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Filosofia_accidental_Jose_Maria_Ridao - Joana Lidia Hernández Guel

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©	Archivo	Galaxia	Gutenberg
José	María	Ridao	nació	en	Madrid	en	1961	y	es	licenciado	en	Filología	árabe	y
en	Derecho.	En	1987	ingresó	en	la	carrera	diplomática,	que	lo	llevó	a	ejercer
en	Angola,	la	Unión	Soviética,	Guinea	Ecuatorial	y	Francia.	En	el	año	2000
decidió	abandonarla	para	dedicarse	exclusivamente	a	la	reflexión	y	a	la
literatura.
En	Galaxia	Gutenberg	ha	publicado	los	ensayos	El	pasajero	de	Montauban
(2003),	Weimar	entre	nosotros	(2004),	Elogio	de	la	imperfección	(2006)	y
Contra	la	historia	(2009),	las	ediciones	Dos	visiones	de	España	(2005)	y	Por	la
gracia	de	Dios:	catolicismo	y	libertades	en	España	(2008),	así	como	las
novelas	El	mundo	a	media	voz	(2001)	y	Mar	muerto	(2010).
«En	una	época	en	la	que	abundan	los	pensadores	que	distribuyen	el	pienso	al
ganado	lector	y	los	Pangloss	de	turno	deslumbran	al	público	con	frases	como
“la	débil	densidad	vital	de	los	visigodos”	explica	nuestro	ADN	actual,	un	libro
como	el	de	José	María	Ridao	es	un	bienvenido	regalo	y	oportuno	motivo	de
reflexión.	Sus	consideraciones	en	torno	al	hombre	y	el	Absoluto,	a	la
invención	del	Absoluto	por	el	hombre	abarcan	los	diferentes	aspectos	de
dicha	abstracción	desde	el	concepto	y	proclamación	de	lo	universalmente
válido	y	del	ejercicio	de	la	condigna	superioridad	que	ello	procura	hasta	el
hecho	de	basar	el	origen	de	la	Creación	en	un	relato	que	sustituye	el	lenguaje
racional	por	un	lenguaje	narrativo	que	hay	que	creer	a	pies	juntillas	so	pena
de	convertirse	en	réprobo	a	ojos	de	quien	se	autoerige	en	su	portavoz.	El
repaso	a	figuras	tan	dispares	como	Sócrates,	San	Agustín,	Dante,	Dostoievski,
Tolstói	o	Proust	es	tan	innovador	como	estimulante.	El	señuelo	de	la	verdad
absoluta,	dice	Ridao,	nos	hace	olvidar	que	la	verdad	proferida	por	el	ser
humano	es	siempre	relativa	y	sujeta	a	menudo	a	prescripción.»
Juan	Goytisolo
JOSÉ	MARÍA	RIDAO
Filosofía	accidental
Ensayos	sobre	el	hombre
y	el	Absoluto
V	Premio	Internacional	de	Ensayo	Josep	Palau	i	Fabre
Un	jurado	compuesto	por	Tzvetan	Todorov,	Wolf	Lepenies,	Enrique	Vila-
Matas,	Jordi	Llovet	y	Tomàs	Nofre	concedió	a	esta	obra	el	V	Premio
Internacional	de	Ensayo	Josep	Palau	i	Fabre.
Publicado	por:
Galaxia	Gutenberg,	S.L.
Av.	Diagonal,	361,	2.º	1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición	en	formato	digital:	marzo	2015
©	José	María	Ridao,	2015
©	Galaxia	Gutenberg,	S.L.,	2015
Fotografía	de	portada:	Manos,	Saul	Leiter,	c.	1959.
©	Estate	of	Saul	Leiter/	Courtesy	Howard	Greenberg	Gallery
Conversión	a	formato	digital:	gama,	s.l.
Depósito	legal:	DL	B	3079-2015
ISBN	Galaxia	Gutenberg:	978-84-16252-61-9
Cualquier	forma	de	reproducción,	distribución,	comunicación	pública	o
transformación	de	esta	obra	sólo	puede	realizarse	con	la	autorización	de	sus
titulares,	a	parte	las	excepciones	previstas	por	la	ley.	Diríjase	a	CEDRO
(Centro	Español	de	Derechos	Reprográficos)	si	necesita	fotocopiar	o	escanear
fragmentos	de	esta	obra	(www.conlicencia.com;	91	702	19	70	/	93	272	04	45)
La	exégesis	sepultó	al	texto.
FRIEDRICH	NIETZSCHE
Metéle,	O’Donell.
ANÓNIMO
La	banalidad	no	se	denuncia,	la	banalidad	se	desmiente	arriesgándose	a
acometer	una	ambición	que	no	sea	banal.	Denunciar	la	banalidad	es	incurrir
en	un	segundo	grado	de	la	banalidad,	el	grado	de	la	banalidad	que	denuncia
la	banalidad.	Este	segundo	grado	de	la	banalidad	está	a	su	vez	condenado	a	la
banalidad,	sobre	la	que	tarde	o	temprano	recaerá	una	nueva	denuncia.	El
diagnóstico	que	proporciona	la	denuncia	de	la	banalidad	no	evita	que	la
banalidad	siga	siendo	banalidad,	lo	mismo	en	el	segundo	grado	que	en
cualquiera	de	los	grados	sucesivos.	Cada	nueva	denuncia	de	la	banalidad
condena	como	banalidad	una	denuncia	anterior.
La	idea	de	que	a	través	de	un	diagnóstico	que	se	resume	en	la	denuncia	de	la
banalidad	el	hombre	puede	liberarse	de	la	banalidad	es	un	espejismo,	porque
al	denunciar	la	banalidad,	la	banalidad	se	ratifica.	Más	denuncia	el	hombre	la
banalidad	y	más	la	ratifica,	enfrentándose	a	la	misma	impotencia	que	los
actores	que	provocan	la	hilaridad	del	público	cuando	más	desesperadamente
le	advierten	de	que	hay	fuego	en	el	teatro.	Esa	impotencia	puede	llevar	a
aceptar	que	el	hombre	está	condenado	a	la	banalidad.	Pero	también	puede
llevar	a	creer	que,	más	allá	de	la	banalidad	que	se	denuncia,	debe	de	existir
un	porqué	que	dé	cuenta	del	universo,	una	idea	profunda	que	revele	el
indescifrable	sentido	de	la	existencia,	una	incontestable	sabiduría	que
fortalecerá	el	libre	albedrío,	que	se	alcanzará	a	través	de	la	denuncia	de	la
banalidad.	Pero	esta	forma	de	señalar	hacia	lo	que	debe	de	existir	más	allá	de
la	banalidad	sólo	garantiza	que	el	hombre	no	pueda	escapar	de	la	banalidad,
porque	no	es	más	allá	de	la	banalidad,	no	es,	en	definitiva,	más	allá	en	cuanto
que	inalcanzable	más	allá,	donde	el	hombre	debe	mirar,	porque	el
inalcanzable	más	allá	es	el	reino	del	Absoluto.
Una	ambición	que	no	sea	banal	es	a	fin	de	cuentas	una	ambición,	en	la	que	se
puede	fracasar	como	al	acometer	cualquier	otra	ambición.	Pero,	a	diferencia
de	la	denuncia	de	la	banalidad,	el	fracaso	al	acometer	una	ambición	que	no
sea	banal	no	ratifica	la	banalidad.	La	denuncia	de	la	banalidad,	en	cambio,	no
se	expone	a	ningún	fracaso,	pero	por	eso	mismo	ratifica	la	banalidad.
Tampoco	proporciona	ningún	diagnóstico,	salvo	que	por	diagnóstico	se
entienda	la	banalidad	de	denunciar	la	banalidad,	sabiendo	que	esa	denuncia
será	a	su	vez	denunciada.	Por	temor	al	fracaso	acometiendo	una	ambición	que
no	sea	banal,	estos	tiempos,	al	igual	que	otros	tiempos	del	pasado,	al	igual,
quién	sabe,	que	todos	los	tiempos,	prefieren	entender	como	diagnóstico	la
banalidad	de	denunciar	la	banalidad.	Es	como	si,	en	ellos,	el	hombre	se
hubiera	resignado	a	convertir	en	espectáculo	la	advertencia	de	que	hay	fuego
en	el	teatro.	Lo	hay	y	los	actores	lo	saben	y	también	lo	saben	los
espectadores,	y	aun	sabiéndolo,	unos	y	otros	se	muestran	dispuestos	a
cumplir	el	papel	que	exige	el	espectáculo	en	lugar	de	tomar	conciencia	de	que
es	hacia	ellos	mismos	hacia	donde	deben	mirar.	Los	actores	cumplen	el	papel
de	advertir	que	hay	fuego	en	el	teatro	para	provocar	hilaridad,	y	los
espectadores,	el	de	tomar	con	hilaridad	la	advertencia	de	que	hay	fuego	en	el
teatro.	El	éxito	del	espectáculo	está	garantizado,	pero	también	el	fuego.
Por	temor	al	fuego,	estas	páginas	acometen	una	ambición	que	no	quiere	ser
banal.
París,	27	de	junio	de	2014
PRIMERA	PARTE
El	Absoluto
El	Absoluto	y	la	verdad
El	clamor	de	victoria	con	el	que	el	hombre	celebra	el	hallazgo	de	la	verdad	es
la	única	verdad	que	permanece,	porque	el	clamor	de	la	victoria	es	a	fin	de
cuentas	la	única	verdad.	La	verdad	que	se	busca	y	que	regularmente	se
declara	averiguada	es	tan	efímera	al	trasluz	de	los	siglos	como	los	monarcas
ordenados	según	el	linaje	de	cifras	romanas	de	una	dinastía,	que	se
mantienen	en	el	trono	uncido	a	la	rueda	del	tiempo	mientras	la	frágil	biología
del	hombre	les	acompaña	y	las	buenas	cosechas	arrullan	el	sueño	del	coloso
de	la	revuelta,	absteniéndose	de	saciar	la	voracidad	de	la	historia	con	la
carnaza	tautológica	de	una	fecha	histórica.	Que	quede	claro	cuanto	antes:	la
búsqueda	no	es	búsqueda,	es	farsa.	La	farsa	que	Nietzsche	ilustra	a	través	de
la	imagen	del	hombre	que	esconde	algo	en	una	zarza	y,	a	continuación,	se
pone	a	buscarlo	para	declararlo	verdad	cuando	lo	encuentra.	La	farsa,	la
metáfora	de	la	búsqueda	de	la	verdad	seduce	a	partir	de	un	artificio
exuberante,	pero	del	mismo	modo	que	otros	artificios	igualmente	vistosos
como	comparar	a	Dios	con	un	motor,	los	acontecimientos	del	pasado	con	las
páginas	de	un	libro	o	la	eternidad	con	las	arenas	de	una	playa	donde	cada
grano	es	un	milenio,	sirve	al	propósito	de	atraer	la	atención	hacia	el
envoltorio	metafórico	mientras	se	maniobra	con	la	sustancia	metaforizada,
ocultándola	bajo	las	apariencias.
La	sustancia	metaforizada	que	la	metáfora	de	la	búsqueda	de	la	verdad	oculta
no	es	el	universo	a	oscuras	donde	el	hombre	palpa	el	vacío	a	la	espera	de
realizar	el	prodigio	de	reconocer	la	verdad	en	algo	que	previamenteno
conoce,	sino	la	categórica	afirmación	de	que	la	verdad	no	es	inmediatamente
accesible	al	hombre.	La	verdad,	sostiene	la	sustancia	metaforizada	de	la
metáfora,	reclama	alguna	credencial,	y	la	búsqueda,	que	como	credencial	no
es	menos	arbitraria	que	la	niñez,	la	ebriedad,	la	flagelación,	el	ascetismo	o	la
locura,	presenta,	sin	embargo,	la	incomparable	ventaja	de	sobrevolar	todos
los	significados	sin	comprometerse	con	ninguno.	La	mayéutica	de	Sócrates	es
búsqueda;	el	silencio	cisterciense	es	búsqueda;	la	algarabía	que	provoca	el
tarub	en	las	medinas	laberínticas	del	Magreb	es	búsqueda;	el	método
inductivo	es	búsqueda;	el	método	deductivo	es	búsqueda;	el	psicoanálisis	es
búsqueda;	incluso	el	arte	es	búsqueda	también.	La	seducción	que	ejerce	la
metáfora	de	la	búsqueda	de	la	verdad	distrae	al	hombre	con	el	envoltorio
metafórico,	empujándolo	por	el	camino	sin	término	de	discernir	entre	las
distintas	formas	de	búsqueda	después	de	establecer	que	la	verdad	es	una,
sólo	una,	y	el	error	múltiple.	Más	que	ilustrar	la	categórica	afirmación	de	que
la	verdad	no	es	inmediatamente	accesible	al	hombre,	la	metáfora	de	la
búsqueda	de	la	verdad	la	consagra	como	principio:	desde	el	momento	en	que,
seducido	por	el	artificio	exuberante	de	la	metáfora,	el	hombre	se	dispone	a
buscar	la	verdad,	el	acceso	a	la	verdad	deja	de	ser	inmediato,	y	entonces
comienza	una	búsqueda	literal	de	la	verdad	que	obedece,	no	a	que	la	verdad
esté	escondida,	sino	a	que	previamente	el	hombre	ha	emprendido	una
búsqueda	metafórica	de	la	verdad,	seducido	por	el	artificio	exuberante	de	la
metáfora.	Los	términos	del	conocimiento	se	invierten	y,	al	invertirse,	se
precipitan	en	una	circularidad	sin	escapatoria:	si	el	hombre,	que	no	conoce	la
verdad,	la	busca,	no	es	porque	esté	escondida,	sino	que	está	escondida
porque	la	busca,	de	modo	que,	cuando	la	encuentra,	la	certeza	de	que	ésa	sea
la	verdad,	ésa	y	no	otra,	se	desvanece,	y	la	búsqueda	debe	recomenzar.
