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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
 
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES 
CIENCIAS DE LA COMUNICACIÓN 
 
 
 
 
 
 
LA FORMACIÓN PROFESIONAL DE UN EDITOR 
 
 Crónica de una experiencia de trabajo en el medio editorial y glosario 
de términos y expresiones 
 
T E S I S 
 
Que para obtener el título de: Licenciada en Ciencias de la 
Comunicación 
 
Presenta: 
 
ADRIANA MARGARITA GUADARRAMA OLIVERA 
 
ASESOR DE LA TESIS: LIC. JOSÉ ANTONIO DE JESÚS GONZÁLEZ ARRIAGA 
 
 
Ciudad Universitaria 2011 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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A la memoria de Concepción de la Torre Carbó (1928-2008) 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Una vez empezadas las cosas importantes jamás deberían 
permanecer inconclusas. Basta ensañarse para lograrlo. 
 
MARGO GLANTZ, Saña 
 
 
 
 
 
 
 
ÍNDICE 
 
 
 
 
 
 
Prólogo 9 
 
Introducción 21 
 
PRIMERA PARTE 27 
 
Presentación 29 
 
Oficio de tinieblas: esos pobres y desconocidos de siempre 35 
 
El salario del miedo 39 
 
Reportera sin fuente 40 
Meterse de contrabando en el oficio 41 
La célebre página tres 42 
Una sólida institución 43 
Surge un nuevo periódico 45 
La vitrina de la ignominia 46 
Los números ceros: el viejo edificio se transforma 48 
La redacción 48 
Incipiente revolución tecnológica 50 
El número uno 52 
El número dos, el tres…y de la euforia inicial se pasa a la rutina 54 
Larga espera en la vitrina de la ignominia 56 
 
Un refugio en la sección de cultura 58 
 
Expulsada del Infierno, bienvenida al Paraíso 61 
 
El glamour de la mesa 63 
 
 
 
Se acerca el final: decisiones y planes de partida 70 
 
Los días del terremoto 71 
 
Funeral y despedida 75 
 
La partida: hacia una nueva vida 76 
 
SEGUNDA PARTE 77 
 
Glosario de términos y expresiones 79 
 
Introducción 81 
 
Glosario 87 
 
Colofón 183 
 
Bibliografía 189 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PRÓLOGO 
 
Terminé mi carrera de Periodismo y Comunicación Colectiva en la 
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en 1977, año en el 
que ya trabajaba como ayudante de investigación en el Centro de 
Estudios de la Comunicación de dicha facultad, ocupando una plaza 
que gané por concurso de oposición en esa temprana etapa de mi 
vida profesional. Sin embargo, ya desde entonces me di cuenta de 
que mi imaginación volaba más allá de la puerta y las ventanas del 
cubículo que me habían asignado y que mi destino no era 
convertirme en investigadora universitaria. 
Pero tampoco tenía muy claro mi futuro profesional. En los 
cinco años de carrera disfruté enormemente las clases de entrevista, 
reportaje, crónica, cine y literatura que en esa época formaban parte 
del plan de estudios, por encima de las materias teóricas como 
Sociología y Economía, así como las de Los medios y la teoría de la 
comunicación colectiva o Régimen legal de los medios. Fui alumna 
privilegiada de maestros de la talla de Fernando Benítez, Hugo 
Gutiérrez Vega, Gustavo Sáinz, Emilio García Riera, Miguel Ángel 
Granados Chapa y Froylán López Narváez, entre los más célebres de 
la época, por la fama que los precedía y porque la mayoría tenía 
libros publicados: novelas en el caso de Sáinz, poemarios en la 
producción literaria de Hugo, que también era actor; varios tomos 
contundentes sobre los indios de México y la historia del cine, 
respectivamente, contribuían a la celebridad de Benítez y García 
Riera, o bien, como en el caso de López Narváez y Granados Chapa, 
colaboraban en Excélsior, entonces el periódico más influyente del 
país. En sus clases devorábamos los libros de crónicas de Carlos 
Monsiváis, los de reportajes de Elena Poniatowska, como La noche de 
Tlatelolco, un clásico del periodismo mexicano; leíamos a Juan Rulfo y 
 
 
a Carlos Fuentes, a los autores del así llamado boom latinoamericano 
como Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar, y Jaime Goded y 
Gustavo Sáinz nos iniciaban en los ciclos de cine “de arte”, de autor y 
en los clásicos como El ciudadano Kane de Orson Welles o el 
Acorazado Potemkin de Eisenstein, en las aulas de la facultad o en el 
Salón Rojo de la primera Cineteca Nacional, antes de que el fatídico 
incendio la redujera a escombros. Fue memorable la presencia del 
director de cine Roberto Rosellini, uno de los fundadores del 
neorrealismo italiano, en el aula más grande de la facultad, llena a 
reventar. 
Era la época del Excélsior de Julio Scherer García, que leíamos 
cada mañana y en el que todos los estudiantes de periodismo 
soñábamos con trabajar algún día, hasta que vino el golpe del 
presidente Luis Echeverría en julio de 1976, que echó literalmente a 
la calle a don Julio y a sus más ilustres columnistas, articulistas, 
caricaturistas y demás trabajadores del diario, entre ellos muchos 
reporteros y fotógrafos. Ese golpe, en un principio devastador no sólo 
para don Julio y su gente sino para los lectores, que quedamos en la 
orfandad informativa, dio lugar en un primer momento a la 
publicación del semanario Proceso, donde se reagruparon Scherer y 
un grupo destacado de periodistas, que ha marcado por más de tres 
décadas al periodismo nacional y sobrevivido hasta la fecha, con altas 
y bajas en su calidad informativa, a varios embates y amenazas 
gubernamentales. También Octavio Paz salió de la revista Plural con 
sus colaboradores y fundó la revista Vuelta. Más tarde, otro grupo se 
organizó alrededor del proyecto deun nuevo diario, el Unomásuno, 
bajo la dirección de Manuel Becerra Acosta, que de 1977 a 1983 
difundió el trabajo de varios de los mejores reporteros, fotógrafos, 
moneros, redactores, columnistas, editorialistas y de importantes 
intelectuales mexicanos y latinoamericanos de otras latitudes, con un 
diseño original, de tipo tabloide, y una novedosa forma de hacer 
periodismo. Este periodo de gran efervescencia terminó 
 
 
abruptamente con la renuncia de numerosos trabajadores y 
colaboradores encabezado por Carlos Payán Velver, quien en febrero 
de 1984 dio a conocer el proyecto de fundación de un nuevo periódico 
que se llamaría La Jornada, cuyo primer número salió a la luz el 19 
de septiembre de 1984 y que hasta la fecha es uno de los diarios más 
influyentes y críticos de este país. 
En 1977 me enfrentaba, con más impaciencia que conciencia de 
mi privilegiada situación, a la encrucijada de hacer una carrera de 
investigadora en la universidad más importante del país, en la que ya 
me había ganado una plaza de base aun sin haberme titulado, que 
me aseguraba estabilidad económica por el resto de mi vida, o de 
renunciar a la seguridad y comodidad de esa vida y lanzarme en 
busca de mi verdadera vocación, cualquiera que ella fuese, sin más 
arma que mi juventud y un exiguo currículum: de 1974 a 1975 había 
trabajado en la Dirección General de Difusión Cultural de la UNAM, 
como redactora de guiones y ayudante de camarógrafo, en un 
departamento de realización de documentales sobre las más diversas 
actividades universitarias, dirigido por Hugo Gutiérrez Vega, en el que 
reunió a varios de sus antiguos alumnos. Y entre 1975 y 1977 
desempeñé el trabajo de ayudante de investigación y de cátedra con 
la doctora Silvia Molina y Vedia en el Centro de Estudios de la 
Comunicación de mi facultad. 
En julio de 1977 decidí finalmente renunciar a mi privilegiada y 
estable vida dentro de los muros de Ciudad Universitaria, lo cual 
muchos amigos, compañeros de la facultad y mi propia familia 
consideraron casi un suicidio profesional, y me fui detrás de un 
proyecto que no tenía ni pies ni cabeza y para el cual evidentemente 
no estaba preparada: hacer un reportaje sobre los kibutz en Israel, 
para presentarlo como tesis de licenciatura. Todo un despropósito. En 
agosto del mismo año tomé un avión con destino a Tel Aviv, y de allí 
un tren a un pequeño kibutz situado en Ashkelon, al norte de la 
franja de Gaza, en el que después de algunas semanas de parálisis, 
 
 
malestar y arrepentimiento, no hice ningún reportaje y del que salí 
casi huyendo de regreso a la capital de Israel y de allí hacia París, 
Francia, un lugar desde luego más amable y seguro, desde el cual, ya 
sin proyecto de reportaje ni remordimientos, me dediqué a lo que 
verdaderamente quería hacer en ese momento de mi vida: recorrer 
algunas de las principales capitales europeas, practicar idiomas y 
olvidarme de mis nobles propósitos de hacer la tesis. 
A mi regreso a México, sin la menor idea sobre mi futuro 
inmediato, sin proyecto de tesis y sin dinero ni empleo, quiso la 
casualidad que encontrara trabajo como correctora de galeras en la 
editorial Nueva Imagen, a pesar de que no tenía experiencia ni 
conocimiento del oficio, y que realizara por mi cuenta algunas 
traducciones del inglés y el italiano al español. Fue ése, sin que yo lo 
supiera entonces, el inicio de mi carrera en el medio editorial, cuando 
todavía soñaba en que mi destino era realizar grandes reportajes y 
ser escritora, y que de allí en adelante me llevaría, después de 
múltiples y variadas experiencias en diferentes medios editoriales, 
hasta mi trabajo actual de editora en el Departamento de 
Publicaciones del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM 
(IISUNAM), al que tuve la fortuna de ingresar por concurso de 
oposición en agosto de 1989, con una plaza de técnico académico. 
Este hecho marcó, nada más y nada menos, mi retorno a la vida 
universitaria y la consolidación de mi carrera en este oficio editorial 
que me tocó en suerte y en el que ya llevo 33 años. 
Una vez más, obtuve una plaza en la Universidad sin haberme 
titulado, respaldada únicamente por mi trayectoria en el medio 
editorial, ya que la convocatoria especificaba que se requería título “o 
experiencia equivalente” para ocupar un puesto en el Departamento 
de Publicaciones del IISUNAM. Eran otros tiempos, en los que el 
conocimiento del oficio era altamente apreciado. En esta época 
neoliberal, postmoderna y cibernética que nos toca vivir, varios 
portadores de un título pero sin experiencia laboral en el ramo 
 
