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Organizaciones Gandhi Las empresas que están cambiando al mundo - Ana Barbosa

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Organizaciones Gandhi
Las empresas que están cambiando el mundo
 
 
José Luis Montes
 
 
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© José Luis Montes, 2012
 © de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012
Plataforma Editorial
c/ Muntaner, 231, 4-1B – 08021 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
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Ilustración de la cubierta:
 José María Pérez
 
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Diseño de cubierta:
 Roser Chillón
ISBN Digital: 
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización
escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la
reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares
de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún
fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
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Agradecimientos
 A mis hijos, por su amor y sus enseñanzas. De todos los posibles, me escogieron como
padre los mejores hijos. ¡Y, encima, mejoran con el tiempo!
A mis padres… por lo mismo. No he sido un hijo fácil y, a pesar de eso, ellos han sido
y son unos padres maravillosos. Y son, por cierto, unos magos de la gestión de
organizaciones.
A Kristin, por lo anterior y por su paciencia y valioso apoyo. Sus puntos de vista son
siempre un rayo de luz e inteligencia solo comparable a su extraordinario sentido del
humor.
A Wikihappiness y al Forum, especialmente a Sonia, Jordi, Judit, Merche, Guillermo,
Amaranta; a nuestros maravillosos y valiosos voluntarios, todos los wikis y todas mis
amadas microONG, a las que tanto admiro. Las aventuras son, con vosotros, mágicas
experiencias. Espero estar a vuestra altura.
A Sangha Activa, a sus miembros y a mis valiosos compañeros del comité ético,
ejemplos de que la belleza interior y el management son uno en la vida. A Lama Dorje
Dondrub y a Jordi, amigos y maestros del ser y de la gestión consciente de equipos de
personas.
A Plataforma Editorial, con Jordi al frente, y con uno de los mejores, más jóvenes,
entusiastas, honestos y emprendedores equipos de todo el mundo editorial. En un barco
alegre, ilusionado y profesional cualquier singladura es una fiesta.
A mis compañeros, jefes y empleados del pasado, porque de todos ellos aprendí algo
valioso. Si alguna vez no fui lo que necesitabais, disculpadme; si en alguna ocasión fui lo
que merecíais, no sabéis cuánto me alegro.
A los guardas de todos los refugios por los que pasé; en especial, a los de Cavalls del
Vent en el Parque Natural del Cadí-Moixeró. Sois gente estupenda, alegre y honesta que
hacéis una labor muy difícil y que resulta muy valiosa para las aves de paso.
A Pinea3 y su feel tank, el P3 Institute, y a mis compañeros allí, espíritus sabios que
dan lo que tienen, que es mucho.
Al Movimiento Espiral de Emprendimiento Consciente, y a la cátedra de Innovación
Social y Valores de la Universidad de Barcelona; en especial a Salvador y a Blanca, que
demuestran continuamente que reinventar la universidad no solo es posible, sino una
magnífica aportación de valor social.
 
 
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Cuando estamos haciendo los últimos retoques al libro, para dejarlo listo para ir a
imprenta, ha muerto una buena amiga en las montañas en las que transcurre esta
historia. Teresa era una de esas personas de las que todo el mundo habla maravillas. Por
eso quiero dedicar este libro, en homenaje a mi ex compañera de trabajo y amiga, a todas
esas personas a quiénes, como ella, todo el mundo quiere. De parte de todos los que
todavía no hemos conseguido merecer ser como vosotros, gracias por señalarnos el
camino con vuestra luz.
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Contenido
Portadilla 
Créditos 
Agradecimientos 
 
Prefacio 
1. La vida en una mochila 
2. Viejos amigos 
3. Autenticidad y coherencia 
4. Las personas en el centro 
5. Implicación y resultados 
6. La revolución del talento 
7. Conciliación de esferas 
8. Organizaciones Gandhi 
9. Talento femenino 
10. Atributos de marca y coherencia 
11. RSC integral 
12. Ejerciendo un gran poder 
13. Vencer a «la pared» 
14. ¡Manos a la obra! 
La opinión del lector 
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Prefacio
 Hola, me llamo Manuel y me gustaría presentarme. Bueno, si leíste el anterior libro que
protagonizo, no te hará falta… Si es así, hemos vivido juntos un puñado de años
importantes de mi vida.
Pero quizá todavía no has leído ese libro, así que déjame que te cuente un par de cosas
sobre mí. Te servirán para situarte acerca de lo que viene a continuación…
Tengo cuarenta y siete años. Hay mucha gente que me admira, pero que piensa que
estoy un poco loco; otros no tienen ninguna duda de ello… Y creo que he encontrado la
felicidad. ¡Ojo!, no digo que sea feliz. Digo que sé dónde encontrarla. Así que,
simplemente, estoy en camino: voy a por ella. Durante más de veinte años pensé que la
felicidad estaba en conquistar el mundo, ganar dinero, comprar cosas lujosas, ser
respetado y admirado, tener poder… Vale, sé lo que estás pensando. Pero no, no era un
absoluto imbécil. Un poquito sí, puede que, en realidad, fuera bastante imbécil, pero un
resquicio de sabiduría debía de quedar a salvo entre tanto ego y lucha banal. Y fue por ese
resquicio por el que se coló un rayito de luz. Un rayito de luz en forma de un fracaso
enorme en los negocios, el cual me abrió muchas puertas; puertas que me llevaron a
aprender cosas sobre mí mismo, puertas que me condujeron a tomar decisiones
importantes y a hacer grandes cambios en mi vida.
Dejé atrás más de veinte años como directivo y empresario. Lo hice con decisión, pero
también con una gran sensación de vértigo. Vendí la empresa, fundé una ONG y escribí
un libro. Y aquí estoy, unos cuantos años después de todo eso: más viejo pero
sintiéndome más joven; con menos dinero pero absolutamente rico; con el alma llena de
nuevas enseñanzas, de brillantes rayos de luz, de muchísimos amigos, de toneladas de
amor que jalonan el camino. ¿Qué camino? ¡Pero si ya te lo he dicho! El de la felicidad.
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1. La vida en una mochila
 Hay personas cuya vida se desliza lentamente, como una antigua vagoneta minera que
avanza por unos raíles invisibles que siempre hacen el mismo pequeño recorrido. En la
vida de otra gente, sin embargo, parece que el control de esa vagoneta ha ido a parar a
manos de un gigante que, quién sabe con qué propósito, la ha dejado sobre unos raíles, sí,
pero los de la más loca montaña rusa del más loco parque de atracciones.
Manuel sentía que la vagoneta de su vida era más bien de estas últimas, rápidas e
intensas; sentía que cuando parecía que comenzaba a conocer cada curva cerrada, a
habituarse a cada sacudida, a no dejarse atemorizar por el factor sorpresa de cada
despeñarse al vacío, cambiaba de montaña rusa y de parque. Y vuelta a empezar.
Sin embargo, después de muchos años, muchas vías, muchos parques, empezaba a
sospechar que todos los traqueteos locos, las sacudidas salvajes, los cambios de sentido y
las inversiones cabeza abajo eran, en el fondo, diferentes y, al mismo tiempo, idénticos.
Se dio cuenta de que había una sola forma de afrontarlos.
Y cierto día averiguó que el gigante que manejaba su vagoneta y la iba dejando sobre
vías nuevas, por descubrir, no era otro que él mismo. No había, pues, nadie a quien
culpar. Tienes lo que construyes, recibes lo que das, vives en el parque de atracciones que
percibes, y formas parte de él hasta el punto de que eres en gran parte su artífice.
Ya hacía seis años que Manuel había vendido su empresa, y desde hacía cuatro se
dedicaba en cuerpo y alma a su nueva vida. Nuevos parques, ¿nuevas vías?, la misma
vieja vagoneta, acaso con una pintura nueva. Deseaba creer que era un poco más sabio,
acaso porque cada vez tenía más dudas y menos certezas.
Cierto día, ya lejano en el tiempo, descubrió que quien cree saber de antemano lo que
hay detrás de las puertas cerradas, tiene muchos números para caer alvacío cuando,
confiado, intenta atravesarlas.
Asimismo, cierto día lejano, decidió ser «abridor» curioso de puertas, explorador de
dudas, aventurero de vías sin asfaltar, alguien alérgico a las certezas propias y ajenas,
buen oyente de quienes hablan poco, y arriesgado tendedor de puentes sobre abismos
que no deseaba sondar.
Si el miedo te detiene, te inhibe, te empequeñece y te roba tu ser y tu libertad, con no
tener mucho que perder, asunto solucionado.
Manuel solía decir que le gustaría llegar a tener una vida que cupiera en una mochila.
Cuando comienzas a meter cosas y cosas en tu mochila, llega un momento en que no te
caben y debes cambiarla por una maleta, por muchas maletas, por baúles y armarios… Y
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así hasta que vives en un contenedor cuyas paredes te retienen y te asfixian. Hasta que lo
que posees te posee. Definitivamente, pensaba que tenía que «mochilizar» su vida.
Lo primero que hizo cuando pudo dejar el grupo empresarial que le había comprado
su compañía fue irse a la India, a visitar algunas ONG con las que colaboraba. Quería
verlas de cerca, tocarlas, inundarse de la necesidad, afirmarse en el efecto del no pasar de
largo. Y, también, comenzar a aprender de un mundo del que no sabía nada. Después se
fue a Nepal a pasar una temporada de retiro en un monasterio budista que le había
recomendado su maestro. Necesitaba limpiarse y reconectarse de nuevo consigo mismo,
con toda la fuerza posible para arrancar a andar el nuevo camino.
Solo tras todo ello sintió que era hora de volver. Fundó su movimiento social sin
ánimo de lucro, publicó un libro que tuvo cierto éxito y se dedicó a poner su granito de
arena para que el mundo fuera como a él le gustaría que fuera: con menos seres
sufriendo, con más igualdad de oportunidades, con más personas sumando.
Así llevaba algo más de cuatro años, cada vez más envuelto en el mundo de la
solidaridad, de la transformación social, de la espiritualidad, de la gestión de las
organizaciones desde los valores y desde la visión sistémica. Todo ello mezclado en un
muy personal cóctel en el que construirse era el primer paso para construir, en el que la
acción sucede a las palabras y, frecuentemente, las sustituye, porque es mejor; en el que
otras veces las palabras son también poderosas y necesarias.
Acababa de llegar a casa de uno de sus viajes. Había visitado uno de los proyectos de
algunas de las ONG con las que colaboraba. Estaba decidido a poner aún más empeño en
ayudarlas. Había regresado admirado de las cosas extraordinarias que un puñado de
personas normales son capaces de hacer cuando las mueve con pasión algo que las
trasciende. No puedes dejar de enamorarte de esa gente sencilla que con el amor por
bandera, y como casi única herramienta, es capaz de transformar la aridez en flores; de
esos benditos seres imperfectos que mueven el mundo a cambio de la sonrisa de un niño.