La	circularidad	sin	escapatoria	a	la	que	conduce	la	metáfora	de	la	búsqueda
de	la	verdad	quedaría	conjurada	si,	en	lugar	de	imaginar	que	busca	la	verdad,
el	hombre	tomase	conciencia	de	que	lucha	por	ella,	rechazando	adherencias
simbólicas.	A	diferencia	de	la	búsqueda,	que	se	relaciona	con	un	desenlace
único	a	través	de	un	sujeto	también	único,	que	alcanzará	o	no	la	recompensa
del	descubrimiento,	la	lucha	se	relaciona	con	dos	desenlaces	alternativos	y
simultáneos	a	través	de	dos	sujetos	distintos,	uno	que	se	alza	con	la	victoria	y
otro	que	padece	la	derrota.	La	búsqueda	de	la	verdad	y	la	lucha	por	la	verdad
coinciden	en	sugerir	que	la	verdad	no	es	inmediatamente	accesible	para	el
hombre;	difieren,	sin	embargo,	en	la	consideración	implícita	de	la	naturaleza
de	los	obstáculos	que	se	interponen	entre	el	hombre	y	la	verdad.	Los
obstáculos	que	debe	sortear	el	hombre	si	ajusta	su	acción	a	la	metáfora	de	la
búsqueda	de	la	verdad	pertenecen	al	orden	de	los	objetos	y	los	fenómenos,	a
menudo	son	inertes	y	no	responden	a	ninguna	voluntad,	salvo,	si	acaso,	a	la
de	un	Dios	creador.	La	verdad	que	se	busca	en	la	metáfora	de	la	búsqueda	de
la	verdad	se	limita	a	estar,	yace	en	algún	lugar	recóndito	del	infinito	y
heterogéneo	universo	agazapada	como	un	animal	receloso	en	la	oscuridad,
emitiendo	constantes	señales	para	que	no	se	ignore	su	existencia	pero
resistiéndose	a	salir	de	la	caverna	donde	la	hoguera	de	Platón	hace	danzar	las
sombras	con	las	que	el	conocimiento	del	hombre	se	conforma.	Para	esta
verdad	la	diferencia	entre	la	plegaria	y	el	experimento	se	difumina,
confundidos	con	ritos	distintos	de	distintos	credos.	Si	la	plegaria	es	grata	a
Dios,	el	soldado	regresará	de	la	guerra,	concebirá	la	mujer	estéril	o	el	cielo
verterá	la	lluvia	sobre	los	campos	sedientos.	Si	el	experimento	encuentra	la
verdad	en	su	guarida,	la	pluma	y	la	llave	lanzadas	desde	el	campanario
alcanzarán	el	suelo	al	mismo	tiempo,	la	luna	eclipsará	al	sol	alineándose	con
la	tierra	y	la	trayectoria	de	la	luz	se	curvará	en	las	proximidades	de	la	masa.
En	cada	caso,	el	hombre	comparece	interrogando	ante	el	altar	de	la	fe	o	ante
el	de	la	experiencia,	y	la	verdad	que	se	busca	en	la	metáfora	de	la	búsqueda
de	la	verdad	le	envía	señales.
Los	obstáculos	que	debe	sortear	la	verdad	que	proporciona	la	lucha	por	la
verdad	no	pertenecen	al	orden	de	los	objetos	y	los	fenómenos	sino	al	hombre,
no	yacen	inertes	sino	que	se	interponen,	y	responden	a	la	voluntad,	a
cualquier	voluntad,	excepto	a	la	de	un	Dios	creador,	que,	por	ser	único,	por
ser	omnipotente,	no	admite	resistencia	ni	contradicción.	Puesto	que	la
búsqueda	de	la	verdad	es	una	metáfora	que	ha	hecho	fortuna	hasta	el	punto
de	redefinir	la	noción	de	verdad	y	la	de	búsqueda,	convenciendo	al	hombre	de
que	pertrechado	de	un	farol	y	poniéndose	en	camino	puede	reconocer	lo	que
previamente	no	conoce,	y	ver	en	ello	la	verdad,	una	engañosa	semejanza
invitaría	a	suponer	que	la	lucha	por	la	verdad	también	lo	es.	La	lucha	por	la
verdad,	a	diferencia	de	la	búsqueda	de	la	verdad,	no	es	una	metáfora	ni
enfrenta	al	hombre	con	los	obstáculos	que	interpone	el	orden	de	los	objetos	y
los	fenómenos,	sino	al	hombre	con	los	obstáculos	que	interpone	el	hombre.	La
verdad	de	la	lucha	por	la	verdad	no	está	oculta	como	la	de	la	búsqueda	de	la
verdad,	sino	que	se	mantiene	oculta,	de	manera	que,	por	su	parte,	la	lucha	de
la	lucha	por	la	verdad	no	puede	consistir	en	otra	cosa	que	no	sea	desafiar	la
voluntad	que	la	mantiene	oculta.	De	haber	sido	metáfora,	la	lucha	por	la
verdad	habría	fracasado	en	el	intento	de	distinguir	el	envoltorio	metafórico	de
la	sustancia	metaforizada,	atrayendo	la	atención	del	hombre:	la	lucha	de	la
lucha	por	la	verdad	es	lucha	literal,	lo	mismo	que	la	verdad	es	la	verdad,	de
tal	forma	que	si	la	verdad	no	se	conociera	antes	de	comenzar	la	lucha,	o
hubiera	duda	de	que	lo	fuese,	la	lucha	no	se	entablaría.
La	mentira	o	el	disimulo	no	son	los	únicos	obstáculos	a	los	que	puede
enfrentarse	el	hombre	que	se	lanza	a	la	lucha	por	la	verdad	para	averiguar	la
verdad	oculta;	también	una	verdad	puede	ser	el	obstáculo	de	otra	verdad,	y
en	este	caso	la	lucha	de	la	lucha	por	la	verdad	adopta	los	rasgos	de	la	ordalía
y	renuncia	a	los	de	la	epopeya,	donde	el	lenguaje	narrativo	se	subroga	desde
el	comienzo	en	el	punto	de	vista	del	hombre	enarbolando	la	verdad	que	lo
arroja	a	la	lucha.	En	la	ordalía,	sin	embargo,	el	lenguaje	narrativo	se
mantiene	en	la	equidistante	expectativa	de	que	el	desenlace	de	la	lucha
dirima	qué	verdad	de	las	verdades	recíproca	y	deliberadamente	ocultas	es	la
verdad,	y	qué	verdad	es	el	obstáculo.	No	por	mantenerse	en	la	equidistante
expectativa	el	lenguaje	narrativo	se	transforma	en	lenguaje	racional,	salvo
que	la	racionalidad	fuera	a	su	vez	una	metáfora	cuyo	envoltorio	metafórico
exhibiese	un	vistoso	aparato	de	reglas	indisponible	para	disimular	una
sustancia	metaforizada	que	se	reduciría	a	proclamar	viva	quien	vence.	Viva
quien	vence	es,	en	cualquier	caso,	lo	que	proclama	la	ordalía,	cuyas	reglas
establecen	que	una	verdad	derrotada	deja	de	ser	una	verdad.	La	sorpresa
aguarda	al	desenlace:	incluso	cuando	se	aviene	a	dirimir	qué	verdad	es	la
verdad	mediante	la	ordalía,	el	hombre	prefiere	hacer	suya	la	derrota	antes
que	declarar	derrotada	la	verdad	por	la	que	ha	luchado.
En	realidad,	no	faltan	motivos	para	que	lo	prefiera.	Si	la	derrota	priva	a	la
verdad	de	la	condición	de	verdad,	entonces	el	desenlace	de	la	lucha	por	la
verdad	que	se	sustancia	en	la	ordalía	es	concluyente,	final,	incontestable,
definitivo.	Deja	de	serlo	si	el	hombre	hace	suya	la	derrota	que	según	las
reglas	de	la	ordalía	corresponde	a	la	verdad,	porque	esa	verdad	sigue	siendo
una	verdad	por	la	que	se	puede	volver	a	luchar	en	sucesivas	ordalías.	Que	el
hombre	se	aferre	a	la	verdad	asumiendo	en	la	ordalía	la	derrota	que	le
corresponde	a	la	verdad	expresa	la	firmeza	de	una	convicción,	y	suscita	la
admiración	que	se	niega,	sin	embargo,	a	quien	sólo	respeta	las	reglas
mientras	le	son	favorables;	la	otra	cara,	la	cara	que	permanece	en	la
oscuridad,	deja	constancia	de	cómo	en	la	ordalía	el	hombre	acepta	sacrificar
la	libertad,	encadenándosea	sus	actos.	Cuanto	más	graves	son	los	actos,	más
se	encadena	a	ellos	el	hombre,	en	una	sostenida	progresión	que	queda	a
merced	de	la	fatalidad	cuando,	en	la	ordalía,	defender	la	verdad	exige	infligir
sufrimiento,	provocar	devastación.	Infligir	sufrimiento,	provocar	devastación,
para	defender	la	verdad	sacraliza	la	verdad;	sacralizar	la	verdad	significa	que
el	hombre	queda	privado	de	la	libertad	para	reconocer	que	la	verdad	por	la
que	luchó	en	la	ordalía	no	era	verdad	o	era	tan	sólo	una	verdad.	La	derrota	en
la	ordalía,	entonces,	no	es	que	sea	del	hombre	y	no	de	la	verdad	porque	así	lo
prefiera	el	hombre,	sino	que	debe	ser	inexorablemente	del	hombre	y	no	de	la
verdad	porque	aceptar	que	la	derrota	sea	de	la	verdad,	y	que	la	verdad,	por
derrotada,	deje	de	ser	verdad,	significa	aceptar	que	el	sufrimiento	y	la
devastación	que	ha	perpetrado	el	hombre	para	defenderla	en	la	ordalía
carece	de	descargo.	El	hombre	íntegro	se	revela	entonces	como	fanático,	el
humilde	como	soberbio,	el	justo	como	asesino,	el	libertador	como	tirano.
Luchando	en	la	ordalía	por	una	verdad	que	no	era	verdad	infligió	sufrimiento
y	provocó	devastación;	es	decir,	infligió	sufrimiento,	provocó	devastación,	y
estaba	equivocado.
El	hombre	que	asume	en	la	ordalía	la	derrota	que	corresponde	a	la	verdad,
evitando	mediante	este	subterfugio	que	la	verdad	derrotada	deje	de	ser
verdad,	se	obliga	acto	seguido	a	sustituir	el	lenguaje	narrativo	por	el	lenguaje
racional.	El	lenguaje	narrativo	se	limita	a	constatar	que,	de	acuerdo	con	las
reglas	de	la	ordalía,	la	verdad	derrotada	deja	de	ser	verdad.	El	lenguaje
racional	ampara	sutilezas	como	distinguir	entre	la	derrota	del	hombre	que	ha
luchado	en	la	ordalía	por	la	verdad	derrotada,	y	la	derrota	de	la	verdad	como
verdad.	Para	dar	cuenta	de	la	derrota	del	hombre	basta	el	dramático
suspense	de	los	lances	por	los	que	deambula	el	lenguaje	narrativo;	que	la
verdad	derrotada	no	deje	de	ser	verdad,	contradiciendo	las	reglas	de	la
ordalía,	exige,	en	cambio,	el	recurso	a	la	geometría	inexorable	del	lenguaje
racional,	con	sus	principios	y	conceptos	como	infatigables	poleas	que	ponen
en	movimiento	una	rumiante	maquinaria	cuyas	entrañas	alumbran	la
respuesta.	La	verdad	que	no	es	verdad	de	acuerdo	con	el	lenguaje	narrativo
debe	apelar,	mediante	el	lenguaje	racional,	a	un	criterio	de	verdad	que	no
dependa	del	hombre	y	su	fortuna	en	la	ordalía	para	seguir	siendo	verdad.
Ante	la	imperiosa	necesidad	de	hallarlo,	el	hombre	derrotado	que	hace	suya
la	derrota	de	la	verdad	en	la	ordalía	declama	aproximándose	al	proscenio	del
gran	teatro	del	universo,	con	o	sin	calavera	en	la	mano,	preguntas	que
resuenan	con	acento	de	patetismo	o	de	nobleza;	preguntas	como	dónde
buscar	el	criterio	de	verdad,	cómo	buscarlo,	e	insinúa	un	gesto	indeciso	en
dirección	a	la	lejanía	donde	puede	morar	el	Absoluto.	Ni	de	patetismo	ni	de
nobleza	sería	el	acento	de	la	pregunta	que	no	se	hace	el	hombre,	y	es	para
qué	buscar	el	criterio	de	verdad	cuando	el	desenlace	de	la	ordalía	le	ha
resultado	desfavorable;	ni	de	patetismo	ni	de	nobleza	porque	detrás	de	un
para	qué	existe	siempre	una	íntima	esperanza,	que	es	la	que	el	hombre	que
asume	en	la	ordalía	la	derrota	que	le	corresponde	a	la	verdad	prefiere
mantener	oculta.	Esperanza	que,	aunque	íntima,	es	seguramente	vana:
derrotado	–se	dice	el	hombre–	puedo	aspirar	a	la	clemencia;	derrotado	y
además	equivocado,	soy	reo	de	la	justicia	del	vencedor,	y	la	clemencia	que
pueda	obtener	me	obliga	al	vencedor	y	a	su	verdad.