 
seguramente hubieran arrasado en el concurso, y mi experiencia de 
trabajo, nada despreciable pero sin el respaldo de título alguno, 
hubiera tenido que morder el polvo en la arena de la feroz 
competencia laboral de hoy en día. 
Hace ya tiempo de esa proeza, y aunque siete años después de 
mi ingreso al IISUNAM conseguí, también sin el título, una promoción 
de asociado “C” a titular “A” de mi plaza de técnico académico, 
gracias a mi buen desempeño y a haber tomado varios cursos y un 
diplomado en literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de 
la UNAM, la comisión que dictaminó mi promoción me conminó amable 
pero imperiosamente a agilizar mis trámites de titulación debido a mi 
condición de académica, y me vi de nuevo frente al dilema de realizar 
una tesis de licenciatura o verme en un predicamento. No fui ágil sin 
embargo, y lo peor de todo, no tenía tema de tesis. 
Los años que siguieron a mi promoción asumí que ya había 
pasado el tiempo de soñar con reportajes internacionales y que lo 
mejor y más práctico sería escribir una tesis sobre algún tema 
relacionado con mi actividad de editora universitaria. Mucho tiempo 
me rondó la idea de redactar un manual de estilo; revisé manuales de 
varias casas editoriales y me empapé en el tema, pero siempre 
encontré algún pretexto −generalmente mi absorbente trabajo− para 
no emprender esa tarea. También pensé en hacer una descripción 
minuciosa de las diferentes etapas del proceso editorial, usando el 
cuidado de la edición de alguna de las publicaciones a mi cargo como 
ejemplo didáctico, desde la preparación del original para la corrección 
de estilo hasta la revisión de las pruebas finas y el envío del libro a la 
imprenta. Sin embargo, es difícil tomar distancia del trabajo en el que 
se está involucrado bajo la presión de los tiempos reales del proceso 
editorial y las fechas de entrega, como para convertir la labor 
cotidiana, con la que nos ganamos el salario, en tema de tesis. 
Concluí finalmente que ya existen innumerables manuales de estilo y 
otros tantos tratados sobre el proceso de la edición, espléndidamente 
 
 
elaborados por expertos colegas del oficio fogueados en mil batallas 
editoriales, como para agregar uno más con alguna originalidad. 
En mi búsqueda de tema me topé entonces, ordenando y 
archivando papeles y documentos personales, con una ponencia que 
presenté en el Encuentro de Editores en Humanidades que se realizó 
en el IISUNAM en marzo de 1991, y que reunió a editores 
universitarios, a secretarios de redacción de periódicos, a editores 
independientes y a algunos representantes de casas editoriales 
privadas o de subsidio gubernamental. En ese interesante encuentro, 
que por cierto nunca se ha repetido, no se me ocurrió nada mejor 
que relatar la historia de mis inicios como correctora independiente a 
fines de los años setenta, a la que titulé “El corrector múltiple o el 
salario del miedo”. La relectura de ese trabajo, realizado a toda 
velocidad bajo la presión de la fecha del encuentro, y por ello lleno de 
imprecisiones y hasta insolente aunque divertido, me llevó a pensar 
en que mi tema de tesis bien podría ser un relato mucho más extenso 
de esos inicios en el trabajo editorial, de las diferentes experiencias 
de los años posteriores,y quizá concluir justo antes de mi ingreso al 
Instituto. 
Una de las razones que más me atraían de ese proyecto que 
apenas tomaba forma en mi mente, era justamente la posibilidad de 
realizarlo como un relato autobiográfico, una suerte de “memorias 
profesionales”. Puede decirse, entonces, que esa ponencia escrita en 
mis primeros años de trabajo en el IISUNAM es el antecedente directo 
de la historia que ahora presento para obtener el grado de licenciada 
en Ciencias de la Comunicación. 
Pero hay otra razón importante que impulsa este trabajo y que 
me interesa mencionar. No existe, hasta la fecha, en ninguna 
universidad mexicana, una licenciatura en edición donde el estudiante 
se forme como editor, como corrector de estilo, corrector 
ortotipográfico o de pruebas, en la que conozca a fondo todas las 
etapas del proceso editorial y se le capacite adecuadamente, por 
 
 
ejemplo, para ser un director o coordinador editorial o un jefe de 
publicaciones. 
En los últimos años ha proliferado una serie de cursos y 
diplomados sobre diferentes aspectos del proceso de la edición: están 
los que año con año se imparten en la Casa Universitaria del Libro de 
la UNAM; el diplomado que imparte la empresa Versal, con duración 
de un año, que es bastante exhaustivo en cuanto a cubrir todas las 
etapas del proceso, o el diplomado “Los procesos de la edición de 
libros” que desde hace varios años imparte la División de Educación 
Continua de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en 
combinación con la Cámara Nacional de la Industria Editorial 
Mexicana, de seis meses de duración, que cuenta con la participación 
de profesionales serios del mundo editorial y que también abarca de 
manera muy completa las diferentes etapas del proceso de la edición 
así como temas relacionados con la mercadotecnia, la promoción y la 
distribución de los libros. 
En 1992, el Centro Internacional de Estudios Profesionales para 
Editores y Libreros (CIEPEL) de la Universidad de Guadalajara, diseñó 
una Maestría en Edición que se impartió durante un par de años en 
Guadalajara y en la ciudad de México, pero el proyecto, por múltiples 
razones, no prosperó y después de formar dos generaciones 
finalmente desapareció. 
En 2009 surgió la Maestría en Diseño y Producción Editorial, con 
duración de dos años, que se imparte en la Universidad Autónoma 
Metropolitana (UAM), sede Xochimilco, coordinada por el maestro en 
edición Gerardo Kloss Fernández del Castillo, precisamente uno de los 
egresados de la hoy extinta maestría de Guadalajara. La maestría de 
la UAM-Xochimilco es quizá, hasta ahora, el intento más consistente y 
estructurado, con visión de futuro, que se presenta como “el primer 
programa que se propone abarcar de una manera integral la 
administración de los proyectos y de los recursos, la indagación de 
las audiencias, la planeación estratégica, la organización de los 
 
 
textos, el diseño, la producción impresa o digital, la distribución, la 
promoción y la comercialización”.1 Y cuenta para ello con una sólida 
planta académica y con profesionales de la edición y de otras áreas 
afines como ponentes invitados. Es deseable que este proyecto 
prospere y perdure, por el bien de los futuros editores y de los que 
actualmente quieran ampliar sus horizontes profesionales. 
Existen en España y Argentina, por mencionar sólo dos casos, 
al menos dos carreras de edición y varias importantes maestrías, de 
las cuales menciono algunas de las más prestigiadas: en Argentina, la 
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires 
ofrece una Carrera de Edición, y existe el proyecto de convertirla en 
licenciatura, y la Fundación Gutenberg incluye entre sus carreras la 
de Edición y Producción Editorial con duración de tres años; en 
España, en la Universitat Autónoma de Barcelona existe el Máster en 
Edición, con duración de un año y, finalmente, está el Máster en 
Edición de la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona, también con 
duración de un año. 
Quien quiera adentrarse en los secretos del trabajo editorial y 
conocer sus entretelones, puede sin duda inscribirse en alguno de 
estos cursos o diplomados para tener una visión panorámica o, 
después de terminar Letras Hispánicas, Letras Modernas, Filosofía, 
Ciencias de la Comunicación o alguna otra carrera de las ciencias 
sociales y humanidades, y rendirse ante la evidencia de que no hay 
trabajo, el egresado puede inscribirse formalmente en la maestría de 
la UAM-Xochimilco o, mejor aún, si tiene suerte, buen promedio y los 
contactos y cartas de recomendación adecuados, conseguir una beca 
para cursar alguno de los másters en edición en Barcelona o Buenos 
Aires. 
Pero quien aspire a iniciarse formalmente en la profesión de 
editor en cualquiera de sus modalidades y hacer de ella su medio de 
 
1 Tomado de la página electrónica de la Maestría en Diseño y Producción Editorial: 
http://maestriaeditorial.xoc.uam.mx/. Consultada en enero de 2011. 
 
