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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES CIENCIAS DE LA COMUNICACIÓN LA FORMACIÓN PROFESIONAL DE UN EDITOR Crónica de una experiencia de trabajo en el medio editorial y glosario de términos y expresiones T E S I S Que para obtener el título de: Licenciada en Ciencias de la Comunicación Presenta: ADRIANA MARGARITA GUADARRAMA OLIVERA ASESOR DE LA TESIS: LIC. JOSÉ ANTONIO DE JESÚS GONZÁLEZ ARRIAGA Ciudad Universitaria 2011 UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. A la memoria de Concepción de la Torre Carbó (1928-2008) Una vez empezadas las cosas importantes jamás deberían permanecer inconclusas. Basta ensañarse para lograrlo. MARGO GLANTZ, Saña ÍNDICE Prólogo 9 Introducción 21 PRIMERA PARTE 27 Presentación 29 Oficio de tinieblas: esos pobres y desconocidos de siempre 35 El salario del miedo 39 Reportera sin fuente 40 Meterse de contrabando en el oficio 41 La célebre página tres 42 Una sólida institución 43 Surge un nuevo periódico 45 La vitrina de la ignominia 46 Los números ceros: el viejo edificio se transforma 48 La redacción 48 Incipiente revolución tecnológica 50 El número uno 52 El número dos, el tres…y de la euforia inicial se pasa a la rutina 54 Larga espera en la vitrina de la ignominia 56 Un refugio en la sección de cultura 58 Expulsada del Infierno, bienvenida al Paraíso 61 El glamour de la mesa 63 Se acerca el final: decisiones y planes de partida 70 Los días del terremoto 71 Funeral y despedida 75 La partida: hacia una nueva vida 76 SEGUNDA PARTE 77 Glosario de términos y expresiones 79 Introducción 81 Glosario 87 Colofón 183 Bibliografía 189 PRÓLOGO Terminé mi carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en 1977, año en el que ya trabajaba como ayudante de investigación en el Centro de Estudios de la Comunicación de dicha facultad, ocupando una plaza que gané por concurso de oposición en esa temprana etapa de mi vida profesional. Sin embargo, ya desde entonces me di cuenta de que mi imaginación volaba más allá de la puerta y las ventanas del cubículo que me habían asignado y que mi destino no era convertirme en investigadora universitaria. Pero tampoco tenía muy claro mi futuro profesional. En los cinco años de carrera disfruté enormemente las clases de entrevista, reportaje, crónica, cine y literatura que en esa época formaban parte del plan de estudios, por encima de las materias teóricas como Sociología y Economía, así como las de Los medios y la teoría de la comunicación colectiva o Régimen legal de los medios. Fui alumna privilegiada de maestros de la talla de Fernando Benítez, Hugo Gutiérrez Vega, Gustavo Sáinz, Emilio García Riera, Miguel Ángel Granados Chapa y Froylán López Narváez, entre los más célebres de la época, por la fama que los precedía y porque la mayoría tenía libros publicados: novelas en el caso de Sáinz, poemarios en la producción literaria de Hugo, que también era actor; varios tomos contundentes sobre los indios de México y la historia del cine, respectivamente, contribuían a la celebridad de Benítez y García Riera, o bien, como en el caso de López Narváez y Granados Chapa, colaboraban en Excélsior, entonces el periódico más influyente del país. En sus clases devorábamos los libros de crónicas de Carlos Monsiváis, los de reportajes de Elena Poniatowska, como La noche de Tlatelolco, un clásico del periodismo mexicano; leíamos a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes, a los autores del así llamado boom latinoamericano como Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar, y Jaime Goded y Gustavo Sáinz nos iniciaban en los ciclos de cine “de arte”, de autor y en los clásicos como El ciudadano Kane de Orson Welles o el Acorazado Potemkin de Eisenstein, en las aulas de la facultad o en el Salón Rojo de la primera Cineteca Nacional, antes de que el fatídico incendio la redujera a escombros. Fue memorable la presencia del director de cine Roberto Rosellini, uno de los fundadores del neorrealismo italiano, en el aula más grande de la facultad, llena a reventar. Era la época del Excélsior de Julio Scherer García, que leíamos cada mañana y en el que todos los estudiantes de periodismo soñábamos con trabajar algún día, hasta que vino el golpe del presidente Luis Echeverría en julio de 1976, que echó literalmente a la calle a don Julio y a sus más ilustres columnistas, articulistas, caricaturistas y demás trabajadores del diario, entre ellos muchos reporteros y fotógrafos. Ese golpe, en un principio devastador no sólo para don Julio y su gente sino para los lectores, que quedamos en la orfandad informativa, dio lugar en un primer momento a la publicación del semanario Proceso, donde se reagruparon Scherer y un grupo destacado de periodistas, que ha marcado por más de tres décadas al periodismo nacional y sobrevivido hasta la fecha, con altas y bajas en su calidad informativa, a varios embates y amenazas gubernamentales. También Octavio Paz salió de la revista Plural con sus colaboradores y fundó la revista Vuelta. Más tarde, otro grupo se organizó alrededor del proyecto deun nuevo diario, el Unomásuno, bajo la dirección de Manuel Becerra Acosta, que de 1977 a 1983 difundió el trabajo de varios de los mejores reporteros, fotógrafos, moneros, redactores, columnistas, editorialistas y de importantes intelectuales mexicanos y latinoamericanos de otras latitudes, con un diseño original, de tipo tabloide, y una novedosa forma de hacer periodismo. Este periodo de gran efervescencia terminó abruptamente con la renuncia de numerosos trabajadores y colaboradores encabezado por Carlos Payán Velver, quien en febrero de 1984 dio a conocer el proyecto de fundación de un nuevo periódico que se llamaría La Jornada, cuyo primer número salió a la luz el 19 de septiembre de 1984 y que hasta la fecha es uno de los diarios más influyentes y críticos de este país. En 1977 me enfrentaba, con más impaciencia que conciencia de mi privilegiada situación, a la encrucijada de hacer una carrera de investigadora en la universidad más importante del país, en la que ya me había ganado una plaza de base aun sin haberme titulado, que me aseguraba estabilidad económica por el resto de mi vida, o de renunciar a la seguridad y comodidad de esa vida y lanzarme en busca de mi verdadera vocación, cualquiera que ella fuese, sin más arma que mi juventud y un exiguo currículum: de 1974 a 1975 había trabajado en la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, como redactora de guiones y ayudante de camarógrafo, en un departamento de realización de documentales sobre las más diversas actividades universitarias, dirigido por Hugo Gutiérrez Vega, en el que reunió a varios de sus antiguos alumnos. Y entre 1975 y 1977 desempeñé el trabajo de ayudante de investigación y de cátedra con la doctora Silvia Molina y Vedia en el Centro de Estudios de la Comunicación de mi facultad. En julio de 1977 decidí finalmente renunciar a mi privilegiada y estable vida dentro de los muros de Ciudad Universitaria, lo cual muchos amigos, compañeros de la facultad y mi propia familia consideraron casi un suicidio profesional, y me fui detrás de un proyecto que no tenía ni pies ni cabeza y para el cual evidentemente no estaba preparada: hacer un reportaje sobre los kibutz en Israel, para presentarlo como tesis de licenciatura. Todo un despropósito. En agosto del mismo año tomé un avión con destino a Tel Aviv, y de allí un tren a un pequeño kibutz situado en Ashkelon, al norte de la franja de Gaza, en el que después de algunas semanas de parálisis, malestar y arrepentimiento, no hice ningún reportaje y del que salí casi huyendo de regreso a la capital de Israel y de allí hacia París, Francia, un lugar desde luego más amable y seguro, desde el cual, ya sin proyecto de reportaje ni remordimientos, me dediqué a lo que verdaderamente quería hacer en ese momento de mi vida: recorrer algunas de las principales capitales europeas, practicar idiomas y olvidarme de mis nobles propósitos de hacer la tesis. A mi regreso a México, sin la menor idea sobre mi futuro inmediato, sin proyecto de tesis y sin dinero ni empleo, quiso la casualidad que encontrara trabajo como correctora de galeras en la editorial Nueva Imagen, a pesar de que no tenía experiencia ni conocimiento del oficio, y que realizara por mi cuenta algunas traducciones del inglés y el italiano al español. Fue ése, sin que yo lo supiera entonces, el inicio de mi carrera en el medio editorial, cuando todavía soñaba en que mi destino era realizar grandes reportajes y ser escritora, y que de allí en adelante me llevaría, después de múltiples y variadas experiencias en diferentes medios editoriales, hasta mi trabajo actual de editora en el Departamento de Publicaciones del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM (IISUNAM), al que tuve la fortuna de ingresar por concurso de oposición en agosto de 1989, con una plaza de técnico académico. Este hecho marcó, nada más y nada menos, mi retorno a la vida universitaria y la consolidación de mi carrera en este oficio editorial que me tocó en suerte y en el que ya llevo 33 años. Una vez más, obtuve una plaza en la Universidad sin haberme titulado, respaldada únicamente por mi trayectoria en el medio editorial, ya que la