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Breve historia de Babilonia - Juan Luis Montero Fonellos - Gerardo Reyes

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Breve historia de
Babilonia
Breve historia de
Babilonia
Juan Luis Montero Fenollós
Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com
Título: Breve historia de Babilonia
Autor: © Juan Luis Montero Fenollós
Copyright de la presente edición: © 2012 Ediciones Nowtilus, S.L. 
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece
pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y
perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en
todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o
ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,
sin la preceptiva autorización.
ISBN-13: 978-84-9967-300-4
Fecha de edición: Marzo 2012
http://www.brevehistoria.com
http://www.nowtilus.com
Para Bea y Lucía,
en recompensa por el tiempo robado.
Prólogo
Introducción
Francia y Gran Bretaña a la conquista de Asiria
Mesopotamia, «el país entre dos ríos»
Una civilización impresa sobre arcilla
1. Érase una vez Babilonia
La arqueología alemana y el sueño babilónico
Babilonia desde la Primera Guerra Mundial hasta hoy
Textos para la historia de Babilonia
Cronología de una historia compleja
2. Hammurabi, el engrandecedor del nombre de Babilonia
Hammurabi, rey amorreo
Hammurabi, juez y legislador
¿Código de leyes o testamento político?
3. Babilonia entre la dominación de kasitas y de asirios
La dinastía kasita y el club de las grandes potencias internacionales
Algunas pinceladas sobre la cultura kasita
La segunda dinastía de Isin y la edad oscura babilónica
Babilonia a la sombra de Asiria
4. Nabucodonosor II, el último gran rey de Babilonia
Nabopolasar, fundador de un nuevo imperio
Nabucodonosor II, retrato de un gran monarca
Los sucesores de Nabucodonosor II
Babilonia, capital cultural: una reflexión
5. La ciudad de Babilonia: centro del universo
Las murallas
El puente
Las puertas y calles
Los palacios
Los jardines colgantes
El centro religioso: el Esagil y el Etemenanki
6. La Torre de Babel entre la historia y el mito
La Torre de Babel: un zigurat mesopotámico
Etemenanki versus Torre de Babel
Nueva propuesta de reconstrucción del zigurat de Babilonia
7. Marduk, el nuevo soberano de los dioses
La religión mesopotámica
Marduk y El Poema de la Creación
La fiesta del Año Nuevo en Babilonia
8. El final de Babilonia
Ciro y la conquista de Babilonia
Alejandro Magno y Babilonia: el encuentro de Occidente y Oriente
Los últimos días de Babilonia
Anexos
Cronología
Glosario
Bibliografía
Prólogo
¡Babilonia! ¡No hay como oír el nombre de esta prestigiosa capital del país mesopotámico para
sentir un gran soplo de historia! Primera megalópolis conocida, tan alabada como deshonrada en la
Biblia, y objeto de fascinación para los griegos, y en particular para Alejandro Magno, que
ambicionaba convertirla en la capital universal del imperio que estaba construyendo desde Grecia
hasta el Indo sobre las ruinas de las ambiciones de asirios, babilonios y persas. Babilonia es el único
–y último– gran testigo, en la memoria occidental, de una historia milenaria, de la que emergían
algunos nombres que se relacionaban con los orígenes del mundo y los inicios de la humanidad. Su
nombre ha estado rodeado de un misterio profundo en el que la leyenda y el mito han triunfado sobre
la historia. El recuerdo de Babilonia nos ha llegado a través de la Biblia y de los autores clásicos,
pero ¿no hay en su mensaje una cierta traición histórica?
A partir de la Edad Media y Moderna, el mundo occidental –en su búsqueda del conocimiento y en
su descubrimiento progresivo del mundo y de las rutas para encontrar las especias y el oro, obra de
atrevidos viajeros y exploradores–, halló en Oriente unos pocos restos de monumentos aún en pie y
algunos documentos, de arcilla o de piedra, provistos de unos signos extraños que le hicieron soñar.
Las preguntas enraizaron finalmente en un vasto movimiento intelectual de búsqueda de los orígenes,
en primer lugar de Occidente, a través de los restos materiales y los monumentos que aún subsistían
en las ciudades europeas. Este movimiento se extendió posteriormente a otros mundos y a un pasado
mucho más lejano. Y fue así como en el siglo xix, las colinas desoladas de Mesopotamia, que los
árabes llaman tell y que encierran las ruinas de antiguas instalaciones humanas, comenzaron a ser el
objeto de aquellas exploraciones destinadas a extraer de la tierra los testimonios de un pasado
remoto.
Curiosamente, no fue Babilonia, a pesar de su fama, la que atrajo a los primeros arqueólogos, sino
Asiria, donde una de sus capitales, Nínive, rivalizaba en notoriedad con Babilonia. Los
descubrimientos fueron tan ricos en el llamado «triángulo asirio», junto al Tigris, que durante cerca
de sesenta años concentraron toda la atención de las excavaciones. Por el contrario, las primeras
tentativas de investigación en Babilonia no hacían vislumbrar una recolección de obras de arte tan
bella. Fue necesario esperar a los deseos imperiales de Alemania para que una acción de
envergadura se pusiera en marcha en Babilonia. Esta duraría dieciocho años ininterrumpidos, a partir
de 1899, y mostraría al mundo los principales monumentos y la organización urbana de una gran
capital de la Antigüedad oriental.
Juan Luis Montero Fenollós, investigador iniciado en la arqueología de Oriente Próximo a través
del estudio de uno de los grandes descubrimientos de esta civilización –la metalurgia–, quedó
atrapado rápidamente por el encanto de uno de los grandes enigmas de la capital babilónica, la
legendaria Torre de Babel transmitida por la Biblia y convertida en símbolo de la desmesura y de la
locura de los hombres. Sin embargo, como arqueólogo e historiador, ha sido la realidad histórica, y
no el mito, lo que él ha buscado detrás de los vestigios materiales y de los textos antiguos. Su
inquietud intelectual le ha llevado a sobrepasar el simple estudio del célebre monumento babilónico
para interesarse por el conjunto de la documentación de los zigurats, esas enormes torres escalonadas
tan características de las ciudades mesopotámicas. Sus estudios han renovado completamente nuestro
conocimiento sobre este tipo de construcciones. Y es ahora, con este libro, cuando nos ofrece una
evocación de conjunto de la prestigiosa Babilonia, de su historia, de sus monumentos y del papel que
esta desempeña aún en nuestro imaginario. Sin duda, gracias al profesor Juan Luis Montero Fenollós,
Babilonia regresa al presente no para «perturbar toda la tierra», como afirmó el profeta Jeremías
(51, 7), sino para mostrarnos toda su grandeza histórica.
Jean-Claude Margueron
Antiguo director de las excavaciones arqueológicas francesas en Mari, Emar, Ugarit (Siria) y Larsa (Irak)
Introducción
El amante de la historia conocerá, sin duda, nombres como los de Cleopatra, Pericles, Aníbal o
Augusto. Son personajes históricos que nos conducen directamente a algunas de las civilizaciones
más importantes del mundo antiguo: Egipto, Grecia, Cartago y Roma, respectivamente. La situación
cambia drásticamente si los nombres propios evocados son, por ejemplo, los de Sumuabum o
Nabonido. Se trata, sin embargo, de dos importantes monarcas de la historia de la antigua
Mesopotamia. El primero fue nada menos que el rey fundador, hacia el 1894 a. C., de la primera
dinastía babilónica, mientras que el segundo fue el último monarca de Babilonia, antes de la
conquista de la ciudad por los persas en el año 539 antes de Cristo.
Es evidente que existe un preocupante desconocimiento entre el gran público de lo que fue y de lo
que significó realmente el Imperio de Babilonia en el marco de la historia antigua universal. Esta
discriminación de lo babilónico se hace palpable incluso en un arte tan universal como el del cine y
su particular visión del mundo antiguo. Sinuhé el egipcio, Tierra de faraones, Cleopatra, Lamomia,
etc. son algunos ejemplos de los numerosos largometrajes que, con mayor o menor acierto, han
contribuido a la divulgación del Egipto faraónico. Por el contrario, la presencia de Babilonia en el
séptimo arte es mínima en comparación con la de otros imperios antiguos. Una excepción es la
película Intolerancia del estadounidense David Griffith, quien en 1916 creó uno de los decorados
históricos más elaborados y espectaculares del cine mudo, recreando con cierta fantasía parte de la
ciudad de Babilonia. Esta exclusión de lo mesopotámico (Súmer, Acad, Asiria y Babilonia) se da
incluso, y de forma incomprensible, en el ámbito académico, pues en la universidad española los
estudios sobre las antiguas civilizaciones mesopotámicas son absolutamente minoritarios en
comparación con otros países europeos de nuestro entorno (como Francia, Alemania o Reino Unido).
Fotograma de Intolerancia (1916), película inspirada en gran medida en la antigua Babilonia. Los personajes, sin embargo, aparecen
ataviados al más puro estilo asirio. Hacía ya diecisiete años que los arqueólogos alemanes estaban excavando en Babilonia.
Con el objetivo de acabar con esta injustificable laguna, el lector podrá descubrir en las próximas
páginas la verdadera importancia de la apasionante y compleja historia de Babilonia, a través de una
visión renovada y alejada de mitificaciones.
FRANCIA Y GRAN BRETAÑA A LA CONQUISTA DE ASIRIA
Europa siempre ha guardado un recuerdo, a través de la tradición bíblica, de sus raíces orientales y
de que la historia, con Adán al frente, había comenzado en el occidente de Asia. Sin embargo, habrá
que esperar a que los primeros viajeros y eruditos europeos se desplacen hasta Oriente para conocer
de primera mano los testimonios de los lejanos orígenes de nuestra propia civilización.
Desde el siglo XIX la pasión de los arqueólogos por el país delimitado entre los ríos Tigris y
Éufrates no ha disminuido un ápice, a pesar de los tiempos convulsos que en los últimos años ha
vivido la región que hoy se corresponde con el moderno Irak y parte de Siria. Hasta las primeras
excavaciones, a partir de 1842, las principales fuentes de información sobre las antiguas
civilizaciones mesopotámicas (Asiria y Babilonia) eran la Biblia y los relatos de los geógrafos e
historiadores griegos y romanos.