 
vida, tendría que buscar trabajo en alguna casa editorial, en el mejor 
de los casos, o en la redacción de algún periódico o revista, si tiene 
vocación de vampiro y resiste el trabajo bajo presión y los brutales 
cierres de edición hasta la madrugada del periodismo diario o 
semanal. Ambas opciones son una buena escuela. Están también los 
más apacibles y humanistas departamentos de publicaciones de las 
universidades e institutos de investigación. Nunca mejor aplicado, 
como en esta profesión, el dicho de que la práctica hace al maestro. 
Me pareció interesante, por todo ello, que el objetivo de este 
trabajo que presento como tesis de licenciatura sea ilustrar, a través 
de un relato minucioso y detallado, no exento de humor, cómo se 
forma un editor en la práctica profesional; cuáles son, por así decirlo, 
los múltiples y variados caminos y los diversos puestos de trabajo 
que tiene que recorrer y desempeñar el aprendiz de editor para 
conocer el oficio y convertirse en profesional del mismo. El periodo 
que abarca este relato se sitúa en el final de la década de los setenta 
y en la década de los ochenta, cuando los cursos, diplomados y 
maestrías arriba mencionados prácticamente no existían, y realmente 
el estudiante o autodidacta se formaba en la práctica pura y dura en 
las editoriales o en las redacciones de los diarios, revistas o 
semanarios, ya sea como corrector o auxiliar de la redacción (el 
famoso hueso de las viejas redacciones) con un salario casi simbólico, 
o como trabajador independiente o freelance. 
Es importante mencionar que en la época en que se ubica la 
historia de esta hipotética correctora de pruebas y de estilo, inspirada 
obviamente en mi propia experiencia, no tenía aún lugar la revolución 
tecnológica que transformó el trabajo y la industria editoriales con la 
llegada de las computadoras y la digitalización de todo el proceso. 
Hay quienes, como la que esto suscribe, iniciaron su formación de 
correctores y editores en esas décadas y fueron testigos y 
protagonistas de ese cambio dramático de la era de los antiguos 
 
 
medios de una producción editorial casi artesanal, a la era de la 
digitalización y las computadoras. 
En la segunda parte de este trabajo, y como complemento del 
relato de la primera parte, presento un catálogo o glosario de 
términos y expresiones que surgieron y se popularizaron, la gran 
mayoría, a fines de la década de los ochenta y durante la década de 
los noventa, actualmente de uso común y algunos inclusive ya 
aceptados por la Real Academia Española. Sobre cómo surge la idea 
de elaborar este catálogo de términos y expresiones y las fuentes de 
donde fueron obtenidos, me extiendo con más amplitud en la 
introducción al glosario. 
Me encantaría que, por caminos impredecibles y azarosos, este 
trabajo llegara, en el soporte de papel o a través de la infalible red, alas manos o a los ojos de algún o alguna pasante de letras, 
periodismo, comunicación o ciencias sociales y afines, y que su 
lectura los acerque a (o los ahuyente definitivamente de) este oficio 
de tan antigua historia que, para bien y para mal, “recorremos 
personas generalmente tercas, obsesivas, detallistas, en ocasiones 
tortuosas”, 2 de profesiones varias, aficiones diversas y edades 
múltiples, que conformamos todo un muestrario de aves de los más 
coloridos plumajes. A ese o esa pasante a punto de titularse y en 
busca de oficio y beneficio va dedicado, en buena parte, este trabajo. 
 
AGRADECIMIENTOS 
Son muchas las personas involucradas, directa o indirectamente, en 
la realización de este trabajo. Ante la imposibilidad de mencionar a 
cada una, quiero al menos enumerar a las imprescindibles. 
Agradezco a mis amigas y colegas Silvia Tirado y Gabriela 
Vélez, experimentadas correctoras y redactoras de la prensa, por 
haber leído el borrador de la primera parte de este trabajo, por sus 
 
2 Prólogo de Blanca Luz Pulido, “La orilla que se alcanza”, a Roberto Zavala Ruiz, El libro y 
sus orillas. Tipografía, originales, redacción, corrección de estilo y de pruebas, 3a. edición 
corregida y 1a. reimpresión (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1998). 
 
 
atinadas correcciones y observaciones, por aclarar mis dudas y por su 
ayuda desinteresada. 
Gracias a Lili, Hortensia, Mauro, Cynthia, Alan, Toni, Mari y 
Angélica, amigos(as) y compañeros(as) del Departamento de 
Publicaciones del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM 
(IISUNAM), porque de todos(as) he aprendido los mil y un gajes del 
oficio editorial y entre todos(as) me han ayudado a mejorar mi 
trabajo. 
Mi agradecimiento a María de la Luz Guzmán, amiga y 
compañera del Departamento de Cómputo del IISUNAM, por su apoyo y 
paciente ayuda en todo lo relacionado con los secretos de los 
programas de cómputo, y con el formato y presentación final de este 
trabajo. 
Agradezco a la doctora Rosalba Casas Guerrero, directora del 
IISUNAM, y a la licenciada Berenise Hernández Alanís, jefa del 
Departamento de Publicaciones del IISUNAM, por su apoyo entusiasta y 
por las facilidades que me otorgaron para la realización de este 
trabajo. 
Mi reconocimiento al profesor y amigo José Antonio González, 
asesor de esta tesis, por haberme convencido de terminarla, por su 
apoyo incondicional, por guiarme en el laberinto de los trámites, por 
las cenas y por las conversaciones que han enriquecido nuestra 
amistad a lo largo de los años. 
Mi agradecimiento a la maestra Rosalba Cruz Soto, sinodal del 
jurado, por sus valiosas correcciones, observaciones y sugerencias, y 
por todo lo que de ella he aprendido. 
Una mención especial al maestro Arturo Guillemaud Rodríguez 
Vázquez, coordinador del Centro de Estudios en Ciencias de la 
Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la 
UNAM, también sinodal del jurado, por su interés y su valioso apoyo en 
todo lo relacionado con la parte administrativa del proceso de 
titulación. 
 
 
Igualmente quiero agradecer a las maestras Blanca Aguilar 
Plata y Jacuelinne Sánchez Arroyo, sinodales del jurado, por sus 
comentarios favorables y su interés en el trabajo de tesis que 
presenté a su consideración. 
Agradezco, en suma, a todas y todos los que de alguna manera 
me acompañaron, me enseñaron y me dieron su parte en mis años 
de formación y aprendizaje, primero, y en mis años de trabajo, 
después. 
Gratitud y reconocimiento eternos a mis padres, Horacio (1921-
1983) y María Elena, por el cariño y la dedicación que repartieron, 
por partes iguales, entre su numerosa prole. 
Y, por supuesto, a Arturo, por el camino recorrido, por creer en 
mí, por leer todos mis borradores, por su paciencia, su buen humor 
permanente, por estar siempre allí. 
 
Ciudad Universitaria, México, agosto de 2011. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INTRODUCCIÓN 
 
El personaje central de esta historia es el corrector de estilo, que con 
el tiempo y si tiene suerte se convierte en editor. Él es la materia 
prima del relato, el objeto de toda nuestra atención y el antihéroe por 
excelencia de la galaxia editorial, de la Galaxia Gutenberg que, 
aunque los libros se vuelvan electrónicos o de tercera dimensión y las 
variantes que se acumulen en los años por venir, seguirá decidiendo 
su destino. 
Dice Umberto Eco, en un interesante libro de entrevistas 
titulado, visionariamente, Nadie acabará con los libros: 
El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se 
han inventado, no se puede hacer nada mejor […] El libro ha superado sus 
pruebas y no se ve cómo podríamos hacer nada mejor para desempeñar 
esa misma función. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas 
dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.3 
La gran interrogante que nos planteamos todos los días los 
integrantes de este gremio peculiar, con más o menos niveles de 
angustia, tiene que ver con el futuro de los correctores y editores 
frente a la imparable revolución tecnológica. Qué va a pasar con esas 
personas “tercas, obsesivas, detallistas, en ocasiones tortuosas”, de 
las que seguramente se pensaría, si nos atenemos a esta definición, 
que más que en las redacciones de los diarios, en las editoriales, en 
los departamentos de publicaciones o en la soledad de su trabajo 
independiente, deberían estar en el diván del psicoanalista. 
Revisemos algunas de las opiniones al respecto de dos colegas 
editores con amplia trayectoria en el oficio. 
El editor universitario Mauricio López Valdés plantea que el 
trabajo del corrector, ese “personaje meticuloso y obsesivo”, se 
encuentra entre los peor pagados del planeta, lo cual aleja de la 
 
3 Umberto Eco y Jean Claude Carriere. Nadie acabará con los libros. Entrevistas realizadas 
por Jean-Philippe de Tonnac (México: Lumen, 2010), pp. 20-21. 
 
 
 
profesión a muchos que podrían ejercerla dignamente, que terminan 
por limitarse a buscar erratas ante la inutilidad de sus esfuerzos, “y 
en vez de buenos correctores terminan siendo medianías o nulidades 
completas”.4 Siguiendo esta idea, se puede agregar que el panorama 
no sólo no ha cambiado a la fecha sino que se ha vuelto más 
complejo, en detrimento del desempeño del trabajador editorial, ya 
que con la composición electrónica el corrector de originales, como 
sucede sobre todo en los periódicos y revistas, ha tenido que asumir 
la tarea de incorporar tanto las correcciones como las características 
tipográficas al archivo magnético, lo que en los anteriores 
procedimientos de composición efectuaban el cajista o el tipógrafo, sin 
que esto signifique que se tome en cuenta el mayor tiempo invertido 
en esta labor adicional ni un aumento en la retribución económica. 
Esto es aún más grave, señala el editor, en el caso de los 
trabajadores independientes, quienes además de su conocimiento 
deben disponer en casa de una buena biblioteca personal, con 
profusión de manuales de estilo, diccionarios, enciclopedias, y de un 
espacio adecuado, cómodo y bien iluminado que funcione como 
oficina con escritorio, teléfono, fax, computadora con los programas 
necesarios para editar, corregir y, en su caso, formar, así como una 
buena impresora láser, módem y servicio de internet. Todo esto si 
quiere sobrevivir dignamente y competir en el mercado con una 
buena reputación profesional. 
No es un secreto para nadie que conozca el medio de los libros 
que, actualmente, las casas editoriales y departamentos académicos 
de publicaciones privilegian la rápida publicación y el bajo costo del 
libro, lo cual evidentemente va en demérito de la calidad del mismo. 
“Se olvida”, dice López Valdés, “que el buen cuidado editorial 
constituye un plus o un valor agregado que buena parte de loslectores aprecia al adquirir el libro, además de que también los 
 
