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Hace cincuenta y cinco años la editorial Seix Barral publicaba, tras muchas peripecias para sortear la censura española, La ciudad y los perros, primera novela de Mario Vargas Llosa. Cumplido el cincuentenario de su publicación, la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española rinden homenaje a nuestro premio nobel con una nueva edición de la obra que marcó el comienzo de su trayectoria. En el congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española celebrado en Panamá en noviembre de 2011, se concretaron los detalles de la edición, que forma parte de la colección académica conmemorativa, y se confió su coordinación a la Academia Peruana de la Lengua. Su presidente, Marco Martos, ha cuidado minuciosamente todos los aspectos. La obra gozó, desde su publicación, del reconocimiento de la crítica y de los lectores no solo del mundo hispánico; su traducción a más de treinta idiomas, confirma el éxito y el reconocimiento internacional. La aparición de la novela marcó un paso importante en la superación de la temática indigenista, de la búsqueda de raíces y valores prehispánicos, avanzando hacia un terreno cotidiano, la realidad presente del ciudadano americano, vertebrado, todo ello, en nuevas formas de novelar para la literatura hispánica basadas en la experimentación con la técnica narrativa. Esta innovación de fondo y forma convierte a Vargas Llosa en punto de referencia fundamental de la narrativa hispanoamericana actual. Fruto de esa técnica, de honda raíz faulkneriana, los personajes se presentan en su más compleja estructura mental y social, que se traduce formalmente en una alternancia de múltiples temas, acciones y pensamientos que aparecen y desaparecen hasta llegar a su resolución final. No encontramos juicios, solo exposición de una humanidad viciada y crudamente realista. Sin duda, Vargas Llosa inaugura con La ciudad y los perros el boom americano y abre al mundo un interés renovado por su narrativa. Como es habitual en estas ediciones conmemorativas, la obra va acompañada de un conjunto de estudios que perfilan aspectos fundamentales de la novela y su autor. Abre la serie Marco Martos (Perú), que rastrea la fuentes literarias en Vargas Llosa; José Miguel Oviedo (Perú) analiza los distintos puntos de vista y espacios que conducen la novela; Víctor García de la Concha (RAE) marca el perfecto entramado entre estructura y contenido, y Darío Villanueva (RAE) caracteriza la novela de Vargas Llosa dentro de la más depurada teoría de la literatura. En un amplio repaso de los cánones novelísticos, Javier Cercas (España) presenta a Vargas Llosa como un escritor comprometido; Carlos Garayar (Perú) repasa la gran variedad de recursos que se despliegan en la novela al subrayar su importante innovación formal; John King (Estados Unidos) expone una visión de los problemas de la traducción al inglés y la recepción internacional que tuvo la obra, especialmente en Estados Unidos y en el Reino Unido; cierra los trabajos Efraín Kristal (Perú) que indaga las fuentes biográficas y literarias en la obra. Una vez más, el texto ha sido revisado completamente por el autor, que ha considerado las nuevas normas dictadas por la Real Academia Española y la Asociación de Academias, además de eliminar las erratas perpetuadas en otras ediciones. Completan el volumen una «Bibliografía» de referencia preparada por Miguel Ángel Rodríguez Rea y un «Glosario » de voces utilizadas en la novela acompañado de un «Índice onomástico» para ayudar a su lectura, que han preparado conjuntamente Agustín Panizo y Carlos Domínguez. La Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española quieren agradecer a todos ellos su participación en esta conmemoración del cincuentenario de La ciudad y los perros, a la que invitan a todos los hispanohablantes. Mario Vargas Llosa. © Morgana Vargas Llosa y Jaime Travezán MARCO MARTOS LA CIUDAD Y LOS PERROS: ÁSPERA BELLEZA Al final de la década del sesenta, en el siglo XX, llegó a Lima y se presentó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Nathalie Sarraute, precedida de la fama del nouveau roman, que era la comidilla literaria de aquellos años. Ante un auditorio abarrotado de estudiantes y profesores, la novelista francesa explicó con gran precisión de detalles los postulados teóricos que enarbolaba, junto con sus colegas Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, Claude Simon, y, según algunos, Samuel Beckett, aquella idea de que el tiempo, en los relatos de esos autores, se halla cortado en su temporalidad, que no conduce a ninguna parte, que no hay un destino, ni siquiera el más infausto, como ocurría en otras narraciones. Una escritura donde las anécdotas se suceden sin conducir a nada y está poblada de seres sin perfil definido, que apenas merecen el nombre de personajes y que ceden su importancia al lenguaje mismo, a la manera de narrar. El lector no recibe un mundo hecho, ni siquiera uno que se está haciendo, sino uno que no tiene sentido y tal vez por eso, queda sumido en la perplejidad. Flanqueada por dos reputados novelistas peruanos, Ciro Alegría y José María Arguedas, acostumbrada al diálogo con jóvenes en diferentes latitudes del mundo, Sarraute podía esperar todo, excepto lo que ocurrió: Ciro Alegría dio un golpe en la mesa y dijo con voz tronante: «Pero Natalia, en el Perú tenemos mucho que contar». Se refería, con seguridad, a la vocación realista de la tradición ficcional de los peruanos. Mario Vargas Llosa, tan diferente, por su manera de contar, a los novelistas de la nueva novela francesa, tiene en común con ellos la admiración por las formas, la necesidad de estructurar los relatos, exaltada con tanta precisión por Flaubert. Si pensamos en una figura fundadora de la literatura peruana escrita en español, no cabe ninguna duda de que hablaremos del Inca Garcilaso (1539-1616) que con impecable castellano de estirpe renacentista nos entregó su particular visión del imperio incaico tan hermosa que se ha independizado de todo lo que pueden pensar, argumentar o aducir los historiadores. Precursor de los narradores del siglo XX, como escritor brillante, Garcilaso queda como una figura solitaria, complementada tal vez por Juan de Espinoza Medrano (1632-1688) cuya dicción oratoria de gran belleza sigue conmoviendo a los que alcanzan a conocerla. Tuvimos que esperar tres siglos para que surgiesen novelistas de garra, precisamente aquellos que compartieron la mesa, en esa conversación memorable, con Nathalie Sarraute. Puede decirse, sin riesgo a error, que La serpiente de oro (1935) de Ciro Alegría es el relato primigenio de la novela contemporánea en el Perú. Es cierto que en el momento de la anécdota contada arriba, Ciro Alegría y José María Arguedas, estaban cerrando su ciclo narrativo, pero es verdad también que sus relatos se habían distinguido por contar historias y no tanto hacer malabarismos con el lenguaje. Cuando esta mesa redonda ocurría, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa ya estaba andando por el mundo. El paso de las décadas ha probado que con la aparición de ese libro, la primera novela de un joven autor, estábamos asistiendo a una segunda y más importante fundación de la novela peruana, equivalente, por su importancia, a la aparición del primer libro de poesía de César Vallejo, Los heraldos negros (1919). Con estos dos libros, obras iniciales de sus autores, la literatura del Perú, tantas veces vista como un espejo de lo que ocurría en la antigua metrópoli española, alcanzaba una autonomía creativa, corroborada en décadas siguientes por el propio Mario Vargas Llosa en sus innumerables escritos que le han dado el Premio Nobel de Literatura o por los versos originalísimos de Carlos Germán Belli que están mereciendo un reconocimiento creciente. Lo que resulta sorprendente, cuando leemos una y otra vez la primera novela de Mario Vargas Llosa, es que debajo de su rarabelleza verbal, de sus estructuras percibidas con inteligencia por los críticos, no ha envejecido, conserva su encanto, su atracción absoluta para nuevos lectores. Leerla es la manera más eficaz de iniciarse en el conocimiento de la obra narrativa de Vargas Llosa. El libro La ciudad y los perros inicialmente se llamó Los impostores y obtuvo en 1962 en España el Premio Biblioteca Breve y el Premio de la Crítica en 1964. El texto impactó de inmediato a los lectores iniciales y las sucesivas reimpresiones y nuevas ediciones a lo largo de cincuenta años no han hecho otra cosa que convertir en clásico a un libro deslumbrante. El tiempo hace justicia a los vocablos exactos. Ahora mismo parecen precisas las palabras que José María Valverde escribió en un opúsculo que circuló con el libro galardonado: «Es la mejor novela de lengua española desde Don Segundo Sombra». El texto, para decirlo con palabras prestadas de Pío Baroja, abrió un camino de perfección, tanto en la obra del autor, como en las letras hispanoamericanas, enriquecidas, a partir de ese momento de un modo inédito, nunca visto, significó una revolución para las letras del Perú que alcanzaban una mayoría de edad literaria y el lanzamiento de un joven autor a la liza editorial del mundo, el comienzo de una merecida fama aumentada cada año con nuevos logros. Desde un punto de vista descriptivo, está ficción se refiere a las vidas de los cadetes en el colegio Leoncio Prado de Lima, a la relación de los jóvenes estudiantes con la estructura militarizada de la institución, a las reglas paralelas, absolutamente rígidas de la colectividad de los estudiantes, en convivencia, pero en clara contradicción, con las órdenes de los superiores. Los primeros lectores fueron inducidos a una lectura verista, tanto por la propia editorial Seix Barral que acompañó el texto con un plano de