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© Archivo Galaxia Gutenberg José María Ridao nació en Madrid en 1961 y es licenciado en Filología árabe y en Derecho. En 1987 ingresó en la carrera diplomática, que lo llevó a ejercer en Angola, la Unión Soviética, Guinea Ecuatorial y Francia. En el año 2000 decidió abandonarla para dedicarse exclusivamente a la reflexión y a la literatura. En Galaxia Gutenberg ha publicado los ensayos El pasajero de Montauban (2003), Weimar entre nosotros (2004), Elogio de la imperfección (2006) y Contra la historia (2009), las ediciones Dos visiones de España (2005) y Por la gracia de Dios: catolicismo y libertades en España (2008), así como las novelas El mundo a media voz (2001) y Mar muerto (2010). «En una época en la que abundan los pensadores que distribuyen el pienso al ganado lector y los Pangloss de turno deslumbran al público con frases como “la débil densidad vital de los visigodos” explica nuestro ADN actual, un libro como el de José María Ridao es un bienvenido regalo y oportuno motivo de reflexión. Sus consideraciones en torno al hombre y el Absoluto, a la invención del Absoluto por el hombre abarcan los diferentes aspectos de dicha abstracción desde el concepto y proclamación de lo universalmente válido y del ejercicio de la condigna superioridad que ello procura hasta el hecho de basar el origen de la Creación en un relato que sustituye el lenguaje racional por un lenguaje narrativo que hay que creer a pies juntillas so pena de convertirse en réprobo a ojos de quien se autoerige en su portavoz. El repaso a figuras tan dispares como Sócrates, San Agustín, Dante, Dostoievski, Tolstói o Proust es tan innovador como estimulante. El señuelo de la verdad absoluta, dice Ridao, nos hace olvidar que la verdad proferida por el ser humano es siempre relativa y sujeta a menudo a prescripción.» Juan Goytisolo JOSÉ MARÍA RIDAO Filosofía accidental Ensayos sobre el hombre y el Absoluto V Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre Un jurado compuesto por Tzvetan Todorov, Wolf Lepenies, Enrique Vila- Matas, Jordi Llovet y Tomàs Nofre concedió a esta obra el V Premio Internacional de Ensayo Josep Palau i Fabre. Publicado por: Galaxia Gutenberg, S.L. Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª 08037-Barcelona info@galaxiagutenberg.com www.galaxiagutenberg.com Edición en formato digital: marzo 2015 © José María Ridao, 2015 © Galaxia Gutenberg, S.L., 2015 Fotografía de portada: Manos, Saul Leiter, c. 1959. © Estate of Saul Leiter/ Courtesy Howard Greenberg Gallery Conversión a formato digital: gama, s.l. Depósito legal: DL B 3079-2015 ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16252-61-9 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45) La exégesis sepultó al texto. FRIEDRICH NIETZSCHE Metéle, O’Donell. ANÓNIMO La banalidad no se denuncia, la banalidad se desmiente arriesgándose a acometer una ambición que no sea banal. Denunciar la banalidad es incurrir en un segundo grado de la banalidad, el grado de la banalidad que denuncia la banalidad. Este segundo grado de la banalidad está a su vez condenado a la banalidad, sobre la que tarde o temprano recaerá una nueva denuncia. El diagnóstico que proporciona la denuncia de la banalidad no evita que la banalidad siga siendo banalidad, lo mismo en el segundo grado que en cualquiera de los grados sucesivos. Cada nueva denuncia de la banalidad condena como banalidad una denuncia anterior. La idea de que a través de un diagnóstico que se resume en la denuncia de la banalidad el hombre puede liberarse de la banalidad es un espejismo, porque al denunciar la banalidad, la banalidad se ratifica. Más denuncia el hombre la banalidad y más la ratifica, enfrentándose a la misma impotencia que los actores que provocan la hilaridad del público cuando más desesperadamente le advierten de que hay fuego en el teatro. Esa impotencia puede llevar a aceptar que el hombre está condenado a la banalidad. Pero también puede llevar a creer que, más allá de la banalidad que se denuncia, debe de existir un porqué que dé cuenta del universo, una idea profunda que revele el indescifrable sentido de la existencia, una incontestable sabiduría que fortalecerá el libre albedrío, que se alcanzará a través de la denuncia de la banalidad. Pero esta forma de señalar hacia lo que debe de existir más allá de la banalidad sólo garantiza que el hombre no pueda escapar de la banalidad, porque no es más allá de la banalidad, no es, en definitiva, más allá en cuanto que inalcanzable más allá, donde el hombre debe mirar, porque el inalcanzable más allá es el reino del Absoluto. Una ambición que no sea banal es a fin de cuentas una ambición, en la que se puede fracasar como al acometer cualquier otra ambición. Pero, a diferencia de la denuncia de la banalidad, el fracaso al acometer una ambición que no sea banal no ratifica la banalidad. La denuncia de la banalidad, en cambio, no se expone a ningún fracaso, pero por eso mismo ratifica la banalidad. Tampoco proporciona ningún diagnóstico, salvo que por diagnóstico se entienda la banalidad de denunciar la banalidad, sabiendo que esa denuncia será a su vez denunciada. Por temor al fracaso acometiendo una ambición que no sea banal, estos tiempos, al igual que otros tiempos del pasado, al igual, quién sabe, que todos los tiempos, prefieren entender como diagnóstico la banalidad de denunciar la banalidad. Es como si, en ellos, el hombre se hubiera resignado a convertir en espectáculo la advertencia de que hay fuego en el teatro. Lo hay y los actores lo saben y también lo saben los espectadores, y aun sabiéndolo, unos y otros se muestran dispuestos a cumplir el papel que exige el espectáculo en lugar de tomar conciencia de que es hacia ellos mismos hacia donde deben mirar. Los actores cumplen el papel de advertir que hay fuego en el teatro para provocar hilaridad, y los espectadores, el de tomar con hilaridad la advertencia de que hay fuego en el teatro. El éxito del espectáculo está garantizado, pero también el fuego. Por temor al fuego, estas páginas acometen una ambición que no quiere ser banal. París, 27 de junio de 2014 PRIMERA PARTE El Absoluto El Absoluto y la verdad El clamor de victoria con el que el hombre celebra el hallazgo de la verdad es la única verdad que permanece, porque el clamor de la victoria es a fin de cuentas la única verdad. La verdad que se busca y que regularmente se declara averiguada es tan efímera al trasluz de los siglos como los monarcas ordenados según el linaje de cifras romanas de una dinastía, que se mantienen en el trono uncido a la rueda del tiempo mientras la frágil biología del hombre les acompaña y las buenas cosechas arrullan el sueño del coloso de la revuelta, absteniéndose de saciar la voracidad de la historia con la carnaza tautológica de una fecha histórica. Que quede claro cuanto antes: la búsqueda no es búsqueda, es farsa. La farsa que Nietzsche ilustra a través de la imagen del hombre que esconde algo en una zarza y, a continuación, se pone a buscarlo para declararlo verdad cuando lo encuentra. La farsa, la metáfora de la búsqueda de la verdad seduce a partir de un artificio exuberante, pero del mismo modo que otros artificios igualmente vistosos como comparar a Dios con un motor, los acontecimientos del pasado con las páginas de un libro o la eternidad con las arenas de una playa donde cada grano es un milenio, sirve al propósito de atraer la atención hacia el envoltorio metafórico mientras se maniobra con la sustancia metaforizada, ocultándola bajo las apariencias. La sustancia metaforizada que la metáfora de la búsqueda de la verdad oculta no es el universo a oscuras donde el hombre palpa el vacío a la espera de realizar el prodigio de reconocer la verdad en algo que previamenteno conoce, sino la categórica afirmación de que la verdad no es inmediatamente accesible al hombre. La verdad, sostiene la sustancia metaforizada de la metáfora, reclama alguna credencial, y la búsqueda, que como credencial no es menos arbitraria que la niñez, la ebriedad, la flagelación, el ascetismo o la locura, presenta, sin embargo, la incomparable ventaja de sobrevolar todos los significados sin comprometerse con ninguno. La mayéutica de Sócrates es búsqueda; el silencio cisterciense es búsqueda; la algarabía que provoca el tarub en las medinas laberínticas del Magreb es búsqueda; el método inductivo es búsqueda; el método deductivo es búsqueda; el psicoanálisis es búsqueda; incluso el arte es búsqueda también. La seducción que ejerce la metáfora de la búsqueda de la verdad distrae al hombre con el envoltorio metafórico, empujándolo por el camino sin término de discernir entre las distintas formas de búsqueda después de establecer que la verdad es una, sólo una, y el error múltiple. Más que ilustrar la categórica afirmación de que la verdad no es inmediatamente accesible al hombre, la metáfora de la búsqueda de la verdad la consagra como principio: desde el momento en que, seducido por el artificio exuberante de la metáfora, el hombre se dispone a buscar la verdad, el acceso a la verdad deja de ser inmediato, y entonces comienza una búsqueda literal de la verdad que obedece, no a que la verdad esté escondida, sino a que previamente el hombre ha emprendido una búsqueda metafórica de la verdad, seducido por el artificio exuberante de la metáfora. Los términos del conocimiento se invierten y, al invertirse, se precipitan en una circularidad sin escapatoria: si el hombre, que no conoce la verdad, la busca, no es porque esté escondida, sino que está escondida porque la busca, de modo que, cuando la encuentra, la certeza de que ésa sea la verdad, ésa y no otra, se desvanece, y la búsqueda debe recomenzar. La circularidad sin escapatoria a la que conduce la metáfora de la búsqueda de la verdad quedaría conjurada si, en lugar de imaginar que busca la verdad, el hombre tomase conciencia de que lucha por ella, rechazando adherencias simbólicas. A diferencia de la búsqueda, que se relaciona con un