El	hombre	que	asume	la	derrota	de	la	verdad	derrotada	en	la	ordalía	para	que
la	verdad	siga	siendo	verdad,	está	obligado	a	abrazar	la	metáfora	de	la
búsqueda	de	la	verdad,	desentendiéndose	de	la	literalidad	de	la	lucha	por	la
verdad.	Puesto	que	en	la	lucha	por	la	verdad	le	ha	correspondido	la	derrota,
la	metáfora	de	la	búsqueda	de	la	verdad,	la	imperiosa	necesidad	de	hallar	un
criterio	de	verdad	distinto	de	la	victoria	o	la	derrota	en	la	ordalía,	inspira	al
hombre	la	autojustificación	que	proporciona	el	conocimiento.	Ése	y	no	otro	es
el	miserable	origen	del	conocimiento,	que	con	el	tiempo	ha	transitado	desde
la	autojustificación	a	la	cautela,	desde	la	necesidad	imperiosa	de	hallar	un
criterio	de	verdad	que	revoque	una	derrota	a	la	imperiosa	necesidad	de
hallarlo	para	no	colocarse	en	situación	de	padecerla.	Puesto	que	cualquier
verdad	que	se	impuso	en	una	ordalía	anterior	puede	ser	derrotada	en	una
nueva	ordalía	de	la	lucha	por	la	verdad,	mejor	evitar	la	ordalía	para	poder
seguir	sosteniéndola.	El	conocimiento	nace	entonces	para	evitar	que	el
criterio	dependa	del	hombre	y	su	fortuna	en	la	ordalía,	algo	que	conviene	al
hombre	que	ha	defendido	la	verdad	derrotada,	porque	así	puede	seguir
defendiéndola	como	verdad.	Pero	algo	que	conviene,	también,	al	hombre	que
ha	defendido	la	verdad	victoriosa,	porque	así	oculta	el	azar	bárbaro	de	su
origen.	La	literalidad	de	la	lucha	por	la	verdad	es	entonces	desplazada	por	la
metáfora	de	la	búsqueda	de	la	verdad,	de	manera	que	el	hombre	derrotado
pueda	seguir	invocando	la	verdad	de	la	verdad	que	defendió	tanto	como	lo
hace	el	hombre	victorioso.
Sólo	que	el	propósito	de	que	el	criterio	de	verdad	no	dependa	del	hombre	y	su
fortuna	en	la	ordalía,	el	propósito	de	proclamar	la	verdad	mediante	el
lenguaje	racional	y	no	mediante	el	lenguaje	narrativo,	provoca	una
transformación	radical	de	la	noción	de	verdad,	hasta	el	punto	de	que	la
verdad	de	la	búsqueda	de	la	verdad	no	es	la	verdad	de	la	lucha	por	la	verdad.
No	se	trata	de	verdades	distintas,	porque	las	verdades	distintas	sólo	son
concebibles	en	la	lucha	por	la	verdad.	La	verdad	de	la	búsqueda	de	la	verdad
responde	a	otra	definición,	más	próxima	de	una	mistificación	que	de	un
concepto;	responde	a	una	subrepticia	transferencia	de	la	noción	de	verdad
desde	el	ámbito	en	el	que	tiene	sentido	hacia	otro	en	el	que	deja	de	tenerlo.
La	verdad	de	la	búsqueda	de	la	verdad	se	quiere	exterior	al	hombre,	pero
fuera	del	hombre	es	inconcebible	la	noción	de	verdad.	El	día	y	la	noche	no	son
verdad;	el	giro	del	satélite	alrededor	del	astro	no	es	verdad;	el	árbol	que	brota
de	la	semilla	no	es	verdad;	el	oleaje	que	baña	los	pies	desnudos	de	los
enamorados	mientras	caminan	de	la	mano	no	es	verdad;	el	ventanal	contra	el
que	choca	el	pájaro	deslumbrado	por	el	sol	del	atardecer	y	muere	no	es
verdad.	Tampoco	son	mentira	ni	tampoco	son	errores,	porque	cualquiera	que
sea	el	universo	exterior	al	hombre,	cualquiera	que	sea	su	origen	y	cualquiera
la	naturaleza	a	la	que	responda,	la	noción	de	verdad	sólo	es	posible	en
relación	con	el	hombre.	Sin	esta	relación,	el	universo	es.	Y	suponiendo	que	el
universo	sea	como	parece	que	es	ante	los	sentidos	del	hombre,	y	que
estuviera	entre	las	capacidades	del	hombre	conocerlo,	la	noción	de	verdad	no
se	hallaría	en	el	universo,	sino	en	el	conocimiento	del	hombre.	No	existe
búsqueda	de	la	verdad	que	no	sea	una	interrogación	que	el	hombre	se	hace	a
sí	mismo,	por	más	que	acuda	a	buscar	la	respuesta	en	un	tribunal	sobre	el
que	finge	no	tener	jurisdicción.	Pero	si,	aceptando	que	la	verdad	necesita	de
él	tanto	como	del	universo,	el	hombre	se	vuelve	hacia	sí	mismo,	la	verdad	que
obtenga	no	será	tanto	el	resultado	de	una	búsqueda	como	el	de	una	confesión,
no	tanto	de	un	descubrimiento	como	de	una	íntima	esperanza	apuntando
hacia	una	causa	final	que	no	es	otra	que	la	lucha	por	la	verdad,	que	la	ordalía
entre	verdades.
Al	trasluz	de	los	siglos,	la	verdad	que	se	busca	y	que	regularmente	se	declara
averiguada	es	tan	efímera,	en	efecto,	como	los	monarcas	ordenados	según	el
linaje	de	cifras	romanas	de	una	dinastía.	Lo	que	permanece	inmune	a	la	rueda
del	tiempo	no	es	la	verdad	sino	la	dinastía,	la	interminable	sucesión	de	las
verdades	que	vencen	y	a	continuación	son	derrotadas	por	otras	verdades,	que
ocupan	su	lugar.	El	hombre,	que	asume	la	derrota	de	la	verdad	derrotada	en
la	ordalía	para	que	la	verdad	por	la	que	luchó	siga	siendo	verdad,	prefiere
además	no	reclamar	la	victoria	de	la	verdad	cuando	es	la	verdad	victoriosa	la
que	él	defendió,	porque	sabe	que	esa	verdad	victoriosa	no	tardará	en	caer
derrotada	porotra	verdad.	En	realidad,	tampoco	faltan	motivos	para	que
prefiera	no	proclamar	la	victoria	como	no	faltaron	para	que	asumiera	la
derrota.	Reclamar	la	victoria	de	la	verdad	victoriosa	en	la	ordalía	impediría
disfrazar	la	literalidad	de	la	lucha	por	la	verdad	con	la	metáfora	de	la
búsqueda	de	la	verdad;	equivaldría	a	reconocer	sin	subterfugios	que	el	único
criterio	de	verdad	es	la	ordalía,	con	lo	que	se	revelaría	que	la	verdad	depende
del	hombre	y	su	impredecible	fortuna.	Una	victoria	no	es	garantía	de	victoria
permanente,	por	lo	que	la	verdad	victoriosa	en	la	ordalía	estaría	más	segura
si	la	ordalía	no	se	repitiera.	Por	este	camino	se	precipita	el	hombre	en	el
peligro	que	trata	de	evitar,	porque,	para	que	la	ordalía	no	se	repita,	para	que
sólo	una	ordalía	decida	para	siempre,	hay	que	relacionarla,	no	con	la
literalidad	de	la	lucha	por	la	verdad,	sino	con	la	metáfora	de	la	búsqueda	de	la
verdad.	Pero,	en	ese	caso,	si	se	rechaza	la	ordalía	como	criterio	de	verdad
intentando	dar	seguridad	a	la	verdad	victoriosa	mediante	un	criterio	de
verdad	independiente	del	hombre	y	su	fortuna,	si	se	señala	con	un	gesto
indeciso	en	dirección	a	la	lejanía	donde	puede	morar	el	Absoluto,	entonces	la
verdad	victoriosa	queda	en	la	misma	situación	que	la	verdad	derrotada	en	la
que	el	hombre	prefiere	asumir	la	derrota.	También	esta	verdad	va	a	la
búsqueda	de	un	criterio	de	verdad	independiente	del	hombre	y	su	destino,
con	lo	que	las	dos	verdades	vuelven	a	quedar	frente	a	frente	sin	ningún
criterio	de	verdad	que	no	sea	la	ordalía.
El	clamor	de	victoria	que	celebra	la	verdad	victoriosa	en	la	ordalía	se
transforma,	entonces,	en	la	única	verdad.	Porque	el	clamor	de	la	victoria
declara	qué	verdad	ha	sido	proclamada	en	la	verdad	en	la	ordalía,	y	proclama,
además,	que	la	ordalía	no	responde	a	una	lucha	por	la	verdad	en	la	que	el
desenlace	es	impredecible	como	impredecible	es	la	fortuna	del	hombre,	sino	a
un	criterio	de	verdad	hallado	tras	la	extenuante,	contrastada	y	fructífera
búsqueda	de	la	verdad.
El	Absoluto	y	la	sabiduría
Las	alternativas	son	limitadas:	o	bien	el	Absoluto	hacia	el	que	insinúa	un
gesto	indeciso	el	hombre	que	arriesga	la	verdad	en	la	ordalía	existe
independientemente	del	hombre,	o	bien	el	hombre	concibe	el	Absoluto	al
tomar	conciencia	de	su	propia	finitud.	Si	lo	concibe	al	tomar	conciencia	de	su
propia	finitud,	el	hombre	no	puede	descubrir	el	Absoluto;	puede
representárselo	como	un	delirio	que	brota	del	contraste	con	su	propia	finitud.
Por	más	esforzada	que	sea	la	búsqueda,	el	hombre	sólo	encuentra	el	contraste
de	su	propia	finitud	allí	donde	cree	encontrar	el	Absoluto.	Referido	a	esa
máscara	del	Absoluto	que	es	el	Dios	creador,	el	hombre	lo	concibe	como	un
ser	eterno	porque	él,	por	su	parte,	es	un	ser	finito,	omnipotente	porque	su
fuerza	es	limitada	y	omnisciente	porque	su	saber,	el	conocimiento	del
hombre,	no	abarca	el	universo.	Dios	carecería	de	rasgos	colosales	si	el
hombre	no	tuviera	conciencia	de	la	insignificancia	de	los	suyos,	lo	que	coloca
a	la	trascendencia	ante	la	imperiosa	elección	de	un	punto	de	vista	para
contemplar	la	dependencia	entre	el	hombre	y	Dios.	Desde	el	punto	de	vista	de
Dios,	el	hombre	es	una	criatura	a	su	imagen	y	semejanza.	Desde	el	punto	de
vista	del	hombre,	Dios	es	el	delirio	que	le	permite	sobrepasar	la	propia
finitud.
La	elección	del	punto	de	vista	de	Dios	lleva	sin	embargo	a	la	incongruencia	de
que	sea	el	hombre	quien	tenga	que	tomar	la	palabra	para	hablar	en	nombre
de	Dios,	puesto	que,	a	fin	de	cuentas,	es	el	hombre	quien	realiza	la	elección
del	punto	de	vista.	Cada	vez	que	la	teología	establece	lo	que	Dios	quiere	del
hombre,	el	premio	que	está	dispuesto	a	concederle	si	respeta	su	voluntad	o	el
castigo	que	le	infligirá	si	la	defrauda,	es	el	hombre	el	que	tomando	la	palabra
en	nombre	de	Dios	dice	lo	que	espera	del	hombre;	es	el	hombre	el	que	impone
las	reglas	al	hombre	y	el	que	encuentra	en	la	incongruencia	de	tomar	la
palabra	en	nombre	de	Dios	la	coartada	para	premiar	o	castigar	al	hombre;	es
siempre	el	hombre	en	trato	con	el	hombre.	Y	mientras	el	hombre	se	conforme
con	remitir	el	premio	o	el	castigo	a	la	eternidad,	que	no	es	sino	una	máscara
del	Absoluto	que	el	hombre	se	representa	en	contraste	con	la	fugacidad	de	su
existencia,	la	trascendencia	es	inocua,	y	no	cabe	esperar	de	ella	más
sufrimiento	ni	más	devastación	que	los	que	puede	perpetrar	un	delirio.	Si,	en
cambio,	el	hombre	remite	el	premio	y	el	castigo	a	la	fugacidad,	si	se	dispone	a
administrarlos,	no	en	el	reino	de	Dios,	que	es	el	reino	del	Absoluto,	sino	en	el
reino	del	hombre,	que	es	el	de	la	fugacidad,	entonces	la	trascendencia	que
elige	el	punto	de	vista	de	Dios	adquiere	los	rasgos	sobrecogedores	de	un	ídolo
que	reparte	recompensas	caprichosas	y	al	que	se	ofrendan	feroces	sacrificios.
Un	ídolo	es	sólo	eso,	una	máscara	del	Absoluto	rebajada	al	reino	de	la
fugacidad,	un	Dios	que,	extraviado	en	un	reino	que	no	es	el	suyo,	sigue
expresándose,	sin	embargo,	a	través	de	una	incongruencia	aún	mayor	que	la
incongruencia	de	que	el	hombre	tome	la	palabra	en	su	nombre;	una
incongruencia	aún	mayor	porque,	mientras	Dios	permanece	en	el	reino	del
Absoluto,	mientras	Dios	sigue	siendo	Dios,	mientras	no	se	degrada	en	ídolo,	el
hombre	puede	tomar	la	palabra	en	su	nombre	aprovechándose	de	su	ausencia
en	el	reino	de	la	fugacidad	y	él	mismo,	el	hombre,	puede	llegar	a	convencerse
de	que	Dios	está	en	el	reino	del	Absoluto	sólo	porque	no	está	en	el	de	la
fugacidad.