Si alguna vez se pregunta si vale la pena todo el esfuerzo, Manuel recuerda la cara de
Luis Eduardo, de Sweta Bai, de Djenabu, e inmediatamente sabe que sí, que ni que sea
por solo uno de ellos cualquier esfuerzo está justificado. Las estadísticas y las grandes
cifras son odiosas; no son más que cortinas de humo que tapan y minimizan que la vida,
una sola vida, es importante: lo más importante. En un mundo en el que parece que se
deben morir millones de personas para pensar en abandonar la comodidad y hacer algo,
hay gente que siente que cada ser importa. Por eso a Manuel le gusta abandonar la
pantalla del ordenador y las salas de reuniones e irse de vez en cuando a refrescar su
contacto con lo verdaderamente importante: la vida.
Dejó su mochila sobre el confortable sillón giratorio de su mesa de trabajo y reparó en
la luz roja del teléfono fijo de su casa: tenía seis mensajes. Seguro que en su móvil
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esperaban unos cuantos más, aunque esos los iba limpiando cada pocos días cuando
estaba de viaje. Pensó en dejarlos para más tarde. Primero se daría una ducha. Además,
sabía que la mayoría de los mensajes serían intentos de venderle algo que no necesitaba
por un precio que no quería pagar. Sin embargo, le pudo la curiosidad y presionó la tecla
de escucha. El mensaje más reciente sonó por el altavoz del aparato: «Manuel, ¡hola! –
dijo con energía una voz conocida–. Soy Albert, he pensado que hace mucho que no
hablamos, y me iría bien. Llámame cuando puedas y nos vamos a cenar, ¿te parece? ¡Un
abrazo!».
Su amigo Albert. El mensaje era de dos días antes, del lunes. Habían estudiado juntos
y, luego, incluso trabajaron en la misma empresa durante un tiempo. Llevaban unos tres
años sin verse, desde que Albert había acudido a la presentación del libro en Barcelona y
luego se fueron a cenar juntos. Un tipo lleno de fuerza e inteligencia. Y de ambición.
Habían compartido diversión, problemas y también sueños. Incluso habían vivido juntos
durante un año, en un minúsculo ático de Gracia en el que organizaban unas fiestas
magníficas.
Ahora Manuel vivía en un pequeño pueblo de la costa, en una casita rodeada de
naturaleza. Viajaba un par de veces a la semana a la ciudad, de donde siempre volvía con
ganas de darse una ducha para quitarse de encima la sensación de estar envuelto en ruido
y energía negativa. Sentía que allí solo había laberintos de hormigón, ladrillo y metal en
los que las personas están separadas del aire por nubes de humo, y de la tierra por capas
de túneles, cables, tuberías y cemento. Algunos árboles repartidos por aquí y por allá no
podían ser calificados de naturaleza, así como un león que vive en un zoo no puede
tenerse por fauna salvaje. Barcelona, tan orgullosa de su pretendido cosmopolitismo,
tiene tres veces menos metros cuadrados de vegetación por cada habitante que Madrid, la
inhóspita, desmesurada y en tantas cosas poco civilizada capital. Ambas, rivales en casi
todo, actualmente no podrían dar lecciones de conciencia en casi nada. Manuel, desde su
minúsculo paraíso, tan cerca y tan lejos, veía acrecentarse la deriva de la ciudad y se
cargaba de razones para permanecer a cierta distancia de ella.
Detuvo el contestador sin escuchar el resto de los mensajes y decidió, ahora sí, darse
esa ducha. Luego, tranquilamente, le llamaría. Algo en su voz y ese «me iría bien» del
mensaje habían encendido una lucecita de alarma. No recordaba haber escuchado nunca
a Albert decirle algo parecido, siempre tan autosuficiente y seguro de sí mismo.
Combinó la temperatura del agua, a ratos caliente y a ratos gradualmente más fría,
hasta llegar a estar casi helada, de forma que sus músculos se relajaron y notó fluir la
sangre con rapidez. Con la piel fresca y limpia, y la cara sonriente, salió de la ducha y se
secó de forma enérgica. Se puso una camiseta de su ONG, llena de esos divertidos
dibujos de animalitos tan fácilmente reconocibles, y unos anchos pantalones de hacer
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yoga. Descalzo, y con el pelo todavía húmedo, se acercó de nuevo a su despacho y se
sentó en el sillón. Cogió el teléfono y marcó el número de su amigo.
–¡Manu! –A veces, desde sus tiempos de estudiantes, le llamaba de ese modo, desde
que se enteró de que una pequeña parte de la familia de Manuel era originaria del País
Vasco: una broma cómplice.
–¡Pito! –Siempre le contestaba así, una pequeña venganza; la madre de Albert le había
contado que, a veces, de pequeño lo llamaban de ese modo.
–Vale, firmamos el armisticio, tú ganas, no más nombrecitos simpáticos. ¿Qué te
parece si para celebrar la paz quedamos para cenar esta noche? Yo invito, si me dejas.
–¡Hecho! Pero justo acabo de volver de viaje, así que me iría bien cenar temprano e
irme pronto a dormir. He de ajustarme a los horarios. ¿A las ocho y media te va bien?
–Joder, las ocho y media: eso es más bien una merienda. ¿Vamos a cenar chocolate
con churros?
–Esa es la segunda mala noticia: tú pagas, pero yo elijo el restaurante. Nos vamos al
Organic, un vegetariano que está detrás de la Boquería, que tú eres capaz de llevarme a
un asador.
–Vale, todo por la paz. Merendaremos hojitas de lechuga y yo las pagaré.
–Te gustará, creo quetiene dos o tres estrellas Michelin.
–Me estás tomando el pelo –contestó, incrédulo, Albert.
–Sí.
–Cabrón –dijo entre risas–. OK, a las ocho y media, ¿dónde?
–Quedamos en el quiosco de la calle Hospital con la plaza Sant Agustí, delante del
comedor social de las Hermanas de Teresa de Calcuta. El Organic está muy cerca de allí,
iremos dando un paseo.
–¿El comedor de quién? –preguntó Albert con voz curiosa.
–Las Hermanas de la Caridad, la congregación que fundó Teresa de Calcuta, tienen su
centro de Barcelona allí. Cada día dan de comer a más de cuatrocientas personas. Un día
quizá te interese ir a servir, como voluntario. Es una experiencia muy enriquecedora e
interesante.
–¿Y se puede ir sin más?
–Sí, tienen un grupo de voluntarios habituales que se encargan de cocinar, de lavar los
platos y eso, pero hay ciertos días en que les falta gente para servir, para ir a buscar el pan
u otras cosas que les donan. Hay tres turnos desde las nueve y media hasta las doce y
pico. Allí suelen hacer cola para comer centenares de personas. Así pues, vienen bien
manos para ayudar a servir y recoger.
–Vale, pero esta noche no vamos a cenar allí, ¿eh?
–No –contestó entre risas Manuel–. Esta noche vamos al Organic.
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–Venga, esta noche me llevas de turismo a tu mundo –bromeó Albert.
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2. Viejos amigos
 Se despidieron y colgaron. Todavía tenía casi tres horas hasta la cita. No sabía muy bien a
qué dedicarlas. No quería ponerse a abrir e-mails ni escuchar mensajes de los buzones de
voz; al menos no tan pronto: dejaría para mañana lo de sumergirse de nuevo en la espiral
absorbente que siempre tendía a atraparle. Decidió, en cambio, poner una primera
lavadora con la poca ropa que se había llevado al viaje y que, sucia, se acumulaba en su
mochila. La completó con algunas cosas que dormían desde hacía semanas en el cesto de
la colada, puso un cacito de detergente y apretó el botón. Se le estaba acabando, al día
siguiente tendría que acercarse a hacer algunas compras a la tienda.
Puso incienso a quemar, seleccionó la lista de reproducción de Mirabai Ceiba en el
Spotify de su ordenador y subió el volumen. Era hora de relajarse y permitir que no
solamente su cuerpo aterrizara en el presente. Después de un rato, cuando sintió que
tocaba moverse, se levantó y consultó la hora en su teléfono móvil, como hacen los
adolescentes, que ya no compran relojes y usan sus móviles como sustitutos. Cuando se
ceñía en la muñeca la correa de un reloj le parecía que se cerraba el grillete de un esclavo,
un esclavo del tiempo. Lo cierto es que no por dejar de llevar reloj estaba menos
condicionado por las horas y la agenda (en su caso siempre tan apretada: tanto por hacer
y tan poco tiempo para conseguirlo). Esa parte de la sabiduría no le había alcanzado
todavía, se dijo, irónico.
Todavía seguía llegando tarde a todas partes. Con o sin reloj, tampoco lograba
manejar el tiempo. Pasaban cinco minutos de las seis de la tarde. Calculó mentalmente
cuánto tiempo le quedaba y para lo que podía dar. Como debía acercarse a Barcelona,
pensó en ir a una de sus librerías favoritas y perderse un rato en ella. Podía ir a la ciudad
en tren y bajarse en la estación de Aragón con paseo de Gracia, subir una esquina hasta la
calle Valencia, y luego solo tendría que caminar un ratito hasta el restaurante. Pasaba un
tren cada quince minutos, y decidió que sí, que tendría tiempo para todo. Así pues, se
puso unos vaqueros, cogió sus cosas y salió de casa con paso decidido camino de la
estación.
El trayecto se le hizo corto, mientras escuchaba música, meditaba sobre su
recientísimo viaje y tomaba notas en una libretita que siempre llevaba encima. La
estación estaba al lado de la librería, así que al cabo de pocos pasos se encontró entrando
en su ambiente luminoso y abarrotado de libros hasta más allá de donde la vista llegaba.
Varios pisos, recovecos, una pequeña zona para tomar café y hojear obras, unos lavabos
medio escondidos que Manuel conocía perfectamente, y los volúmenes organizados por
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áreas temáticas, que también se sabía ya casi de memoria.
A veces empezaba por la zona dedicada a los volúmenes que hablaban de temas
relacionados con la espiritualidad, pasando de largo por la de libros de cine, best sellers y
arte, e iba luego a la de los libros infantiles, para descubrir las pequeñas joyas que solían
editarse. La creatividad, que escaseaba en los de adultos, en los libros infantiles se
desbordaba a raudales, con formas y materiales imposibles, con bellísimas ilustraciones
llenas de arte y magia. Luego solía bajar unas escaleras hasta la zona de libros de empresa,
vecina de la de los de crecimiento personal y de terapias, y curioseaba mientras, medio en
broma medio en serio, buscaba algún libro suyo. Si lo encontraba, y más si estaba
expuesto, se llevaba una alegría y decía para sí: «¡Mira, todavía tienen uno!». Un puntito
de ego al que la sabiduría, tan cercana pero tan esquiva, tampoco había alcanzado
todavía.