desenlace único a través de un sujeto también único, que alcanzará o no la recompensa del descubrimiento, la lucha se relaciona con dos desenlaces alternativos y simultáneos a través de dos sujetos distintos, uno que se alza con la victoria y otro que padece la derrota. La búsqueda de la verdad y la lucha por la verdad coinciden en sugerir que la verdad no es inmediatamente accesible para el hombre; difieren, sin embargo, en la consideración implícita de la naturaleza de los obstáculos que se interponen entre el hombre y la verdad. Los obstáculos que debe sortear el hombre si ajusta su acción a la metáfora de la búsqueda de la verdad pertenecen al orden de los objetos y los fenómenos, a menudo son inertes y no responden a ninguna voluntad, salvo, si acaso, a la de un Dios creador. La verdad que se busca en la metáfora de la búsqueda de la verdad se limita a estar, yace en algún lugar recóndito del infinito y heterogéneo universo agazapada como un animal receloso en la oscuridad, emitiendo constantes señales para que no se ignore su existencia pero resistiéndose a salir de la caverna donde la hoguera de Platón hace danzar las sombras con las que el conocimiento del hombre se conforma. Para esta verdad la diferencia entre la plegaria y el experimento se difumina, confundidos con ritos distintos de distintos credos. Si la plegaria es grata a Dios, el soldado regresará de la guerra, concebirá la mujer estéril o el cielo verterá la lluvia sobre los campos sedientos. Si el experimento encuentra la verdad en su guarida, la pluma y la llave lanzadas desde el campanario alcanzarán el suelo al mismo tiempo, la luna eclipsará al sol alineándose con la tierra y la trayectoria de la luz se curvará en las proximidades de la masa. En cada caso, el hombre comparece interrogando ante el altar de la fe o ante el de la experiencia, y la verdad que se busca en la metáfora de la búsqueda de la verdad le envía señales. Los obstáculos que debe sortear la verdad que proporciona la lucha por la verdad no pertenecen al orden de los objetos y los fenómenos sino al hombre, no yacen inertes sino que se interponen, y responden a la voluntad, a cualquier voluntad, excepto a la de un Dios creador, que, por ser único, por ser omnipotente, no admite resistencia ni contradicción. Puesto que la búsqueda de la verdad es una metáfora que ha hecho fortuna hasta el punto de redefinir la noción de verdad y la de búsqueda, convenciendo al hombre de que pertrechado de un farol y poniéndose en camino puede reconocer lo que previamente no conoce, y ver en ello la verdad, una engañosa semejanza invitaría a suponer que la lucha por la verdad también lo es. La lucha por la verdad, a diferencia de la búsqueda de la verdad, no es una metáfora ni enfrenta al hombre con los obstáculos que interpone el orden de los objetos y los fenómenos, sino al hombre con los obstáculos que interpone el hombre. La verdad de la lucha por la verdad no está oculta como la de la búsqueda de la verdad, sino que se mantiene oculta, de manera que, por su parte, la lucha de la lucha por la verdad no puede consistir en otra cosa que no sea desafiar la voluntad que la mantiene oculta. De haber sido metáfora, la lucha por la verdad habría fracasado en el intento de distinguir el envoltorio metafórico de la sustancia metaforizada, atrayendo la atención del hombre: la lucha de la lucha por la verdad es lucha literal, lo mismo que la verdad es la verdad, de tal forma que si la verdad no se conociera antes de comenzar la lucha, o hubiera duda de que lo fuese, la lucha no se entablaría. La mentira o el disimulo no son los únicos obstáculos a los que puede enfrentarse el hombre que se lanza a la lucha por la verdad para averiguar la verdad oculta; también una verdad puede ser el obstáculo de otra verdad, y en este caso la lucha de la lucha por la verdad adopta los rasgos de la ordalía y renuncia a los de la epopeya, donde el lenguaje narrativo se subroga desde el comienzo en el punto de vista del hombre enarbolando la verdad que lo arroja a la lucha. En la ordalía, sin embargo, el lenguaje narrativo se mantiene en la equidistante expectativa de que el desenlace de la lucha dirima qué verdad de las verdades recíproca y deliberadamente ocultas es la verdad, y qué verdad es el obstáculo. No por mantenerse en la equidistante expectativa el lenguaje narrativo se transforma en lenguaje racional, salvo que la racionalidad fuera a su vez una metáfora cuyo envoltorio metafórico exhibiese un vistoso aparato de reglas indisponible para disimular una sustancia metaforizada que se reduciría a proclamar viva quien vence. Viva quien vence es, en cualquier caso, lo que proclama la ordalía, cuyas reglas establecen que una verdad derrotada deja de ser una verdad. La sorpresa aguarda al desenlace: incluso cuando se aviene a dirimir qué verdad es la verdad mediante la ordalía, el hombre prefiere hacer suya la derrota antes que declarar derrotada la verdad por la que ha luchado. En realidad, no faltan motivos para que lo prefiera. Si la derrota priva a la verdad de la condición de verdad, entonces el desenlace de la lucha por la verdad que se sustancia en la ordalía es concluyente, final, incontestable, definitivo. Deja de serlo si el hombre hace suya la derrota que según las reglas de la ordalía corresponde a la verdad, porque esa verdad sigue siendo una verdad por la que se puede volver a luchar en sucesivas ordalías. Que el hombre se aferre a la verdad asumiendo en la ordalía la derrota que le corresponde a la verdad expresa la firmeza de una convicción, y suscita la admiración que se niega, sin embargo, a quien sólo respeta las reglas mientras le son favorables; la otra cara, la cara que permanece en la oscuridad, deja constancia de cómo en la ordalía el hombre acepta sacrificar la libertad, encadenándosea sus actos. Cuanto más graves son los actos, más se encadena a ellos el hombre, en una sostenida progresión que queda a merced de la fatalidad cuando, en la ordalía, defender la verdad exige infligir sufrimiento, provocar devastación. Infligir sufrimiento, provocar devastación, para defender la verdad sacraliza la verdad; sacralizar la verdad significa que el hombre queda privado de la libertad para reconocer que la verdad por la que luchó en la ordalía no era verdad o era tan sólo una verdad. La derrota en la ordalía, entonces, no es que sea del hombre y no de la verdad porque así lo prefiera el hombre, sino que debe ser inexorablemente del hombre y no de la verdad porque aceptar que la derrota sea de la verdad, y que la verdad, por derrotada, deje de ser verdad, significa aceptar que el sufrimiento y la devastación que ha perpetrado el hombre para defenderla en la ordalía carece de descargo. El hombre íntegro se revela entonces como fanático, el humilde como soberbio, el justo como asesino, el libertador como tirano. Luchando en la ordalía por una verdad que no era verdad infligió sufrimiento y provocó devastación; es decir, infligió sufrimiento, provocó devastación, y estaba equivocado. El hombre que asume en la ordalía la derrota que corresponde a la verdad, evitando mediante este subterfugio que la verdad derrotada deje de ser verdad, se obliga acto seguido a sustituir el lenguaje narrativo por el lenguaje racional. El lenguaje narrativo se limita a constatar que, de acuerdo con las reglas de la ordalía, la verdad derrotada deja de ser verdad. El lenguaje racional ampara sutilezas como distinguir entre la derrota del hombre que ha luchado en la ordalía por la verdad derrotada, y la derrota de la verdad como verdad. Para dar cuenta de la derrota del hombre basta el dramático suspense de los lances por los que deambula el lenguaje narrativo; que la verdad derrotada no deje de ser verdad, contradiciendo las reglas de la ordalía, exige, en cambio, el recurso a la geometría inexorable del lenguaje racional, con sus principios y conceptos como infatigables poleas que ponen en movimiento una rumiante maquinaria cuyas entrañas alumbran la respuesta. La verdad que no es verdad de acuerdo con el lenguaje narrativo debe apelar, mediante el lenguaje racional, a un criterio de verdad que no dependa del hombre y su fortuna en la ordalía para seguir siendo verdad. Ante la imperiosa necesidad de hallarlo, el hombre derrotado que hace suya la derrota de la verdad en la ordalía declama aproximándose al proscenio del gran teatro del universo, con o sin calavera en la mano, preguntas que resuenan con acento de patetismo o de nobleza; preguntas como dónde buscar el criterio de verdad, cómo buscarlo, e insinúa un gesto indeciso en dirección a la lejanía donde puede morar el Absoluto. Ni de patetismo ni de nobleza sería el acento de la pregunta que no se hace el hombre, y es para qué buscar el criterio de verdad cuando el desenlace de la ordalía le ha resultado desfavorable; ni de patetismo ni de nobleza porque detrás de un para qué existe siempre una íntima esperanza, que es la que el hombre que asume en la ordalía la derrota que le corresponde a la verdad prefiere mantener oculta. Esperanza que, aunque íntima, es seguramente vana: derrotado –se dice el hombre– puedo aspirar a la clemencia; derrotado y además equivocado, soy reo de la justicia del vencedor, y la clemencia que pueda obtener me obliga al vencedor y a su verdad. El hombre que asume la derrota de la verdad derrotada en la ordalía para que la verdad siga siendo verdad, está obligado a abrazar la metáfora de la búsqueda de la verdad, desentendiéndose de la literalidad de la lucha por la verdad. Puesto que en la lucha por la verdad le ha correspondido la derrota, la metáfora de la búsqueda de la verdad, la imperiosa necesidad de hallar un criterio de verdad distinto de la victoria o la derrota en la ordalía, inspira al hombre la autojustificación que proporciona el conocimiento. Ése y no otro es el miserable origen del conocimiento, que con el tiempo ha transitado desde la autojustificación a la cautela, desde la necesidad imperiosa de hallar un criterio de verdad que revoque una derrota a la