comprendía cada vez mejor, porque en parte era 
también el suyo: Sí, todos habían sufrido juntos, tanto 
en la carne como en el alma, de una ociosidad difícil, 
de un exilio sin remedio y de una sed jamás satis­
fecha. Entre los amontonamientos de cadáveres» fas 
timbres de las ambulancias, las advertencias de eso 
que se ha dado en llamar destino, el pataleo Im til 
y obstinado del miedo y la rebeldía del corazá¡Vu& 
profundo rumor había recorrido a esos seres cons­
ternados, manteniéndolos alerta, persuadiéndoles de­
que tenían que encontrar su verdadera patria, Pam 
todos ellos la verdadera patria se encontraba más 
allá de los muros de esta ciudad ahogada. Estaba, en 
las malezas olorosas de las colinas, en el mar, en los 
países libres y en el peso vital del amor. Y hacia 
aquella patria, hacia la felicidad era hacia donde que­
rían volver, apartándose con asco de todo lo demás.
En cuanto al sentido que pudiera tener este auxilio 
y éste deseo de reunión, Rieux no sabía nada. Emjm- 
jado o interpelado por unos y otros, fue llegando poco 
a poco a otras calles menos abarrotadas y pensé «pie 
no es lo más importante que esas cosas tengan o 
no tengan un sentido, sino saber qué es lo que se lia 
respondido a la esperanza de los hombres.
Rieux sabía bien lo que se había respondido y lo 
percibía mejor en las primeras calles de los arrabales 
casi desiertos. Aquellos que ateniéndose a lo que era 
no habían querido más que volver a la morada de 
su amor, habían sido a veces recompensados. Es cierto 
que algunos de ellos seguían vagando por la dudad 
solitaria privados del ser que esperaban.
Dichosos aquellos que no habían sido doblemente 
separados como algunos que antes de la epidemia no 
habían podido construir, con el primer intento, su amor 
y que 'habían perseguido ciegamente durante awm el 
difícil acorde que logra incrustar uno en otro de los 
amantes enemigos. Ésos, como el mismo Rieux, había.n 
cometido la ligereza de creer que les sobraría tiempo:
233
ésos estaban separados para siempre. Pero otros, co­
mo Rambert, a quien el doctor había dicho por la 
mañana al separarse de él: “Valor, ahora es cuando 
hay que tener razón”, esos otros habían recobrado sin 
titubear al ausente que creyeron perdido. Ésos* al 
menos por algún tiempo, serían felices. Sabían, ahora, 
que hay una cosa que se desea siempre y se obtiene 
a veces: la ternura humana.
Para todos aquellos, por el contrario, que se habían 
dirigido pasando por encima del hombre hacia algo que 
ni siquiera imaginaban, no había habido respuesta. 
Tarrou parecía haber alcanzado esa paz difícil de que 
hablaba, pero sólo la había encontrado en la xsaerte, 
cuando ya no podía servirle de nada. Si otras» a los 
que Rieux veía en los umbrales de sus casas, a i caer

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