La lectura de los textos grecorromanos, y en particular del Antiguo Testamento, inspiró a muchos
viajeros europeos, que desde los inicios de la Edad Media se desplazaron a Oriente Próximo para
visitar los lugares donde se habían gestado algunos de los episodios de la historia bíblica. Es el caso
de la ciudad sumeria de Ur, que el libro del Génesis identifica como la patria originaria de Abraham
hasta su peregrinación a la Tierra Prometida, o del zigurat de Babilonia al que el mismo libro bíblico
bautiza con el nombre de Torre de Babel. Estos primeros aventureros europeos de las épocas
medieval y moderna eran religiosos, militares, comerciantes, médicos o diplomáticos que por su
trabajo se habían desplazado hasta Oriente. A pesar de las distintas motivaciones de sus viajes, casi
todos ellos mostraron gran interés en la búsqueda de evidencias tangibles sobre los orígenes remotos
del cristianismo. Soñaban con ver con sus propios ojos los escenarios de Tierra Santa en los que
habían vivido los protagonistas de las Sagradas Escrituras: Abraham, Isaac, Jacob, etcétera.
Entre los siglos XII y XIX nos encontramos con numerosos viajeros europeos, que muestran diversos
grados de interés por el descubrimiento del antiguo Oriente. Tres lugares van a centrar su atención:
Babilonia y la Torre de Babel; Nínive, la capital de los asirios; y, por último, Persépolis, la gran
capital de la dinastía persa aqueménida. El primer viajero del que tenemos constancia escrita es
Benjamín de Tudela, un rabino oriundo de Navarra que entre los años 1165 y 1170 realizó un largo
periplo por Siria, Mesopotamia y Egipto. Resultado de esta experiencia personal es su Libro de
viajes, en el que nos suministra algunos datos de interés para la arqueología. En los siglos siguientes,
se sucederán numerosos europeos que, con mayor o menor acierto, nos transmitirán su particular
visión de los monumentos en ruinas de las antiguas civilizaciones de Oriente, siempre marcada por
un halo romántico y legendario.
Pero si se quería progresar en el conocimiento de las civilizaciones mesopotámicas era necesario
pasar a una nueva etapa en la exploración, pues las descripciones de las ruinas visibles en superficie
habían agotado sus posibilidades. Había que empezar a excavar en las viejas colinas de tierra que
jalonaban las riberas de los ríos Tigris y Éufrates. Tan trascendental avance para la arqueología de
Mesopotamia tuvo lugar en diciembre de 1842, pero no fructificó hasta tres meses más tarde. Fue en
marzo de 1843 cuando el cónsul francés Paul-Émile Botta dio un paso de gigante para el
descubrimiento de las civilizaciones mesopotámicas en una colina llamada Horsabad, cerca de
Mosul, en el norte del actual Irak. Tras siglos de olvido, el diplomático francés había sacado a la luz
espectaculares obras de un arte hasta entonces nunca visto: grandes toros alados e inmensos relieves
de piedra. Botta había resucitado una civilización, la de los asirios, conocida hasta ese momento
únicamente por la Biblia y los autores clásicos. Consciente de la importancia de los hallazgos, el
propio descubridor escribió lo siguiente: «Yo he tenido la primera revelación de un nuevo mundo de
antigüedades».
Tan importante descubrimiento será apoyado por París mediante el envío de fondos, que servirán
para intensificar los trabajos con la contratación de cientos de obreros locales para las tareas de
desescombro. El ritmo fue frenético y el volumen de hallazgos espectacular. Sin embargo, Botta tuvo
que negociar duramente con el gobernador turco de la región (era la época del Imperio otomano)
para obtener el permiso necesario y poder excavar. Mehmed Pachá, que así se llamaba el gobernador
en cuestión, llegó a amenazar y torturar a los hombres contratados para cavar en la colina de
Horsabad, con la sorprendente justificación de que Botta quería despertar a demonios y monstruos de
piedra procedentes del Infierno. Eran los tiempos de la arqueología épica. A pesar de las
dificultades, el cónsul francés excavó durante más de un año de forma ininterrumpida entre las ruinas
del palacio del rey asirio Sargón II (721-705 a. C.).
Dado el evidente interés histórico de sus hallazgos, Botta envió a su país algunas de las obras de
arte asirio descubiertas en sus trabajos. A tal fin, organizó una compleja empresa para transportar por
tierra estos tesoros, algunos de varias toneladas de peso, en grandes carros tirados por hombres. El
objetivo era alcanzar las aguas del Tigris, descender en balsas hasta la ciudad de Basora y embarcar
allí la carga hasta su destino final. En febrero de 1847, y tras una larga travesía, esta llegó a París
por el Sena. En mayo de ese mismo año, el rey Luis Felipe inauguraba en el Museo del Louvre las
primeras salas dedicadas por una institución europea al Imperio asirio y, por tanto, a la historia de
las civilizaciones mesopotámicas. Al contemplar estos tesoros antiguos, algunos llegaron a exclamar:
«¡La Biblia tenía razón!».
Dibujo de un toro alado de Horsabad, la antigua ciudad asiria de Dur-Sharrukin, de Eugène Flandin, arquitecto francés que colaboró con
Botta en sus excavaciones en el norte del actual Irak.
Los trabajos continuaron bajo el gobierno de Napoleón III, entre 1852 y 1854, dirigidos por Victor
Place, el sucesor de Botta en el consulado francés de Mosul. Durante sus excavaciones en Horsabad,
Place hizo gala de ciertas inquietudes metodológicas, ya que introdujo por primera vez el uso de la
fotografía como técnica para documentar los trabajos arqueológicos. Las tareas se concentraron en la
excavación del palacio, de la muralla y del zigurat de la antigua Dur-Sharrukin, la ciudad diseñada
por el monarca asirio Sargón II. Los hallazgos fueron numerosos, perola mayor parte de ellos
conoció un trágico final en su transporte hacia París. El 21 de mayo de 1855 las ocho balsas cargadas
por Place con tesoros asirios, entre ellos dos enormes toros alados, se hundieron en el Tigris al ser
asaltadas por bandidos de la región. En el ataque, gran parte de la documentación y de las cajas
cargadas con obras se perdieron bajo las aguas del río.
El traslado desde Nimrud hasta el río Tigris de las obras de arte asirio, para su posterior envío a Londres, fue una operación de gran
envergadura.
El valor histórico de estos descubrimientos de Francia no pasó desapercibido en Gran Bretaña.
Bien al contrario. Los británicos no querían quedar a la zaga en la carrera por descubrir lo mejor de
las civilizaciones mesopotámicas presentes en la Biblia. La rivalidad entre Francia y Gran Bretaña
por controlar los principales yacimientos arqueológicos de la región alcanzó su punto álgido a
mediados del siglo XIX. La respuesta británica llegó de la mano del diplomático Henry Layard, que en
1845 empezó a excavar en Nimrud, la antigua capital asiria de Calah, en el curso del Tigris. El éxito
fue inmediato. Con la ayuda de un cristiano caldeo oriundo de Mosul, Hormuzd Rassam, sacó a la luz
parte de los tesoros artísticos del palacio del rey asirio Assur-nasirpal II (883-859 a. C.), entre ellos,
numerosos bajorrelieves y varios toros alados. Dos años después de los primeros descubrimientos,
Layard organizó un convoy con destino al Museo Británico de Londres.
La actividad arqueológica inglesa en el país de los asirios se extendió en 1849 a la colina de
Kuyunyik, donde Layard localizó finalmente las ruinas de Nínive, la gran capital del Imperio de
Asiria, tomada y saqueada en el año 612 a. C. por una coalición encabezada por Babilonia. Ayudado
por Rassam sacó a la luz el llamado «palacio sin rival» del rey Senaquerib (704-681 a. C.). En poco
más de un mes de trabajo, descubrió numerosas tablillas cuneiformes, toros alados y relieves con
escenas de guerra, que pasarían a formar parte de la colección de Próximo Oriente antiguo del Museo
Británico. En 1851, Layard abandonó la arqueología en Mesopotamia para dedicarse de lleno a su
carrera política.
La exhibición en Londres de las obras de arte asirias recuperadas en Nimrud y Kuyunyik tuvo un
hondo impacto en la sociedad británica de mediados del siglo XIX. El descubrimiento de Nínive,
descrita en el libro de Jonás como «ciudad grande sobremanera, de tres días de recorrido», causó
una profunda impresión entre los estudiosos de la Biblia, ya que abría nuevas y desconocidas
perspectivas sobre las estrechas relaciones entre la historia de Asiria y la historia bíblica.
Tras la marcha de Layard, la arqueología británica en Mesopotamia quedó en manos de sus
colaboradores: el coronel Henry Rawlinson, que practicó una rivalidad cortés con sus colegas
franceses, y Rassam, cuyo trabajo estuvo marcado por sus controvertidos métodos. La rivalidad
franco-británica llegó a su punto culminante a la hora de establecer los derechos de excavación sobre
los principales yacimientos de la región de Mosul. El caso más difícil fue el de Kuyunyik, la antigua
Nínive, donde se llegó a la solución salomónica de dividir el yacimiento en dos sectores. A Francia
le correspondería la parte norte, quedando el resto en manos de Gran Bretaña. Sin embargo, esta
solución no fue del agrado de Rassam, que tenía la firme convicción de que en el sector bajo control
francés se escondían los tesoros más importantes de la ciudad. Así, en diciembre de 1853, obviando
completamente el acuerdo, el asistente de Layard comenzó a excavar de forma clandestina en la parte
francesa. Allí se tropezó con el palacio y la biblioteca del rey Asurbanipal (668-627 a. C.). Para no
ser descubierto, Rassam trabajó de noche y utilizó un sistema de galerías subterráneas que le
permitía llegar hasta el sector norte de Nínive. Este expolio originó un conflicto diplomático entre
ambos países, que se resolvió devolviendo algunos de los tesoros descubiertos con un método tan
poco ortodoxo.