convocatoria especificaba que se requería título “o experiencia equivalente” para ocupar un puesto en el Departamento de Publicaciones del IISUNAM. Eran otros tiempos, en los que el conocimiento del oficio era altamente apreciado. En esta época neoliberal, postmoderna y cibernética que nos toca vivir, varios portadores de un título pero sin experiencia laboral en el ramo seguramente hubieran arrasado en el concurso, y mi experiencia de trabajo, nada despreciable pero sin el respaldo de título alguno, hubiera tenido que morder el polvo en la arena de la feroz competencia laboral de hoy en día. Hace ya tiempo de esa proeza, y aunque siete años después de mi ingreso al IISUNAM conseguí, también sin el título, una promoción de asociado “C” a titular “A” de mi plaza de técnico académico, gracias a mi buen desempeño y a haber tomado varios cursos y un diplomado en literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, la comisión que dictaminó mi promoción me conminó amable pero imperiosamente a agilizar mis trámites de titulación debido a mi condición de académica, y me vi de nuevo frente al dilema de realizar una tesis de licenciatura o verme en un predicamento. No fui ágil sin embargo, y lo peor de todo, no tenía tema de tesis. Los años que siguieron a mi promoción asumí que ya había pasado el tiempo de soñar con reportajes internacionales y que lo mejor y más práctico sería escribir una tesis sobre algún tema relacionado con mi actividad de editora universitaria. Mucho tiempo me rondó la idea de redactar un manual de estilo; revisé manuales de varias casas editoriales y me empapé en el tema, pero siempre encontré algún pretexto −generalmente mi absorbente trabajo− para no emprender esa tarea. También pensé en hacer una descripción minuciosa de las diferentes etapas del proceso editorial, usando el cuidado de la edición de alguna de las publicaciones a mi cargo como ejemplo didáctico, desde la preparación del original para la corrección de estilo hasta la revisión de las pruebas finas y el envío del libro a la imprenta. Sin embargo, es difícil tomar distancia del trabajo en el que se está involucrado bajo la presión de los tiempos reales del proceso editorial y las fechas de entrega, como para convertir la labor cotidiana, con la que nos ganamos el salario, en tema de tesis. Concluí finalmente que ya existen innumerables manuales de estilo y otros tantos tratados sobre el proceso de la edición, espléndidamente elaborados por expertos colegas del oficio fogueados en mil batallas editoriales, como para agregar uno más con alguna originalidad. En mi búsqueda de tema me topé entonces, ordenando y archivando papeles y documentos personales, con una ponencia que presenté en el Encuentro de Editores en Humanidades que se realizó en el IISUNAM en marzo de 1991, y que reunió a editores universitarios, a secretarios de redacción de periódicos, a editores independientes y a algunos representantes de casas editoriales privadas o de subsidio gubernamental. En ese interesante encuentro, que por cierto nunca se ha repetido, no se me ocurrió nada mejor que relatar la historia de mis inicios como correctora independiente a fines de los años setenta, a la que titulé “El corrector múltiple o el salario del miedo”. La relectura de ese trabajo, realizado a toda velocidad bajo la presión de la fecha del encuentro, y por ello lleno de imprecisiones y hasta insolente aunque divertido, me llevó a pensar en que mi tema de tesis bien podría ser un relato mucho más extenso de esos inicios en el trabajo editorial, de las diferentes experiencias de los años posteriores,y quizá concluir justo antes de mi ingreso al Instituto. Una de las razones que más me atraían de ese proyecto que apenas tomaba forma en mi mente, era justamente la posibilidad de realizarlo como un relato autobiográfico, una suerte de “memorias profesionales”. Puede decirse, entonces, que esa ponencia escrita en mis primeros años de trabajo en el IISUNAM es el antecedente directo de la historia que ahora presento para obtener el grado de licenciada en Ciencias de la Comunicación. Pero hay otra razón importante que impulsa este trabajo y que me interesa mencionar. No existe, hasta la fecha, en ninguna universidad mexicana, una licenciatura en edición donde el estudiante se forme como editor, como corrector de estilo, corrector ortotipográfico o de pruebas, en la que conozca a fondo todas las etapas del proceso editorial y se le capacite adecuadamente, por ejemplo, para ser un director o coordinador editorial o un jefe de publicaciones. En los últimos años ha proliferado una serie de cursos y diplomados sobre diferentes aspectos del proceso de la edición: están los que año con año se imparten en la Casa Universitaria del Libro de la UNAM; el diplomado que imparte la empresa Versal, con duración de un año, que es bastante exhaustivo en cuanto a cubrir todas las etapas del proceso, o el diplomado “Los procesos de la edición de libros” que desde hace varios años imparte la División de Educación Continua de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en combinación con la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, de seis meses de duración, que cuenta con la participación de profesionales serios del mundo editorial y que también abarca de manera muy completa las diferentes etapas del proceso de la edición así como temas relacionados con la mercadotecnia, la promoción y la distribución de los libros. En 1992, el Centro Internacional de Estudios Profesionales para Editores y Libreros (CIEPEL) de la Universidad de Guadalajara, diseñó una Maestría en Edición que se impartió durante un par de años en Guadalajara y en la ciudad de México, pero el proyecto, por múltiples razones, no prosperó y después de formar dos generaciones finalmente desapareció. En 2009 surgió la Maestría en Diseño y Producción Editorial, con duración de dos años, que se imparte en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), sede Xochimilco, coordinada por el maestro en edición Gerardo Kloss Fernández del Castillo, precisamente uno de los egresados de la hoy extinta maestría de Guadalajara. La maestría de la UAM-Xochimilco es quizá, hasta ahora, el intento más consistente y estructurado, con visión de futuro, que se presenta como “el primer programa que se propone abarcar de una manera integral la administración de los proyectos y de los recursos, la indagación de las audiencias, la planeación estratégica, la organización de los textos, el diseño, la producción impresa o digital, la distribución, la promoción y la comercialización”.1 Y cuenta para ello con una sólida planta académica y con profesionales de la edición y de otras áreas afines como ponentes invitados. Es deseable que este proyecto prospere y perdure, por el bien de los futuros editores y de los que actualmente quieran ampliar sus horizontes profesionales. Existen en España y Argentina, por mencionar sólo dos casos, al menos dos carreras de edición y varias importantes maestrías, de las cuales menciono algunas de las más prestigiadas: en Argentina, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires ofrece una Carrera de Edición, y existe el proyecto de convertirla en licenciatura, y la Fundación Gutenberg incluye entre sus carreras la de Edición y Producción Editorial con duración de tres años; en España, en la Universitat Autónoma de Barcelona existe el Máster en Edición, con duración de un año y, finalmente, está el Máster en Edición de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, también con duración de un año. Quien quiera adentrarse en los secretos del trabajo editorial y conocer sus entretelones, puede sin duda inscribirse en alguno de estos cursos o diplomados para tener una visión panorámica o, después de terminar Letras Hispánicas, Letras Modernas, Filosofía, Ciencias de la Comunicación o alguna otra carrera de las ciencias sociales y humanidades, y rendirse ante la evidencia de que no hay trabajo, el egresado puede inscribirse formalmente en la maestría de la UAM-Xochimilco o, mejor aún, si tiene suerte, buen promedio y los contactos y cartas de recomendación adecuados, conseguir una beca para cursar alguno de los másters en edición en Barcelona o Buenos Aires. Pero quien aspire a iniciarse formalmente en la profesión de editor en cualquiera de sus modalidades y hacer de ella su medio de 1 Tomado de la página electrónica de la Maestría en Diseño y Producción Editorial: http://maestriaeditorial.xoc.uam.mx/. Consultada en enero de 2011. vida, tendría que buscar trabajo en alguna casa editorial, en el mejor de los casos, o en la redacción de algún periódico o revista, si tiene vocación de vampiro y resiste el trabajo bajo presión y los brutales cierres de edición hasta la madrugada del periodismo diario o semanal. Ambas opciones son una buena escuela. Están también los más apacibles y humanistas departamentos de publicaciones de las universidades e institutos de investigación. Nunca mejor aplicado, como en esta profesión, el dicho de que la práctica hace al maestro. Me pareció interesante, por todo ello, que el objetivo de este trabajo que presento como tesis de licenciatura sea ilustrar, a través de un relato minucioso y detallado, no exento de humor, cómo se forma un editor en la práctica