4 Mauricio López Valdés, “Volver al humanismo. Corrección de estilo y redacción editorial”. 
Libros de México. México: CANIEM, julio-septiembre de 2001. 
 
 
autores lo consideran al buscar y elegir −cuando están en posición de 
hacerlo− al editor de sus obras”.5 
En su espléndido artículo “Contra el síndrome del corrector”,6 
que a pesar de haber sido escrito hace doce años sigue teniendo una 
pasmosa actualidad, el editor independiente Roberto Zavala Ruiz, 
autor de una de las obras fundamentales en México sobre el proceso 
de la edición citada en el prólogo, que es la Biblia de los correctores y 
editores, ya señalaba el hecho funesto de que empezaban a proliferar 
tanto casas editoriales como esos negocios “oscuros en más de un 
sentido”, en los que “hoy se ha querido, malamente, improvisar 
capturistas, formadores, correctores, diseñadores, ilustradores y 
demás […] que ofrecen servicios editoriales a precios ridículos: 
malhechotes pues, pero baratos”. 7 Pero estos pseudoeditores no 
existirían, dice Roberto, sin la otra cara de la moneda: “los jefes de 
producción, coordinadores o directores editoriales que no saben 
distinguir un trabajo de calidad de otro hecho con las patas…de 
atrás”.8 
Hoy, cuando las computadoras, los procesadores de palabras y 
los programas de edición están al alcance de todos, proliferan por 
doquier libros mal escritos, pésimamente diseñados y en 
encuadernaciones que los vuelven desechables a las primeras de 
cambio, porque literalmente se deshacen entre las manos. Es un 
hecho incuestionable que los editores no hemos logrado que el 
adelanto tecnológico tenga una relación directa con la calidad de los 
libros. 
Haciendo un poco de historia, Zavala recuerda la época en que 
la tradición dictaba que las editoriales reclutaran entre los pasantes 
de letras (o de carreras afines como periodismo y comunicación) y 
uno que otro aspirante a escritor, a sus correctores de originales y de 
 
5 Ibid. 
6 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, Hoja por hoja, suplemento de 
libros, núm. 25, 5 de junio de 1999, pp. 15-16. 
7 Ibid. 
8 Ibid. 
 
 
pruebas, que hacían verdaderos milagros con textos que muchas 
veces era una hazaña traducir “del bárbaro al español”,9 y a los que 
dichas casas editoriales pagaban salarios miserables, si eran 
trabajadores de planta, o vergonzosas tarifas por cuartilla o prueba 
corregida, cuando eran colaboradores independientes y trabajaban a 
destajo. 
Esa situación no ha cambiado mucho: los pasantes de letras y 
de periodismo siguen aspirando a trabajar, algún día, en un periódico 
o en una editorial como correctores de estilo o de pruebas, con la 
diferencia de que las editoriales contratan a colaboradores externos 
que trabajan a destajo en tres o más lugares para obtener lo 
equivalente a un sueldo de hace quince años: 
Las filas del desempleo, el abaratamiento del equipo mínimo indispensable 
para componer tipografía y la ilusión falsa de un enriquecimiento rápido 
han convertido a matemáticos, médicos, ingenieros o abogados ‘leidos y 
escrebidos’ en correctores, en improvisados editores que, a lo sumo, 
corrigen a medias un original y dejan que los duendes tipográficos decidan 
el tamaño de la caja, la familia, los cuerpos y series de los subtítulos, los 
colgados y los blancos, la grafía correcta, el marcaje de cuadros, notas y 
bibliografías, e impriman uniformidad a la escritura quienes se conduelan 
del original parchado y malherido.10 
Ya desde entonces Zavala se percataba de que los correctores y 
editores debían perfeccionar el manejo de los procesadores de 
palabras y programas de edición y diseño y capacitarse y actualizarse 
permanentemente, de manera integral, en el proceso editorial 
completo, los idiomas, la escritura y sus misterios, “la cultura en su 
sentido más profundo, ancho y gozoso”.11 Y nunca perder de vista 
que capacitarse y actualizarse de ninguna manera significa dejar de 
lado ni renunciar a los conocimientos de gramática ni a la formación 
humanista y enciclopédica en que debe apoyarse siempre el corrector 
 
9 Roberto Zavala Ruiz, “La atrasada que nos trajo el adelanto”. Ponencia presentada en el 
Encuentro de Editores en Humanidades, realizado en el Instituto de Investigaciones Sociales 
de la UNAM, del 11 al 13 de marzo de 1991. 
10 Ibid. 
11 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, op. cit., p. 15. 
 
 
o el editor, que jamás serán sustituidos por un curso de computación, 
es decir, hay que sumar conocimientos nuevos a los viejos. 
Siempre será más fácil que quienes ya saben hacer libros en los sistemas 
de composición tradicionales aprendan a usar los nuevos. Los editores 
improvisados habrán de convencerse, más temprano que tarde, que con la 
misma escoba con que Orozco pintó enfebrecido El hombre en llamas, ellos 
podrán apenas barrer escombros. En otras palabras, que no basta tener la 
herramienta para desempeñar el oficio. Acaso no esté demás decir que en 
los países desarrollados la edición se estudia en la universidad y no en la 
brega.12 
Por último, pero no por ello menos importante, tanto Zavala como 
López Valdés hacen referencia a la importancia de revalorar el trabajo 
de los correctores y editores, de luchar por sueldos decorosos y 
tarifas dignas en las editoriales, periódicos, revistas, departamentos 
académicos de publicaciones y en todos los medios de difusión donde 
se ocupe a los profesionales de la edición. No podemos dedicarnos 
nosotros mismos a devaluarlo trabajando en condiciones inaceptables 
y de esa manera descalificarlo y descalificarnos, cayendo así en ese 
sentimiento de inseguridad que Roberto Zavala ha llamado el 
“síndrome del corrector”, del que se han aprovechado editores sin 
escrúpulos, verdaderos mercenarios de la edición, que tiene que ver 
muchas veces con el perfil del trabajador editorial, frecuentemente 
autodidacta, sin licenciatura ni maestría que lo avale en la feroz 
competencia del mercado de trabajo o que ha cursado (sin terminar) 
alguna carrera ajena a las humanidades. 
Ya es hora de desterrar esa mala costumbre, tan arraigada en 
el gremio, de adoptar una actitud humilde y de no sentirnos 
merecedores de una paga digna por ese titánico trabajo de Sísifo de 
llevar, del original hasta la imprenta, un texto imperfecto y 
desorganizado, lleno de erratas y errores de sintaxis, cacofonías y 
muletillas repetidas hasta el hartazgo, anglicismos, lagunas de 
información, párrafos oscuros e imprecisos, notas y bibliografías 
 
12 Roberto Zavala Ruiz, “La atrasada que nos trajo el adelanto”, op. cit. 
 
 
incompletas y mal hechas que hay que reescribir, cuadros y 
esquemas rudimentarios, gráficas impenetrables en más de un 
sentido, con pésima definición de la imagen y sin valores que las 
respalden en un archivo electrónico, y mapas que por comodidad y 
pereza los autores sacan de internet y que apenas se distinguen 
cuando se imprime el libro. A todo lo anterior se agrega tener que 
lidiar con autores hipersensibles y veleidosos que rara vez, con 
honrosas excepciones −que por fortuna las hay−, reconocen este 
esfuerzo y que no tienen la menor idea de las tribulaciones y de la 
enorme responsabilidad de los correctores de estilo y pruebas que 
tanto autores como editores abusivos preferirían 
de hablar pausado y bajito o, mejor aún, calladitos ellos, correctísimos en 
todo, sin retobos ni arrempujones, de lentes casi siempre y casi siempre 
depresivos, obedientes, inseguros, tímidos y paliduchos; personajes de 
Woody Allen, pues, o de Revueltas, de los que ven el mundo del lado 
moridor.13 
He aquí pues, sin más preámbulos, el relato de la experienciaprofesional de una correctora y editora, que hace referencia a sus 
años de aprendizaje y primeros descalabros en este duro “oficio de 
tinieblas”, formativos y aleccionadores en más de un sentido, que 
marcaron el rumbo que tomaría su carrera en los años siguientes. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
13 Roberto Zavala Ruiz, “Contra el síndrome del corrector”, op. cit., p. 16. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PRIMERA PARTE 
 
 
 
 
 
 
 