De forma progresiva, París y Londres se vieron inundados de tesoros asirios. Pese a ello, el
conocimiento de este imperio mesopotámico era todavía incompleto, pues el significado de su
escritura aún era un misterio. Esta fue bautizada con el nombre de cuneiforme, del latín cuneus
(‘cuña’ o ‘clavo’), por los eruditos occidentales, perplejos ante tan extraños signos. El primer gran
avance serio en el proceso de traducción del cuneiforme fue obra del filólogo alemán Georg
Grotefend, que en 1802 presentó ante la Academia de Ciencias de Gotinga los primeros resultados
del desciframiento del persa antiguo, escrito en signos cuneiformes, de las inscripciones reales de
Persépolis, en Irán. El impulso final sería obra de Henry Rawlinson, que entre 1835 y 1851,
infatigable y tenaz, se entregó con pasión al estudio de la inscripción rupestre trilingüe (en persa
antiguo, elamita y acadio) del rey persa Darío (521-486 a. C.), grabada en el acantilado rocoso de
Behistun, en Irán. Para ello, no dudó en escalar y en trabajar suspendido de una cuerda a gran altura
para poder copiar las inscripciones. La principal dificultad que hubo de superar fue que, a diferencia
de Egipto, no existía una «Piedra Rosetta mesopotámica», con una escritura conocida (como el
alfabeto griego), que sirviera para descifrar el cuneiforme, lo que sí ocurrió con la escritura
jeroglífica. A pesar de ello, Rawlinson conseguirá leer el persa antiguo (lengua indoeuropea), que
finalmente será la clave para descifrar el cuneiforme mesopotámico.
En 1857 el proceso de traducción llegó a su punto clave. La Real Sociedad Asiática de Londres
convocó a cuatro sabios para que realizaran la traducción de un texto inédito del rey asirio Tiglat-
piléser I (1114-1076 a. C.), que permitiera tener la certeza de que la escritura cuneiforme de los
asirios había sido descifrada. En este apasionante reto intelectual participaron el orientalista de
origen alemán Jules Oppert, el militar anglo-británico Henry Rawlinson, el pionero de la fotografía
William Talbot y el pastor irlandés Edward Hincks, que fueron conminados a enviar su traducción en
un sobre sellado. Las cuatro versiones eran lo suficientemente próximas entre sí para satisfacer a la
comisión evaluadora. La lengua acadia utilizada por los asirios podía considerarse descifrada.
El monumento rupestre de Behistun, en Irán, fue una pieza clave en el proceso de comprensión de la escritura cuneiforme. La gran
inscripción y el relieve del rey Darío (521-486 a. C.), situados a una altura de sesenta metros, ocupan una superficie de siete por
dieciocho metros.
A partir de aquí, el rescate de la historia de los asirios de su olvido milenario fue imparable. En
1872, se produjo otro hallazgo excepcional. George Smith, un grabador de billetes convertido en
conservador de las tablillas cuneiformes del Museo Británico, encontró entre los miles de textos de
arcilla que estaba clasificando un fragmento que le llamó la atención por su contenido. El texto
hablaba de un diluvio, cuya descripción tenía claros paralelismos con el descrito en la Biblia. El 3
de diciembre de aquel año, Smith presentó ante la prestigiosa Sociedad de Arqueología Bíblica de
Londres su sensacional descubrimiento. Por primera vez en la historia, un relato del libro del
Génesis estaba atestiguado en un contexto no bíblico, esto es, en un documento de arcilla
presumiblemente más antiguo que el texto del Antiguo Testamento. El impacto de este descubrimiento
fue extraordinario, a lo que contribuyó el interés que la prensa dedicó a esta noticia, en particular el
The Daily Telegraph.
La reconstrucción de la historia de Asiria era ya una cuestión imparable. Por el contrario, la
resurrección de Babilonia aún tendría que esperar unos años, hasta la entrada en acción, en 1899, de
la arqueología alemana.
MESOPOTAMIA, «EL PAÍS ENTRE DOS RÍOS»
El Tigris y el Éufrates dieron forma al país mesopotámico, uno de los tres grandes dominios
irrigados de la Antigüedad junto conel Indo y el Nilo. La originalidad de Mesopotamia es la de tener
no uno, sino dos ríos. Ambos cursos fluviales hicieron posible el milagro mesopotámico, del mismo
modo que el Nilo lo hizo en Egipto. ¿A qué llamamos en la actualidad Mesopotamia? Se trata de un
concepto griego acuñado por los historiadores de la época de Alejandro Magno, que significa ‘el
país entre ríos’ según su sentido etimológico. Por tanto, Mesopotamia es, en sentido estricto, la
región del Próximo Oriente antiguo limitada por el recorrido de los ríos Tigris y Éufrates, que se
corresponde en la actualidad con Irak y una parte de Siria.
Los antiguos habitantes de esta región nunca la denominaron así. En otras palabras, los
mesopotámicos nunca existieron como tales, pues en el país de los dos ríos nunca nadie se identificó
como mesopotámico. Pero los antiguos habitantes de esta zona del Próximo Oriente no tenían un
término preciso para referirse al territorio en el que vivían, a pesar de que éste les proporcionaba
una marcada identidad. Tenemos buena prueba de ello en el empleo de dos vocablos que significaban
simplemente ‘país’, kalam (en lengua sumeria) y mâtu (en lengua acadia), para referirse al espacio
geográfico delimitado por las cuencas de los dos ríos gemelos.
Mesopotamia, que posiblemente sea una traducción griega de la expresión aramea abr nahrain
(‘entre ríos’), es un término geográfico y cultural que permanece en uso entre los modernos
historiadores por dos razones: por un lado, el peso de la tradición historiográfica y, por otro, la falta
de un nuevo concepto que defina mejor a las culturas que, entre el IV y el I milenio a. C., se
desarrollaron a orillas del Tigris y delÉufrates. En cualquier caso, hay que tener bien presente un
hecho: la antigua Mesopotamia es consecuencia de los diferentes grupos humanos que convivieron y
se sucedieron en un mismo escenario geográfico durante varios milenios y, por tanto, se trata de un
concepto que encierra una realidad cultural compleja y diversa. Sumerios, acadios, asirios y
babilonios, entre otros, dieron forma a su historia, a diferencia del Egipto faraónico, un mundo más
monolítico, hermético y encerrado en sí mismo.
Mesopotamia engloba en realidad dos dominios geográficos diferentes y complementarios a la
vez, a saber: al norte, la Yezira o Alta Mesopotamia, y al sur, la llanura mesopotámica propiamente
dicha o Baja Mesopotamia. En la primera, las lluvias son suficientes para permitir el cultivo de
cereal y es aquí donde nació la agricultura y la ganadería. En la segunda, tierra de limos aluviales y
de agua, tuvo lugar la aparición de la primera civilización urbana, basada en la agricultura de
regadío y en el uso de la arcilla y del adobe. Se trata de una región compleja, donde han tenido lugar
importantes transformaciones del medio físico en los últimos diez milenios: movimientos tectónicos,
cambios climáticos y variaciones del nivel marino. Las principales ciudades sumerias fueron
fundadas cerca de un mar hoy retirado.
Geografía de Mesopotamia, actual Irak y parte de Siria, donde destacaron entre el IV y el I milenio a. C. civilizaciones tan importantes
como Súmer, Acad, Asiria y Babilonia.
La Alta y la Baja Mesopotamia estaban conectadas por las cuencas del Tigris y del Éufrates.
Ambos ríos descienden con diferente dirección de las montañas de lo que hoy es el este de Turquía,
donde nacen a escasa distancia uno de otro. Estas montañas periféricas reciben precipitaciones de
régimen mediterráneo en invierno, en forma de nieve según la altitud, y en primavera. Los ríos
conocen aguas altas al fundirse las nieves con la llegada de la primavera.
El Éufrates, llamado Buranun en sumerio y Purattu en acadio, es un río que mide más de dos mil
ochocientos kilómetros entre su nacimiento en los montes Tauro y su desembocadura en el golfo
Pérsico.
Por convención se habla de Alto Éufrates, si se trata del río a su paso por suelo turco, de Medio
Éufrates si de su recorrido por Siria, y de Bajo Éufrates cuando atraviesa Irak. A lo largo de este
recorrido recibe los aportes de dos afluentes en su ribera izquierda, los ríos Balih y Habur, que
nacen igualmente en Turquía. Por su parte, el Tigris, denominado Idiglat en sumerio y acadio, tiene
una longitud de mil novecientos cincuenta kilómetros, y su curso comprende tres partes bien
individualizadas, esto es: el Alto Tigris, en el actual Kurdistán turco; el Tigris Medio, a su paso por
la antigua Asiria; y el Bajo Tigris, a partir de la ciudad de Bagdad. A diferencia de su hermano
gemelo, el Tigris recibe los aportes de varios afluentes importantes por la ribera izquierda, a saber:
el Gran Zab, el Pequeño Zab, el Adhem, el Diyala y el Herka. Todos proceden de la cadena
montañosa de los Zagros. Ambos cursos fluviales, Tigris y Éufrates, unen sus aguas en la actualidad
en Shatt-al-Arab, un delta pantanoso que alberga uno de los mayores palmerales del mundo.
El Éufrates a su paso por la garganta de Halabiya, en Siria. Este río fue una gran vía fluvial que determinó en gran medida el discurrir
político y económico de Mesopotamia.
La cuenca mesopotámica que se acaba de describir más arriba no deja de ser el fruto de una visión
restrictiva de una realidad histórica mucho más compleja. Se hace necesario, por tanto, comprender
esta cuenca aluvial en el marco de un contexto geográfico más extenso. No podemos olvidar de forma
intencionada aquellas regiones limítrofes que han participado desde el punto de vista económico,
político o militar en el discurrir histórico de Mesopotamia. Estos son los casos, por citar algunos, de
Elam, en Irán; del reino hitita, en Anatolia; de Urartu, en Armenia; o de Ebla y Ugarit, en Siria. Es
decir, la «verdadera Mesopotamia» era aquella situada entre las orillas del Mediterráneo oriental o
Mar Superior y los Zagros, y entre los montes Tauro y la península de Arabia. A esta geografía
conectada con Mesopotamia se debe añadir también el litoral del golfo Pérsico, bañado por el
llamado Mar Inferior, donde las rutas marítimas llegaban hasta Dilmun, en Baréin, Magan, en Omán,
e incluso hasta el valle del Indo. En definitiva, el dominio mesopotámico, o sirio-mesopotámico
como prefieren denominarlo algunos, conforma un conjunto coherente situado en el punto de unión de
los continentes africano, asiático y europeo, y en contacto con dos mares: el Mediterráneo y, a través
del golfo Pérsico, el océano Índico.