imperiosa necesidad de hallarlo para no colocarse en situación de padecerla. Puesto que cualquier verdad que se impuso en una ordalía anterior puede ser derrotada en una nueva ordalía de la lucha por la verdad, mejor evitar la ordalía para poder seguir sosteniéndola. El conocimiento nace entonces para evitar que el criterio dependa del hombre y su fortuna en la ordalía, algo que conviene al hombre que ha defendido la verdad derrotada, porque así puede seguir defendiéndola como verdad. Pero algo que conviene, también, al hombre que ha defendido la verdad victoriosa, porque así oculta el azar bárbaro de su origen. La literalidad de la lucha por la verdad es entonces desplazada por la metáfora de la búsqueda de la verdad, de manera que el hombre derrotado pueda seguir invocando la verdad de la verdad que defendió tanto como lo hace el hombre victorioso. Sólo que el propósito de que el criterio de verdad no dependa del hombre y su fortuna en la ordalía, el propósito de proclamar la verdad mediante el lenguaje racional y no mediante el lenguaje narrativo, provoca una transformación radical de la noción de verdad, hasta el punto de que la verdad de la búsqueda de la verdad no es la verdad de la lucha por la verdad. No se trata de verdades distintas, porque las verdades distintas sólo son concebibles en la lucha por la verdad. La verdad de la búsqueda de la verdad responde a otra definición, más próxima de una mistificación que de un concepto; responde a una subrepticia transferencia de la noción de verdad desde el ámbito en el que tiene sentido hacia otro en el que deja de tenerlo. La verdad de la búsqueda de la verdad se quiere exterior al hombre, pero fuera del hombre es inconcebible la noción de verdad. El día y la noche no son verdad; el giro del satélite alrededor del astro no es verdad; el árbol que brota de la semilla no es verdad; el oleaje que baña los pies desnudos de los enamorados mientras caminan de la mano no es verdad; el ventanal contra el que choca el pájaro deslumbrado por el sol del atardecer y muere no es verdad. Tampoco son mentira ni tampoco son errores, porque cualquiera que sea el universo exterior al hombre, cualquiera que sea su origen y cualquiera la naturaleza a la que responda, la noción de verdad sólo es posible en relación con el hombre. Sin esta relación, el universo es. Y suponiendo que el universo sea como parece que es ante los sentidos del hombre, y que estuviera entre las capacidades del hombre conocerlo, la noción de verdad no se hallaría en el universo, sino en el conocimiento del hombre. No existe búsqueda de la verdad que no sea una interrogación que el hombre se hace a sí mismo, por más que acuda a buscar la respuesta en un tribunal sobre el que finge no tener jurisdicción. Pero si, aceptando que la verdad necesita de él tanto como del universo, el hombre se vuelve hacia sí mismo, la verdad que obtenga no será tanto el resultado de una búsqueda como el de una confesión, no tanto de un descubrimiento como de una íntima esperanza apuntando hacia una causa final que no es otra que la lucha por la verdad, que la ordalía entre verdades. Al trasluz de los siglos, la verdad que se busca y que regularmente se declara averiguada es tan efímera, en efecto, como los monarcas ordenados según el linaje de cifras romanas de una dinastía. Lo que permanece inmune a la rueda del tiempo no es la verdad sino la dinastía, la interminable sucesión de las verdades que vencen y a continuación son derrotadas por otras verdades, que ocupan su lugar. El hombre, que asume la derrota de la verdad derrotada en la ordalía para que la verdad por la que luchó siga siendo verdad, prefiere además no reclamar la victoria de la verdad cuando es la verdad victoriosa la que él defendió, porque sabe que esa verdad victoriosa no tardará en caer derrotada porotra verdad. En realidad, tampoco faltan motivos para que prefiera no proclamar la victoria como no faltaron para que asumiera la derrota. Reclamar la victoria de la verdad victoriosa en la ordalía impediría disfrazar la literalidad de la lucha por la verdad con la metáfora de la búsqueda de la verdad; equivaldría a reconocer sin subterfugios que el único criterio de verdad es la ordalía, con lo que se revelaría que la verdad depende del hombre y su impredecible fortuna. Una victoria no es garantía de victoria permanente, por lo que la verdad victoriosa en la ordalía estaría más segura si la ordalía no se repitiera. Por este camino se precipita el hombre en el peligro que trata de evitar, porque, para que la ordalía no se repita, para que sólo una ordalía decida para siempre, hay que relacionarla, no con la literalidad de la lucha por la verdad, sino con la metáfora de la búsqueda de la verdad. Pero, en ese caso, si se rechaza la ordalía como criterio de verdad intentando dar seguridad a la verdad victoriosa mediante un criterio de verdad independiente del hombre y su fortuna, si se señala con un gesto indeciso en dirección a la lejanía donde puede morar el Absoluto, entonces la verdad victoriosa queda en la misma situación que la verdad derrotada en la que el hombre prefiere asumir la derrota. También esta verdad va a la búsqueda de un criterio de verdad independiente del hombre y su destino, con lo que las dos verdades vuelven a quedar frente a frente sin ningún criterio de verdad que no sea la ordalía. El clamor de victoria que celebra la verdad victoriosa en la ordalía se transforma, entonces, en la única verdad. Porque el clamor de la victoria declara qué verdad ha sido proclamada en la verdad en la ordalía, y proclama, además, que la ordalía no responde a una lucha por la verdad en la que el desenlace es impredecible como impredecible es la fortuna del hombre, sino a un criterio de verdad hallado tras la extenuante, contrastada y fructífera búsqueda de la verdad. El Absoluto y la sabiduría Las alternativas son limitadas: o bien el Absoluto hacia el que insinúa un gesto indeciso el hombre que arriesga la verdad en la ordalía existe independientemente del hombre, o bien el hombre concibe el Absoluto al tomar conciencia de su propia finitud. Si lo concibe al tomar conciencia de su propia finitud, el hombre no puede descubrir el Absoluto; puede representárselo como un delirio que brota del contraste con su propia finitud. Por más esforzada que sea la búsqueda, el hombre sólo encuentra el contraste de su propia finitud allí donde cree encontrar el Absoluto. Referido a esa máscara del Absoluto que es el Dios creador, el hombre lo concibe como un ser eterno porque él, por su parte, es un ser finito, omnipotente porque su fuerza es limitada y omnisciente porque su saber, el conocimiento del hombre, no abarca el universo. Dios carecería de rasgos colosales si el hombre no tuviera conciencia de la insignificancia de los suyos, lo que coloca a la trascendencia ante la imperiosa elección de un punto de vista para contemplar la dependencia entre el hombre y Dios. Desde el punto de vista de Dios, el hombre es una criatura a su imagen y semejanza. Desde el punto de vista del hombre, Dios es el delirio que le permite sobrepasar la propia finitud. La elección del punto de vista de Dios lleva sin embargo a la incongruencia de que sea el hombre quien tenga que tomar la palabra para hablar en nombre de Dios, puesto que, a fin de cuentas, es el hombre quien realiza la elección del punto de vista. Cada vez que la teología establece lo que Dios quiere del hombre, el premio que está dispuesto a concederle si respeta su voluntad o el castigo que le infligirá si la defrauda, es el hombre el que tomando la palabra en nombre de Dios dice lo que espera del hombre; es el hombre el que impone las reglas al hombre y el que encuentra en la incongruencia de tomar la palabra en nombre de Dios la coartada para premiar o castigar al hombre; es siempre el hombre en trato con el hombre. Y mientras el hombre se conforme con remitir el premio o el castigo a la eternidad, que no es sino una máscara del Absoluto que el hombre se representa en contraste con la fugacidad de su existencia, la trascendencia es inocua, y no cabe esperar de ella más sufrimiento ni más devastación que los que puede perpetrar un delirio. Si, en cambio, el hombre remite el premio y el castigo a la fugacidad, si se dispone a administrarlos, no en el reino de Dios, que es el reino del Absoluto, sino en el reino del hombre, que es el de la fugacidad, entonces la trascendencia que elige el punto de vista de Dios adquiere los rasgos sobrecogedores de un ídolo que reparte recompensas caprichosas y al que se ofrendan feroces sacrificios. Un ídolo es sólo eso, una máscara del Absoluto rebajada al reino de la fugacidad, un Dios que, extraviado en un reino que no es el suyo, sigue expresándose, sin embargo, a través de una incongruencia aún mayor que la incongruencia de que el hombre tome la palabra en su nombre; una incongruencia aún mayor porque, mientras Dios permanece en el reino del Absoluto, mientras Dios sigue siendo Dios, mientras no se degrada en ídolo, el hombre puede tomar la palabra en su nombre aprovechándose de su ausencia en el reino de la fugacidad y él mismo, el hombre, puede llegar a convencerse de que Dios está en el reino del Absoluto sólo porque no está en el de la fugacidad. Pero cuando, degradado en ídolo, Dios desciende al reino de la fugacidad, tomar la palabra en su nombre exige del hombre fingir que las palabras que pronuncia expresan la voluntad de una roca, de un árbol centenario, de un relámpago en el cielo, cuando no de una figura que él mismo talla en la madera o esculpe en el mármol. El hombre sabe que las palabras que pronuncia en nombre de un Dios degradado en ídolo son sólo sus palabras, porque el ídolo, sea cual sea la forma en la que encarna –roca, árbol, relámpago, talla–, ni las pronuncia, ni instruye ni puede instruir a nadie para que las pronuncie en su nombre. Tomar la palabra en nombre de Dios exige del hombre la más depravada impostura, fingiéndose portavoz de Dios cuando es sólo el ventrílocuo de un ídolo. O