PRESENTACIÓN 
 
Señoras y señores, con ustedes: la correctora 
 
Ella −porque no hay duda de que se trata de una mujer, si bien una mujer 
pálida y ojerosa y vestida con ropa de casa−, está inclinada sobre sus 
papeles y se aplica a su labor con una concentración casi amorosa. Se alisa 
continuamente los mechones que le caen sobre la frente. Con la mano 
derecha hace anotaciones sobre una larga tira como pergamino que va 
deslizando hacia el frente, y con la izquierda va siguiendo el texto escrito en 
un grueso altero de cuartillas, como leyendo con las puntas de los dedos. 
Como en un sistema braille para videntes, si tal cosa es posible. Su mirada 
se posa ya en la tira, ya en el gordo altero de cuartillas. Detiene su lectura 
y vuelve al principio de las hojas o de las tiras-pergaminos, buscando 
afanosamente entre los párrafos, con el ceño fruncido y los lentes a la mitad 
de la nariz. Una lamparita de pinzas cuelga del librero que tiene a su lado, 
creando un círculo de luz blanca que encierra a la mujer con sus papeles. 
Los rayos del foco azul rebotan del papel a sus ojos, de los que ha 
retirado los lentes que descansan sobre una torre de diccionarios. Los lentes 
son grandes y toscos, de un modelo anticuado. La mujer tiene dos marcas 
rojas en el principio de la nariz. Un desorden de libros y papeles, mezclados 
con una caja de kleenex, un álbum con fotografías, una lupa, un cúter y 
varias libretas con espiral de alambre y pastas duras, llenan por completo la 
mesa de trabajo. De un botecito cubierto coquetamente con algodón 
estampado de flores diminutas y cintas satinadas en los bordes, brota un 
racimo de lápices y plumones de varios colores. En una esquina, una taza 
de porcelana china se posa sobre una arrugada servilleta. La toma cada 
tanto, envolviéndola con las dos manos y bebe sin prisa. 
El resto del cuarto permanece en penumbra, dejando entrever apenas 
dos libreros bajitos, una mecedora y una cama. Varios carteles italianos 
cuelgan de las paredes blancas. Un relojito marca las once y cuarto de la 
noche. De un pequeño aparato modular brotan las tranquilas notas de los 
 
 
Piano Works de Eric Satie (Gymnopédies & Gnossiennes), que es su música 
preferida para trabajar. 
 Ella −porque todas las señas así lo confirman−, es la correctora, 
madame la correcteur, la proofreader lady, la stilkorrektor y sus 
equivalentes, si los hubiera, en italiano, hebreo, griego moderno, árabe y 
portugués, por sólo enumerar algunas lenguas. Y no por vano afán 
cosmopolita, sino porque las pesquisas propias del oficio que el azar le ha 
asignado (pues es mentira que uno elige su oficio: el oficio lo elige a uno), 
la han llevado a hundirse en bibliografías con referencias en varias lenguas; 
en cotejos minuciosos de malas traducciones del inglés, del francés o del 
italiano, que son las lenguas que comprende; en citas que contienen latines 
y otros cultismos y, sobre todo, en la corrección de estilo de textos 
plagados de anglicismos, galicismos, barbarismos y otros ismos que 
recientemente han cobrado carta de ciudadanía en la lengua española. 
La correctora universal trabaja sin tregua. Lleva ya varias horas en la 
misma posición y siente una aguda contracción en la espalda. En su vejez, 
la columna le va a cobrar con creces haberla sometido a esas jornadas 
interminables de tensa inmovilidad y profunda concentración, que empiezan 
a las ocho de la mañana, se suspenden un momento a mediodía para un 
breve almuerzo y un té, y siguen a veces hasta la media noche sin que ella 
se asome siquiera a la luz del día. Tiene tanto trabajo que ni siquiera hay 
tiempo para salir a dar una caminata por el barrio y ver aparadores. Si lo 
hiciera perdería la concentración. Hay que terminar para evitar que ese libro 
se convierta en una pesadilla. 
La editorial presiona ferozmente en los últimos días, pero ni una 
palabra sobre el cheque del libro anterior. Y esto la obliga a someterse a los 
designios implacables de la ley del destajo, que es más o menos tan 
drástica como la ley del revólver: entre más cuartillas corrija por día ganará 
más dinero y terminará más pronto para empezar un nuevo libro y 
fabricarse una reputación conveniente de correctora estrella (más o menos 
como el vaquero del western que mide su popularidad en las calles del 
pueblo y en varios kilómetros a la redonda de acuerdo con el número de 
rudos malhechores que captura y encierra en la cárcel, hasta llegar a 
sheriff). 
 
 
Esto es lo que ella llama la espiral ascendente de la locura. Y pensar 
que mucha gente cree que trabajar por cuenta propia, o ser freelance, es 
casi como estar de vacaciones permanentes. “Eres libre”, le dicen algunos 
de sus amigos, que trabajan de planta en oficinas con horario fijo y cobran 
puntualmente en la quincena. “Sí”, piensa ella con ironía, “libre de morirme 
de hambre”. Ciertamente, organiza su horario y su tiempo como mejor le 
parece. Pero con muy poco margen de libertad para dedicarlo a labores 
creativas o de esparcimiento, porque casi todo el esfuerzo y el tiempo se 
concentran en la prosaica satisfacción de necesidades apremiantes pero 
ineludibles. En suma, en la sobrevivencia. 
Las circunstancias, piensa ella con pesadumbre, le dejan a una en 
estos casos el dudoso privilegio de decidir si trabaja 18 horas durante el 
día, o 14 en el horario estelar de las doce de la noche en adelante, para 
aprovechar el silencio de la madrugada. 
En este momento quisiera detenerse y tumbarse un rato en el suelo 
para estirar la espalda y descansar la cintura. Tiene ganas de comprarse 
esa barra de gimnasia, ponerla en el marco de la puerta para colgarse de 
ella de vez en cuando sintiendo cómo se le estiran todos los músculos, y de 
paso fortalecer los brazos, ante la imposibilidad de pagarse un gimnasio con 
alberca, aparatos y vapor. Y quiere cambiar también esos horribles lentes 
que le resbalan por la nariz cada vez que baja la vista y que se le caen en el 
cine cuando cabecea en la función de la noche. 
La cara le ha adelgazado en los últimos tiempos, o quizá son los 
lentes los que han crecido a fuerza de tanta lectura forzada y maratónica. 
Se inclina por esta última hipótesis, aunque ciertamente su inestable 
economía y las múltiples presiones de la vida cotidiana le han afilado la cara 
y profundizado las ojeras, hasta casi hacerla parecer una de esas heroínas 
cinematográficas pálidas y sufrientes del neorrealismo italiano, estilo Anna 
Magnani o la Mangano. 
Magnani o Mangano, el caso es que el cheque de la editorial se ha 
retrasado de una manera inexplicable y, como de costumbre, en él se cifran 
todas sus esperanzas y sus proyectos, desde el cambio de los lentes hasta 
una abundante despensa, pasando por la compra urgente de un atril y de la 
ansiada barra de gimnasia. Y desde luego, el pago de la renta y de sus 
deudas. El presente se paraliza y el futuro se cancela en la amarga espera 
 
 
del cheque, que se debe haber atorado en uno de los acostumbrados 
laberintos burocráticos en que se pierden esos frágiles papelitos 
rectangulares. Eso en la práctica significa que el trámite no marcha porque 
falta la mágica firma del responsable en turno de la contabilidad, ausente o 
en junta, que no puede conocer o siquiera imaginar la magnitud de sus 
tribulaciones. 
En trágico contraste con la tardanza del cheque, la editorial quiere 
paraayer a primera hora el texto corregido. Se trata de una obra 
apabullante y maligna. A lo largo de sus 500 cuartillas se enumera con 
diabólica precisión y tipográfico desorden el poder infinito y devastador de 
las armas nucleares, que podrían acabar con el planeta en cuestión de 
segundos con sólo apretar un botón. Paralizada por las consideraciones del 
autor sobre el futuro de la humanidad en promiscua convivencia con los 
artefactos de su propia destrucción, descuida las erratas y las imprecisiones 
del lenguaje. Las cifras de la hecatombe nuclear hipnotizan sus sentidos y 
avizora pesadillas terribles para esa noche, así que se resiste a irse a la 
cama. 
Como antídoto contra el hongo atómico se prepara una infusión 
relajante, con la esperanza de que la sabia combinación de sus 
componentes traiga paz a su espíritu y tranquilice su mente, que durante 
todo el día ha sido bombardeada sin tregua y con la misma intensidad por 
una tonelada de errores gramaticales y tipográficos y otra cantidad similar 
de información sobre armamento nuclear, todos de consecuencias 
impredecibles para la humanidad. Es más de lo que un corrector 
independiente puede aguantar, en medio de sus precariedades. 
Para desviar su atención del Apocalipsis, cercano o lejano, se sirve la 
infusión y toma la taza humeante entre las manos para entrar en calor, se 
arropa con un chal de lana y se acomoda en su mecedora para sumergirse 
en las acostumbradas cavilaciones de la madrugada. A esa hora le gusta 
recordar. Y esa noche se siente especialmente nostálgica, y le da por 
acordarse de los tiempos, ya lejanos, en los que se inició en el oficio, al que 
entró lo mismo por despiste, por ignorancia y por necesidad. Y porque así 
es la vida. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
OFICIO DE TINIEBLAS: ESOS POBRES Y DESCONOCIDOS DE SIEMPRE 
 
Han pasado ya más de treinta años desde que entró por primera vez en una 
editorial. Iba a entregar la primera parte de un libro que le estaba 
traduciendo del italiano al español a un amigo, a quien originalmente se lo 
habían encomendado, pero que no tenía tiempo de traducirlo completo. Ella 
tenía mucho tiempo y el italiano fresquecito en la cabeza y en la lengua 
después de su primer viaje a Europa, en el que empeñó todo para sufragar 
los gastos, y se ofreció a hacerlo entre ávida, encantada y menesterosa. Se 
dividieron los capítulos y el dinero, pero no el crédito. Su trabajo de meses 
quedó sepultado en el anonimato, pues quien tenía que dar la cara era su 
amigo; ella fungió únicamente como convidada de piedra, como polizón 
que, en el último momento, se trepó en el barco a trabajar en una 
encomienda previamente pactada sin su intervención. Primeros roces con la 
oscuridad y el anonimato que caracterizarían sus trabajos futuros, aun 
siendo la titular del encargo y, en suma, que marcarían la pauta del oficio 
que le tocó en suerte y que ella nunca eligió. 
A partir de entonces, un poco azorada pero acuciada por la 
necesidad, y gracias a la sospechosa generosidad de su amigo, que siempre 
se reservaba lo más interesante (aunque de eso no se dio cuenta sino 
tiempo después), se internaría en los vericuetos de una suerte de trabajo 
clandestino, caracterizado justamente por el anonimato, cuyo sentido 
general y finalidad eran inabarcables. 
Siempre había trabajado en la universidad, que no sólo era como una 
madre protectora sino que le descontaba los impuestos. A partir de ahora, 
se enfrentaba no sólo con el reto de organizar su tiempo de una manera 
distinta, sino con el ineludible requisito de declarar ante Hacienda el 
impuesto al valor agregado por honorarios profesionales independientes. El 
talonario de recibos amarillos y su nuevo y flamante número de IVA, se 
convirtieron en los símbolos de la nueva revolución que estaba teniendo 
lugar en su vida, así como de sus futuros dolores de cabeza. 
 