El río Tigris, en la zona de Turquía. El hermano menor del Éufrates fue clave en el desarrollo del Imperio de Asiria entre el II y I milenio
a. C. Las grandes capitales asirias (Asur, Nínive, Calah y Dur-Sharrukin) se fundaron en sus orillas.
Las antiguas civilizaciones mesopotámicas desarrollaron diversas técnicas para controlar las
aguas de sus dos grandes ríos, ya que la prosperidad de sus ciudades dependía directamente de ello.
El dominio del agua nació de la perentoria necesidad de irrigar para hacer productivos los campos y
convertir la agricultura en la base de su economía, ante la carencia de importantes recursos naturales.
La construcción de toda una red de canales permitió la creación de verdaderos ríos artificiales, que
alimentaban tanto las tierras agrícolas como los centros urbanos. El Tigris y el Éufrates, aunque
navegables en la mayor parte de su recorrido, tenían en su curso numerosos meandros que alargaban
y dificultaban el remonte de los barcos tirados con cuerdas desde las orillas, en un país donde el uso
de la vela fue muy limitado. De esta forma, los canales, que nacieron para conducir el agua necesaria
para la agricultura, transformaron la cuenca mesopotámica en una compleja red de transporte fluvial.
Un buen ejemplo es el caso de Mari, una ciudad ubicada en el Medio Éufrates sirio, que a comienzos
del III milenio a. C. fue capaz de excavar un canal de navegación de ciento veinte kilómetros de
longitud para asegurarse una comunicación directa y regular con el río Habur y, en particular, con los
recursos mineros de Anatolia. Los artesanos del metal de Mari dependían de esta red fluvialde
suministro.
Por estas vías acuáticas van a circular todo tipo de productos agrícolas y mercancías, pero sobre
todo aquellas materias primas de las que carecían las ciudades de Mesopotamia, a saber: metales,
piedras, madera, etc. De la importancia que alcanzó en Babilonia el tráfico fluvial se hace eco el
Código del rey Hammurabi (1792-1750 a. C.) en varias de sus leyes, como por ejemplo la 237:
Si un hombre contrata un barquero y un barco, y lo carga de cebada, lana, aceite, dátiles o el cargamento que sea, y ese
marinero es descuidado y hunde el barco o deja que se pierda todo su contenido, el barquero restituirá el barco que ha hundido y
todo el contenido que ha dejado que se pierda.
El barco más corriente en Mesopotamia era aquel capaz de transportar una carga de seis toneladas,
aunque los hubo de mayor calado, que podían llegar hasta las noventa toneladas. Un modelo de barco
de cerámica procedente de Eridu, importante ciudad de la Baja Mesopotamia, que data de finales del
V milenio a. C., es la prueba más antigua conocida de transporte acuático en la región. Varias
representaciones de embarcaciones navegando se conservan entre los relieves que decoraban los
palacios asirios del imilenio antes de Cristo.
UNA CIVILIZACIÓN IMPRESA SOBRE ARCILLA
Uno de los más importantes y revolucionarios inventos de la historia es sin duda el de la escritura,
que fue el resultado de un largo proceso cuyos orígenes se remontan al Neolítico. En este período,
los hombres utilizaban un sencillo sistema de contabilidad basado en el uso de pequeñas fichas de
arcilla de formas diversas, en el que cada una de ellas se correspondía con un tipo de producto. En el
IV milenio a. C. las formas de estas fichas son ya más complejas y variadas, y es frecuente que
aparezcan reunidas dentro de una bola de arcilla, en cuya superficie encontramos marcas o sellos
impresos que hacen referencia a una operación de contabilidad. Es posible que la escritura naciera
de una simplificación de este sistema contable. La bola de arcilla habría sido sustituida por la
tablilla sobre la que se empezaron a dibujar aquellas primitivas fichas. Esta hipótesis se basa en el
hecho de que la forma de los signos de escritura más antiguos deriva directamente de la que tenían
las fichas de contabilidad. Estos primeros signos escritos son realmente dibujos y, por esta razón, se
les denomina pictogramas (‘signos-imagen’). La mayor parte de estos primeros signos representaban
una realidad fácilmente reconocible (un pez, una espiga, un pájaro, etc.).
Tablilla de arcilla con signos pictográficos procedente de Uruk, en el sur de Irak, y fechada hacia el 3000 a. C. Se trata de un texto de
contabilidad.
La discusión entre egiptólogos y asiriólogos sobre la mayor o menor antigüedad de la escritura en
el valle del Nilo o en el valle del Éufrates es un debate tan viejo como estéril. Tradicionalmente se
sitúa hacia 3300-3200 a. C. la aparición, de manera casi simultánea pero independiente, de la
escritura jeroglífica en Egipto y de la pictográfica en Mesopotamia. El templo más importante de la
ciudad de Uruk, en el sur de la llanura mesopotámica, es el que ha proporcionado las tablillas más
antiguas basadas en un sistema de escritura pictográfico. Se trata en su mayoría de textos contables,
en los que se registran los productos, las cantidades, los movimientos (entradas y salidas) y los
nombres de las personas que participaron en esa actividad económica. La identificación de la lengua
transcrita en los pictogramas mesopotámicos, conocida también como proto-cuneiforme, sigue siendo
origen de debate entre los filólogos. A pesar de que los primeros textos proceden del antiguo
territorio del país de Súmer, no hay ninguna seguridad de que se trate de la lengua sumeria, por lo
que algunos investigadores prefieren hablar de otra lengua a la que llaman proto-eufrática. Por el
contrario, otros especialistas consideran que detrás de esta primera escritura está el sumerio. Esta
opinión es la que en el momento actual de la investigación cuenta con el mayor consenso.
Evolución del signo mesopotámico para «cereal» desde el de tipo pictográfico (3200 a. C.) al cuneiforme de época neobabilónica (600 a.
C.).
En el extremo final del IV milenio a. C., durante el llamado período de Uruk III, los signos
pictográficos se alejan de los dibujos iniciales para adoptar una forma más esquemática. Algunos
siglos más tarde, hacia 2600 a. C., las tablillas descubiertas en la ciudad de Shuruppak, no muy lejos
de Uruk, muestran un tipo de signo que ya no ha sido trazado como un dibujo, sino que ha sido
impreso a base de pequeños trazos rectilíneos con aspecto de cuña. Este cambio en el sistema gráfico
es debido al uso del cálamo, un nuevo instrumento de caña cortado en bisel en uno de sus extremos.
Nacía así la denominada escritura cuneiforme, a la que los sumerios llamaron santak (‘triángulo’).
Este sistema de escritura va a estar en uso durante casi tres milenios. El último documento en
escritura cuneiforme se fecha en el año 75 después de Cristo.
El sistema de escritura cuneiforme ha servido para expresar diferentes lenguas en una amplia área
geográfica, que abarca la mayor parte del Oriente Próximo antiguo. Los sumerios lo utilizaron para
su lengua, que no está emparentada con ninguna familia lingüística conocida. Posteriormente, sirvió
para el acadio, la lengua semítica más antigua de que tenemos noticia. Debido a sus dos mil
quinientos años de historia, las variaciones lingüísticas del acadio son notorias. Las dos variaciones
más evidentes están representadas por los dialectos del norte y del sur de Mesopotamia, es decir, el
asirio y el babilonio respectivamente. El acadio se convirtió a mediados del II milenio a. C. en la
lengua diplomática entre los distintos reinos de Oriente y Egipto. Cartas en lengua acadia han
aparecido, por ejemplo, en los archivos de la ciudad egipcia de el-Amarna, que el faraón Ahenatón
(1353-1335 a. C.) fundó junto al río Nilo. Los pueblos vecinos también utilizaron —y adaptaron— la
escritura cuneiforme mesopotámica para sus lenguas. Este es el caso de la lengua indoeuropea de los
hititas, en Anatolia, o del elamita y del antiguo persa, en Irán.
Texto cuneiforme correspondiente a la Epopeya de Gilgamesh, el gran hombre que no quería morir. El texto, que está escrito en lengua
acadia, fue encontrado en la biblioteca del rey asirio Asurbanipal (668-627 a. C.), en Nínive.
Los signos cuneiformes fueron adaptados a diferentes sistemas. Para la lengua sumeria la mayor
parte de los signos tienen un valor ideográfico y representan una noción concreta o abstracta (signos-
idea). En esencia cada ideograma representa una palabra. Esta escritura de ideas o palabras se
revelará pronto como insuficiente para expresar la complejidad socio-cultural de Mesopotamia. La
solución fue la elaboración de una escritura de sonidos o fonogramas, basada en el sistema de signos
ya existente. Es decir, los signos cuneiformes siguieron siendo los mismos que antes, pero estos ya no
se utilizaron por lo que representaban sino sólo por su sonido. Por ejemplo, el signo ka, ‘boca’ en
sumerio, dejaba de significar tal cosa y sólo interesaba por su sonido o valor fonético (excepto
cuando se usaba como logograma). Este cambio se hizo visible en la lengua acadia, donde cada signo
correspondía a una sílaba (o silabograma), y la combinación de estas sílabas permitía escribir la
totalidad de las palabras. Veamos un ejemplo: el signo An representaba el cielo, una estrella o un
dios, pero al margen de este significado el mismo signo podía también ser usado como sílaba para
formar parte de otra palabra. Un caso es el del sustantivo antallu, ‘eclipse’ en acadio, donde an no
es más que un silabograma.
Finalmente, a partir del siglo XIV a. C. apareció, en la costa mediterránea oriental, el alfabeto
cuneiforme. Uno de los más antiguos es el encontrado en la ciudad de Ugarit, cerca de la costa de
Siria, que está formado por treinta letras (todas consonantes) frente a los aproximadamente
doscientossignos silábicos de la lengua acadia.