Pero	cuando,	degradado	en	ídolo,	Dios	desciende	al	reino	de	la	fugacidad,
tomar	la	palabra	en	su	nombre	exige	del	hombre	fingir	que	las	palabras	que
pronuncia	expresan	la	voluntad	de	una	roca,	de	un	árbol	centenario,	de	un
relámpago	en	el	cielo,	cuando	no	de	una	figura	que	él	mismo	talla	en	la
madera	o	esculpe	en	el	mármol.	El	hombre	sabe	que	las	palabras	que
pronuncia	en	nombre	de	un	Dios	degradado	en	ídolo	son	sólo	sus	palabras,
porque	el	ídolo,	sea	cual	sea	la	forma	en	la	que	encarna	–roca,	árbol,
relámpago,	talla–,	ni	las	pronuncia,	ni	instruye	ni	puede	instruir	a	nadie	para
que	las	pronuncie	en	su	nombre.	Tomar	la	palabra	en	nombre	de	Dios	exige
del	hombre	la	más	depravada	impostura,	fingiéndose	portavoz	de	Dios	cuando
es	sólo	el	ventrílocuo	de	un	ídolo.	O	exige	la	fe	más	inquebrantable,	es	decir,
una	fe	capaz	de	conformarse	con	el	delirio	de	que	las	palabras	que	el	hombre
pronuncia	coinciden	con	las	palabras	de	Dios,	que	es	Dios	quien	se	las	inspira
al	hombre	aun	cuando	el	hombre	ignore	el	conducto	por	el	que	le	llega	esa
inspiración	y	no	alcance	a	distinguir	entre	el	contenido	de	las	palabras
inspiradas	por	Dios	y	su	propia	voluntad,	su	propia	imaginación,	su	propio
capricho.	De	Dios	en	el	reino	del	Absoluto	no	hay	nada	que	temer,	si	acaso	la
inocuidad	de	confiar	en	la	realidad	de	un	delirio;	de	Dios	en	el	reino	de	la
fugacidad,	de	Dios	degradado	en	ídolo	en	cuyo	nombre	se	pronuncian
palabras	y	se	administran	premios	y	castigos	–premios	y	castigos	que,	por	lo
demás,	se	remiten	al	reino	de	la	fugacidad	y	no	del	Absoluto–	sólo	cabe
esperar	sufrimiento,	devastación.	Tarde	o	temprano,	sufrimiento	y	sólo
sufrimiento,	devastación	y	sólo	devastación,	porque	el	Dios	que	se	rebaja	a
ídolo	y	se	pone	en	manos	del	hombre	para	que	el	hombre	hable	en	su	nombre
y	en	su	nombre	también	administre	premios	y	castigos,	el	Dios	que	abandona
el	reino	del	Absoluto,	concede	al	hombre	una	previa	absolución	para	cuantos
actos	monstruosos	pueda	cometer.	El	bien	que	se	realiza	en	nombre	de	un
Dios	degradado	en	ídolo,	de	un	Dios	que	se	pone	en	manos	del	hombre,	es
bien	a	fin	de	cuentas,	y	por	ser	bien	coloca	al	hombre	ante	la	disyuntiva	de	si
debe	condenar	o	no	el	bien	que	se	realiza	por	razones	equivocadas,	incluso
por	malas	razones.	Pero	cuando	el	hombre	inflige	sufrimiento	y	provoca
devastación,	hacerlo	en	nombre	de	un	Dios	degradado	en	ídolo	lo	exime	de	la
responsabilidad.	No	importa	lo	monstruoso	que	pueda	ser	el	acto	que	realice
el	hombre,	al	tomar	la	palabra	en	nombre	del	ídolo	en	el	que	se	ha	degradado
Dios,	al	administrar	en	el	reino	de	la	fugacidad	los	premios	y	los	castigosque
un	Dios	que	no	se	degrade	en	ídolo,	un	Dios	que	sea	Dios,	sólo	administra	en
el	reino	del	Absoluto,	el	hombre	finge	ser	el	instrumento	del	ídolo	que	él
mismo	ha	creado	degradando	a	Dios	y	colocándolo	en	el	reino	de	la	fugacidad,
cuando,	en	realidad,	el	hombre	sólo	es	instrumento	de	sí	mismo.
Si	la	alternativa	por	la	que	opta	el	hombre	es,	no	la	de	afirmar	que	el	Absoluto
existe	independientemente	de	él,	sino	la	de	que	es	él	quien	lo	concibe	al
tomar	conciencia	de	su	propia	finitud,	entonces	el	hombre	está	condenado	a
representarse	un	ídolo	cada	vez	que	se	proponga	descubrir	a	Dios.	Un	ídolo
que	seguirá	siéndolo	cuando,	en	lugar	de	adoptar	la	forma	de	Dios,	el
Absoluto	que	busca	el	hombre	adopte	cualquier	otra	máscara,	sin	ninguna
relación	aparente	con	la	divinidad.	Si	el	monoteísmo	establece	su	origen	en
una	revelación	es	porque	necesita	regresar	a	la	alternativa	ante	la	que	el
hombre	debe	optar	para	afirmar	que	el	Absoluto	existe	independientemente
de	él,	no	que	es	él	quien	se	lo	representa	al	tomar	conciencia	de	su	propia
finitud;	necesita	regresar	a	esa	alternativa	porque	sólo	existiendo
independientemente	del	hombre	puede	tener	lugar	la	revelación	del	Absoluto.
La	máscara	de	Dios	que	adopta	la	revelación	monoteísta,	en	oposición	al
Olimpo	de	dioses	junto	a	cuyos	templos	nació	la	filosofía,	es	un	Absoluto	al
que	el	hombre	quiere	dotar	de	una	naturaleza	distinta	a	la	de	otros	Absolutos
que	se	ha	representado	al	tomar	conciencia	de	su	propia	finitud.	En	realidad,
la	naturaleza	de	Dios	es	idéntica	a	la	de	otros	Absolutos,	a	la	de	otras
máscaras	del	Absoluto,	a	las	que	se	llega	a	través	de	la	filosofía.
El	Dios	que	proporciona	la	revelación,	esa	máscara	del	Absoluto	que	se	quiere
distinta	de	otras	máscaras	porque	no	se	reconoce	como	una	representación
del	hombre	a	partir	de	su	propia	finitud,	no	entra	ni	puede	entrar	en	colisión
con	el	Olimpo	de	dioses	junto	a	cuyos	templos	nació	la	filosofía	porque	esos
dioses	no	son	otras	máscaras	del	Absoluto;	las	máscaras	del	Absoluto	con	las
que	Dios	entra	en	colisión	no	son	Absolutos	distintos,	sino	simplemente	eso,
máscaras	de	un	único	Absoluto	que	decanta	la	filosofía	a	partir	de	Sócrates.
Si	Dios	parece	entrar	en	colisión	con	el	Olimpo	de	dioses	y	no	con	la	máscara
del	Absoluto	que	decanta	la	filosofía	a	partir	de	Sócrates	es	porque,
degradado	en	ídolo	en	el	reino	de	la	fugacidad,	no	pasa	de	ser	un	ídolo	entre
múltiples	ídolos,	y	no	pasar	de	ser	un	ídolo	entre	múltiples	ídolos	sugiere	que,
remontando	hacia	el	reino	del	Absoluto,	Dios	podría	ser	considerado	como	un
Dios	entre	múltiples	dioses.	Detrás	del	becerro	de	oro	no	estaba	Dios,	y	si	no
estaba	Dios,	ni	Dios	ni	sus	más	devotos	sacerdotes	tendrían	que	haberse
sentido	desafiados	por	el	culto	que	le	rinden	los	israelitas	desesperanzados
por	la	tardanza	de	Moisés	en	la	cima	del	Monte	Sinaí.	Pero	si	Moisés	hubiera
transigido	con	el	culto	que,	desesperanzados	por	su	tardanza,	comienzan	a
rendir	los	israelitas	al	becerro	de	oro,	las	Tablas	de	la	Ley	que	Moisés	trae	en
la	mano	habrían	entrado	en	colisión	con	el	becerro	de	oro	en	cuanto	que
ídolo.	Porque,	en	el	reino	de	la	fugacidad,	las	Tablas	de	la	Ley	y	el	becerro	de
oro	se	equivalen;	esa	equivalencia	en	el	reino	de	la	fugacidad	sugiere	que,	en
el	reino	del	Absoluto,	el	Dios	que	entrega	las	Tablas	de	la	Ley	a	Moisés	podría
no	ser	el	único	Dios,	porque	otro	Dios	habría	entregado	a	los	israelitas	el
becerro	de	oro.	Cuando,	en	un	arrebato	de	cólera,	Moisés	rompe	las	Tablas	de
la	Ley	estrellándolas	contra	una	roca	no	está	desafiando	a	Dios	sino
ratificándolo	en	su	unicidad,	demostrando	a	los	israelitas	que	han	comenzado
a	rendir	culto	al	becerro	de	oro	que	Dios	sigue	siendo	único,	y	sigue	siendo
Dios,	aunque	se	destruyan	las	Tablas,	aunque	se	destruya	el	ídolo	que	lo
representa	en	el	reino	de	la	fugacidad.	Destruido	el	becerro	de	oro,	el	Dios
cuyo	ídolo	es	el	becerro	se	destruye	con	él.
El	error	de	considerar	que	Dios,	que	es	una	máscara	del	Absoluto,	se	opone	al
Olimpo	de	dioses	y	no	a	las	máscaras	del	Absoluto	que	decanta	la	filosofía	a
partir	de	Sócrates,	es	lo	que	abre	las	puertas	a	que	el	saber	acerca	de	Dios,	a
que	la	teología,	se	sirva	de	la	filosofía	para	sus	fines,	como	quien	introduce	un
lobo	domesticado	en	un	gallinero	de	falsas	gallinas.	Pero	puesto	que	es	la
teología	la	que	establece	los	fines	para	los	que	quiere	servirse	de	la	filosofía,
no	toda	filosofía	puede	serle	útil,	sino	sólo	aquella	que	permita	poner	en
sordina	la	colisión	entre	las	máscaras	del	Absoluto	que	la	filosofía	decanta	y
la	máscara	de	Dios	de	la	teología.	El	mito	de	la	caverna,	con	el	que	Platón
ilustra	una	concepción	del	universo	para,	a	continuación,	explicar	en	qué
consiste	conocerlo,	resulta	excepcionalmente	útil	a	la	teología	como	metáfora
que	pone	en	relación	el	Absoluto,	en	el	que	la	máscara	de	las	ideas	puras	se
sustituye	por	la	de	Dios,	y	los	seres,	los	objetos	y	los	fenómenos	que
comparten	el	reino	de	la	fugacidad.	Valiéndose	del	mito	de	la	caverna	como
metáfora,	la	teología	disfraza	como	explicación	lo	que	no	es	más	que
ilustración	del	punto	de	vista	sobre	la	trascendencia	que	elige	el	hombre	en	la
Escritura	al	afirmar	que	el	hombre	fue	creado	a	imagen	y	semejanza	de	Dios.
Respecto	de	Dios,	viene	a	decir	la	teología	recurriendo	a	la	filosofía	de	Platón
como	metáfora,	el	hombre	es	como	los	objetos	y	los	fenómenos	cuyas	sombras
danzan	en	las	paredes	de	la	caverna	de	los	sentidos,	proyectando	una	imagen
corrompida	de	las	ideas	puras.	El	mito	de	la	caverna	da	cuenta	del	origen	de
la	pluralidad,	de	la	que	las	sombras	cambiantes	de	una	única	idea	que	danzan
sobre	las	paredes	son	testimonio.	Pero	al	dar	cuenta	del	origen	de	la
pluralidad	mediante	un	poderoso	lenguaje	narrativo,	Platón	omite	dar	cuenta
mediante	un	lenguaje	racional	tan	poderoso	como	el	narrativo	del	origen	de	la
unidad,	que	sólo	es	posible	asociar	con	la	metáfora	de	la	hoguera	que
proyecta	la	luz	de	la	que	nacen	las	sombras.	Esa	omisión	del	origen	de	la
unidad,	esa	imprecisión	en	la	que	se	mantiene	la	hoguera	encendida	en	el
interior	de	la	caverna,	es	lo	que	permite	a	la	teología	monoteísta	servirse	de
la	filosofía	de	Platón,	estableciendo	una	correspondencia	entre	el	mundo	de
las	ideas	y	el	Dios	único,	y	el	mundo	de	los	sentidos	y	la	creación.
Platón	omite	interrogarse	sobre	el	origen	del	mundo	de	las	ideas	porque	da
por	sobrentendido	que	el	mundo	de	las	ideas	es	una	respuesta.	La	teología
monoteísta	hace	otro	tanto,	sólo	que,	en	su	caso,	la	pregunta	de	la	que	Dios	es
la	respuesta	no	ha	sido	ni	puede	ser	formulada,	porque	Dios	es	el	principio	de
todo;	es,	por	así	decir,	quien	formula	la	pregunta.	El	origen	del	mundo	de	las
ideas	que	Platón	da	por	sobrentendido	se	encuentra	en	Sócrates,	formulado
como	una	máscara	del	Absoluto	que	parece	escapar	a	la	disyuntiva	de	si
existe	independientemente	del	hombre	o,	por	el	contrario,	es	el	hombre	quien
lo	concibe	al	tomar	conciencia	de	su	propia	finitud.	Es	en	el	proceso	instado
por	Meleto	donde	Sócrates	formula	la	máscara	del	Absoluto	sobre	la	que
Platón	se	representa	el	mundo	de	las	ideas,	buscando	la	explicación	de	la
sentencia	de	la	Pitia	de	acuerdo	con	la	cual	él	es	el	más	sabio	de	los	hombres.
