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Proyecto y dirección editorial: Raúl A. González Directora editorial: Vanina Rojas Subdirectora editorial: Cecilia González Directora de Arte: Eugenia San Martín Vivares Director de la colección: Matías H. Raia La dama de blanco es una obra de producción colectiva creada y diseñada por el Departamento Editorial y de Arte y Gráfica de Estación Mandioca de ediciones s.a., bajo proyecto y dirección de Raúl A. González. Edición: Matías H. Raia Corrección: Ramiro Altamirano Diagramación: Soledad Ponce Tratamiento de imágenes, archivo y preimpresión: Liana Agrasar Producción industrial: Leticia Groizard ISBN: 978-987-1935-85-7 © Copyright Estación Mandioca de ediciones s.a. José Bonifacio 2524 - C1406GYD - Buenos Aires - Argentina Tel./Fax: (+54) 114637-9001 Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723. Impreso en la Argentina. Printed in Argentina. Primera edición: octubre de 2018 Primera impresión: octubre de 2018 Barrantes. Guillermo La dama de blanco / Guillermo Barrantes. - la edición para el alumno. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: La Estación, 2018 80 p : 14 x 20 cm. - (La máquina de hacer lectores azul) ISBN 978-987-1935-85-7 1. Narrativa Juvenil Argentina. I. Título. CDD A863.9283 Este libro no puede ser reproducido total ni parcialmente por ningún medio, tratamiento o procedimiento, ya sea mediante reprografía, fotocopia, microfilmación o mimeografía. o cualquier otro sistema mecánico, electrónico, fotoquímico, magnético, informático o electroóptico. Cualquier reproducción no autorizada por los • editores viola derechos reservados, es ilegal y constituye un delito. W ’ii c e Biografía del autor.........................................................4 En el bar llamado “Prólogo''.............................................5 Zona mítica cero: Ectoplasmosis.................................7 Primer círculo mítico: Fantasmas pacíficos..............19 Segundo círculo mítico: Fantasmas enfadados...... 33 Tercer círculo mítico: Monstruos.............................. 39 Cuarto círculo mítico: Muertos vivos....................... 45 Quinto círculo mítico: Vampiros.................................51 Sexto círculo mítico: Estatuas mágicas.................... 57 Séptimo círculo mítico: Brujas...................................61 Octavo círculo mítico: Demonios.............................. 65 Noveno círculo mítico: La otra Buenos Aires........... 71 En el bar llamado “Epílogo'1...........................................78 f kS U tá Guillermo Barrantes Nació en Buenos Aires, en 1974. Terminada la escuela secundaria, a los 17 años ingresó en la carrera de Astronomía en la Universidad Nacional de La Plata. Si bien más adelante cambió la ciencia por la escritura, nunca dejó de indagar en los misterios del universo. De hecho, Cosmos, de Cari Sagan, sigue siendo uno de sus libros favoritos. Entre sus obras publicadas se encuentran las novelas El temponauta, Enrique Enríquezyel secreto de San Mar tín y Encallados, los libros de cuentos Gritos lejanos y Las vueltas de la Muerte, la novela Los malditos de Dios, y el ensayo Crónicas mundiales. Además, escribió junto con Víctor Coviello la saga Buenos Aires es leyenda. También es el autor del guión de la película Ecuación, dirigida por el argentino Sergio Mazurek. El bondi espacial: Textos ReCreados en la ciencia ficción. ya ha sido publicado en esta colección. La dama de blanco • 5 £.n e\ V>ar âmaJo ltPró\o<Jo,) La cucharita se sumergió en el café y comenzó a moverse en círculos; lentamente, la espuma flotante fue tomando la forma de una espiral giratoria, de una galaxia. El líquido oscuro parecía ha berse convertido en una porción de espacio intereste lar y Fabián no podía dejar de mirar ese mundo dentro de otro, ese portal a otro universo. Entonces, sacó la cucharita y el café se fue aquie tando. La galaxia se fue desarmando y, cuando el café se detuvo, quedó hipnotizado con la superficie aquie tada. La mirada de Dios sobre aquel cosmos... ¿Un Dios? ¿Él? Si ni siquiera era capaz de controlar su destino. Se bebió de un sorbo el café. Estaba frío. El mozo, casi de inmediato, se llevó aquel cadáver y le dejó otro, uno nuevo, rebosante. Fabián creía que lo atendían muy bien en ese bar. Mientras vertía dos sobrecitos de azúcar, Fabián volvió a pensar en la decisión que debía tomar. Se tra taba de hacerlo o no, de volver a verla u olvidarla. Pero ¿podía olvidarla? Ya sabía qué hacer. Era volver a verla o no verla jamás. 6 • Guillermo Barrantes La cucharita obró nuevamente su magia. Se hundió en el café, giró y creó otra galaxia. Esta vez no dejaría que se enfriara. Fabián vació aquel flamante universo en su gargan ta. Le habían advertido que tuviera cuidado, que no convenía pasarse de la raya. Pero sin Rufina... Cuando el pocilio, ya sin su contenido, tocó la mesa, Fabián tuvo la rara sensación de que lo observaban. Miró para un lado, para el otro. Ahí estaban. Eran dos hombres, ambos de traje, sentados a una mesa, la más cercana al baño. Uno tomaba un café en pocilio, como él; el otro, un submarino. Cuando los descu brió, aquellos dos le sostuvieron la mirada por unos segundos. El del café sonrió. El otro, incluso, se animó a señalarlo con esa cuchara larga típica de los subma rinos. Luego, retomaron su conversación. ¿Eran ellos? ¿Al fin se mostraban? Malditos. Lo ha bían atrapado, lo tenían a su merced. Aquel era su momento. Tenía que decidirse. Verla o no verla. Ir a buscarla o quedarse ahí, sentado. La primera opción lo condenaba a esos hombres de traje, los que lo se guían, a su constante amenaza. La segunda... ¿no ver- la nunca más? Era la peor de las condenas. Sin que Fabián se diera cuenta, el mozo ya había retirado el pocilio vacío y le había dejado un tercer café. Entonces, le puso azúcar y hundió la cucharita en café. Esta vez revolvió en sentido contrario, como si así volviera el tiempo atrás, un año y dos días atrás, cuando la conoció. La dama de blanco • 9 Era una noche muy fría de fines de julio en Buenos Aires. Fabián caminaba por las veredas del barrio de Recoleta. Iba rápido, pateando el piso de vez en cuando para que no se le congelaran los pies. También se tiraba aliento sobre las manos, para calentarlas. Entre el vapor que exhalaba y aquella manera de caminar, parecía una especie de locomo tora humana. Hacía rato que no se cruzaba con nadie. Pocos se animaban a enfrentar una perfecta noche de invierno como esa. Se subió el cuello del saco y bajó la cabeza, buscando protegerse del aire helado, impla cable. Estaba bien vestido, pero no lo suficientemen te abrigado. Se dio ánimo pensando que no le faltaba mucho para llegar a la casa de Hernán. Eran unas siete u ocho cuadras. Veía que las calles de esa zona eran medio retorcidas y costaba sacar una cuenta exacta. Concentrado al máximo en apurar el paso para acortar esa tortura, no se dio cuenta que caminaba junto a uno de los muros del cementerio. Hasta que percibió un llanto. Se lo trajo el viento, una ráfaga, la más helada de todas las que había soportado. Tiritó. Entonces, se tapó más la cara con el cuello del saco. Así y todo, la vio. Estaba allí adelante, de pie, en la es quina de Vicente López y Azcuénaga. Una chica con el vestido blanco y el pelo negro hasta los hombros, que se tapaba la cara con las manos. El llanto, sin du das, provenía de ella. 10 • Guillermo Barrantes Era imposible no detenerse. Los sollozos eran real mente desgarradores. Cuando Fabián llegó a la esquina le puso la mano en el hombro. —¿Estás bien? —le preguntó, y de inmediato se dio cuenta que se trataba de una pregunta estúpida. Era obvio que no estaba bien—. ¿Te puedo ayudar en...? Fabián no pudo terminar de formular aquella segun da y más acertada pregunta. Al escucharlo, la chica sacó las manos de la cara y lo miró. El frío, el apuro... El mundo pasó a ser un recuerdo, un eco lejano. Esa cara, esos ojos marrones llenosde lágrimas, clavados en él, fueron, por un instante, lo único real, lo único vivo para Fabián. Aquella chica era linda, aunque no la más linda que jamás hubiera visto; y tampoco la más bronceada. Pero esa palidez enmarcando esos ojos algo achina dos y ese pelo negro enmarcando esa palidez... Y por dentro escuchaba un único grito: No la pierdas... Cuando Buenos Aires volvió a existir, ella seguía ahí, llorando. Intentaba contestarle a Fabián, decirle algo a través de las lagrimas, de la angustia, pero le costaba mucho. Entre sollozos y gemidos, apenas pudo enten der su nombre, Rufina, y que algo terrible le había ocu rrido, no una sino dos veces. —Dos veces... dos veces... no es justo. El cabello y el vestido de la chica parecían moverse de manera caótica, como si desafiaran las direcciones impuestas por el viento. —Estoy yendo al cumpleaños de un amigo —le dijo La dama de blanco • 11 Fabián—. ¿Por qué no me acompañás? Te va a hacer bien olvidarte un poco... de eso... Ella lo miró, primero sorprendida, después con cier ta duda. No la pierdas... —Es un lindo grupo —continuó, tratando de trans mitirle seguridad—. Me refiero a mis amigos. La vas a pasar bien conmigo. Con nosotros, digo. Ella parpadeó. Nuevas lágrimas rodearon su peque ña nariz. Pero ya no lloraba. Hasta pareció esbozar una sonrisa. Era el momento de arriesgarse. —¿Vamos? —le preguntó Fabián, ofreciéndole la mano abierta. Ella volvió a dudar. Miró a su alrededor, luego a él. Con la punta de los dedos se secó las últimas lágri mas. Al fin apareció en su cara una sonrisa completa. Y Rufina lo tomó de la mano a Fabián. —Vamos —le dijo—. Confió en vos. Sos mi guía. Fabián pensó que si todo lo que había vivido, desde que nació hasta ese momento, lo llevaba hasta aquella esquina, hasta aquella noche... Si era así, valía la pena. Caminar con esa chica siete u ocho cuadras le daban sentido a su existencia. Era la voz de