profesional; cuáles son, por así decirlo, los múltiples y variados caminos y los diversos puestos de trabajo que tiene que recorrer y desempeñar el aprendiz de editor para conocer el oficio y convertirse en profesional del mismo. El periodo que abarca este relato se sitúa en el final de la década de los setenta y en la década de los ochenta, cuando los cursos, diplomados y maestrías arriba mencionados prácticamente no existían, y realmente el estudiante o autodidacta se formaba en la práctica pura y dura en las editoriales o en las redacciones de los diarios, revistas o semanarios, ya sea como corrector o auxiliar de la redacción (el famoso hueso de las viejas redacciones) con un salario casi simbólico, o como trabajador independiente o freelance. Es importante mencionar que en la época en que se ubica la historia de esta hipotética correctora de pruebas y de estilo, inspirada obviamente en mi propia experiencia, no tenía aún lugar la revolución tecnológica que transformó el trabajo y la industria editoriales con la llegada de las computadoras y la digitalización de todo el proceso. Hay quienes, como la que esto suscribe, iniciaron su formación de correctores y editores en esas décadas y fueron testigos y protagonistas de ese cambio dramático de la era de los antiguos medios de una producción editorial casi artesanal, a la era de la digitalización y las computadoras. En la segunda parte de este trabajo, y como complemento del relato de la primera parte, presento un catálogo o glosario de términos y expresiones que surgieron y se popularizaron, la gran mayoría, a fines de la década de los ochenta y durante la década de los noventa, actualmente de uso común y algunos inclusive ya aceptados por la Real Academia Española. Sobre cómo surge la idea de elaborar este catálogo de términos y expresiones y las fuentes de donde fueron obtenidos, me extiendo con más amplitud en la introducción al glosario. Me encantaría que, por caminos impredecibles y azarosos, este trabajo llegara, en el soporte de papel o a través de la infalible red, alas manos o a los ojos de algún o alguna pasante de letras, periodismo, comunicación o ciencias sociales y afines, y que su lectura los acerque a (o los ahuyente definitivamente de) este oficio de tan antigua historia que, para bien y para mal, “recorremos personas generalmente tercas, obsesivas, detallistas, en ocasiones tortuosas”, 2 de profesiones varias, aficiones diversas y edades múltiples, que conformamos todo un muestrario de aves de los más coloridos plumajes. A ese o esa pasante a punto de titularse y en busca de oficio y beneficio va dedicado, en buena parte, este trabajo. AGRADECIMIENTOS Son muchas las personas involucradas, directa o indirectamente, en la realización de este trabajo. Ante la imposibilidad de mencionar a cada una, quiero al menos enumerar a las imprescindibles. Agradezco a mis amigas y colegas Silvia Tirado y Gabriela Vélez, experimentadas correctoras y redactoras de la prensa, por haber leído el borrador de la primera parte de este trabajo, por sus 2 Prólogo de Blanca Luz Pulido, “La orilla que se alcanza”, a Roberto Zavala Ruiz, El libro y sus orillas. Tipografía, originales, redacción, corrección de estilo y de pruebas, 3a. edición corregida y 1a. reimpresión (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1998). atinadas correcciones y observaciones, por aclarar mis dudas y por su ayuda desinteresada. Gracias a Lili, Hortensia, Mauro, Cynthia, Alan, Toni, Mari y Angélica, amigos(as) y compañeros(as) del Departamento de Publicaciones del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM (IISUNAM), porque de todos(as) he aprendido los mil y un gajes del oficio editorial y entre todos(as) me han ayudado a mejorar mi trabajo. Mi agradecimiento a María de la Luz Guzmán, amiga y compañera del Departamento de Cómputo del IISUNAM, por su apoyo y paciente ayuda en todo lo relacionado con los secretos de los programas de cómputo, y con el formato y presentación final de este trabajo. Agradezco a la doctora Rosalba Casas Guerrero, directora del IISUNAM, y a la licenciada Berenise Hernández Alanís, jefa del Departamento de Publicaciones del IISUNAM, por su apoyo entusiasta y por las facilidades que me otorgaron para la realización de este trabajo. Mi reconocimiento al profesor y amigo José Antonio González, asesor de esta tesis, por haberme convencido de terminarla, por su apoyo incondicional, por guiarme en el laberinto de los trámites, por las cenas y por las conversaciones que han enriquecido nuestra amistad a lo largo de los años. Mi agradecimiento a la maestra Rosalba Cruz Soto, sinodal del jurado, por sus valiosas correcciones, observaciones y sugerencias, y por todo lo que de ella he aprendido. Una mención especial al maestro Arturo Guillemaud Rodríguez Vázquez, coordinador del Centro de Estudios en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, también sinodal del jurado, por su interés y su valioso apoyo en todo lo relacionado con la parte administrativa del proceso de titulación. Igualmente quiero agradecer a las maestras Blanca Aguilar Plata y Jacuelinne Sánchez Arroyo, sinodales del jurado, por sus comentarios favorables y su interés en el trabajo de tesis que presenté a su consideración. Agradezco, en suma, a todas y todos los que de alguna manera me acompañaron, me enseñaron y me dieron su parte en mis años de formación y aprendizaje, primero, y en mis años de trabajo, después. Gratitud y reconocimiento eternos a mis padres, Horacio (1921- 1983) y María Elena, por el cariño y la dedicación que repartieron, por partes iguales, entre su numerosa prole. Y, por supuesto, a Arturo, por el camino recorrido, por creer en mí, por leer todos mis borradores, por su paciencia, su buen humor permanente, por estar siempre allí. Ciudad Universitaria, México, agosto de 2011. INTRODUCCIÓN El personaje central de esta historia es el corrector de estilo, que con el tiempo y si tiene suerte se convierte en editor. Él es la materia prima del relato, el objeto de toda nuestra atención y el antihéroe por excelencia de la galaxia editorial, de la Galaxia Gutenberg que, aunque los libros se vuelvan electrónicos o de tercera dimensión y las variantes que se acumulen en los años por venir, seguirá decidiendo su destino. Dice Umberto Eco, en un interesante libro de entrevistas titulado, visionariamente, Nadie acabará con los libros: El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se han inventado, no se puede hacer nada mejor […] El libro ha superado sus pruebas y no se ve cómo podríamos hacer nada mejor para desempeñar esa misma función. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.3 La gran interrogante que nos planteamos todos los días los integrantes de este gremio peculiar, con más o menos niveles de angustia, tiene que ver con el futuro de los correctores y editores frente a la imparable revolución tecnológica. Qué va a pasar con esas personas “tercas, obsesivas, detallistas, en ocasiones tortuosas”, de las que seguramente se pensaría, si nos atenemos a esta definición, que más que en las redacciones de los diarios, en las editoriales, en los departamentos de publicaciones o en la soledad de su trabajo independiente, deberían estar en el diván del psicoanalista. Revisemos algunas de las opiniones al respecto de dos colegas editores con amplia trayectoria en el oficio. El editor universitario Mauricio López Valdés plantea que el trabajo del corrector, ese “personaje meticuloso y obsesivo”, se encuentra entre los peor pagados del planeta, lo cual aleja de la 3 Umberto Eco y Jean Claude Carriere. Nadie acabará con los libros. Entrevistas realizadas por Jean-Philippe de Tonnac (México: Lumen, 2010), pp. 20-21. profesión a muchos que podrían ejercerla dignamente, que terminan por limitarse a buscar erratas ante la inutilidad de sus esfuerzos, “y en vez de buenos correctores terminan siendo medianías o nulidades completas”.4 Siguiendo esta idea, se puede agregar que el panorama no sólo no ha cambiado a la fecha sino que se ha vuelto más complejo, en detrimento del desempeño del trabajador editorial, ya que con la composición electrónica el corrector de originales, como sucede sobre todo en los periódicos y revistas, ha tenido que asumir la tarea de incorporar tanto las correcciones como las características tipográficas al archivo magnético, lo que en los anteriores procedimientos de composición efectuaban el cajista o el tipógrafo, sin que esto signifique que se tome en cuenta el mayor tiempo invertido en esta labor adicional ni un aumento en la retribución económica. Esto es aún más grave, señala el editor, en el caso de los trabajadores independientes, quienes además de su conocimiento deben disponer en casa de una buena biblioteca personal, con profusión de manuales de estilo, diccionarios, enciclopedias, y de un espacio adecuado, cómodo y bien iluminado que funcione como oficina con escritorio, teléfono, fax, computadora con los programas necesarios para editar, corregir y, en su caso, formar, así como una buena impresora láser, módem y servicio de internet. Todo esto si quiere sobrevivir dignamente y competir en el mercado con una buena reputación profesional. No es un secreto para nadie que conozca el medio de los libros que, actualmente, las casas editoriales y departamentos académicos de publicaciones privilegian la rápida publicación y el bajo costo del libro, lo cual evidentemente va en demérito de la calidad del mismo. “Se olvida”, dice López Valdés, “que el buen cuidado editorial constituye un plus o un valor agregado que buena parte de loslectores aprecia al adquirir el libro, además de que también los 4 Mauricio López Valdés, “Volver al humanismo. Corrección de estilo y redacción editorial”. Libros de México. México: CANIEM, julio-septiembre de 2001. autores lo consideran al buscar y elegir −cuando están en posición de hacerlo− al editor de sus obras”.5 En su espléndido artículo “Contra el síndrome del corrector”,6 que a pesar de haber sido escrito hace doce años sigue teniendo una pasmosa actualidad, el editor independiente Roberto Zavala Ruiz, autor de una de las obras fundamentales en México sobre el proceso de la edición citada en el prólogo, que es la Biblia de los correctores y editores, ya señalaba el hecho funesto de que empezaban a proliferar tanto casas editoriales como esos negocios “oscuros en más de un sentido”, en los que “hoy se ha querido, malamente, improvisar capturistas, formadores, correctores, diseñadores, ilustradores y demás […] que ofrecen servicios editoriales a precios ridículos: malhechotes pues, pero baratos”. 