Solía comprar un par de libros. De hecho, se tenía que contener para no llevarse una
docena de ellos, pues sabía que al final terminaban acumulados en una esquina de su
mesa, esperando su turno de ser leídos, pero sabedores, tal vez, de que este nunca
llegaría, ya que quedarían sepultados al poco por el peso de los volúmenes recién
llegados. A veces, con un poco de mala conciencia, los ordenaba y descubría debajo del
todo del montón verdaderas joyas que se aprestaba a hojear mientras se decía, muy
decidido: «Esta vez sí, este me lo leo esta noche».
En realidad, si los comparas con otras cosas, los libros son más bien baratos, apenas
cuestan poco más que una pizza, y tres o cuatro veces menos que una entrada para
esperar dos horas y escuchar hora y media cantar a uno de esos ídolos de moda. Este es
un país en el que se lee mucho, todo el mundo lo sabe. Sobre todo en el tren y en el
metro, quizá para no ver a esa viejecita a la que le iría bien que le dejaras tu asiento. En
ocasiones así, leer no es cultura, se dijo Manuel.
Faltaban veinte minutos para la hora en que había quedado con su amigo y calculó que
eso sería más que suficiente para bajar paseando las diez o doce manzanas del trayecto.
Así pues, salió de la librería y se encaminó con tranquilidad. Cuando llegó, Albert ya
estaba esperando, aunque aún faltaban tres minutos para la hora convenida. Vestía con
un traje gris marengo y una camisa azul sin corbata, y había ganado algunos kilos desde
la última vez que se vieron. También tenía menos pelo y una cara de tensión y cansancio
que se iluminó al instante cuando le vio:
–¡Manuel! Joder, tú sí que vives bien, vaya pinta que tienes, y estás supermoreno… ¿Te
pasas el día en la playa o qué?
–¡Uy, qué va! Acabo de estar unas semanas en la India. He pasado bastante tiempo al
aire libre, y te acaba dando el sol. Pero no te creas, trabajo tanto o más que antes: diez o
doce horas al día no me las quita nadie, y muchas veces los siete días de la semana.
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–Pues qué decepción, la verdad: tú que eras nuestro héroe, que habías conseguido
salirte de este mundo de locos…
–Sí, pero no para trabajar menos, sino para hacerlo con más sentido. Ahora, de hecho,
me cuesta llamar «trabajar» a lo que hago. –Comenzó a caminar en dirección a la
callecita situada en el extremo de la plaza y siguió hablando–: A veces me preguntan si
me tomo vacaciones, y no sé qué contestar. Verás, lo que hago me llena tanto, y disfruto
tanto con ello, que no puedo decir que sea un «trabajo», sin más. De hecho, no necesito
unas vacaciones para descansar de todo esto. Si acaso, lo que hago de vez en cuando es
cambiar de actividad, escribir o irme a la montaña, pero me temo que ahora vivo en un
mundo paralelo con unas reglas diferentes.
–Me imagino que eres más feliz, ¿no?
–Bueno, en general, sí, mucho más que antes, pero tengo mis días, no te creas. Ya
tengo más de cuarenta años a mis espaldas, y hay cosas que pesan. No en todo puedes
hacer tabla rasa, quizás incluso no tenga sentido hacerlo: también somos lo que hemos
vivido. Y hay dificultades,muchas, algunas nuevas a las que no me había enfrentado
nunca y que no sé por dónde coger, y mucha incertidumbre y algunos miedos… Ya ves,
en realidad, un poco lo mismo que antes. Nada cambia si tú no cambias. Supongo que
hay algunas cosas que todavía llevo dentro, y poco a poco debo aprender a enfrentarme a
ellas y cambiarlas.
–Entiendo. Si sigues siendo el mismo, nada puede cambiar mucho, ¿verdad? Pero
¿estás bien, sientes que todo esto tiene sentido?
–Sí, eso sí, y las dificultades también tienen sentido. La vida es un camino lleno de
aprendizajes, y hasta que no complete algunos de ellos, pues no estaré preparado para
que sucedan ciertas cosas. Así que hay que dar la bienvenida a lo que te pasa: son
oportunidades para dar los pasos necesarios. Todo eso lo sé, y ni me preocupa ni me
agobia en absoluto, incluso a veces observo con curiosidad cómo es la vida, que te va
poniendo delante de cosas y diciéndote: «¡Eh! ¡Ahí te dejo eso, a ver qué haces con ello!».
Pero para mí está claro que los días pasan y que mi vida no la llenan ni los coches que
compras, ni los restaurantes donde te pones hasta las orejas de comer, ni nada de eso. Y
sé que lo que estoy haciendo ahora sí que da sentido a mi vida y la llena, me trasciende.
Siento que eso es lo importante.
Caminaron en silencio unos minutos; Albert tenía aspecto reflexivo. Al final, llegaron
a la puerta del restaurante. Manuel eligió una mesa al fondo. Rápidamente se les acercó
un chico que parecía extranjero, que vestía una camiseta negra con unas letras blancas
sobreimpresionadas que decían: ORGANIC IS ORGASMIC. Les dejó la carta de la noche
y les preguntó acerca de qué iban a beber. Albert eligió una cerveza ecológica sin alcohol,
y Manuel pidió un zumo natural de varias frutas y con jengibre. Entonces, se les acercó
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una mujer sonriente, mayor que ellos; en el pelo llevaba el más extraño tocado que Albert
jamás había visto, lleno de piedrecitas de colores, flores, cintas y mil cosas más. La mujer
le dio dos besos a Manuel, bromeó y se marchó corriendo a la otra punta de la sala.
–Es Antonia, la dueña, un terremoto y un amor –aclaró Manuel al ver la cara de
intriga de su amigo–. Hace unos años estuvimos juntos en una candidatura del Partido
Verde para las municipales. Nos reuníamos aquí para planificar la estrategia. Tiene este
restaurante y alguna cosa más, incluido un puesto de comida preparada en el mercado de
la Boquería. Todo ecológico y vegetariano.
–Pues parece todo un personaje. Y hablando de personajes, no sabía que habías estado
en el partido de los verdes…
–Bueno, en uno de ellos. En este país hay un montón, todos minúsculos, y la mayoría
se llevan a matar entre ellos, así que atomizan el voto y nunca consiguen nada. Fíjate que
hasta el PACMA, el Partido Animalista Antitaurino, saca más votos que cualquiera de
ellos, y eso que se supone que la causa verde es más global que la antitaurina y que
debería tener más apoyo. Pero me temo que hay bastantes rivalidades personales y viejas
historias. Es una pena, pero, por ahora, es lo que hay.
–Así que en todas partes cuecen habas, ¿eh?
–En todas, chico, somos imperfectos y todo requiere un proceso. Pero al menos se van
sumando granitos de arena. La mayoría hace las cosas lo mejor que puede y con las
mejores intenciones.
–¿Y en el mundo de las ONG?
–Pues igual, no hay nadie perfecto, pero la inmensa mayoría hace cosas maravillosas
con un montón de amor y de buena energía, pensando poco o nada en sí mismos. Y en
las mías, las microONG, encima casi todos los que intervienen lo hacen en su tiempo
libre. No solo es que no cobren, sino que incluso les cuesta dinero, y con cuatro cañas
consiguen cosas que son impresionantes.
–Es que se oyen tantas cosas raras que ya no sabes qué pensar: que si ya no te puedes
fiar ni de las ONG…
–Mira, las malas noticias corren rápido y la gente las deforma y las agranda; en
cambio, nadie cuenta las buenas. Somos así, los periódicos y las televisiones buscan
carnaza: parece que eso es lo que es noticia y lo que vende. Sin embargo, la realidad es
que el 99,9% de las ONG hacen una labor magnífica y de forma honesta, que muchas
hacen lo que deberían estar haciendo los Gobiernos y que quien más las critica es quien
menos mueve el culo, pues es más cómodo criticar y así tener la excusa perfecta para no
hacer nada. Perdona, igual me estoy pasando, es que este tema me cabrea un poco. La
gente que critica pero no mueve un dedo me pone nervioso. Fíjate en que yo, con todo lo
que hago, no considero que tenga derecho a criticar lo que hacen. Así pues, imagínate
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quienes pontifican desde el sofá.
–Bueno, probablemente tengas razón, es fácil criticar, pero al final no haces nada,
sigues liado con tu día a día, que te come y no te deja hacer cosas que querrías hacer y…
–Eso son excusas, Albert. Tú puedes hacer lo que quieras, todos podemos hacer con
nuestra vida exactamente lo que queremos. Además, has demostrado mil veces que te
sobran fuerza y recursos para llevar a cabo las empresas más difíciles. La historia está
llena de ejemplos de personas que, en circunstancias personales tremendamente
complicadas, consiguieron sobreponerse y alcanzar logros brutales: gente con grandes
discapacidades que escaló montañas enormes; esclavos que no solo rompieron sus
cadenas, sino que liberaron a todo un país; personas humildes que lograron hazañas
culturales impresionantes. Nadie puede decir que «no puede», que su vida no es suya; eso
es renunciar a tomar las riendas de la propia existencia y echarle la culpa de ello a otros,
cuando, en realidad, todo es una decisión personal. Tanto si haces de tu vida lo que
deseas como si tiras la toalla estás llevando a cabo exclusivamente lo que tú has decidido
hacer. No valen excusas, Albert, y para los tipos con tu fuerza, tu inteligencia, tu suerte y
tus recursos personales, aún menos.
–Sí, lo sé, no te pongas tan duro conmigo, es que no sé lo que me pasa. Estoy metido
como en una centrifugadora. Siento que no soy dueño de mí mismo del todo. En parte te
llamé por eso.
En ese momento, el camarero apareció con las bebidas y con una libretita preparada
para tomar nota de los platos. Los miró con una sonrisa interrogante.
–¡Uy! Aún no hemos mirado la carta –dijo Albert tomándola súbitamente y mirando
de arriba abajo los platos con cara de desconcierto–. Manuel, ¿escoges tú? Me fío de ti, mi
vida está en tus manos –dijo depositando la carta sobre la mesa con un gesto solemne,
aliviado de que la llegada del camarero le diera una oportunidad de tomarse un respiro
ante lo que su amigo había dicho.