la ciudad de Lima, como por el propio libro que, leído con distracción, podía ser confundido con una crónica ficcional sobre el Colegio Militar Leoncio Prado, muy conocido en la sociedad peruana, institución a la que arribaban jóvenes de distintos estratos sociales, para alcanzar según la visión de sus progenitores, una inicial madurez. No otra cosa pensó el padre de Vargas Llosa que creía que en ese colegio su vástago podía «hacerse hombre» como se dice en la conversación (segunda parte, capítulo I). Según propia confesión, el joven cadete descubrió otra cara de la vida, la del horror. Los militares golpeaban a los jóvenes estudiantes y se golpeaban entre sí, siguiendo las estructuras jerarquizadas. Lo que contaba era la fuerza bruta y la astucia. Con esa experiencia, marcada a fuego en su propia biografía, Mario Vargas Llosa escribe una novela de áspera belleza, que no cabe sino llamar poética, simbólica, profunda, absolutamente humana. Un modismo peruano, limeño, conocido por toda la sociedad, llama «perros» a los cadetes que ingresan al colegio Leoncio Prado y no a los de los años superiores. Un «perro» es, como lo diría Leónidas Andréiev, el que recibe las bofetadas, o el que recibe más bofetadas, no solo de los oficiales, sino también de sus propios compañeros, apenas mayores, que actúan con gran crueldad. Debajo de los «perros» quedan los otros animales, empezando por la Malpapeada, una perra que recibe el afecto, pero también la violencia y el bestialismo de los cadetes. Como lo advirtió en 1975 Joel Hancock (Hancock, 1975: 37-47), no es azar que en el relato muchos personajes tengan nombres de animales: Jaguar, Boa, Piraña, Gallo, Mono, Rata, Burro. Pero la semejanza de los humanos con los perros está más subrayada: la nariz aplastada de Jaguar recuerda la de un bulldog, un militar que husmea como un perro: «El suboficial Pezoa estaba allí, husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados» (segunda parte, capítulo IV). Hay una escena inolvidable que describe la iniciación de Ricardo Arana, alias Esclavo, a la vida militar. Sus compañeros le obligan a luchar, a arrastrarse en cuatro patas, a vociferar ladrando las palabras «soy un perro». Cuando se le ordena que ataque y muerda a un compañero de clase, Arana siente que su cuerpo se convierte en el de un perro rabioso: —Bueno —dijo la voz—. Cuando dos perros se encuentran en la calle, ¿qué hacen? [...] —No sé, mi cadete. —Pelean —dijo la voz—. Ladran y se lanzan uno encima del otro. Y se muerden. El Esclavo no recuerda la cara del muchacho que fue bautizado con él. Debía ser de una de las últimas secciones, porque era pequeño. Estaba con el rostro desfigurado por el miedo y, apenas calló la voz, se vino contra él, ladrando y echando espuma por la boca, y, de pronto, el Esclavo sintió en el hombro un mordisco de perro rabioso y entonces todo su cuerpo reaccionó, y mientras ladraba y mordía, tenía la certeza de que su piel se había cubierto de una pelambre dura, que su boca era un hocico puntiagudo y que, sobre su lomo, su cola chasqueaba como un látigo (primera parte, capítulo II). Podemos leer todo el texto en clave animal. Se ha comparado muchas veces a la ciudad con la jungla, pero esa imagen que ha llegado al habla diaria es pobre para expresar lo que ocurre en la primera novela de Mario Vargas Llosa. En la ficción el Colegio Militar Leoncio Prado es un verdadero zoo humano: un oficial tiene pasos de gaviota, otro, dentadura de piraña, otro semeja una tortuga, hundida en su caparazón; monos, almejas, langostas son evocados como semejantes a los personajes. En las actividades cotidianas, aparte de luchas de perros, hay pasos de ganso, una ordenada manera de marchar o actos de bestialismo con una gallina, un perro, una llama. La vida normal consiste en remedar la vida animal: En las clases, los cadetes hablaban, se insultaban, se escupían, se bombardeaban con proyectiles de papel, interrumpían a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos: la vida era otra vez normal (segunda parte, capítulo VIII). Hablando del coronel, un cadete dice: Creo que lo único que le gusta son las actuaciones y los desfiles, miren a mis muchachos qué igualitos están, tachín, tachín, comienza el circo, y ahora mis perros amaestrados, mis pulgas, las elefantas equilibristas, tachín, tachín (primera parte, capítulo III). Esta vocación de tener muy presente al mundo animal como algo vecino de lo humano, no es por supuesto exclusiva de Vargas Llosa, es frecuente en la tradición ficcional, pero tiene más desarrollo y potencia en el mundo de la poesía. En el Perú, Manuel Velázquez Rojas y María Luisa Araníbar han explorado la «zoopoética» de César Vallejo. Y por poner solo un ejemplo de tal naturaleza, diremos que la figura del caballo ha sido tratada por numerosos vates: desde González Prada hasta Wáshington Delgado, pasando por Eguren, Chocano y el propio Vallejo. Lo común a estos poetas es que, en cierto sentido, los animales están humanizados; en uno de sus poemas más célebres, Vallejo habla con un caballo. Así mismo, en la novela de Vargas Llosa, mientras las comparaciones de los seres humanos con animales son frecuentes, los animales se han humanizado en alguna medida. La perra Malpapeada (que come mal sus papas, dicho en español peruano), se transforma en un personaje inolvidable. Todos los personajes de la ficción son, en cierto sentido, tragados por una disciplina férrea: tanto la más evidente, oficial, como aquella otra, subterránea y mucho más cruel, la de los propios cadetes. La novela pone en evidencia la contradicción del poder jerarquizado con la instrucción de los individuos. El biólogo Desmond Morris ha comparado la educación de cualquier colegio con una institución militar, pero ha advertido también las diferencias: mientras en una escuela se trabaja para disolver las jerarquías, de ahí la alegría de los maestros cuando los jóvenes egresan, la institución militar trabaja para mantener los rangos de un modo estricto, porque ese orden férreo es la garantía decontinuidad de la estructura castrense. En este mundo jerarquizado y animal, se mueven los diferentes personajes: el capitán Garrido personifica el sistema, el teniente Huarina es el burócrata, el teniente Gamboa, muy honrado, es incapaz de enfrentarse al sistema que oprime. Pero una novela, en manos de Vargas Llosa, es, sobre todo, acción y no solo descripción. Vargas Llosa tiene un común antecedente de admiración con los escritores de la nueva novela francesa aludidos supra: el gran aprecio por Flaubert que escribía cada línea de sus relatos con la misma dedicación con la que Baudelaire o Mallarmé pergeñaban sus poemas, pero eso no lo ha llevado, ni en sus primeros relatos, ni en su carrera prodigiosa de escritos de ficción, a hacer del lenguaje un protagonista, o a rendir culto exclusivo a la forma. En la novela, Cava, uno de los cadetes más serios, cumple la orden de su asociación, denominada Círculo, robando un examen de Química en la víspera en que ha de celebrarse. Descubierto el delito, todo el plantel queda acuartelado. El que más sufre es el Esclavo quien, como decimos en el Perú, tiene una enamorada en un barrio de la ciudad. Cava es descubierto como autor del robo, y todos sospechan del Esclavo. El Jaguar se vengará de él, disparándole un tiro en la cabeza. Los militares, responsables del colegio, temen el escándalo y declaran que la muerte del estudiante fue accidental para no perjudicar la reputación del establecimiento. Alberto, el poeta que escribe licenciosas novelitas de amor, acusa al Jaguar, pero luego cede ante los requerimientos de las autoridades y la posterior abstención del teniente Gamboa que siente en peligro su carrera. Toda esta épica sombría, todo este zoo infernal, es lo que ha encandilado a más lectores jóvenes a lo largo de décadas, lo que entusiasmó al director de cine Francisco Lombardi, que con guion impecable de José Watanabe, ha llevado al celuloide la ficción de Mario Vargas Llosa. La expresión: «¿Qué me mira, cadete?» dicha por el actor Gustavo Bueno que personifica a Gamboa en el film, es el justo eslabón entre ficción escrita y cine y es cabal ejemplo de que la interrelación entre las artes es un filón que puede trabajarse más entre los creadores contemporáneos. Carlos Fuentes ha señalado (Fuentes, 1969: 38) que La ciudad y los perros no es un bildungsroman en la tradición de Samuel Butler y Thomas Mann aunque sí posee la distinción de ser en cierto modo un bildungsroman colectivo. Sin duda, el texto de Mario Vargas Llosa admite ser inscrito en la hermosa tradición de los libros de adolescencia, aquella que reúne los nombres de James Joyce y El retrato del artista adolescente, Dylan Thomas y El retrato del artista cachorro, pero tiene un parentesco más cercano, si cabe, con Robert Musil, en su novela Las tribulaciones del estudiante Törless, y con José María Arguedas en Los ríos profundos. Este aire de familia de novelas de distintas tradiciones no hace sino resaltar la profunda originalidad de Mario Vargas Llosa que en el aspecto temático tiene sus fuentes primarias en la propia experiencia vital del autor y bastante menos en los libros que devoraba. Como él mismo ha dicho, para escribir su novela tuvo que ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, y de adolescente, ... haber leído muchos libros de aventuras, creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida, devorado las novelas de Malraux y admirado sin límites a los novelistas norteamericanos de la generación perdida, a todos, pero, más que a todos, a Faulkner. Con esas cosas está amasado el barro de mi primera novela, más algo de fantasía, ilusiones juveniles y disciplina flaubertiana (prólogo). Dejamos a un lado las magníficas novelas de Gombrowicz, difundidas tempranamente en el