ella preguntándole sobre varios de talles de la ciudad, como si acabara de llegar de un pueblo lejano. El contacto de sus manos, todavía hú medas por las lágrimas. Su mirada, el marrón de sus ojos... Ya no podría olvidarlos. También fue su risa. Después de escucharla por primera vez, a la 1:34 de la madrugada, de aquel 29 12 • Guillermo Barrantes de julio, el día del cumpleaños de Hernán, Fabián supo que ese sonido sería su condena. No podría ser feliz sin esa risa. Sus días sin esa risa serían fríos y oscuros como una cripta abandonada en medio de un bosque. Si, aquella sola noche le bastó para enamorarse de Rufina. Por eso, le costó dejarla cuando comenzaba a amanecer, en la misma esquina donde la había encon trado, sabiendo que no la vería por... ¿cuánto tiempo? No, no... Tenía que lograr que ese lapso de tiempo fue ra lo más breve posible. —¿Cuándo nos volvemos a ver? Mañana yo puedo... Ella le puso un dedo en los labios, para callarlo. A él le corrió un escalofrío por la espalda. —Pronto —le respondió—. Eso espero. —¿No querés que te lleve a tu casa? —le preguntó por enésima vez—. Mirá que no tengo drama con... —No, gracias, Fabián. Este sitio es el adecuado. Fue una velada magnífica. Cómo le gustaba esa manera “antigua" que tenía de hablar. Podría quedarse escuchándola meses, años enteros. —Mágica —dijo él—. Fue una noche mágica. El viento seguía helando Buenos Aires. Fabián vol vía a tener esa sensación de que el pelo y los volados blancos del vestido de Rufina se movían de una mane ra extraña, como mecidos por otro viento. Entonces, le puso el saco sobre los hombros de ella. —Aunque sea dame tu número de celular —le supli có—, Y no me vuelvas a decir que nunca usaste uno. La dama de blanco • 13 No la pierdas... —Rufina... no quiero perderte. —Yo tampoco, pero debo irme. Confío en vos. Y ella, de pronto, le dio un beso. Duró un segundo, aunque bien pudieron ser mil años. Para Fabián, du rante ese lapso, pasado, presente y futuro se mezcla ron en un único momento, en una fugaz eternidad. Fue como si el universo naciera y muriera con aquel beso. Y cuando se recuperó, vio que Rufina ya corría a varios metros de él con su saco aún puesto. —¡Rufina! —le gritó. Pero ella no solo no se dio vuelta, sino que rodeó el muro... ¡y entró al cementerio! ¿Qué pretendía hacer en ese lugar y a esa hora? Tenía que averiguarlo, así que corrió tras ella. Aunque los primeros rayos de sol ya acariciaban la ciudad, ahí adentro, entre las tumbas aún reinaba la noche. Una bruma gris se arremolinaba alrededor de las cruces y las lápidas. Y allá iba Rufina, convertida en un jirón más de esas tinieblas, con los mechones de pelo y los volados de su vestido retorciéndose con el viento. Un chillido como de demonio quebró el silencio mortuorio y dejó a Fabián, por un momento, inmóvil y a punto del infarto. Enseguida, el dueño de aquel que jido emergió del vapor helado. Era un gato que huía a toda velocidad y se perdía entre las sombras del ce menterio. Sin dudas, Fabián le había pisado la cola. Cuando quiso localizar nuevamente a Rufina, solo alcanzó a ver un último atisbo de la tela de su vesti do, desapareciendo por un pasillo del cementerio. 14 • Guillermo Barrantes Al llegar a la boca del sendero, Fabián se dio cuenta de que aquel sector era de los más imponentes. Los mausoleos y criptas a ambos lados de la galería eran tan altos y complejos que parecían casas. Un barrio residencial dentro de aquella ciudad de muertos. Había perdido a Rufina. Trotó por aquel sendero, bajo la mirada de los ánge les y querubines que se erguían en las terrazas de las bóvedas familiares. Entonces, vio eso oscuro que se mecía sobre la en trada de uno de los mausoleos, justo al final del corre dor. Tenía que ser su saco. Confío en vos, le había dicho Rufina cuando aceptó ir con él a la fiesta. Confío en vos, le repitió al despedirse. ¿A qué se había referido? ¿Por qué escaparse así de alguien en el que se deposita tanta confianza? Era su saco, efectivamente. Colgaba sobre una es tatua, cubriéndole la cara. Fabián se puso el saco y, de inmediato, retrocedió, horrorizado. No era posible... Se restregó los ojos varias veces. La cara de piedra que acababa de descubrir era la de ella. Toda esa estatua era idéntica a la chica que perseguía, que amaba, que ya extrañaba. Aquella chica petrificada estaba de pie frente a la entrada del mausoleo, con la mano apoyada en el pi caporte que abría la cripta... su cripta. Tras la estatua, sobre el umbral, podía leerse, en letras igualmente pá lidas e inmóviles, "Rufina Cambaceres”. La dama de blanco • 15 A pesar de la cara de piedra y del nombre en el mausoleo, Fabián siguió buscándola por las calles del cementerio. —¡Rufina! —gritaba. —¡Rufinaaaaa! —parecía que le contestaban los muertos desde el interior de las bóvedas, burlándose de él; aunque alguien menos enamorado diría que solo se trataba del eco. Después de un rato, creyó verla en una encrucijada, con un gato negro jugando entre las piernas. —¡Rufina! —¡Rufinaaaaa! Pero no, era su estatua, otra vez. Había andado en círculos. De pronto, una sombra se movió. Fabián la percibió por el rabillo del ojo. Era alguien vestido de negro, de pies a cabeza. No le hubiera extrañado entrever los huesos de una calavera bajo su sombrero o la hoja de una guadaña entre los pliegues de su traje. Aun así, lo siguió. Si se trataba de la misma Parca recorriendo las habitaciones de uno de sus “hoteles", haciendo el inventario matutino de los huéspedes, 16 • Guillermo Barrantes bien podría conducirlo al más allá, donde Rufina ya no sería de piedra. La oscura silueta se detuvo frente a otro mausoleo, no muy lejos. Allí también se alzaba la estatua de una chica, aunque esta no parecía de piedra. Tenía cier ta apariencia metálica, como de bronce. Junto a ella había otra estatua, la de un perro. La chica se encon traba acariciando eternamente a su mascota. La fi gura vestida de negro lanzó tal suspiro que pareció estremecera un ángel con el ala izquierda mutilada, ese que Fabián veía posado sobre una bóveda familiar en ruinas. La sombra sacó una flor de su bolsillo, un jazmín, y lo colocó en la mano libre de la chica y, luego de lanzar un nuevo suspiro, dijo: —Yo no puedo llevarte hasta ella. El viento helado sopló por los corredores del ce menterio y amenazó con llevarse la flor de la mano de la chica. —A vos te hablo —pronunció la silueta, pero ahora, la misma mano que había puesto el jazmín entre los dedos inmóviles de la chica, lo señalaba a él, a Fabián. El dedo índice que, estirado en su dirección, asomaba por la negra manga del sobretodo, si bien se veía flaco y pálido, tan solo eran huesos desnudos. Se trataba de un hombre lo que habitaba dentro de aquel traje. —¿Se refiere a mí? —preguntó Fabián, como si no contemplara el dedo acusador. —Te vi perderla, igual que yo perdí a Lili. Fabián ob servó que a los pies de la estatua unas letras góticas rezaban: “ Liliana Crociati”. La dama de blanco • 17 —En realidad, no la perdiste de la misma manera -continuó hablándole el otro. Su índice había retrocedi do al interior de la manga— Yo la perdí en un accidente. Me la quitó un alud de nieve en plena luna de miel. Pero ahora la estás buscando, así como yo busqué a mi Liliana. —¿Y la encontró? Digo... después de... —¿Después de muerta? Por supuesto. Tuve que atravesar cada uno de los círculos míticos para llegar a ella, pero no me bastó. ¿A quién le bastaría? —Lléveme, por favor —Fabián se aferró a esas pala bras, a esa absurda posibilidad. Pero ¿no era ya absur do todo lo que había vivido esa noche? —Te repito que yo no puedo guiarte. —¿Quién, entonces? ¿Quién lo guió a usted hasta Liliana? —No lo hagas. Es muy peligroso. Si no lográs sortear los círculos, si algunos de los seres míticos te vence, te atrapa... será peor que la misma muerte. —Necesito ver a Rufina, aunque sea una vez más. —Si conseguís alcanzar el Otro Lado, como lo conse guí yo, te aseguro que no te alcanzará una vez. Volve rás, volverás y volverás. Y mientras más vuelvas, más peligros habrá. Te convertirás en lo que yo soy ahora. —No me importa. No me detendré. —Lo sé. Eso mismo dije yo ante la advertencia. Escuché con atención: lo que viviste se trata de un fenómeno de ectoplasmosis. Sucede cuando un puente de ectoplasma se tiende, por un instante, entre ambos mundos, entre ambas Buenos Aires, la natural y la sobrenatural. El punto exacto donde ambos planos se tocan, se conoce como “Zona mítica cero”. 