Sabía que era todo verdad, y al mismo tiempo no se sentía capaz de hacer lo necesario
para tomar plenamente las riendas. Estaba confuso, no sabía cómo enfocar lo que le
pasaba y le costaba ver la foto completa de su vida con la distancia suficiente para, con
perspectiva, tirar del hilo de la solución a sus problemas. Por eso pensó en llamar a
Manuel y proponerle ir a cenar. Su amigo era un tipo que había encontrado el hilo y
había tirado de él. Quizá no mandaba al cien por cien en su vida, como le acababa de
contar, pero estaba claro que iba por el buen camino. Y le consideraba un tipo sabio, con
esa clase de sabiduría que no se acaba de aprender en los libros, sino que se adquiere en el
día a día. Y le conocía, juntos habían vivido muchas cosas; durante muchos años había
sido como un hermano gemelo de Albert. No solo le conocía, sino que podría entenderlo
y, sobre todo, ayudarle a entenderse a sí mismo.
17
–Vale, pues entonces vamos a pedir tres platos, si te parece bien, y los ponemos en
medio y los compartimos. Así pruebas cosas diferentes. Son mis favoritos: creo que te
gustarán. –Manuel se tomó apenas un minuto para mirar la carta y escoger unas cuantas
cosas llenas de palabras como «seitán», «quinoa» o «alga kombu», que a Albert le
hicieron sentir un poquito de aprensión.
Se hizo un silencio. Los pensamientos volaban en todas direcciones; no era un silencio
tenso, sino más bien una pausa para dejar que las ideas de las queacababan de hablar
sedimentaran. Manuel se dio cuenta, no obstante, de que quizás había ido un poco
rápido con sus palabras (y un poco lejos), y que, aunque había confianza entre ellos, era
probable que lo último que necesitara Albert fuera que le presionaran.
El camarero trajo todos los platos a la vez, y les acercó la mesa vacía que tenían cerca,
para que estuvieran más anchos. Les puso dos platos vacíos, para que compartieran como
desearan lo que habían pedido. Se sirvieron un poco de cada uno, componiendo una
especie de trébol multicolor, y comenzaron a comer. Albert, con la boca llena y
sosteniendo en el aire el tenedor medio lleno de comida, soltó un apreciativo
«¡mmmmmhh!», mientras señalaba con dos dedos el plato que tenía delante. Cuando
hubo masticado y tragado, dijo:
–¡Joder, esto está buenísimo! ¿Qué es? Parece como un goulash, pero esto no puede ser
carne, ¿no?
–Me alegro de que te guste. Sí, es una especie de guisado, pero eso es soja texturizada.
A veces lo preparo en casa: me encanta. Eso otro que tienes ahí rebozado con verduritas
es seitán. Y lo otro es un curry (después de que lo pruebes te digo lo que lleva…). ¡Ja, ja,
ja! ¡No te preocupes, no lleva nada raro! –dijo entre risas al ver la cara de sospecha de su
amigo.
–Y yo que pensaba que me iba a hartar de lechuga.
–Hombre, tienen un bufé de ensaladas buenísimo. Si quieres lechuguita, no te cortes –
bromeó Manuel.
–¡Nada! La lechuga para las tortugas. Está buenísimo. Esto empanado, ¿cómo has
dicho que se llamaba? También está estupendo.
–Seitán, se llama seitán. Se hace con gluten de trigo y algunas cosas más, y tiene un
montón de proteínas supersanas.
–Lo dicho, está de muerte. ¿Y esto dónde lo compras?
–Pues en la mayoría de las tiendas de comida ecológica, que hay un montón, y ahora
incluso en muchos supermercados grandes lo empiezas a encontrar. Pero, vamos, que te
lo puedes hacer en casa: el gluten de trigo lo venden en bolsas y no es complicado
hacértelo. De largo lo prefiero al tofu.
–¿Y el jamón?
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–No, el jamón no se prepara con gluten de trigo. El jamón se hace con el músculo de
las patas de unos pobres animales.
–Ya lo sé, no te pongas tremendista. Lo que te pregunto es si no echas de menos el
jamoncito.
–Para nada. Siento desilusionarte –dijo Manuel, riendo.
–Mala suerte, me tenías casi convencido, entre el cocidito este y el seitán de marras.
Pero si hay que dejar el jamón, ya no me hago vegetariano –bromeó Albert.
–Vaya, ahora que ya te tenía en el bote… Así pues, para la manifestación del domingo
contra los experimentos con animales no cuento contigo, ¿no?
–No, el domingo imposible, tengo cacería de zorros y luego barbacoa, y quizá, si hace
buen tiempo, vayamos a torear unas vaquillas o a matar unas focas a palos, para hacer un
poco de ejercicio.
Los dos amigos se rieron al mismo tiempo.
–Bueno, hemos hablado un montón de mí, y otro montón de las bondades de la soja
texturizada. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te va la vida? ¿Cómo te sientes? –preguntó Manuel,
mirando con una sonrisa tranquila a Albert.
–Bueno, bastante bien…, si no fuera porque mi mujer me acaba de pedir el divorcio,
porque apenas duermo cuatro o cinco horas desde hace días, porque tengo unos
problemas de la leche en la empresa, porque mi hija mayor no me dirige la palabra,
porque no tengo ni idea de qué narices le pasa… Si no fuera por todo eso, yo diría que
me va bien –respondió con ironía.
–Ah, bueno, si solo es eso… –dijo Manuel, dejando la frase en el aire para animarle a
seguir.
–No sé, tío, te matas a trabajar y parece que nadie te lo agradece. Es como si todo el
mundo fuera a la suya. Yo ya no sé qué coño quieren de mí. A veces pienso que es mejor
enviarlos a todos a la mierda y vivir solo, pero la verdad es que quiero a mi familia y me
gusta estar con ellos. Pero, de pronto, parece que a ellos no les gusta estar conmigo.
–Ya, te entiendo… –Dejó una pausa, y preguntó con suavidad, arrastrando levemente
las palabras–: Y tú, Albert, ¿qué quieres de ti?
–¿A qué te refieres?
–Bueno, dices que te dejas la piel por tu familia, y que no sabes qué quieren de ti, que
no están contentos contigo ni con lo que haces por ellos. Así que te pregunto si tú estás
contento contigo, si te das a ti mismo lo que necesitas.
–Hombre, tendría que pensarlo un poco más a fondo, pero creo que sí, hasta cierto
punto. No creo que nadie se tenga del todo contento a sí mismo, incluso pienso que
quizá no sea lícito del todo dedicarse a tenerse contento a uno mismo. Eso es algo
egoísta, ¿no? –contestó Albert, un poco a la defensiva.
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–Bueno –Manuel decía mucho esa palabra–, tampoco sé si eso es egoísmo, ni siquiera
estoy seguro de que el egoísmo sea malo del todo, o al menos que sea siempre malo. Al
fin y al cabo, si tú no tienes algo, no estarás en situación de darlo, ¿no?
–¿A qué te refieres?
–Quiero decir que si tú no tienes algo, no puedes darlo, ¿no? Por ejemplo, si no tienes
tiempo, no puedes ofrecer tiempo. Y, si vamos a algo más profundo, si no eres feliz
contigo mismo, quizá no seas capaz de hacer felices a los que te rodean. ¿Dirías que eres
un hombre feliz, Albert?
–Bah, la felicidad es una palabra sobrevalorada –bromeó para ganar tiempo.
Manuel dejó que el silencio se extendiera entre ambos, mientras miraba a su amigo
con una sonrisa interrogante, hasta que este cedió y continuó hablando.
–No creo que nadie sea feliz del todo. La felicidad son ratitos, pequeñas cosas. A veces
tengo esos ratitos felices. En ocasiones, mi familia y yo tenemos esas pequeñas
felicidades. Creo que aspirar a más es de ilusos.
–Bueno, yo no estoy del todo de acuerdo en eso, aunque puedo equivocarme, claro. El
placer, la alegría y la felicidad son cosas diferentes, y a veces se confunden entre ellas. Y
sí, los placeres y hasta las alegrías son ratitos, pero la felicidad es un estado permanente al
que podemos aspirar; la forma más cercana de conseguirlo que conozco es tener la
profunda confianza de que estás en el camino, avances lo rápido que avances en él, de
hacer lo que crees íntimamente que debes hacer con tu vida. Por resumirlo mucho, creo
que la felicidad consiste en vivir cada día de forma que esa noche también te vayas a
dormir con una sonrisa satisfecha. Y pienso también que está muy relacionado con lo
que haces por los demás. ¿Te vas a dormir muy a menudo con una sonrisa, Albert?
–Joder, ¡qué pregunta! Ya te digo, últimamente no duermo mucho.
–¿Te acuerdas de la última vez que te dormiste sonriendo?
–Sí –contestó, después de pensarlo un buen rato.
–¿Y qué habías hecho ese día?
–Ayudé a mi hijo pequeño a hacer los deberes, y luego jugamos al fútbol, me dio una
paliza y yo hice como que me enfadaba y lo levanté por los aires. Nos reímos un montón.
Y luego hicimos todos juntos una paella, y dormimos la siesta hechos un ovillo en el sofá.
Por la tarde nos comimos un helado y fuimos al cine. Fue un domingo maravilloso. Ya
ves, la felicidad son cosas sencillas, como te decía.
–Ya… ¿Hace mucho de eso? ¿Soléis pasar los fines de semana así?
–En realidad, no. Últimamente ando muy liado… ¡Ya sé lo que estás pensando! Y,
vale, tienes razón, tampoco caigamos en los tópicos, no es siempre así, es pasajero, es solo
que ahora ando más liado que de costumbre. La empresa va bien, estamos empezando a
exportar, a vender nuestros servicios en otros países, y resulta que somos
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supercompetitivos y estamos ganando algunos contratos bastante grandes con cierta
facilidad, creo que hasta más rentables que los de aquí. Y tengo una oferta de compra por
parte de un competidor, y me la estoy pensando. Así que durante una temporada me va a
tocar poner los cinco sentidos y alguno más.
–No me has contestado: ¿cuánto hace de ese domingo que pasaste con tu hijo?
–Bueno, un año, más o menos –contestó Albert tras un rato.
–¿Más? ¿O menos?
–Vale, me rindo: fue hace dos veranos, hace casi dos años. Pero no me mires así, tú
sabes cómo son estas cosas, no son sencillas ni rápidas, cuesta tiempo construirlo. A
veces la familia tiene que comprenderlo y poner de su parte, porque,al fin y al cabo,
todos salimos beneficiados. Bien que les gusta vivir donde vivimos, ir al colegio al que
van, la casa de veraneo o la de Puigcerdà…, y mil cosas más que no nacen en los árboles,
que me las tengo que currar mucho, joder.