Perú, merced a ediciones hechas en Argentina, puesto que la más conocida de ellas, Ferdydurke, de 1937, es una especie de viaje a la semilla, de la adultez a la juventud y a la misma infancia. Los adolescentes de Vargas Llosa ven el Colegio Militar como una prisión de la que desean salir. La infancia y la adolescencia no son estados puros en los que aspiran a permanecer, ellos pasan, como Rimbaud, una temporada en el infierno y no quieren quedarse ahí para siempre. No se lee de la misma manera La ciudad y los perros en 1962 o en 2012, cincuenta años después, cuando la celebramos. Cualquier joven que tenga en sus manos el libro sabe de antemano que se trata de la obra de un autor consagrado que ha merecido el Premio Nobel, que en cierto sentido es un libro clásico, que la lectura que emprenda ha sido precedida por la lectura de miles y miles de aficionados. Intuye que ganará mucho con la experiencia a la que invitan las páginas. Cuando la novela apareció fue una novedad absoluta; nadie sabe cuándo va a aparecer una obra maestra, siempre es una sorpresa. El manuscrito fue de mano en mano, tuvo que sortear la censura franquista y cuando se publicó fue devorado con avidez por distintos estratos de lectores en todo el mundo hispano. Pero incluso en ese momento, se leyó de diferente modo en España, Argentina, México o en el Perú. Los aspectos simbólicos y políticos de la novela fueron percibidos sobre todo en los países diferentes al de sus compatriotas. En las primeras lecturas entre los peruanos, predominó el fantasma de la crónica. Las calles y los barrios mencionados en la novela nos eran conocidos y el Colegio Militar Leoncio Prado estaba en la imaginación de todos los pobladores de Lima, sobre todo en los sectores populares que aspiraban a que un vástago de sus familias pudiese estudiar en sus aulas. La visión en las familias pudientes y de clase media era diferente: ir a ese colegio militarizado no era precisamente un premio para un muchacho de esos grupos. El propio Mario Vargas Llosa, hablando de sí mismo, ha dicho, con palabras diferentes, que en su casa no le tocaban un pelo, mientras que en el colegio todo se resolvía con violencia. La tentación de leer la novela como espejo literal de la realidad fue, pues, muy grande. En ese marco se inscriben las campañas periodísticas contra el libro, agrandadas en la imaginación con el paso del tiempo, la mítica, y, por cierto, dudosa, quema de ejemplares del libro, atribuida a egresados del Colegio Militar, la discusión del texto comparándolo literalmente con la realidad. Las sutilezas de la verosimilitud que en textos teóricos Mario Vargas Llosa ha explicado con diáfana claridad, diferentes a la seca verdad, no eran advertidas por los lectores del Perú. Pero hubo excepciones, excelentes espíritus amantes de la literatura que advirtieron que un rayo había caído en la ficción del Perú. En principio, el círculo de quienes bien lo conocían, sus camaradas literarios, Luis Loayza, Abelardo Oquendo, José Miguel Oviedo, y, de modo especial, Sebastián Salazar Bondy, quien escribió (VV. AA., 1972: 749): ... una de las novelas más valiosas creadas durante los últimos años en América Latina [...]. Un cuadro viviente de nosotros mismos. El lenguaje de Vargas Llosa, sin embargo, no se deja engañar por la falacia del verismo. De rica fuerza metafórica, describe recurriendo al arsenal de la imaginación, narra superponiendo y encabalgando los planos, evoca y prevé sin trabas puristas pero también sin descuidar la eficacia literaria. Pero tal vez, el peruano que con más claridad recibió el texto fue Alberto Escobar quien advirtió que la novela crea realidad, que es un modo de conocer, que siendo imaginario, en cierto modo, transforma, en una suerte de viaje, de análisis, de camino, el espacio y el tiempo de la vida del hombre, personaje o lector. Es un camino imaginario hacia lo real, a través de la experiencia imaginada de una creatura imaginaria, pero que se confunde con la realidad. Escribe literalmente: Así pues, la novela apunta a lo real por lo imaginario, mientras la lírica a lo imaginario por lo real. La lírica es éxtasis, maravilla;la novela conocimiento constructivo, percepción totalizadora. [...] Creo que si el lector de esta nota ha seguido mi razonamiento, convendrá en el poco valor que concedo a esclarecer si la materia que usa el novelista es verídica o inventada; digamos, a fin de llegar a un acuerdo, que lo sensato será presumir que es posible que ella sea de una u otra índole, o que el autor haya tomado pie en situaciones y caracteres conocidos, para luego conferirles la virtualidad de un desarrollo imaginario. Es decir, que el autor nos ha enfrentado a una serie de personajes y normas que se han ensamblado en la obra al servicio de una finalidad interna: su destino imaginario; y más adelante, concluida la lectura del libro, después de haber asistido al desarrollo de ese destino, inferimos una verdad externa, que no atañe al colegio Leoncio Prado en particular, o que le atañe en la proporción que a cualquier sociedad cerrada, presuntamente distinta de la comunidad que la genera y la surte. Entiéndase que el escenario construido por el novelista responde a una estructura bipolar; que esa oposición es esencial y complementaria, puesto que la ciudad, la calle, de un lado; y los perros del otro, se autodefinen al ser cotejados, pues, en verdad, ambos constituyen los cimientos de la estructura de la novela (Escobar, 1964: 120-121). La oposición entre el recinto cerrado que es el colegio, con la ciudad abierta, es condición inherente a la novela. Solo que de lo cerrado sale una luz nocturna que se difumina por la ciudad que permanece entre las brumas. Es el microcosmos el que aparece definido con todo detalle, mientras que aquello que aparece concebido como mejor, la ciudad con sus encantos, es, sobre todo, una fuente de contraste. En el plano profundamente simbólico, más allá de las influencias directas que han sido señaladas con toda precisión: Malraux, Sartre, Faulkner, Camus, hay un asombroso isocronismo con autores que no han sido citados en relación con la novela, en todos los casos provenientes de lo que genéricamente llamamos poesía. El primero es Homero, por su capacidad de encandilamiento, de contar historias. No es azar seguramente que la única muestra de escritura poética que nos ha ofrecido hasta hoy Mario Vargas Llosa, sea un poema dedicado a Odiseo. Desconocemos, por supuesto, la manera como aquel griego, bardo ciego, organizó sus obras, puesto que la división en veinticuatro cantos, es una tarea muy posterior. Pero queda el arte narrativo, la fuerza épica de contar. Pero del que sí sabemos mucho, en los detalles de manera de construir sus textos es de Dante Alighieri que escoge un ritmo terciario, tres espacios, Infierno, Purgatorio y Paraíso, versos distribuidos en estrofas que son tercetos, y un pulular de gente que deambula en el mundo de las sombras. Vargas Llosa elige un ritmo binario, ciudad, y el mundo de los perros. Ese hormiguear de personajes que van entrecruzando sus destinos en la novela tiene esa raíz épica que viene de Dante y que tiene clara manifestación en los más señalados novelistas del XIX: Balzac, Tolstói, Dostoievski. La búsqueda incansable de una perfección narrativa en La ciudad y los perros tiene una raíz flaubertiana, pero la densidad de la masa narrativa, la proliferación de personajes, ese bullir incansable de tantos individuos, tiene su antecedente más remoto en Dante. Hablando de Tolstói y Dostoievski, George Steiner ha señalado como una de las virtudes de la novela de esos autores, la aparición de un gran número de personajes que permite que los encuentros entre ellos no parezcan forzados. Vargas Llosa, como Dante en su Divina Comedia, destaca más en la descripción y la acción de los personajes que están en los infiernos que en la de aquellos que habitan el paraíso deseado. Dante, recuérdese, cuando llega, guiado por Beatriz, ante la presencia de Dios, permanece azorado, anonadado por la potencia y brillo de lo divino. La ciudad, en la novela de Vargas Llosa, ese bien añorado, no es descrita con tanta precisión como el infierno de la vida en el Colegio Militar. Un símil interesante es comparar la manera de narrar de Vargas Llosa con una poderosa linterna que va iluminando cada uno de los escondrijos de las cuadras donde habitan los cadetes, los perros y los que mandan a los perros, cadetes también u oficiales. El verbo de Vargas Llosa, como la pluma de Dante, penetra, con distintos grados de intensidad en la entraña de los personajes, a voluntad, puede decirse, según las conveniencias estructurales de la novela. El infierno de Dante, estructurado en círculos, tiene en su último lugar a Lucifer, con tres cabezas, una caricatura del mismo Dios. En los círculos infernales del colegio Leoncio Prado, el director mismo es una caricatura del líder. Esta vecindad con la poesía tiene que ver también con el hecho de que el libro fue escrito con «las mandíbulas apretadas» (Rodríguez Monegal, 1966b: 66) con un tema que tocaba de cerca al autor pues tenía bastante cercanas las vivencias adquiridas en la adolescencia, en una época personal muy sensible. Es un río interno de experiencias, con un rigor que asocia la escritura, la matemática misma y la poesía. La técnica predominante es la del contraste y paralelo, el mismo nombre de la ficción así lo anuncia. La ciudad y el colegio están en contradicción permanente: el mundo de los civiles, allá lejos, el mundo de los militares en lo cercano, lo abierto y lo cerrado, en contraste y complemento. Dentro del colegio, ese infierno, los oficiales y los alumnos, en oposición y complementándose, con sus reglamentos, solo que las leyes de los que mandan son más débiles y admiten violaciones y descuidos, mientras