18 • Guillermo Barrantes —El lugar donde vi a Rufina por primera vez... —Claro. Lo menos riesgoso sería esperar otra ecto- plasmosis. Pero podrías estar décadas enteras aguar dando. No, ahora vas a bajar vos mismo, sin importar que tan largo y terrible sea el camino, ¿verdad? —Bien, todo comienza con el cuidador de este ce menterio. Su nombre es David Alieno. Si pronunciás la palabra correcta, él te dirá... Se interrumpió. Su vista se desvió hacia un par de figuras sombrías que, de pronto, aparecieron por detrás de una sepultura. Eran dos señores enfundados en sendos impermeables oscuros, aunque no tan os curos como el sobretodo del amante de Liliana. Ambos sujetos caminaban hacia ellos. —¿Lo ves? No me dejan en paz. Debo irme... El hombre de negro acarició el hocico metálico del perro, la mascota de su amada, y empezó a correr, ale jándose por el corredor. —Espere —le rogó Fabián—. ¿Palabra? ¿A qué pala bra se refiere? El hombre le gritó algo así como ¡Ana...ilil!, y dobló, perdiéndose tras un monolito fúnebre. Los dos señores con impermeables pasaron junto a Fabián y se perdieron tras los pasos de aquel hombre. Dos extraños tras un extraño. Entonces, el jazmín cayó de la mano de bronce que lo sostenía. Amanecía en el cementerio. Sí. TV»mer círculo mífctco Fantasmas pacíficos La dama de blanco • 21 Salvo por el hombre de negro y sus dos perseguidores enfundados en impermeables, Fabián no había visto a nadie más en el cemen terio. ¿Dónde estarían los sepultureros, los serenos, los cuidadores? El sol, lejos de combatir las tinieblas que se arremo linaban alrededor de los sepulcros, que se demoraban sobre los escalones de los mausoleos, solo se dedica ba a alargar las sombras de las lápidas, de las cruces, de los ángeles petrificados. Al rodear un mural de piedra que representaba una procesión de monjes encapuchados, Fabián creyó encontrarse ante una nueva escultura: un ángel con las alas plegadas, sentado sobre una saliente de mármol, apoyado contra una pared, dormido; y había un hom bre pequeño, con ropa de trabajo, un pañuelo anu dado que le cubría la garganta, y un sombrero de ala mediana, empuñando una escoba. Cuando la escoba se movió para un lado y para el otro, barriéndole los pies al ángel, y un manojo de llaves tintineó en la cintu ra de aquel hombre, Fabián supo que el sujeto no era parte del monumento. —Perdone... estoy buscando a un cuidador —se ani mó a decirle—. David, se llama... David Salerno o algo así. 22 • Guillermo Barrantes —David Alieno, querrás decir —lo corrigió aquel hombre sin dejar de barrer—, ¿Para qué lo andás ne cesitando, si se puede saber? —Me dijeron que él podría guiarme a... cierto lugar. El hombre detuvo el vaivén de su escoba y miró a Fabián con detenimiento. —¿No te advirtieron? —le dijo—, A él, a David, le gus tan mucho los juegos de palabras. —¿Es usted? —arriesgó Fabián—, Usted es David Alieno, ¿no? —Buen comienzo, muchacho —asintió el cuida dor—, Buen comienzo. Pero antes de ayudarte, hay algo que me gustaría escuchar. —Debo pronunciar la palabra, ¿no? Fabián trató de recordar lo dicho por el hombre de negro. Ahora David, con un plumero, sacudía la tierra pegada a las alas del ángel dormido. El tintineo de sus llaves retumbaba en los pasillos solitarios. —Ana... ¡Anailil! —exclamó Fabián. —¿Qué cosa? ¿Estás seguro que eso es lo que quie res decir? El cuidador caminó hasta un sepulcro, donde se marchitaban dos margaritas en un pequeño florero de plástico. David retiró las flores muertas y las reem plazó por dos nuevos pimpollos. De alguna parte, sacó una regadera, llenó el florero con agua y regó una fran ja de pasto alrededor de la tumba. —Yo voy a andar por acá —le dijo el hombre —. Creo que te conviene pegar una vuelta, refrescar la mente y volver a buscarme. La palabra debe ser la correcta. La dama de blanco • 23 Tenés que tomarlo como la primera prueba que has de superar. La vuelta no fue muy larga. Fabián regresó al mau soleo de su amada y ahí se quedó, como esperando que la escultura de Rufina cobrara vida. Y sucedió que, en cierto momento, recorriendo con la vista el nombre tallado sobre la entrada a la bóveda, se dio cuenta de la clave. Fabián, entonces, corrió hasta el sector del cemen terio donde había conversado con David, pero no lo encontró, solo estaba el ángel, sentado en el mismo lugar, soñando con sus días en el cielo. —Buen día —escuchó Fabián a sus espaldas, y dio un respingo. El corazón le saltó en el pecho. Se trataba de un guardia de seguridad. Por las arru gas y los mechones canosos que brotaban por debajo de su gorra, calculó que tendría más de sesenta años. —Hijo, ¿qué haces acá? —le preguntó el guardia. —Estoy buscando a David Alieno, un cuidador. Ya tengo la palabra. —¿La palabra? No sé de qué estás hablando, mu chacho; pero, si me seguís, puedo llevarte hasta él. El guardia lo condujo a través de un par de corre dores hasta un angosto sepulcro. Allí, de pie sobre la tumba, se encontraba Alieno. Pero no la estaba lim piando: esa era su tumba. El cuidador con el que hacía unos instantes había conversado, al que había visto en plena tarea de limpieza, se hallaba rematando aque lla lápida, retratado en piedra, como Rufina. Vestía tal cual lo había visto Fabián, con sombrero y pañuelo 24 • Guillermo Barrantes incluidos. Hasta la escoba, el plumero y la regadera lucían junto a él, esculpidos en lamisma piedra. De una de sus manos colgaba el manojo de llaves, pero ya no tintineaban, eran parte de la estatua. A sus pies se leía: “ David Alieno, cuidador de este cementerio de 1881 a 1910”. Fabián buscaba a un hombre que llevaba muerto más de cien años... —Hay muchos que visitan la tumba de David —le dijo el guardia—. Cuentan que amaba tanto este ce menterio que un buen día se compró esta pequeña parcela, se mandó a construir su sepultura y, ansioso por estrenarla, se suicidó. Algunos dicen que ven su fantasma, pero yo no creo en esas cosas. —Gracias —murmuró Fabián. —De nada —replicó el otro y se alejó entre las criptas. Fabián esperó que el guardia se perdiera en el pai saje fúnebre, para hablarle a la estatua del cuidador: —Anifur. A David Alieno le gustaban los juegos de palabras, el mismo David (o su espectro) se lo había confesado. Y aquello que el hombre de negro había gritado era “Anailil”, el nombre de la mujer que amó y perdió, Lilia na, pero invertido. "Anifur” era la inversión de Rufina. Entonces, sucedieron dos cosas: primero, sopló un viento helado, que recordó lo fría que había sido la no che. El viento trajo una hoja amarillenta que se posó junto a la regadera de piedra. Al levantarla, vio que te nía un mensaje escrito: La dama de blanco • 25 ^ o no te te tñ <pueu fe to fn ed o p u tetefo daZ&u é i jdeSeZ L?l cu ¿o m áZ aJ$5 <$e£(SaSixcco SBaA¿>&>. -̂ /Ide te- eZconden daZ ce/u^aZ dk ¿J)asi£í u/i foedcu ¿ÉctÁa/w (jjue-. dxece- nuccÁo Úe/nfo. ̂ ¡ua- (fttia d o a£d/n^(¿nno. Se dóen- &te, no e z tñ djeZ&no. dol casnc- no¿ tefcutecen . & t tezd'uZ &¿oaÁ&. SSedeZ ¿noocaJiÉo me^cdccnJo ¿uZ cetofa Z con nn fo co (A teÉóf&Usna, (jjice, conZe^oteiáZ en dcc^-oncc /ru&ecu ceno. Suen£¿. $LcuA ZZ>d uS fó& si+xn- Lo segundo que ocurrió fue que una de las llaves que eran parte de la escultura del cuidador, de pronto, dejó de ser de piedra, cobró el brillo del metal, y cayó del manojo. Fabián miró hacia un lado, hacia el otro, tomó la llave y la guardó en su bolsillo. Luego, se dirigió hacia la salida del cementerio. Antes de irse, le dio un beso a la escultura de Rufina. —Fiasta pronto —le dijo. 26 • Guillermo Barrantes El día resplandecía fuera del cementerio.Lo primero que hizo Fabián al salir fue conectarse a internet con su celular y escribir ectoplasma en el buscador. Leyó dos definiciones: emanación visible del cuerpo del médium” y "sustan cia blanquecina que representa al espíritu o fantasma manifestado”. La segunda parecía ser más acertada. Rodeó, entonces, los muros del cementerio, hasta llegar a la esquina de Vicente López y Azcuénaga, al sitio exacto donde contempló por primera vez a Ru fina, la “Zona mítica cero”, según el hombre de negro y David Alieno. No vio ninguna “sustancia blanqueci na”, salvo los restos de lo que parecía haber sido una geométrica telaraña. Aquellos hilos colgaban, entre lazados, de varias hendiduras de la pared exterior del cementerio. Pero cuando Fabián los tocó, supo que no habían sido formados por una araña. Al mínimo con tacto, los filamentos le rodearon los dedos, como si estuvieran vivos. Le costó despegar el ectoplasma de su mano, pero consiguió meter unos hilos de la sustancia en el bolsi llo del saco. La dama de blanco • 27 Luchó contra su ansiedad y se obligó a pasar por su rasa. Tenía que descansar un rato, sobre todo, si se disponía a hacer semejante viaje. Tardó en relajarse, pero finalmente logró dormir seis largas horas Extrañamente, no soñó nada. ¿Sería porque la re gión de su mente encargada de los sueños no podía competir con lo que había vivido aquella noche? Ape nas se despertó pensó en otra posibilidad: ¿y si lo que él creía haber vivido en las últimas horas se trataba de un sueño? Tal vez nunca fue a la fiesta de Hernán. ¿Se habría quedado dormido y solamente soñó que lleva ba a Rufina a la casa de su amigo, que la perseguía por el cementerio, que hablaba con un hombre vestido de negro y con un cuidador muerto hacia cien años? Se levantó de la cama, fue hasta la silla donde había dejado su saco y metió la mano en uno de los bolsillos. La llave, esa que cayó del manojo de Alieno, continua ba allí. Por si no bastara, buscó en el otro. El interior estaba pegoteado, como si hubieran metido en él un poco de algodón de azúcar. Pero Fabián sabia que, en realidad, eran los hilos del ectoplasma. Una vez más, los filamentos le envolvieron las puntas de los dedos. Luego de quitárselos y dejarlos en el bolsillo, supo que existía otra evidencia. Además, aún aleteaba sobre sus labios el frío beso de Rufina. Una vez que subió al colectivo, Fabián volvió a bus car información con el celular. El Palacio Barolo, inau gurado en el año 1923, era un libro hecho edificio. Luis 28 • Guillermo Barrantes Barolo, un productor agropecuario italiano, lo pensó de esa forma. Su compatriota, el arquitecto Mario Palanti, lo construyó. Ambos buscaban traer las cenizas del mí tico poeta italiano Dante Alighieri a la Argentina y guar darlas en el interior del palacio. Por eso, la construcción del edificio se inspiró en la gran obra de aquel poeta: la Divina Comedia. De ahí que los cien metros que terminó midiendo corresponden a las cien partes, o “cantos”, en que se divide el libro. Además, sus veintidós pisos coin ciden con las estrofas de los versos que lo componen. La Divina Comedia relata, entre otras cosas, aquello que David Alieno le anticipó en la nota: el descenso al infierno de su autor, Dante Alighieri. Fabián ingresó al palacio por la entrada de Avenida de Mayo al 1300, en pleno centro de la ciudad, y fue directamente hacia un hombre de uniforme azul que se asomaba por sobre un alto mostrador de madera. —Buenas tardes —dijo. —Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarte? Fabián decidió aprovechar la amabilidad de aquel sujeto para no andarse con vueltas. —Necesitaría un poco, tan solo una pizca de las ce nizas de