La epopeya conocida como Enmerkar y el señor de Aratta atribuye a este rey semilegendario
sumerio, Enmerkar, la genial invención de trazar unos signos sobre arcilla para comunicarse con el
señor de Aratta, en Irán, ante el temor de que el mensajero no fuera capaz de reproducir fielmente su
mensaje. La arcilla se convertirá, de hecho, en el soporte más común de la escritura cuneiforme
mesopotámica hasta el final de sus días. Los valles del Tigris y del Éufrates suministraban el barro
necesario tanto para la escritura como para la arquitectura, de ahí que los modernos historiadores se
refieran a los imperios mesopotámicos como los «imperios de la arcilla». La Babilonia del I milenio
a. C. es el mejor ejemplo de ello: una espectacular metrópoli construida sólo con ladrillo y adobe,
que ha legado a la posteridad miles de textos de arcilla donde se recoge la enorme herencia
científico-cultural de Mesopotamia.
La larga aventura de los mesopotámicos llegará a su fin con la conquista por los persas en el 539
a. C. y, posteriormente, en el 331 a. C., con la ocupación de la región por parte de las tropas de
Alejandro Magno. Pero el recuerdo y la reputación de Mesopotamia seguían vivos. Prueba de ello,
es el hecho de que el gran conquistador macedonio, consciente del prestigio de una ciudad como
Babilonia, proyectó convertir a la metrópoli mesopotámica en la capital de su vasto imperio.
Desde hace más de un siglo y medio, arqueólogos y asiriólogos trabajan para reconstruir la
historia de la antigua Mesopotamia. La Biblia y los autores grecorromanos fueron los transmisores en
Occidente de un lejano recuerdo de lo mesopotámico que, sin embargo, fue suficiente para ayudar a
los estudiosos europeos de los siglos XIX y XX a redescubrir, en las tierras del Tigris y del Éufrates,
los remotos orígenes de su propia civilización.
Érase una vez Babilonia
Babilonia se convirtió a mediados del I milenio a. C. en el corazón espiritual e intelectual de la
antigua Mesopotamia, brillando como un faro sobre el orbe civilizado. Era el centro cósmico, el
símbolo de la armonía del mundo que había nacido de la pujanza de su divinidad suprema, el dios
Marduk, tras vencer a las fuerzas del caos. El prestigio de Babilonia era incomparable a los ojos de
sus contemporáneos. De hecho, ninguna ciudad de la Antigüedad fue tan deseada y temida, admirada
y deshonrada, devastada y reconstruida como esta. Los soberanos más carismáticos quisieron
dominarla con la idea de dejar impresa su huella, bien embelleciéndola aún más, como fue el caso de
Alejandro Magno entre los años 331 y 323 a. C., bien destruyéndola, como hizo el asirio Senaquerib
en el 689 antes de Cristo.
A finales del siglo XIX, Babilonia sólo era conocida por el relato bíblico y por el de los autores
clásicos, que habían mantenido vivo su recuerdo en la cultura occidental. Estas fuentes extranjeras
amplificaron su reputación al transformar su historia en leyenda. A ello ayudaron también las
descripciones de algunos viajeros y exploradores europeos de época moderna. En sus descripciones
Babilonia constituía el símbolo de la desmesura, de la opulencia, del lujo, de la monumentalidad y de
la soberbia. Había nacido el mito de Babilonia. Sólo a partir del año 1899, la arqueología consiguió
situar a Babilonia en un plano real, en el plano de la historia. La mayor parte de los restos
arqueológicos que conocemos en la actualidad pertenecen a la ciudad construida en tiempos del rey
Nabucodonosor II (605-562 a. C.), para quien entre todos los lugares habitados no existía ninguno tan
hermoso como Babilonia. El reinado de este monarca cuenta entre sus principales logros con la
transformación de la metrópoli mesopotámica en una de las más célebres de la Antigüedad, gracias a
su activa política de embellecimiento urbano.
LA ARQUEOLOGÍA ALEMANA Y EL SUEÑO BABILÓNICO
Desde la Edad Media y durante toda la Edad Moderna, el hombre europeo soñó con encontrar la
Babilonia bíblica. Fueron muchos los viajeros que entre los siglos XII y XVIII recorrieron el Oriente a
la búsqueda de la célebre Torre de Babel, el monumento de ladrillo y asfalto cuya cúspide llegaba
hasta el cielo según el Génesis.
Si, como hemos visto, la historia de Mesopotamia había despertado de su olvido milenario a
través de la civilización de los asirios, Europa tendría que esperar aún medio siglo más para poder
ver con sus propios ojos aquella otra que había sido creada por los babilonios junto al río Éufrates.
No será hasta el siglo XIX cuando se inicien los primeros estudios sistemáticos de las ruinas
babilónicas. Entre 1852 y 1877 la expedición científica francesa en Mesopotamia y el Museo
Británico realizaron, por separado, las primeras excavaciones en el enorme campo de ruinas de la
antigua Babilonia. A excepción de la realización del primer plano detallado de la ciudad y de la
recuperación de algunos objetos, estos trabajos pasaron casi desapercibidos, ante la
espectacularidad de los tesoros que estaba proporcionando en aquel momento la excavación de los
palacios asirios del norte de Mesopotamia.
El renacer de Babilonia se producirá algunos años más tarde, con la aparición en escena de
Alemania. En 1871, al proclamarse el Imperio alemán se crearon las condiciones necesarias para
poder rivalizar con las otras potencias europeas de la época. El prestigio que conocía por aquellos
años la arqueología de Oriente ofrecía una magnífica oportunidad para Alemania. Así, entre 1887 y
1897, a petición de los museos prusianos, Robert Koldewey, el futuro descubridor de Babilonia,
puso en marcha la primera expedición germana en Mesopotamia. El objetivo era el de buscar
eventuales ruinas arqueológicas donde poder excavar. Dado que los yacimientos del norte estaban
controlados por Francia y Gran Bretaña, Koldewey se dirigió al sur, donde visitó numerosos
montículos de ruinas que podían ser adecuados para su futuro proyecto de excavación. Finalmente, la
elección recayó sobre Babilonia, que se convertiría así en la sede de las excavaciones promovidas
por los museos de Berlín. Babilonia ya había sido visitada y explorada parcialmente por otros antes
que él. Sin embargo, nadie hasta esa fecha se había atrevido a excavar de forma prolongada en ese
vastísimo campo arqueológico.
Los trabajos de Robert Koldewey, el excavador de Babilonia entre 1899 y 1917, supusieron un hito dentro de la arqueología
mesopotámica por su rigor científico.
Poco después, en 1898, se fundó la Sociedad Alemana para Oriente, cuyo objetivo era el de
recaudar fondos para las excavaciones de Babilonia. Las sumas reunidas se añadieron a las
subvenciones públicas prusianas, así como al apoyo financiero acordado, a título personal, con el
emperador Guillermo II. Babilonia era una cuestión de Estado. Según nos relata el propio Koldewey:
[…] las excavaciones comenzaron el 26 de marzo de 1899 desde la parte este del Qars hasta el norte de la Puerta de Ishtar.
En mi primera visita a Babilonia, el 3-4 de junio de 1887, y nuevamente en mi segunda visita, en el 29-31 de diciembre de 1897, vi
numerosos fragmentos de ladrillos en relieve esmaltados, de los que llevé algunos conmigo a Berlín. La peculiar belleza de estos
fragmentos y su importancia para la historia del arte fue debidamente reconocida por su Excelencia R. Schöne, que era entonces
el director general de los Museos Reales, y fortaleció nuestra decisión de excavar la capital del Imperio de Babilonia.
Babilonia, situada a noventa kilómetros al sur de Bagdad, no era un yacimiento cualquiera, sino un
lugar cargado de un fuerte simbolismo para la tradición judeo-cristiana. Era la ciudad del cautiverio
sufrido por el pueblo judío y el símbolo del orgullo de los hombres, que culminó con la célebre
confusión de lenguas. Parece que detrás de la expedición alemana se escondía el deseo de conocer la
verdad de un lugar lleno de símbolos, verdad que sólo podría llegar a través de la investigación
científica. Las excavaciones alemanas demostraron, por ejemplo, la veracidadhistórica de la Torre
de Babel, que en realidad era un enorme monumento escalonado llamado zigurat por los habitantes
de Mesopotamia.
Babilonia fue una ciudad construida solamente con ladrillos y adobes, de ahí que se la conozca como la «metrópoli de arcilla».
La excavación de Babilonia fue una gran empresa, cuyas cifras dan muestra de su envergadura. Los
trabajos se prolongaron hasta el 5 de marzo 1917, fecha en la que Koldewey se vio obligado a
abandonar su trabajo como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. ¡Nada menos que dieciocho
años de excavaciones prácticamente ininterrumpidas! Teniendo en cuenta la extensión de las ruinas,
que abarcaban una superficie de 375 hectáreas (más de cuatrocientos campos de fútbol), el mayor
obstáculo que hubo de superar era el de extraer y evacuar el considerable volumen de tierra que
ocultaba las ruinas arqueológicas. Para esta tarea se llegaron a contratar hasta doscientos cincuenta
hombres, que trabajaban una media de diez horas diarias en verano y cerca de la mitad en invierno.
Para facilitar el transporte de los escombros se utilizó un sistema de raíles y vagonetas, muy útil para
retirar rápidamente las toneladas de desechos extraídas por los obreros, sobre todo en aquellas zonas
donde la excavación llegó a alcanzar una profundidad superior a los veinte metros.
También es digno de resaltar que Koldewey, en contra de lo visto en las excavaciones de Asiria,
donde lo que primaba era la caza de tesoros artísticos, no se planteó como objetivo la simple
búsqueda de objetos sino la reconstrucción de una visión general de la ciudad de Babilonia. No se
puede ignorar que Koldewey estudió arquitectura, arqueología e historia antigua en Berlín, Munich y
Viena, a diferencia de los diplomáticos que le habían antecedido en las excavaciones de Asiria.