exige la fe más inquebrantable, es decir, una fe capaz de conformarse con el delirio de que las palabras que el hombre pronuncia coinciden con las palabras de Dios, que es Dios quien se las inspira al hombre aun cuando el hombre ignore el conducto por el que le llega esa inspiración y no alcance a distinguir entre el contenido de las palabras inspiradas por Dios y su propia voluntad, su propia imaginación, su propio capricho. De Dios en el reino del Absoluto no hay nada que temer, si acaso la inocuidad de confiar en la realidad de un delirio; de Dios en el reino de la fugacidad, de Dios degradado en ídolo en cuyo nombre se pronuncian palabras y se administran premios y castigos –premios y castigos que, por lo demás, se remiten al reino de la fugacidad y no del Absoluto– sólo cabe esperar sufrimiento, devastación. Tarde o temprano, sufrimiento y sólo sufrimiento, devastación y sólo devastación, porque el Dios que se rebaja a ídolo y se pone en manos del hombre para que el hombre hable en su nombre y en su nombre también administre premios y castigos, el Dios que abandona el reino del Absoluto, concede al hombre una previa absolución para cuantos actos monstruosos pueda cometer. El bien que se realiza en nombre de un Dios degradado en ídolo, de un Dios que se pone en manos del hombre, es bien a fin de cuentas, y por ser bien coloca al hombre ante la disyuntiva de si debe condenar o no el bien que se realiza por razones equivocadas, incluso por malas razones. Pero cuando el hombre inflige sufrimiento y provoca devastación, hacerlo en nombre de un Dios degradado en ídolo lo exime de la responsabilidad. No importa lo monstruoso que pueda ser el acto que realice el hombre, al tomar la palabra en nombre del ídolo en el que se ha degradado Dios, al administrar en el reino de la fugacidad los premios y los castigosque un Dios que no se degrade en ídolo, un Dios que sea Dios, sólo administra en el reino del Absoluto, el hombre finge ser el instrumento del ídolo que él mismo ha creado degradando a Dios y colocándolo en el reino de la fugacidad, cuando, en realidad, el hombre sólo es instrumento de sí mismo. Si la alternativa por la que opta el hombre es, no la de afirmar que el Absoluto existe independientemente de él, sino la de que es él quien lo concibe al tomar conciencia de su propia finitud, entonces el hombre está condenado a representarse un ídolo cada vez que se proponga descubrir a Dios. Un ídolo que seguirá siéndolo cuando, en lugar de adoptar la forma de Dios, el Absoluto que busca el hombre adopte cualquier otra máscara, sin ninguna relación aparente con la divinidad. Si el monoteísmo establece su origen en una revelación es porque necesita regresar a la alternativa ante la que el hombre debe optar para afirmar que el Absoluto existe independientemente de él, no que es él quien se lo representa al tomar conciencia de su propia finitud; necesita regresar a esa alternativa porque sólo existiendo independientemente del hombre puede tener lugar la revelación del Absoluto. La máscara de Dios que adopta la revelación monoteísta, en oposición al Olimpo de dioses junto a cuyos templos nació la filosofía, es un Absoluto al que el hombre quiere dotar de una naturaleza distinta a la de otros Absolutos que se ha representado al tomar conciencia de su propia finitud. En realidad, la naturaleza de Dios es idéntica a la de otros Absolutos, a la de otras máscaras del Absoluto, a las que se llega a través de la filosofía. El Dios que proporciona la revelación, esa máscara del Absoluto que se quiere distinta de otras máscaras porque no se reconoce como una representación del hombre a partir de su propia finitud, no entra ni puede entrar en colisión con el Olimpo de dioses junto a cuyos templos nació la filosofía porque esos dioses no son otras máscaras del Absoluto; las máscaras del Absoluto con las que Dios entra en colisión no son Absolutos distintos, sino simplemente eso, máscaras de un único Absoluto que decanta la filosofía a partir de Sócrates. Si Dios parece entrar en colisión con el Olimpo de dioses y no con la máscara del Absoluto que decanta la filosofía a partir de Sócrates es porque, degradado en ídolo en el reino de la fugacidad, no pasa de ser un ídolo entre múltiples ídolos, y no pasar de ser un ídolo entre múltiples ídolos sugiere que, remontando hacia el reino del Absoluto, Dios podría ser considerado como un Dios entre múltiples dioses. Detrás del becerro de oro no estaba Dios, y si no estaba Dios, ni Dios ni sus más devotos sacerdotes tendrían que haberse sentido desafiados por el culto que le rinden los israelitas desesperanzados por la tardanza de Moisés en la cima del Monte Sinaí. Pero si Moisés hubiera transigido con el culto que, desesperanzados por su tardanza, comienzan a rendir los israelitas al becerro de oro, las Tablas de la Ley que Moisés trae en la mano habrían entrado en colisión con el becerro de oro en cuanto que ídolo. Porque, en el reino de la fugacidad, las Tablas de la Ley y el becerro de oro se equivalen; esa equivalencia en el reino de la fugacidad sugiere que, en el reino del Absoluto, el Dios que entrega las Tablas de la Ley a Moisés podría no ser el único Dios, porque otro Dios habría entregado a los israelitas el becerro de oro. Cuando, en un arrebato de cólera, Moisés rompe las Tablas de la Ley estrellándolas contra una roca no está desafiando a Dios sino ratificándolo en su unicidad, demostrando a los israelitas que han comenzado a rendir culto al becerro de oro que Dios sigue siendo único, y sigue siendo Dios, aunque se destruyan las Tablas, aunque se destruya el ídolo que lo representa en el reino de la fugacidad. Destruido el becerro de oro, el Dios cuyo ídolo es el becerro se destruye con él. El error de considerar que Dios, que es una máscara del Absoluto, se opone al Olimpo de dioses y no a las máscaras del Absoluto que decanta la filosofía a partir de Sócrates, es lo que abre las puertas a que el saber acerca de Dios, a que la teología, se sirva de la filosofía para sus fines, como quien introduce un lobo domesticado en un gallinero de falsas gallinas. Pero puesto que es la teología la que establece los fines para los que quiere servirse de la filosofía, no toda filosofía puede serle útil, sino sólo aquella que permita poner en sordina la colisión entre las máscaras del Absoluto que la filosofía decanta y la máscara de Dios de la teología. El mito de la caverna, con el que Platón ilustra una concepción del universo para, a continuación, explicar en qué consiste conocerlo, resulta excepcionalmente útil a la teología como metáfora que pone en relación el Absoluto, en el que la máscara de las ideas puras se sustituye por la de Dios, y los seres, los objetos y los fenómenos que comparten el reino de la fugacidad. Valiéndose del mito de la caverna como metáfora, la teología disfraza como explicación lo que no es más que ilustración del punto de vista sobre la trascendencia que elige el hombre en la Escritura al afirmar que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios. Respecto de Dios, viene a decir la teología recurriendo a la filosofía de Platón como metáfora, el hombre es como los objetos y los fenómenos cuyas sombras danzan en las paredes de la caverna de los sentidos, proyectando una imagen corrompida de las ideas puras. El mito de la caverna da cuenta del origen de la pluralidad, de la que las sombras cambiantes de una única idea que danzan sobre las paredes son testimonio. Pero al dar cuenta del origen de la pluralidad mediante un poderoso lenguaje narrativo, Platón omite dar cuenta mediante un lenguaje racional tan poderoso como el narrativo del origen de la unidad, que sólo es posible asociar con la metáfora de la hoguera que proyecta la luz de la que nacen las sombras. Esa omisión del origen de la unidad, esa imprecisión en la que se mantiene la hoguera encendida en el interior de la caverna, es lo que permite a la teología monoteísta servirse de la filosofía de Platón, estableciendo una correspondencia entre el mundo de las ideas y el Dios único, y el mundo de los sentidos y la creación. Platón omite interrogarse sobre el origen del mundo de las ideas porque da por sobrentendido que el mundo de las ideas es una respuesta. La teología monoteísta hace otro tanto, sólo que, en su caso, la pregunta de la que Dios es la respuesta no ha sido ni puede ser formulada, porque Dios es el principio de todo; es, por así decir, quien formula la pregunta. El origen del mundo de las ideas que Platón da por sobrentendido se encuentra en Sócrates, formulado como una máscara del Absoluto que parece escapar a la disyuntiva de si existe independientemente del hombre o, por el contrario, es el hombre quien lo concibe al tomar conciencia de su propia finitud. Es en el proceso instado por Meleto donde Sócrates formula la máscara del Absoluto sobre la que Platón se representa el mundo de las ideas, buscando la explicación de la sentencia de la Pitia de acuerdo con la cual él es el más sabio de los hombres. Ante el tribunal que lo juzga y que lo condenará a muerte acusado de corromper a los jóvenes y de introducir nuevos dioses en la ciudad, Sócrates llega a la conclusión de que él es el más sabio de los hombres porque, a diferencia del resto, que conoce al menos los oficios, sabe que no sabe nada. La conclusión de Sócrates se ha interpretado como delimitación del ámbito de conocimiento de la filosofía y también como fundamento último de la mayéutica, un procedimiento que, ante cualquier problema filosófico, exige retrotraer la indagación hasta el enunciado para, desde ahí, ir avanzando sin aceptar la validez de ningún conocimiento que no haya sido examinado. Desde esta interpretación, el no saber nada socrático equivale a no dar nada por seguro y se erige en remoto antecedente de la duda cartesiana. Entre la mayéutica y la duda cartesiana se establece una influenciarecíproca, la circularidad sin escapatoria de un juego de espejos que oculta tras la modestia del filósofo la soberbia del clérigo del