Ante	el	tribunal	que	lo	juzga	y	que	lo	condenará	a	muerte	acusado	de
corromper	a	los	jóvenes	y	de	introducir	nuevos	dioses	en	la	ciudad,	Sócrates
llega	a	la	conclusión	de	que	él	es	el	más	sabio	de	los	hombres	porque,	a
diferencia	del	resto,	que	conoce	al	menos	los	oficios,	sabe	que	no	sabe	nada.
La	conclusión	de	Sócrates	se	ha	interpretado	como	delimitación	del	ámbito	de
conocimiento	de	la	filosofía	y	también	como	fundamento	último	de	la
mayéutica,	un	procedimiento	que,	ante	cualquier	problema	filosófico,	exige
retrotraer	la	indagación	hasta	el	enunciado	para,	desde	ahí,	ir	avanzando	sin
aceptar	la	validez	de	ningún	conocimiento	que	no	haya	sido	examinado.	Desde
esta	interpretación,	el	no	saber	nada	socrático	equivale	a	no	dar	nada	por
seguro	y	se	erige	en	remoto	antecedente	de	la	duda	cartesiana.	Entre	la
mayéutica	y	la	duda	cartesiana	se	establece	una	influenciarecíproca,	la
circularidad	sin	escapatoria	de	un	juego	de	espejos	que	oculta	tras	la
modestia	del	filósofo	la	soberbia	del	clérigo	del	Absoluto:	la	interpretación	de
la	sentencia	de	la	Pitia	como	fundamento	de	la	mayéutica	inspira	la	duda
cartesiana,	y,	a	su	vez,	la	interpretación	de	la	duda	cartesiana	como	resultado
de	la	inspiración	de	la	mayéutica	refuerza	la	interpretación	de	la	sentencia	de
la	Pitia,	cerrando	el	paso	a	cualquier	otra.
Otra	interpretación	de	la	sentencia	de	la	Pitia,	distinta	del	no	saber	nada
socrático,	es,	sin	embargo,	posible,	a	condición	de	escapar	de	la	circularidad
sin	escapatoria	del	juego	de	espejos	establecido	entre	la	mayéutica	y	la	duda
cartesiana.	Para	ello,	habría	que	empezar	considerando	que	cuando	la	Pitia
declara	a	Sócrates	el	más	sabio	de	los	hombres	lo	que	está	diciendo,	en
realidad,	es	que	de	todos	los	hombres,	Sócrates	es	el	que	ha	llegado	a
adquirir	más	conocimiento.	Ahora	bien,	asociar	la	sabiduría	a	la	cantidad	de
conocimiento	suscita	un	problema	que	pondría	en	cuestión	la	sentencia	de	la
Pitia,	no	porque	Sócrates	no	sea	el	más	sabio	de	los	hombres,	que	podría
seguir	siéndolo,	sino	porque	la	sentencia	de	la	Pitia	deja	en	una	infructuosa
ambigüedad	la	relación	entre	conocimiento	y	sabiduría.	Esa	ambigüedad	es	la
que	intenta	despejar	Sócrates	ofreciendo	a	la	filosofía	una	vía	de	acceso	al
Absoluto.
La	sentencia	de	la	Pitia	declarando	a	Sócrates	el	más	sabio	de	los	hombres
seguiría	siendo	válida	si	en	lugar	de	definir	la	sabiduría	como	saber	que	no	se
sabe	nada,	Sócrates,	desde	la	modestia	del	filósofo,	la	hubiera	definido	como
saber	que	no	se	sabe	todo.	Sólo	que	en	el	preciso	instante	en	el	que	hubiera
definido	la	sabiduría	como	saber	que	no	se	sabe	todo,	la	interpretación	de	la
sentencia	de	la	Pitia	exigiría	decidir	qué	cantidad	exacta	de	conocimiento	se
convierte	en	sabiduría,	en	qué	punto	preciso	de	una	escala	cuantitativa	de
conocimiento	se	produce	el	salto	cualitativo,	el	milagro	que	transforma	el
conocimiento	en	sabiduría.	El	Absoluto	para	el	que,	desde	la	soberbia	del
clérigo,	Sócrates	abre	una	vía	de	acceso	a	la	filosofía	permite	soslayar
mediante	una	negación	el	recurso	a	cualquier	escala	cuantitativa	de
conocimiento	para	definir	la	sabiduría,	y	por	tanto	a	cualquier	salto
cualitativo,	a	cualquier	milagro.	La	nada	que	Sócrates	invoca	en	la	definición
de	sabiduría	es	invariable,	siempre	igual	a	sí	misma	y	siempre	con	idéntico
contenido	de	conocimiento,	que	es	ninguno.	El	todo,	por	su	parte,	es	siempre
igual	a	sí	mismo	puesto	que	el	todo	es	siempre	el	todo,	pero	el	contenido	del
todo	puede	incluir	más	o	menos	conocimiento.	Es	ahí,	en	esa	imprecisión	del
contenido	del	todo,	en	esa	posibilidad	de	remitirlo	a	una	escala	cuantitativa,
donde	radicaría	la	infructuosa	ambigüedad	de	la	sentencia	de	la	Pitia	si
Sócrates	hubiera	definido	el	saber	por	referencia	a	un	todo	y	no	por
referencia	a	la	nada.
La	vía	de	acceso	al	Absoluto	que	Sócrates	sugiere	a	la	filosofía,	y	que	la
teología	monoteísta	adoptará	a	partir	del	argumento	ontológico	de	san
Anselmo	–Dios	es	el	ser	por	encima	del	cual	no	se	puede	imaginar	nada
mayor–,	parece	desembarazarse	de	la	alternativa	de	si	el	Absoluto	existe
independientemente	del	hombre	o	si	es	el	hombre	quien	lo	concibe	al	tomar
conciencia	de	su	propia	finitud.	Para	Sócrates,	ambos	extremos	son
necesarios	para	recorrer	la	vía	que	permite	escapar	al	reino	de	la	fugacidad:
el	Absoluto	existe	independientemente	del	hombre	desde	que	el	hombre	toma
conciencia	de	su	propia	finitud.	La	acrobacia	racional	resultaría	prodigiosa	si
no	fuera	porque,	al	ejecutarla	para	interpretar	la	sentencia	de	la	Pitia,
Sócrates	se	precipita	en	la	desconcertante	paradoja	de	despreciar	el
conocimiento	en	nombre	de	la	sabiduría.	No	importa	la	cantidad	de
conocimiento	que	el	hombre	atesore	ni	tampoco	si	esa	cantidad	se
corresponde	con	un	todo	que,	a	su	vez,	no	define	ninguna	cantidad	precisa,
puesto	que	cualquier	otro	todo	puede	ser	mayor	o	menor	que	el	primero:	la
sabiduría	según	la	entiende	Sócrates,	la	sabiduría	definida	como	saber	que	no
se	sabe	nada,	la	sabiduría,	en	fin,	convertida	en	máscara	del	Absoluto,	no	es
otra	cosa	que	una	derogación	sumaria	e	inapelable	de	cualquier	conocimiento
que	pueda	adquirir	el	hombre.	La	vía	de	acceso	al	Absoluto	que	Sócrates
sugiere	a	la	filosofía	no	exige	escapar	del	reino	de	la	fugacidad,	sino	negarlo
sin	contemplaciones.	Negarlo	categórica,	radical,	irrevocablemente,
equiparándolo	con	la	nada	sea	cual	sea	la	cantidad	de	conocimiento	que
atesore,	sea	cual	sea	su	extensión,	su	profundidad,	su	naturaleza.	Allá	donde
el	hombre	afirme	el	conocimiento	está	negando	la	sabiduría,	y	al	contrario,
como	si	el	Absoluto	estableciera	no	sólo	una	alternativa,	sino	una	relación	de
indeterminación	entre	el	conocimiento	y	la	sabiduría.
La	vía	de	acceso	al	Absoluto	que	Sócrates	sugirió	a	la	filosofía	ha	señalado	al
hombre	un	radiante	punto	de	luz	hacia	el	que	dirigir	sus	pasos,	le	ha	dejado
entrever	un	inalcanzable	paraíso	que	sólo	es	paraíso	mientras	siga	siendo
inalcanzable.	Pero	se	lo	ha	dejado	entrever	a	cambio	de	que	el	hombre	se
humille,	se	desprecie,	incluso	se	aniquile,	humillando,	despreciando	y
aniquilando,	además,	cuanto	encuentre	en	el	universo	familiar	que	lo	rodea	y
con	el	que	podría	haber	establecido	una	relación	de	condescendiente
proporción,	de	frágil	armonía.	El	mito	de	la	caverna	ilustra	mediante	un
lenguaje	narrativo	la	trágica	alianza	que,	mediante	el	lenguaje	racional,	el
hombre	concluyó	con	el	Absoluto	desde	que	Sócrates	interpretó	la	sentencia
de	la	Pitia	con	la	soberbia	del	clérigo	y	no	con	la	humildad	del	filósofo;	una
alianza	que	mientras	el	hombre	consigue	no	perder	la	calma	le	condena	a	la
resignación	ante	la	miseria	a	la	que	él	mismo	se	reduce,	pero	que	se
transforma	en	una	cólera	estéril	cuando,	desesperado,	intenta	alcanzar	el
Absoluto	ofreciéndose	a	sí	mismo	en	sacrificio,	amputándose,	negándose,
exaltando	la	muerte	que	lo	libera	de	una	vida	contra	la	que	alberga	un
irredimible	rencor.	La	metáfora	de	las	sombras	que,	proyectadas	sobre	las
paredes	de	la	caverna	de	los	sentidos	por	una	hoguera,	se	sirve	de	la	vía	de
acceso	al	Absoluto	que	Sócrates	ofreció	a	la	filosofía,	disfraza	como
explicación	lo	que	es	sólo	ilustración,	borrando	deliberadamente	la	frontera
entre	el	lenguaje	narrativo	y	el	lenguaje	racional,	según	ocurre	al	recurrir	a
las	metáforas.	Desde	el	punto	de	vista	del	lenguaje	racional,	el	mito	de	la
caverna	presenta	como	extravagante	argumento	en	favor	de	la	existencia	del
mundo	de	las	ideas,	de	la	existencia	del	Absoluto,	la	experiencia	contrastada
de	que	una	hoguera	encendida	en	el	interior	de	una	caverna	proyecta
sombras	sobre	las	paredes.
Hasta	que	san	Anselmo	no	formula	el	argumento	ontológico	en	el	Proslogion,
la	teología	monoteísta	se	conforma	con	adaptar	a	sus	fines	el	lenguaje
narrativo	de	Platón	obviando	la	estricta	dependencia	en	la	que	se	encontraba
con	respecto	al	lenguaje	racional	de	Sócrates.	San	Anselmo,	por	su	parte,
traslada	a	la	teología	monoteísta	la	vía	de	acceso	al	Absoluto	que	Sócrates
sugiere	a	la	filosofía,	abandonando	el	lenguaje	narrativo	de	Platón	y
adoptando	el	lenguaje	racional	de	la	filosofía.	El	argumento	ontológico
reproduce	la	estructura	de	la	interpretación	que	Sócrates	había	hecho	de	la
sentencia	de	la	Pitia,	y	que	en	lo	esencial	consiste	en	afirmar	la	existencia	del
Absoluto	definiéndolo	mediante	una	negación.	La	sabiduría	de	Sócrates	existe
porque	cualquier	conocimiento	que	pueda	adquirir	el	hombre,	sea	cual	sea	su
cantidad,	sea	cual	sea	su	naturaleza,	es	equiparado	con	la	nada	más
categórica,	más	rotunda.	De	igual	manera,	el	argumento	ontológico	de	san
Anselmo	define	a	Dios	como	el	ser	por	encima	del	cual	no	se	puede	imaginar
nada	mayor.	San	Anselmo	no	dice	que	Dios	sea	el	ser	mayor	que	se	puede
imaginar,	como	tampoco	Sócrates	define	la	sabiduría	como	saber	que	no	se
sabe	todo.	Tanto	en	el	caso	de	Dios	como	en	el	de	la	sabiduría,	sería	recurrir
al	salto	cualitativo,	al	milagro.	El	interrogante	al	que	se	enfrenta	san	Anselmo
para	definir	aDios	sería	una	simple	variación	del	que,	para	definir	la
sabiduría,	logra	sortear	Sócrates	sobre	la	proporción	con	el	conocimiento:	¿a
partir	de	qué	tamaño	se	convertiría	en	Dios	un	ser	de	la	imaginación?	Al
situar	a	Dios	más	allá	de	la	imaginación,	como	Sócrates	sitúa	la	sabiduría	más
allá	del	conocimiento,	san	Anselmo	conduce	la	teología	monoteísta	hacia	la
indeterminación,	como	ya	había	hecho	Sócrates	con	la	sabiduría:	puesto	que
de	Dios	sólo	se	conoce	lo	que	no	es,	si	se	afirma	su	existencia	no	puede
conocerse,	y	si	se	conoce,	no	puede	ser	Dios.