Gracias al uso de un riguroso método de excavación para la época, basado en un registro meticuloso
de los trabajos (planos, dibujos, croquis, diarios, inventario de hallazgos, cuadernos de medidas,
fotografías, etc.), el arquitecto alemán sacó a la luz la ciudad del imilenio a. C. Se trataba de la
Babilonia fundada y embellecida en tiempos del rey Nabucodonosor II (605-562 a. C.).
La Puerta de Ishtar, diosa mesopotámica del amor y de la guerra, era la más espectacular de las ocho que daban acceso a la ciudad de
Babilonia.
Entre 1899 y 1914 el equipo de Koldewey sacó a la luz uno de los monumentos más emblemáticos
de Babilonia, la Puerta de la diosa Ishtar y la gran Vía Procesional que la antecedía. La espectacular
decoración de ladrillos esmaltados de ambas construcciones fue almacenada en cientos de cajones de
madera hasta que, finalmente, en 1926 viajó hasta Berlín. El escultor Willi Struck, con la
colaboración de seis ayudantes, llevó a cabo la compleja tarea de clasificación y reconstrucción de
los miles de fragmentos de ladrillo llegados desde Babilonia. En 1929 comenzó la reconstrucción de
la Vía Procesional y de la Puerta de Ishtar en la parte central del Museo del Próximo Oriente
berlinés. Unos años más tarde, una parte de la ciudad de Babilonia pudo ser contemplada en el
corazón de Europa. Alemania había cumplido su sueño babilónico.
BABILONIA DESDE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
HASTA HOY
Tras la descomposición del Imperio turco-otomano, una vez finalizada la Primera Guerra Mundial, se
modificó el equilibrio entre las naciones europeas, que en el Próximo Oriente tuvo como
consecuencia la creación de los protectorados franco-británicos. La tutela de Francia y Gran Bretaña
en Siria e Irak, respectivamente, cambió las condiciones del trabajo arqueológico en la región. En
este contexto aparece la figura de Gertrude Bell, la «Lawrence de Arabia femenina», oficial de la
administración británica que, apoyada por Winston Churchill, se ocupó de dirigir en la sombra los
asuntos iraquíes. Como apasionada de la arqueología mesopotámica, organizó y dirigió el
Departamento de Antigüedades del nuevo país y fundó el Museo de Bagdad en 1926. La
independencia de Irak, en 1932, dio origen a un endurecimiento de la legislación en materia de
arqueología. Se suprimió el reparto de objetos, que pasaron a ser propiedad exclusiva del estado
iraquí.
El abandono precipitado de las excavaciones por parte de Koldewey, en 1917, dejó muchos
interrogantes sin responder sobre Babilonia. Tras el obligado parón de la Segunda Guerra Mundial,
el Instituto Arqueológico Alemán retomaría la investigación arqueológica en la capital babilónica
entre 1962 y 1973. El trabajo se centró en el estudio pormenorizado del núcleo del zigurat, la bíblica
Torre de Babel. La etapa de las grandes excavaciones había terminado. Por aquellos años, el Instituto
Italiano-Iraquí de Arqueología de Bagdad puso en marcha un ambicioso proyecto de restauración y
revalorización del yacimiento de Babilonia con el objetivo de retrasar la degradación de los restos
excavados por Koldewey. Se observó un deterioro imparable de los restos arquitectónicos de
ladrillo y adobe, que estaba provocado por la erosión y la subida del nivel de la capa freática.
Finalmente, a comienzos de los años ochenta las autoridades iraquíes emprendieron la monumental
empresa de reconstruir la ciudad según un megaproyecto auspiciado por Sadam Husein. De acuerdo
con las viejas tradiciones mesopotámicas, el dictador iraquí, como si de un nuevo rey de Babilonia
se tratara, llevó a cabo la reconstrucción de los principales edificios de la ciudad, llegando incluso a
construir un nuevo palacio. Sadam Husein se consideraba un nuevo rey de Babilonia. Para esta
colosal obra de restitución, realizada al más puro estilo hollywoodiense, mandó fabricar miles de
ladrillos en los que imprimió su nombre, a imitación de que lo había hecho dos mil quinientos años
atrás el rey Nabucodonosor II.
El palacio del rey Nabucodonosor II en Babilonia, donde moriría en el 323 a. C. Alejandro Magno, fue reconstruido bajo la presidencia
de Sadam Husein. Esta reconstrucción ha recibido muchas críticas por parte de los especialistas en arquitectura mesopotámica.
Esta controvertida reconstrucción de Babilonia ha enmascarado gran parte de los vestigios
originales, creando una «nueva Babilonia» a costa de la antigua ciudad. Esta circunstancia ha
provocado que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura
(Unesco) no incluyera a Babilonia en su lista de monumentos Patrimonio de laHumanidad, mérito que
se merece sobradamente. La protección por dicho organismo internacional habría evitado con toda
probabilidad los daños que ha sufrido Babilonia en los últimos años. En 2003, a raíz de la Segunda
Guerra del Golfo y de la posterior invasión del país, Babilonia se transformó en un campamento
militar de ciento cincuenta hectáreas. Este hecho injustificable ha provocado daños irreparables en el
yacimiento.
Hoy, el gobierno iraquí en colaboración con instituciones extranjeras intenta proteger y recuperar
el pasado histórico que tan célebre hizo a Babilonia en la Antigüedad. Sin embargo, a pesar de estos
esfuerzos nacionales e internacionales, el patrimonio arqueológico de la antigua Mesopotamia está
siendo destruido y saqueado a un ritmo nunca conocido. Lamentablemente, en los mercados de
antigüedades de Europa y de Estados Unidos circulan numerosos objetos (tablillas cuneiformes,
sellos cilíndricos, esculturas, etc.) llegados ilegalmente desde el país árabe. Para muchos iraquíes
esta expoliación del patrimonio cultural es su única fuente de ingreso, apenas un puñado de dólares,
con la que sobrevivir en un país aún inestable políticamente. La verdadera especulación se produce,
como es obvio, con la subasta final de los objetos en los mercados occidentales. Es duro reconocer
que el día en que los arqueólogos puedan volver a trabajar con normalidad en Irak, en muchos casos
sólo servirá para certificar la muerte de lo que fue la cuna de la civilización.
TEXTOS PARA LA HISTORIA DE BABILONIA
Los textos antiguos sobre Babilonia son numerosos y diversos, pero se pueden organizar en dos
grupos, a saber:fuentes externas (clásicas y bíblicas) y fuentes propiamente babilónicas
(cuneiformes). El objetivo no es presentar, a continuación, una recopilación exhaustiva y
pormenorizada de todas las fuentes escritas sobre Babilonia. Eso excedería los objetivos del
presente libro. Aquí sólo se comentará una cuidada selección de ellas.
Babilonia vista por los clásicos
Los autores clásicos, griegos y latinos, son todos posteriores a la civilización babilónica. Por
ejemplo, el historiador griego Heródoto, el autor más próximo en el tiempo a la Babilonia del rey
Nabucodonosor II, escribió sobre la ciudad mesopotámica casi un siglo después de la conquista de
esta por los persas. Por ello, él y otros autores posteriores, nos describen una Babilonia de leyenda,
donde lo histórico aparece con frecuencia deformado o mutilado. Es decir, no resulta fácil hacer un
uso históricamente adecuado de los textos clásicos, ya que en ocasiones es difícil verificar la
exactitud de los datos aportados. Sin embargo, no debemos menospreciar su interés para el estudio
de Babilonia, dado que algunos de estos autores viajaron –con toda probabilidad– por la geografía
mesopotámica.
La percepción que los griegos de los siglos VIII y VII a. C. tenían del mundo próximo-oriental era
vaga, a pesar de que durante su expansión colonial por el Mediterráneo oriental fundaron varios
enclaves donde entablaron relación con pueblos como el fenicio. Cuando, unos siglos después, los
griegos entraron realmente en contacto con Oriente, los grandes imperios mesopotámicos habían
desaparecido. Asiria y Babilonia ya no existían. Los persas y posteriormente Alejandro Magno y sus
sucesores, habían levantado sobre sus ruinas una nueva entidad política.
Heródoto de Halicarnaso (485-420 a. C.) fue el primer historiador griego que nos dejó un relato
de interés sobre Babilonia, casi cien años después de ser tomada por el rey persa Ciro, en el 539 a.
C. En sus Historias nos describe los pueblos que fue anexionándose Persia en su proceso de
expansión imperial. Persia era el gran enemigo de Grecia por aquellas fechas. Entre ambos pueblos
se encontraban los babilonios, de cuyas costumbres y capital nos ofrece una interesante descripción.
No hay, sin embargo, unanimidad entre los estudiosos sobre si esta descripción fue el fruto de una
experiencia personal o, por el contrario, fue el resultado de información de segunda mano transmitida
vía oral. Resulta difícil afirmar de forma categórica si Heródoto visitó o no Babilonia hacia el año
450 a. C., justo antes de viajar a Egipto y Fenicia. No obstante, los datos disponibles sugieren que su
testimonio sobre la capital mesopotámica es de primera mano, puesto que sus observaciones son en
general justas. A pesar de ello, da la impresión de que el viajero griego se contentó con la
información que le proporcionó algún guía, intérprete o habitante de la ciudad, puesto que él habla,
por ejemplo, de una longitud total de cuatrocientos ochenta estadios (es decir, de ¡85,24 km!) para
sus célebres murallas. Es evidente que Heródoto no verificó experimentalmente las cifras que nos
ofrece en su relato. Las murallas, los palacios y los templos que nos describe no eran ya los de la
capital de los grandes monarcas babilónicos, sino los de una ciudad en decadencia bajo el dominio
persa. Si suponemos que el historiador griego visitó Babilonia en torno al año 450 a. C., la ciudad
que realmente nos describe fue aquella que se encontraba bajo el gobierno del rey Artajerjes I (465-
424 a. C.).