Absoluto: la interpretación de la sentencia de la Pitia como fundamento de la mayéutica inspira la duda cartesiana, y, a su vez, la interpretación de la duda cartesiana como resultado de la inspiración de la mayéutica refuerza la interpretación de la sentencia de la Pitia, cerrando el paso a cualquier otra. Otra interpretación de la sentencia de la Pitia, distinta del no saber nada socrático, es, sin embargo, posible, a condición de escapar de la circularidad sin escapatoria del juego de espejos establecido entre la mayéutica y la duda cartesiana. Para ello, habría que empezar considerando que cuando la Pitia declara a Sócrates el más sabio de los hombres lo que está diciendo, en realidad, es que de todos los hombres, Sócrates es el que ha llegado a adquirir más conocimiento. Ahora bien, asociar la sabiduría a la cantidad de conocimiento suscita un problema que pondría en cuestión la sentencia de la Pitia, no porque Sócrates no sea el más sabio de los hombres, que podría seguir siéndolo, sino porque la sentencia de la Pitia deja en una infructuosa ambigüedad la relación entre conocimiento y sabiduría. Esa ambigüedad es la que intenta despejar Sócrates ofreciendo a la filosofía una vía de acceso al Absoluto. La sentencia de la Pitia declarando a Sócrates el más sabio de los hombres seguiría siendo válida si en lugar de definir la sabiduría como saber que no se sabe nada, Sócrates, desde la modestia del filósofo, la hubiera definido como saber que no se sabe todo. Sólo que en el preciso instante en el que hubiera definido la sabiduría como saber que no se sabe todo, la interpretación de la sentencia de la Pitia exigiría decidir qué cantidad exacta de conocimiento se convierte en sabiduría, en qué punto preciso de una escala cuantitativa de conocimiento se produce el salto cualitativo, el milagro que transforma el conocimiento en sabiduría. El Absoluto para el que, desde la soberbia del clérigo, Sócrates abre una vía de acceso a la filosofía permite soslayar mediante una negación el recurso a cualquier escala cuantitativa de conocimiento para definir la sabiduría, y por tanto a cualquier salto cualitativo, a cualquier milagro. La nada que Sócrates invoca en la definición de sabiduría es invariable, siempre igual a sí misma y siempre con idéntico contenido de conocimiento, que es ninguno. El todo, por su parte, es siempre igual a sí mismo puesto que el todo es siempre el todo, pero el contenido del todo puede incluir más o menos conocimiento. Es ahí, en esa imprecisión del contenido del todo, en esa posibilidad de remitirlo a una escala cuantitativa, donde radicaría la infructuosa ambigüedad de la sentencia de la Pitia si Sócrates hubiera definido el saber por referencia a un todo y no por referencia a la nada. La vía de acceso al Absoluto que Sócrates sugiere a la filosofía, y que la teología monoteísta adoptará a partir del argumento ontológico de san Anselmo –Dios es el ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor–, parece desembarazarse de la alternativa de si el Absoluto existe independientemente del hombre o si es el hombre quien lo concibe al tomar conciencia de su propia finitud. Para Sócrates, ambos extremos son necesarios para recorrer la vía que permite escapar al reino de la fugacidad: el Absoluto existe independientemente del hombre desde que el hombre toma conciencia de su propia finitud. La acrobacia racional resultaría prodigiosa si no fuera porque, al ejecutarla para interpretar la sentencia de la Pitia, Sócrates se precipita en la desconcertante paradoja de despreciar el conocimiento en nombre de la sabiduría. No importa la cantidad de conocimiento que el hombre atesore ni tampoco si esa cantidad se corresponde con un todo que, a su vez, no define ninguna cantidad precisa, puesto que cualquier otro todo puede ser mayor o menor que el primero: la sabiduría según la entiende Sócrates, la sabiduría definida como saber que no se sabe nada, la sabiduría, en fin, convertida en máscara del Absoluto, no es otra cosa que una derogación sumaria e inapelable de cualquier conocimiento que pueda adquirir el hombre. La vía de acceso al Absoluto que Sócrates sugiere a la filosofía no exige escapar del reino de la fugacidad, sino negarlo sin contemplaciones. Negarlo categórica, radical, irrevocablemente, equiparándolo con la nada sea cual sea la cantidad de conocimiento que atesore, sea cual sea su extensión, su profundidad, su naturaleza. Allá donde el hombre afirme el conocimiento está negando la sabiduría, y al contrario, como si el Absoluto estableciera no sólo una alternativa, sino una relación de indeterminación entre el conocimiento y la sabiduría. La vía de acceso al Absoluto que Sócrates sugirió a la filosofía ha señalado al hombre un radiante punto de luz hacia el que dirigir sus pasos, le ha dejado entrever un inalcanzable paraíso que sólo es paraíso mientras siga siendo inalcanzable. Pero se lo ha dejado entrever a cambio de que el hombre se humille, se desprecie, incluso se aniquile, humillando, despreciando y aniquilando, además, cuanto encuentre en el universo familiar que lo rodea y con el que podría haber establecido una relación de condescendiente proporción, de frágil armonía. El mito de la caverna ilustra mediante un lenguaje narrativo la trágica alianza que, mediante el lenguaje racional, el hombre concluyó con el Absoluto desde que Sócrates interpretó la sentencia de la Pitia con la soberbia del clérigo y no con la humildad del filósofo; una alianza que mientras el hombre consigue no perder la calma le condena a la resignación ante la miseria a la que él mismo se reduce, pero que se transforma en una cólera estéril cuando, desesperado, intenta alcanzar el Absoluto ofreciéndose a sí mismo en sacrificio, amputándose, negándose, exaltando la muerte que lo libera de una vida contra la que alberga un irredimible rencor. La metáfora de las sombras que, proyectadas sobre las paredes de la caverna de los sentidos por una hoguera, se sirve de la vía de acceso al Absoluto que Sócrates ofreció a la filosofía, disfraza como explicación lo que es sólo ilustración, borrando deliberadamente la frontera entre el lenguaje narrativo y el lenguaje racional, según ocurre al recurrir a las metáforas. Desde el punto de vista del lenguaje racional, el mito de la caverna presenta como extravagante argumento en favor de la existencia del mundo de las ideas, de la existencia del Absoluto, la experiencia contrastada de que una hoguera encendida en el interior de una caverna proyecta sombras sobre las paredes. Hasta que san Anselmo no formula el argumento ontológico en el Proslogion, la teología monoteísta se conforma con adaptar a sus fines el lenguaje narrativo de Platón obviando la estricta dependencia en la que se encontraba con respecto al lenguaje racional de Sócrates. San Anselmo, por su parte, traslada a la teología monoteísta la vía de acceso al Absoluto que Sócrates sugiere a la filosofía, abandonando el lenguaje narrativo de Platón y adoptando el lenguaje racional de la filosofía. El argumento ontológico reproduce la estructura de la interpretación que Sócrates había hecho de la sentencia de la Pitia, y que en lo esencial consiste en afirmar la existencia del Absoluto definiéndolo mediante una negación. La sabiduría de Sócrates existe porque cualquier conocimiento que pueda adquirir el hombre, sea cual sea su cantidad, sea cual sea su naturaleza, es equiparado con la nada más categórica, más rotunda. De igual manera, el argumento ontológico de san Anselmo define a Dios como el ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor. San Anselmo no dice que Dios sea el ser mayor que se puede imaginar, como tampoco Sócrates define la sabiduría como saber que no se sabe todo. Tanto en el caso de Dios como en el de la sabiduría, sería recurrir al salto cualitativo, al milagro. El interrogante al que se enfrenta san Anselmo para definir aDios sería una simple variación del que, para definir la sabiduría, logra sortear Sócrates sobre la proporción con el conocimiento: ¿a partir de qué tamaño se convertiría en Dios un ser de la imaginación? Al situar a Dios más allá de la imaginación, como Sócrates sitúa la sabiduría más allá del conocimiento, san Anselmo conduce la teología monoteísta hacia la indeterminación, como ya había hecho Sócrates con la sabiduría: puesto que de Dios sólo se conoce lo que no es, si se afirma su existencia no puede conocerse, y si se conoce, no puede ser Dios. Una misma vía de acceso al Absoluto parece haber suministrado al hombre dos Absolutos; en realidad, son máscaras de un mismo Absoluto porque uno y otro se corresponden con el espacio vacío que delimita una negación. En ese espacio vacío se encuentran el Dios de san Anselmo y la sabiduría de Sócrates, como también todos los Absolutos, es decir, todas las máscaras adoptadas por el Absoluto dependiendo de quién y con qué fin emprende la vía de acceso que Sócrates sugirió a la filosofía. Es con esas otras máscaras del Absoluto con las que Dios puede entrar en colisión, no con el Olimpo de dioses junto a cuyos templos nació la filosofía. Eran dioses que no encarnaban el Absoluto, dioses que ocupaban el vértice de una escala cuantitativa de la que el hombre no esperaba ningún salto cualitativo, ningún milagro. El lugar que Atenea ocupaba en el Olimpo respondía a la definición de la sabiduría como saber que no se sabe todo, no como saber que no se sabe nada, y en la escala cuantitativa que establece la definición de la sabiduría como saber que no se sabe todo, la diosa contemplaba desde la cima el esfuerzo del hombre mientras ascendía por la áspera ladera, castigado como Sísifo a la provisionalidad de sus logros. De igual manera, Zeus no era el padre de los dioses del Olimpo por tratarse de un ser por encima del cual no se puede imaginar nada mayor, sino por tratarse del ser mayor que se puede imaginar, ocupando, como Atenea con respecto a la sabiduría, el vértice de la escala cuantitativa en cuya base está el hombre y en la que, a medida que se asciende, aparecen