Una	misma	vía	de	acceso	al	Absoluto	parece	haber	suministrado	al	hombre
dos	Absolutos;	en	realidad,	son	máscaras	de	un	mismo	Absoluto	porque	uno	y
otro	se	corresponden	con	el	espacio	vacío	que	delimita	una	negación.	En	ese
espacio	vacío	se	encuentran	el	Dios	de	san	Anselmo	y	la	sabiduría	de
Sócrates,	como	también	todos	los	Absolutos,	es	decir,	todas	las	máscaras
adoptadas	por	el	Absoluto	dependiendo	de	quién	y	con	qué	fin	emprende	la
vía	de	acceso	que	Sócrates	sugirió	a	la	filosofía.	Es	con	esas	otras	máscaras
del	Absoluto	con	las	que	Dios	puede	entrar	en	colisión,	no	con	el	Olimpo	de
dioses	junto	a	cuyos	templos	nació	la	filosofía.	Eran	dioses	que	no	encarnaban
el	Absoluto,	dioses	que	ocupaban	el	vértice	de	una	escala	cuantitativa	de	la
que	el	hombre	no	esperaba	ningún	salto	cualitativo,	ningún	milagro.	El	lugar
que	Atenea	ocupaba	en	el	Olimpo	respondía	a	la	definición	de	la	sabiduría
como	saber	que	no	se	sabe	todo,	no	como	saber	que	no	se	sabe	nada,	y	en	la
escala	cuantitativa	que	establece	la	definición	de	la	sabiduría	como	saber	que
no	se	sabe	todo,	la	diosa	contemplaba	desde	la	cima	el	esfuerzo	del	hombre
mientras	ascendía	por	la	áspera	ladera,	castigado	como	Sísifo	a	la
provisionalidad	de	sus	logros.	De	igual	manera,	Zeus	no	era	el	padre	de	los
dioses	del	Olimpo	por	tratarse	de	un	ser	por	encima	del	cual	no	se	puede
imaginar	nada	mayor,	sino	por	tratarse	del	ser	mayor	que	se	puede	imaginar,
ocupando,	como	Atenea	con	respecto	a	la	sabiduría,	el	vértice	de	la	escala
cuantitativa	en	cuya	base	está	el	hombre	y	en	la	que,	a	medida	que	se
asciende,	aparecen	los	héroes	y	la	jerarquizada	genealogía	de	los	dioses.
Al	sugerir	a	la	filosofía	una	vía	de	acceso	al	Absoluto,	Sócrates	no	aleja	aún
más	la	cima	ya	de	por	sí	lejana	que	inútilmente	se	esfuerza	por	alcanzar	el
hombre	sobreponiéndose	a	su	condición	mortal,	ascendiendo	por	la	ladera.	Lo
que	hace	es	más	perverso:	para	alcanzar	el	Absoluto,	le	dice	al	hombre,	tienes
que	negar	el	mundo	y,	humillándote,	declararte	al	mismo	tiempo	amo	tiránico
y	resignado	esclavo	de	ti	mismo.
El	Absoluto	y	la	historia
A	diferencia	del	infinito,	que	puede	coexistir	con	otros	infinitos,	el	hombre
concibe	una	sola	eternidad.	El	número	de	las	estrellas,	que	es	posible
imaginar	como	infinito,	no	impide	que	se	imagine	también	como	infinito	el
número	de	veces	que	Sísifo	asciende	por	la	ladera:	mientras	Sísifo	asciende
un	número	infinito	de	veces	hasta	la	cima,	en	el	cielo	parpadea	el	infinito
número	de	las	estrellas.	Entre	el	infinito	del	número	de	las	estrellas	y	el	de	las
veces	que	Sísifo	asciende	hasta	la	cima	existe,	sin	embargo,	una	diferencia,	y
es	que	el	número	de	las	estrellas	se	imagina	como	infinito	porque	el	hombre,
temiendo	que	nunca	pueda	conocerlo,	que	nunca	pueda	establecer	la	cifra
exacta,	conjura	la	ignorancia	fantaseando	con	un	número	mitológico	al	que	da
el	nombre	de	infinito.	Como	Dios,	como	la	sabiduría,	el	infinito	es	para	el
hombre	una	de	las	máscaras	que	adopta	el	Absoluto,	un	número	que	se
encuentra	más	allá,	siempre	más	allá	de	su	capacidad	de	conocerlo,	de
manera	que,	sometido	a	la	indeterminación,	si	lo	conoce,	no	es	infinito,	y	sólo
es	infinito	si	no	lo	conoce.
De	no	ser	infinito	el	universo,	bastaría	un	número	inabarcable	aunque	exacto
de	generaciones	de	hombres	para	conocer	el	número	también	inabarcable	y
también	exacto	de	las	estrellas.	Pero	si	el	universo	es	infinito,	entonces
conocer	el	número	de	las	estrellas	exigiría	el	monótono	trabajo	de	infinitas
generaciones	de	hombres,	una	casta	inmemorial	de	cautivos	o	de	locos	que,
valiéndose	de	las	cuentas	frenéticas	de	un	ábaco,	emplearía	la	vida	en
pronunciar	con	una	cadencia	nemotécnica	una	letanía	de	unidades,	decenas,
centenas,	millares,	decenas	de	millares,	centenas	de	millares,	millones	y	así
hasta	componer	cifras	que	tardarían	primero	días,	luego	años	y	después
siglos	en	ser	pronunciadas.	Al	sentir	próxima	la	muerte,	un	padre	que
perteneciera	a	la	casta	de	los	contables	del	universo	infinito	confiaría	a	su
hijo	el	patrimonio	de	una	cifra	que	resumiría	el	esfuerzo	de	una	vida	para	que
lo	continuara	y	lo	engrandeciese,	igual	que	el	humilde	campesino	deja	en
herencia	la	rama	de	un	olivo.	Sólo	que	la	posibilidad	de	confiar	a	los
descendientes	una	cifra	que	aún	se	correspondiera	con	el	número	de	las
estrellas	que	los	ascendientes	habían	efectivamente	contabilizado	en	el
universo	infinito	sería	privilegio	de	las	primeras	generaciones	de	la	casta	de
los	contables	del	universo,	las	únicas	que,	avanzando	el	tiempo,	habrían
relacionado	una	cifra	con	una	estrella.
A	medida	que	la	contabilidad	avanzara,	la	formidable	longitud	que	irían
adquiriendo	las	cifras	haría	que	en	el	espacio	de	una	vida	fuera	cada	vez
menor	el	número	de	estrellas	que	podría	contabilizarse,	sencillamente	porque
pronunciar	la	cifra	que	correspondería	a	una	estrella	ocuparía	una	fracción
siempre	creciente	de	los	años	de	vida	concedidos	al	contable.	Una	centésima,
un	décimo,	un	cuarto,	un	tercio,	la	mitad,	hasta	alcanzar	una	vida	entera
durante	la	que	un	contable	de	la	casta	de	cautivos	o	de	locos	empeñados	en
contabilizar	las	estrellas	del	universo	infinito	sólo	alcanzaría	a	susurrar	a	su
descendiente	la	cifra	que	había	comenzado	a	pronunciar	en	su	remota
juventud	nada	más	escucharla	de	labios	de	su	padre.	La	casta	de	los	contables
del	universo	infinito	estaría	inexorablemente	abocada	a	escindirse	en	dos
categorías,	la	de	los	contables	que	todavía	alcanzaron	a	relacionar	los
números	con	las	estrellas	porque	pronunciar	una	cifra	no	exigía	una	vida,	y	la
de	los	contables	que	comenzaron	a	consagrar	la	vida,	toda	la	vida,	a
pronunciar	un	fragmento	cada	vez	menor	de	la	cifra	que	llevaba	siglos	siendo
pronunciada,	y	a	la	que	aún	faltaban	generaciones	de	contables	para	llegar	a
pronunciar	la	unidad	y	estar	en	condiciones	de	asignar	un	nuevo	número	a	la
estrella	siguiente,	cuya	cifra,	a	su	vez,	sólo	acabaría	de	pronunciarse	en	una
lejanísima	posteridad.
El	saber	de	los	contables	cuya	vida	se	consagrara	a	pronunciar	el	minúsculo
fragmento	de	una	cifra	que	llevaba	siglos	siendo	pronunciada	era	el	mismo
saber	que	el	de	los	contables	primeros,	sólo	que,	entre	tanto,	el	engranaje	que
ponía	en	relación	los	números	con	las	estrellas	del	universo	infinito	parecería
haberse	detenido	aunque	siguiera	en	imperceptible	movimiento:	sería	preciso
esperar	a	que	transcurrieran	los	siglos	que	llevaba	pronunciar	la	interminable
cifra	correspondiente	a	una	estrella	para	contabilizar	la	estrella	siguiente,
relacionándola	con	una	cifra	que,	a	su	vez,	exigiría	el	concurso	de
generaciones	enteras	de	contables	para	ser	pronunciada.	A	partir	del
momento	en	que	pronunciar	una	cifra	exigiera	el	concurso	de	generaciones
enteras	de	contables,	el	tumultuoso	impulso	original	que,	como	las	aguas
desbocadas	descendiendo	por	las	abruptas	laderas,	había	empujado	al
hombre	a	contabilizar	las	estrellas	del	universo	infinito	se	adentraría	en	una
estática	llanura,	y	el	saber	de	los	contables	cambiaría	irremediablemente	de
signo.	En	lugar	de	hacer	más	asequibles	al	hombre	las	estrellas	del	universo
infinito,	en	lugar	de	clasificarlas	y	ordenarlas	para	mejor	comprenderlas,	el
saber	de	los	contables	terminaría	por	empujarlas	hacia	una	lejanía	cada	vez
más	inalcanzable,	donde	al	otro	lado	del	conocimiento	sólo	estaría	el
conocimiento,	y	de	nuevo	el	conocimiento	al	otro	lado	de	este	conocimiento,
en	una	circularidad	sin	escapatoria	de	la	que	Sócrates	había	querido	liberarse
situando	la	sabiduría	en	el	reino	del	Absoluto,	aldefinirla	como	saber	que	no
se	sabe	nada.
En	los	inicios	de	la	contabilidad	del	universo	infinito,	un	contable	estaría	en
posesión	de	su	saber	si	asignaba	sin	errores	una	cifra	a	cada	estrella;
alcanzada	la	estática	llanura	donde	se	adentraba	el	impulso	original	de
contabilizar	las	estrellas	del	mundo	infinito,	la	llanura	en	la	que	pronunciar
una	cifra,	una	sola	cifra,	requeriría	del	relevo	de	interminables	generaciones,
un	contable	estaría	en	posesión	de	su	saber	si,	por	el	contrario,	no	cometía
errores	al	pronunciar	el	fragmento	de	la	cifra	al	que	consagraría	toda	su	vida,
acaso	habiendo	olvidado	a	qué	estrella	correspondía.	El	hombre	pudo	tener
conciencia	de	que	la	contabilidad	de	las	estrellas	de	un	universo	infinito	no
acaba	nunca,	precisamente	porque	es	infinito.	De	lo	que	tal	vez	no	pudo
tenerla	es	de	que,	aunque	el	infinito	fuera	un	número	concreto	y	no	una
máscara	del	Absoluto,	aunque	existiera	una	cifra	capaz	de	desencadenar	el
salto	cualitativo,	el	milagro	de	que	un	número,	de	pronto,	franqueara	al
hombre	el	acceso	al	reino	del	Absoluto,	la	cifra	que	designase	el	número
infinito	exigiría	un	infinito	número	de	generaciones	de	contables	para
pronunciarla,	que	realizarían	la	tarea	de	contabilizar	las	estrellas	del	universo
infinito	sin	esperanza	de	alcanzar	jamás	el	final.	El	número	infinito	de	las
estrellas	habría	engendrado	el	número	infinito	de	las	generaciones	de
contables,	permitiendo	al	hombre	concebir	dos	infinitos	que,	multiplicados	al
infinito	al	imaginar	otra	casta	de	cautivos	o	de	locos	que	se	propusiera
contabilizar	el	número	infinito	de	las	generaciones	de	contables	precisas	para
contabilizar	el	número	infinito	de	las	estrellas,	daría	como	resultado	un
infinito	número	de	infinitos.
Pero	existiría	además	otro	motivo	por	el	que	el	hombre	no	alcanzaría	jamás	el
reino	del	Absoluto	persiguiendo	el	infinito,	y	es	que	la	contabilidad	de	las
estrellas	del	universo	infinito	estaría	condenada	a	convertirse	en	una	letanía
arbitraria,	en	un	rito	tal	vez	repleto	de	sentidos	pero	cruelmente	carente	de
significado,	puesto	que	los	contables	que	consagraran	la	vida	entera	a
pronunciar	el	fragmento	de	una	cifra	que	tardaría	siglos	en	ser	pronunciada
no	podrían	saber	qué	cifra	exacta	estaban	pronunciando.	Para	saberlo,	un
contable	anterior	tendría	que	habérsela	revelado	en	su	totalidad,	pero	ningún
contable	anterior	podría	revelársela	en	su	totalidad	porque,	para	hacerlo,
para	hacer	que	todos	los	contables	que	vinieran	después	conocieran	la
interminable	cifra	que	estaban	contribuyendo	a	pronunciar	a	través	de	siglos
y	siglos,	el	contable	que	se	propusiera	revelársela	habría	necesitado	el	mismo
tiempo,	exactamente	el	mismo,	que	debía	emplearse	en	pronunciar	esa	cifra
para	contabilizar	una	estrella	del	universo	infinito.	Una	imparable
multiplicación	de	contables	intentando	revelar	a	otros	la	cifra	que	estaban
contribuyendo	a	pronunciar,	y	a	los	que,	a	su	vez,	otros	contables	tendrían
que	revelarles	la	cifra	que	estaban	contribuyendo	a	pronunciar	para
revelársela	a	otros,	daría	como	resultado	un	inabarcable	número	de
generaciones	de	contables	pronunciando	a	lo	largo	de	siglos	y	siglos	la	cifra
relacionada	con	una	estrella	del	universo	infinito,	mientras	otro	inabarcable
número	de	generaciones	de	contables	intentaba	recordarle	a	los	primeros	la
cifra	que	estaban	contribuyendo	a	pronunciar,	y	estos	contables	necesitarían,
a	su	vez,	de	un	inabarcable	número	de	generaciones	de	contables	que	les
recordasen	la	cifra	que	estaban	recordando	a	los	primeros,	en	una
arborescente	multiplicación	que,	de	alcanzar	el	hombre	a	contabilizar	el
infinito	número	de	las	estrellas	que	pueblan	el	universo	infinito,	sería	después
de	haber	movilizado	a	un	infinito	número	de	generaciones	de	contables	que
habrían	necesitado	de	otras	generaciones,	también	en	número	infinito,	para
recordarles	el	número	que	estaban	pronunciando,	mientras	se	multiplicaban
de	nuevo	hasta	el	infinito	el	número	de	las	generaciones	que	recordaban	a
otras	generaciones	el	número	que	estaban	contribuyendo	a	pronunciar.