7 Pero estos pseudoeditores no existirían, dice Roberto, sin la otra cara de la moneda: “los jefes de producción, coordinadores o directores editoriales que no saben distinguir un trabajo de calidad de otro hecho con las patas…de atrás”.8 Hoy, cuando las computadoras, los procesadores de palabras y los programas de edición están al alcance de todos, proliferan por doquier libros mal escritos, pésimamente diseñados y en encuadernaciones que los vuelven desechables a las primeras de cambio, porque literalmente se deshacen entre las manos. Es un hecho incuestionable que los editores no hemos logrado que el adelanto tecnológico tenga una relación directa con la calidad de los libros. Haciendo un poco de historia, Zavala recuerda la época en que la tradición dictaba que las editoriales reclutaran entre los pasantes de letras (o de carreras afines como periodismo y comunicación) y uno que otro aspirante a escritor, a sus correctores de originales y de 5 Ibid. 6 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, Hoja por hoja, suplemento de libros, núm. 25, 5 de junio de 1999, pp. 15-16. 7 Ibid. 8 Ibid. pruebas, que hacían verdaderos milagros con textos que muchas veces era una hazaña traducir “del bárbaro al español”,9 y a los que dichas casas editoriales pagaban salarios miserables, si eran trabajadores de planta, o vergonzosas tarifas por cuartilla o prueba corregida, cuando eran colaboradores independientes y trabajaban a destajo. Esa situación no ha cambiado mucho: los pasantes de letras y de periodismo siguen aspirando a trabajar, algún día, en un periódico o en una editorial como correctores de estilo o de pruebas, con la diferencia de que las editoriales contratan a colaboradores externos que trabajan a destajo en tres o más lugares para obtener lo equivalente a un sueldo de hace quince años: Las filas del desempleo, el abaratamiento del equipo mínimo indispensable para componer tipografía y la ilusión falsa de un enriquecimiento rápido han convertido a matemáticos, médicos, ingenieros o abogados ‘leidos y escrebidos’ en correctores, en improvisados editores que, a lo sumo, corrigen a medias un original y dejan que los duendes tipográficos decidan el tamaño de la caja, la familia, los cuerpos y series de los subtítulos, los colgados y los blancos, la grafía correcta, el marcaje de cuadros, notas y bibliografías, e impriman uniformidad a la escritura quienes se conduelan del original parchado y malherido.10 Ya desde entonces Zavala se percataba de que los correctores y editores debían perfeccionar el manejo de los procesadores de palabras y programas de edición y diseño y capacitarse y actualizarse permanentemente, de manera integral, en el proceso editorial completo, los idiomas, la escritura y sus misterios, “la cultura en su sentido más profundo, ancho y gozoso”.11 Y nunca perder de vista que capacitarse y actualizarse de ninguna manera significa dejar de lado ni renunciar a los conocimientos de gramática ni a la formación humanista y enciclopédica en que debe apoyarse siempre el corrector 9 Roberto Zavala Ruiz, “La atrasada que nos trajo el adelanto”. Ponencia presentada en el Encuentro de Editores en Humanidades, realizado en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, del 11 al 13 de marzo de 1991. 10 Ibid. 11 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, op. cit., p. 15. o el editor, que jamás serán sustituidos por un curso de computación, es decir, hay que sumar conocimientos nuevos a los viejos. Siempre será más fácil que quienes ya saben hacer libros en los sistemas de composición tradicionales aprendan a usar los nuevos. Los editores improvisados habrán de convencerse, más temprano que tarde, que con la misma escoba con que Orozco pintó enfebrecido El hombre en llamas, ellos podrán apenas barrer escombros. En otras palabras, que no basta tener la herramienta para desempeñar el oficio. Acaso no esté demás decir que en los países desarrollados la edición se estudia en la universidad y no en la brega.12 Por último, pero no por ello menos importante, tanto Zavala como López Valdés hacen referencia a la importancia de revalorar el trabajo de los correctores y editores, de luchar por sueldos decorosos y tarifas dignas en las editoriales, periódicos, revistas, departamentos académicos de publicaciones y en todos los medios de difusión donde se ocupe a los profesionales de la edición. No podemos dedicarnos nosotros mismos a devaluarlo trabajando en condiciones inaceptables y de esa manera descalificarlo y descalificarnos, cayendo así en ese sentimiento de inseguridad que Roberto Zavala ha llamado el “síndrome del corrector”, del que se han aprovechado editores sin escrúpulos, verdaderos mercenarios de la edición, que tiene que ver muchas veces con el perfil del trabajador editorial, frecuentemente autodidacta, sin licenciatura ni maestría que lo avale en la feroz competencia del mercado de trabajo o que ha cursado (sin terminar) alguna carrera ajena a las humanidades. Ya es hora de desterrar esa mala costumbre, tan arraigada en el gremio, de adoptar una actitud humilde y de no sentirnos merecedores de una paga digna por ese titánico trabajo de Sísifo de llevar, del original hasta la imprenta, un texto imperfecto y desorganizado, lleno de erratas y errores de sintaxis, cacofonías y muletillas repetidas hasta el hartazgo, anglicismos, lagunas de información, párrafos oscuros e imprecisos, notas y bibliografías 12 Roberto Zavala Ruiz, “La atrasada que nos trajo el adelanto”, op. cit. incompletas y mal hechas que hay que reescribir, cuadros y esquemas rudimentarios, gráficas impenetrables en más de un sentido, con pésima definición de la imagen y sin valores que las respalden en un archivo electrónico, y mapas que por comodidad y pereza los autores sacan de internet y que apenas se distinguen cuando se imprime el libro. A todo lo anterior se agrega tener que lidiar con autores hipersensibles y veleidosos que rara vez, con honrosas excepciones −que por fortuna las hay−, reconocen este esfuerzo y que no tienen la menor idea de las tribulaciones y de la enorme responsabilidad de los correctores de estilo y pruebas que tanto autores como editores abusivos preferirían de hablar pausado y bajito o, mejor aún, calladitos ellos, correctísimos en todo, sin retobos ni arrempujones, de lentes casi siempre y casi siempre depresivos, obedientes, inseguros, tímidos y paliduchos; personajes de Woody Allen, pues, o de Revueltas, de los que ven el mundo del lado moridor.13 He aquí pues, sin más preámbulos, el relato de la experienciaprofesional de una correctora y editora, que hace referencia a sus años de aprendizaje y primeros descalabros en este duro “oficio de tinieblas”, formativos y aleccionadores en más de un sentido, que marcaron el rumbo que tomaría su carrera en los años siguientes. 