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ORWELL_G_Rebelion_En_La_Granja - Edmundo Franz

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Rebelión	en	la	granja
Orwell,	George
Título:	Rebelión	en	la	granja
@1945	Orwell,	George
Título	original:	Animal	farm
Traductor:	Rafael	Abella
Editorial:	BOOKET
ISBN:	9788423337330
Reseña:
Una	 condena	 de	 la	 sociedad	 totalitaria,
brillantemente	 pasmada	 en	 una	 ingeniosa	 fábula	 de
carácter	alegórico.
Los	animales	de	la	granja	de	los	Jones	se	sublevan
contra	sus	dueños	humanos	y	les	vencen.	Pero	la	rebelión
fracasará	al	surgir	entre	ellos	rivalidades	y	envidias,	y	al
aliarse	 algunos	 con	 los	 amos	 que	 derrocaron,
traicionando	 su	 propia	 identidad	 y	 los	 intereses	 de	 su
clase.	Aunque	Rebelión	en	la	granja	fue	concebida	como
una	 despiadada	 sátira	 del	 estalinismo,	 el	 carácter
universal	 de	 su	 mensaje	 hace	 de	 este	 libro	 un
extraordinario	análisis	de	la	corrupción	que	engendra	el
poder,	una	furibunda	diatriba	contra	el	totalitarismo	de
cualquier	 especie	 y	 un	 lúcido	 examen	 de	 las
manipulaciones	 que	 sufre	 la	 verdad	 histórica	 en	 los
momentos	de	transformación	política.
Cómo	fue	escrito	el	prólogo
Bernard	Crick
George	Orwell,	en	su	columna	«As	I	Please»	del	Tribune	del	16
de	 febrero	 de	 1945,	 escribía:	 «Es	 sabido	 que	 la	 Gestapo	 tiene
equipos	de	críticos	literarios	cuya	misión	es	determinar,	por	medio
de	 análisis	 y	 comparaciones	 estilísticas,	 la	 paternidad	 de	 los
panfletos	anónimos.	Yo	he	pensado	muchas	veces	que,	aplicada	a
una	buena	causa,	ésta	sería	exactamente	la	clase	de	trabajo	que	a	mí
me	gustaría	hacer».
Recurriendo,	pues,	a	las	similitudes	de	estilo,	razonablemente
no	 puede	 existir	 duda	 alguna	 de	 que	 el	 ensayo	 inédito	 recién
descubierto	y	que	debía	servir	de	prólogo	a	Rebelión	en	la	granja
fue	escrito	por	el	propio	Orwell.	Este	ensayo	fue	hallado	en	mayo	de
1971	 entre	 unos	 libros	 pertenecientes	 a	Roger	 Senhouse,	 antiguo
socio	de	Fred	Warburg	que	fue	precisamente	el	editor	de	Rebelión
en	la	granja,	y	en	 la	actualidad	se	halla	en	el	Archivo	Orwell	del
University	College	de	Londres.
Tengo	 que	 agradecer	 mucho	 a	 Mrs.	 Sonia	 Orwell	 el	 haber
permitido	su	publicación,	así	como	al	bibliotecario	Mr.	Ian	Angus
su	valiosa	ayuda	en	muchos	aspectos.	Mrs.	Orwell,	conociendo	mi
deseo	de	escribir	un	estudio	sobre	Orwell	como	escritor	político,	me
permitió	 ver	 el	 original,	 lo	 que	 hizo	 despertar	 mi	 interés	 en
publicarlo	 añadiéndole	 algunas	 aclaraciones	 sobre	 sus
antecedentes,	aunque	la	historia	completa	de	las	dificultades	por	las
que	 pasó	Rebelión	 en	 la	 granja,	 a	 causa	 de	 sus	 repercusiones
políticas,	es	algo	que	explicaré	en	otra	ocasión.
El	ensayo	está	mecanografiado	y	ocupa	ocho	hojas	en	cuarto,
escritas	a	un	espacio,	bajo	el	título	de	«La	libertad	de	prensa»,	pero
no	lleva	firma	alguna.	Escrita	a	lápiz	sobre	el	título,	y	con	letra	de
Senhouse,	 consta	 esta	 indicación:	 «Introducción	 propuesta	 por
George	Orwell	para	 la	primera	edición	de	Rebelión	en	 la	granja».
Fred	Warburg,	que	fue	quien	trató	personalmente	con	Orwell	 todo
lo	referente	a	la	publicación	del	libro,	no	sabía	nada	acerca	de	esta
«Introducción».	Asimismo,	ni	Sonia	Orwell	ni	Ian	Angus	conocían
su	 existencia	 cuando	 editaron	The	 Collected	 Essays.	 Journalism
and	Letters	of	George	Orwell	(1958).	En	cuanto	a	 los	amigos	que
Orwell	 frecuentaba	 en	 aquel	 período,	 ninguno	 entre	 los	 que	 he
hablado	recuerda	haberle	oído	mencionar	tal	prólogo,	excepto	uno,
el	poeta	Paul	Potts,	quien,	además	de	conocerlo,	 lo	hizo	imprimir,
aunque	 la	 copia	 impresa	 se	 extraviara	 después.	 Potts	 tuvo	 en
aquella	época	una	amistad	íntima	con	Orwell,	amistad	nacida	en	los
momentos	que	siguieron	a	la	repentina	muerte	de	la	primera	mujer
del	 escritor.	 Potts	 puso	 en	 marcha	 la	 editorial	 Whitman	 Press
utilizando	una	pequeña	imprenta	significada	por	sus	publicaciones
anarquistas;	cuando	Orwell	casi	desesperaba	de	encontrar	un	editor
para	su	Rebelión	en	la	granja,	Potts	se	ofreció	como	tal.	En	su	libro
Dante	Called	You	Beatrice ,	Potts	dedicó	a	Orwell	un	capítulo	cuyo
título	era:	«Don	Quijote	en	bicicleta»,	en	el	que,	con	viva	memoria,
recuerda:
«	Por	un	momento	estuve	a	punto	de	convertirme	en	editor	de
Rebelión	en	 la	granja,	 tarea	 que	 íbamos	 a	 llevar	 a	 cabo	 nosotros
solos	 y	 por	 nuestros	 propios	 medios.	 Orwell	 estaba	 dispuesto	 a
pagar	la	impresión	utilizando	el	cupo	de	papel	que	se	adjudicaba	a
la	Whitman	Press.	Estábamos	listos	para	llevarlo	a	cabo	e	incluso	yo
fui	dos	veces	a	Bedford	con	el	manuscrito	para	visitar	al	impresor.
La	cuna	de	John	Bunyan	parecía	ser	de	buen	augurio.	Orwell	nunca
me	había	hablado	del	contenido	de	su	 libro	y	por	mi	parte	yo	no
quería	 plantear	 ninguna	 cuestión	 que	 pudiera	 traslucir	 un	 interés
como	editor.	No	obstante,	él	me	había	dicho	que	tenía	intención	de
añadir	un	prólogo	sobre	la	libertad	de	prensa.	Este	prólogo	no	fue
solicitado	 cuando	 más	 tarde,	 en	 el	 último	 momento,	 Secker	 &
Warburg	aceptaron	el	libro	y	lo	editaron».
Potts	 recuerda	 que	 esto	 ocurrió	 durante	 el	 verano	 de	 1944	 y
que	después	Orwell	nunca	más	habló	del	proyectado	prólogo.
Pero	hay	otro	hecho.	Las	primeras	pruebas	de	Rebelión	 en	 la
granja	 que	 se	 conservan	 en	 el	 Archivo	 Orwell	 presentan
correcciones	hechas	de	puño	y	letra	por	Roger	Senhouse.	En	ellas
hay	ocho	páginas	dejadas	en	blanco,	antes	del	capítulo	primero,	lo
cual	hizo	que,	al	imprimirse	el	libro,	hubiera	necesidad	de	volver	a
numerar	 todas	 las	 páginas.	 Ello	 puede	 significar	 que	 el	 original
quedó	en	 la	 imprenta	 a	 la	 espera	de	un	prólogo	que	nunca	 llegó.