que la codificación de los cadetes es severa, implacable. Este procedimiento, que tiene su origen profundo en los ritmos de la propia vida, luz, sombra, día, noche, calor, frío, tiene su correlato fónico en los acentos de la poesía tradicional, cuya expresión primera en la modernidad es la poesía de Dante. De la misma manera como se han hecho esquemas rigurosos del infierno de Dante, se han construido diagramas muy precisos de la organización estructural de La ciudad y los perros. Admirador expreso de la poesía surrealista, Vargas Llosa escribe su primera novela en las fronteras mismas de la poesía, con una prosa de rara intensidad, que evoca en muchos momentos a las mejores páginas de Valle-Inclán. El otro poeta cuya escritura está como sustrato muy profundo en La ciudad y los perros es Baudelaire. Llama la atención que no haya sido mencionado, pero las coincidencias son sorprendentes, tanto, que no parecen casuales. El joven Vargas Llosa, podemos colegirlo, no leyó solamente a Rimbaud, sino que conocía bien la poesía de Baudelaire. El vate francés actúa también dentro de los ritmos binarios: el contraste entre lo permitido y lo no permitido, entre la luz y las sombras. Lo que a él le interesa es la trasgresión y, de otro lado, tiene una fuerte atracción por el ideal. Pero se detiene en esa línea imaginaria, es más hábil, y conoce mejor que el propio paraíso, el mundo de la prohibición: mujeres uranistas, traperos beodos, asesinos consumados. Aspiración a lo divino y descripción de la vida en los infiernos. Con meridiana precisión dijo que buscaba lo desconocido, cielo o infierno, qué importa, al fondo de lo desconocido, para buscar lo nuevo. Lo nuevo, en la literatura escrita en español en 1962, fue La ciudad y los perros. El libro fue una ascesis, un verdadero descenso a los infiernos para encontrar la libertad. El milagro de la palabra bien escrita es que, aunque está hecha de tiempo, sigue siendo de una prístina belleza para los jóvenes de hoy. Vargas Llosa, que creía, en el momento de escribir su primera novela, en los postulados de la teoría comprometida de Sartre, no cumplió, obviamente, con esos dictámenes cuando la escribió. Ronda en nuestra cabeza la imagen de Balzac, creyente ferviente en la monarquía y republicano absolutoen su escritura. La literatura al servicio expreso de cualquier causa resulta ancilar, como se prueba todos los días en muchos rincones del mundo. Siendo fiel a sí mismo, a sus convicciones estéticas más profundas, Vargas Llosa pudo expresar mejor ese mundo de disciplina y horror que lo había impactado en su adolescencia, pudo entregarlo a la posteridad, transfigurado por el fuego de la creación. Es cierto que, como dice Carlos Germán Belli, citado por Vargas Llosa en su novela, «... en cada linaje / el deterioro ejerce su dominio» (epílogo), pero cristalizados en nuestra memoria quedan, en un presente eterno, los oficiales Gamboa, Garrido, Huarina, los cadetes, Arana, Fernández, Cava, la imagen del colegio Leoncio Prado, iluminado por la luz de la luna, como un Taj Mahal del reino de las sombras. Vargas Llosa, en esa primera juventud, de un modo verdaderamente asombroso, ha sabido entregarnos una novela inolvidable. Las múltiples perspectivas de la narración, la dosificación del suspenso, la alternancia narrativa, conducen al derrumbe de los ideales en el epílogo de la novela que funciona como un anticlímax de gran eficacia narrativa. Desde el punto de vista lingüístico, Mario Vargas Llosa, ahora que su verbo ha alcanzado una dimensión universal, entrega permanentemente al mundo la modalidad peruana de manejar el español, palpable en esta primera novela, más que en ninguna otra salida de su pluma, y permite que sea conocida en todos los lugares donde se habla nuestro idioma común. JOSÉ MIGUEL OVIEDO LA PRIMERA NOVELA DE VARGAS LLOSA Cuando en 1963 apareció en Barcelona La ciudad y los perros, con la que Mario Vargas Llosa había ganado el Premio Biblioteca Breve de novela, era un autor prácticamente desconocido y del que, aun en su país, no muchos tenían noticia. Antes de esa novela, solo había publicado el libro de cuentos Los jefes (Vargas Llosa, 1959), que obtuvo el Premio Leopoldo Alas. La edición, aparte de modesta, era de corta tirada, lo que explica su limitada difusión en España; y en el Perú solo llegó a escasas manos de amigos, pues no se distribuyó allí comercialmente. El autor había publicado algunos de estos primeros textos en las páginas del suplemento «El Dominical» de El Comercio, donde él también había colaborado con artículos que eran una especie de fichas biobibliográficas, muy puntuales, con apuntes críticos sobre narradores peruanos activos por esos años. Si se tiene en cuenta que buena parte de aquellos relatos datan de su adolescencia, los méritos narrativos que muestran no son escasos y pueden considerarse valiosos testimonios de un escritor en su etapa formativa. Pero esta es la prehistoria del escritor: lo que sigue señala un avance muy notable y un ahondamiento en la configuración de su mundo narrativo. La ciudad y los perros lo convertiría en una de las figuras clave y más reconocibles de esa época, que marca uno de los momentos fundamentales de la novela hispanoamericana. En las líneas que siguen trataré de explicar por qué. En la edición original de la novela aparecía un «juicio» del crítico español José María Valverde en el que hizo una observación que hoy tiene tanta validez como entonces: afirmó que Vargas Llosa era un escritor ... capaz de incorporar todas las experiencias de la novela «de vanguardia» a un sentido «clásico» del relato: «clásico», en los dos puntos básicos del arte de novelar: Que hay que contar una experiencia profunda que nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, [...] con habilidad para arrastrar encandilado al lector hasta el desenlace... (p. XX) El texto de Valverde apareció en un cuadernillo encartado al comienzo del volumen e impreso en páginas color anaranjado, que desapareció en subsecuentes ediciones[1]. Aparte del «juicio» de Valverde, el cuadernillo incluía una foto del patio del Colegio Militar Leoncio Prado con la estatua del héroe, datos informativos sobre la obra y un plano para orientar al lector sobre los lugares en los que ocurre la acción. Detrás de esa correcta caracterización sobre el novelista había una estrategia editorial impuesta por las circunstancias: corrían los años en los que la censura franquista aún intimidaba y hostigaba a los editores que trataban de romper su cerco ideológico. El sistema había empobrecido la vida literaria e intelectual del país en un grado difícilmente imaginable para las personas que hoy tienen treinta y cinco años o menos. La novela de Vargas Llosa era un material peligroso, casi subversivo: no solo contenía una feroz crítica al militarismo, sino que encerraba escenas de violencia sexual y muchas crudezas verbales que resultaban inaceptables para los celosos defensores del orden y las buenas costumbres. Publicarla era un acto de desafío, por lo cual los editores necesitaban «ablandar» a los censores, apoyándose en la autoridad de un crítico reconocido, para convencerlos de la importancia intrínseca de la novela, sobre todo porque se trataba de un escritor casi novel. La táctica (tal vez ideada por Carlos Barral, uno de los primeros en leer el original, quien quedó entusiasmado con él) tuvo éxito: la censura, después del habitual forcejeo, suprimió solo unas cuatro o cinco palabrotas y blasfemias del original, pero dejó pasar el resto. Al ser presentada al Premio Biblioteca Breve, la novela tenía como título La morada del héroe, una alusión a Leoncio Prado, jefe militar fusilado por las tropas chilenas durante la Guerra del Pacífico de 1879 y cuyo nombre designaba al colegio donde se desarrollaba buena parte del relato. En algún momento de su redacción, el original se había llamado Los impostores, que provenía del epígrafe sartriano que lleva la novela, pero que el autor abandonó luego porque podía hacer pensar en una narración de corte puramente policial o de misterio. El título definitivo no lo puso el propio autor y explicar eso quizá justifique aquí contar, por primera vez, una pequeña historia personal. Me parece recordar que, estando Vargas Llosa en Lima cuando el jurado se encontraba deliberando y a punto de fallar el premio, el escritor me confió que, en verdad, ninguno de estos títulos lo convencía del todo y que consideraba que el más adecuado a la atmósfera de la novela era Los jefes, pero que naturalmente no podía usarlo porque habría sido repetir el de su libro de cuentos. La morada del héroe tenía al menos una alusión interesante: una al colegio como el santuario donde se veneraba la memoria de Leoncio Prado, de quien se dice dio él mismo la orden al pelotón de fusilamiento para que le disparasen al tercer toque de la cucharilla en su taza de café; difícil concebir mayor acto de desafío viril, que es un motivo importante en la novela. Pero Vargas Llosa no estaba completamente satisfecho con ninguno de esos títulos, que le parecían simples aproximaciones. En un encuentro casual conversamos de todo esto y le sugerí que me dejase unos días para pensar en algunas alternativas. Cuando volvimos a vernos (tal vez en la redacción del diario El Comercio), yo tenía anotados tres títulos, de los cuales hoy solo recuerdo dos: uno era La ciudad y la niebla, que aludía al cielo casi permanentemente encapotado de Lima; el otro era La ciudad y los perros. Creo que Vargas Llosa exclamó: «¡Ese es!», y así el libro quedó definitivamente bautizado. En la novela hay un torbellino de acción, con ámbitos perfectamente delimitados con una extrema precisión porque para Vargas Llosa no hay acción verosímil sin el establecimiento de espacios físicos concretos. Este rasgo define el modo