 
Un día le encargaron que corrigiera unas galeras.14 Era la primera vez 
que se topaba con esa palabra, pero en ese momento no entró en 
consideraciones lingüísticas ni etimológicas, pues tenía enfrente la cara 
avinagrada del editor argentino que la apremiaba sin miramientos a 
entregar el trabajo en una fecha inamovible. Se limitó a asegurar que lo 
tendría para esa fecha, tratando de parecer convincente en su papel de 
correctora con gran experiencia, y se fue a su casa con el grueso paquete 
de largas tiras enrolladas y unos originales, temblando como una hoja. 
Maldijo su destino: habiendo tantas cosas interesantes y divertidas que 
hacer en la vida, justo a ella le ocurría tener que dedicarse a corregir los 
errores que antes que ella cometieron y luego dejaron pasar varios 
desconocidos, uno detrás del otro: el autor, el corrector de estilo, el 
corrector ortotipográfico y el tipógrafo (comenzaba a familiarizarse con 
cierta terminología del oficio), que podría decirse que es el antecesor de los 
actuales formadores, si bien el término tipógrafo abarcaba mucho más en el 
pasado, como lo describe José Martínez de Sousa.15 
 Así se inició nada menos que en el oficio de tinieblas por excelencia, 
el de los correctores, esos seres “pobres y desconocidos”16 sin derecho a 
reclamar el papel protagónico. Esto le hace recordar el diálogo entre el 
autor y el corrector de Historia del cerco de Lisboa, la novela de Saramago 
sobre la historia de Raimundo Silva, el cincuentón corrector de pruebas, 
 
14 Que es como le llamábamos en México a las actuales pruebas. En España se les llamaba 
galeradas, que es, de acuerdo con la definición de Martínez de Sousa, un “trozo de 
composición que cabe en una galera. Prueba que se saca de esta composición”. Este mismo 
autor define galera como “plancha de hierro o cinc, guarnecida por tres lados por listones 
con rebajo en el que se introduce otra plancha llamada pala o volandera. Lo más general es 
que carezcan de pala. Se utiliza para poner y ordenar los materiales tipográficos que darán 
por resultado un molde, plana, etcétera”. Cfr. José Martínez de Sousa, Diccionario de 
tipografía y del libro, 2ª. edición (Madrid: Paraninfo, 1981), p. 117. Con la introducción de 
los modernos programas de formación por computadora las galeradas prácticamente 
desaparecieron, y fueron sustituidas por las pruebas o planas, que son en realidad las 
páginas ya formadas. 
15 “Son tipógrafos el cajista y el impresor; el corrector y los teclistas lo son en cuanto 
cajistas. (Sin embargo, dado que la tipografía abarca todas las funciones del libro, la 
definición de tipógrafo se extiende, si bien no con plena exactitud semántica, a todos 
cuantos efectúan esas funciones.)” (Ibid., p. 266). De la misma manera que hoy, en algunas 
editoriales y periódicos, los correctores no sólo corrigen estilo y pruebas sino que capturan 
correcciones y forman las planas. En otros centros editoriales, como en algunos 
departamentos de publicaciones de la universidad y otros centros académicos, aún existe la 
separación de funciones, es decir, los correctores leen y corrigen y, en una etapa posterior, 
los formadores forman las planas. 
 
16 Gabriela Vélez Paz, “El secretario de redacción: ¿Dr. Jeckill o Mr. Hyde?”, ponencia 
presentada en el Encuentro de Editores en Humanidades, realizado en el Instituto de 
Investigaciones Sociales de la UNAM, del 11 al 13 de marzo de 1991. 
 
 
cuando éste dice al autor: “Piense usted en la vida cotidiana de los 
correctores, piense en la tragedia de tener que leer una vez, dos, tres, 
cuatro o cinco veces, libros que...” Y completa el autor: “Probablemente no 
merecerían ni una sola lectura”.17 
Sin embargo, habría que decir algo en descargo de este 
aparentemente penoso y casi clandestino oficio. En un emotivo artículo 
dedicado a Carlos García-Tort, “poeta, editor, excepcional corrector de 
estilo”, fallecido en mayo de 2007 a la edad de 56 años, el escritor Juan 
Villoro escribe que a través deél y su riguroso quehacer entendió “el valor 
civilizatorio de la corrección de pruebas”.18 Y agrega: 
 
Gabriel Zaid ha dicho con justicia que uno de los trabajos más necesarios y 
menos acreditados es el de quien cuida las publicaciones y permite la 
adecuada circulación de las palabras. La importancia social de esa tarea es 
decisiva y sin embargo se trata de un oficio anónimo y en peligro de 
extinción. 
 ¿Puede haber cometido más alto que preservar el idioma que nos sirve 
de instrumento? La Academia de la Lengua fija los criterios que serán 
canónicos, pero el uso lingüístico corriente requiere de guardianes 
cotidianos, vigías invisibles y prácticos, no menos importantes que los 
controladores del tráfico aéreo. Se trata de una vocación fundada en un 
principio ético: mejorar a los demás sin que se sepa.19 
 
Pero los inicios de un corrector o correctora en esta labor no tienen que ser 
necesariamente trágicos ni tortuosos. Más aún, en algunos casos, como el 
que ahora se narra, los primeros escarceos con este oficio “civilizatorio”, 
como le llama Villoro con enorme respeto, pueden ser incluso divertidos y 
absolutamente ajenos a la tragedia, como ocurrió en la historia de esta 
correctora en ciernes. 
¿Cómo fue esto posible? Muy sencillo: comenzó a ocurrirle que se 
apasionaba por los temas de los textos y, verde como estaba en el oficio, 
dejaba pasar una cantidad inverosímil de erratas. Trabajaba entonces para 
una casa editorial que estaba reeditando a los clásicos de la literatura 
 
17 José Saramago, Historia del cerco de Lisboa (Barcelona: Ed. Seix Barral, 1990), p. 11. 
18 Juan Villoro, “El guardián de las palabras”, Reforma (25 de mayo de 2007), p. 16. 
19 Ibid. 
 
 
mexicana y universal, que encuadernaría en pastas duras y brillantes con 
cantos dorados en los lomos, imitación libro antiguo, para distribuirlas a un 
público amplio en supermercados y puestos de periódicos. Empezó a 
tomarle gusto a ese trabajo que le permitía devorarse todas las novelas que 
no tuvo tiempo de leer en su infancia y adolescencia por la presión de los 
trabajos escolares, y que además le pagaba por ello. ¡Era como un juego! 
No podía ser un trabajo serio. Tenía la sensación de estar haciendo algo 
ilegal. Y en su ignorancia y estupidez, cada vez que acudía a la caja de la 
editorial a cobrar sus honorarios lo hacía con un incontrolable sentimiento 
de culpa. De ese periodo recuerda especialmente Las viñas de la ira, de 
John Steinbeck y París era una fiesta, de Ernest Hemingway. 
Pero poco le duró el gusto. Su pasión recobrada por la literatura le 
estaba costando muy cara a la casa editorial, que tenía que mandar a 
corregir de nuevo las galeras o las pruebas finas y perdía un tiempo y un 
dinero preciosos. Allí aprendió una de las primeras y amargas lecciones: el 
corrector que trabaja por su cuenta no sólo es pobre y desconocido, sino 
que no necesita ser despedido cuando la empresa no requiere más de sus 
servicios. Después de su última entrega sobrevino un pesado y largo 
silencio por parte de la editorial. Su remesa de novelas le fue cortada de 
improviso. Y cuando tímidamente solicitó una explicación, la editorial le 
informó vagamente algo así como que de momento no había nada porque la 
colección se había terminado y se estaba estudiando la posibilidad de armar 
una nueva. Cosa que, desde luego, no volvió a ocurrir jamás. 
 
EL SALARIO DEL MIEDO 
Pero como no hay mal que por bien no venga, la experiencia no fue 
completamente en vano. Esos primeros trabajos le dejaron algún 
conocimiento incipiente del oficio y varias relaciones y nombres útiles en la 
agenda que, en lo sucesivo, la colocarían en varios empleos fijos y 
relativamente estables que le permitirían pasar de una etapa primitiva y 
casi improvisada a un conocimiento más profundo del oficio de editor. Y 
pagar la renta de un pequeño departamento en la colonia Condesa. 
 