También	por	este	exuberante	camino,	el	propósito	de	conocer	el	infinito
conduciría	al	hombre	a	concebir	un	número	infinito	de	infinitos,	expresados	a
través	de	cifras	tan	incomprensibles	para	los	contables	del	número	infinito	de
las	estrellas	como	las	lenguas	con	las	que	Dios	impidió	que	los	descendientes
de	Noé	construyeran	la	torre	de	Babel.	Ignorantes	de	la	cifra	que	estarían
contribuyendo	a	pronunciar,	e	ignorantes	de	la	estrella	del	universo	infinito
contabilizada	bajo	esa	cifra,	los	contables	de	la	infinita	contabilidad	de	las
estrellas	se	precipitarían	en	una	arbitraria	y	ensimismada	logomaquia	para	la
que	sólo	importaría	que	cada	uno	siguiera	pronunciando	lo	que	pasaba	por
ser	la	cifra	que	había	comenzado	a	pronunciarse	siglos	atrás.	Podría	ser	o	no
ser	esa	cifra,	nadie	estaría	en	condiciones	de	asegurarlo:	los	contables
acabarían	sin	saber	qué	cifra	estaban	contribuyendo	a	pronunciar	ni	si	se
correspondía	con	una	estrella	o	con	el	recordatorio	de	la	cifra	que
correspondía	a	una	estrella,	y	quienes	los	escucharan	apartarían	los	ojos	y	los
volverían	al	cielo,	contemplando	las	estrellas	sin	saber	la	cifra	con	la	que
habían	sido	contabilizadas.
La	diferencia	entre	el	infinito	número	de	las	estrellas	y	el	infinito	número	de
veces	que	Sísifo	asciende	hasta	la	cima	radica	en	la	relación	que	uno	y	otro
número	infinito	establece	con	la	eternidad.	La	casta	de	cautivos	o	de	locos
obstinados	en	contabilizar	las	estrellas	entrevería	la	eternidad	al	mismo
tiempo	que	el	infinito,	confundidos	en	la	inalcanzable	circularidad	del
horizonte	donde	el	Absoluto	se	muestra	al	hombre	sin	máscara:	el	infinito,	por
ser	infinito,	requeriría	de	la	eternidad	para	ser	contabilizado.	La	eternidad	en
el	castigo	de	Sísifo	es,	por	el	contrario,	un	plazo	interminable	que,	por	ser
interminable,	hace	que	sea	infinito	el	número	de	veces	en	que	Sísifo	deberá
ascender	hasta	la	cima:	el	Absoluto	no	se	despoja	de	su	máscara,	aunque	el
infinito	y	la	eternidad	también	acaben	encontrándose.	Contabilizar	el	infinito
número	de	las	estrellas	conduce	a	la	eternidad,	y	acaba	superponiendo	ambas
máscaras,	la	máscara	del	infinito	y	la	de	la	eternidad,	en	la	inalcanzable
lejanía	que	el	hombre	señala	con	un	gesto	indeciso	imaginando	que	es	allí
donde	puede	morar	el	Absoluto;	en	el	castigo	de	Sísifo,	la	eternidad	alberga	al
infinito	como	a	un	huésped	sádico	ante	cuya	crueldad	el	anfitrión	cierra	los
ojos,	y	se	desentiende	de	la	imperturbable	insistencia	con	la	que	hace
ascender	a	Sísifo	hasta	la	cima	para,	a	continuación,	dejar	que	la	roca	ruede
hasta	el	pie	de	la	montaña.
Si	los	dioses,	poco	importa	si	conmovidos	o	saciados,	atenuasen	el	castigo	que
impusieron	a	Sísifo	y	redujeran	el	inalcanzable	Absoluto	de	la	eternidad	a	un
plazo	con	un	final	cierto,	inconmensurable	pero	cierto,	entonces	el	infinito
concluiría	abruptamente.	Cumplida	la	condena	que	había	dejado	de	ser
eterna,	Sísifo	habría	ascendido	un	estricto	número	de	veces	a	la	cima	de	la
montaña,	un	número	y	no	otro,	tal	vez	el	mismo	número	de	veces	que	la	roca
habría	vuelto	a	rodar	por	la	ladera	o	tal	vez	una	más,	tan	sólo	una	más,	una
vez	trascendental,	porque	de	esa	vez,	de	esa	única	vez	en	el	inconmensurable
número	de	veces	en	que	Sísifo	habría	ascendido	a	la	cima	mientras	duró	la
condena,	dependería	el	significado	último	del	mito.	Si	el	final	de	la	condena
hubiera	sorprendido	a	Sísifo	en	la	cima,	y	esa	vez,	precisamente	esa	vez,	la
roca	no	hubiera	vuelto	a	rodar	por	la	ladera	antes	de	que	concluyese	la
condena,	entonces	Sísifo	habría	alcanzado	una	incontestable	victoria.	Pero
¿una	victoria	contra	quién?	Salvo	que	los	dioses	pronunciaran	una	última
palabra	que	revelara	su	intención	al	condenar	a	Sísifo,	el	hombre
permanecería	indefinidamente	en	la	duda	de	si	Sísifo	habría	alcanzado	la
victoria	sobre	sí	mismo	–sobre	su	impaciencia,	sobre	su	desesperación,	sobre
su	destino–,	o	si	la	habría	alcanzado	contra	los	dioses.	Sísifo	habría	alcanzado
una	victoria	contra	los	dioses	si	la	voluntad	de	los	dioses	hubiera	sidoponer
fin	a	la	condena	con	la	roca	al	pie	de	la	montaña,	a	la	espera	de	que	Sísifo
decidiese	subir	una	vez	más,	ahora	contando	con	la	indiferencia	de	los	dioses
y	sin	otra	habilidad	ni	otras	fuerzas	que	las	suyas.
La	incapacidad	para	concebir	más	de	una	eternidad,	a	diferencia	de	lo	que
sucede	con	el	infinito,	hace	que	el	hombre	retroceda	con	aprensión	cuando	la
descubre	al	acecho,	como	si	sospechara	que,	de	alcanzarla,	la	eternidad	no	se
conformaría	con	redimirlo	de	la	finitud	de	la	existencia,	sino	que	le	reclamaría
la	existencia	para	redimirlo	de	la	finitud.	Tal	vez	el	mayor	de	los	consuelos
que	proporciona	al	hombre	imaginar	la	existencia	de	Dios,	la	existencia	de	la
máscara	del	Absoluto	que	es	Dios,	sea	liberarlo	de	la	eternidad.	Puesto	que
fue	creado	como	lo	fue	también	el	universo,	el	hombre	sabe	que	la	eternidad
no	acecha	a	sus	espaldas.	Puede	acechar,	si	acaso,	en	la	lejanía	que	el	hombre
señala	con	un	gesto	indeciso	imaginando	que	es	allí	donde	puede	morar	el
Absoluto,	una	lejanía	confundida	con	el	infinito	de	la	historia	si	la	historia,	a	la
que	dio	comienzo	Dios	al	crear	el	universo	infinito,	resultara	no	tener	final
porque	tampoco	lo	tenga	el	tiempo.	La	historia,	la	noción	de	historia	sirve	al
hombre	para	resolver	la	paradoja	frente	a	la	que	lo	coloca	la	existencia	de
Dios,	responsable	de	que	el	universo	infinito	comience	a	ser	y	de	que,	por
tanto,	comience	a	contar	para	él	un	tiempo	en	el	que	pueden	suceder	infinitos
acontecimientos	pero	que	no	puede	ser	eterno,	puesto	que	tuvo	inicio	en	la
creación.	De	aceptar	la	existencia	de	un	Dios	creador,	la	historia	aparece	ante
el	hombre	como	una	eternidad	mutilada,	como	una	eternidad	con	principio	y
que,	de	no	tener	fin	porque	tampoco	lo	tengan	los	infinitos	acontecimientos,
sólo	sería	eternidad	por	un	extremo	y	colocaría	al	hombre	ante	una	espera	a
la	que	no	le	encontraría	sentido.	Porque	si	el	tiempo	tuvo	un	comienzo	y	el
hecho	de	tener	un	comienzo	lo	desligó	de	la	eternidad,	que	no	puede	tenerlo
porque	los	tiene	todos,	la	eternidad	mutilada	que	es	el	tiempo	que	alberga
infinitos	acontecimientos,	esa	paradoja	de	un	tiempo	que,	por	así	decir,	sólo
es	eterno	por	un	extremo	y	al	que	el	hombre	da	el	nombre	de	historia,	debería
tener	un	sentido.	Un	sentido	y	no	todos	los	sentidos,	un	sentido	y	sólo	uno,	así
fuera	el	más	elemental	de	los	sentidos,	que	es	el	de	la	simetría,	que
reconforta	al	hombre	con	la	esperanza	de	que	exista	un	final	sencillamente
porque	ha	existido	un	principio.
La	simetría	proporciona	un	argumento	providencial	a	la	teología,	no	sólo
porque	permite	reforzar	la	frontera	entre	el	reino	de	la	fugacidad	y	el	reino
del	Absoluto,	donde	la	eternidad	y	el	Dios	creador	son	máscaras	distintas	del
Absoluto,	sino	también	porque	proporciona	el	escenario	donde	representar	el
proceso	que	el	Absoluto	entabla	contra	el	hombre	creado	a	su	imagen	y
semejanza,	indultándolo	o	condenándolo	según	se	reconozca	o	no	en	el	reflejo
que	le	devuelve,	según	se	identifique	o	no	con	las	sombras	que	la	hoguera	de
Platón	proyecta	sobre	las	paredes	de	la	caverna.	La	historia	que	es	historia
porque	tiene	principio,	y	porque,	al	tener	principio,	mutila	la	eternidad,
reduciéndola	a	expectativa	de	un	tiempo	que	albergue	infinitos
acontecimientos,	tiene	además	final,	en	el	que	también	cesarán	los
acontecimientos.	El	día	del	Juicio	al	que	apela	la	teología	cierra	el	paréntesis
que	abre	la	creación,	y	resuelve	el	desajuste	entre	el	Absoluto	de	la	eternidad
y	la	expectativa	de	un	tiempo	que,	aunque	pudiera	albergar	infinitos
acontecimientos,	no	podría	ser	eterno,	puesto	que	ha	tenido	comienzo.	Frente
al	Absoluto	de	la	eternidad,	la	historia	es	entonces	finita,	rigurosamente
finita,	acotada	entre	el	Juicio	que	pondrá	fin	al	tiempo	y	la	creación	que	le	dio
comienzo.
Entre	ambos	límites,	san	Agustín	distingue	hasta	seis	periodos	en	el	libro
noveno	de	la	Ciudad	de	Dios;	cada	periodo	participa	a	partes	iguales	del
homenaje	y	de	la	profesión	de	fe,	puesto	que	invariablemente	se	extiende
entre	dos	personajes	o	dos	hechos	relevantes	consignados	por	la	Escritura,
que	se	reafirma	como	testimonio	notarial	de	la	peripecia	del	hombre	desde	la
creación.	El	primer	periodo	que	establece	san	Agustín	se	extiende	entre	Adán
y	Noé,	el	segundo	entre	Noé	y	Abraham,	y	el	tercero	entre	Abraham	y	David.
El	cuarto	se	inicia	con	David,	un	personaje,	pero	concluye,	en	cambio,	con	un
hecho:	la	cautividad	en	Babilonia.	En	la	delimitación	del	quinto	periodo	san
Agustín	completa	la	transustanciación	de	los	límites	entre	los	periodos	y	no
recurre	a	ningún	personaje,	sino	a	dos	hechos:	la	cautividad	en	Babilonia	y	el
nacimiento	de	Cristo.	Podía	haber	seguido	para	este	quinto	periodo	el	mismo
criterio	que	para	los	tres	primeros,	o	una	combinación	del	criterio	utilizado	en
primer	lugar	y	del	criterio	empleado	a	continuación,	y	haberle	puesto	fin	con
un	personaje,	para	lo	que	hubiera	bastado	una	mención	genérica	a	Cristo
como	genéricas	eran	las	menciones	a	Adán,	Noé,	Abraham	y	David.	Si	en	el
caso	de	Cristo	es	el	acontecimiento	exacto	de	su	nacimiento	lo	que	señala	el
paso	de	un	periodo	de	la	historia	a	otro,	no	la	marca	menos	precisa	de	su
existencia,	es	porque	en	ese	instante,	en	el	instante	del	nacimiento	de	Cristo,
se	produce	el	prodigio	al	que	san	Agustín	quiere	rendir	homenaje	y	profesión
de	fe	consagrándole	un	periodo	de	la	historia	como	los	municipios	dedican
calles	a	sus	vecinos	más	ilustres;	el	prodigio	de	que	el	Absoluto,	que,	en
virtud	de	la	indeterminación,	el	hombre	persigue	sin	alcanzarlo	porque	si	lo
alcanza	deja	de	ser	el	Absoluto,	echa	repentinamente	a	andar	en	dirección	al
hombre	y	traspasa	la	frontera	del	reino	de	la	fugacidad	como	quien	salta	la
cerca	de	un	jardín	vecino,	aprovechando	la	estancia	de	la	humilde	familia	de
un	carpintero	en	Jerusalén	durante	una	fría	noche	de	diciembre,	en	la	que	la
esposa	se	pondrá	de	parto.