como el autor construirá prácticamente todas sus narraciones. Por un lado, le es casi imposible concebir una historia que no ocurra en un lugar determinado —casi siempre del Perú— y generalmente reconocible de inmediato para el lector como parte de la realidad objetiva del mundo que precede al acto de imaginarla; por otro, Vargas Llosa trata de intensificarla cualidad dramática del relato presentando casi siempre varias historias simultáneas que se entrecruzan, complementan y disocian. El patrón mínimo que distingue a los relatos del autor es el binario, es decir, dos historias enfrentadas en un juego de oposiciones y complementaciones, pero la gran mayoría de sus novelas desborda ese esquema y lo expande más allá. La experiencia fundamental que recoge La ciudad y los perros tiene que ver, como es bien sabido, con los años que pasó como estudiante en el Leoncio Prado y, por lo tanto, con el mundo castrense. Después de haber hecho primeros estudios en Cochabamba, Bolivia, Vargas Llosa pasó al colegio religioso La Salle, donde inició su educación secundaria. Como lo ha contado muchas veces pero de modo más detallado en las primeras páginas de El pez en el agua («Ese señor que era mi papá», en Vargas Llosa, 1993b: 9-31), la aparición tardía de su padre, que él creía muerto y que solo se había separado de su madre por largos años, fue un episodio traumático que dejó una profunda huella en él: de ser un niño criado por sus bondadosos abuelos y de vivir rodeado en un mundo dominado por presencias femeninas, Vargas Llosa pasó a vivir al lado de un padre autoritario, que pensó que esos lazos afectivos habían producido un ser débil y poco preparado para la vida que debería enfrentar como adulto. Así decidió que el mejor modo de «convertirlo en hombre» era sacarlo de La Salle para inscribirlo en el Leoncio Prado, colegio laico regentado por autoridades militares y que funcionaba bajo un sistema de pensionado. Se suponía que debía pasar allí los tres últimos años de su educación secundaria, pero solo soportó dos, pues terminó sus estudios en el colegio San Miguel de Piura. La Salle era un colegio esencialmente de clase media, mientras el Colegio Militar recogía un alumnado de carácter aluvional, pues recibía jóvenes de todos los niveles sociales y regiones del país, que con frecuencia llegaban allí por razones parecidas a las que tuvo el padre de Vargas Llosa, es decir, para corregirlos y endurecerlos. En otras palabras, el colegio era una introducción al mundo militar como el mejor sistema educativo para jóvenes desorientados, conflictivos o inseguros. Así, el autor accedió a una de las realidades que serían decisivas para la formación de su mundo ficticio: el de las jerarquías militares. Desde el comienzo, pues, Vargas Llosa aparece como un narrador que trata de ser fiel tanto a pasajes de su propia vida como a la realidad social que lo circunda y que no teme usar nombres propios para fustigar a personas, instituciones y hábitos sociales del medio al que pertenece. Estimulado por las ideas de Jean-Paul Sartre, que fue uno de los influjos más decisivos en sus comienzos de escritor, quería dar testimonio del mundo concreto peruano y se comportó como un escritor cabalmente realista. Esto significaba que, al escribir ficciones, no quería que los lectores olvidasen que lo que él imaginaba se apoyaba en firmes bases reales, que podían llegar a lo minucioso, usando nombres de calles, lugares y barrios en los que se afincaban sus historias. Como casi todas sus novelas, esta presenta realidades concretas del país (un colegio específico llamado Leoncio Prado, un determinado sistema educativo del Ejército peruano, una actitud mental común a las familias humildes y pequeño burguesas, un fraccionamiento social que se percibe hasta en la rivalidad de los barrios: Miraflores, Lince, Callao), a tal punto que hubo quienes hicieron la consabida lectura superficial de la novela y creyeron que su finalidad era un mero ataque al Leoncio Prado como sujeto principal de la historia. La obra contiene una inevitable denuncia, no solo de los métodos del colegio, sino de las razones que explican esos métodos, pero no al nivel didáctico de quien levanta actas de acusación para que las cosas se corrijan y mejoren. La obra trabaja con datos reales, pero no elabora copias directas; enjuicia, pero se incluye (y quizá se condena) en el juicio; incorpora trozos vivos del mundo objetivo, pero los transpone artísticamente. La ciudad y los perros es una feliz solución al problema de representación de la realidad que la misma historia planteaba. ¿Cómo dar a su ficción toda la sólida apariencia de lo real? ¿Cómo meter al lector en la marea de los hechos? Esta fue la cuestión básica que debió resolver Vargas Llosa. Descubrió (evidentemente, a través de Los jefes) que la experiencia vital por contar era solo una materia en estado crudo que debía pasar por los filtros de la imaginación, que era necesario darle una forma. El autor debe imponer sus leyes a esa forma, pero cuidándose de no interferir en su historia, de darle al lector todas las ventajas para que entre en el juego de la ficción. El orden de una estructura y la inmediatez de la perspectiva narrativa se advierten en cada una de las partes de esta novela. El argumento de La ciudad y los perros es nítido y ha sido resumido muchas veces por la crítica. Se apoya en un esquema que sigue básicamente el modelo de la novela policial: hay un grave acto delictuoso que viola las normas del colegio (el robo de las preguntas de un examen que deben rendir los alumnos); hay un castigo impuesto por las autoridades (se suprimen las salidas de fin de semana); hay una delación (la del Esclavo, que no puede dejar de ver a su enamorada Tere); hay una muerte violenta del soplón (en unas maniobras militares el Esclavo recibe un tiro fatal); hay una acusación (la de Alberto, que se niega a aceptar que se trató de un simple accidente y sostiene que, en realidad, el Jaguar mató al Esclavo por venganza); hay un desenlace anticlimático (las autoridades desechan la acusación para evitar el escándalo y todo parece volver a la normalidad dentro y fuera de la institución como si nada hubiese pasado). Pero la historia va más allá de los lineamientos de ese esquema porque hace un vasto examen crítico de la concreta realidad peruana, que incluye al colegio, la jerarquía militar, la desigualdad de las clases sociales y económicas, las divisiones raciales, los prejuicios sexuales, etc. Lo más singular de este examen es que borra casi por completo la distinción entre inocentes y culpables: su clima general es el de la ambigüedad moral de los actos humanos. La novela teje esa historia en un continuo movimiento pendular que lleva la acción del Colegio a la Ciudad, de adelante hacia atrás, como lleva a los personajes de una persistente desorientación vital a la explosión de una violencia gratuita, que, al no ofrecerles una verdadera salida, confirma su frustración, su soledad existencial y su angustia. Las leyes que gobiernan La ciudad y los perros son la dualidad y el contraste, como el mismo título así lo sugiere. Sometido a ese vaivén, el lector descubre los abismos que se abren entre el deseo y la conducta humana, entre la autenticidad y la impostura, límites que el autor se resiste a demarcar: él ha vivido visceralmente los hechos que narra, y desde esa conmoción moral escribe. De los dos centros de la novela —el Colegio y la Ciudad, que funcionan como un microcosmos y un macrocosmos respectivamente— el primero es el núcleo generador de la acción: se regula con un tempo actual, tenso y veloz. El relato nos coloca de inmediato in medias res; este recurso, que ya exploró en Los jefes, aparece aquí para crear una escena que tiene la fuerza compulsiva de un hecho consumado: —Cuatro —dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio. —Cuatro —repitió el Jaguar—. ¿Quién? —Yo —murmuró Cava—. Dije cuatro. —Apúrate —replicó el Jaguar—. Ya sabes, el segundo de la izquierda (primera parte,capítulo I). Mucho, quizá todo, se resume en esas líneas de arranque: el destino de Cava —la suerte ha decidido que sea el ejecutor del robo— y del Jaguar —su autor intelectual, el presunto verdugo que castigará el fracaso— que, a su vez, implican y determinan los del Esclavo —la víctima propiciatoria— y Alberto —el ambiguo testigo que quiere convertirse en juez—; y como esto, además, se sella inapelablemente con los dados, adquiere el matiz de fatalidad que distingue a toda tragedia. El Leoncio Prado funciona como un universo concentrador, como un mundo de límites perfectamente establecidos. El Colegio nos da acceso a la vida de un grupo de internos (adolescentes que cursan su último año de secundaria) sometidos a una educación militarizada, que aspira a «hacerlos hombres» a través de una declarada imitación de las virtudes castrenses, en el fondo muy afincada en el culto latinoamericano del machismo, y de la implantación de una disciplina absolutamente vertical, monolítica. Esto crea un sistema de vida, una jerarquización cada vez más abstracta, dentro de la cual cada alumno es meramente un número y ese número, uno entre muchísimos. El rigor de esos moldes puede llegar a extremos irrisorios: cuando Alberto quiere confiarse al teniente Huarina y hacerle una «consulta moral», este le exige reglamentariamente: «Nombre y sección» (primera parte, capítulo I), antes de darle su consejo: «¡Consultas morales! Es usted un tarado. [...] Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno» (primera parte, capítulo I). Bajo el sistema educativo del Colegio, todo tiende a perder su rostro, toda excepción o individualidad se esfuma, y los cadetes se convierten en simples objetos de órdenes, permisos y castigos. La sustancia de la vida estudiantil —y aun de la vida a secas— ha sido absorbida por el sistema y la disciplina se ha transformado en un fin en sí mismo. Ya no forma: deforma. Aquí se produce el primer signo de desajuste entre la realidad y su proyecto: el mundo del Leoncio Prado se erige exactamente como su propia contraimagen (es lo contrario de lo que debe ser), tan consistente que parece imposible desenmascararla: es su segunda naturaleza. Esos signos de impostura forman una extensa cadena a través del libro. Porque el mundo de las prohibiciones oficiales engendra otro, paralelo, de violaciones: los muchachos quieren demostrar, por el ejercicio de la violencia, que pueden ser peores que todo lo que prevén los reglamentos. El terror de los castigos que ronda siempre en el Colegio debería paralizarlos, pero en realidad los excita. A Cava, por ejemplo, el natural miedo que siente al robar los exámenes se le mezcla con el secreto placer de hacer lo estrictamente prohibido: «Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez insólita» (primera parte, capítulo I). La ley es desobedecida por otra ley, terrible y salvaje, que ellos mismos se inventan para probar su hombría, para dejar constancia de que la mano omnímoda del Colegio no les ha impuesto su horma. La violencia se practica, por eso, casi con la pureza de un rito sagrado: todos le rinden tributo. El Esclavo piensa con resignación: «... después del Jaguar, Cava era el peor; le quitaba los cigarrillos, el dinero, una vez había orinado sobre él mientras dormía. En cierto modo, tenía derecho; todos en el colegio respetaban la venganza» (primera parte, capítulo VI). Como la presión del sistema sobre ellos es enorme, no pueden permitirse un solo instante de respiro en su culto a la brutalidad pura: la ejercen —se podría decir— como una gimnasia de los instintos. Para ello existe el Círculo, organismo especializado que se encarga de implantar el terror de manera silenciosa, imparcial y anónima. El Círculo corrompe todo y recorre íntegra la escala de atrocidades con la complicidad de sus súbditos: el lenguaje ferozmente rebajado a insultos, procacidades y blasfemias; las penitencias y revanchas que impone el más fuerte sobre el más débil; los delitos y violaciones sistemáticos a la disciplina del Colegio (las «contras» o fugas por escalamiento son las más prestigiosas); las humillaciones varias que se infligen mutuamente y la actitud de engaño, malicia y fraude permanentes que mantienen frente a sus profesores; los crueles ritos de iniciación que sellan los predios de la supremacía de unos sobre otros; el odio racial y social de «costeños» contra «serranos», de «blancos» contra «negros», de la clase media contra la clase popular, de los hijos de papá contra los desheredados; la inagotable y frenética fantasía sexual, que incluye competencias masturbatorias (episodio de La Perlita), actos de bestialismo (episodio de la gallina), el clásico descubrimiento del burdel, la pornografía y el exhibicionismo. Cada experiencia en las zonas del desprecio y la ruindad los convence de que los caminos hacia lo nefando son casi infinitos y que deben seguir explorándolos, siempre en un escalón más bajo. Literalmente, el mundo de los cadetes quiere ser la negación total del mundo impuesto por los profesores y de sus verdades precarias; como suele ocurrir con los que odian, parecería que ese impulso solo se saciaría si pudiesen suplantar a la misma institución que los pervierte, ser ellos (otra vez) los jefes. Ellos no lo saben, pero, en el fondo, lo que están haciendo es replicar, a su manera, al Leoncio Prado. Así, se produce un nuevo signo de desajuste porque el modelo que se quiere destruir es el modelo que se está construyendo; la violencia, en un último acceso de furia, parece morderse la cola. Los cadetes también quieren, por su cuenta, «hacerse hombres» y fracasan: el machismo les atribuye una personalidad que no tienen porque estos duros, estos «perros», estos «jefes», son una fauna postiza, que no cree incluso en su propio juego. La novela mira hacia atrás, hacia sus vidas privadas fuera o antes del Colegio, para ilustrarnos mejor sobre esa impostura: el Jaguar es un maleante de poca monta que vagabundea por los bares del Callao, pero su más preciado tesoro es el tímido romance que sostuvo con Teresa; Alberto se enamora de la misma Teresa, pero sus sentimientos de culpa tras la muerte del Esclavo tanto como sus prejuicios de clase (ella es pobre, vive en Lince) le impiden aceptarla y prefiere a Marcela, quizá porque es miraflorina, como él. Ellos y los demás esconden los traumas de la niñez, un alma sensible que, hipócritamente, no quisiera llegar hasta las últimas consecuencias, como lo revela el desconcierto y la angustia que les produce la muerte real del Esclavo: Cuando, un segundo después de haber abierto la puerta de la cuadra con los puños, Urioste dio la noticia (un solo grito ahogado: «¡El Esclavo ha muerto!») y vieron su rostro congestionado por la carrera, una nariz y una boca que temblaban, unas mejillas y una frente empapadas de sudor y, tras él, sobre su hombro, alcanzaron a ver el rostro del Poeta, lívido y con las pupilas dilatadas, hubo incluso algunas bromas. [...] Pero no eran las risas salvajemente sarcásticas de costumbre —aullidos verticales que ascendían, se congelaban y, durante unos segundos, vivían por su cuenta, emancipados de los cuerpos que los expelían—, sino unas risas muy cortas e impersonales, sin matices, defensivas. [...] Los cadetes permanecían en sus literas o ante los roperos, miraban las paredes malogradas por la humedad, las losetas sangrientas, el cielo sin estrellas que descubrían las ventanas, los batientes del baño que oscilaban. No decían nada, apenas se miraban entre ellos. Luego, continuaron ordenando los roperos, tendiendo las camas, encendieron cigarrillos, hojearon las copias, zurcieron los uniformes de campaña. Lentamente, se reanudaron los diálogos, aunque tampoco eran los mismos: había desaparecido el humor, laferocidad y hasta las alusiones escabrosas, las malas palabras (segunda parte, capítulo II). La violencia, pues, parece no haberlos «hecho hombres» ni se consuma como una rebelión total: es inútil, es falsa; nunca llegan a dar el último paso. Por eso, al salir del Colegio se restituyen a la sociedad fácilmente: al delincuente Jaguar le espera un puesto de banco, a Alberto una confortable vida burguesa: «... trabajaré con mi papá, tendré un carro convertible, una gran casa con piscina. Me casaré con Marcela y seré un donjuán. Iré todos los sábados a bailar al Grill Bolívar y viajaré mucho. Dentro de algunos años ni me acordaré que estuve en el Leoncio Prado» (epílogo). Para ser, definitivamente, deben olvidarse de lo que alguna vez fueron, destruirse un poco. El Colegio no aparece como una entidad aislada de las convulsiones que agitan al cuerpo social: es solo su símbolo o su metáfora. El mal se declara dentro de los muros del Leoncio Prado, pero sus raíces provienen de afuera, desde la Ciudad. La impostura comienza en el seno de las familias de muchos de estos adolescentes: ellas también están atrapadas en la red de sus propias contradicciones. Hacen el papel de justos y amorosos aunque carezcan de esas virtudes; pretenden que el Leoncio Prado vaya a hacer por sus hijos lo que ellos no pudieron hacer. Las familias de Alberto y el Esclavo, por ejemplo, están deshechas y solo se mantienen por la obediencia reverencial a las normas que impone la sociedad; peor la del Jaguar, que ya no existe como tal y que es reemplazada nominalmente por un padrino. Aunque estos conflictos domésticos son prosaicos, sus consecuencias son decisivas para los muchachos. El padre de Alberto es un donjuán frívolo y borrachín, para quien el hijo es, evidentemente, un estorbo: se erige como un testigo de sus francachelas; la madre es ahora una señora sentimental, sufrida y beata, después de haber sido más bien una burguesa pretenciosa y soñadora: «Antes, ella lo enviaba a la calle con cualquier pretexto, para disfrutar a sus anchas con las amigas innumerables que venían a jugar canasta todas las tardes. Ahora, en cambio, se aferraba a él, exigía que Alberto le dedicara todo su tiempo libre y la escuchara lamentarse horas enteras de su destino trágico. Constantemente caía en trance: invocaba a Dios y rezaba en voz alta» (primera parte, capítulo IV). Los padres subsanan sus problemas y los de Alberto, con un nuevo desacuerdo entre lo que se persigue y lo que se hace: lo sacan de La Salle («un colegio para niños decentes», primera parte, capítulo I) y lo internan en el Leoncio Prado («un colegio de cholos», segunda parte, capítulo I); las razones del padre son tan penosas como reveladoras: «... es la única manera de que te compongas [...]