 
Por esos días la llamó el director de una revista de la iniciativa 
privada, que era la versión tercermundista de National Geographic,20 pero 
con pretensiones de superar a su modelo original, cosa que intentaba con 
modestísimo éxito. Al principio le resultaba divertido y aprendía 
rápidamente los secretos del oficio revisteril: redactaba pies de fotos y 
recuadros, corregía pruebas finales, lo que entonces se llamaba “cartones”, 
que eran las pruebas finas montadas en unos cartoncillos recubiertos con 
camisas de papel albanene, sobre los cuales se marcaban las correcciones. 
Y desde su escritorio redactaba, utilizando materiales de agencia que ella 
misma traducía, emocionantes aventuras entre las tribus de algún país 
“exótico”, viajes a través del desierto de Australia y artículos sobre la vida 
de las tarántulas y los macacos japoneses. 
Pero pronto se aburrió de las tribus exóticas, los búfalos y las 
peripecias de un extranjero en el Tibet; la revista no ofrecía mayores 
perspectivas de aprendizaje, el sueldo en realidad no era tan alto como le 
pareció al principio y, por lo demás, no recibía ningún reconocimiento a sus 
progresos. Allí conoció una de las segundas lúgubres lecciones: si lograba 
hacer un buen trabajo, nadie lo notaba, lo daban por hecho, más o menos 
como el trabajo doméstico. Si fallaba o dejaba ir una errata, caía sobre ella 
la furia del jefe de redacción y la amenaza del desprestigio universal −en 
esa revista todo era universal−, de nuevo más o menos como en el trabajo 
doméstico, si cambiamos la furia del jefe de redacción por la de la patrona y 
el desprestigio universal por amenazar a la empleada doméstica con no 
darle referencias para un nuevo empleo. Más adelante aprendería que esta 
lección, con la que se toparía más de una vez, era lo más parecido al salario 
del miedo, expresión que siempre le traía a la mente la imagen del joven 
Yves Montand desbarrancándose con su tráiler al abismo en la escena final 
de la película que se titulaba, justamente, El salario del miedo.21 
 Lo más que consiguió, justamente cuando entregó la historia de las 
tarántulas, que fue una verdadera eclosión (así se le llama a los partos de 
esa especie), fue que su jefe inmediato y argentino comentara con sorna: 
“Vaya, parió la burra che”. Tal vez por hartazgo o por desesperación, o por 
la combinación de ambas cosas, organizó una tímida revolución interna 
 
20 Se refiere, obviamente, a la revista Geografía Universal. 
21 Dirigida por Henri G. Clouzot en 1952. 
 
 
entre los empleados por reivindicaciones salariales, elementales pero 
inexistentes, que le costó el despido. 
 
REPORTERA SIN FUENTE 
Mientras realizaba pequeños reportajes y entrevistas para revistas 
femeninas del tipo Vogue y Claudia, que entonces habían incorporado en su 
planta de colaboradores a ciertos escritores y escritoras de prestigio, se 
encontró en el camino que la llevaría por primera vez a la redacción de un 
periódico,22 en el cual, por un grandísimo equívoco que ella nunca aclaró 
por inexperiencia y porque estaba aterrorizada, fue a dar a la sección de 
información general, y de la noche a la mañana se convirtió en reportera sin 
fuente. Estaba a prueba. Su experiencia como reportera a prueba duró 
exactamente dos semanas, en las cuales destaca como su mayor reportaje 
haber recorrido un eje vial recién inaugurado, entrevistando a todos los 
habitantes de sus orillas, no tan mudos testigos y víctimas directas del 
desastre. El jefe de internacionales, que era amigo suyo, se compadeció de 
ella y la admitió en su sección, donde aprendió a seleccionar y corregir 
cables de agencia. 
Como se sabe, los cables vienen redactados solamente en 
mayúsculas y la puntuación y la sintaxis son tan variadas como variados los 
países de procedencia y la nacionalidad del traductor-redactor. Entonces 
corregir un cable y ponerlo en español de consumo nacionalequivalía a 
internarse en una selva y abrirse paso con el machete a través de la maleza 
impenetrable. Se familiarizó con nombres de presidentes, dirigentes y 
organismos internacionales y se apasionó por los acontecimientos de la 
época, ésos sí, absoluta y abrumadoramente reales.23 Pero seguía a prueba, 
y una política selectiva que nunca alcanzó a comprender del todo decidió 
que no obtuviera la planta y un día le dieron las gracias por los servicios 
prestados. Cobró su última quincena y se retiró a dar clases de redacción a 
una universidad pública, mientras la suerte decidía por ella, que no estaba 
en condiciones de decidir nada concerniente a su futuro. 
 
 
 
22 Se refiere a la primera época del Unomásuno. 
23 Eran los años de las sangrientas guerras en Nicaragua y El Salvador. 
 
 
METERSE DE CONTRABANDO EN EL OFICIO 
Para entonces comenzaba a comprender que esta nueva vida, la que existía 
fuera del campus universitario que la había acogido en su ala protectora por 
espacio de seis años, era como una nueva universidad con materias 
variadísimas, las emociones mucho más intensas y la realidad estaba todo 
el tiempo a la vuelta de la esquina, implacable. Y sobre todo, no había nada 
escrito. Había que improvisar todo el tiempo y ser capaz de hacerlo todo, de 
enfrentarlo todo, de resolver las situaciones más inverosímiles y de 
presentarse siempre como una profesional avezada en el oficio o, de lo 
contrario, perder la oportunidad de acceder a una posibilidad de empleo. La 
enseñanza era clara. La única forma de conocer el oficio era haciéndolo, 
metiéndose de contrabando en los lugares y arrebatándole los secretos a los 
iniciados, que invariablemente le regateaban el conocimiento. Y armarse de 
una paciencia a toda prueba. El corrector, como el periodista, se hace en la 
práctica y en el aprendizaje diarios. 
Estas reflexiones la llevaron a hurgar entre los planes de estudio de 
su facultad (en la que, como muchos correctores y editores, había estudiado 
periodismo y comunicación) y a darse cuenta, con sorpresa, de que su 
carrera incluía dos materias relacionadas con el oficio: a saber, Técnicas de 
edición y Corrección de estilo, que equivalían a Redacción V, por las cuales 
no sólo no recordaba haberse parado alguna vez, sino a las que debía, junto 
con Régimen legal de los medios, las tres únicas “eses” (de “suficiente”) de 
su carrera. 
 
LA CÉLEBRE PÁGINA TRES 
En ese tiempo había empezado a colaborar semanalmente con la edición 
vespertina de un periódico. Se trataba de escribir pequeños artículos de 
opinión de cuartilla y media sobre todos los temas del planeta, excepción 
hecha de los que eran en aquel tiempo los tabúes tradicionales de este país: 
el señor presidente, las fuerzas armadas y la Virgen de Guadalupe. Lista a 
la que se agregaba el nombre de un importante funcionario de ese sexenio, 
de nombre Carlos Hank González, que era amigo íntimo del director general 
y, para más señas, autor de la famosa frase “un político pobre es un pobre 
político”. De todos modos, a lo más que se llegaba era a entablar polémicas 
con los otros articulistas de la página y, desde luego, la competencia más 
 
 
feroz por la conquista de un público lector era la que sostenía toda la planta 
de articulistas con las encueradas de la célebre PÁGINA TRES. 24 
Competencia que hasta la fecha tienen perdida de antemano. 
Esta disciplina semanal y la libertad casi absoluta de tratar todos los 
temas habidos y por haber, de experimentar con todos los géneros 
periodísticos y de decir muchas barbaridades (que le eran permitidas por 
ser de la generación joven del periódico), fueron una buena escuela para 
practicar la escritura veloz del periodismo, desarrollar un estilo propio y, 
sobre todo, salir del anonimato al que la condenaba la corrección de 
pruebas. 
 Otros empleos se siguieron agregando a la lista, una vez de un lado y 
otra vez del otro de la línea divisoria entre el trabajo fijo, con su oferta 
seductora de seguridad, y el freelance, con su oferta igualmente seductora 
de libertad. Pero todos conformando una vocación y una formación múltiple, 
en la que a veces le tocaba interpretar el papel de cowboy, cazador solitario 
de liebres-erratas estilo Clint Eastwood, y otras el del detective privado que, 
al cabo del tiempo, ha enfrentado y resuelto casi todos los casos. 
 
UNA SÓLIDA INSTITUCIÓN 
Pero aunque las rentas en ese tiempo eran bajísimas y sus gastos mínimos, 
el dinero que recibía por los artículos era insuficiente. Necesitaba 
forzosamente otros ingresos. Estaba ya practicando formalmente la libertad 
de ser pobre, que por un tiempo resultó ser una aventura muy disfrutable, 
ya que la escritura de los artículos le llevaba cada vez menos tiempo y en 
un día podía escribir los cuatro o cinco del mes. Comenzó a adquirir 
entonces la costumbre de irse a las funciones matutinas del Salón Rojo de 
la antigua Cineteca, donde se vio completita una retrospectiva del 
incomparable Tin Tan y casi todo el cine de Buñuel. 
Pero no hay felicidad completa. De esas vacaciones semipagadas la 
rescató, para bien y para mal, una sólida institución gubernamental como lo 
era el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), que en esa época se 
preciaba de pagar sueldos altos y ofrecer prestaciones fastuosas para la 
época, entre las que destacaban tres meses de aguinaldo, y que venía a 
 