Dante Alighieri. Es para un experimento... di gamos... científico. El hombre se dobló de la risa. Su carcajada reverbe ró por todo el edificio como si fuera una multitud la que se reía. —Muchacho —le dijo cuando se repuso—, ese es un mito urbano. Las cenizas de Dante nunca llega ron a la Argentina. Lo único que puedo ofrecerte, en La dama de blanco • 29 (('compensa por el buen rato que me hiciste pasar, es (jue subas a visitar el edificio, incluso, podés sacar al gunas fotos con tu celular. I .ibián aceptó la propuesta y subió por las escaleras hasta el nivel más alto. Había leído que en la cima del palacio había un faro, como esos que guían con sus luces a los barcos. Era verdad, ahí estaba. Le sacó una foto. Sin embargo, él buscaba otra cosa. Según lo escrito por Alieno, las cenizas de aquel que lo llevaría hasta Rufina debían estar allí, en algún lugar. Repasó la otra parte de la nota: ¿A, cu mdÁ- aJ$d c¿e£ Ú̂ ci&lcío CBaJiofó. u , eúconc&n, &u¿- cem ĉuL ¿Y si el hombre de la recepción tenía razón? ¿Y si las cenizas aún continuaban en Italia? ¿Y si el espectro de aquel cuidador del cementerio de la Recoleta se estaba burlando de él? Entonces, en medio de aquel mar de dudas, el faro se encendió. Fue solo un momento, como si alguien lo hu biera prendido y apagado, pero bastó para que el haz de luz iluminara un panel de madera, justo donde terminaba la escalera. Algo había brillado en el panel en ese instante fugaz. Fabián fue hasta él. El techo era muy bajo en ese sector, y estaba todo muy oscuro. Ahora se alumbró con su celular. Y cuando la luz de la pantalla volvió a iluminar el panel, aquello brilló una vez más. Eran los rebordes metálicos de una cerradura. Fabián, de inmediato, pensó en la llave de Alieno. La sacó de su bolsillo, la metió en la 30 • Guillermo Barrantes cerradura y cerró los ojos. La llave giró y el panel se abrió. Emocionado, introdujo las manos lentamente, hasta que tocó un objeto. Lo tomó con delicadeza y lo llevó a la luz. Era una urna doradadel tamaño de una caja de zapatos. La tapa representaba una serpiente enroscada en sí mis ma, mordiéndose la cola. Entonces, Fabián sintió que le arrebataban la urna. Pensó en el recepcionista vestido de azul. También podía ser el espectro de Barolo o del arquitecto Palan- ti, o una combinación de ambos. Pensó en el mismísi mo demonio. Todo esto pasó en uno o dos segundos. Hasta que vio quién era. 0 más bien qué: los hilos de ectoplasma habían brotado de su otro bolsillo, se ha bían pegado a la base de la urna, y ahora la sostenían en el aire. La tapa cayó... y sucedió. Las cenizas brotaron de la urna y se unieron a los hi los de ectoplasma en un remolino fenomenal, forman do primero un contorno, luego una figura, y finalmen te un cuerpo... el cuerpo de un hombre. Algunos hilos de ectoplasma todavía colgaban de una de las manos del hombre. —Toma —le dijo el hombre recién formado, hacien do que aquellos filamentos sobrantes regresaran al bolsillo del que habían salido—. Tal vez los necesites más adelante. —Gra... gracias. —Mi nombre es Dante —se presentó el caballe ro—. Dante Alighieri. Y si estás aquí es porque necesitas un guía. ¿Tu nombre? —Fabián, señor. La dama de blanco • 31 I abián, no me trates de señor. A los poetas no nos Hir,la. Además, como llevo muerto setecientos años, no >y oficialmente un señor. ¿Quién de todos te mandó? Alieno. David Alieno. El cuidador del cementerio de Recoleta. - Sí, sí. Hace mucho que no me mandaba a nadie. ¿Y I), it a qué quieres ir al infierno? No... yo solo busco a una chica... -Una chica en el infierno —lo interrumpió Dante. -No creo que Rufina... —¿Rufina cuánto? —lo volvió a interrumpir el poeta. —Cambaceres. —Claro, la dama de blanco. Muy bien. Entonces, debe- i (irnos recorrer otros círculos. —¿Círculos? —De pronto, Fabián recordó que el hom bre de negro le había nombrado unos círculos, pero ne cesitaba más información. —Así como para llegar al Averno hay que atravesar nueve círculos infernales, para volver a ver a Rufina de beremos atravesar la misma cantidad de círculos, pero estos son círculos míticos. Tendrás que demostrar que eres merecedor de vislumbrar el Otro Lado de Buenos Aires. ¡Vamos, no perdamos tiempo! Debemos aden trarnos en el segundo círculo. —¿Segundo? —Sí, Fabián, acabas de atravesar el primero, el de los fantasmas pacíficos, como David Alieno o como yo. Ahora las cosas se pondrán un poco más peligrosas. 34 • Guillermo Barrantes Fabián siguió a Dante escaleras abajo, y luego por un pasillo que terminaba en una puerta. Cuando la abrieron salieron al exterior. Caía la tarde y las sombras se enrojecían en Buenos Aires. El poe ta le hizo señas a un taxi. El vehículo que se detuvo dejaba bastante que desear. Era un modelo viejo y el traqueteo de su carrocería pedía una visita urgente al taller mecánico. Igualmente, subieron. —Al Parque Rivadavia, por favor —indico Dante. El chofer gruñó, el taxi chirrió, y arrancaron. Entonces, Fabián reparó en las manos del conduc tor. Aquellos dedos en el volante no solo mostraban la palidez de los huesos... ¡Eran solo eso! ¡Huesos! Falanges apenas cubiertas con unos colgajos de carne putrefacta. Se trataba de las manos de un muerto. O de la Muerte. Fabián desvió la vista hacia Dante. El poeta, adivi nando en su mirada la pregunta, sonrió y asintió con la cabeza. Ese era el taxi del que hablaban las leyendas urba nas, ese que era manejado por la misma Parca, ese cuya tarifa era un alma. —Ella es una vieja conocida —lo tranquilizó Dante—. La dama de blanco • 35 Nos llevará gratis. Me adeuda un par de favores. De la que debes preocuparte es de nuestra próxima visita, ln guardiana del segundo círculo mítico. I ,i Muerte aceleró y Fabián se hundió un poco más «mi el asiento. Hace unos ciento cincuenta años, donde hoy está • •I Parque Rivadavia, en pleno barrio de Caballito, se .il/aba la mansión de la familia Lezica —continuó el poeta—. En aquel tiempo, todos los martes se daban ) -,i andes fiestas en la casona; y en esas celebraciones, se le asignaba a cada sirviente una función específi ca... salvo a la planchadora. Esta esclava negra se des- ompeñaba en un patio exterior, totalmente sola, plan chando pilas y pilas de ropa con una plancha a carbón. —¿Por qué hacían eso con la mujer? —quiso saber Fabián. —Se dice que la planchadora era muy hermosa, y las mujeres de la casa no querían competencia a la hora de coquetear con los galanes invitados. Así fue hasta que cierto martes, cuando la fueron a buscar luego de terminada la fiesta, y la encontraron muerta al pie de un ombú del patio. —¿Qué le pasó? —Puedes preguntárselo a ella. Con un nuevo gruñido de su conductora, el taxi se detuvo. Habían llegado al Parque Rivadavia. —A los fantasmas pacíficos les siguen los fantas mas enfadados —continuó Dante—. Y la planchadora los representa muy bien. Pocos resisten un encuentro directo con ella, pero si anhelas llegar a Rufina... 36 • Guillermo Barrantes Dante estiró la mano y abrió la puerta para que Fa bián bajara. Entonces, respiró profundo y salió del auto. Antes de cerrar la puerta del vehículo, Dante le regaló un verso: Así como es de esperar que pueda atacarte el asma, volverás a respirar si recuerdas el ectoplasma. El parque estaba desierto. No había chicos corrien do, ni artesanos vendiendo sus creaciones, ni perros. Fabián juraría que incluso no había pájaros sobre los árboles, ni uno solo cantándole al crepúsculo. Lo único que hacía algún tipo de sonido era el viento. Corrien tes de aire helado aullaban entre los troncos, entre los restos descascarados de un muro, tal vez una parte de la desaparecida mansión de los Lezica. Lo primero que vio fue una sombra ardiente, a lo le jos, que parecía acercarse. Luego, despareció... para volver a materializarse, de repente, a unos diez metros de Fabián. Ahora la sombra mostró contornos propios de un cuerpo femenino. Tuvo miedo. Sí, era la esclava asesinada de la que le habló Dante. Aún llevaba la plancha en la mano. Fabián, a través de su terror, vislumbró que algo andaba mal con aquella silueta, algo... como un vacío. Pero la figura volvió a desaparecer sin darle tiempo a descubrirlo. La dama de blanco • 37 l Jno, dos segundos de soledad, de aquel aire gélido i ■ chalado por el parque. Bastó un pestañeo para verla i Jo nuevo... ¡a tan solo cinco o seis pasos de él! Enton- < :<% lo supo: aquel amante celoso no se conformó con m.liarla... ila había decapitado! Ese vacío que pudo I icrcibir era la falta de una cabeza sobre los hombros. I abián hubiera preferido que aquel espectro gritara, maldijera o, al menos, que arrastrara unas ruidosas cadenas tras él. Porque lo que hacía aún más aterra dora semejante aparición era la ausencia de sonido, • ‘I silencio que la acompañaba. Ese fantasma quería gritar su locura, pero no tenía boca... Aunque no podía gritar, el espíritu de la esclava lleva ba en lo alto la plancha de carbón al rojo vivo, lista para (lujarla caer sobre la temblorosa humanidad de Fabián. Ante el avance de la planchadora decapitada, Fa bián retrocedió y tropezó con las raíces de un ombú y cayó de espaldas. El suelo del parque parecía una capa de hielo. Como Fabián sí tenía boca para gritar, lanzó un alari do tremendo ante ese espanto del más allá que iba en camino de abalanzarse sobre él. Pero la desesperación, la profunda desesperación del que sabe inminente su final entre los vivos, siem pre produce una última opción, como el manotazo que lanza aquel que está a punto de ahogarse. El ma notazo de Fabián consistió en meter la mano en el bol sillo de su saco y extraer el último resto de ectoplas- ma que aún guardaba. Y sucedió que los filamentos blanquecinos saltaron de los dedos de Fabián hacia 38 • Guillermo Barrantes el vacío sobre el cuello cercenado de la planchadora, y reptando en el aire, uno sobre el otro, fueron tejiendo la cabeza faltante de