–Sí, ya sé que las cosas no son fáciles, amigo mío, a quién vas a contárselo, pero no
hacemos las cosas o dejamos de hacerlas en función de si son fáciles o no. La pregunta es
si todo eso es lo que tú quieres y si es lo que ellos desean. Quizás es lo que tú quieres,
pero no lo que ellos piden de la vida. O quizá ni siquiera es lo que tú pides de la vida. Por
cierto, ¿sigues tocando el saxo en aquella banda de jazz? Eras un fuera de serie. Me
acuerdo de que se me ponían los pelos de punta cuando improvisabas en una jam session.
Aquellas noches del Jamboree eran maravillosas…
–Sí, lo eran, sí. –Albert sonrió levemente, levantó la vista al techo de forma ensoñadora
mientras poderosas sensaciones semiolvidadas le invadían por dentro y se deslizaban por
su piel–. Hace bastante tiempo que no toco el saxo, la verdad. Debería recuperar ese
hábito; si no practicas, esas cosas se pierden. Hace algunos años, a los de la banda les –
Manuel no pudo dejar de notar la lejanía de ese «les»– ofrecieron hacer una gira por el
norte y un par de bolos en festivales de jazz, de esos de verano; se habló incluso de la
posibilidad de tocar en una especie de off paralelo del de Donostia. En aquel entonces, yo
estaba muy liado con la empresa y no pude sumarme, así que les dije que lo dejaba y que
me sustituyeran, y hasta ahora.
–Qué pena, porque eras bueno de verdad. Tenías técnica y sentimiento. Bueno, yo no
entiendo de esto, pero transmitías. ¿Y qué ha sido de ellos?
–Bueno, estoy en contacto con un par de ellos, por el Facebook y eso… Les va bien, la
gira fue bien y en el off ese parece que había un tipo que llevaba la programación de un
circuito de salas por Centroeuropa, así que se los llevó a una minigira por Bélgica y
Alemania… La cosa fue a más y han tocado incluso en Japón y en Estados Unidos.
Sacaron un disco de versiones y creo que hasta van a sacar uno con temas propios.
–Caray, eso suena muy bien. ¿Cómo se llama el disco que sacaron? Lo buscaré…
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–No lo recuerdo, creo que era un tributo a Django, pero mezclado con rythm & blues.
En el Jamboree tocábamos un par de temas adaptados con ese estilo y tenían mucho
éxito: eran muy rítmicos. Te puedo buscar el nombre en su web y te lo envío.
–Pero ¿no tienes el disco? –preguntó Manuel con sorpresa.
–No, la verdad es que no. A veces, el pasado es mejor dejarlo atrás, no removerlo. Yo
no puedo andar con el saxo de bolos por ahí, ya está. Es mejor asumirlo y estar en lo que
estás.
–Entiendo… Te hubiera gustado tocar en ese disco, ¿verdad?
–Mucho…, joder, mucho, y hacer aquella gira, y tocar en escenarios potentes con
centenares, miles de personas, viajar, componer temas propios y grabar un disco con
ellos, experimentar y ver cómo la gente vibra con lo que tocas. Me hubiera gustado
mucho, Manuel. El tipo que me sustituyó en la banda es un imbécil y tocando no me
llega ni a la suela de los zapatos. Era el novio de Mery, la vocalista que se unía a nosotros
de vez en cuando, y no sé ahora, pero entonces era un músico del montón. Así que sí, me
hubiera gustado mucho que ese disco fuera un poco mío. Sí, echo de menos tocar el puto
saxo, y no, no tengo tiempo para todo eso porque soy un capullo superocupado. ¿Es eso
lo que querías oír, señor Pepito Grillo? –dijo de corrido, casi sin respirar, con un deje de
amargura y desafío en la voz.
–¡Eh, que te lo dices tú todo! –respondió Manuel riéndose–. Yo solo he preguntado
una cosita.
–Como que no os conozco a ti y tus preguntitas. –Albert sonrió–. Mira, eres un tío al
que aprecio y al que valoro un montón, y sé que tú me aprecias a mí de verdad.
–No te quepa duda.
–Y te considero una persona sabia. Has explorado cosas que a otros nos quedan lejos,
que ni siquiera hemos atisbado. Has estado con gente especial. Habrás aprendido cosas, y
llevas tu vida de una forma…, no sé muy bien cómo definirla…, coherente, esa es la
palabra, quizás. Y mi vida no va del todo bien, se me está descontrolando, y por eso te he
llamado. Pensé que tal vez podrías ayudarme a aclarar mis ideas.
–Vaya, te agradezco mucho lo que me dices, tu aprecio es un regalo. Pero no sé si
podré darte respuestas. Puede que las respuestas las tengas en tu interior. Quizá lo más
que yo puedo hacer son… esas preguntitas –dijo riendo–, preguntitas de señor Pepito
Grillo, como tú las llamas.
–No soy tonto, ya sé que hay algunas cosas en las que debo pensar, acerca de lo que
hemos hablado esta noche. Sobre lo de mi hijo, bueno, ¡sobre mi familia entera!, y la
relación con mi mujer, que se está rompiendo. Y sobre lo del saxo, y acerca de que hay
que tener para poder dar… ¡Ahora que las enumero son un montón de cosas!
–Sí, hay que ver para lo que da un poco de lechuga, ¿eh? –dijo, guiñando un ojo.
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–Verás, es que hay más…
–¿Más?
–Sí, más, no te lo he contado todo sobre mi empresa. Tenemos una oferta de compra,
sí, pero mi socio se opone a aceptarla. Yo soy mayoritario, pero esto no va de votar. Los
compradores quieren el cien por cien de las acciones; y si él no vende, pues bloquea la
operación. No solo eso, sino que también quieren que firmemos que nos quedamos
ambos un mínimo de tres años, y que después no fundaremos otra empresa del mismo
tipo de negocio en los tres años siguientes. Mi socio dice que, si yo vendo mi parte, él no
solo no vende la suya, sino que se va y monta otra empresa de lo mismo al día siguiente.
–Pues pinta que así no vas a vender la empresa, ¿no?
–Pues hay más…
–¿Más? –repitió Manuel.
–Sí, me han llegado rumores. Parece que una parte de la plantilla, gente de peso,
directores de divisiones incluso, se irían con él.
–Ya veo, un motín en toda regla. Y todo eso, ¿por qué? ¿Qué hace que tu socio tenga
una postura tan beligerante con el asunto?
–Básicamente, y por resumirlo, dice que los compradores son unos cabrones. Dice que
van a desmantelar la mitad de la empresa, que solo les interesa nuestro canal de
distribución en España y Latinoamérica, un par de divisiones y de productos, y que el
resto lo van a cerrar y que van a poner a la mitad de la gente en la calle. Y asegura que se
van a cargar toda nuestra política de recursos humanos, que es la niña de los ojos de mi
socio. Dice que hemos luchado doce años para levantar algo magnífico y que ahora no le
da la gana de que venga una pandilla de cabrones a cargárselo, por mucho dinero que le
pongan sobre la mesa.
–¿Y tú qué piensas?
–Un montón de cosas… Por un lado, que tiene razón. Esa gente no tiene buena fama
en el mercado, es cierto. Pero, por otra parte, estoy molesto con mi socio, porque el que
ha llevado el mayor peso de la compañía en estos años he sido yo. Era yo el que se
pateaba aeropuertos y hoteles en el quinto pino, hasta en domingos, y quien se pasaba
semanas enteras en ferias en el extranjero, mientras él se iba en bici a hacer el Camino de
Santiago con su hijo y su mujer, o yo qué sé qué otras cosas que ya me habría gustado a
mí hacer, pero que no tocaba. Y los compradores son muy potentes en Estados Unidos, y
tienen un carro de dinero detrás, la puñetera máquina de hacer billetes entera, y con todo
eso nosotros nos comeríamos el mundo, porque somos muy buenos y, ahora mismo,
tenemos mejores productos que nadie en el mercado. Y si eso significa cerrar alguna
división y racionalizar algunos costes, bueno…, pues es como cuando en un cuerpo sano
tienes que cortar un miembro que se gangrena.
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–Estás hablando de personas, de gente que ha trabajado contigo años, gente que tiene
sueños, familia… Seguro que algunos hasta consideran tu empresa un poco suya. Eso no
puedes esconderlo llamándolo «racionalizar costes», Albert. Tú no eres así, tío, yo te
conozco, tú tienes unos valores, eres una buena persona. Recuerdo que de los dos eras el
más soñador. ¿Te acuerdas de lo que me reía yo de ti y de cómo te tomaba el pelo
llamándote MaryPoppins?
–Ya lo sé, tienes razón, perdona. Es que todo esto me tiene un poco nervioso. Y ahora
lo de mi mujer, que es lo que me faltaba. No sé qué le han echado al agua que de pronto
parece que todo el mundo se quiere pelear conmigo.
–A lo mejor es que tú te estás peleando contigo mismo, amigo mío –dijo Manuel,
moviendo la cabeza suavemente de arriba abajo–. ¿Sabes qué? ¡He tenido una idea! Te va
a encantar…
–Conozco esa expresión, y sé que no me va a encantar, pero venga, dispara.
–El martes de la semana que viene es fiesta, así que, ¿qué vas a hacer el puente?
–Con todo lo que tengo encima, supongo que no haré puente; mi mujer se va toda la
semana con los niños a nuestra casa de Tamariu y yo me quedaré aquí trabajando.
Supongo que quiere tomar distancia mientras nos aclaramos, y yo no deseo que se sienta
presionada. Además, no me irá mal un poco de tiempo para reflexionar sobre todo esto.
–Pues de eso va mi propuesta: de tiempo para reflexionar –anunció alegremente
Manuel–. ¡Nos vamos tú y yo a la montaña esos cuatro días! ¿Tienes todavía botas o
zapatillas de montaña?
–No me jodas, Manuel, que no estoy yo para montañas. No estoy en forma, y tengo
muchas cosas que hacer. Además, se me ha puesto la piel delicada y todo lo que no sea
dormir en una cama de verdad me hace salir urticaria –bromeó.
–Nada, excusas, iremos despacito, para que vuecencia no se agote. Te irá bien hacer un
poco de ejercicio en la naturaleza. Y tienes tres días hasta el viernes para dejar listo lo que
tengas pendiente, y lo que no acabes seguro que puede esperar a que estés de vuelta el
miércoles. ¿No querías tiempo para reflexionar? Pues te vas a hartar. Es justo lo que
necesitas: ejercicio, desconexión, comida sana, perspectiva y un viejo amigo a tu lado
para empujarte en las cuestas. En lo de la cama no puedo hacer gran cosa: la tuya no nos
cabe en la mochila y las de los refugios están bien pero son justitas. Es más, vete
haciéndote a la idea de que algún día hasta vamos a hacer vivac y dormiremos bajo las
estrellas, solo con los sacos y sin tienda. No hay mejor vista desde una cama que esa.