los héroes y la jerarquizada genealogía de los dioses. Al sugerir a la filosofía una vía de acceso al Absoluto, Sócrates no aleja aún más la cima ya de por sí lejana que inútilmente se esfuerza por alcanzar el hombre sobreponiéndose a su condición mortal, ascendiendo por la ladera. Lo que hace es más perverso: para alcanzar el Absoluto, le dice al hombre, tienes que negar el mundo y, humillándote, declararte al mismo tiempo amo tiránico y resignado esclavo de ti mismo. El Absoluto y la historia A diferencia del infinito, que puede coexistir con otros infinitos, el hombre concibe una sola eternidad. El número de las estrellas, que es posible imaginar como infinito, no impide que se imagine también como infinito el número de veces que Sísifo asciende por la ladera: mientras Sísifo asciende un número infinito de veces hasta la cima, en el cielo parpadea el infinito número de las estrellas. Entre el infinito del número de las estrellas y el de las veces que Sísifo asciende hasta la cima existe, sin embargo, una diferencia, y es que el número de las estrellas se imagina como infinito porque el hombre, temiendo que nunca pueda conocerlo, que nunca pueda establecer la cifra exacta, conjura la ignorancia fantaseando con un número mitológico al que da el nombre de infinito. Como Dios, como la sabiduría, el infinito es para el hombre una de las máscaras que adopta el Absoluto, un número que se encuentra más allá, siempre más allá de su capacidad de conocerlo, de manera que, sometido a la indeterminación, si lo conoce, no es infinito, y sólo es infinito si no lo conoce. De no ser infinito el universo, bastaría un número inabarcable aunque exacto de generaciones de hombres para conocer el número también inabarcable y también exacto de las estrellas. Pero si el universo es infinito, entonces conocer el número de las estrellas exigiría el monótono trabajo de infinitas generaciones de hombres, una casta inmemorial de cautivos o de locos que, valiéndose de las cuentas frenéticas de un ábaco, emplearía la vida en pronunciar con una cadencia nemotécnica una letanía de unidades, decenas, centenas, millares, decenas de millares, centenas de millares, millones y así hasta componer cifras que tardarían primero días, luego años y después siglos en ser pronunciadas. Al sentir próxima la muerte, un padre que perteneciera a la casta de los contables del universo infinito confiaría a su hijo el patrimonio de una cifra que resumiría el esfuerzo de una vida para que lo continuara y lo engrandeciese, igual que el humilde campesino deja en herencia la rama de un olivo. Sólo que la posibilidad de confiar a los descendientes una cifra que aún se correspondiera con el número de las estrellas que los ascendientes habían efectivamente contabilizado en el universo infinito sería privilegio de las primeras generaciones de la casta de los contables del universo, las únicas que, avanzando el tiempo, habrían relacionado una cifra con una estrella. A medida que la contabilidad avanzara, la formidable longitud que irían adquiriendo las cifras haría que en el espacio de una vida fuera cada vez menor el número de estrellas que podría contabilizarse, sencillamente porque pronunciar la cifra que correspondería a una estrella ocuparía una fracción siempre creciente de los años de vida concedidos al contable. Una centésima, un décimo, un cuarto, un tercio, la mitad, hasta alcanzar una vida entera durante la que un contable de la casta de cautivos o de locos empeñados en contabilizar las estrellas del universo infinito sólo alcanzaría a susurrar a su descendiente la cifra que había comenzado a pronunciar en su remota juventud nada más escucharla de labios de su padre. La casta de los contables del universo infinito estaría inexorablemente abocada a escindirse en dos categorías, la de los contables que todavía alcanzaron a relacionar los números con las estrellas porque pronunciar una cifra no exigía una vida, y la de los contables que comenzaron a consagrar la vida, toda la vida, a pronunciar un fragmento cada vez menor de la cifra que llevaba siglos siendo pronunciada, y a la que aún faltaban generaciones de contables para llegar a pronunciar la unidad y estar en condiciones de asignar un nuevo número a la estrella siguiente, cuya cifra, a su vez, sólo acabaría de pronunciarse en una lejanísima posteridad. El saber de los contables cuya vida se consagrara a pronunciar el minúsculo fragmento de una cifra que llevaba siglos siendo pronunciada era el mismo saber que el de los contables primeros, sólo que, entre tanto, el engranaje que ponía en relación los números con las estrellas del universo infinito parecería haberse detenido aunque siguiera en imperceptible movimiento: sería preciso esperar a que transcurrieran los siglos que llevaba pronunciar la interminable cifra correspondiente a una estrella para contabilizar la estrella siguiente, relacionándola con una cifra que, a su vez, exigiría el concurso de generaciones enteras de contables para ser pronunciada. A partir del momento en que pronunciar una cifra exigiera el concurso de generaciones enteras de contables, el tumultuoso impulso original que, como las aguas desbocadas descendiendo por las abruptas laderas, había empujado al hombre a contabilizar las estrellas del universo infinito se adentraría en una estática llanura, y el saber de los contables cambiaría irremediablemente de signo. En lugar de hacer más asequibles al hombre las estrellas del universo infinito, en lugar de clasificarlas y ordenarlas para mejor comprenderlas, el saber de los contables terminaría por empujarlas hacia una lejanía cada vez más inalcanzable, donde al otro lado del conocimiento sólo estaría el conocimiento, y de nuevo el conocimiento al otro lado de este conocimiento, en una circularidad sin escapatoria de la que Sócrates había querido liberarse situando la sabiduría en el reino del Absoluto, aldefinirla como saber que no se sabe nada. En los inicios de la contabilidad del universo infinito, un contable estaría en posesión de su saber si asignaba sin errores una cifra a cada estrella; alcanzada la estática llanura donde se adentraba el impulso original de contabilizar las estrellas del mundo infinito, la llanura en la que pronunciar una cifra, una sola cifra, requeriría del relevo de interminables generaciones, un contable estaría en posesión de su saber si, por el contrario, no cometía errores al pronunciar el fragmento de la cifra al que consagraría toda su vida, acaso habiendo olvidado a qué estrella correspondía. El hombre pudo tener conciencia de que la contabilidad de las estrellas de un universo infinito no acaba nunca, precisamente porque es infinito. De lo que tal vez no pudo tenerla es de que, aunque el infinito fuera un número concreto y no una máscara del Absoluto, aunque existiera una cifra capaz de desencadenar el salto cualitativo, el milagro de que un número, de pronto, franqueara al hombre el acceso al reino del Absoluto, la cifra que designase el número infinito exigiría un infinito número de generaciones de contables para pronunciarla, que realizarían la tarea de contabilizar las estrellas del universo infinito sin esperanza de alcanzar jamás el final. El número infinito de las estrellas habría engendrado el número infinito de las generaciones de contables, permitiendo al hombre concebir dos infinitos que, multiplicados al infinito al imaginar otra casta de cautivos o de locos que se propusiera contabilizar el número infinito de las generaciones de contables precisas para contabilizar el número infinito de las estrellas, daría como resultado un infinito número de infinitos. Pero existiría además otro motivo por el que el hombre no alcanzaría jamás el reino del Absoluto persiguiendo el infinito, y es que la contabilidad de las estrellas del universo infinito estaría condenada a convertirse en una letanía arbitraria, en un rito tal vez repleto de sentidos pero cruelmente carente de significado, puesto que los contables que consagraran la vida entera a pronunciar el fragmento de una cifra que tardaría siglos en ser pronunciada no podrían saber qué cifra exacta estaban pronunciando. Para saberlo, un contable anterior tendría que habérsela revelado en su totalidad, pero ningún contable anterior podría revelársela en su totalidad porque, para hacerlo, para hacer que todos los contables que vinieran después conocieran la interminable cifra que estaban contribuyendo a pronunciar a través de siglos y siglos, el contable que se propusiera revelársela habría necesitado el mismo tiempo, exactamente el mismo, que debía emplearse en pronunciar esa cifra para contabilizar una estrella del universo infinito. Una imparable multiplicación de contables intentando revelar a otros la cifra que estaban contribuyendo a pronunciar, y a los que, a su vez, otros contables tendrían que revelarles la cifra que estaban contribuyendo a pronunciar para revelársela a otros, daría como resultado un inabarcable número de generaciones de contables pronunciando a lo largo de siglos y siglos la cifra relacionada con una estrella del universo infinito, mientras otro inabarcable número de generaciones de contables intentaba recordarle a los primeros la cifra que estaban contribuyendo a pronunciar, y estos contables necesitarían, a su vez, de un inabarcable número de generaciones de contables que les recordasen la cifra que estaban recordando a los primeros, en una arborescente multiplicación que, de alcanzar el hombre a contabilizar el infinito número de las estrellas que pueblan el universo infinito, sería después de haber movilizado a un infinito número de generaciones de contables que habrían necesitado de otras generaciones, también en número infinito, para recordarles el número que estaban pronunciando, mientras se multiplicaban de nuevo hasta el infinito el número de las generaciones que recordaban a otras generaciones el número que estaban contribuyendo a pronunciar. También por este exuberante camino, el propósito de conocer el infinito conduciría