13 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, op. cit., p. 16. PRIMERA PARTE PRESENTACIÓN Señoras y señores, con ustedes: la correctora Ella −porque no hay duda de que se trata de una mujer, si bien una mujer pálida y ojerosa y vestida con ropa de casa−, está inclinada sobre sus papeles y se aplica a su labor con una concentración casi amorosa. Se alisa continuamente los mechones que le caen sobre la frente. Con la mano derecha hace anotaciones sobre una larga tira como pergamino que va deslizando hacia el frente, y con la izquierda va siguiendo el texto escrito en un grueso altero de cuartillas, como leyendo con las puntas de los dedos. Como en un sistema braille para videntes, si tal cosa es posible. Su mirada se posa ya en la tira, ya en el gordo altero de cuartillas. Detiene su lectura y vuelve al principio de las hojas o de las tiras-pergaminos, buscando afanosamente entre los párrafos, con el ceño fruncido y los lentes a la mitad de la nariz. Una lamparita de pinzas cuelga del librero que tiene a su lado, creando un círculo de luz blanca que encierra a la mujer con sus papeles. Los rayos del foco azul rebotan del papel a sus ojos, de los que ha retirado los lentes que descansan sobre una torre de diccionarios. Los lentes son grandes y toscos, de un modelo anticuado. La mujer tiene dos marcas rojas en el principio de la nariz. Un desorden de libros y papeles, mezclados con una caja de kleenex, un álbum con fotografías, una lupa, un cúter y varias libretas con espiral de alambre y pastas duras, llenan por completo la mesa de trabajo. De un botecito cubierto coquetamente con algodón estampado de flores diminutas y cintas satinadas en los bordes, brota un racimo de lápices y plumones de varios colores. En una esquina, una taza de porcelana china se posa sobre una arrugada servilleta. La toma cada tanto, envolviéndola con las dos manos y bebe sin prisa. El resto del cuarto permanece en penumbra, dejando entrever apenas dos libreros bajitos, una mecedora y una cama. Varios carteles italianos cuelgan de las paredes blancas. Un relojito marca las once y cuarto de la noche. De un pequeño aparato modular brotan las tranquilas notas de los Piano Works de Eric Satie (Gymnopédies & Gnossiennes), que es su música preferida para trabajar. Ella −porque todas las señas así lo confirman−, es la correctora, madame la correcteur, la proofreader lady, la stilkorrektor y sus equivalentes, si los hubiera, en italiano, hebreo, griego moderno, árabe y portugués, por sólo enumerar algunas lenguas. Y no por vano afán cosmopolita, sino porque las pesquisas propias del oficio que el azar le ha asignado (pues es mentira que uno elige su oficio: el oficio lo elige a uno), la han llevado a hundirse en bibliografías con referencias en varias lenguas; en cotejos minuciosos de malas traducciones del inglés, del francés o del italiano, que son las lenguas que comprende; en citas que contienen latines y otros cultismos y, sobre todo, en la corrección de estilo de textos plagados de anglicismos, galicismos, barbarismos y otros ismos que recientemente han cobrado carta de ciudadanía en la lengua española. La correctora universal trabaja sin tregua. Lleva ya varias horas en la misma posición y siente una aguda contracción en la espalda. En su vejez, la columna le va a cobrar con creces haberla sometido a esas jornadas interminables de tensa inmovilidad y profunda concentración, que empiezan a las ocho de la mañana, se suspenden un momento a mediodía para un breve almuerzo y un té, y siguen a veces hasta la media noche sin que ella se asome siquiera a la luz del día. Tiene tanto trabajo que ni siquiera hay tiempo para salir a dar una caminata por el barrio y ver aparadores. Si lo hiciera perdería la concentración. Hay que terminar para evitar que ese libro se convierta en una pesadilla. La editorial presiona ferozmente en los últimos días, pero ni una palabra sobre el cheque del libro anterior. Y esto la obliga a someterse a los designios implacables de la ley del destajo, que es más o menos tan drástica como la ley del revólver: entre más cuartillas corrija por día ganará más dinero y terminará más pronto para empezar un nuevo libro y fabricarse una reputación conveniente de correctora estrella (más o menos como el vaquero del western que mide su popularidad en las calles del pueblo y en varios kilómetros a la redonda de acuerdo con el número de rudos malhechores que captura y encierra en la cárcel, hasta llegar a sheriff). Esto es lo que ella llama la espiral ascendente de la locura. Y pensar que mucha gente cree que trabajar por cuenta propia, o ser freelance, es casi como estar de vacaciones permanentes. “Eres libre”, le dicen algunos de sus amigos, que trabajan de planta en oficinas con horario fijo y cobran puntualmente en la quincena. “Sí”, piensa ella con ironía, “libre de morirme de hambre”. Ciertamente, organiza su horario y su tiempo como mejor le parece. Pero con muy poco margen de libertad para dedicarlo a labores creativas o de esparcimiento, porque casi todo el esfuerzo y el tiempo se concentran en la prosaica satisfacción de necesidades apremiantes pero ineludibles. En suma, en la sobrevivencia. Las circunstancias, piensa ella con pesadumbre, le dejan a una en estos casos el dudoso privilegio de decidir si trabaja 18 horas durante el día, o 14 en el horario estelar de las doce de la noche en adelante, para aprovechar el silencio de la madrugada. En este momento quisiera detenerse y tumbarse un rato en el suelo para estirar la espalda y descansar la cintura. Tiene ganas de comprarse esa barra de gimnasia, ponerla en el marco de la puerta para colgarse de ella de vez en cuando sintiendo cómo se le estiran todos los músculos, y de paso fortalecer los brazos, ante la imposibilidad de pagarse un gimnasio con alberca, aparatos y vapor. Y quiere cambiar también esos horribles lentes que le resbalan por la nariz cada vez que baja la vista y que se le caen en el cine cuando cabecea en la función de la noche. La cara le ha adelgazado en los últimos tiempos, o quizá son los lentes los que han crecido a fuerza de tanta lectura forzada y maratónica. Se inclina por esta última hipótesis, aunque ciertamente su inestable economía y las múltiples presiones de la vida cotidiana le han afilado la cara y profundizado las ojeras, hasta casi hacerla parecer una de esas heroínas cinematográficas pálidas y sufrientes del neorrealismo italiano, estilo Anna Magnani o la Mangano. Magnani o Mangano, el caso es que el cheque de la editorial se ha retrasado de una manera inexplicable y, como de costumbre, en él se cifran todas sus esperanzas y sus proyectos, desde el cambio de los lentes hasta una abundante despensa, pasando por la compra urgente de un atril y de la ansiada barra de gimnasia. Y desde luego, el pago de la renta y de sus deudas. El presente se paraliza y el futuro se cancela en la amarga espera del cheque, que se debe haber atorado en uno de los acostumbrados laberintos burocráticos en que se pierden esos frágiles papelitos rectangulares. Eso en la práctica significa que el trámite no marcha porque falta la mágica firma del responsable en turno de la contabilidad, ausente o en junta, que no puede conocer o siquiera imaginar la magnitud de sus tribulaciones. En trágico contraste con la tardanza del cheque, la editorial quiere paraayer a primera hora el texto corregido. Se trata de una obra apabullante y maligna. A lo largo de sus 500 cuartillas se enumera con diabólica precisión y tipográfico desorden el poder infinito y devastador de las armas nucleares, que podrían acabar con el planeta en cuestión de segundos con sólo apretar un botón. Paralizada por las consideraciones del autor sobre el futuro de la humanidad en promiscua convivencia con los artefactos de su propia destrucción, descuida las erratas y las imprecisiones del lenguaje. Las cifras de la hecatombe nuclear hipnotizan sus sentidos y avizora pesadillas terribles para esa noche, así que se resiste a irse a la cama. Como antídoto contra el hongo atómico se prepara una infusión relajante, con la esperanza de que la sabia combinación de sus componentes traiga paz a su espíritu y tranquilice su mente, que durante todo el día ha sido bombardeada sin tregua y con la misma intensidad por una tonelada de errores gramaticales y tipográficos y otra cantidad similar de información sobre armamento nuclear, todos de consecuencias impredecibles para la humanidad. Es más de lo que un corrector independiente puede aguantar, en medio de sus precariedades. Para desviar su atención del Apocalipsis, cercano o lejano, se sirve la infusión y toma la taza humeante entre las manos para entrar en calor, se arropa con un chal de lana y se acomoda en su mecedora para sumergirse en las acostumbradas cavilaciones de la madrugada. A esa hora le gusta recordar. Y esa noche se siente especialmente nostálgica, y le da por acordarse de los tiempos, ya lejanos, en los que se inició en el oficio, al que entró lo mismo por despiste, por ignorancia y por necesidad. Y porque así es la vida. OFICIO DE TINIEBLAS: ESOS POBRES Y DESCONOCIDOS DE SIEMPRE Han pasado ya más de treinta años desde que entró por primera vez en una editorial. Iba a entregar la primera parte de un libro que le estaba traduciendo del italiano al español a un amigo, a quien originalmente se lo habían encomendado, pero que no tenía tiempo de traducirlo completo. Ella tenía mucho tiempo y el italiano fresquecito en la cabeza y en la lengua después de su primer viaje a Europa, en el que empeñó todo para sufragar los gastos, y se ofreció a hacerlo entre ávida, encantada y menesterosa. Se dividieron los capítulos y el dinero, pero no el crédito. Su trabajo de meses quedó sepultado en el anonimato, pues quien tenía que dar la cara era su amigo; ella fungió únicamente como convidada de piedra, como polizón que, en el último momento, se trepó en el barco a trabajar en una encomienda previamente pactada sin su intervención. Primeros roces con la oscuridad y el anonimato que caracterizarían sus trabajos futuros, aun siendo la titular del encargo y, en suma, que marcarían la pauta del oficio que le tocó en suerte y que ella nunca eligió. A partir de entonces, un poco azorada pero acuciada por la necesidad, y gracias a la sospechosa generosidad de su amigo, que siempre se reservaba lo más interesante (aunque de eso no se dio cuenta