Homenaje	y	profesión	de	fe	aparte,	la	preferencia	de	san	Agustín	por	el	hecho
del	nacimiento	de	Cristo	para	poner	fin	al	quinto	periodo	de	la	historia,	y	no
por	el	personaje	de	Cristo	según	hace	en	los	periodos	anteriores,	pretende
resolver	de	antemano	la	inevitable	intersección	entre	el	lenguaje	narrativo
que	da	cuenta	sucesiva	de	los	acontecimientos	y	el	lenguaje	racional,	que
debe	justificar,	apoyándose	en	el	lenguaje	narrativo,	no	sólo	la	posibilidad
sino	también	la	necesidad	de	un	final.	El	sexto	periodo	de	la	historia	es	para
san	Agustín	el	último,	e	inaugurarlo	con	la	rigurosa	precisión	de	la	fecha	con
la	que	ha	puesto	fin	al	quinto	sugiere	que	debe	acabar	con	una	precisión	no
menos	rigurosa,	a	diferencia	de	los	periodos	anteriores,	que	se	extendían
entre	la	vaguedad	aproximativa	de	dos	personajes	sin	precisar	en	qué	fecha
de	las	muchas	que	se	suceden	a	lo	largo	de	sus	respectivas	biografías.	Sólo
que,	al	ignorar	san	Agustín	la	fecha	del	día	del	Juicio,	no	está	en	condiciones
de	señalar	en	el	calendario	la	extensión	exacta	del	sexto	y	último	periodo	de
la	historia,	tras	el	que	el	hombre	y	el	universo	se	reintegrarán	en	la	eternidad
de	la	que	los	había	separado	la	creación.	Hacer	que	el	sexto	y	último	periodo
comience	por	la	fecha	precisa	en	la	que	nació	Cristo	significa	que,	para	san
Agustín,	el	día	del	Juicio	es	exactamente	eso,	un	día	marcado	en	el	calendario
igual	que	la	fecha	de	diciembre	en	la	que	la	tradición	sitúa	la	del	nacimiento
de	Cristo.	En	ese	día,	en	ese	día	exacto,	en	ese	día	que	amanecerá	igual	que
otros	días,	las	aguas	de	la	eternidad	se	cerrarán	sobre	el	paréntesis	que	se
inició	con	la	creación	del	universo	y	que	concluirá	con	el	Juicio,	y	el	final	de	la
historia	habrá	llegado,	mezclando	con	las	ruinas	del	universo	que	habitó	el
hombre	las	máscaras	con	las	que	lo	tentó	el	Absoluto	mientras	Sísifo	ascendía
por	la	ladera	y	en	el	cielo	parpadeaban	las	estrellas:	la	máscara	del	infinito,	la
máscara	de	la	eternidad.
El	Absoluto	y	la	inmensidad
De	no	existir	el	concepto	de	frontera,	no	existiría	el	universalismo.	No
existiría	el	universalismo	porque	el	relativismo	se	confundiría	con	un
universalismo	a	la	espera	de	encontrar	un	límiteque,	dotado	de	sentido	y
convertido	en	necesario,	se	transformase	en	frontera.	El	hombre,	de	acuerdo
con	esta	paradoja,	deambularía	en	la	inabarcable	inmensidad	de	un
relativismo	que	tomaría	por	universalismo	hasta	que	le	advirtiera	del	error	la
abrupta	aparición	de	una	frontera,	de	un	abismo	recortado	sobre	la	línea
exacta	del	horizonte	que	dibuja	el	conocimiento.	Sólo	que	las	fronteras	no
aparecen,	no	se	revelan	desde	la	oscuridad;	tampoco	los	objetos	o	los
fenómenos	que	acaban	sirviendo	de	límite	al	que	dotar	de	sentido	y	convertir
en	necesario.	Objetos	o	fenómenos	con	los	que	el	hombre	se	ha	familiarizado
a	fuerza	de	deambular	en	la	inabarcable	inmensidad	de	un	relativismo	que
toma	por	universalismo	son	de	pronto	contemplados	a	la	luz	de	otra	mirada,
como	quien,	a	la	búsqueda	de	una	herramienta,	repara	en	una	piedra	y	se
dice:	«esto	bien	puede	servir».
Un	río	entre	árboles,	la	cima	afilada	de	una	cordillera,	un	valle	a	cuya
frondosa	profundidad	no	llegan	las	nieves:	contemplados	a	la	luz	de	otra
mirada,	dejan	de	ser	estrictamente	lo	que	son,	un	río	entre	árboles,	la	cima
afilada	de	una	cordillera,	el	valle	a	cuya	frondosa	profundidad	no	llegan	las
nieves.	Dejan	de	ser	lo	que	son	no	porque	sean	de	pronto	algo	diferente,	sino
porque,	al	igual	que	la	piedra	que	a	la	luz	de	otra	mirada	se	transforma	en
herramienta,	a	la	luz	de	otra	mirada	el	hombre	descubre	que	bien	pueden
servir	de	límite.	Dotado	de	sentido	y	convertido	en	necesario,	el	límite	se
transforma	entonces	en	frontera,	y	donde	había	un	río	hay	repentinamente
algo	más,	lo	mismo	que	donde	había	una	cima	afilada	o	un	valle	a	cuya
frondosa	profundidad	no	llegan	las	nieves.	Sobre	los	objetos	o	los	fenómenos,
estos	u	otros	objetos,	estos	u	otros	fenómenos,	se	superpone	la	condición	de
criterio	para	distinguir	entre	lo	análogo	y	lo	extraño	con	sólo	contemplarlos	a
la	luz	de	otra	mirada.	No	se	trata	de	objetos	o	fenómenos	que	hayan
aparecido	repentinamente	como	frontera	mientras	el	hombre	deambula	por	la
inabarcable	inmensidad	de	un	relativismo	que	toma	por	universalismo,	sino
objetos	o	fenómenos	de	los	que,	de	pronto,	el	hombre	se	dice	que	bien	pueden
servir	como	límite.	Lo	que	el	hombre	tomaba	por	universalismo	se	revela
entonces	como	un	relativismo	al	que	no	se	le	había	interpuesto	ningún	límite,
un	relativismo	que	no	se	había	asomado	fuera	del	círculo	iluminado	que
dibuja	el	conocimiento.	Es	el	hombre,	la	voluntad	del	hombre,	su	decisión	de
buscar	un	límite	y	de	transformarlo	en	frontera,	añadiendo	a	cualquier	objeto
o	fenómeno	la	condición	de	criterio	para	distinguir	entre	lo	análogo	y	lo
extraño;	es	el	hombre,	sólo	el	hombre,	quien	se	conforma	con	tomar	el
relativismo	por	universalismo,	rechazando	servirse	de	cualquier	objeto	o
fenómeno	como	límite,	y	también	se	rebela	contra	ese	conformismo,
sirviéndose	como	límite	de	cualquier	objeto	o	fenómeno,	para	que	el
relativismo	sea	relativismo	y	el	universalismo,	universalismo.
El	protagonismo	del	hombre	a	la	de	hora	de	tomar	el	relativismo	por
universalismo,	o	de	establecer	entre	ambos	una	frontera,	desmintiendo	que
relativismo	y	universalismo	sean	ajenos	a	su	voluntad	de	servirse	de	cualquier
objeto	o	fenómeno	como	límite,	deja	un	rastro	inesperado	en	el	punto	de	vista
desde	el	que	el	hombre	se	conforma	o	se	rebela.	Si	se	trata	de	conformarse
tomando	el	relativismo	por	universalismo,	el	punto	de	vista	sólo	puede	ser
uno,	y	siendo	uno	y	sólo	uno	se	instala	al	mismo	tiempo	en	el	centro	del
relativismo	y	en	el	del	universalismo,	puesto	que	entre	relativismo	y
universalismo	no	existe	diferencia	sustancial.	Desde	el	momento	en	que	la
hay,	desde	el	momento	en	que	el	hombre	se	rebela	y	busca	un	límite	y	lo
transforma	en	frontera,	el	punto	de	vista	se	desdobla.	Coincide	pero	no
tendría	por	qué	hacerlo;	coincide	porque	al	distinguir	entre	universalismo	y
relativismo,	el	hombre	no	puede	estar	seguro	de	que	el	nuevo	punto	de	vista
no	sea	un	relativismo	que,	como	el	anterior,	siga	coincidiendo	con	el
universalismo.	Cree	que	lo	separa	de	él	pero	no	puede	tener	la	certeza	de	que
no	siga	coincidiendo.	Desde	el	momento	en	que	ha	sido	el	hombre	quien	se	ha
servido	de	un	objeto	o	un	fenómeno	como	límite,	transformándolo	en	frontera
y	estableciendo	un	criterio	para	distinguir	entre	lo	análogo	y	lo	extraño,	el
punto	de	vista	que	adopta	no	es	el	del	relativismo	que	ha	quedado	al	otro	lado
de	la	frontera	recién	creada,	no	es	–ni,	en	realidad,	tampoco	puede	ser–	el	del
relativismo	que	repentinamente	encarna	en	el	lado	de	lo	extraño.
Aunque	el	hombre	pudiera	deshacer	de	una	vez	por	todas	la	incertidumbre	de
tomar	el	relativismo	por	universalismo,	el	hecho	de	servirse	de	un	objeto	o	de
un	fenómeno	como	límite	y	de	transformar	ese	límite	en	frontera,
estableciendo	un	criterio	para	distinguir	lo	análogo	de	lo	extraño,	conduce	a
un	resultado	más	modesto.	El	hecho	de	servirse	de	un	objeto	o	de	un
fenómeno	como	límite	conduce,	en	efecto,	a	una	nueva	e	inevitable
identificación,	a	un	nuevo	punto	de	vista	desde	el	que	el	relativismo	se	vuelve
a	tomar	por	universalismo,	sólo	que,	por	así	decir,	la	base	de	esta	nueva	e
inevitable	identificación	de	relativismo	y	universalismo	es	menor	que	en	la
identificación	anterior.	Cada	disolución	de	la	identificación	entre	relativismo	y
universalismo,	cada	desmentido	a	la	idea	de	que	el	universalismo	es	un
relativismo	al	que	no	se	le	ha	interpuesto	ningún	límite,	se	salda	con	una
reducción	de	la	base	en	la	que	se	apoya	la	identificación	anterior.	En	esta
reducción	de	la	base	en	la	que	se	apoyan	las	sucesivas	identificaciones	de
relativismo	y	universalismo,	debidas	a	la	incertidumbre	acerca	de	si	el
universalismo	es	un	relativismo	al	que	no	se	le	ha	interpuesto	ningún	límite,
reside	la	explicación	de	que	la	búsqueda	del	universal	se	acabe	confundiendo
fatalmente	con	la	búsqueda	de	la	superioridad.	En	realidad,	la	búsqueda	del
universal	no	puede	escapar	a	los	límites	del	conocimiento	del	hombre,	y	son
esos	límites	los	que	hacen	que	cualquier	universal	que	pueda	proclamar	el
hombre	quede	reducido	a	un	hallazgo	dentro	del	círculo	iluminado	que	dibuja
el	conocimiento,	a	un	hallazgo	sin	trascendencia.	Salvo	que	el	hombre	pudiera
alcanzar	el	Absoluto	y	el	Absoluto	no	dejara	de	serlo	por	haberlo	alcanzado	el
hombre,	proclamar	el	hallazgo	del	universal	es	una	forma	de	afirmar	el
relativismo	como	universal.	A	los	efectos	del	conocimiento,	se	trata	de	un
hallazgo	sin	trascendencia.	A	cualquier	otro	efecto,	es	el	preludio	de	la
ordalía.
El	hallazgo	de	un	universal,	contemplado	desde	el	anverso,	parece	una	feliz
noticia	por	cuanto	señala	un	punto	de	vista	desde	el	que	otorgar	un	sentido	al
universo	que	el	hombre	no	comprende.	Contemplado	desde	el	reverso,	no	es
más	que	la	adopción	de	una	nueva	máscara	del	Absoluto	en	la	interminable
sucesión	de	máscaras	a	las	que	el	hombre	ha	rendido	culto,	considerando	que
puede	alcanzar	el	Absoluto.	El	universal	cuyo	hallazgo	se	proclama	en	un
momento	dejará	paso	a	otro	universal	tan	pronto	un	objeto	o	un	fenómeno	con
el	que	se	haya	familiarizado	el	hombre	mientras	deambula	por	la	inabarcable
inmensidad	de	un	relativismo	que	toma	por	universalismo,	tan	pronto	un
objeto	o	un	fenómeno	contemplado	a	la	luz	de	otra	mirada,	le	sirva	al	hombre
de	límite	como	una	piedra	puede	servirle	de	herramienta	y,	dotándolo	de
sentido	y	convirtiéndolo	en	necesario,	lo	transforme	en	frontera.	Dotar	de
sentido	y	convertir	en	necesario	un	objeto	o	un	fenómeno	que	sólo	por	azar	el
hombre	contempla	a	la	luz	de	otra	mirada	exige	añadir	a	ese	objeto	o	a	ese
fenómeno	un	halo	sólo	visible	a	partir	del	instante	en	que	el	hombre	ha
decidido	servirse	de	ese	objeto	o	de	ese	fenómeno	como	límite	y	contemplarlo
a	la	luz	de	otra	mirada.	La	frontera	es	resultado	de	la	voluntad	del	hombre
por	servirse	de	un	objeto	o	de	un	fenómeno	como	límite;	una	vez	creada,	sin
embargo,	el	hombre	invierte	el	razonamiento:	finge	que	la	frontera	le
confirma	la	existencia	de	un	límite	en	un	objeto	o	en	un	fenómeno,	no	la
voluntad,	su	propia	voluntad,	de	servirse	de	ese	objeto	o	de	ese	fenómeno
como	frontera.

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