Esta	 ausencia	 pudo	 ser	 debida	 a	 que	 el	 prólogo	 no	 fuera	 escrito,
pero	también	a	que	lo	fuera	y	a	que	el	autor	decidiera	no	publicarlo
por	iniciativa	propia	o	tal	vez	porque	le	disuadieron	de	ello.	¡Y	al
leer	dicho	prólogo	es	cuando	se	adivina	por	qué!	Tengo	dos	razones
para	creer	que	el	ensayo	fue	escrito	en	 la	primavera	de	1945	y	no
antes.	La	primera	se	basa	en	que	Orwell	escribió	a	Senhouse	desde
Francia	remitiéndole	unas	correcciones	de	última	hora	y	lo	hizo	con
fecha	 del	 17	 de	 marzo	 de	 1945.	 Dichas	 correcciones	 tendían	 a
aminorar	la	cobardía	de	«Napoleón»,	el	personaje	de	Rebelión	en	la
granja	explícitamente	identificado	con	Stalin,	y	no	aparecen	en	las
primeras	 pruebas	 sin	 fechar	 que	 incluyen	 las	 páginas	 en	 blanco,
pero	 sí	 se	 hallan,	 en	 cambio,	 en	 la	 primera	 edición	 de	 agosto	 de
1945.	 La	 segunda	 de	 las	 razones	 afecta	 a	 las	 dimensiones	 del
prólogo,	pues	el	número	de	páginas	sin	 imprimir	no	coincide	con
las	que	tuvo	dicho	prólogo	una	vez	terminado.	El	ensayo	consta	de
cuatro	 mil	 palabras,	 mientras	 que	 no	 más	 de	 2.800	 caben
apretadamente	 en	 las	 ocho	páginas	 reservadas,	 lo	 cual	 indica	 una
cifra	sospechosamente	redondeada	dado	que	nadie	sabía	el	espacio
que	 ocuparía.	 Ello	 confirma	 la	 tesis	 de	 que	 el	 ensayo	 fue	 escrito
posteriormente,	 esto	 es,	 al	 final	 de	 la	 primavera	 de	 1945	 o	 a
principios	del	verano	del	mismo	año.	(He	examinado	muchos	libros
editados	 por	 Secker	 &	 Warburg	 en	 aquel	 año	 y	 ninguno	 tiene
prólogo	impreso	en	un	tipo	de	letra	menor	que	el	usado	en	el	texto,
cosa	que,	por	lo	visto,	no	era	usual	en	las	ediciones	de	aquella	casa.)
Tal	 vez	 estoy	 siendo	 deliberadamente	 cauteloso	 y	 hasta
pedante	al	recurrir	a	todos	los	testimonios	posibles	para	afirmar	que
el	prólógo,	en	cuanto	a	estilo	y	contenido,	no	puede	ser	más	que	de
Orwell.	En	él	resuenan	muchos	temas	que	hallamos	en	sus	escritos
ocasionales	 redactados	 en	 1944.	 En	 tanto	 que	 periodista,	 Orwell
repetía	sus	ideas	dentro	de	los	más	diversos	contextos,	insistiendo
sobre	ellas	en	gran	parte	porque,	al	estar	persuadido	de	su	certeza,
no	podía	evitar	hacerlo.	Y	existe	muy	poca	relación	entre	el	prólogo
mencionado	y	el	pesado	y	autobiográfico	prólogo	que	redactó	para
la	edición	ucraniana	de	Rebelión	en	la	granja,	fechado	en	marzo	de
1947.	Las	acusaciones	que	se	contienen	en	este	prólogo	acerca	de	la
autocensura,	de	 la	 rusofilia	y	de	 la	 inclinación	al	 totalitarismo	de
muchosintelectuales	 franceses	puede	 ser	 también	apreciada	en	 su
«London	 Letter»	 escrita	 para	 la	Partisan	Review	 en	 el	 verano	 de
1944,	 donde	 insiste	 sobre	 el	 «servilismo	 de	 los	 llamados
intelectuales	hacia	Rusia»	y	asimismo,	frecuentemente	—con	gran
indignación	 de	 muchos	 de	 sus	 lectores—,	 en	 su	 columna	 «As	 I
Please»	 en	 el	Tribune,	 de	 manera	 especial	 en	 la	 publicada	 el
primero	 de	 septiembre	 de	1944,	 en	 la	 que	 expone	 su	 ira	 ante	 la
general	 indiferencia	 provocada	 por	 la	 batalla	 de	 Varsovia	 (en	 la
que,	como	es	sabido,	las	tropas	alemanas	aniquilaron	la	resistencia
polaca	ante	 la	pasividad	de	 los	 rusos	detenidos	a	as	puertas	de	 la
ciudad).	Decía	Orwell:
«Ante	todo,	un	aviso	a	los	periodistas	ingleses	de	izquierda	y	a
los	 intelectuales	 en	 general:	 recuerden	 que	 la	 deshonestidad	 y	 la
cobardía	siempre	se	pagan.	No	vayan	a	creerse	que	por	años	y	años
pueden	 estar	 haciendo	 de	 serviles	 propagandistas	 del	 régimen
soviético	 o	 de	 otro	 cualquiera	 y	 después	 pueden	 volver
repentinamente	 a	 la	 honestidad	 intelectual.	 Eso	 es	 prostitución	 y
nada	más	que	prostitución.
»Y	después,	una	consideración	más	amplia:	nada	importa	tanto
al	 mundo	 en	 este	 momento	 como	 la	 amistad	 anglo—rusa	 y	 la
cooperación	entre	 los	dos	países,	pero	esto	no	podrá	alcanzarse	si
no	hablamos	claro	y	sin	rodeos.	»
Ardua	 cuestión	 esta	 porque,	 además	 de	 los	 «compañeros	 de
viaje»	—y	 así	 consideraba	 Orwell	 en	 aquel	 momento	 a	 hombres
como	Victor	Gollancz—,	no	eran	pocos	los	que	dudaban	de	si	era
prudente	 ese	 «hablar	 claro»	 a	 que	 aludía	 Orwell,	 ni	 siquiera	 de
modo	alegórico,	tal	y	como	se	exponía	en	Rebelión	en	la	granja.
Gollancz,	con	quien	Orwell	estaba	ligado	por	contrato,	fue	el
primero	en	rechazar	el	libro,	probablemente	sin	sorpresa	alguna	para
Orwell,	quien,	por	 razones	obvias,	ni	esperaba	ni	quería	que	 fuera
editado	por	él,	pues	recordaba	su	rechazo	del	original	de	Homenaje
a	Cataluña.	«Debo	decirle	—escribía	Orwell	a	Gollanczque	el	texto
es,	creo	yo,	 inaceptable	políticamente	desde	su	punto	de	vista	 (es
anti—Stalin).	»	Por	su	parte	Gollancz,	en	una	carta	del	23	de	marzo
d e	1944,	 refuta	 sus	 alegatos	 y	 pide	 ver	 el	 manuscrito.	 Según	 la
opinión	de	varios	amigos	de	Orwell,	lo	que	pretendía	Gollancz	era
alertarle	 sobre	 la	 alarma	 existente	 entre	 los	 editores	 por	 las
intemperancias	 de	 Orwell	 al	 hablar	 con	 demasiada	 claridad	 y
sostener	que	la	verdad	no	es	un	concepto	relativo	y	dependiente	de
las	circunstancias,	pues	con	todo	ello	no	hacía	más	que	perjudicarse
a	 sí	 mismo	 y	 poner	 en	 peligro	 las	 relaciones	 anglo—rusas.	 Es
evidente	 que	 con	 todos	 estos	 comentarios	 aumentaban	 las
habladurías	 entre	 editores	 y	 escritores	 acerca	 de	 la	 posición	 de
Orwell,	y	para	aclarar	del	todo	la	actitud	de	Gollancz	en	este	asunto
es	ciertamente	lamentable	no	poder	disponer	de	sus	documentos	y
cartas.
Orwell,	evidentemente,	esperaba	complicaciones	derivadas	del
contenido	de	su	libro,	que	empezó	a	escribir	en	noviembre	de	1943
a	poco	de	haber	pedido	el	cese	en	la	BBC.	El	17	de	febrero	de	1944
escribió	al	profesor	Gleb	Struve,	que	estaba	entonces	en	la	Escuela
de	Estudios	Eslavos	y	Europeo—Orientales	en	Londres,	diciéndole:
«Estoy	 escribiendo	 un	 librito	 que	 espero	 le	 divertirá	 cuando
aparezca,	aunque	me	temo	no	va	a	 tener	el	visto	bueno	político	y
por	ello	no	estoy	seguro	de	que	alguien	se	atreva	a	publicarlo.	Tal
vez	por	 lo	que	 le	digo	adivine	usted	el	 tema».	En	aquel	entonces
Orwell	había	tenido	ya	dificultades	con	el	New	Statesman	por	unos
escritos	sobre	España	y	con	Gollancz	por	Homenaje	a	Cataluña	y
El	camino	de	Wigan	Pier.	Al	siguiente	mes,	los	problemas	surgieron
con	 el	Manchester	 Evening	 News,	 para	 el	 que	 había	 hecho	 una
reseña	 de	 un	 libro	 de	 Harold	 Laski,	 a	 quien	 tachaba	 de
complacencia	hacia	Stalin.	El	periódico	rechazó	la	crítica.