. Con los curas puedes jugar, pero no con los militares. Además, en mi familia todos hemos sido siempre muy demócratas. Y, por último, el que es gente es gente en todas partes» (segunda parte, capítulo I). Los motivos que llevan al Jaguar al mismo colegio son todavía más penosos: el muchacho quiere librarse de la mujer del padrino (a quien ha hecho su amante) y este quiere eliminarlo como rival y quizá como carga económica: «Hemos decidido hacer de ti un hombre de provecho» (segunda parte, capítulo VII), es la cínica declaración que el propio Jaguar admite como un mal menor, o como una esperanza en medio de su vida crapulosa. El caso del Esclavo tiene agravantes: su madre se ha vuelto a reunir con su marido, quien es un ser totalmente extraño para el hijo; el marido cree que el muchacho ha sido criado por la madre con demasiada tolerancia: «Parece una mujer» (primera parte, capítulo III), llega a decirle. Pero no es el único en el hogar que ve al Leoncio Prado como una solución educativa: también el débil Esclavo está alienado por la ilusión de «hacerse hombre» y de acabar con la invasora falsedad de su familia: «—¿Interno a un colegio de militares? —sus pupilas ardían—. Sería formidable, mamá, me gustaría mucho. [...] Es lo que más me conviene. Siempre te he dicho que quería ir interno. Mi papá tiene razón» (segunda parte, capítulo I). A esta galería de desadaptados de la Ciudad, podría agregarse la misma Teresa, el principal personaje femenino de la novela, cuya humilde familia se ha deshecho tras la muerte del padre ebrio, y cuyo único apoyo es una tía agria, que quiere librarse cuanto antes de su presencia. En cierto sentido, el Colegio remedia una carencia que los adolescentes padecen: es la caricatura del hogar que, en mayor o menor medida, les falta, y no es de extrañar que el clima de terror impuesto por el Jaguar sea más familiar y tolerable que el de sus propias casas. Los jóvenes cadetes no se reconocen en las relaciones sociales difusas del macrocosmos Ciudad: al contrario, saben que no pertenecen a él, pese a las seducciones y remilgos con que los tratan. En cambio sienten que son parte del microcosmos Colegio y que la dureza del sistema es una de las formas de la «camaradería» viril mediante la cual el plantel los hace suyos, sus «hijos». El Colegio es un sucedáneo de la casa paterna y, por lo tanto, no les extraña mucho que resulte una «madrastra» muy severa pero, al fin, alguien que los acoge a sabiendas de todos sus defectos y perversidades: o ella los regenera (y aquí la palabra tiene un sentido casi literal) o ellos la destruyen. Cuando abandonen este segundo hogar, descubrirán que también la «madrastra» leonciopradina los mal-crio y que el mundo de afuera no era tan diferente al mundo de adentro. El contraste entre la Ciudad y el Colegio se resuelve, consecuentemente, en un desajuste que tiene las proporciones de un trágico malentendido; el fariseísmo de los padres cosecha frutos amargos. Alberto descubre o confirma las ventajas de la hipocresía y la apariencia burguesas; el Esclavo paga con su vida el sueño de la virilidad; el Jaguar se convierte (en la conciencia de todos) en un asesino y sella su mediocre destino social. Esto es lo que la cita de Carlos Germán Belli, en el epílogo, trata de subrayarnos: «... en cada linaje / el deterioro ejerce su dominio» (epílogo). Pero no solo las familias de los cadetes realizan su impostura: los oficiales del Leoncio Prado están acosados por las mismas contradicciones, trampas y mentiras que sus alumnos; tampoco ellos creen en sus códigos. Muy sutilmente, ese escamoteo de la realidad que practican con sus grandes palabras, reglamentos y declaraciones profesionales, se va filtrando en la novela y confundiéndose con la angustia de los jóvenes, amplificándose y refractándose en ella. Las autoridades militares del Leoncio Prado esconden grandes fracasos. El personaje clave para comprenderlos es Gamboa. Gamboa tiene plena conciencia de que en el servicio muchos se corrompen y corrompen el sistema, pero se siente indisolublemente ligado a él; sabe que llena su vida y le da sentido: Gamboa recordó la Escuela Militar. Pitaluga era su compañero de sección; no estudiaba mucho pero tenía excelente puntería. Una vez, durante las maniobras anuales, se lanzó al río con su caballo. El agua le llegaba a los hombros; el animal relinchaba con espanto y los cadetes lo exhortaban a volver, pero Pitaluga consiguió vencer la corriente y ganar la otra orilla, empapado y dichoso. El capitán de año lo felicitó delante de los cadetes y le dijo: «Es usted muy macho». Ahora Pitaluga se quejaba del servicio, de las campañas. Como los soldados y los cadetes, solo pensaba en la salida. Estos tenían al menos una excusa: estaban en el Ejército de paso; a unos los habían arrancado a la fuerza de sus pueblos para meterlos a filas; a los otros, sus familiares los enviaban al colegio para librarse de ellos. Pero Pitaluga había elegido su carrera. Y no era el único: Huarina inventaba enfermedades de su mujer cada dos semanas para salir a la calle, Martínez bebía a escondidas durante el servicio y todos sabían que su termo de café estaba lleno de pisco. ¿Porqué no pedían su baja? Pitaluga había engordado, jamás estudiaba y volvía ebrio de la calle. «Se quedará muchos años de teniente», pensó Gamboa. Pero rectificó: «Salvo que tenga influencias». Él amaba la vida militar precisamente por lo que otros la odiaban: la disciplina, la jerarquía, las campañas (primera parte, capítulo VIII). Que él sea sacrificado en nombre de esos principios, da a este párrafo una helada ironía. Antes de la muerte del Esclavo, Gamboa no echa la culpa a la institución y ni siquiera a los mismos alumnos, como sí lo hace Pitaluga; para Gamboa, el problema son los padres que piden milagros y que no saben educar a sus hijos: «No vienen al colegio por su voluntad [...]. Eso es lo malo. [...] A la mitad los mandan sus padres para que no sean unos bandoleros [...]. Y, a la otra mitad, para que no sean maricas» (primera parte, capítulo VIII). Pero cuando se produce el hecho sangriento y fracasan sus afanes por realizar una investigación a fondo que salve el honor de la institución, Gamboa empieza a dudar: Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir. [...] Desde ese momento, el abatimiento que lo perseguía se agravó. Esta vez, estaba resuelto a no ocuparse más de esa historia, a no tomar iniciativa alguna. «Lo que me haría bien esta noche», pensó, «es una buena borrachera» (segunda parte, capítulo VIII). Esa sensación de fracaso que sobrellevan como instructores del Colegio, se extiende también a la situación de la vida castrense en el Perú. Al margen del Leoncio Prado, estos hombres parecen muy escépticos sobre el significado real de la carrera de las armas. Gamboa insiste en creer que los militares están hechos para ganar las guerras y defender al país, pero el capitán lo saca temprano de su ilusión: «No creo que el Perú tenga nunca una verdadera guerra. [...] Los civiles terminan resolviendo todo. En el Perú, uno es militar por las puras huevas del diablo» (primera parte, capítulo VIII). ¿Cómo imponer, pues, a los cadetes una fe de la cual ellos no están seguros o de la que sencillamente carecen? El expediente más cómodo es endurecer la disciplina hasta límites espartanos, reprimir siempre más a los cadetes, hacer que los reglamentos hablen por sí mismos, presentar la vida militar como una roca inconmovible. Pero el método es contraproducente: a mayor severidad, los cadetes responden con más brutalidad, con más barbarie. El teniente Pitaluga compara así los resultados del Colegio con los que él obtiene en el cuartel: «Un año de cuartel y del indio solo les quedan las cerdas. Pero aquí ocurre al contrario, se malogran a medida que crecen. Los de quinto son peores que los perros» (primera parte, capítulo VIII). La violencia se responde con más violencia, como ya sabemos, y de este modo el círculo de desajustes entre los polos conceptuales y ambientales de la novela (juventud/adultez, Colegio/Ciudad, propósito/realizaciones, apariencia/verdad) se cierra con una imagen deprimente que se repite en todos los estratos sociales, éticos, culturales y lingüísticos. La ciudad y los perros es, entre otras cosas, un examen crítico de la sociedad peruana actual, un enardecido análisis de sus contradicciones y un testimonio de las perspectivas confusas que en ella padecen los individuos. En la visión de Vargas Llosa, esa sociedad es un vasto infierno colectivo porque también allí, a imagen y semejanza del Colegio, puede regir la ley de la selva que impone el Jaguar a su organización de terror: «En el colegio todos friegan a todos, el que se deja se arruina. No es mi culpa. Si a mí no me joden es porque soy más hombre. No es mi culpa» (segunda parte, capítulo VII). Los únicos valores que la novela deja intangibles son la supremacía y la imposición. La impregnación del ambiente en las acciones, el contraste de los espacios y el doble plano temporal (pasado-presente) que sostienen básicamente la novela, se complementan e intensifican con la multiplicidad de puntos de vista mediante los cuales el autor recompone su mundo imaginario. El continuo entrecruzamiento de perspectivas y focos narrativos a la vez revela y complica los nudos de la historia: esos saltos de un lugar a otro, de un momento a otro, de un personaje a otro, no solo subyugan nuestra atención, sino que otorgan vida a todas las partes del tejido y exigen que el lector participe y ponga algo suyo (una sospecha, una relación casual que falta, el episodio clave que algún personaje ignora) para salvar los vacíos que ese móvil sistema novelístico va dejando aquí y allá. Se trata de otra manera de concentrar la materia narrativa y de cerrarle las distancias al lector. Los múltiples puntos de vista crean lo que es tan notorio para cualquiera que hojee apenas la novela: la heterogeneidad y la discontinuidad de los desarrollos, el fraccionamiento incesante de las dos mitades irreconciliables que forman el universo Ciudad-Colegio. Vargas Llosa ha explicado minuciosamente la encarnación de las perspectivas fundamentales en ciertos personajes centrales: «Hay un personaje que [...] representa el mundo objetivo, que es la pura objetividad, que está visto siempre desde fuera» (Agüero et al, 1965: 79). Ese personaje es, inconfundiblemente, el Jaguar. Lo curioso es que Vargas Llosa haya dado ese plano objetivo estricto a través de la primera persona, del monólogo lineal, casi desapasionado, con el que ese yo anónimo se confiesa y cuenta su vida a alguien, que no aparece. El efecto es el de un soliloquio frente a una audiencia tácita o del dictado ante una cinta magnetofónica: El tranvía iba casi vacío, no pude gorrear, felizmente el conductor solo me cobró medio pasaje. Bajé en la plaza Dos de Mayo. Una vez, al pasar por la avenida Alfonso Ugarte para ir donde mi