al hombre a concebir un número infinito de infinitos, expresados a través de cifras tan incomprensibles para los contables del número infinito de las estrellas como las lenguas con las que Dios impidió que los descendientes de Noé construyeran la torre de Babel. Ignorantes de la cifra que estarían contribuyendo a pronunciar, e ignorantes de la estrella del universo infinito contabilizada bajo esa cifra, los contables de la infinita contabilidad de las estrellas se precipitarían en una arbitraria y ensimismada logomaquia para la que sólo importaría que cada uno siguiera pronunciando lo que pasaba por ser la cifra que había comenzado a pronunciarse siglos atrás. Podría ser o no ser esa cifra, nadie estaría en condiciones de asegurarlo: los contables acabarían sin saber qué cifra estaban contribuyendo a pronunciar ni si se correspondía con una estrella o con el recordatorio de la cifra que correspondía a una estrella, y quienes los escucharan apartarían los ojos y los volverían al cielo, contemplando las estrellas sin saber la cifra con la que habían sido contabilizadas. La diferencia entre el infinito número de las estrellas y el infinito número de veces que Sísifo asciende hasta la cima radica en la relación que uno y otro número infinito establece con la eternidad. La casta de cautivos o de locos obstinados en contabilizar las estrellas entrevería la eternidad al mismo tiempo que el infinito, confundidos en la inalcanzable circularidad del horizonte donde el Absoluto se muestra al hombre sin máscara: el infinito, por ser infinito, requeriría de la eternidad para ser contabilizado. La eternidad en el castigo de Sísifo es, por el contrario, un plazo interminable que, por ser interminable, hace que sea infinito el número de veces en que Sísifo deberá ascender hasta la cima: el Absoluto no se despoja de su máscara, aunque el infinito y la eternidad también acaben encontrándose. Contabilizar el infinito número de las estrellas conduce a la eternidad, y acaba superponiendo ambas máscaras, la máscara del infinito y la de la eternidad, en la inalcanzable lejanía que el hombre señala con un gesto indeciso imaginando que es allí donde puede morar el Absoluto; en el castigo de Sísifo, la eternidad alberga al infinito como a un huésped sádico ante cuya crueldad el anfitrión cierra los ojos, y se desentiende de la imperturbable insistencia con la que hace ascender a Sísifo hasta la cima para, a continuación, dejar que la roca ruede hasta el pie de la montaña. Si los dioses, poco importa si conmovidos o saciados, atenuasen el castigo que impusieron a Sísifo y redujeran el inalcanzable Absoluto de la eternidad a un plazo con un final cierto, inconmensurable pero cierto, entonces el infinito concluiría abruptamente. Cumplida la condena que había dejado de ser eterna, Sísifo habría ascendido un estricto número de veces a la cima de la montaña, un número y no otro, tal vez el mismo número de veces que la roca habría vuelto a rodar por la ladera o tal vez una más, tan sólo una más, una vez trascendental, porque de esa vez, de esa única vez en el inconmensurable número de veces en que Sísifo habría ascendido a la cima mientras duró la condena, dependería el significado último del mito. Si el final de la condena hubiera sorprendido a Sísifo en la cima, y esa vez, precisamente esa vez, la roca no hubiera vuelto a rodar por la ladera antes de que concluyese la condena, entonces Sísifo habría alcanzado una incontestable victoria. Pero ¿una victoria contra quién? Salvo que los dioses pronunciaran una última palabra que revelara su intención al condenar a Sísifo, el hombre permanecería indefinidamente en la duda de si Sísifo habría alcanzado la victoria sobre sí mismo –sobre su impaciencia, sobre su desesperación, sobre su destino–, o si la habría alcanzado contra los dioses. Sísifo habría alcanzado una victoria contra los dioses si la voluntad de los dioses hubiera sidoponer fin a la condena con la roca al pie de la montaña, a la espera de que Sísifo decidiese subir una vez más, ahora contando con la indiferencia de los dioses y sin otra habilidad ni otras fuerzas que las suyas. La incapacidad para concebir más de una eternidad, a diferencia de lo que sucede con el infinito, hace que el hombre retroceda con aprensión cuando la descubre al acecho, como si sospechara que, de alcanzarla, la eternidad no se conformaría con redimirlo de la finitud de la existencia, sino que le reclamaría la existencia para redimirlo de la finitud. Tal vez el mayor de los consuelos que proporciona al hombre imaginar la existencia de Dios, la existencia de la máscara del Absoluto que es Dios, sea liberarlo de la eternidad. Puesto que fue creado como lo fue también el universo, el hombre sabe que la eternidad no acecha a sus espaldas. Puede acechar, si acaso, en la lejanía que el hombre señala con un gesto indeciso imaginando que es allí donde puede morar el Absoluto, una lejanía confundida con el infinito de la historia si la historia, a la que dio comienzo Dios al crear el universo infinito, resultara no tener final porque tampoco lo tenga el tiempo. La historia, la noción de historia sirve al hombre para resolver la paradoja frente a la que lo coloca la existencia de Dios, responsable de que el universo infinito comience a ser y de que, por tanto, comience a contar para él un tiempo en el que pueden suceder infinitos acontecimientos pero que no puede ser eterno, puesto que tuvo inicio en la creación. De aceptar la existencia de un Dios creador, la historia aparece ante el hombre como una eternidad mutilada, como una eternidad con principio y que, de no tener fin porque tampoco lo tengan los infinitos acontecimientos, sólo sería eternidad por un extremo y colocaría al hombre ante una espera a la que no le encontraría sentido. Porque si el tiempo tuvo un comienzo y el hecho de tener un comienzo lo desligó de la eternidad, que no puede tenerlo porque los tiene todos, la eternidad mutilada que es el tiempo que alberga infinitos acontecimientos, esa paradoja de un tiempo que, por así decir, sólo es eterno por un extremo y al que el hombre da el nombre de historia, debería tener un sentido. Un sentido y no todos los sentidos, un sentido y sólo uno, así fuera el más elemental de los sentidos, que es el de la simetría, que reconforta al hombre con la esperanza de que exista un final sencillamente porque ha existido un principio. La simetría proporciona un argumento providencial a la teología, no sólo porque permite reforzar la frontera entre el reino de la fugacidad y el reino del Absoluto, donde la eternidad y el Dios creador son máscaras distintas del Absoluto, sino también porque proporciona el escenario donde representar el proceso que el Absoluto entabla contra el hombre creado a su imagen y semejanza, indultándolo o condenándolo según se reconozca o no en el reflejo que le devuelve, según se identifique o no con las sombras que la hoguera de Platón proyecta sobre las paredes de la caverna. La historia que es historia porque tiene principio, y porque, al tener principio, mutila la eternidad, reduciéndola a expectativa de un tiempo que albergue infinitos acontecimientos, tiene además final, en el que también cesarán los acontecimientos. El día del Juicio al que apela la teología cierra el paréntesis que abre la creación, y resuelve el desajuste entre el Absoluto de la eternidad y la expectativa de un tiempo que, aunque pudiera albergar infinitos acontecimientos, no podría ser eterno, puesto que ha tenido comienzo. Frente al Absoluto de la eternidad, la historia es entonces finita, rigurosamente finita, acotada entre el Juicio que pondrá fin al tiempo y la creación que le dio comienzo. Entre ambos límites, san Agustín distingue hasta seis periodos en el libro noveno de la Ciudad de Dios; cada periodo participa a partes iguales del homenaje y de la profesión de fe, puesto que invariablemente se extiende entre dos personajes o dos hechos relevantes consignados por la Escritura, que se reafirma como testimonio notarial de la peripecia del hombre desde la creación. El primer periodo que establece san Agustín se extiende entre Adán y Noé, el segundo entre Noé y Abraham, y el tercero entre Abraham y David. El cuarto se inicia con David, un personaje, pero concluye, en cambio, con un hecho: la cautividad en Babilonia. En la delimitación del quinto periodo san Agustín completa la transustanciación de los límites entre los periodos y no recurre a ningún personaje, sino a dos hechos: la cautividad en Babilonia y el nacimiento de Cristo. Podía haber seguido para este quinto periodo el mismo criterio que para los tres primeros, o una combinación del criterio utilizado en primer lugar y del criterio empleado a continuación, y haberle puesto fin con un personaje, para lo que hubiera bastado una mención genérica a Cristo como genéricas eran las menciones a Adán, Noé, Abraham y David. Si en el caso de Cristo es el acontecimiento exacto de su nacimiento lo que señala el paso de un periodo de la historia a otro, no la marca menos precisa de su existencia, es porque en ese instante, en el instante del nacimiento de Cristo, se produce el prodigio al que san Agustín quiere rendir homenaje y profesión de fe consagrándole un periodo de la historia como los municipios dedican calles a sus vecinos más ilustres; el prodigio de que el Absoluto, que, en virtud de la indeterminación, el hombre persigue sin alcanzarlo porque si lo alcanza deja de ser el Absoluto, echa repentinamente a andar en dirección al hombre y traspasa la frontera del reino de la fugacidad como quien salta la cerca de un jardín vecino, aprovechando la estancia de la humilde familia de un carpintero en Jerusalén durante una fría noche de diciembre, en la que la esposa se pondrá de parto. Homenaje y profesión de fe aparte, la preferencia de san Agustín por el hecho del nacimiento de Cristo para poner fin al quinto periodo de la historia, y no por el personaje de Cristo según hace en los periodos anteriores, pretende resolver de antemano la