sino tiempo después), se internaría en los vericuetos de una suerte de trabajo clandestino, caracterizado justamente por el anonimato, cuyo sentido general y finalidad eran inabarcables. Siempre había trabajado en la universidad, que no sólo era como una madre protectora sino que le descontaba los impuestos. A partir de ahora, se enfrentaba no sólo con el reto de organizar su tiempo de una manera distinta, sino con el ineludible requisito de declarar ante Hacienda el impuesto al valor agregado por honorarios profesionales independientes. El talonario de recibos amarillos y su nuevo y flamante número de IVA, se convirtieron en los símbolos de la nueva revolución que estaba teniendo lugar en su vida, así como de sus futuros dolores de cabeza. Un día le encargaron que corrigiera unas galeras.14 Era la primera vez que se topaba con esa palabra, pero en ese momento no entró en consideraciones lingüísticas ni etimológicas, pues tenía enfrente la cara avinagrada del editor argentino que la apremiaba sin miramientos a entregar el trabajo en una fecha inamovible. Se limitó a asegurar que lo tendría para esa fecha, tratando de parecer convincente en su papel de correctora con gran experiencia, y se fue a su casa con el grueso paquete de largas tiras enrolladas y unos originales, temblando como una hoja. Maldijo su destino: habiendo tantas cosas interesantes y divertidas que hacer en la vida, justo a ella le ocurría tener que dedicarse a corregir los errores que antes que ella cometieron y luego dejaron pasar varios desconocidos, uno detrás del otro: el autor, el corrector de estilo, el corrector ortotipográfico y el tipógrafo (comenzaba a familiarizarse con cierta terminología del oficio), que podría decirse que es el antecesor de los actuales formadores, si bien el término tipógrafo abarcaba mucho más en el pasado, como lo describe José Martínez de Sousa.15 Así se inició nada menos que en el oficio de tinieblas por excelencia, el de los correctores, esos seres “pobres y desconocidos”16 sin derecho a reclamar el papel protagónico. Esto le hace recordar el diálogo entre el autor y el corrector de Historia del cerco de Lisboa, la novela de Saramago sobre la historia de Raimundo Silva, el cincuentón corrector de pruebas, 14 Que es como le llamábamos en México a las actuales pruebas. En España se les llamaba galeradas, que es, de acuerdo con la definición de Martínez de Sousa, un “trozo de composición que cabe en una galera. Prueba que se saca de esta composición”. Este mismo autor define galera como “plancha de hierro o cinc, guarnecida por tres lados por listones con rebajo en el que se introduce otra plancha llamada pala o volandera. Lo más general es que carezcan de pala. Se utiliza para poner y ordenar los materiales tipográficos que darán por resultado un molde, plana, etcétera”. Cfr. José Martínez de Sousa, Diccionario de tipografía y del libro, 2ª. edición (Madrid: Paraninfo, 1981), p. 117. Con la introducción de los modernos programas de formación por computadora las galeradas prácticamente desaparecieron, y fueron sustituidas por las pruebas o planas, que son en realidad las páginas ya formadas. 15 “Son tipógrafos el cajista y el impresor; el corrector y los teclistas lo son en cuanto cajistas. (Sin embargo, dado que la tipografía abarca todas las funciones del libro, la definición de tipógrafo se extiende, si bien no con plena exactitud semántica, a todos cuantos efectúan esas funciones.)” (Ibid., p. 266). De la misma manera que hoy, en algunas editoriales y periódicos, los correctores no sólo corrigen estilo y pruebas sino que capturan correcciones y forman las planas. En otros centros editoriales, como en algunos departamentos de publicaciones de la universidad y otros centros académicos, aún existe la separación de funciones, es decir, los correctores leen y corrigen y, en una etapa posterior, los formadores forman las planas. 16 Gabriela Vélez Paz, “El secretario de redacción: ¿Dr. Jeckill o Mr. Hyde?”, ponencia presentada en el Encuentro de Editores en Humanidades, realizado en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, del 11 al 13 de marzo de 1991. cuando éste dice al autor: “Piense usted en la vida cotidiana de los correctores, piense en la tragedia de tener que leer una vez, dos, tres, cuatro o cinco veces, libros que...” Y completa el autor: “Probablemente no merecerían ni una sola lectura”.17 Sin embargo, habría que decir algo en descargo de este aparentemente penoso y casi clandestino oficio. En un emotivo artículo dedicado a Carlos García-Tort, “poeta, editor, excepcional corrector de estilo”, fallecido en mayo de 2007 a la edad de 56 años, el escritor Juan Villoro escribe que a través deél y su riguroso quehacer entendió “el valor civilizatorio de la corrección de pruebas”.18 Y agrega: Gabriel Zaid ha dicho con justicia que uno de los trabajos más necesarios y menos acreditados es el de quien cuida las publicaciones y permite la adecuada circulación de las palabras. La importancia social de esa tarea es decisiva y sin embargo se trata de un oficio anónimo y en peligro de extinción. ¿Puede haber cometido más alto que preservar el idioma que nos sirve de instrumento? La Academia de la Lengua fija los criterios que serán canónicos, pero el uso lingüístico corriente requiere de guardianes cotidianos, vigías invisibles y prácticos, no menos importantes que los controladores del tráfico aéreo. Se trata de una vocación fundada en un principio ético: mejorar a los demás sin que se sepa.19 Pero los inicios de un corrector o correctora en esta labor no tienen que ser necesariamente trágicos ni tortuosos. Más aún, en algunos casos, como el que ahora se narra, los primeros escarceos con este oficio “civilizatorio”, como le llama Villoro con enorme respeto, pueden ser incluso divertidos y absolutamente ajenos a la tragedia, como ocurrió en la historia de esta correctora en ciernes. ¿Cómo fue esto posible? Muy sencillo: comenzó a ocurrirle que se apasionaba por los temas de los textos y, verde como estaba en el oficio, dejaba pasar una cantidad inverosímil de erratas. Trabajaba entonces para una casa editorial que estaba reeditando a los clásicos de la literatura 17 José Saramago, Historia del cerco de Lisboa (Barcelona: Ed. Seix Barral, 1990), p. 11. 18 Juan Villoro, “El guardián de las palabras”, Reforma (25 de mayo de 2007), p. 16. 19 Ibid. mexicana y universal, que encuadernaría en pastas duras y brillantes con cantos dorados en los lomos, imitación libro antiguo, para distribuirlas a un público amplio en supermercados y puestos de periódicos. Empezó a tomarle gusto a ese trabajo que le permitía devorarse todas las novelas que no tuvo tiempo de leer en su infancia y adolescencia por la presión de los trabajos escolares, y que además le pagaba por ello. ¡Era como un juego! No podía ser un trabajo serio. Tenía la sensación de estar haciendo algo ilegal. Y en su ignorancia y estupidez, cada vez que acudía a la caja de la editorial a cobrar sus honorarios lo hacía con un incontrolable sentimiento de culpa. De ese periodo recuerda especialmente Las viñas de la ira, de John Steinbeck y París era una fiesta, de Ernest Hemingway. Pero poco le duró el gusto. Su pasión recobrada por la literatura le estaba costando muy cara a la casa editorial, que tenía que mandar a corregir de nuevo las galeras o las pruebas finas y perdía un tiempo y un dinero preciosos. Allí aprendió una de las primeras y amargas lecciones: el corrector que trabaja por su cuenta no sólo es pobre y desconocido, sino que no necesita ser despedido cuando la empresa no requiere más de sus servicios. Después de su última entrega sobrevino un pesado y largo silencio por parte de la editorial. Su remesa de novelas le fue cortada de improviso. Y cuando tímidamente solicitó una explicación, la editorial le informó vagamente algo así como que de momento no había nada porque la colección se había terminado y se estaba estudiando la posibilidad de armar una nueva. Cosa que, desde luego, no volvió a ocurrir jamás. EL SALARIO DEL MIEDO Pero como no hay mal que por bien no venga, la experiencia no fue completamente en vano. Esos primeros trabajos le dejaron algún conocimiento incipiente del oficio y varias relaciones y nombres útiles en la agenda que, en lo sucesivo, la colocarían en varios empleos fijos y relativamente estables que le permitirían pasar de una etapa primitiva y casi improvisada a un conocimiento más profundo del oficio de editor. Y pagar la renta de un pequeño departamento en la colonia Condesa. Por esos días la llamó el director de una revista de la iniciativa privada, que era la versión tercermundista de National Geographic,20 pero con pretensiones de superar a su modelo original, cosa que intentaba con modestísimo éxito. Al principio le resultaba divertido y aprendía rápidamente los secretos del oficio revisteril: redactaba pies de fotos y recuadros, corregía pruebas finales, lo que entonces se llamaba “cartones”, que eran las pruebas finas montadas en unos cartoncillos recubiertos con camisas de papel albanene, sobre los cuales se marcaban las correcciones. Y desde su escritorio redactaba, utilizando materiales de agencia que ella misma traducía, emocionantes aventuras entre las tribus de algún país “exótico”, viajes a