padrino, mi madre me había dicho: «En esa casota tan grande estudia Teresita». Y siempre me acordaba y sabía que apenas volviera a verla la reconocería, pero no encontraba la avenida Alfonso Ugarte y me acuerdo que estuve por la Colmena y cuando me di cuenta regresé corriendo y solo entonces descubrí la casota negra, cerca de la plaza Bolognesi (primera parte, capítulo V). «Hay la antípoda —continúa el autor—, que es el caso del Boa, la pura interioridad. Está visto siempre como una conciencia en movimiento, como el flujo de esa conciencia. Esta realidad permite incluir en ella el aspecto más tremendo, más fuerte, más violento de la realidad que se describe. Entonces el Boa representa un poco el personero del horror» (ibid.). El Boa resuena con una voz primaria y anormal que recuerda al Benjy de The Sound and the Fury. En cierta forma, el Boa (que no tiene marcada actuación individual dentro de la novela) opera como una directa emanación de la masa colegial, como la expresión visceral de su barbarie y de sus movimientos instintivos, innominados; es meramente un cuerpo que se solaza sexualmente con la perra Malpapeada y que encarna la urgencia de las perversidades colectivas: es pura sensorialidad. Precisamente por ser esta la zona de la realidad colegial más cruda, exigió del autor la mayor elaboración formal mediante el monólogo interior. Esta perspectiva, que muestra la notable habilidad técnica de Vargas Llosa, no es, pues, un lujo retórico; surgió como una necesidad: Para revelar un poco la fisonomía del colegio era necesario referir una serie de episodios, de escenas, de gran crudeza que literariamente eran muy difíciles de justificar sin caer en la truculencia, el tremendismo exhibicionista o la pornografía, es decir, el mero artificio, la irrealidad. Era muy difícil hacer eso por medio denarraciones directas. Yo lo intenté en la primera versión enorme de la novela, por medio de diálogos y descripciones puras. Las escenas de masturbación colectiva, por ejemplo; el episodio de la gallina; el episodio del intento de violación de un muchacho. Resultaban irreales, por desmedidas, y su violencia, gratuita. No llegaba a haber vivencias en ellas.[2] Pero dentro del ancho campo del stream of consciousness, la técnica que usó Vargas Llosa es una aplicación particular de los modelos joyceano o faulkneriano. Los monólogos del Boa se acercan a la música, a una música atroz hecha de ruidos, gritos, malas palabras, jerga abundante e injuriosa. Aquí más que los sucesos o la huella que los sucesos dejan en el subconsciente del Boa, importa el flujo fonético, «el sonido y la furia» verbal que irradia la acción en ondas y pulsaciones rítmicas por todos los ámbitos del Colegio. Las obscenidades y actos bestiales cobran un predominante carácter sensorial: no están dirigidos a nuestra razón, sino a nuestro oído; su finalidad es hipnótica. La jerga escolar limeña puede ser tan impenetrable como cualquier otra para el lector extranjero, pero su comprensión no es absolutamente indispensable; además, el autor reitera sus giros hasta que los aprendamos como los motivos de una sinfonía, aunque no sepamos su exacto valor denotativo. Las «mentadas de madre», el lenguaje que sugiere en cada muchacho un homosexual o un violador en potencia, hay que entenderlos cum grano salis: casi toda su agresividad se agota en el sonido, en el acto de decirlo y de escucharse decirlo; la palabra opera como un estupefaciente para los sentidos. Uno de los momentos más notables de la novela, la escena de la exhibición deportiva delante del ministro, ilustra admirablemente esas características del monólogo interior del Boa: Un teniente trazaba la raya y parecía que estábamos en plena prueba, cómo chillaba la barra: «Cuarto, cuarto», «le cuadre o no le cuadre, cuarto será su padre», «le guste o no le guste, cuarto vencerá». «¿Y tú qué gritas?», me dijo el Jaguar, «¿no ves que eso puede agotarte?», pero era tan emocionante: «Un latigazo por aquí, chajuí; un latigazo por allá, chajuá; chajuí, chajuá, cuarto, cuarto, ra-ra-ra». «Ya», dijo Huarina, «les toca. Pórtense como deben y dejen bien el nombre del año, muchachos», ni sospechaba la que se venía. Corran muchachos, el Jaguar adelante, zuza, zuza, Urioste, zuza, zuza, Boa, dale, dale Rojas, ufa, ufa, Torres, chanca, chanca, Riofrío, Pallasta, Pestana, Cuevas, Zapata, zuza, zuza, morir antes que ceder un milímetro. [...] Calistenia, calistenia, saltitos con la boca cerrada, caracho la barra está gritando Boa, Boa más que Jaguar o estoy loco, qué espera para tocar el pito. «Listos, muchachos», dijo el Jaguar, «dejen el alma en el suelo». Y Gambarina soltó la soga y nos mostró el puño, estaban muñequeados, cómo no iban a perder. Y lo que daba más ánimo eran los muchachos, se me metían al cerebro esos gritos, a los brazos y me daban cuánta fuerza, hermanos, uno, dos, tres, no, padrecito, Dios, santitos, cuatro, cinco, la soga parece una culebra, ya sabía que los nudos no eran bastante gruesos, las manos se, cinco, seis, resbalan, siete, me muero si no estamos avanzando, ni me había visto el pecho, así transpiran los machos, nueve, zuza, zuza, un segundito más muchachos, ufa, ufa, silbato, mátame. Los de quinto se pusieron a chillar, «trampa, mi teniente», «no habíamos cruzado la línea, mi teniente», chajuí, los de cuarto se han levantado, se han sacado las cristinas, hay un mar de cristinas, ¿están gritando Boa?, cantan, lloran, gritan, viva el Perú muchachos, muera el quinto, no pongan esas caras de malosos que reviento de risa, chajuí, chajuá (primera parte, capítulo III). Este lenguaje tronchado, irracional, incoherente, llega a traslucir, en otros momentos, una ruda ternura, una poesía áspera que recuerda al Vallejo de Trilce. Ese amor-odio, ese «odio cariñoso», nefando pero también patético, del Boa por la perra Malpapeada, parece excavada en esa zona abismal y orgánica del ser humano que el gran poeta conocía tan bien: ... en cambio a la Malpapeada la fregaron. Se peló casi enterita y andaba frotándose contra las paredes y tenía una pinta de perro pordiosero y leproso con el cuerpo pura llaga. Debía picarle mucho, no paraba de frotarse, sobre todo en la pared de la cuadra que tiene raspaduras. Su lomo parecía una bandera peruana, rojo y blanco, blanco y rojo, yeso y sangre. Entonces el Jaguar dijo: «Si le echamos ají se va a poner a hablar como un ser humano», y me ordenó: «Boa, anda róbate un poco de ají de la cocina». Fui y el cocinero me regaló varios rocotos. Los molimos con una piedra, sobre el mosaico, y el serrano Cava decía «rápido, rápido». Después el Jaguar dijo: «Cógela y tenla mientras la curo». De veras que casi se pone a hablar. Daba brincos hasta los roperos, se torcía como una culebra y qué aullidos los que daba (segunda parte, capítulo I). Por otro lado, la sexualidad (que tiene tanto relieve en muchos pasajes de la novela) se desata en estos monólogos con una fuerza arrolladora. La sexualidad es un impulso liberador de conflictos subterráneos, una manera salvaje de protestar contra la hipocresía que invade el ambiente, una forma de expresión de los que no pueden (o no saben) expresarse. El erotismo en esta novela, si se manifiesta abiertamente, como en el Boa o como en los delirios prostibularios de Alberto, es triste y amargo; y si se camufla por razones de conveniencia, como en la doble relación de Alberto y el Jaguar con Teresa, se deslíe en una sentimentalidad pálida y ambigua. Si el Jaguar representa el punto de vista objetivo y el Boa el subjetivo, Alberto representa un punto de vista mixto, subjetivo-objetivo. El doble foco de la perspectiva desde la que se contempla a Alberto crea la rica dinámica interna del personaje y lo convierte en el eje —actor, testigo, cómplice, juez— de la acción; además, simbólicamente, parece destacar la doble moral del personaje (Alberto- Poeta), que es el más lucido pero también el más impostor de todos. De la tercera persona objetiva en la que se describen los actos de Alberto, la narración, con un brusco movimiento que recuerda la técnica cinematográfica, nos introduce en la conciencia del personaje y desde allí hace el registro confuso de sus pensamientos y sensaciones, siempre urgentes. En el siguiente fragmento no solo se pueden encontrar algunos recursos típicos de esa técnica (planos generales, camera eye, flashback, travellings, close ups, etc.), sino también, al final, un procedimiento muy original (la invención de un interlocutor imaginario dentro de su propio monólogo) que ha sido denominado «diálogo interior» y que Vargas Llosa usará profusamente en sus siguientes libros: Ha llegado al pasadizo que desemboca en el patio de quinto. En la noche húmeda, conmovida por el murmullo del mar, Alberto adivina detrás del cemento, las atestadas tinieblas de las cuadras, los cuerpos encogidos en las literas. «Debe estar en la cuadra, debe estar en un baño, debe estar en la hierba, debe estar muerto, dónde te has metido, Jaguarcito». El patio desierto, vagamente iluminado por los faroles de la pista, parece una placita de aldea. No hay ningún imaginaria a la vista. «Debe haber una timba, si tuviera un cobre, un solo puto cobre, podría ganar los veinte soles, quizá más. Debe estar jugando y espero que me fíe, te ofrezco cartas y novelitas, de veras que en los tres años nunca me ha encargado nada, fuera, caray, ya veo que me jalan en química» (primera parte, capítulo I). Las perspectivas objetivo-conductista (Jaguar), fonético-subconsciente (Boa) y dinámico-visual (Alberto) concurren a la invención de un estilo novelístico que tiende al retorcimiento lírico, a un convulso realismo expresionista. Esos son los puntos de vista principales, pero no los únicos. Hay también un narrador omnisciente en la novela, que
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