No	está	nada	claro	todo	lo	referente	al	envío	del	manuscrito	a
Gollancz	 y	 lo	 que	 ocurrió	 después,	 pero	 en	 una	 carta	 a	 Fred
Warburg	 del	 13	 de	 junio	 de	 1945	 y	 en	 otra	 al	 agente	 literario
Leonard	 Moore	 del	 3	 de	 julio	 del	 mismo	 año,	 da	 algunas
aclaraciones.	En	ellas	alude	a	que	el	envío	del	original	a	Gollancz
era	una	«pérdida	de	 tiempo»,	ya	que	estaba	casi	 seguro	de	que	 la
obra	 no	 sería	 publicada	 por	 el	 editor,	 quien,	 por	 otra	 parte,	 se
negaba	 a	 considerar	 a	Rebelión	 en	 la	 granja	 como	 una	 novela
debido	a	su	brevedad,	lo	cual	no	era	óbice	para	recordarle	a	Orwell
la	opción	preferente	que	tenía	sobre	sus	dos	novelas	siguientes.	(No
deja	de	ser	curioso	de	qué	modo	un	editor	se	obstina	en	retener	a	un
autor	cuyos	libros	no	le	complacen,	aunque	todo	ello	se	desarrolle
en	los	tonos	más	cordiales.)
Fue	 entonces	 cuando	 Orwell	 visitó	 a	 Jonathan	 Cape,	 quien,
después	 de	 leer	 la	 novela,	 reconoció	 que	 era	 magnífica,	 pero
también	que	sería	impolítico	publicarla	en	aquel	momento.	La	carta
que	se	menciona	al	comienzo	del	prólogo	es	un	fragmento	de	la	que
le	 escribió	Cape	 devolviéndole	 la	 novela.	Es	 un	 breve	 fragmento
del	original	que	se	guarda	entre	los	documentos	de	Orwell,	pero	yo
no	 he	 obtenido	 permiso	 para	 reproducirla	 por	 entero.	 El	 resto
expresa	 las	esperanzas	de	Cape	de	publicar	cualquier	otra	obra	de
Orwell,	 por	más	 que	 éste	 estaba,	 como	 ya	 hemos	 dicho,	 ligado	 a
Gollancz	por	contrato,	si	bien	este	compromiso	no	era	válido	para
Rebelión	en	la	granja.	El	famoso	comentario	hecho	por	Orwell	a	T.
S.	 Eliot	 tildando	 de	 estúpida	 la	 sugerencia	 de	 que	 «cualquier
animal	 que	 no	 fuera	 el	 cerdo	 podía	 haber	 sido	 elegido	 para
representar	 a	 los	 bolcheviques»	 está	 completamente	 justificado,	 y
de	 la	carta	de	Cape	se	desprende	que	éste	enseñó	el	manuscrito	a
«un	 importante	 funcionario»	 del	 Ministerio	 de	 Información.	 (Yo
tuve	que	esperar	varios	años	antes	de	poder	leer	este	informe	en	los
Archivos	 Oficiales,	 aunque	 tal	 vez	 esta	 visión	 se	 confirmara	 en
alguna	charla	de	club	en	la	que	alguien	aludiera	a	aquel	desgarbado
inconformista	lleno	de	talento	literario.)	Y	conviene	recordar	que	en
1944	los	libros	no	iban	forzosamente	a	censura.	Orwell	estaba	en	lo
cierto	 cuando	 decía	 que	 la	 censura	 se	 la	 hacían	 los	 escritores
mismos.
Eliot	 también	 estuvo	 entre	 los	 que	 desaconsejaron	 la
publicación.	Mrs.	Valerie	Eliot	publicó	la	carta	enviada	por	el	poeta
en	 el	The	 Times	 del	 6	 de	 enero	 de	 1969.	 Esencialmente	 Eliot
coincidía	con	 los	puntos	de	vista	expresados	por	Cape,	aunque	el
contenido	de	 la	 carta	 es	muy	 expresivo	 con	 respecto	 a	 la	 calidad
literaria	de	Orwell:	 «Estamos	de	 acuerdo	en	que	 la	novela	 es	una
destacada	obra	literaria	y	que	la	fábula	está	muy	inteligentemente
llevada	gracias	a	una	habilidad	narrativa	que	descansa	en	su	propia
sencillez,	 cosa	 que	 muy	 pocos	 autores	 habían	 logrado	 desde
Gulliver».	Pero	después	de	este	encomio	seguían	unos	párrafos	en
los	cuales	dudaba	de	si	«el	punto	de	vista	que	ofrece	es	el	más	apto
para	criticar	en	el	momento	presente	la	situación	política».	Eliot	se
cuida	mucho	de	decir	que	no	existen	razones	«ni	por	prudencia	ni
por	 cautela»	 para	 impedir	 su	 publicación	 pero,	 por	 otra	 parte,
ningún	director	literario	de	Faber	&	Faber,	incluido	el	mismo	Eliot,
estaba	 dispuesto	 a	 dar	 un	 informe	 que	 aconsejase	 la	 publicación.
(Cuán	 diferente	 resulta	 esta	 postura:	 de	 la	 expuesta	 por	 el	 propio
Eliot	en	sus	ensayos	de	Criterion	escritos	en	1920,	cuando	estaba
tan	cercano	a	Pound	tanto	política	como	poéticamente.)
Más	tarde	ocurrió	el	episodio	de	la	Whitman	Press,	después	del
cual	se	produjo	la	decisión	final	de	publicarlo	tomada	por	Warburg,
respaldado	 por	 un	 caluroso	 informe	 de	 lector	 emitido	 por	 T.	 R.
Fyvel.	 Ninguno	 de	 ellos	 recuerda	 nada	 acerca	 de	 un	 proyectado
prólogo,	 pero	 Fyvel	 y	 otros	 me	 indicaron	 que	 Orwell	 no	 era
demasiado	 comunicativo	 acerca	 de	 los	 escritos	 que	 tenía	 entremanos,	 ni	 siquiera	 con	 sus	 más	 íntimos	 amigos.	 Y	 por	 aquel
entonces	Warburg	estaba	enfermo	o	ausente,	por	lo	que	el	original
fue	 manejado	 por	 Senhouse	 (muchos	 de	 cuyos	 documentos
personales	fueron	destruidos	a	su	muerte;	y	los	impresores	también
habían	 inutilizado	 sus	 registros).	 Pero	 las	 pruebas	 más	 evidentes
siguen	siendo	el	libro	de	Potts,	las	páginas	en	blanco,	el	contenido
y	el	estilo	tan	característico	del	ensayo,	que	el	lector	podrá	juzgar
por	sí	mismo.
La	historia	completa	puede	prolongarse	un	poco	más.	El	3	de
septiembre	 de	 1945	 Orwell	 escribía	 a	 un	 periodista	 laborista	 —
Frank	Barver—	en	estos	términos:	«He	quedado	sorprendido	por	la
amistosa	 acogida	 dispensada	 a	Rebelión	 en	 la	 granja	 después	 de
que	la	obra	estuviera	durmiendo	por	más	de	un	año,	ya	que	ningún
editor	osaba	publicarla	antes	del	término	de	la	guerra».	Y	el	18	de
agosto,	en	una	carta	a	Herbert	Read,	le	contaba	que	él	había	dejado
de	 escribir	 en	Tribune	 durante	 su	 estancia	 en	 Francia,	 «y	 no	 he
reanudado	 mi	 colaboración	 porque	 Bevan	 está	 aterrorizado
temiendo	 se	 produzca	 un	 gran	 revuelo	 en	 torno	 a	Rebelión	 en	 la
granja,	tanto	más	si	el	libro	aparece	antes	de	las	elecciones	como	en
un	principio	estaba	previsto».
He	querido	 recoger	 estas	dos	manifestaciones	 a	 falta	de	otras
más	evidentes.	Ciertamente,	el	libro	no	estuvo	«durmiendo»	un	año
en	las	imprentas	por	las	causas	que	indica	Orwell,	pues	él	mismo,	en
carta	 a	 Eliot	 del	 5	 de	 septiembre	 de	 1944,	 decía:	 «Warburg	 está
dispuesto	a	lanzar	mi	libro,	pero	no	es	probable	que	lo	pueda	hacer
hasta	 él	 próximo	año	 a	 causa	de	 la	 escasez	de	papel».	Y	 en	otras
cartas	 cruzadas	 entre	 Orwell	 y	 su	 primera	 mujer	 y	 entre	 él	 y	 su
agente	editorial	—que	se	conservan	en	la	Colección	Berg,	de	Nueva
York—,	se	habla	de	 las	complicaciones	 surgidas	para	 la	 firma	del
contrato	de	edición,	dificultades	que	se	prolongaron	hasta	marzo	de
1945.	Todo	ello	hace	suponer	que	Orwell	pudo	tener	efectivamente
su	 libro	 «durmiendo»	 durante	 un	 año,	 pero	 voluntariamente	 y	 a
causa	de	las	primeras	dificultades	surgidas	al	intentar	editar	lo	que
sería	su	obra	maestra,	tanto	política	como	literaria.