24 Se refiere, por si no lo han adivinado, al periódico Ovaciones. 
 
 
resolverle el problema de la inestabilidad económica y de la crisis existencial 
que en consecuencia se avecinaba. 
El IMSS la incorporó en su departamento de publicaciones. Además de 
estabilizar su economía, ese empleo desempeñaría un papel importantísimo 
en su conocimiento del trabajo editorial de una manera menos fragmentaria 
y esporádica. A lo largo de cuatro años se familiarizó con casi todos los 
secretos de la edición de un libro, desde la corrección de estilo hasta la 
revisión exhaustiva de las pruebas finas o “cartones finales”, pasando por la 
corrección de galeras y las primeras y segundas pruebas. Aprendió a 
calcular en cuadratines,25 a foliar páginas y a elaborar índices, y qué eran la 
caja,26 el colgado,27 las cornisas,28 las altas y las bajas, las blancas y las 
negras, las redondas, las versalitas y las cursivas. Redactó por primera vez 
textos de solapas y de cuarta de forros, como se llama en la jerga editorial 
a la contraportada, así como uno que otro prólogo. La eterna lucha por 
unificar criterios la aficionó a la consulta sistemática de los viejos y no tan 
viejos diccionarios de toda casa editorial, a los que se fue volviendo adicta. 
En aquella época tuvo conocimiento de algunos veteranos célebres de 
batalla como el Casares, el diccionario de María Moliner, el diccionario de 
dudas de Manuel Seco y el Diccionario de la Lengua Española de la Real 
Academia, la edición de 1970, que en ese tiempo era un pesado mamotreto. 
Se enteró de que existía un Diccionario de Autoridades, el Corominas y una 
variedad insospechada de diccionarios del estilo y de uso del lenguaje.29 
Conoció también los aspectos sórdidos, como las guardias y los 
bomberazos, así como la corrección de los discursos del director y el 
secretario general de la flamante institución, literalmente dueña de sus 
quincenas. Y no sólo eso. De repente, la oficina atravesaba por periodos 
 
25 “[…] un cuadratín es una pieza de metal en forma de paralelepípedo cuadrado que mide 
tantos puntos cuantos tenga el cuerpo de la letra a que pertenezca; así, hay cuadratines de 
6 puntos, de 10 puntos, etc.” Cfr. Roberto Zavala Ruiz, El libro y sus orillas, 3ª. edición 
corregida, 1ª. reimpresión, Biblioteca del Editor (México: Universidad Nacional Autónoma de 
México, 1998), p. 36. 
26 “Parte dela página ocupada por el texto, tomando en consideración las líneas de 
delimitación entre texto y márgenes…”. Cfr. José Martínez de Sousa, op. cit., p. 27. 
27 “Por lo que se refiere a los blancos de las páginas en que comienzan los capítulos, 
adelantemos que se llama colgado al espacio en blanco que se deja entre el límite superior 
de la mancha impresa y el encabezamiento del capítulo, o bien de la cabeza al inicio del 
texto”. Cfr. Roberto Zavala Ruiz, op. cit., pp. 26-27. 
28 “Cabecera, título del libro, capítulo o parte, que se imprime en cabeza de cada página”. 
Cfr. José Martínez de Sousa, op. cit., p. 56. 
29 De algunos de ellos se ofrece la referencia completa en la bibliografía general al final de 
este trabajo. 
 
 
tormentosos de los que invariablemente quedaba un buen saldo de muertos 
y heridos: la pérdida de unos originales o de unas galeras daba lugar a 
verdaderas batallas campales entre los departamentos de diseño y 
redacción, ya que durante semanas unos sostenían a muerte que los tenían 
los otros. Por fin aparecían en el lugar más inopinado y desde luego nadie 
se hacía responsable. 
Por otra parte, las erratas que aparecían en un libro publicado daban 
lugar a una persecución implacable y a la identificación casi policiaca de las 
caligrafías. Hasta que llegó una jefa con mente perversa --de ésas que se 
suben al ladrillo más ínfimo del poder por primera vez en su vida y eso les 
basta para transformarse en comisario nazi de un campo de concentración--
, que implantó el uso de un sello con la firma del responsable de la revisión 
final, norma que se aplicaba con amplia flexibilidad y que felizmente no 
prosperó. La abundancia petrolera de esos tiempos permitió que la oficina 
viviera momentos de gloria y esplendor; se editaron cantidades industriales 
de libros y una variedad extraordinaria de colecciones: ediciones 
facsimilares sobre temas de historia de México, historias de la medicina, de 
las plantas y de las epidemias, folletos, trípticos y carteles, reglamentos de 
todo tipo y manuales hasta de plomería para la capacitación del personal. 
De algunas obras monumentales y bastante pretenciosas se hicieron incluso 
ediciones de lujo y ediciones rústicas. Después vinieron épocas de 
austeridad y recortes presupuestales que redujeron las ambiciones 
editoriales del Instituto a proporciones más modestas y, de todos modos, 
después de cuatro años ya no hubo para nadie demasiadas sorpresas. 
 
SURGE UN NUEVO PERIÓDICO 
Y de verdad ya no las hubo. Fue por eso que, en el último año que pasó en 
el IMSS, comenzó a preparar el terreno para una salida airosa. Es decir, no 
pasa uno cuatro años de su vida, cuatro años verdaderamente intensos, 
donde además conoció a algunos de sus más entrañables amigos y 
maestros del oficio, para irse abruptamente, de un día para el otro y sin 
previo aviso, al mejor estilo de las empleadas domésticas. Así que durante 
varios meses estudió con detenimiento las posibilidades de conseguir un 
nuevo empleo que había en el horizonte. 
 
 
Entre ellas, la más atractiva era la de participar en la fundación de un 
periódico del grupo de los intelectuales de izquierda de este país, que 
continuaban así con la tradición, muy mexicana, de salir en desbandada del 
periódico que fundaron años atrás, sólo para reagruparse y fundar uno 
nuevo.30 A la convocatoria de este grupo acudió gustosa y entusiasmada, en 
busca de nuevos horizontes que la rescataran de la oficina del IMSS en la 
que ya había aprendido todo lo que podía aprender y ya había dado todo lo 
que podía dar. Necesitaba un nuevo aliciente, un nuevo proyecto, y los 
encontró en el proyecto naciente. Así que, para no dar el salto mortal sin 
red de protección, pidió una licencia de tres meses sin goce de sueldo, 
misma que el departamento de publicaciones, en la figura del odiado jefe de 
personal, le concedió a regañadientes, no sin antes tratar de convencerla de 
que, en fin, por qué no mejor firmaba la renuncia. Y abandonó presurosa la 
encristalada oficina de la calle de Florencia, casi esquina con Paseo de la 
Reforma, para ir al encuentro de esta prometedora aventura editorial. 
En el nuevo periódico, en el que reencontró a antiguos compañeros 
de su breve paso por el Unomásuno, consiguió un puesto en la no muy 
glamorosa sección de corrección de galeras, oficio que por primera vez iba a 
realizar “en pantalla”, gracias a la revolución tecnológica que tenía lugar a 
principios de los años ochenta en todo el mundo y que iba a transformar 
radicalmente el proceso editorial. De manera que se sentó finalmente ante 
una computadora, palabra que remitía a las novelas de ciencia ficción, en 
cuyo minúsculo monitor aparecían, sobre fondo negro, unas letras de color 
verde muy chillante que lastimaba la vista. Lejos estaban las computadoras 
de los artilugios y refinamientos, así como de los avanzadísimos programas 
desarrollados en el nuevo milenio. 
 
LA VITRINA DE LA IGNOMINIA 
El porqué ocupó en el periódico ese modestísimo puesto de correctora de 
galeras a pesar de su ya considerable experiencia en el medio, y en una 
sección que además estaba físicamente ubicada en el sitio menos agradable 
y saludable del edificio que albergaba al diario en el centro de la ciudad −un 
cuarto diminuto, sin ventilación y mal iluminado, separado mediante 
 
30 Se refiere al grupo que salió del periódico Unomásuno, y fundó en 1984 el periódico La 
Jornada. 
 
 
cristales enmarcados en aluminio del resto de la redacción, en el que los 
galeotes se hacinaban y quedaban expuestos a la vista de todo el que 
pasaba por allí como en una especie de pecera infame o vitrina de la 
ignominia−, se debe a que, después de presentar el examen de admisión 
para ingresar a la sección editorial del periódico, se enfrentó a una 
mentalidad ciega y sorda como un muro infranqueable encarnada en la 
figura del director editorial, que le hizo saber que su “cultura política” 
dejaba mucho que desear, lo que le impedía aceptarla en la mesa de 
redacción que es, a saber, el cerebro editorial de un periódico, pero que 
estaría encantado de tenerla, si aceptaba su generosa oferta, en la sección 
de corrección de galeras, como se seguía llamando a esa fase del proceso 
editorial del periódico. Cabe señalar que lo que el director editorial 
denominaba “cultura política” consistía en saberse de memoria los nombres 
de los dirigentes de partidos políticos, sindicatos y otros organismos, así 
como el significado de ciertas siglas, que quedaron en blanco en el examen. 
Ya se sabe que el criterio de los examinadores no suele caracterizarse por 
ser muy amplio ni flexible, y ésta no fue la excepción. 
Así y todo, y sabiendo que se enfrentaba a una mente cuadrada y a 
una oferta casi humillante, aceptó. Tales eran sus ganas de huir del IMSS, 
que ya la había exprimido cuatro años; del reloj “checador” que tiranizaba 
sus entradas y salidas, y del inicio de la decadencia que siguió al sexenio de 
la abundancia petrolera, que se reflejaba nítidamente en el virtual 
desmantelamiento del esplendor de que otrora gozó el departamento de 
publicaciones del Instituto, cuyos ventanales, ya para entonces bastante 
empañados −como el prestigio de la institución−, permitían apenas posar la 
mirada en el Paseo de la Reforma y, con mucha imaginación, distinguir en 
las alturas el Ángel de la Independencia. De manera que, sin pensarlo 
mucho, se dejó llevar por el impulso de iniciar una nueva aventura 
profesional con nueva gente, nuevos compañeros, nueva oficina, nuevos 
jefes, nuevo periódico, nueva experiencia, nuevo todo. 
Éstos son, aunque no lo parezca, los motivos honorables que se 
pueden aducir sin rubor. Pero había otros menos honorables como el hecho 
de que, a sus treinta años cumplidos, la aspirante a fundadora de un diario 
era de una ingenuidad y un candor impropios de esa edad

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