–Como en los viejos tiempos, ¿eh?
–Como en los viejos tiempos. –Manuel sonrió, mientras levantaba su vaso de zumo
para brindar.
Albert se lo pensó durante unos segundos y, finalmente, también levantó su vaso y lo
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chocó con el de su amigo. Vale, irían juntos a la montaña.
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3. Autenticidad y coherencia
 Al día siguiente, Manuel envió un e-mail a su amigo con instrucciones detalladas. Le dijo
lo que tenía que meter en la mochila, que debía avisarle si le faltaba algo porque él tenía
varias unidades de la mayoría de las cosas y se las podía prestar, o que procurara hacer un
poquito de ejercicio esos tres días previos, pero sin pasarse. Manuel se encargaría de
comprar y llevar la comida, así como el hornillo y un cartucho de gas. Pondrían cada uno
algo de dinero en un bote común, y de ahí irían tirando a lo largo del viaje. Calculó cuál
sería el coste del viaje: poco. La comida para esos cuatro días y lo que costara dormir un
par de noches o tres en un refugio, incluidos cena y desayuno. Unos ciento cincuenta
euros por cabeza serían suficiente.
A los pocos minutos le contestó, con una lista de todas las cosas que no tenía, como un
frontal o un saco de dormir en condiciones. Manuel se las podía prestar sin problemas.
Albert no tenía calzado de montaña adecuado. Llevaba varios años sin usar el que
guardaba, que tenía aspecto de haber perdido la amortiguación. Le aconsejó tirarlo, pues
pasados los cuarenta, y con algo de sobrepeso, las articulaciones no están para bromas.
Ahí sí que tendría que gastarse algo de dinero.
Le escribió una pequeña lista de marcas y modelos, todo zapatillas de trail running,
más que botas, pues para la época del año y tipo de montaña que iban a recorrer eran
más indicadas, y siempre podía usarlas luego para ir a correr por la ciudad o sus
alrededores. Recordó que Albert tenía sus oficinas en la calle Tarragona y le recomendó
irlas a comprar a una tienda especializada, la Vèrtic de Rocafort, que le quedaba cerca y
donde le atenderían de maravilla; además, por qué no tenerlo en cuenta, la tienda
colaboraba con la ONG de Manuel.
Se intercambiaron algunos e-mails más durante la mañana, hasta que al buzón de
Manuel llegó uno muy corto: «¿Vas a decirme dónde vamos, o es uno de tus secretos?».
Era cierto, Manuel no le había dado ningún detalle acerca de adónde iban. Toda una
muestra de confianza la de su amigo, eso de aceptar unirse a un viaje por las montañas
sin saber el lugar exacto. Le contestó: «Lo olvidé, disculpa. Aún estás a tiempo de echarte
atrás. Vamos al Parque Natural del Cadí-Moixeró. Haremos la ruta de los ocho refugios
conocida como Cavalls del Vent. Son casi cien kilómetros de distancia, con unos diez mil
metros de desnivel acumulado, pero suena a más de lo que es en realidad. Yo lo he hecho
un montón de veces; en algunas ocasiones en menos de veinticuatro horas seguidas. Así
pues, teniendo cuatro días por delante, no ha de haber problemas. He mirado la
previsión del tiempo y es razonablemente buena, aunque en la montaña nunca se sabe,
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pero no parece que nos vaya a llover. El viernes a las cinco de la tarde te recojo donde me
digas y vamos en mi coche. Esa noche cenamos y dormimos en el primer refugio, el
Gresolet. Después, el sábado por la mañana, temprano, salimos a nuestra aventura. Yo
me encargo de hacer la reserva. Las demás las haremos sobre la marcha. Dame un toque
si necesitas algo. ¡Un abrazo! Manuel».
No tardó ni cinco minutos en llegarle la respuesta: «¡Glups!».
Manuel se rió; estaba seguro de que, en realidad, su amigo no estaba ni la mitad de
preocupado de lo que aparentaba. Habían hecho mucha montaña, cuando estaban
solteros, hasta que empezaron a tener hijos y se les fue complicando eso de salir juntos de
excursión, pero Manuel recordaba haber completado circuitos complejos. Además, en
aquellos tiempos, siempre era su amigo el que iba por delante, haciendo gala de una
resistencia bastante inusual. No creía que la hubiera perdido del todo, y cuatro jornadas a
razón de diez o doce horas de marcha cada una eran más que suficiente para hacerlo a un
ritmo muy tranquilo. Por si acaso, decidió que él llevaría la mochila más pesada.
Buscó un número en la agenda de su móvil, marcó y esperó la voz al otro lado:
–Sí, ¿diga?
–¡Suso! Soy Manuel, ¿tienes abierto el Gresolet este puente?
–¡Hombre, Manuel! Sí, todo el puente, ¿cuándo vendrías?
–Este viernes. Somos dos: cena, cama y desayuno. La cena, ya sabes, si no va mal,
vegetariana; el desayuno nos lo tendrías que dejar preparado en una mesa, pues nos
iremos muy temprano. ¿Puede ser?
–Claro. Estaré encantado de verte de nuevo. Te prepararé una ensalada guapa y algo
de pasta con un sofrito de verduritas. ¿Te va bien?
–Más que bien, te lo agradezco. Saldremos de Barcelona como a las cinco, así que
antes de las siete y media estaremos por ahí.
–Cuando quieras, aquí estaremos. ¿Te vas a hacer una Cavalls?
–Sí, pero tranquilito, voy con un amigo que no hace montaña hace mucho, así que la
haremos en travesía.
–Así la disfrutas con tiempo tú también, ¿no?
–Sí, es verdad. Oye, estoy pensando que a mi amigo le gustará tener el pack de la
Cavalls en travesía, con el buff verde y la tarjeta con los sellos y todo eso. ¿Le puedes tener
preparado uno? Yo te lo pago. Será un regalo.
–Sin problemas. Este año incluye una camiseta técnica muy chula. ¿Quieres que te
haga una reserva en algún otro refugio?
–No, gracias, lo haremos sobre la marcha, conforme vea el ritmo al que avanzamos.
Seguramente dormiremos en el Prat, pero ya le daré un toque yo al Camarón cuando esté
seguro de que llegaremos allí para dormir.
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–El Prat es grande. Si está lleno, siempre puede ponerte un colchón en el suelo.
–Lo que sea nos valdrá. Estupendo, entonces. Nos vemos el viernes. Un abrazo grande.
–Un abrazo, Manuel, hasta el viernes.
El resto del miércoles aprovechó que estaba delante del ordenador para limpiar la
bandeja de mensajes yde tareas pendientes, hizo algunas llamadas y se acercó a realizar
algunas compras de comida para el viaje. Al día siguiente se despertó temprano, pero
descansado y con la sensación de que el jet lag había quedado atrás. Siempre se
recuperaba pronto. Dedicó la mayor parte del día a tener reuniones en su ONG, y a
comer con su editor, para hablar de su siguiente libro y de un ciclo de conferencias que le
habían contratado a través de la editorial. El día se le pasó volando. Ya por la noche, a
punto de meterse en la cama, un ruido alegre desde su móvil le indicó que le había
llegado un mensaje: «Mañana es el gran día. Tengo ganas. Gracias».
Albert era un gran tipo. También a él le apetecía mucho hacer juntos ese viaje. Manuel
se durmió con una sonrisa.
A la mañana siguiente llevó a lavar su coche y lo aspiró bien por dentro. Después de
tantas semanas sin tocarlo, aparcado en la calle, estaba tan sucio que parecía
abandonado. Preparó las mochilas, pasó un rato trabajando, contestando e-mails y
haciendo teleconferencias desde el ordenador. A mediodía se preparó un gazpacho con
nueces y se sentó tranquilamente a tomárselo mientras revisaba las guías del circuito de
Cavalls del Vent que había cogido de una estantería de su casa.
Tomó notas en un pequeño papel: distancias y horas estimadas, alternativas para
comer y dormir si no avanzaban según lo previsto. Después metió en una bolsa de
plástico estanca un mapa del circuito, doblado por el inicio, así como las notas que había
tomado. Así estaría a salvo de suciedad y mojaduras; por un lado, podía consultar de un
vistazo, en el mapa, por dónde andaban; por el otro, observar las anotaciones de la guía
que había hecho. Le había añadido un cordelito para colgársela del cuello, así como la
brújula, por si necesitaba usarla para orientarse.
Con el puente era de prever que bastante gente saldría de la ciudad esa tarde de
viernes, pero como no iban en dirección a la costa, calculó que si salían a las cinco, más o
menos puntuales, podían estar en el Gresolet poco más tarde de las siete, con tiempo de
sobra de tumbarse en la hierba antes de que se sirviera la cena. Así que cuarenta minutos
antes de las cinco metió las cosas en el coche y condujo hacia la ciudad. Apenas tres
minutos antes de la hora aparcaba en doble fila delante de la casa de su amigo. ¡Estaba
consiguiendo ser puntual! Envió un mensaje desde su móvil para avisar de que ya estaba
preparado y esperó a que Albert bajara. No tardó ni un minuto en hacerlo.
–Te he visto llegar, por la ventana –le dijo ante su cara de sorpresa, y metieron sus
cosas en el maletero.
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Efectivamente, la salida de la ciudad en dirección a la montaña no resultó complicada,
una vez que los colegios de la parte alta de la ciudad habían terminado las clases y habían
empezado sus vacaciones. Manuel condujo en silencio durante un rato. Al poco, en el
lado izquierdo de la autopista comenzó a dibujarse el extraño perfil de la montaña de
Montserrat.
–¡Qué increíble es esa montaña! Está prácticamente rodeada de planicie y, de pronto,
ahí en medio, surge esa mole de picos redondeados y extraños. Me encantaría haber
prestado más atención en clase de geología para entender mejor cómo es posible que
surja una montaña así en un lugar como este…
–Pues ahora que lo dices, es verdad. Parece que la hubieran trasladado de algún sitio y
la hubieran colocado ahí. Y esas formas… Es probable que los monjes del monasterio
salgan de noche con lijadoras hasta lograr pulir esas siluetas raras en los picos –bromeó
Albert.
–Pues si lo hacen, son unos monjes con un sentido del humor un poco particular, ¿no
te parece? –dijo Manuel, aludiendo al hecho de que las torres de la montaña tenían
formas claramente fálicas.
–Sí que lo tienen. –Albert se rió–. Me recuerda a cuando jugaba con mi hijo en la playa
a hacer castillos mágicos con arena muy mojada: la dejas escurrirse entre los dedos y se
van formando torres como esas. –Se quedó pensativo, con el gesto ensombrecido.