En	 el	 inédito	 prólogo,	Orwell	mismo	 expresa	 las	 razones	 del
retraso,	fundadas	en	un	ambiente	en	el	que	«los	liberales	le	tienen
miedo	 a	 la	 libertad	 y	 los	 intelectuales	 no	 vacilan	 en	mancillar	 la
inteligencia»,	aunque	yo,	personalmente,	no	crea	en	esta	excesiva
influencia.	Tal	vez	ahora	seamos	más	tolerantes	con	las	opiniones
discordantes	y	algunas	veces,	por	desgracia,	más	indiferentes,	pero
es	difícil	reconstruir	unas	circunstancias	en	las	que	personas	como
Eliot	y	Gollancz	llegaran	a	practicar	la	misma	clase	de	autocensura.
Por	 toda	 esta	 serie	 de	 circunstancias	 el	 prólogo	 de	 Orwell	 es
destemplado	 —y	 recordemos	 cuán	 equilibrado,	 responsable	 y
prudente	era	el	 autor—,	pero	él	 era	 consciente	de	 su	actitud	y	 tal
vez	ello	le	hiciera	renunciar	a	hacer	patente	esta	destemplanza	en	la
introducción	 a	Rebelión	 en	 la	 granja.	 La	 fábula	 hubiera	 podido
mermar	 su	 validez	 universal	 reduciéndose	 a	 un	 ataque	 directo	 y
personal	contra	Stalin	y,	por	otra	parte,	la	validez	de	sus	reflexiones
sobre	la	corrupción	que	engendra	el	poder	hubiera	podido	aparecer
como	el	reflejo	de	una	querella	interna	entre	ingleses.	Apareciendo
tal	y	como	apareció,	Rebelión	en	la	granja	queda	como	un	mensaje
abierto,	 universal.	 Yo	 leí	 por	 vez	 primera	 la	 novela	 a	 los	 quince
años	y	mi	hijo	mayor	a	los	once,	pues	es	una	obra	sin	limitación	de
edades,	 pero	 dudo	 que	 a	 cualquiera	 de	 nosotros	 le	 hubiera
conmovido	 tanto	 un	mensaje	 si	 hubiera	 ido	 acompañado	 de	 una
explícita	 introducción	 política.	 Y	 tal	 vez	 Orwell	 mismo	 se	 dio
cuenta	en	el	último	momento	de	que	las	ideas	contenidas	en	dicha
introducción	 ya	 las	 había	 expuesto	 de	 modo	 fragmentario	 y
disperso	en	otros	escritos	y	en	otras	circunstancias.
«La	 libertad	 de	 prensa»	 no	 es	 en	modo	 alguno	 expresión	 de
una	 polémica	 superada	 y	 pasada	 de	 moda.	 Su	 contenido	 incide
sobre	 uno	 de	 los	 temas	 más	 profundos	 y	 constantes	 en	 la	 labor
periodística	de	Orwell,	y	algunas	de	sus	ideas	se	cuentan	entre	las
más	 originales	 e	 imaginativas	 jamás	 expuestas	 en	 habla	 inglesa
sobre	 la	política.	Orwell	 sostiene	que	 la	 cobardía	 es	una	 amenaza
tan	grande	para	la	libertad	como	la	autocensura:	«Libertad	—decía
Orwell	 en	 frase	 memorable—	 significa	 el	 derecho	 a	 decirle	 a	 la
gente	lo	que	no	quiere	oír».	Y	él	se	dedicó	a	esta	tarea	con	todas	sus
fuerzas.
Aunque	este	prólogo	no	pueda	situarse	entre	los	mejores	por	él
escritos,	es	sin	duda	uno	de	los	más	significativos.	Es	evidente	que,
en	los	últimos	tiempos	de	su	vida,	Orwell	no	sintió	deseos	de	atacar
a	aquellos	que	dificultaron	la	aparición	de	su	libro	o	a	los	que	no
apreciaron	 su	 genialidad.	 El	 fulminante	 éxito	 de	 su	 obra	 y	 su
traducción	 a	 no	menos	 de	 dieciséis	 idiomas,	 antes	 de	 que	Orwell
falleciera,	 puso	 en	 evidencia	 a	 sus	 enemigos	 y	 le	 llevó	 a	 ser
considerado	en	vida	como	el	más	grande	satírico	desde	Swift	y	uno
de	los	mejores	periodistas	y	ensayistas	desde	Hazlitt.
La	libertad	de	prensa
George	Orwell
Este	 libro	 fue	 pensado	 hace	 bastante	 tiempo.	 Su	 idea	 central
data	de	1937,	pero	su	redacción	no	quedó	terminada	hasta	finales
de	1943.	En	la	época	en	que	se	escribió,	era	obvio	que	encontraría
grandes	 dificultades	 para	 editarse	 (a	 pesar	 de	 que	 la	 escasez	 de
libros	 existentes	 garantizaba	 que	 cualquier	 volumen	 impreso	 se
vendería)	 y,	 efectivamente,	 el	 libro	 fue	 rechazado	 por	 cuatro
editores.	 Tan	 sólo	 uno	 de	 ellos	 lo	 hizo	 por	motivos	 ideológicos;
otros	 dos	 habían	 publicado	 libros	 antirrusos	 durante	 años	 y	 el
cuarto	 carecía	 de	 ideas	 políticas	 definidas.	 Uno	 de	 ellos	 estaba
decidido	 a	 lanzarlo	 pero,	 después	 de	 un	 primer	 momento	 de
acuerdo,	prefirió	consultar	con	el	Ministerio	de	Información	que,	al
parecer,	 le	 había	 avisado	 y	 hasta	 advertido	 severamente	 sobre	 su
publicación.	He	aquí	un	extracto	de	una	carta	del	editor,	en	relación
con	la	consulta	hecha:
«Me	refiero	a	la	reacción	que	he	observado	en	un	importante
funcionario	del	Ministerio	de	Información	con	respecto	a	Rebelión
en	 la	 granja.	 Tengo	 que	 confesar	 que	 su	 opinión	 me	 ha	 dado
mucho	que	pensar...	Ahora	me	doy	cuenta	de	cuán	peligroso	puede
ser	el	publicarlo	en	estos	momentos	porque,	 si	 la	 fábula	estuviera
dedicada	a	todos	los	dictadores	y	a	todas	las	dictaduras	en	general,
su	 publicación	 no	 estaría	 mal	 vista,	 pero	 la	 trama	 sigue	 tan
fielmente	el	curso	histórico	de	la	Rusia	de	los	Soviets	y	de	sus	dos
dictadores	que	sólo	puede	aplicarse	a	aquel	país,	con	exclusión	de
cualquier	otro	régimen	dictatorial.	Y	otra	cosa:	sería	menos	ofensiva
si	 la	 casta	 dominante	 que	 aparece	 en	 la	 fábula	 no	 fuera	 la	 de	 los
cerdos[1].	Creo	que	la	elección	de	estos	animales	puede	ser	ofensiva
y	de	modo	especial	para	quienes	sean	un	poco	susceptibles,	como
es	el	caso	de	los	rusos.»
Asuntos	 de	 esta	 clase	 son	 siempre	 un	mal	 síntoma.	Como	 es
obvio,	 nada	 es	 menos	 deseable	 que	 un	 departamento	 ministerial
tenga	facultades	para	censurar	libros	(excepción	hecha	de	aquellos
que	afecten	a	la	seguridad	nacional,	cosa	que,	en	tiempo	de	guerra,
no	 puede	 merecer	 objeción	 alguna)	 que	 no	 estén	 patrocinados
oficialmente.	Pero	el	mayor	peligro	para	la	libertad	de	expresión	y
de	 pensamiento	 no	 proviene	 de	 la	 intromisión	 directa	 del
Ministerio	de	Información	o	de	cualquier	organismo	oficial.	Si	los
editores	 y	 los	 directores	 de	 los	 periódicos	 se	 esfuerzan	 en	 eludir
ciertos	temas	no	es	por	miedo	a	una	denuncia:	es	porque	le	temen	a
la	opinión	pública.	En	este	país,	 la	cobardía	 intelectual	es	el	peor
enemigo	 al	 que	 han	 de	 hacer	 frente	 periodistas	 y	 escritores	 en
general.	 Es	 éste	 un	 hecho	 grave	 que,	 en	 mi	 opinión,no	 ha	 sido
discutido	con	la	amplitud	que	merece.