la mujer. Como biensupuso Fabián, la planchadora gritaba, pero recién ahora, gracias a su flamante cara de ecto- plasma, pudo escuchar ese grito. Era atroz. Una mez cla de graznido y llanto desgarrador. A pesar de que se trataba de una máscara blanque cina que imitaba la cabeza original, a pesar del gesto extraño, se notaba que había sido hermosa. La plancha cayó a un costado y empezó a quemar el césped. Las dos manos de la mujer palparon la nueva cara. Enseguida, dejó de gritar y se puso a reír. —Al fin —murmuraba entre carcajadas, sin dejar de tocarse los filamentos que formaban su cara—. Al fin. Fabián aprovechó la distracción de la planchadora para ponerse de pie y correr hasta el taxi, que perma necía en el mismo lugar donde él había bajado. —Casi te perdemos, hijo —comentó Dante apenas Fabián subió al vehículo—. Aquí, con mi amiga, apos tamos acerca de si eras capaz de lograrlo. Ahora ella me debe un poco más que antes. La Muerte gruño y el taxi se puso en marcha. —Tu verso, el del ectoplasma, lo recordé justo —le dijo Fabián al poeta—. Gracias. Lo último que vio Fabián a través de la ventanilla fue una imagen pesadillesca: la planchadora seguía riéndose, seguía palpándose las facciones, mientras las llamas que ahora brotaban del pasto comenzaban a abrazarla. Terc©r círculo mítico Monstruos 40 • Guillermo Barrantes Otro gruñido. Otra frenada. Otro parque.La noche había caído en Buenos Aires. Noche de luna llena. —Estamos en el barrio de Versalles —anunció Dante—, más precisamente en la plaza Ciudad de Banff. —Qué nombre extraño —comentó Fabián. —No tanto como llegar a ella en un taxi manejado por la Muerte, junto con un poeta fallecido hace cien tos de años —Dante sonrió y continuó—: Banff es el nombre de una pequeña ciudad escocesa donde San Martín fue declarado ciudadano ilustre. —¿San Martín? —Sí, don José de San Martín, el Libertador. Aquel via je a Escocia en 1824 por parte del general fue muy mis terioso. Pero esa es otra historia. Aquí, en esta plaza, hay otra cosa misteriosa, y deberás enfrentarte a ella. Dante le puso en la mano un revólver y lo cargó con dos pequeños proyectiles plateados. —Balas de plata —dijo Fabián—. No me digas que... —Si —lo interrumpió el poeta—. La condecoración de San Martín en Escocia no es el único lazo entre esta plaza y Gran Bretaña. La leyenda urbana asegura que, hace varias décadas, a Versalles llegó un cargamento proveniente de Inglaterra. El cargamento incluía parte La dama de blanco • 41 <|r |,i estructura de lo que luego fue el Mercado Muni- i ip.il Lo que nadie sabía era que, escondido en aque- II,«estructura, había un hombre maldito, un inglés que \n convertía en lobo en noches como estas. Hoy sigue . i|), ii ociándose en esta plaza y odia el metal plateado, poro recuerda: Si bien es sabido que la plata mata hombres lobo, también es conocido que la goma los deja bobos. Dicho esto, Dante estiró el brazo y abrió la puerta del lado de Fabián, quien guardó el arma y bajó. La noche se sentía un poco menos fría que la última en el cementerio. Tal vez fuera por el disco entero de la luna que flotaba allá arriba, en ei cielo oscuro, y que con su luz interrumpía el aire negro y helado. En la plaza, creyó ver a un niño o una niña jugando, aunque un instante después reconoció que era muy tarde para que alguien de esa edad estuviera ahí solo. Además, al fijarse mejor, vio que aquella sombra era muy grande. Además, los niños no suelen aullarle a la luna. Porque eso fue lo que sucedió: ahí, subida a lo más alto del tobogán, la sombra le aulló a la luna llena. Entonces, volvió a pasarle lo mismo que en el Parque Rivadavia: retrocedió, asustado y, al tropezar, cayó al suelo, pero ahora, en vez de raíces de ombú, lo que le provocó la caída fue uno de los tachos de basu ra del parque. 42 • Guillermo Barrantes Con el golpe, el arma se disparó no una, sino dos veces. Las balas surcaron la noche sin un blanco de finido. Así que ahora estaba desarmado, tirado en el piso y con el contenido del cesto sobre el regazo y las piernas. Había papeles, envoltorios de todo tipo de go losinas, botellas de plástico y hasta una ojota. Cataplum, cataplum, cataplum... Aquel retumbar era peor que el aullido. Cataplum, cataplum, cataplum... Fabián no tuvo dudas: los disparos habían reve lado su presencia. Eso que retumbaba eran las pa tas de una bestia sobrenatural corriendo hacía él, la misma que había aullado a la luna. Y a la única bestia sobrenatural que se le daba por hacer esas cosas era al lobizón. Cataplum, cataplum, cataplum... Derribando dos árboles con sus garras, apareció aquel monstruo mitad hombre, mitad lobo. Erguido, mediría un poco más de tres metros. Su espeso pelaje brillaba bajo la luz lunar, aunque no tanto como la sali va que le chorreaba de las fauces. La bestia le clavó los ojos rojos, se pasó la lengua por los colmillos y... Cataplum, cataplum, cataplum... Paralizado por el terror, el único músculo que podía mover era su cerebro. Así que pudo recordar el verso de Dante. Como ya no tenía balas de plata, pensó en lo que habría querido decir el poeta con eso de "la goma los deja bobos”. Cataplum, cataplum, cataplum... La dama de blanco • 43 I o único de goma que tenía a mano era... I I lobizón saltó para dar la dentellada fatal y enton- e \ I abián tomó esa ojota de goma media rota que ubí.i caído del cesto de basura y alcanzó a pegarle u\!o entre los ojos. ¿Qué podría hacer un "ojotazo , por más fuerte y r r i tero que fuera, contra un monstruo en pleno salto ••obrehumano? Pues, lo anunciado en el verso de Dan- I,. cuando el lobizón tocó tierra ya se había convertido ,.n un hombre. La cara de aquel caballero era la de al guien desconcertado. Los deja bobos... Excuse me —le dijo el hombre en un perfecto in glés. Y luego se fue corriendo. I abián guardó la ojota salvadora en uno de sus bol- ?úlíos y, respirando aliviado, regresó al taxi. Cuarto círculo mítico Muertos vivos 46 • Guillermo Barrantes El taxi se detuvo en la esquina de Sarmiento y Salguero, en el barrio de Almagro. Esta vez la Parca no gruño y Dante se mantuvo en silen cio. El semáforo estaba en rojo. No había otro auto, ni siquiera algún caminante nocturno a la vista. Pero, de pronto, apareció un mimo. Lo vio aparecer avanzando por la senda peatonal. Se detuvo justo frente al taxi y, sin perder un momen to, comenzó a desplegar su show. Fabián no era un fanático de la pantomima, pero tenía que reconocer que el otro era realmente bueno. Con sus manos, palpaba paredes que no existían, con sus pies subía escaleras invisibles, como haría cual quier mimo; pero sus movimientos eran... diferentes. Daba la sensación de que era capaz de adquirir casi cualquier postura, como si sus huesos fueran flexibles. El artista terminó su rutina arqueándose hacia atrás, como si su columna vertebral fuera de hule, haciendo parecer una pavada las piruetas de Neo en la película Matrix. Cuando el semáforo cambió a amarillo, Fabián imaginó que el mimo vendría a buscar su recompen sa, lo que ellos tres como espectadores quisieran pa garle por el show. Y la verdad era que se lo había gana do. Sin embargo, el mimo, simplemente, dejó el centro La dama de blanco • 47 de la calle, y se perdió por el mismo costado por (‘I que había aparecido. El semáforo se puso en verde. La Muerte no gruñía. I I taxi no arrancaba. Pero Dante rompió el silencio lanzándole a Fabián una pregunta: —¿Lo conocías a Xavier, el mimo? —¿El de recién? No. —Nunca escuchaste su historia, entonces. —Jamás. -Pues, el mito urbano asegura que aquí, en la esqui na de Sarmiento y Salguero, un artista de la pantomi ma, que dicen que se llamaba Xavier, hacía su rutina ca llejera frente a los automovilistas que se detenían frente , il semáforo. Pero cierto día, uno de estos conductores, tan impaciente como impiadoso, no esperó la luz verde, y menos que Xavier terminara su show. Apretó el acele- i , idor yatropelló al mimo, quien quedó tendido sobre el asfalto, con los huesos rotos, sin vida. —Entonces, el mimo que vimos recién... —Es el guardián del cuarto círculo mítico, el repre sentante de los muertos vivos. —¿Muertos vivos? —Exacto. La leyenda cuenta que un grupo de ami gos de Xavier, mimos también algunos de ellos, lleva ron el cadáver del malogrado artista a la casa de un chamán, un brujo que mediante un ritual despertó la conciencia de Xavier a la pseudovida de un zombi. —Un mimo zombi... en Buenos Aires —Fabián no dejaba de sorprenderse. 48 • Guillermo Barrantes —Y aquí viene lo peor: se dice que Xavier sigue realizando su número de pantomima, en la esquina de siempre, pero ahora lo hace con otra intención. En ese preciso instante, una cara maquillada de blanco y rojo se pegó a la ventanilla del lado de Dan te. ¡Era el mimo, era Xavier! Fabián notó que lo blanco era pintura, pero lo rojo... lo rojo era sangre. Incluso podían percibirse trozos de hueso asomando entre la carne de las mejillas. Por eso sus movimientos eran tan extraños: su cuerpo continuaba tan roto y desco yuntado como después de ser atropellado. Los ojos del muerto vivo tenían un brillo líquido, como los de un pez. Y giraban de aquí para allá, como intentando ver algo a través del vidrio, algo dentro del taxi. Ahora Xavier da su show —continuó Dante— para luego fijarse en cada auto que se detiene frente al semá foro, para mirar en su interior en busca de su asesino y darle su merecido. Y como todos los zombis son medio miopes... suele creer que cualquiera es ese hombre. Entonces, los ojos del mimo dejaron de bailar en sus cuencas deformadas y coincidieron en observar a Fa bián. Dante estiró la mano para poder abrirle la puerta una vez más. —Corre —fue el único consejo que le dio el poeta. Y Fabián obedeció de inmediato. Corrió por las ca lles de Almagro, y a pesar de algún que otro tropie zo y de su desesperación, en esta ocasión su nuevo perseguidor, aunque se movía bastante rápido para ser un zombi, no era tan veloz como los anteriores. Para terminar de despistar a Xavier, Fabián se metió La dama de blanco • 49 mi un pasaje. Cuando llegó al final del callejón, se dio i urnta de su error: no tenía salida. Podía intentar tre- I mi H alto enrejado que daba a las vías del tren, pero <n.i (lemasiado tarde: Xavier acababa de descubrir su e ,< :ondite y ya arrastraba sus destrozados pies por el ii igosto corredor. Se acercaba a Fabián con sus ojos i li ■ pez nadando en el poco maquillaje blanco que aún le quedaba en la cara. Otra vez acechado por un ser mítico, pero ahora no li'iií.i con qué defenderse. Ni balas de plata, ni ecto- I >|, r.ma, ni siquiera una de esas advertencias en forma i !