inevitable intersección entre el lenguaje narrativo que da cuenta sucesiva de los acontecimientos y el lenguaje racional, que debe justificar, apoyándose en el lenguaje narrativo, no sólo la posibilidad sino también la necesidad de un final. El sexto periodo de la historia es para san Agustín el último, e inaugurarlo con la rigurosa precisión de la fecha con la que ha puesto fin al quinto sugiere que debe acabar con una precisión no menos rigurosa, a diferencia de los periodos anteriores, que se extendían entre la vaguedad aproximativa de dos personajes sin precisar en qué fecha de las muchas que se suceden a lo largo de sus respectivas biografías. Sólo que, al ignorar san Agustín la fecha del día del Juicio, no está en condiciones de señalar en el calendario la extensión exacta del sexto y último periodo de la historia, tras el que el hombre y el universo se reintegrarán en la eternidad de la que los había separado la creación. Hacer que el sexto y último periodo comience por la fecha precisa en la que nació Cristo significa que, para san Agustín, el día del Juicio es exactamente eso, un día marcado en el calendario igual que la fecha de diciembre en la que la tradición sitúa la del nacimiento de Cristo. En ese día, en ese día exacto, en ese día que amanecerá igual que otros días, las aguas de la eternidad se cerrarán sobre el paréntesis que se inició con la creación del universo y que concluirá con el Juicio, y el final de la historia habrá llegado, mezclando con las ruinas del universo que habitó el hombre las máscaras con las que lo tentó el Absoluto mientras Sísifo ascendía por la ladera y en el cielo parpadeaban las estrellas: la máscara del infinito, la máscara de la eternidad. El Absoluto y la inmensidad De no existir el concepto de frontera, no existiría el universalismo. No existiría el universalismo porque el relativismo se confundiría con un universalismo a la espera de encontrar un límiteque, dotado de sentido y convertido en necesario, se transformase en frontera. El hombre, de acuerdo con esta paradoja, deambularía en la inabarcable inmensidad de un relativismo que tomaría por universalismo hasta que le advirtiera del error la abrupta aparición de una frontera, de un abismo recortado sobre la línea exacta del horizonte que dibuja el conocimiento. Sólo que las fronteras no aparecen, no se revelan desde la oscuridad; tampoco los objetos o los fenómenos que acaban sirviendo de límite al que dotar de sentido y convertir en necesario. Objetos o fenómenos con los que el hombre se ha familiarizado a fuerza de deambular en la inabarcable inmensidad de un relativismo que toma por universalismo son de pronto contemplados a la luz de otra mirada, como quien, a la búsqueda de una herramienta, repara en una piedra y se dice: «esto bien puede servir». Un río entre árboles, la cima afilada de una cordillera, un valle a cuya frondosa profundidad no llegan las nieves: contemplados a la luz de otra mirada, dejan de ser estrictamente lo que son, un río entre árboles, la cima afilada de una cordillera, el valle a cuya frondosa profundidad no llegan las nieves. Dejan de ser lo que son no porque sean de pronto algo diferente, sino porque, al igual que la piedra que a la luz de otra mirada se transforma en herramienta, a la luz de otra mirada el hombre descubre que bien pueden servir de límite. Dotado de sentido y convertido en necesario, el límite se transforma entonces en frontera, y donde había un río hay repentinamente algo más, lo mismo que donde había una cima afilada o un valle a cuya frondosa profundidad no llegan las nieves. Sobre los objetos o los fenómenos, estos u otros objetos, estos u otros fenómenos, se superpone la condición de criterio para distinguir entre lo análogo y lo extraño con sólo contemplarlos a la luz de otra mirada. No se trata de objetos o fenómenos que hayan aparecido repentinamente como frontera mientras el hombre deambula por la inabarcable inmensidad de un relativismo que toma por universalismo, sino objetos o fenómenos de los que, de pronto, el hombre se dice que bien pueden servir como límite. Lo que el hombre tomaba por universalismo se revela entonces como un relativismo al que no se le había interpuesto ningún límite, un relativismo que no se había asomado fuera del círculo iluminado que dibuja el conocimiento. Es el hombre, la voluntad del hombre, su decisión de buscar un límite y de transformarlo en frontera, añadiendo a cualquier objeto o fenómeno la condición de criterio para distinguir entre lo análogo y lo extraño; es el hombre, sólo el hombre, quien se conforma con tomar el relativismo por universalismo, rechazando servirse de cualquier objeto o fenómeno como límite, y también se rebela contra ese conformismo, sirviéndose como límite de cualquier objeto o fenómeno, para que el relativismo sea relativismo y el universalismo, universalismo. El protagonismo del hombre a la de hora de tomar el relativismo por universalismo, o de establecer entre ambos una frontera, desmintiendo que relativismo y universalismo sean ajenos a su voluntad de servirse de cualquier objeto o fenómeno como límite, deja un rastro inesperado en el punto de vista desde el que el hombre se conforma o se rebela. Si se trata de conformarse tomando el relativismo por universalismo, el punto de vista sólo puede ser uno, y siendo uno y sólo uno se instala al mismo tiempo en el centro del relativismo y en el del universalismo, puesto que entre relativismo y universalismo no existe diferencia sustancial. Desde el momento en que la hay, desde el momento en que el hombre se rebela y busca un límite y lo transforma en frontera, el punto de vista se desdobla. Coincide pero no tendría por qué hacerlo; coincide porque al distinguir entre universalismo y relativismo, el hombre no puede estar seguro de que el nuevo punto de vista no sea un relativismo que, como el anterior, siga coincidiendo con el universalismo. Cree que lo separa de él pero no puede tener la certeza de que no siga coincidiendo. Desde el momento en que ha sido el hombre quien se ha servido de un objeto o un fenómeno como límite, transformándolo en frontera y estableciendo un criterio para distinguir entre lo análogo y lo extraño, el punto de vista que adopta no es el del relativismo que ha quedado al otro lado de la frontera recién creada, no es –ni, en realidad, tampoco puede ser– el del relativismo que repentinamente encarna en el lado de lo extraño. Aunque el hombre pudiera deshacer de una vez por todas la incertidumbre de tomar el relativismo por universalismo, el hecho de servirse de un objeto o de un fenómeno como límite y de transformar ese límite en frontera, estableciendo un criterio para distinguir lo análogo de lo extraño, conduce a un resultado más modesto. El hecho de servirse de un objeto o de un fenómeno como límite conduce, en efecto, a una nueva e inevitable identificación, a un nuevo punto de vista desde el que el relativismo se vuelve a tomar por universalismo, sólo que, por así decir, la base de esta nueva e inevitable identificación de relativismo y universalismo es menor que en la identificación anterior. Cada disolución de la identificación entre relativismo y universalismo, cada desmentido a la idea de que el universalismo es un relativismo al que no se le ha interpuesto ningún límite, se salda con una reducción de la base en la que se apoya la identificación anterior. En esta reducción de la base en la que se apoyan las sucesivas identificaciones de relativismo y universalismo, debidas a la incertidumbre acerca de si el universalismo es un relativismo al que no se le ha interpuesto ningún límite, reside la explicación de que la búsqueda del universal se acabe confundiendo fatalmente con la búsqueda de la superioridad. En realidad, la búsqueda del universal no puede escapar a los límites del conocimiento del hombre, y son esos límites los que hacen que cualquier universal que pueda proclamar el hombre quede reducido a un hallazgo dentro del círculo iluminado que dibuja el conocimiento, a un hallazgo sin trascendencia. Salvo que el hombre pudiera alcanzar el Absoluto y el Absoluto no dejara de serlo por haberlo alcanzado el hombre, proclamar el hallazgo del universal es una forma de afirmar el relativismo como universal. A los efectos del conocimiento, se trata de un hallazgo sin trascendencia. A cualquier otro efecto, es el preludio de la ordalía. El hallazgo de un universal, contemplado desde el anverso, parece una feliz noticia por cuanto señala un punto de vista desde el que otorgar un sentido al universo que el hombre no comprende. Contemplado desde el reverso, no es más que la adopción de una nueva máscara del Absoluto en la interminable sucesión de máscaras a las que el hombre ha rendido culto, considerando que puede alcanzar el Absoluto. El universal cuyo hallazgo se proclama en un momento dejará paso a otro universal tan pronto un objeto o un fenómeno con el que se haya familiarizado el hombre mientras deambula por la inabarcable inmensidad de un relativismo que toma por universalismo, tan pronto un objeto o un fenómeno contemplado a la luz de otra mirada, le sirva al hombre de límite como una piedra puede servirle de herramienta y, dotándolo de sentido y convirtiéndolo en necesario, lo transforme en frontera. Dotar de sentido y convertir en necesario un objeto o un fenómeno que sólo por azar el hombre contempla a la luz de otra mirada exige añadir a ese objeto o a ese fenómeno un halo sólo visible a partir del instante en que el hombre ha decidido servirse de ese objeto o de ese fenómeno como límite y contemplarlo a la luz de otra mirada. La frontera es resultado de la voluntad del hombre por servirse de un objeto o de un fenómeno como límite; una vez creada, sin embargo, el hombre invierte el razonamiento: finge que la frontera le confirma la existencia de un límite en un objeto o en un fenómeno, no la voluntad, su propia voluntad, de servirse de ese objeto o de ese fenómeno como frontera.
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