Cualquier	persona	cabal	y	con	experiencia	periodística	tendrá
que	admitir	que,	durante	esta	guerra,	 la	censura	oficial	no	ha	sido
particularmente	enojosa.	No	hemos	estado	sometidos	a	ningún	tipo
de	«orientación»	o	«coordinación»	de	carácter	totalitario,	cosa	que
hasta	hubiera	sido	razonable	admitir,	dadas	 las	circunstancias.	Tal
vez	la	prensa	tenga	algunos	motivos	de	queja	justificados	pero,	en
conjunto,	la	actuación	del	gobierno	ha	sido	correcta	y	de	una	clara
tolerancia	para	las	opiniones	minoritarias.	El	hecho	más	lamentable
en	 relación	 con	 la	 censura	 literaria	 en	 nuestro	 país	 ha	 sido
principalmente	de	carácter	voluntario.	Las	ideas	impopulares,	según
se	 ha	 visto,	 pueden	 ser	 silenciadas	 y	 los	 hechos	 desagradables
ocultarse	sin	necesidad	de	ninguna	prohibición	oficial.	Cualquiera
que	 haya	 vivido	 largo	 tiempo	 en	 un	 país	 extranjero	 podrá	 contar
casos	 de	 noticias	 sensacionalistas	 que	 ocupaban	 titulares	 y
acaparaban	espacios	incluso	excesivos	para	sus	méritos.	Pues	bien,
estas	 mismas	 noticias	 son	 eludidas	 por	 la	 prensa	 británica,	 no
porque	 el	 gobierno	 las	 prohíba,	 sino	 porque	 existe	 un	 acuerdo
general	y	tácito	sobre	ciertos	hechos	que	«no	deben»	mencionarse.
Esto	es	fácil	de	entender	mientras	la	prensa	británica	siga	tal	como
está:	 muy	 centralizada	 y	 propiedad,	 en	 su	 mayor	 parte,	 de	 unos
pocos	hombres	adinerados	que	tienen	muchos	motivos	para	no	ser
demasiado	 honestos	 al	 tratar	 ciertos	 temas	 importantes.	 Pero	 esta
misma	clase	de	censura	velada	actúa	también	sobre	los	libros	y	las
publicaciones	en	general,	así	como	sobre	el	cine,	el	teatro	y	la	radio.
Su	origen	está	claro:	 en	un	momento	dado	 se	crea	una	ortodoxia,
una	serie	de	ideas	que	son	asumidas	por	las	personas	bienpensantes
y	 aceptadas	 sin	 discusión	 alguna.	 No	 es	 que	 se	 prohíba
concretamente	 decir	 «esto»	 o	 «aquello»,	 es	 que	 «no	 está	 bien»
decir	ciertas	cosas,	del	mismo	modo	que	en	la	época	victoriana	no
se	 aludía	 a	 los	 pantalones	 en	 presencia	 de	 una	 señorita.	 Y
cualquiera	 que	 ose	 desafiar	 aquella	 ortodoxia	 se	 encontrará
silenciado	con	sorprendente	eficacia.	De	ahí	que	casi	nunca	se	haga
caso	a	una	opinión	realmente	independiente	ni	en	la	prensa	popular
ni	en	las	publicaciones	minoritarias	e	intelectuales.
En	este	instante,	la	ortodoxia	dominante	exige	una	admiración
hacia	Rusia	sin	asomo	de	crítica.	Todo	el	mundo	está	al	cabo	de	la
calle	 de	 este	 hecho	 y,	 por	 consiguiente,	 todo	 el	mundo	 actúa	 en
consonancia.	Cualquier	crítica	seria	al	régimen	soviético,	cualquier
revelación	 de	 hechos	 que	 el	 gobierno	 ruso	 prefiera	 mantener
ocultos,	 no	 saldrá	 a	 la	 luz.	 Y	 lo	 peor	 es	 que	 esta	 conspiracion
nacional	 para	 adular	 a	 nuestro	 aliado	 se	 produce	 a	 pesar	 de	 unos
probados	 antecedentes	 de	 tolerancia	 intelectual	 muy	 arraigados
entre	 nosotros.	 Y	 así	 vemos,	 paradójicamente,	 que	 no	 se	 permite
criticar	al	gobierno	soviético,	mientras	se	es	libre	de	hacerlo	con	el
nuestro.	 Será	 raro	 que	 alguien	 pueda	 publicar	 un	 ataque	 contra
Stalin,	 pero	 es	 muy	 socorrido	 atacar	 a	 Churchill	 desde	 cualquier
clase	de	libro	o	periódico.	Y	en	cinco	años	de	guerra	—durante	dos
o	tres	de	los	cuales	luchamos	por	nuestra	propia	supervivencia—	se
escribieron	incontables	libros,	artículos	y	panfletos	que	abogaban,
sin	cortapisa	alguna,	por	llegar	a	una	paz	de	compromiso,	y	todos
ellos	 aparecieron	 sin	 provocar	 ningún	 tipo	 de	 crítica	 o	 censura.
Mientras	 no	 se	 tratase	 de	 comprometer	 el	 prestigio	 de	 la	 Unión
Soviética,	 el	 principio	 de	 libertad	 de	 expresión	 ha	 podido
mantenerse	 vigorosamente.	 Es	 cierto	 que	 existen	 otros	 temas
proscritos,	 pero	 la	 actitud	 hacia	 la	 URSS	 es	 el	 síntoma	 más
significativo.	 Y	 tiene	 unas	 características	 completamente
espontáneas,	libres	de	la	influencia	de	cualquier	grupo	de	presión.
El	 servilismo	 con	 el	 que	 la	 mayor	 parte	 de	 la	intelligentsia
británica	se	ha	tragado	y	repetido	los	tópicos	de	la	propaganda	rusa
desde	1941	 sería	 sorprendente,	 si	 no	 fuera	 porque	 el	 hecho	no	 es
nuevo	 y	 ha	 ocurrido	 ya	 en	 otras	 ocasiones.	 Publicación	 tras
publicación,	 sin	 controversia	 alguna,	 se	 han	 ido	 aceptando	 y
divulgando	 los	 puntos	 de	 vista	 soviéticos	 con	 un	 desprecio
absoluto	 hacia	 la	 verdad	 histórica	 y	 hacia	 la	 seriedad	 intelectual.
Por	citar	sólo	un	ejemplo:	la	BBC	celebró	el	XXV	aniversario	de	la
creación	del	Ejército	Rojo	sin	citar	para	nada	a	Trotsky,	lo	cual	fue
algo	 así	 como	 conmemorar	 la	 batalla	 de	 Trafalgar	 sin	 hablar	 de
Nelson.	 Y,	 sin	 embargo,	 el	 hecho	 no	 provocó	 la	 más	 mínima
protesta	 por	 parte	 de	 nuestros	 intelectuales.	 En	 las	 luchas	 de	 la
Resistencia	 de	 los	 países	 ocupados	 por	 los	 alemanes,	 la	 prensa
inglesa	 tomó	 siempre	partido	 al	 lado	de	 los	 grupos	 apoyados	 por
Rusia,	en	tanto	que	las	otras	facciones	eran	silenciadas	(a	veces	con
omisión	de	hechos	probados)	con	vistas	a	justificar	esta	postura.	Un
caso	particularmente	demostrativo	 fue	 el	 del	 coronel	Mijáilovich,
líder	 de	 los	chetniks	 yugoslavos.	 Los	 rusos	 tenían	 su	 propio
protegido	en	la	persona	del	mariscal	Tito	y	acusaron	a	Mijáilovich
de	 colaboración	 con	 los	 alemanes.	 Esta	 acusación	 fue
inmediatamente	 repetida	por	 la	 prensa	británica.	A	 los	 partidarios
de	Mijáilovich	no	se	 les	dio	oportunidad	alguna	para	responder	a
estas	 acusaciones	 e	 incluso	 fueron	 silenciados	 hechos	 que	 las
rebatían,	impidiendo	su	publicación.	En	julio	de	1943	los	alemanes
ofrecieron	 una	 recompensa	 de	 100.000	 coronas	 de	 oro	 por	 la
captura	de	Tito	y	otra	igual	por	la	de	Mijáilovich.	La	prensa	inglesa
resaltó	mucho	lo	ofrecido	por	Tito,	mientras	sólo	un	periódico	(y	en
letra	menuda)	citaba	la	ofrecida	por	Mijáilovich.	Y,	entre	tanto,	las
acusaciones	 por	 colaboracionismo	 eran	 incesantes...	 Hechos	 muy
similares	 ocurrieron	 en	 España	 durante	 la	 Guerra	 Civil.	 También
entonces	 los	 grupos	 republicanos	 a	 quienes	 los	 rusos	 habían
decidido	eliminar	fueron	acusados	entre	 la	 indiferencia	de	nuestra
prensa	 de	 izquierdas;	 y	 cualquier	 escrito	 en	 su	 defensa,	 aunque
fuera	una	simple	carta	al	director,	vio	rechazada	su	publicación.	En
aquellos	 momentos	 no	 sólo	 se	 consideraba	 reprobable	 cualquier
tipo	de	crítica	hacia	la	URSS,	sino	que	incluso	se	mantenía	secreta.