<1 poema de su guía. Solo guardaba la ojota encontra- 11,i en la plaza de Versalles. Veía difícil que aquel viejo t , il/ado también ahuyentara mimos zombis. Fabián sintió una vibración en la pierna. Primero pensó que se trataba del temblor propio del miedo. I ’ero no, era su celular. Lo extrajo del bolsillo pensan do más en usarlo como arma arrojadiza contra aquel muerto vivo que en atender el llamado. En la pantalla se leía “ Número desconocido". Xavier seguía acortan do la distancia. Seis... cinco... cuatro metros. —Fióla, hola Sin querer, con sus dedos vacilantes, Fabián había atendido la llamada. Juraría que era la voz de Dante la que sonaba al otro lado de la línea. El poema a través del teléfono le confirmó que se trataba de su guía: En el pasillo de Pedro, podrás, amigo, salvarte, si te das cuenta, en serio, que la clave está en el arte. 50 • Guillermo Barrantes % t,■ * v1» La llamada se cortó. Fabián guardó el celular y levantó la vista. Allí, en el muro, justo arriba suyo, un cartel indicaba el nombre de aquel pasaje: Pedro La- redo. En el pasillo de Pedro. Tres metros... dos... el mimo ya casi lo atrapaba. El arte... la clave está en el arte. ¡Claro! Era absurdo, pero... ¿qué otra cosa podía hacer? Fabián, como si él también fuera un mimo, dibujó en el aire, con sus dedos, entre él y Xavier, una pared; en el interior de esa pared dibujó una puerta, y luego hizo la mímica de cerrarla con llave. Y sucedió que, justo cuando el muerto vivo exten día sus brazos descoyuntados hacia él, ¡chocó contra su pared invisible! Era ahora o nunca. Fabián trepó el enrejado, mientras el mimo zombi parecía querer forzar con desesperación el picaporte de aquella puerta imaginaria, sin poder transponerla. Fabián saltó a las vías férreas y, cuando encontró un paso, volvió a las calles. Allí lo esperaba el taxi. —No sabía que tenías celular —le dijo Fabián a Dante apenas subió al auto. —No era mío —le respondió el poeta— Ella me pres tó el suyo. Ella era la Muerte y estaba al volante. * " m * v t 52 • Guillermo Barrantes S i había algo peor que caminar solo por el interior del tren fantasma de un parque de diversiones, era caminar solo por el interior del tren fantasma de un parque de diversiones... ¡abandonado! El taxi que llevaba a Fabián y Dante había llegado al Parque de la Ciudad, también conocido como Intera- ma, un enorme parque de diversiones abandonado del barrio porteño de Villa Soldati. Fabián se acordaba de él. Sus padres lo habían llevado cuando tenía seis o siete años. Las monta ñas rusas, los carruseles, los autos chocadores... seguían funcionando en su memoria, en el recuerdo de aquel día. Ahora, el Parque de la Ciudad era un manojo de juegos en ruinas abrazados por el óxido y la vegetación. Lo que Fabián acababa de enterarse era que según la leyenda urbana una familia de vampiros, chupasan- gres como Drácula, aunque estos serían descendien tes de uno que azotó la provincia de Tucumán entre 1950 y 1960, vivían allí, entre los esqueletos de los di ferentes juegos mecánicos. Más específicamente, en el interior de lo que fue el tren fantasma. La dama de blanco • 53 Así que ahí se encontraba ahora, caminando por las vías retorcidas de aquel tren, iluminado por la linter na de su celular, al que no le quedaba mucha batería, y recordando el poema que su guía le recitó antes de bajar del taxi: Cuando creas que perdiste con esta gente draculesea, el único juego que resiste te salvará de la gresca. Una mujer decapitada que no era la planchadora de Parque Rivadavia, un lobizón que no era el de Versa- lles, un zombi que no era el mimo de Almagro... todo eso alumbró su celular. Eran figuras que se alzaban a ambos lados de la vía, y que a pesar de ser de cartón pintado, metían miedo, o al menos generaban escalo fríos en la espalda de Fabián. Luego de un sector don de hilos de algodón colgaban del techo a manera de telarañas, Fabián llegó a una escenografía que simula ba un cementerio. Y allí, posadas en tres lápidas dife rentes, había un trío de gárgolas, menos deterioradas y más realistas que los monstruos anteriores. La linterna de su celular se apagó. Fabián lo sacudió y volvió a prenderse. En la pantalla, leyó que estaba casi sin batería. Pronto necesitaría recargar su celular. Apuntó el haz de luz nuevamente hacia las lápidas... y las gárgolas ya no estaban. O sí, pero paradas delante de él, mirándolo fijamente, mientras sonreían mos trando unos filosos colmillos. 54 • Guillermo Barrantes Fabián corrió como un poseído, volviendo sobre sus pasos, alumbrando con la cada vez más tenue luz de su celular, mientras oía el batir de alas, los chillidos, las risas de los vampiros a su alrededor. Cuando salió del tren fantasma, tenía a uno de ellos posado sobre los hombros, como antes lo había visto sobre aquellas lápidas de cartón. A punto de que el maldito le hincara sus colmillos, Fabián utilizó la últi ma energía de la batería del celular para sacarse una sel fie. El flash hizo chillar al vampiro. El monstruo alzó vuelo y se alejó, pero tanto ese como los otros dos no tardaron en contraatacar. De noche, no había sol que ahuyentara a esas cria turas, y Fabián no teníacarga para otra foto. Tampo co guardaba en los bolsillos algún crucifijo o ajos para repelerlos. La ojota no le parecía un arma realmente adecuada. Lo único que tenía era el verso del poeta. Pero esta vez el consejo de su guía parecía inútil. Allí todo se hallaba en ruinas, no había ningún juego en buen estado que pudiera salvarlo. Aunque... Justo frente al tren fantasma, Fabián divisó una puerta desvencijada, y sobre ella un cartel que reza ba “ Laberinto de espejos”. Corrió hasta la abando nada atracción y traspuso el pórtico cubierto por la herrumbre. Esta vez, la luna llena jugó a su favor. A través de las ventanas rotas, los rayos lunares alumbraban el interior del recinto, multiplicados por el rebote en los diferentes espejos del laberinto. Fabián percibió que La dama de blanco • 55 la mayoría de los cristales de esos espejos, salvo al guna que otra rajadura, estaban intactos. O sea, po dría decirse que aquel juego del parque de diversiones aún resistía. Cuando Fabián oyó un rechinar terrible, como si hu bieran arrancado de cuajo la puerta de entrada, supo que los vampiros habían ingresado al lugar. También sintió sobre los hombros nuevas y bestiales garras. Lo que lo salvó de la mordida, en esta ocasión, fue el primer espejo del laberinto: el vampiro no soportó ver su imagen reflejada en el cristal y cayó al suelo con un chillido. Fabián corrió por aquellos corredores retorcidos, y cada vez que alguno de los vampiros estaba por darle caza, un espejo volvía a salvarlo, reflejando al maldi to y dejándolo fuera de combate por un rato. Terminó saliendo por una puerta lateral, igual de desvencija da que la primera. Vio el taxi estacionado junto a la base de la Torre Espacial, una torre altísima, de más de ciento cincuenta metros, que aún se mantenía de pie en el parque. Subió al vehículo para escapar definitivamente de aquellas criaturas de ultratumba. Nunca estuvo tan contento de tener tan cerca a la Muerte. \¡> • ’ <j < > f/ §>e*fco c»rcu\o mítico Estatuas mágicas 58 • Guillermo Barrantes Fabián miraba por la ventanilla cuando escuchó: —Te mereces un descanso —le dijo Dante mientras el taxi avanzaba hacia su próxi ma parada—. Has enfrentado valientemente a los representantes de cada círculo y has descubierto la clave para vencerlos. —Entonces, ¿no iremos ahora hacia el próximo círculo mítico? -S í, pero este es diferente. La representante del sexto círculo entrelaza los destinos de todos los habi tantes de Buenos Aires. Ella es quien me dio los con sejos que te di, aunque luego yo los convertí en verso. Es un trabajo en conjunto. Pero este último consejo te lo debe dar ella, sin intermediarios. —¿Y cuál es el desafío? —Solo puedes formular una pregunta. Ella te res ponderá. La utilidad de esa respuesta dependerá de lo que le hayas preguntado. Por eso, el desafío es for mular la pregunta correcta. El taxi se detuvo junto a un nuevo espacio verde. —Hemos llegado —anunció Dante y volvió a abrirle la puerta . Debes hallarla en el interior de este jardín inmenso: el Parque Avellaneda. La dama de blanco • 59 —¿Y cómo la encuentro? ¿Cómo la reconozco? —Te darás cuenta. La encontrarás tejiendo el porve nir de cada uno de nosotros. Los faroles que asomaban entre los árboles crea ban un oasis de luz amarillenta en medio de la noche, dándole a los senderos del parque tonalidades sepias. Fabián se sentía caminando dentro de una foto anti gua. En una de las tantas encrucijadas, divisó una figu ra blanca sentada sobre un bloque de piedra. Se acer có hasta ella. Era una anciana, una anciana indígena con un tejido sobre su falda. Lo miraba a él como si lo hubiera estado esperando. En otro momento de su vida, aquel encuentro hu biera sido, como mínimo, inquietante, extraño. Sobre todo, porque esa mujer que lo miraba era una esta tua. Pero como en las últimas dos noches lo extraño se había convertido en algo familiar, Fabián formuló su pregunta. Si ya había recibido una nota procedente de la escultura mortuoria de un cuidador, ¿por qué no es perar una respuesta de una tejedora de piedra? —¿Volveré a ver a Rufina? —fue su pregunta. Sopló una brisa, aunque bien pudo haber sido el suspiro de la tejedora. ¿No había pestañeado, ade más? ¿Sus manos no se habían movido levemente, acomodando el tejido? Entonces, una voz sonó dentro de la cabeza de Fa bián. De inmediato, supo que era la voz de la tejedora. La verás en el próximo círculo, mas solo si la contem plas podrás mantener la esperanza, dijo. 60 • Guillermo Barrantes La brisa se detuvo. Fabián hubiera jurado que el mismo tiempo había dejado do correr. Cuando entró al taxi, Dante se alegró. —Excelente, hijo —le dijo el poeta mientras el gru ñir de la Parca y el quejido del motor poniéndose en marcha se confundían—. Has hecho la pregunta adecuada. —¿Cómo lo sabés? —Porque hubo un pequeño detalle que evité con tarte: cualquier otra pregunta hubiera enfurecido a la tejedora y te hubiera matado. Séptimo círculo mítico Brujas 62 • Guillermo Barrantes De pronto, Dante le preguntó:—¿Qué es una salamanca?