Pese a estas críticas, el libro primero de Heródoto es, sin lugar a dudas, la mejor fuente clásica en
lo referente a Babilonia. De ella, nos dice que tenía una planta cuadrangular dividida en dos sectores
por el río Éufrates y nos ilustra con exquisita minuciosidad sobre las técnicas arquitectónicas
utilizadas en diversas construcciones: las murallas, el foso o la torre escalonada de ocho pisos. La
obra de Heródoto nos ofrece también comentarios acerca de las costumbres, sobre todo religiosas,
de los babilonios que, sin dejar de ser interesantes, están influidas por esa tendencia griega a juzgar
otras culturas de acuerdo con su grado de desviación respecto a la conducta social genuinamente
helena. El objetivo era demostrar las divergencias existentes entre las costumbres de las
comunidades extranjeras y las prácticas comunes entre los griegos. Al margen de su helenocentrismo,
lo importante de Heródoto es el reconocimiento del valor histórico de Babilonia que hace en su obra.
En los años siguientes a la Guerra del Peloponeso, que entre el 431 y el 404 a. C. enfrentó a
Esparta y Atenas, aumentó en el mundo griego el interés por el imperio de los persas aqueménidas.
En este ambiente hay que insertar la Historia de Persia escrita por Ctesias de Cnido, un médico de la
corte del rey persa Artajerjes II (405-359 a. C.). La obra de Ctesias, donde lo legendario se mezcla
con lo histórico con excesiva frecuencia, no nos ha llegado de forma directa, sino citada por otros
autores posteriores. Entre ellos destaca Diodoro de Sicilia, un griego romanizado que vivió en
tiempos de Julio César y de Augusto. El libro segundo de su Biblioteca Histórica, que dedicó a la
historia de Asia, se basa fundamentalmente en los escritos de Ctesias, que debió de manejar de forma
directa. Describió los principales monumentos de la ciudad (las murallas, el palacio, los templos y
los jardines), pero su relato muestra algunas confusiones entre Nínive, la capital asiria del Tigris, y
Babilonia.
De interés son los escritos de Beroso, sacerdote del dios Marduk en Babilonia en el siglo III a. C.,
que escribió en griego una historia de su país en honor del rey helenístico Antíoco I (280-261 a. C.).
Pero de esta obra, llamada Babyloniaka, sólo nos han llegado algunos fragmentos recogidos por
otros autores judíos y cristianos, como Flavio Josefo (s. I d. C.) o Eusebio de Cesarea (s. IV d. C.),
interesados en los eventos de la historia babilónica vinculados con la tradición bíblica (el diluvio, el
exilio, el rey Nabucodonosor II, etc.). La obra debía de ser útil para conocer la historia de la gran
urbe mesopotámica pues, como confiesa el propio Beroso en uno de los fragmentos conservados,
manejó las crónicas babilónicas escritas en cuneiforme donde se relataban los principales
acontecimientos de cada reinado. El sacerdote nos proporciona una lista de los reyes asirios,
babilónicos y persas que habían reinado en Babilonia hasta la llegada de Alejandro Magno en el 331
a. C. Sin embargo, la fiabilidad de su relato se va diluyendo conforme retrocedemos en el tiempo.
Prueba de ello es la enumeración de diez monarcas prediluvianos que reinaron en Babilonia durante
la increíble cifra de ¡432.000 años! Beroso nos informa también sobre el rey Nabucodonosor II y las
grandes obras que llevó a cabo en la ciudad, a saber: la decoración de los templos, la construcción
de tres murallas de ladrillo, la ornamentación de las puertas, la edificación de un nuevo palacio (¡en
sólo quince días!) y la finalización de los célebres Jardines Colgantes.
La leyenda de Babilonia se fue transmitiendo de generación en generación, una circunstancia que
se vio alimentada por el uso de fuentes de información de segunda y tercera mano. Las fuentes
helenísticas, que conocieron ya una Babilonia decadente, difundieron la imagen de una ciudad
grandiosa por sus murallas y sus Jardines Colgantes, que formaban parte de las Siete Maravillas del
mundo antiguo. De ellas nos habla el geógrafo griego Estrabón (54 a. C.-25 d. C.) en su magna obra
Geografía. A pesar de que nunca visitó Mesopotamia, el libro XVI de su trabajo tiene algunos datos
de interés, y no pocas imprecisiones, sobre los Jardines Colgantes, el zigurat y las murallas de
Babilonia, por las que en su opinión podían circular hasta cuatro carros.
Los relatos sobre la grandiosidad de la ciudad de Babilonia son frecuentes entre los autores de la
época romana. Tal era la fascinación que aún despertaba Babilonia, siglos después de la conquista de
la ciudad, que QuintoCurcio (s. I d. C.) nos ofrece una detallada descripción, basada en otras fuentes
más antiguas, de sus murallas, de sus Jardines Colgantes y de su puente sobre el Éufrates. El autor no
se contenta con describir la ciudad, sino que también nos informa sobre las costumbres de sus
habitantes, que a su juicio son origen de pasiones desordenadas y de corrupción.
Dignos son también de mención los escritos sobre la geografía física del país mesopotámico de
Plinio el Viejo (23-79 d.C.), incluidos en su Historia Natural. El naturalista romano conoció de
cerca el Próximo Oriente, ya que visitó Judea con los ejércitos de Nerón y en el año 68 d. C. fue
nombrado subgobernador de la provincia de Siria. En su relato sobre Mesopotamia, Plinio se detiene
en Babilonia, la capital de las «naciones caldaicas» en sus palabras, que ya estaba deshabitada. A
pesar de ello, el autor nos habla de sus murallas y de su templo escalonado, que por aquel tiempo
formaban parte de un gran campo de ruinas.
A Claudio Tolomeo, un griego de la Alejandría del siglo II d. C., se debe una de las mejores
descripciones geográficas de Asiria y de Babilonia, de sus ciudades, de sus ríos, de sus montañas,
etc., cuya posición se indica en grados y minutos. A este astrónomo y matemático alejandrino
debemos también la confección de una lista de reyes donde se enumeran los soberanos babilónicos y
persas entre Nabu-nasir y Alejandro Magno, es decir, entre los años 747 y 336 a. C. Esta lista de
reyes, conocida como el Canon de Tolomeo, además de facilitar la duración de los reinados nos
proporciona datos sobre observaciones astronómicas. La coincidencia de los datos de Tolomeo con
las listas reales asirias es asombrosa y prueba que el autor consultó fuentes mesopotámicas.
Gracias a todos estos autores de época clásica, y a otros no citados aquí (como Arriano, Amiano
Marcelino, Eusebio de Cesarea, Clemente de Alejandría, etc.), la fama de la ciudad de Babilonia,
levantada por el rey Nabucodonosor II, ha perdurado a lo largo del tiempo. Sus relatos han
contribuido a que la memoria de aquella, en gran medida mitificada y distorsionada, haya
sobrevivido hasta nuestros días.
Babilonia y la Biblia
Si existe un texto que ha contribuido a universalizar e inmortalizar el nombre de Babilonia ése es el
del Antiguo Testamento y, en particular, el episodio del Génesis referido a la Torre de Babel. ¿Quién
no ha oído hablar de la Torre de Babel y de la célebre confusión de lenguas? En la actualidad, no hay
dudas sobre la identificación de la Babel bíblica con la Babilonia mesopotámica. El nombre bíblico
de Babel proviene, de hecho, de su nombre original Babilu, que para los babilonios significaba
‘puerta divina’ en su propia lengua. Por tanto, la etimología que nos da el autor del Génesis sobre el
nombre propio Babel, que relaciona con la raíz hebrea (‘confundir’ o ‘mezclar’), no es correcta.
Babel no es, por consiguiente, la metrópoli de la confusión como nos ha transmitido la tradición
bíblica.
El Antiguo Testamento es una fuente complementaria que nos permite asomarnos de algún modo a
la política imperial babilónica del siglo VI a. C., poco documentada si no fuera por esta obra. Para
conocer las relaciones entre Jerusalén y Babilonia son claves los libros históricos y proféticos de la
Biblia, a saber: el Libro Segundo de los Reyes y las Crónicas, así como los Libros de los profetas
Jeremías y Ezequiel. Sus escritos se centran esencialmente en el tema de la deportación de los
hebreos a Babilonia, realizada por Nabucodonosor II tras la toma y posterior destrucción de la
ciudad de Jerusalén, entre los años 597 y 587 antes de Cristo.
El monarca Nabucodonosor II deportó a Babilonia a la élite política e intelectual del reino de
Judá, que se oponía a su hegemonía en la región. Entre los deportados se encontraban el rey Joaquín
y el profeta Ezequiel, además de siete mil soldados y mil herreros, según la narración bíblica. El
nombre de Joaquín, rey de Judá entre el 598 y el 597 a. C., aparece en una tablilla cuneiforme
hallada en el palacio de Babilonia. El texto babilónico enumera las cantidades de trigo, dátiles y
aceite entregadas mensualmente a prisioneros y extranjeros en el año 592 a. C. El rey Joaquín y su
familia aparecen en esas listas de distribución de alimentos, por lo que en este caso la historicidad
del relato bíblico queda probada. Por estas mismas fechas, debían de haber concluido ya las grandes
obras de construcción de la gran torre escalonada de Babilonia, a la que se refiere el libro del
Génesis como Torre de Babel y que el pueblo de Judá conocería durante su destierro en la ciudad.
Deutero-Isaías, que predicó en Babilonia en las postrimerías del exilio, describió en su libro el
retorno del pueblo hebreo a la Tierra Prometida como si de un segundo éxodo se tratase. Isaías era
consciente de la crítica situación política que vivía Babilonia, por lo que estaba pendiente de su
inminente caída. Consideraba al persa Ciro como el gobernante ungido por Yahveh, que devolvería a
los desterrados a su tierra natal gracias a su victoria, por mandato divino, sobre Babilonia. Este
hecho tendrá lugar en el año 539 a. C. En resumen, Isaías nos relata, en forma de profecías, la caída
de Babilonia, el retorno de los exiliados y la restauración de Jerusalén, que él interpretaba como el
fruto de la misericordia divina tras haber pagado el pueblo por sus pecados.