Por	 ejemplo:	 Trotsky	 había	 escrito	 poco	 antes	 de	 morir	 una
biografía	 de	 Stalin.	 Es	 de	 suponer	 que,	 si	 bien	 no	 era	 una	 obra
totalmente	 imparcial,	 debía	 ser	 publicable	 y,	 en	 consecuencia,
vendible.	 Un	 editor	 americano	 se	 había	 hecho	 cargo	 de	 su
publicación	y	el	libro	estaba	ya	en	prensa.	Creo	que	habían	sido	ya
corregidas	las	pruebas,	cuando	la	URSS	entró	en	la	guerra	mundial.
El	libro	fue	inmediatamente	retirado.	Del	asunto	no	se	dijo	ni	una
sola	palabra	en	la	prensa	británica,	aunque	la	misma	existencia	del
libro	y	su	supresión	eran	hechos	dignos	de	ser	noticia.
Creo	que	es	importante	distinguir	entre	el	tipo	de	censura	que
se	 imponen	 voluntariamente	 los	 intelectuales	 ingleses	 y	 la	 que
proviene	de	los	grupos	de	presión.	Como	es	obvio,	existen	ciertos
temas	 que	 no	 deben	 ponerse	 en	 tela	 de	 juicio	 a	 causa	 de	 los
intereses	 creados	 que	 los	 rodean.	 Un	 caso	 bien	 conocido	 es	 el
tocante	 a	 los	médicos	 sin	 escrúpulos.	También	 la	 Iglesia	Católica
tiene	considerable	influencia	en	la	prensa,	una	influencia	capaz	de
silenciar	muchas	críticas.	Un	escándalo	en	el	que	se	vea	mezclado
un	 sacerdote	 católico	 es	 algo	 a	 lo	 que	 nunca	 se	 dará	 publicidad,
mientras	 que	 si	 el	mismo	 caso	 ocurre	 con	 uno	 anglicano,	 es	muy
probable	que	se	publique	en	primera	página,	como	ocurrió	con	el
caso	 del	 rector	 de	 Stiffkey.	 Asimismo,	 es	 muy	 raro	 que	 un
espectáculo	 de	 tendencia	 anticatólica	 aparezca	 en	 nuestros
escenarios	o	en	nuestras	pantallas.	Cualquier	actor	puede	atestiguarque	 una	 obra	 de	 teatro	 o	 una	 película	 que	 se	 burle	 de	 la	 Iglesia
Católica	 se	 exponen	 a	 ser	 boicoteados	 desde	 los	 periódicos	 y
condenados	al	fracaso.	Pero	esta	clase	de	hechos	son	comprensibles
y	 además	 inofensivos.	 Toda	 gran	 organización	 cuida	 de	 sus
intereses	 lo	 mejor	 que	 puede	 y,	 si	 ello	 se	 hace	 a	 través	 de	 una
propaganda	descubierta,	nada	hay	que	objetar.	Uno	no	debe	esperar
que	 el	Daily	Worker	publique	algo	desfavorable	para	 la	URSS,	ni
que	el	Catholic	Herald	hable	mal	del	Papa.	Esto	no	puede	extrañar
a	 nadie,	 pero	 lo	 que	 sí	 es	 inquietante	 es	 que,	 dondequiera	 que
influya	la	URSS	con	sus	especiales	maneras	de	actuar,	sea	imposible
esperar	cualquier	forma	de	crítica	inteligente	ni	honesta	por	parte	de
escritores	 de	 signo	 liberal	 inmunes	 a	 todo	 tipo	de	 presión	directa
que	 pudiera	 hacerles	 falsear	 sus	 opiniones.	 Stalin	 es	 sacrosanto	 y
muchos	aspectos	de	su	política	están	por	encima	de	toda	discusión.
Es	 una	 norma	 que	 ha	 sido	 mantenida	 casi	 universalmente	 desde
1941	 pero	 que	 estaba	 orquestada	 hasta	 tal	 punto,	 que	 su	 origen
parecía	 remontarse	 a	 diez	 años	 antes.	 En	 todo	 aquel	 tiempo	 las
críticas	 hacia	 el	 régimen	 soviético	 ejercidas	 desde	 la	 izquierda
tenían	 muy	 escasa	 audiencia.	 Había,	 sí,	 una	 gran	 cantidad	 de
literatura	 antisoviética,	 pero	 casi	 toda	 procedía	 de	 zonas
conservadoras	 y	 era	 claramente	 tendenciosa,	 fuera	 de	 lugar	 e
inspirada	 por	 sórdidos	 motivos.	 Por	 el	 lado	 contrario	 hubo	 una
producción	 igualmente	abundante,	y	casi	 igualmente	 tendenciosa,
en	sentido	pro	ruso,	que	comportaba	un	boicot	a	todo	el	que	tratara
de	discutir	en	profundidad	cualquier	cuestión	importante.
Desde	 luego	 que	 era	 posible	 publicar	 libros	 antirrusos,	 pero
hacerlo	equivalía	a	condenarse	a	ser	ignorado	por	la	mayoría	de	los
periódicos	importantes.	Tanto	pública	como	privadamente	se	vivía
consciente	 de	 que	 aquello	 «no	 debía»	 hacerse	 y,	 aunque	 se
arguyera	que	lo	que	se	decía	era	cierto,	la	respuesta	era	tildarlo	de
«inoportuno»	 y	 «al	 servicio	 de»	 intereses	 reaccionarios.	 Esta
actitud	 fue	mantenida	apoyándose	en	 la	 situación	 internacional	y
en	 la	 urgente	 necesidad	 de	 sostener	 la	 alianza	 anglorrusa;	 pero
estaba	 claro	 que	 se	 trataba	 de	 una	 pura	 racionalización.	 La	 gran
mayoría	de	los	intelectuales	británicos	había	estimulado	una	lealtad
de	 tipo	 nacionalista	 hacia	 la	 Unión	 Soviética	 y,	 llevados	 por	 su
devoción	hacia	ella,	sentían	que	sembrar	la	duda	sobre	la	sabiduría
de	 Stalin	 era	 casi	 una	 blasfemia.	 Acontecimientos	 similares
ocurridos	 en	Rusia	 y	 en	 otros	 países	 se	 juzgaban	 según	 distintos
criterios.	Las	interminables	ejecuciones	llevadas	a	cabo	durante	las
purgas	de	1936	a	1938	eran	aprobadas	por	hombres	que	se	habían
pasado	su	vida	oponiéndose	a	la	pena	capital,	del	mismo	modo	que,
si	bien	no	había	reparo	alguno	en	hablar	del	hambre	en	la	India,	se
silenciaba	la	que	padecía	Ucrania.	Y	si	todo	esto	era	evidente	antes
de	 la	 guerra,	 esta	 atmósfera	 intelectual	 no	 es,	 ahora,	 ciertamente
mejor.
Volviendo	 a	 mi	 libro,	 estoy	 seguro	 de	 que	 la	 reacción	 que
provocará	 en	 la	 mayoría	 de	 los	 intelectuales	 ingleses	 será	 muy
simple:	 «No	 debió	 ser	 publicado».	 Naturalmente,	 estos	 críticos,
muy	expertos	en	el	arte	de	difamar,	no	lo	atacarán	en	—el	terreno
político,	 sino	 en	 el	 intelectual.	 Dirán	 que	 es	 un	 libro	 estúpido	 y
tonto	y	que	su	edición	no	ha	sido	más	que	un	despilfarro	de	papel.
Y	yo	digo	que	esto	puede	ser	verdad,	pero	no	«toda	la	verdad»	del
asunto.	No	 se	puede	afirmar	que	un	 libro	no	debe	 ser	 editado	 tan
sólo	 porque	 sea	 malo.	 Después	 de	 todo,	 cada	 día	 se	 imprimen
cientos	 de	 páginas	 de	 basura	 y	 nadie	 le	 da	 importancia.	 La
intelligentsia	 británica,	 al	menos	 en	 su	mayor	 parte,	 criticará	 este
libro	porque	en	él	se	calumnia	a	su	líder	y	con	ello	se	perjudica	la
causa	del	progreso.	Si	se	tratara	del	caso	inverso,	nada	tendrían	que
decir	aunque	sus	defectos	literarios	fueran	diez	veces	más	patentes.