través del desierto de Australia y artículos sobre la vida de las tarántulas y los macacos japoneses. Pero pronto se aburrió de las tribus exóticas, los búfalos y las peripecias de un extranjero en el Tibet; la revista no ofrecía mayores perspectivas de aprendizaje, el sueldo en realidad no era tan alto como le pareció al principio y, por lo demás, no recibía ningún reconocimiento a sus progresos. Allí conoció una de las segundas lúgubres lecciones: si lograba hacer un buen trabajo, nadie lo notaba, lo daban por hecho, más o menos como el trabajo doméstico. Si fallaba o dejaba ir una errata, caía sobre ella la furia del jefe de redacción y la amenaza del desprestigio universal −en esa revista todo era universal−, de nuevo más o menos como en el trabajo doméstico, si cambiamos la furia del jefe de redacción por la de la patrona y el desprestigio universal por amenazar a la empleada doméstica con no darle referencias para un nuevo empleo. Más adelante aprendería que esta lección, con la que se toparía más de una vez, era lo más parecido al salario del miedo, expresión que siempre le traía a la mente la imagen del joven Yves Montand desbarrancándose con su tráiler al abismo en la escena final de la película que se titulaba, justamente, El salario del miedo.21 Lo más que consiguió, justamente cuando entregó la historia de las tarántulas, que fue una verdadera eclosión (así se le llama a los partos de esa especie), fue que su jefe inmediato y argentino comentara con sorna: “Vaya, parió la burra che”. Tal vez por hartazgo o por desesperación, o por la combinación de ambas cosas, organizó una tímida revolución interna 20 Se refiere, obviamente, a la revista Geografía Universal. 21 Dirigida por Henri G. Clouzot en 1952. entre los empleados por reivindicaciones salariales, elementales pero inexistentes, que le costó el despido. REPORTERA SIN FUENTE Mientras realizaba pequeños reportajes y entrevistas para revistas femeninas del tipo Vogue y Claudia, que entonces habían incorporado en su planta de colaboradores a ciertos escritores y escritoras de prestigio, se encontró en el camino que la llevaría por primera vez a la redacción de un periódico,22 en el cual, por un grandísimo equívoco que ella nunca aclaró por inexperiencia y porque estaba aterrorizada, fue a dar a la sección de información general, y de la noche a la mañana se convirtió en reportera sin fuente. Estaba a prueba. Su experiencia como reportera a prueba duró exactamente dos semanas, en las cuales destaca como su mayor reportaje haber recorrido un eje vial recién inaugurado, entrevistando a todos los habitantes de sus orillas, no tan mudos testigos y víctimas directas del desastre. El jefe de internacionales, que era amigo suyo, se compadeció de ella y la admitió en su sección, donde aprendió a seleccionar y corregir cables de agencia. Como se sabe, los cables vienen redactados solamente en mayúsculas y la puntuación y la sintaxis son tan variadas como variados los países de procedencia y la nacionalidad del traductor-redactor. Entonces corregir un cable y ponerlo en español de consumo nacionalequivalía a internarse en una selva y abrirse paso con el machete a través de la maleza impenetrable. Se familiarizó con nombres de presidentes, dirigentes y organismos internacionales y se apasionó por los acontecimientos de la época, ésos sí, absoluta y abrumadoramente reales.23 Pero seguía a prueba, y una política selectiva que nunca alcanzó a comprender del todo decidió que no obtuviera la planta y un día le dieron las gracias por los servicios prestados. Cobró su última quincena y se retiró a dar clases de redacción a una universidad pública, mientras la suerte decidía por ella, que no estaba en condiciones de decidir nada concerniente a su futuro. 22 Se refiere a la primera época del Unomásuno. 23 Eran los años de las sangrientas guerras en Nicaragua y El Salvador. METERSE DE CONTRABANDO EN EL OFICIO Para entonces comenzaba a comprender que esta nueva vida, la que existía fuera del campus universitario que la había acogido en su ala protectora por espacio de seis años, era como una nueva universidad con materias variadísimas, las emociones mucho más intensas y la realidad estaba todo el tiempo a la vuelta de la esquina, implacable. Y sobre todo, no había nada escrito. Había que improvisar todo el tiempo y ser capaz de hacerlo todo, de enfrentarlo todo, de resolver las situaciones más inverosímiles y de presentarse siempre como una profesional avezada en el oficio o, de lo contrario, perder la oportunidad de acceder a una posibilidad de empleo. La enseñanza era clara. La única forma de conocer el oficio era haciéndolo, metiéndose de contrabando en los lugares y arrebatándole los secretos a los iniciados, que invariablemente le regateaban el conocimiento. Y armarse de una paciencia a toda prueba. El corrector, como el periodista, se hace en la práctica y en el aprendizaje diarios. Estas reflexiones la llevaron a hurgar entre los planes de estudio de su facultad (en la que, como muchos correctores y editores, había estudiado periodismo y comunicación) y a darse cuenta, con sorpresa, de que su carrera incluía dos materias relacionadas con el oficio: a saber, Técnicas de edición y Corrección de estilo, que equivalían a Redacción V, por las cuales no sólo no recordaba haberse parado alguna vez, sino a las que debía, junto con Régimen legal de los medios, las tres únicas “eses” (de “suficiente”) de su carrera. LA CÉLEBRE PÁGINA TRES En ese tiempo había empezado a colaborar semanalmente con la edición vespertina de un periódico. Se trataba de escribir pequeños artículos de opinión de cuartilla y media sobre todos los temas del planeta, excepción hecha de los que eran en aquel tiempo los tabúes tradicionales de este país: el señor presidente, las fuerzas armadas y la Virgen de Guadalupe. Lista a la que se agregaba el nombre de un importante funcionario de ese sexenio, de nombre Carlos Hank González, que era amigo íntimo del director general y, para más señas, autor de la famosa frase “un político pobre es un pobre político”. De todos modos, a lo más que se llegaba era a entablar polémicas con los otros articulistas de la página y, desde luego, la competencia más feroz por la conquista de un público lector era la que sostenía toda la planta de articulistas con las encueradas de la célebre PÁGINA TRES. 24 Competencia que hasta la fecha tienen perdida de antemano. Esta disciplina semanal y la libertad casi absoluta de tratar todos los temas habidos y por haber, de experimentar con todos los géneros periodísticos y de decir muchas barbaridades (que le eran permitidas por ser de la generación joven del periódico), fueron una buena escuela para practicar la escritura veloz del periodismo, desarrollar un estilo propio y, sobre todo, salir del anonimato al que la condenaba la corrección de pruebas. Otros empleos se siguieron agregando a la lista, una vez de un lado y otra vez del otro de la línea divisoria entre el trabajo fijo, con su oferta seductora de seguridad, y el freelance, con su oferta igualmente seductora de libertad. Pero todos conformando una vocación y una formación múltiple, en la que a veces le tocaba interpretar el papel de cowboy, cazador solitario de liebres-erratas estilo Clint Eastwood, y otras el del detective privado que, al cabo del tiempo, ha enfrentado y resuelto casi todos los casos. UNA SÓLIDA INSTITUCIÓN Pero aunque las rentas en ese tiempo eran bajísimas y sus gastos mínimos, el dinero que recibía por los artículos era insuficiente. Necesitaba forzosamente otros ingresos. Estaba ya practicando formalmente la libertad de ser pobre, que por un tiempo resultó ser una aventura muy disfrutable, ya que la escritura de los artículos le llevaba cada vez menos tiempo y en un día podía escribir los cuatro o cinco del mes. Comenzó a adquirir entonces la costumbre de irse a las funciones matutinas del Salón Rojo de la antigua Cineteca, donde se vio completita una retrospectiva del incomparable Tin Tan y casi todo el cine de Buñuel. Pero no hay felicidad completa. De esas vacaciones semipagadas la rescató, para bien y para mal, una sólida institución gubernamental como lo era el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), que en esa época se preciaba de pagar sueldos altos y ofrecer prestaciones fastuosas para la época, entre las que destacaban tres meses de aguinaldo, y que venía a 24 Se refiere, por si no lo han adivinado, al periódico Ovaciones. resolverle el problema de la inestabilidad económica y de la crisis existencial que en consecuencia se avecinaba. El IMSS la incorporó en su departamento de publicaciones. Además de estabilizar su economía, ese empleo desempeñaría un papel importantísimo en su conocimiento del trabajo editorial de una manera menos fragmentaria y esporádica. A lo largo de cuatro años se familiarizó con casi todos los secretos de la edición de un libro, desde la corrección de estilo hasta la revisión exhaustiva de las pruebas finas o “cartones finales”, pasando por la corrección de galeras y las primeras y segundas pruebas. Aprendió a calcular en cuadratines,25 a foliar páginas y a elaborar índices, y qué eran la caja,26 el colgado,27 las cornisas,28 las altas y las bajas, las blancas y las negras, las redondas, las