–Este verano volveréis a ir a la playa juntos y a hacer castillos en la arena, ya lo verás –
dijo Manuel, que adivinó sus pensamientos.
–Ojalá… Bueno, de momento, los que están en la playa son ellos, y aquí ando yo, con
un amigo un poco excéntrico, camino de pegarme una paliza en la montaña. ¿Cuál es el
plan?
–Pues vamos a seguir mi plan habitual, pero sin prisas. Salimos del Gresolet en
dirección hacia arriba, al Lluís Estasen. Suelo saltármelo y tomo un atajo hacia el Prat,
pero me gustaría que vieras ese refugio y la arboleda que lo rodea. Vamos sobrados de
tiempo. Pero eso será mañana. Calculo levantarnos sobre las cinco, desayunar y salir,
como mucho, a las cinco y media, una horita antes de amanecer.
–A ver, pero si me dices que vamos bien de tiempo, ¿por qué tenemos que salir tan
temprano?
–Ya lo verás. Déjame que me guarde algún secreto. Calculo llegar al Gresolet sobre las
siete y algo… Cenamos hacia las ocho y a las diez ya estamos en la cama, así que
tendremos más de siete horas para dormir. Tranquilo que mañana no tendremos sueño.
Ya he llamado a Suso para hacer la reserva y pedir la cena.
–¿Quién es Suso?
–Un amigo, es el guarda del refugio. Un tipo muy notable. Te va a encantar.
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–¿Por qué?
–Por muchas razones, pero, especialmente, por dos. Es una de esas personas buenas
que siempre están ayudando a los demás, sin pensar en él mismo; por otro lado,
pareciera que la palabra «resiliencia» la inventaron para él: siempre sale adelante con una
sonrisa, por muchos palos que le dé la vida.
–Ya veo, uno de esos del país de las hadas.
–No, nada más lejos. De hecho, donde nació no había muchas hadas, y bastantes de
sus amigos de la infancia están en la cárcel o muertos por las drogas. No te equivoques,
Suso es un tipo duro, uno de esos que por fuera parecen de piedra y por dentro son un
cacho de pan. Y listo y trabajador como pocos. Por desgracia, ha visitado poco ese país de
hadas. ¿Quieres que te cuente su historia?
–Parece interesante…, y estás deseando contármela, que te conozco –contestó Albert,
riendo.
–Sí –concedió Manuel, de buen humor–. La verdad es que sí, creo que se pueden
aprender unas cuantas cosas de él. Verás, resulta que en ese ambiente que te he contado
que le rodeaba aprendió a montar en moto, y, como es un tipo espabilado y cuando se le
mete una cosa entre ceja y ceja no para hasta salir adelante, resultó que de muy joven se
convirtió en un campeón de trial, o de motocross, la verdad es que yo de motos no sé
mucho. Pero bueno, da igual, el caso es que era un campeón de los que compiten a nivel
internacional, de los buenos de ese mundillo, y ahí lo tenías arriba y abajo venga a ganar
copas por un montón de países. Cierto día resulta que se va a entrenar con unos amigos y
se olvida las espinilleras, pero no le importa porque él, como todos los jóvenes, se cree
inmortal. Entonces, en un salto por un terraplén se pega una castaña de las grandes y se
parte las piernas y varias cosas más.
–Joder, ¡qué pena!
–Pues sí, pero ya te he dicho que es un tipo duro y cabezón, así que le meten en el
hospital y le hacen trescientas operaciones, y se tira meses en una cama. Los doctores le
dicen que nunca volverá a caminar, y menos a montar en moto.
–Y no acertaron…
–Tendrías que verle ahora haciendo esquí de competición y snowboard, y la moto de
cross que tiene aparcada a la puerta –dijo Manuel con una sonrisa–. Un figura, el amigo
Suso. Basta con que le digas que no puede hacer algo… Bueno, el caso es que con todo lo
que le pasó tuvo que retirarse del mundo de los campeonatos de motos, así que se le
ocurrió montar un negocio: una especie de casa rural con un circuito de cross al lado,
para los aficionados, y para dar clases y hacer pequeños campeonatos y entrenamientos
de amigos suyos todavía profesionales. Casi que tuvo que levantarlo él con un pico y una
pala, porque dinero tenía más bien poco; pero el caso es que le quedó estupendo, lo abrió
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y empezó a tener éxito. La cosa le iba bien.
–No me digas más, pasó algo y se le estropeó el invento.–¿Recuerdas que hace algunos años hubo unos incendios que destruyeron media
comarca del Berguedà? Pues a él le pilló de lleno; ardió todo hasta las cenizas. El pobre no
pudo salvar ni sus efectos personales ni las fotos.
–¡Qué mala suerte!
–Muchas personas con mejor suerte que él, y con inicios más fáciles, andan
quejándose todo el día. Pero él no, él se vino para esta zona y anduvo preguntando por
ahí si había algún sitio donde dormir, aunque no fuera nada especial, un pajar o algo.
–Pero ¿no tenía ni donde dormir?
–No, ya te digo, se le quemó todo, y en el banco tenía poco dinero. Así pues, le tocó
empezar de nuevo; prácticamente, con una mano delante y otra detrás. Y en estas que,
preguntando aquí y allá, se topa con un tío que andaba pastoreando unas vacas. El tío
mira a Suso de arriba abajo (ya lo verás dentro de un rato: Suso es un tipo de esos que te
encuentras en un callejón de noche y, vamos, sales corriendo) y debió de verle algo,
porque le dijo que fuera a verlo al cabo de un par de horas a una granja cercana. Pasa el
rato, Suso se presenta donde le había dicho y el hombre sale, le da unas llaves y le dice:
«Mira, esta granja está medio abandonada, comodidades no tiene ninguna; pero si te
arreglas con esto, ahí puedes estar hasta que encuentres algo mejor».
–Qué tipo tan majo el pastor, ¿no?
–Pues sí. Creo que, básicamente, todo el mundo es bueno, pero a la gente le entran los
miedos y esas cosas, y no sabe estar a la altura de las circunstancias. Pero ese hombre,
además de ser buena persona, resulta que tenía buen ojo (es verdad que la casa estaba
fatal, pero lo cierto es que muchos ni aun así le hubieran dado las llaves a alguien como
Suso, que se les presentara delante sin más). Total, que Suso coge y se va a vivir a la casa y
empieza a mejorarla poco a poco con dos duros, con materiales de desecho de otras
obras, y se pone a buscar trabajo. Hace un poco de todo, trabaja de refuerzo en alguna
obra, y encima así aprende cosas que luego aplica en su casa. Un día se topa con un
grupo de excursionistas que le preguntan si conoce a algún guía que los pueda llevar el
fin de semana siguiente a conocer senderos de la zona. Y Suso, claro, les dice que mejor
que él no hay nadie.
–Ja, ja, ja. ¡Un crack!
–No lo sabes bien. Es cierto que, después de vivir allí, pues conocía muy bien la zona,
pero nunca había sido guía. Así pues, se pasó la semana planificando rutas y preguntando
aquí y allá, y subió al Lluís Estasen, el primer refugio al que llegaremos mañana, y se puso
a hablar con el guarda, que es un tipo muy respetado en todos los Pirineos. Y va y le dice
que si puede hacer un menú y reservarle una mesa para treinta personas para el
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domingo, y darle a él una comisión por traerlos, que él era el guía. Y el del refugio lo mira
de arriba abajo y le dice que vale. En estos sitios las noticias vuelan y ya había oído hablar
de él, pero piensa para sí: «Este chaval tiene de guía lo que yo de astronauta, el domingo
seguro que ni aparece».
–Ja, ja, ja, ¿y qué pasó?
–Pues que el domingo, a la hora convenida, como un reloj, Suso se planta en la puerta
del refugio no con treinta personas, sino con treinta y cinco, y le dice al guarda: «Mira,
que se me han apuntado cinco más. ¿Tendremos sitio?». El del Estasen asiente con la
cabeza, les pone otra mesa más y se va para la cocina en silencio. Comen de narices y los
clientes están supercontentos, y Suso más aún. A la hora de pagar se va para el guarda y
le dice: «Oye, dime qué te debo, están todos encantados». Y entonces va el del refugio y le
dice: «Chaval, no me debes nada, tienes dos pelotas. Quédate con el dinero, que te lo has
ganado y te hace falta. ¿Tú me ayudarías aquí los fines de semana? Se me ha ido el
ayudante que tenía y, en estos días, se me acumula el trabajo».
–¡Coño!
–Sí. El del Estasen es otro tipo especial, ya te digo que en todas estas montañas lo
conocen. Así que va Suso y le dice que sí, que encantado, que no tiene ni idea de trabajar
en un refugio, pero que aprende rápido. Y tan rápido que aprendió: un año después se va
al hombre que le había prestado la casa abandonada, que ahora ya tiene hasta buena
pinta (de hecho, Suso le había querido pagar un alquiler, pero el dueño no quería nada,
por las mejoras que había hecho), y va y le pregunta que si sabe de alguna granja por la
zona que sea de mediano tamaño, para montar un refugio de montaña.
–¡Qué crack! –exclamó Albert–. Y, claro, el tío tenía una.
–Bueno, varias, porque resulta que él y sus hermanos eran dueños de miles de vacas y
de un montón de granjas de los alrededores. Y como, además de ser buena persona,
conocer bien a Suso y saber de qué era capaz tenía ojo para los negocios, va y le mete en
su todoterreno y le lleva a visitar granjas. Y esta a la que vamos era una de ellas. Estaba
deshabitada desde hacía años, pero tampoco se caía de vieja. En cuanto Suso la vio, lo
tuvo claro. Así que el dueño y Suso se asocian, y este se va a hablar con su jefe, el del
Estasen, y le cuenta sus planes y medio le pide permiso, y medio le pide perdón también,
porque el Gresolet está muy cerca. Y el otro le dice que se alegra de que prospere, que
está seguro de que las cosas le van a ir bien, porque es un tío cabal y trabajador; además,
le asegura que no hay problema con eso de hacerle la competencia, que no se preocupe,
porque el Estasen está a los pies del pico del Pedraforca y no le faltan clientes, y que si
puede echarle una mano en algo, que cuente con él. Total, que se dan un abrazo y Suso
baja aliviado y más contento que unas pascuas.
–La gente de montaña es de otra pasta, parece, noblotes y majos…
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–No te creas, en todas partes hay capullos. Puede que sí, que la gente de la montaña
tienda a tener más claras las cosas que de verdad importan; todo eso del mundo
competitivo de los de ciudad les llega menos; sin embargo, en todas partes cuecen habas.
Estos tipos en concreto son especiales, eso sí.
–Así que al final montó este refugio al que vamos, y ahora las cosas le van bien.
–Bueno, más o menos…
–¿Más o menos? ¿No le va bien?