Por	ejemplo,	el	éxito	de	las	ediciones	del	Left	Book	Club	durante
cinco	años	demuestra	cuán	tolerante	se	puede	llegar	a	ser	en	cuanto
a	 la	 chabacanería	 y	 a	 la	 mala	 literatura	 que	 se	 edita,	 siempre	 y
cuando	diga	lo	que	ellos	quieren	oír.
El	 tema	 que	 se	 debate	 aquí	 es	 muy	 sencillo:	 ¿Merece	 ser
escuchado	todo	tipo	de	opinión,	por	 impopular	que	sea?	Plantead
esta	 pregunta	 en	 estos	 términos	 y	 casi	 todos	 los	 ingleses	 sentirán
que	su	deber	es	 responder:	«Sí».	Pero	dadle	una	 forma	concreta	y
preguntad:	¿Qué	os	parece	si	atacamos	a	Stalin?	¿Tenemos	derecho
a	ser	oídos?	Y	la	respuesta	más	natural	será:	«No».	En	este	caso,	la
pregunta	representa	un	desafío	a	la	opinión	ortodoxa	reinante	y,	en
consecuencia,	el	principio	de	libertad	de	expresión	entra	en	crisis.
De	todo	ello	resulta	que,	cuando	en	estos	momentos	se	pide	libertad
de	 expresión,	 de	 hecho	 no	 se	 pide	 auténtica	 libertad.	 Estoy	 de
acuerdo	 en	 que	 siempre	 habrá	 o	 deberá	 haber	 un	 cierto	 grado	 de
censura	 mientras	 perduren	 las	 sociedades	 organizadas.	 Pero
«libertad»,	 como	 dice	 Rosa	 Luxemburg,	 es	 «libertad	 para	 los
demás».	 Idéntico	 principio	 contienen	 las	 palabras	 de	 Voltaire:
«Detesto	lo	que	dices,	pero	defendería	hasta	la	muerte	tu	derecho	a
decirlo».	Si	la	libertad	intelectual	ha	sido	sin	duda	alguna	uno	de
los	principios	básicos	de	la	civilización	occidental,	o	no	significa
nada	o	significa	que	cada	uno	debe	tener	pleno	derecho	a	decir	y	a
imprimir	lo	que	él	cree	que	es	la	verdad,	siempre	que	ello	no	impida
que	el	resto	de	la	comunidad	tenga	la	posibilidad	de	expresarse	por
los	mismos	 inequívocos	 caminos.	Tanto	 la	 democracia	 capitalista
como	 las	 versiones	 occidentales	 del	 socialismo	 han	 garantizado
hasta	hace	poco	aquellos	principios.	Nuestro	gobierno	hace	grandes
demostraciones	 de	 ello.	 La	 gente	 de	 la	 calle	 —en	 parte	 quizá
porque	 no	 está	 suficientemente	 imbuida	 de	 estas	 ideas	 hasta	 el
punto	 de	 hacerse	 intolerante	 en	 su	 defensa—	 sigue	 pensando
vagamente	en	aquello	de:	«Supongo	que	cada	cual	tiene	derecho	a
exponer	su	propia	opinión».	Por	ello	incumbe	principalmente	a	la
intelectualidad	 científica	 y	 literaria	 el	 papel	 de	 guardián	 de	 esa
libertad	que	está	empezando	a	ser	menospreciada	en	la	teoría	y	en	la
práctica.
Uno	de	los	fenómenos	más	peculiares	de	nuestro	tiempo	es	el
que	ofrece	el	liberal	renegado.
Los	 marxistas	 claman	 a	 los	 cuatro	 vientos	 que	 la	 «libertad
burguesa»	 es	 una	 ilusión,	 mientras	 una	 creencia	 muy	 extendida
actualmente	argumenta	diciendo	que	la	única	manera	de	defender	la
libertad	 es	 por	 medio	 de	 métodos	 totalitarios.	 Si	 uno	 ama	 la
democracia,	 prosigue	 esta	 argumentación,	 hay	 que	 aplastar	 a	 los
enemigos	sin	que	 importen	 los	medios	utilizados.	¿Y	quiénes	 son
estos	enemigos?	Parece	que	no	sólo	son	quienes	la	atacan	abierta	y
concienzudamente,	sino	 también	aquellos	que	«objetivamente»	 la
perjudican	 propalando	 doctrinas	 erróneas.	 En	 otras	 palabras:
defendiendo	 la	 democracia	 acarrean	 la	 destrucción	 de	 todo
pensamiento	 independiente.	 Éste	 fue	 el	 caso	 de	 los	 que
pretendieron	 justificar	 las	 purgas	 rusas.	 Hasta	 el	 más	 ardiente
rusófilo	 tuvo	dificultades	para	 creer	que	 todas	 las	víctimas	 fueran
culpables	 de	 los	 cargos	 que	 se	 les	 imputaban.	 Pero	 el	 hecho	 de
haber	 sostenido	 opiniones	 heterodoxas	 representaba	 un	 perjuicio
para	 el	 régimen	 y,	 por	 consiguiente,	 la	masacre	 fue	 un	 hecho	 tan
normal	 como	 las	 falsas	 acusaciones	de	que	 fueron	víctimas.	Estos
mismos	 argumentos	 se	 esgrimieron	 para	 justificar	 las	 falsedades
lanzadas	por	la	prensa	de	izquierdas	acerca	de	los	trotskistas	y	otros
grupos	republicanos	durante	 la	Guerra	Civil	española.	Y	la	misma
historia	 se	 repitió	 para	 criticar	 abiertamente	 el	 hábeas	 corpus
concedido	a	Mosley	cuando	fue	puesto	enlibertad	en	1943.
Todos	los	que	sostienen	esta	postura	no	se	dan	cuenta	de	que,
al	apoyar	los	métodos	totalitarios,	llegará	un	momento	en	que	estos
métodos	serán	usados	«contra»	ellos	y	río	«por»	ellos.	Haced	una
costumbre	del	 encarcelamiento	de	 fascistas	 sin	 juicio	previo	y	 tal
vez	este	proceso	no	se	limite	sólo	a	los	fascistas.	Poco	después	de
que	 al	Daily	Worker	 le	fuera	levantada	la	suspensión,	hablé	en	un
College	 del	 sur	 de	 Londres.	 El	 auditorio	 estaba	 formado	 por
trabajadores	 y	 profesionales	 de	 la	 baja	 clase	 media,	 poco	 más	 o
menos	el	mismo	tipo	de	público	que	frecuentaba	las	reuniones	del
Left	Book	Club.	Mi	conferencia	trataba	de	la	libertad	de	prensa	y,	al
término	 de	 la	 misma	 y	 ante	 mi	 asombro,	 se	 levantaron	 varios
espectadores	 para	 preguntarme	 «si	 en	 mi	 opinión	 había	 sido	 un
error	levantar	la	prohibición	que	impedía	la	publicación	del	Daily
Worker».	Hube	de	preguntarles	el	porqué	y	todos	dijeron	que	«era
un	 periódico	 de	 dudosa	 lealtad	 y	 por	 tanto	 no	 debía	 tolerarse	 su
publicación	 en	 tiempo	 de	 guerra».	 El	 caso	 es	 que	 me	 encontré
defendiendo	al	periódico	que	más	de	una	vez	se	había	salido	de	sus
casillas	 para	 atacarme.	 ¿Dónde	 habían	 aprendido	 aquellas	 gentes
puntos	 de	 vista	 tan	 totalitarios?	 Con	 toda	 seguridad	 debieron
aprenderlos	de	los	mismos	comunistas.
La	tolerancia	y	la	honradez	intelectual	están	muy	arraigadas	en
Inglaterra,	pero	no	son	indestructibles	y	si	siguen	manteniéndose	es,
en	buena	parte,	con	gran	esfuerzo.	El	resultado	de	predicar	doctrinas
totalitarias	es	que	 lleva	a	 los	pueblos	 libres	a	confundir	 lo	que	es
peligroso	y	lo	que	no	lo	es.	El	caso	de	Mosley	es,	a	este	efecto,	muy
ilustrativo.	 En	 1940	 era	 totalmente	 lógico	 internarlo,	 tanto	 si	 era
culpable	 como	 si	 no	 lo	 era.	 Estábamos	 entonces	 luchando	 por
nuestra	 propia	 existencia	 y	 no	 podíamos	 tolerar	 que	 un	 posible
colaboracionista	 anduviera	 suelto.	 En	 cambio,	 mantenerlo
encarcelado	 en	 1943,	 sin	 que	 mediara	 proceso	 alguno,	 era	 un
verdadero	ultraje.	La	aquiescencia	general	al	aceptar	este	hecho	fue
un	 mal	 síntoma,	 aunque	 es	 cierto	 que	 la	 agitación	 contra	 la
liberación	de	Mosley	 fue	en	gran	parte	 ficticia	y,	 en	menor	parte,
manifestación	de	otros	motivos	de	descontento.	¡Sin	embargo,	cuán
evidente	 resulta,	 en	 el	 actual	 deslizamiento	 hacia	 los	 sistemas
fascistas,	la	huella	de	los	antifascismos	de	los	últimos	diez	años	y	la
falta	de	escrúpulos	por	ellos	acuñada!