versalitas y las cursivas. Redactó por primera vez textos de solapas y de cuarta de forros, como se llama en la jerga editorial a la contraportada, así como uno que otro prólogo. La eterna lucha por unificar criterios la aficionó a la consulta sistemática de los viejos y no tan viejos diccionarios de toda casa editorial, a los que se fue volviendo adicta. En aquella época tuvo conocimiento de algunos veteranos célebres de batalla como el Casares, el diccionario de María Moliner, el diccionario de dudas de Manuel Seco y el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, la edición de 1970, que en ese tiempo era un pesado mamotreto. Se enteró de que existía un Diccionario de Autoridades, el Corominas y una variedad insospechada de diccionarios del estilo y de uso del lenguaje.29 Conoció también los aspectos sórdidos, como las guardias y los bomberazos, así como la corrección de los discursos del director y el secretario general de la flamante institución, literalmente dueña de sus quincenas. Y no sólo eso. De repente, la oficina atravesaba por periodos 25 “[…] un cuadratín es una pieza de metal en forma de paralelepípedo cuadrado que mide tantos puntos cuantos tenga el cuerpo de la letra a que pertenezca; así, hay cuadratines de 6 puntos, de 10 puntos, etc.” Cfr. Roberto Zavala Ruiz, El libro y sus orillas, 3ª. edición corregida, 1ª. reimpresión, Biblioteca del Editor (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1998), p. 36. 26 “Parte dela página ocupada por el texto, tomando en consideración las líneas de delimitación entre texto y márgenes…”. Cfr. José Martínez de Sousa, op. cit., p. 27. 27 “Por lo que se refiere a los blancos de las páginas en que comienzan los capítulos, adelantemos que se llama colgado al espacio en blanco que se deja entre el límite superior de la mancha impresa y el encabezamiento del capítulo, o bien de la cabeza al inicio del texto”. Cfr. Roberto Zavala Ruiz, op. cit., pp. 26-27. 28 “Cabecera, título del libro, capítulo o parte, que se imprime en cabeza de cada página”. Cfr. José Martínez de Sousa, op. cit., p. 56. 29 De algunos de ellos se ofrece la referencia completa en la bibliografía general al final de este trabajo. tormentosos de los que invariablemente quedaba un buen saldo de muertos y heridos: la pérdida de unos originales o de unas galeras daba lugar a verdaderas batallas campales entre los departamentos de diseño y redacción, ya que durante semanas unos sostenían a muerte que los tenían los otros. Por fin aparecían en el lugar más inopinado y desde luego nadie se hacía responsable. Por otra parte, las erratas que aparecían en un libro publicado daban lugar a una persecución implacable y a la identificación casi policiaca de las caligrafías. Hasta que llegó una jefa con mente perversa --de ésas que se suben al ladrillo más ínfimo del poder por primera vez en su vida y eso les basta para transformarse en comisario nazi de un campo de concentración-- , que implantó el uso de un sello con la firma del responsable de la revisión final, norma que se aplicaba con amplia flexibilidad y que felizmente no prosperó. La abundancia petrolera de esos tiempos permitió que la oficina viviera momentos de gloria y esplendor; se editaron cantidades industriales de libros y una variedad extraordinaria de colecciones: ediciones facsimilares sobre temas de historia de México, historias de la medicina, de las plantas y de las epidemias, folletos, trípticos y carteles, reglamentos de todo tipo y manuales hasta de plomería para la capacitación del personal. De algunas obras monumentales y bastante pretenciosas se hicieron incluso ediciones de lujo y ediciones rústicas. Después vinieron épocas de austeridad y recortes presupuestales que redujeron las ambiciones editoriales del Instituto a proporciones más modestas y, de todos modos, después de cuatro años ya no hubo para nadie demasiadas sorpresas. SURGE UN NUEVO PERIÓDICO Y de verdad ya no las hubo. Fue por eso que, en el último año que pasó en el IMSS, comenzó a preparar el terreno para una salida airosa. Es decir, no pasa uno cuatro años de su vida, cuatro años verdaderamente intensos, donde además conoció a algunos de sus más entrañables amigos y maestros del oficio, para irse abruptamente, de un día para el otro y sin previo aviso, al mejor estilo de las empleadas domésticas. Así que durante varios meses estudió con detenimiento las posibilidades de conseguir un nuevo empleo que había en el horizonte. Entre ellas, la más atractiva era la de participar en la fundación de un periódico del grupo de los intelectuales de izquierda de este país, que continuaban así con la tradición, muy mexicana, de salir en desbandada del periódico que fundaron años atrás, sólo para reagruparse y fundar uno nuevo.30 A la convocatoria de este grupo acudió gustosa y entusiasmada, en busca de nuevos horizontes que la rescataran de la oficina del IMSS en la que ya había aprendido todo lo que podía aprender y ya había dado todo lo que podía dar. Necesitaba un nuevo aliciente, un nuevo proyecto, y los encontró en el proyecto naciente. Así que, para no dar el salto mortal sin red de protección, pidió una licencia de tres meses sin goce de sueldo, misma que el departamento de publicaciones, en la figura del odiado jefe de personal, le concedió a regañadientes, no sin antes tratar de convencerla de que, en fin, por qué no mejor firmaba la renuncia. Y abandonó presurosa la encristalada oficina de la calle de Florencia, casi esquina con Paseo de la Reforma, para ir al encuentro de esta prometedora aventura editorial. En el nuevo periódico, en el que reencontró a antiguos compañeros de su breve paso por el Unomásuno, consiguió un puesto en la no muy glamorosa sección de corrección de galeras, oficio que por primera vez iba a realizar “en pantalla”, gracias a la revolución tecnológica que tenía lugar a principios de los años ochenta en todo el mundo y que iba a transformar radicalmente el proceso editorial. De manera que se sentó finalmente ante una computadora, palabra que remitía a las novelas de ciencia ficción, en cuyo minúsculo monitor aparecían, sobre fondo negro, unas letras de color verde muy chillante que lastimaba la vista. Lejos estaban las computadoras de los artilugios y refinamientos, así como de los avanzadísimos programas desarrollados en el nuevo milenio. LA VITRINA DE LA IGNOMINIA El porqué ocupó en el periódico ese modestísimo puesto de correctora de galeras a pesar de su ya considerable experiencia en el medio, y en una sección que además estaba físicamente ubicada en el sitio menos agradable y saludable del edificio que albergaba al diario en el centro de la ciudad −un cuarto diminuto, sin ventilación y mal iluminado, separado mediante 30 Se refiere al grupo que salió del periódico Unomásuno, y fundó en 1984 el periódico La Jornada. cristales enmarcados en aluminio del resto de la redacción, en el que los galeotes se hacinaban y quedaban expuestos a la vista de todo el que pasaba por allí como en una especie de pecera infame o vitrina de la ignominia−, se debe a que, después de presentar el examen de admisión para ingresar a la sección editorial del periódico, se enfrentó a una mentalidad ciega y sorda como un muro infranqueable encarnada en la figura del director editorial, que le hizo saber que su “cultura política” dejaba mucho que desear, lo que le impedía aceptarla en la mesa de redacción que es, a saber, el cerebro editorial de un periódico, pero que estaría encantado de tenerla, si aceptaba su generosa oferta, en la sección de corrección de galeras, como se seguía llamando a esa fase del proceso editorial del periódico. Cabe señalar que lo que el director editorial denominaba “cultura política” consistía en saberse de memoria los nombres de los dirigentes de partidos políticos, sindicatos y otros organismos, así como el significado de ciertas siglas, que quedaron en blanco en el examen. Ya se sabe que el criterio de los examinadores no suele caracterizarse por ser muy amplio ni flexible, y ésta no fue la excepción. Así y todo, y sabiendo que se enfrentaba a una mente cuadrada y a una oferta casi humillante, aceptó. Tales eran sus ganas de huir del IMSS, que ya la había exprimido cuatro años; del reloj “checador” que tiranizaba sus entradas y salidas, y del inicio de la decadencia que siguió al sexenio de la abundancia petrolera, que se reflejaba nítidamente en el virtual desmantelamiento del esplendor de que otrora gozó el departamento de publicaciones del Instituto, cuyos ventanales, ya para entonces bastante empañados −como el prestigio de la institución−, permitían apenas posar la mirada en el Paseo de la Reforma y, con mucha imaginación, distinguir en las alturas el Ángel de la Independencia. De manera que, sin pensarlo mucho, se dejó llevar por el impulso de iniciar una nueva aventura profesional con nueva gente, nuevos compañeros, nueva oficina, nuevos jefes, nuevo periódico, nueva experiencia, nuevo todo. Éstos son, aunque no lo parezca, los motivos honorables que se pueden aducir sin rubor. Pero había otros menos honorables como el hecho de que, a sus treinta años cumplidos, la aspirante a fundadora de un diario era de una ingenuidad y un candor impropios de esa edad
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