–Oh, no, sí que le va bien…, ahora que lo ha vuelto a reconstruir.
–¿A reconstruir?
–Sí, hace unos años se le quemó una parte, y ha tenido que reconstruirlo. Y volvió a
perder gran parte de sus efectos personales. Mira qué clase de persona es que, aunque
tenía cerca a los hermanos dueños de la propiedad, socios suyos (pues cada septiembre
bajan a las vacas de las montañas para encarar el invierno y hacen una fiesta en un prado
cercano), hasta que no logró extinguir el incendio con sus propias manos no se fue hacia
donde estaban a pedir ayuda. Llegó medio muerto y se lo llevaron corriendo al hospital,
con los pulmones llenos de humo y medio asfixiado. Decía que tenía que apagarlo en ese
momento, que, si no, todo estaría perdido, y lo cierto es que salvó la mitad, y encima
salió por su propio pie.
–Un fenómeno. ¿Cómo le conociste?
–Bueno, conocerle ya le conocía de pasar por su refugio unas cuantas veces. Pero
resulta que un día unos amigos y yo nos quedamos atrapados en una tormenta eléctrica,
en lo alto de un pico cercano al Prat de Aguiló; además, uno de mis amigos se había
hecho daño en la rodilla y casi no podía caminar. Entonces, llamaron a Suso, que cogió
su todoterreno y vino a buscarnos. Nos preparó una comida calentita en su refugio, le
curó la pierna a mi amigo y nos bajó al lugar donde habíamos aparcado los coches. Y
todo eso mientras no paraba de gastar bromas y sonreír. Ahí ya vi que estaba hecho de
una pasta especial. Desde entonces, con los años, hemos ido trabando amistad. A veces
hasta me voy a cenar con él; al día siguiente, me doy una vuelta por estas montañas.
Fíjate, el día que me compré este coche, esto él no lo sabe, quería hacerle unos kilómetros
y me vine a ver a Suso y me lo encontré solo en el refugio, tristón en la cocina. Había una
serie de historias personales que no te contaré, pero hasta se me echó a llorar, y te
aseguro que ver llorar a un tiarrón como Suso impresiona. Es un cacho de pan bendito.
Acabamosabriendo una botella de vino y riéndonos hasta caernos de la silla.
–Ya tengo ganas de conocerlo, la verdad.
–Pues pronto vas a poder saludarle, porque aquí empieza el desvío hacia el refugio.
Dentro de diez minutos estaremos allí –dijo Manuel girando el volante para salir de la
carretera hacia un amplio camino de tierra señalizado a la derecha.
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Resumen
A menudo, hablan más de nosotros nuestros hechos que nuestras palabras. De nosotros como
personas y como organizaciones.
Esos atributos de marca que transmitimos de forma involuntaria con nuestra permanente
acción son percibidos por los demás, consciente o inconscientemente, y generan
comportamientos de retorno. Estos, y dado que el tiempo incide en la construcción de las
relaciones, llegan a ser poderosos, sostenidos y profundamente arraigados en nuestro
ecosistema circundante.
La autenticidad y la coherencia son valores en alza, tanto para las personas como para las
organizaciones.
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4. Las personas en el centro
 Condujo a baja velocidad por entre bosques y alguna casa ocasional. Tomó un par de
desvíos señalados con unos letreros de madera tallados a mano, con el nombre del
refugio escrito, paralelos a un río que a veces transcurría amplio y tranquilo, y otras,
angosto y encabritado. Tras un par de kilómetros entre gargantas estrechas, el camino se
abrió a un amplio valle lleno de hierba y rodeado de bosques, en el centro del cual se
alzaba un caserón de varios pisos de altura. Manuel aparcó no lejos de allí, en una
pequeña explanada señalizada como aparcamiento y le indicó a Albert que habían
llegado y tocaba coger las mochilas del maletero y caminar hasta el refugio. Este se
encontraba a apenas doscientos metros. Llegaron a la puerta principal tras subir unas
escaleras. Allí, en un amplio comedor, tras la barra, vieron a un tipo que Albert adivinó
que era Suso. Manuel sonrió de oreja a oreja y le dio un abrazo mientras ambos
bromeaban.
–Suso, te has cambiado el coche, el de ahí afuera no es el que tenías.
–Sí, es de segunda mano, me ha salido muy barato. Es que el otro se me inundó.
–¿Y eso?
–Unas tormentas que hubo hace unos meses, por Semana Santa. Me encontré con que
uno de los túneles estaba inundado por la lluvia; había una tía subida al techo de su coche
superasustada. Se ve que se le había parado el auto en medio del túnel, y ella no sabía
nadar y estaba de los nervios. Así que me metí con mi todoterreno, que era bastante alto,
a por ella y conseguí sacarla, pero ya casi llegando fuera se me caló y le entró agua en el
tubo de escape y ya no hubo forma de arrancarlo. Era bastante viejo y no valía la pena
repararlo, así que me compré este.
Manuel miró a Albert, como queriendo decir: «Ya te avisé, Suso es así: si puede, te
ayuda aunque se le casque el coche en el intento». Albert asintió, mudo, con gesto de
comprensión.
–¿Te doy el pack ya? –preguntó el guarda.
–Sí, buena idea –contestó Manuel, que cogió la bolsa que le extendía por encima de la
barra. Empezó a sacar cosas de ella y a mostrárselas a Albert–. Mira, esto es un regalo
para ti. Cuando haces la Cavalls, puedes inscribirte en alguna de las tres modalidades que
hay, y según eso te dan un pack como este, una badana para el pelo como esta, del color
de la modalidad que escojas, y una tarjeta para que te la sellen en cada refugio y acredites
que has recorrido el camino en el tiempo correcto. He pensado que sería un bonito
recuerdo para ti. Yo guardo las mías de otras veces.
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–Jo, ¡muchas gracias! Si al final sobrevivo a esta encerrona, volveré a correr algunos
días a la semana y me lo pondré en plan homenaje –contestó Albert guiñando el ojo a
Suso.
Le dejaron volver a la cocina, pues en ese momento Suso tenía bastante lío, y se fueron
a dar un paseo por los alrededores hasta la hora de cenar. Un poco más abajo había una
pequeña extensión de hierba, más o menos plana, y se tumbaron para ver pasar las
escasas nubes del cielo. Albert rompió el silencio al cabo de un buen rato:
–¿Sabes?, ahora que estoy aquí me alegro de haberte dicho que sí a esto. Creo que
necesitaba salir del torbellino en el que estoy metido. Gracias por hacer el esfuerzo,
Manuel. Te lo agradezco de verdad.
–Oh, esfuerzo ninguno. Después del viaje también me venía bien un poco de conexión
con la naturaleza y de ejercicio. Y tu compañía es inmejorable. Me encanta hacer esta
ruta juntos, gracias por querer venirte. –Se miraron y se sonrieron.
–¿Sabes?, estaba pensando en Suso. Es uno de esos tipos íntegros, ¿verdad?
–Sí, de los que hacen y dicen lo que piensan porque piensan lo que dicen y hacen.
–No hay muchos así en mi… –dudó un momento–, en mi negocio, en mi entorno.
Cuesta conocer a la gente, hablamos mucho, pero, en realidad, no acabas de saber lo que
piensan. En cambio, con Suso enseguida sabes lo que piensa, por lo que me has contado.
–Bueno, no es que sea hombre de muchas palabras, no te creas, pero si te dice algo,
puedes apostar a que lo piensa de verdad. Y, sobre todo, creo que es más importante
observar lo que hace que escuchar lo poco que dice: fíjate en sus actos, en cómo vive, en
las cosas que hace, y enseguida tendrás una foto muy clara de cómo es. No engaña, es
muy de una pieza. Creo que nuestros actos hablan más de nosotros que nuestras
palabras, y que en nuestra sociedad hay un exceso de palabrería y una escasez de acción
coherente.
–Pero es que no es fácil actuar siempre como piensas que debes hacerlo, Manuel. Tú es
que lo tienes muy fácil inmerso en ese mundo en el que toda la gente sois unos ángeles y
todo va en la misma dirección, pero donde yo me muevo, lo sabes, lo que prima es la
pasta y la apariencia.
–Ostras, Albert, no sé si estoy muy de acuerdo contigo. A ver, para empezar, en mi
mundo, como tú lo llamas, no te creas que hay muchos ángeles (de hecho, yo no conozco
ninguno). Somos todos personas normales, imperfectas, con virtudes y defectos. Y no lo
idealices, porque no es cierto que todo vaya en la misma dirección. Lo que sí que hay,
definitivamente, es muchísima gente que intenta guiarse por sus ideales y sus valores, y
hacer lo máximo que puede por los demás, pero ángeles…, nada de nada. ¡Precisamente
ese es el mérito que tienen todos ellos! No son más que gente normal que ha decidido
hacer lo que les dice el corazón y vencer las dificultades y sus propias imperfecciones, y
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hacer algo fuera de lo normal. Pero ojalá que algún día lo que ellos hacen pasara a ser lo
normal. Decía Gandhi que nosotros hemos de ser el cambio que queremos ver en el
mundo, y no hay más que eso: cada uno tiene que ser y debe hacer lo que íntimamente
sabe que tiene que ser y debe hacer. Solo con eso el mundo sería un lugar muchísimo más
bonito.
–Así que la clave somos las personas y lo que hacemos, no lo que decimos, ¿no?
–Exactamente. Y en el mundo de la empresa igual o más.
–¿Por qué más?
–Porque sois seres afortunados, Albert, y porque cuanto más afortunado eres más
responsabilidad tienes. Eso creo. Sin embargo, aunque no fuera así, aunque esté
equivocado, el asunto es que una organización es un conjunto de personas. Y los
empresarios y los directivos también sois personas. Personas que cuando entran por la
puerta de la empresa no se quitan sus valores como si fuera un traje que se ponen solo
para «vivir fuera», sino que siguen siendo las mismas personas, o deberían serlo. Iguales
fuera que dentro de la empresa. ¿Te consideras una persona con valores, Albert?
–Hombre, qué pregunta… Sí, claro, tengo mis valores, y mis ideales, aunque no
siempre soy capaz de seguirlos y de cumplir con ellos; pero sí, me considero una persona
de valores.
–Y, como hay confianza, y estamos aquí tumbados en plan confidencias, en este prado
tan bucólico, ¿puedo preguntarte si dentro de tu empresa, como directivo, tienes los
mismos valores que tienes como persona? –Y se lo quedó mirando con una sonrisa
tranquila.
–¿A qué te refieres con eso? –repuso Albert, un poco molesto.
–Mira, vamos a despersonalizarlo un poco, que igual nos resulta más fácil enfocarlo.
Imaginemos que un tipo tiene

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