—Me suena a una ciudad —arriesgó Fabián. —Muy bien. Es una ciudad española. Pero también se le dice asi a un tipo de cueva donde se reunían anti guamente las brujas. En el interior de estas cavernas, hechiceros y hechiceras de todo el mundo compar tían pócimas, brebajes nefastos y nuevas maldiciones mientras comían y bailaban sin parar. El taxi se detuvo. Lo primero que Fabián observó por la ventanilla fueron los carteles que indicaban que era la esquina de Rodríguez Peña y Paraguay. Y lo segundo... —En este preciso lugar —continuó Dante—, junto a aquel ombú... Pero Fabián ya no lo escuchaba. La tejedora ha bía tenido razón. Ahí, en esa esquina, con el mismo vestido blanco, con las mismas lágrimas en los ojos, estaba Rufina. Bajó del auto y fue directamente hacia ella. Estaba junto al ombú, ese mismo ombú del que le había em pezado a hablar el poeta. Le puso la mano en el hom bro y ella lo miró. Otra vez esos ojos achinados, esas mejillas pálidas, ese pelo negro. Y otra vez esas pala bras en su cabeza: La dama de blanco • 63 No la pierdas... De pronto, reconoció aquella voz en su cabeza: era la voz de la tejedora, siempre lo había sido. —No voy a perderte —dijo Fabián y Rufina sonrió. Quería besarla, era lo que más ansiaba. La dama de blanco cerró los ojos para recibir aquel beso, y justo cuando Fabián se disponía a cerrar los suyos, sucedieron dos cosas. La primera fue ese olor. Un tufo ácido, como de algo podrido, que parecía salir por entre los labios entreabiertos de Rufina. Y fue ese hedor lo que lo alertó y le permitió apreciar la segunda cosa. Por detrás de la chica pasó una sombra y luego dos más. Fabián tardó un segundo en darse cuenta de que esas figuras sombrías eran el hombre de negro, aquel que había conocido en el cementerio de la Reco leta, y sus dos incansables perseguidores. Uno de es tos últimos, al pasar, giró la cabeza hacia Fabián, para luego volver a dirigir la atención hacia su presa. Aquel hombre llevaba anteojos espejados. La voz de la tejedora volvió a sonar en su mente: La verás en el próximo círculo, mas solo si la contem plas podrás mantener la esperanza. Así como "salamanca” no era lo mismo que “sa lamandra", ver” no era lo mismo que contemplar . Contemplar algo involucra una mirada más profunda de ese algo, más diversa, desde otro ángulo. A Fabián, ese otro ángulo se lo dieron los anteojos de aquel hombre. En ese instante fugaz en que pa reció mirarlo, Fabián pudo verse reflejado junto a su amada en esos cristales espejados. Pero en el reflejo no estaba a punto de darle un beso a Rufina... sino a 64 • Guillermo Barrantes un engendro, a una cosa flaca y peluda, con una nariz monstruosa emergiendo de lo que parecía una cara tan alargada como arrugada. Fabián retrocedió de inmediato, y a pesar de que ahora volvía a ver a la hermosa Rufina delantede él, sabía que no era ella. —Si llegabas a besar a esa maldita, te hubiéramos per dido para siempre —le dijo Dante apenas subió al taxi. —La tejedora me ayudó —Fabián hablaba aún im presionado—, La tejedora y unos anteojos espejados. ¿Qué era aquella cosa? —Antes de bajar del auto como poseído, te estaba contando que ese ombú que se alza en la esquina de Rodríguez Peña y Paraguay es lo único que queda de un bosque donde, hace muchos años, cuando Buenos Aires recién nacía, se abría una de estas cuevas llama das salamancas. Floy la cueva ya no existe, pero las brujas siguen llegando guiadas por antiguos mapas. —Entonces, esa... —Esa que casi besas era una bruja que te hechizó valiéndose de tus recuerdos. —Casi lo consigue. —Casi te perdemos. —Casi la pierdo. No la pierdas... 66 • Guillermo Barrantes Esta vez el taxi se detuvo en la esquina de Triunvirato y Avenida de los Incas. —Lo que resta de camino deberás seguirlo a pie —anunció Dante y le señaló una calle—. Aquella es Cádiz. Otra ciudad española —comentó Fabián, recor dando uno de los significados de "Salamanca”. —Es verdad. Parque Chas es un barrio donde muchas de sus calles y pasajes llevan nombres de ciudades euro peas. Por Cádiz ingresarás a él. Pero debés ir con mucho cuidado: allí adentro podés perderte para siempre. —Es cierto. Escuché muchas historias acerca de gente que, supuestamente, nunca pudo salir del barrio. —Exacto, es un laberinto urbano. Sus calles pare cen trenzadas entre sí por la misma tejedora. Por eso te dejamos aquí. Ningún taxi, ni siquiera el que maneja la Muerte, se anima a entrar a Parque Chas. Su guía le abrió la puerta para que bajara y continuó: —Caminando por Cádiz llegarás a la esquina de Baunessy Bauness. —La esquina de Bauness y... —Fabián creyó haber escuchado mal el nombre de la segunda calle. —Bauness y Bauness —repitió el poeta. La dama de blanco • 67 —Pero... una esquina formada por la misma calle es absurdo. —En Parque Chas todo puede pasar. Se dice que el mismo Diablo perdió el poncho en algún lugar de este barrio. Y hablando del Señor de las Tinieblas: uno de sus demonios maneja el único colectivo que se anima a entrar ahí. Debes tomarlo en esa esquina imposible. Es el único que puede llevarte al último círculo mítico, donde se alza la otra Buenos Aires. —O sea, que... aquí nos separamos. —Exacto, Fabián. Lo has hecho muy bien. —¿No hay un último consejo? ¿Un verso final? —El último consejo te lo dio la tejedora en persona, o mejor dicho, en piedra. Y el verso final deberás escri birlo vos mismo. —Y ahí... en esa otra Buenos Aires... ¿estará ella? —Eso espero. Te lo merecés. Se nota que la amás. Fabián abrazó a Dante. Sentía tan real a aquel hom bre, le había tomado tanto cariño que le parecía men tira que hubiera muerto hacía tantos años. —Gracias por ser mi guía —le dijo al poeta, y luego miró hacía el asiento de adelante—. Y gracias a usted también... señora. La Muerte gruñó. Fabián lo tomó como un “de nada . La puerta se cerró y el taxi arrancó. Fabián observó al vehículo alejarse hasta convertirse en un fragmento más de noche, de esa larga noche. Cádiz, Bauness y... Bauness. Era verdad, la esqui na existía. No había transcurrido ni un minuto cuando escuchó el ruido de un motor. Por Bauness (¿por qué 68 • Guillermo Barrantes otra calle si no?) se acercaba un colectivo. El número que llevaba impreso en el frente era el 187. A un cos tado del número decía en letras rojas “ INFIERNO”, al otro costado, “ LA OTRA BUENOS AIRES”. Alzó el brazo ante aquel colectivo de la misma ma nera que lo hacía cuando paraba el 12 casi todas las mañanas. El vehículo se detuvo con un crujido de hierros estrangulados y un chisporroteo multicolor. Fabián subió. El interior estaba repleto. Gente sentada, gente parada, gente trepada a las paredes, colgando del techo. Y también, mezclados entre las personas, ha bía otro tipo de criaturas. Todas parecían igualmente peligrosas. —No hace falta que saque boleto —le dijo el demo nio de piel escamosa y cuernos amarillentos que con ducía el colectivo—. Eso sí, avíseme cuando quiera bajar porque el timbre no funciona. ¿Avisarle? ¿No lo llevaría directo a su destino? Fabián no tardó mucho en darse cuenta de que el recorrido de aquel colectivo incluía varias paradas. Y en esas paradas algunos seres bajaban y otros tantos subían. Lo que se apreciaba a través de las ventanillas, allí afuera, cada vez que el colectivo se detenía, no era nada alentador. Aquellos eran lugares infernales: ár boles de fuego, ríos de lava, lluvias de ojos, personas desesperadas huyendo de todo tipo de monstruos. Y entonces supo que el verdadero peligro no se encon traba allí, entre los pasajeros, sino al bajarse en la pa rada equivocada. La dama de blanco • 69 El colectivo se detuvo una vez más, y entonces Fa bián observó que, en realidad, lo que veía a través de los cristales roñosos del vehículo no era tan terrible. Divisaba la orilla de un lago de aguas muy tranquilas y lo que parecía ser nieve cayendo desde un cielo entre gris y azul. Tendría que ser su parada. Debía decidirse, y asi lo hizo. Se acercó a la puerta trasera del colectivo, que aún se mantenía abierta, y comenzó a bajar por la escalera. Entonces, sintió que lo tomaban de los hombros por detrás, y lo volvían a arrastrar al interior del vehículo. La puerta se cerró, el chofer hizo entrechocar sus cuernos y el colectivo se puso en marcha. Aquel que le impidió bajar volvió a ocupar el último asiento de la fila doble. Fabián se apresuró a sentar se junto a él. Era el hombre de negro del cementerio de Recoleta. —Si bajabas en ese lugar —le explicó— hubieras su frido el frío más atroz durante dos o tres eternidades, dependiendo de tu conducta. Ese lago que viste lleva congelado desde antes que existiera el mundo. —Gracias —dijo Fabián—, gracias otra vez. ¿Y los dos hombres que te persiguen? Me pareció verlos tras tus pasos en la esquina de Rodríguez Peña y Pa raguay, cerca