En los relatos bíblicos más recientes es frecuente que lo histórico se mezcle, a veces de forma
deliberada, con elementos legendarios que pretenden presentar a Babilonia como el modelo de la
idolatría y la desmesura. Un buen ejemplo es el libro de Daniel, escrito probablemente en tiempos
del rey helenístico Antíoco IV (174-164 a. C.). Se basa en tradiciones más antiguas, que en no pocas
ocasiones están deformadas. De hecho, en su relato atribuye a Nabucodonosor actos que parece más
lógico asignar a Nabonido (556-539 a. C.), último y excéntrico rey babilónico que se retiró al
desierto de Arabia. Destaca, por ejemplo, la historia del festín de Baltasar, que era hijo de
Nabonido. En este banquete los invitados alabaron a sus dioses de oro, plata, bronce, hierro, madera
y piedra y no al «Rey del cielo». A causa de esta idolatría, Daniel vaticinó la caída de Babilonia y
Baltasar murió asesinado esa misma noche.
En definitiva, se puede concluir que la Biblia es un texto religioso con evidente interés para la
etapa final de la historia de Babilonia, a lo largo del siglo VI a. C. Lo importante es no perder el
objetivo como historiadores, es decir, descubrir el trasfondo histórico que encierran los libros
bíblicos y no pretender demostrar la veracidad histórica de cada una de las afirmaciones recogidas
en las Sagradas Escrituras. El moderno historiador no puede obviar que la Biblia es un texto sagrado
y que, por tanto, entre sus objetivos no debe estar el de probar históricamente su contenido.
Los textos cuneiformes
Los historiadores de la Antigüedad mesopotámica trabajan con un tipo de textos muy particular, los
llamados documentos cuneiformes. Se trata de fuentes epigráficas, esto es, textos escritos sobre un
soporte rígido como la piedra, el metal o la arcilla. Sobre este último material fueron escritos la
inmensa mayoría de los textos mesopotámicos, que los historiadores de hoy denominan «tablillas
cuneiformes». Este tipo de documentación lleva asociados una serie de problemas y dificultades, que
no debemos ignorar, ya que afectan a nuestro desigual conocimiento de la historia de Mesopotamia.
En primer lugar, hay que señalar que el número de tablillas recuperadas en el país del Tigris y del
Éufrates desde 1843, hoy repartidas entre varios museos y colecciones privadas, es incalculable. En
dieciocho años de excavación, Koldewey extrajo de Babilonia más de cinco mil tablillas
cuneiformes. Esta cifra aumenta de forma progresiva al ritmo de las excavaciones en los yacimientos
arqueológicos del país mesopotámico. A ello se debe añadir que muchas de esas tablillas están aún
sin estudiar, debido en granmedida a que se trata de una labor de lectura minuciosa y difícil, que en
muchos casos se ve complicada por el mal estado de conservación en el que nos han llegado estos
textos de arcilla sin cocer.
Otro problema importante se debe al hecho de que la distribución de los textos dentro de la
geografía y la cronología de Mesopotamia es muy irregular. Está a merced del azar de las
excavaciones arqueológicas, que en muchos casos no son el resultado de una planificación científica
sino de circunstancias ajenas a la ciencia. Por ejemplo, la construcción de varios pantanos en Irak y
Siria, motivada por el desarrollo que vivieron ambos países árabes en el pasado siglo, dio lugar al
nacimiento de varios proyectos internacionales para salvar un patrimonio amenazado por las aguas.
Eso ha hecho que conozcamos muy bien determinadas regiones de la geografía mesopotámica frente a
otras que, por varias causas, han quedado marginadas y olvidadas por la arqueología. Por esta y
otras razones, tenemos un conocimiento desigual de las antiguas civilizaciones mesopotámicas. Es
muy probable que el moderno historiador esté sobrevalorando de forma inconsciente la importancia
de ciertas etapas y territorios de Mesopotamia, ya que su trabajo está condicionado por el reparto
heterogéneo (a lo largo de casi tres mil años de historia) de la información textual.
Se debe tener presente, además, que los textos cuneiformes fueron generados por la
Administración y el Estado. Se trata por tanto, de una visión de los hechos que es la visión del poder
central, es decir, de la monarquía. Esta es una limitación de la documentación que no podemos perder
de vista. Así, por ejemplo, la religión mesopotámica que estudian los especialistas de hoy es en
realidad la religión oficial de un determinado reino o imperio. Los textos poco o nada nos dicen de la
religión popular.
Ante esta delicada situación, el buen historiador debe aspirar a utilizar de forma conjunta y
contrastada las fuentes escritas y los datos arqueológicos. Sin embargo, este objetivo no está exento
tampoco de dificultades. Con mucha frecuencia, las tablillas cuneiformes hablan de objetos que el
arqueólogo no encuentra en sus excavaciones y a la inversa, los textos callan sobre muchas
realidades sacadas a la luz por la arqueología. Con todo, la búsqueda de la complementariedad entre
la documentación escrita y la no escrita debe ser el objetivo.
Las fuentes escritas babilónicas pueden organizarse en varias categorías, esto es: las crónicas, en
las que se enumeran año por año los hechos más destacados; los textos conmemorativos, como las
inscripciones reales (grabadas generalmente en estelas de piedra para rememorar algún
acontecimiento relevante, como una victoria militar) o los depósitos de fundación (ladrillos o
cilindros de arcilla que recuerdan la construcción o restauración de un monumento); los textos
topográficos, donde se describen los principales monumentos de la ciudad; los textos literarios,
composiciones de marcado carácter religioso; los textos científicos, documentos de evidente utilidad
para conocer la sabiduría mesopotámica; los textos escolares, resultado del aprendizaje del oficio de
escriba (gracias a esta actividad se han conservado copias de inscripciones hoy perdidas); y por
último, los documentos de archivo, es decir, textos administrativos, cartas y textos jurídicos (como
los contratos) procedentes de los palacios, los templos y, en menor grado, de particulares. La
documentación de archivos y bibliotecas constituye el grupo numéricamente más importante.
A lo largo de la dilatada historia de Babilonia, que comprende un milenio y medio, la distribución
de los textos cuneiformes es muy desigual tanto por períodos como por temática. La excavación de la
ciudad de Babilonia ha aportado pocos textos anteriores al llamado período Neobabilónico (626-539
a. C.), debido a que la elevada altura de la capa freática impide a los arqueólogos alcanzar los
niveles más antiguos, como los de la época del rey Hammurabi (1792-1750 a. C.). De hecho, la
inscripción monumental más conocida de este monarca, su famoso Código, no fue encontrada por la
arqueología francesa ni en Babilonia ni en su imperio sino en Susa, en lo que hoy es Irán, donde llegó
en el siglo XII a. C. como trofeo de guerra.
De igual manera, la documentación escrita sobre la Babilonia anterior a mediados del siglo XIV a.
C. es muy escasa. Paradójicamente esta laguna documental no responde a una realidad política. La
fuente más importante para comprender el poderío de Babilonia en este período no procede de
Mesopotamia, sino de Egipto. Nos referimos a la colección de cartas en acadio, halladas en el
yacimiento de el-Amarna, que son el fruto de la correspondencia mantenida entre los reyes de
Oriente Próximo, entre ellos los de Babilonia, y la corte del faraón Ahenatón (1353-1335 a. C.). Por
el contrario, la etapa comprendida entre finales del siglo VII a. C. y la conquista persa del año 539 a.
C. es la que mejor documentada está de la historia de Babilonia. Las numerosas inscripciones reales,
las crónicas y los archivos hallados dan fe de ello.
CRONOLOGÍA DE UNA HISTORIA COMPLEJA
La primera mención escrita sobre Babilonia se remonta a la época de Shar-kalli-sharri (2217-2193 a.
C.), el último rey del Imperio de Acad. Sin embargo, nada sabemos sobre la historia de la ciudad en
esta época, aquella en que debió de ser fundada. Babilonia no adquirirá relevancia política hasta tres
siglos después, con la llegada al trono de la que conocemos como la primera dinastía babilónica y,
en particular, de su sexto monarca, el gran Hammurabi.
Por convención, la historia de Babilonia se suele encuadrar entre la fundación de su primera
dinastía, por el monarca Sumuabum en el 1894 a. C., y la conquista de la ciudad por los persas en el
539 a. C. El historiador se encuentra ante un largo período histórico de más de mil trescientos años,
al que se debe añadir además un prólogo entre finales del iii y comienzos de II milenio a. C., del que
no conocemos prácticamente nada, y un epílogo de más de cuatrocientos años representado por la
Babilonia persa, macedónica y helenística.
Cualquier división que se haga de la compleja historia babilónica no es ajena a dificultades ni a
cierta artificiosidad. Por esta razón, no es extraño que entre los modernos historiadores haya algunas
diferencias a la hora de estructurar, por las lagunas que existen en la documentación, este período
clave de la historia de Mesopotamia. Estos problemas se hacen especialmente visibles en los
comienzos del I milenio a. C., ya que de ellos apenas recordamos los nombres de algunos reyes y de
forma aproximada la duración de sus reinados. Pero la mayor dificultad surge cuando se intenta
relacionar los distintos reinados que se sucedieron a lo largo del tiempo en Babilonia con una
cronología absoluta, es decir, con nuestro calendario. La discusión se ha centrado específicamente en
el reinado de Hammurabi, que sabemos tuvo una duración de cuarenta y dos años. Tradicionalmente
se han manejado tres propuestas distintas, que se enumeran a continuación: la cronología larga
(1848-1806 a. C.), la cronología media (1792-1750 a. C.) y la cronología corta (1728-1686 a. C.). A
finales del siglo XX se dio a conocer una nueva cronología aún más corta (1696-1654 a. C.). Sin
embargo, por convención, la mayor parte de los historiadores hace uso de la cronología media. No es
una cuestión sin importancia, pues el uso de una u otra propuesta afectaría a todo el cuadro
cronológico de la historia de Mesopotamia. Teniendo bien presente toda esta problemática, los
modernos historiadores suelen organizar la historia de Babilonia en cuatro grandes períodos, a saber:
1. Período Paleobabilónico (1894-1595 a. C.). Destaca el reinado de Hammurabi, el más
importante monarca de la primera dinastía, que sentó los cimientos de la fuerza, el prestigio y la
fama de Babilonia en todo el Próximo Oriente. En 1595 a. C. el rey hitita Murshili I puso fin a
esta dinastía después de conquistar

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