de un ombú. —Ellos no pueden subirse a este colectivo —le res pondió poniéndose de pie—. Tu parada es la próxima, igual que la mía. UoVeno cífcü\o mítico La otra Buenos Aires 72 • Guillermo Barrantes Ellos dos fueron los únicos en bajar en la siguiente parada. —Este es el último círculo mítico, el reverso de la ciudad —le dijo el hombre de negro—. O también pue de decirse que es el primero, depende de cómo lo veas. A simple vista, se encontraban en una esquina de Buenos Aires. O algo parecido a Buenos Aires. Justo frente a ellos, cruzando la calle, dominaba el paisaje un parque de diversiones. Pero este estaba en ruinas, como aquel que servía de hogar para criaturas mitad gárgolas, mitad vampiros. Todo lo contrario. En medio de la noche, sus luces resaltaban como una galaxia en el espacio. En ese momento, Fabián pudo ver cómo el carrito de una montaña rusa caía desde lo más sal to. El viento, además de acercarle el olor a algodón de azúcar, a pochoclo y a manzanas acarameladas, le trajo los gritos y las posteriores risas de los emocio nados pasajeros. -E s ta es la esquina de Callao y Avenida del Liber tador. Y ese parque es el mítico Italpark. En nuestra Buenos Aires cerró allá por 1990, en cambio, de este lado, abrió en ese mismo año. —Entonces, todo lo que muere allá, de alguna ma nera, nace acá —dedujo Fabián. La dama de blanco • 73 —No es tan sencillo. No todo. No todo. Los ojos del hombre de negro, de pronto, se hicie ron tan brillantes que se confundieron con las luces del parque. Era un brillo que vibraba, un brillo líquido, de lágrimas contenidas. Aun así continuó: —No estoy seguro todavía sobre cómo funciona esto exactamente, pero una de las cosas que descu brí es que los habitantes de esta otra Buenos Aires, en la nuestra, no son más que historias, mitos urbanos. Como tu Rufina o como mi Liliana. —¿Rufina, en nuestra Buenos Aires, es un mito urba no? —preguntó Fabián. Entonces,se dio cuenta que ni siquiera había investigado a su amada en internet. Nun ca se detuvo a pensar que detrás de su estatua podía ocultarse una historia de ese tipo. —¿No conocés su leyenda? Los porteños convirtie ron a Rufina en un gran relato. Ellos cuentan que allá por fines de mayo de 1902, a punto de salir a festejar su cumpleaños número diecinueve, Rufina Camba- ceres se desvaneció en su cuarto, mientras se ves tía. Cuando los médicos la revisaron y vieron que no tenía signos vitales, concluyeron que la joven había fallecido. Horas después fue ubicada dentro de la bó veda familiar de los Cambaceres en el cementerio de la Recoleta, junto a sus parientes muertos, encerra da en un flamante ataúd. Sin embargo, un cuidador no tardó en escuchar sonidos extraños en la bóveda, por lo que más tarde entraron al mausoleo, abrieron el féretro de Rufina, y así descubrieron algo espanto so: la cara de la joven se hallaba petrificada en un grito 74 • Guillermo Barrantes de horror, los ojos abiertos, las manos ensangrentadas y casi sin uñas, pues estas últimas estaban clavadas en la madera de la tapa del ataúd. Si, mi querido amigo, la pobre fue encerrada en aquel cajón... iviva! El desma yo en su cuarto habría sido provocado por un ataque de catalepsia, un trastorno repentino que deja prác ticamente sin signos vitales al que lo padece. Por eso Rufina fue tomada por muerta. Se despertó cuando ya cía atrapada en el interior del ataúd y luchó intentando abrirlo hasta que, ahora sí, murió a causa de la deses peración, del terror. Desde entonces, su fantasma se aparece en una de las esquinas del cementerio, lloran do desconsoladamente. —Qué terrible —repetía Fabián una y otra vez—. Qué terrible... —Te servirá pensar que aquella tris te historia, aquel horroroso desenlace, mantiene viva y joven a tu amada Rufina de este lado del mundo, en el noveno círculo mítico. —Qué terrible... El hombre sonreía luego de secarse las lágrimas con una de sus manos. —Y otra cosa que descubrí —siguió explicando el hombre— es que no podemos permanecer mucho tiempo aquí. Unas tres o cuatro horas, como máximo. Encima, hay acciones que aceleran la partida, todo lo que te emocione... Y cuanta más emoción sientas, más rápido tendrás que irte. Acabo de darme cuenta que no sé cómo volver se sorprendió Fabián—. ¿Qué hago para regresar? La dama de blanco • 75 ¿Tomo el mismo colectivo? —Ni se te ocurra. El colectivo no sirve para regresar. Escuchá bien: debés entrar a ese bar y tomar un café. El hombre le señaló un bar cruzando la calle. —¿Y después? —Hacé lo que te digo, solo hacelo. Y ahora vamos, el tiempo corre. Fabián siguió, entonces, al hombre de negro. Muchos tiempos parecían convivir en aquella Bue nos Aires: gente que lucía ropas de diferentes épocas, carretas tiradas a caballo junto a algunos automóvi les, pequeños castillos compartían medianera con casas coloniales o caserones de varios pisos. A pesar de toda esa mezcla increíble, Fabián creía saber hacia dónde estaban yendo. —Allí adelante... ¿no debería estar el cementerio? se animó a preguntar. —De este lado, mi amigo, los cementerios son barrios. Era verdad. Acababan de llegar al sitio de su en cuentro con Rufina, a los alrededores del cementerio de la Recoleta. Salvo que, en vez de un cementerio, lo que se alzaba ante los ojos de Fabián era un enorme complejo de casas y calles peatonales, un lugar donde bullía la vida. El hombre de negro no dijo nada más, simplemente, se perdió en aquella ciudadela. A Fabián no le importó. Ya sabía lo que tenía que hacer. Caminó por los pasajes angostos de ese lugar ma ravilloso. De estar más atento hubiera distinguido en tre los transeúntes a antiguos presidentes, a héroes 76 • Guillermo Barrantes militares, a personalidades de la historia argentina. Es que Fabián solo podía pensar en el lugar al cual se dirigía. Incluso, aquel cuidador tuvo que ponerle una mano sobre el hombro para que lo reconociera. —David... —murmuró Fabián. —Bienvenido. Y suerte. Cuando llegó al lugar donde, en su Buenos Aires, se hallaba la bóveda mortuoria de la familia Camba- ceres... encontró una casa, una más de aquel barrio, y a una chica con su vestido blanco al viento, a punto de entrar, girando el picaporte de la puerta. —Rufina... —dijo Fabián. Ella giró la cabeza hacia él. Sí, era ella. Esta vez, sí. Fabián temió que Rufina, en aquella posición, se convirtiera, de pronto, en piedra, imitando su propia estatua en el cementerio de la Recoleta. Pero el terror se rompió con su voz. —Fabián. Ella entonces dio dos pasos hasta quedar frente a él. —Sabía que podía confiar en vos —le dijo Rufina. Al fin, podía volver a ver esos ojos, ese pelo. Al fin, podía volver a oler su aliento. Un único verbo llenó su mente, besar, y no pudo contenerse. La besó. Se besaron. Pasado, presente y futuro jun tos, en un único tiempo sin nombre. Ahora sí podrían ambos convertirse en piedra. Fabián hasta lo deseó para poder besar a Rufina por siempre. Entonces, lo inundó esa sensación, una mezcla de angustia y urgencia que le estalló en el pecho. La dama de blanco • 77 Ahora, a su mente llegaron otras palabras, aquellas dichas por el hombre de negro. hay acciones que aceleran la partida, todo lo que te emocione... Y cuanta más emoción sientas, mas ra- pido tendrás que irte. Fabián separó sus labios de los de Rufina. —Debo irme —le dijo. —¿Ya? —Rufina parecía desconcertada. -T iene que ser así, pero volveré. No la pierdas. , Volvía a escuchar las palabras de la tejedora, ahora. Fabián acercó su boca al oído de Rufina, e per e ría en las delicadas vueltas de aquella oreja pequeña perfecta, como los que se extraviaban en el mágico Parque Chas. —No voy a perderte —le susurró. Y comenzó a correr. 78 • Guillermo Barrantes £jn ej bar llamado La sensación en el pecho se había transformado en dolor. Salió de aquel barrio, siguió corriendo por las calles de esa otra Buenos Aires y llegó al bar. En una de las mesas, divisó al hombre de negro. Todavía agitado, Fabián se sentó frente a él. Mientras revolvía un café humeante, el sujeto le dijo: —Ha valido la pena, ¿no? Él asintió con la cabeza, sonriendo. —Diga lo que te diga, no me vas a hacer caso. Lo veo en tus ojos: vas a querer regresar. Tarde o temprano volverás a tomar el colectivo del diablo en Parque Chas. Volvió a asentir con la cabeza. —Aun así no debo dejar de advertirte —continuó el hombre de negro—. Entre más regreses aquí, a la otra Buenos Aires, más te irás convirtiendo en lo que yo me convertí. -¿Voy a empezar a vestirme con ropa negra? —Ojalá fuera solo eso. -A ho ra elegí una mesa y pedite un café —le orde- nó . Yo debo tomar más de diez para poder retornar. —¿Nos volveremos a ver? —Seguramente, aunque no sé en cuál de las dos Buenos Aires. Se dieron la mano. Fabián fue a la mesa de al lado y pidió su café. —¿Azúcar o edulcorante? —le preguntó el mozo. La mesa del hombre de negro ya estaba vacía. La dama de blanco • 79 —Azúcar —respondió. En el reverso de aquellos sobrecitos se leía “ Bar Epílogo”. Fabián se tomó de un sorbo su café. Y de repente, todo se apagó, todo se hizo... negro, y al instante el bar volvió a estar ahí, como si el universo hubiera pestañeado. Observó nuevamente el reverso del sobrecito de azúcar. “ Bar Prólogo", decía ahora. Supo que había vuelto a Buenos Aires, a su Buenos Aires. Y ahí estaba de nuevo, en el bar Prólogo, después de un año y dos días de aquella noche, después de perder la cuenta de las veces que había regresado a visitar a su amada. Fabián se decidió y se levantó de la mesa. En esa otra mesa, la más cercana al baño, seguían esos dos. Uno estaba con un café; el otro, con un submarino. Dos escritores, dos investigadores de le yendas urbanas. Antes, perseguidores del hombre de negro; ahora, perseguidores de ese nuevo mito, de ese nuevo rumor que ganaba las calles de la ciudad. Fabián los escuchó hablar con uno de los
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