Es	 importante	 constatar	 que	 la	 corriente	 rusófila	 es	 sólo	 un
síntoma	 del	 debilitamiento	 general	 de	 la	 tradición	 liberal.	 Si	 el
Ministerio	 de	 Información	 hubiera	 vetado	 definitivamente	 la
publicación	de	este	libro,	la	mayoría	de	los	intelectuales	no	hubiera
visto	 nada	 inquietante	 en	 todo	 ello.	 La	 lealtad	 exenta	 de	 toda
crítica	 hacia	 la	 URSS	 pasa	 a	 convertirse	 en	 ortodoxia,	 y,
dondequiera	 que	 estén	 en	 juego	 los	 intereses	 soviéticos,	 están
dispuestos	 no	 sólo	 a	 tolerar	 la	 censura	 sino	 a	 falsificar
deliberadamente	la	Historia.	Por	citar	sólo	un	caso.	A	la	muerte	de
John	Reed,	el	autor	de	Diez	días	que	conmovieron	al	mundo	—un
relato	de	primera	mano	de	las	jornadas	claves	de	la	Revolución	rusa
—,	 los	 derechos	 del	 libro	 pasaron	 a	 poder	 del	 Partido	Comunista
británico,	a	quien	el	 autor,	 según	creo,	 los	había	 legado.	Algunos
años	más	tarde,	los	comunistas	ingleses	destruyeron	en	gran	parte	la
edición	original,	lanzando	después	una	versión	amañada	en	la	que
omitieron	las	menciones	a	Trotsky	así	como	la	introducción	escrita
por	 el	 propio	 Lenin.	 Si	 hubiera	 existido	 una	 auténtica
intelectualidad	 liberal	 en	 Gran	 Bretaña,	 este	 acto	 de	 piratería
hubiera	 sido	 expuesto	 y	 denunciado	 en	 todos	 los	 periódicos	 del
país.	 La	 realidad	 es	 que	 las	 protestas	 fueron	 escasas	 o	 nulas.	 A
muchos,	aquello	les	pareció	la	cosa	más	natural.	Esta	tolerancia	que
llega	a	 lo	 indecoroso	es	más	 significativa	aún	que	 la	 corriente	de
admiración	 hacia	 Rusia	 que	 se	 ha	 impuesto	 en	 estos	 días.	 Pero
probablemente	esta	moda	no	durará.	Preveo	que,	cuando	este	libro
se	 publique,	 mi	 visión	 del	 régimen	 soviético	 será	 la	 más
comúnmente	 aceptada.	 ¿Qué	 puede	 esto	 significar?	 Cambiar	 una
ortodoxia	por	otra	no	supone	necesariamente	un	progreso,	porque	el
verdadero	 enemigo	 está	 en	 la	 creación	 de	 una	 mentalidad
«gramofónica»	 repetitiva,	 tanto	 si	 se	 está	 como	 si	 no	 de	 acuerdo
con	el	disco	que	suena	en	aquel	momento.
Conozco	 todos	 los	 argumentos	 que	 se	 esgrimen	 contra	 la
libertad	de	expresión	y	de	pensamiento,	argumentos	que	sostienen
que	 no	 «debe»	 o	 que	 no	 «puede»	 existir.	 Yo,	 sencillamente,
respondo	 a	 todos	 ellos	 diciéndoles	 que	 no	 me	 convencen	 y	 que
nuestra	 civilización	 está	 basada	 en	 la	 coexistencia	 de	 criterios
opuestos	 desde	 hace	 más	 de	 400	 años.	 Durante	 una	 década	 he
creído	que	el	régimen	existente	en	Rusia	era	una	cosa	perversa	y	he
reivindicado	mi	derecho	a	decirlo,	a	pesar	de	que	seamos	aliados	de
los	 rusos	 en	 una	 guerra	 que	 deseo	 ver	 ganada.	 Si	 yo	 tuviera	 que
escoger	un	texto	para	justificarme	a	mí	mismo	elegiría	una	frase	de
Milton	 que	 dice	 así:	 «Por	 las	 conocidas	 normas	 de	 la	 vieja
libertad».
La	palabra	vieja	subraya	el	hecho	de	que	la	libertad	intelectual
es	una	tradición	profundamente	arraigada	sin	la	cual	nuestra	cultura
occidental	 dudosamente	 podría	 existir.	Muchos	 intelectuales	 han
dado	la	espalda	a	esta	tradición,	aceptando	el	principio	de	que	una
obra	deberá	ser	publicada	o	prohibida,	 loada	o	condenada,	no	por
sus	 méritos	 sino	 según	 su	 oportunidad	 ideológica	 o	 política.	 Y
otros,	 que	 no	 comparten	 este	 punto	 de	 vista,	 lo	 aceptan,	 sin
embargo,	 por	 cobardía.	Un	buen	 ejemplo	de	 esto	 lo	 constituye	 el
fracaso	de	muchos	pacifistas	incapaces	de	elevar	sus	voces	contra	el
militarismo	 ruso.	 De	 acuerdo	 con	 estos	 pacifistas,	 toda	 violencia
debe	ser	condenada,	y	ellos	mismos	no	han	vacilado	en	pedir	una
paz	 negociada	 en	 los	 más	 duros	 momentos	 de	 la	 guerra.	 Pero,
¿cuándo	han	declarado	que	la	guerra	también	es	censurable	aunque
la	haga	el	Ejército	Rojo?	Aparentemente,	 los	rusos	 tienen	 todo	su
derecho	a	defenderse,	mientras	nosotros,	si	lo	hacemos,	caemos	en
pecado	 mortal.	 Esta	 contradicción	 sólo	 puede	 explicarse	 por	 la
cobardía	 de	 una	 gran	 parte	 de	 los	 intelectuales	 ingleses	 cuyo
patriotismo,	al	parecer,	está	más	orientado	hacia	la	URSS	que	hacia
la	Gran	Bretaña.
Conozco	muy	bien	las	razones	por	las	que	los	intelectuales	de
nuestro	 país	 demuestran	 su	 pusilanimidad	 y	 su	 deshonestidad;
conozco	 por	 experiencia	 los	 argumentos	 con	 los	 que	 pretenden
justificarse	 a	 sí	 mismos.	 Pero,	 por	 eso	 mismo,	 sería	 mejor	 que
cesaran	 en	 sus	 desatinos	 intentando	defender	 la	 libertad	 contra	 el
fascismo.	Si	la	libertad	significa	algo,	es	el	derecho	de	decirles	a	los
demás	lo	que	no	quieren	oír.	La	gente	sigue	vagamente	adscrita	a
esta	 doctrina	 y	 actúa	 según	 ella	 le	 dicta.	 En	 la	 actualidad,	 en
nuestro	 país	—y	no	 ha	 sido	 así	 en	 otros,	 como	 en	 la	 republicana
Francia	 o	 en	 los	 Estados	Unidos	 de	 hoy—	 los	 liberales	 le	 tienen
miedo	 a	 la	 libertad	 y	 los	 intelectuales	 no	 vacilan	 en	mancillar	 la
inteligencia:	 es	 para	 llamar	 la	 atención	 sobre	 estos	 hechos	 por	 lo
que	he	escrito	este	prólogo.
Rebelión	en	la	granja
I
El	 señor	 Jones,	 propietario	 de	 la	 Granja	Manor,	 cerró	 por	 la
noche	los	gallineros,	pero	estaba	demasiado	borracho	para	recordar
que	había	dejado	abiertas	las	ventanillas.	Con	la	luz	de	la	linterna
danzando	de	un	lado	a	otro	cruzó	el	patio,	se	quitó	las	botas	ante	la
puerta	 trasera,	 sirvióse	 una	 última	 copa	 de	 cerveza	 del	 barril	 que
estaba	en	la	cocina	y	se	fue	derecho	a	la	cama,	donde	ya	roncaba	la
señora	Jones.
Apenas	 se	 hubo	 apagado	 la	 luz	 en	 el	 dormitorio,	 empezó	 el
alboroto	en	toda	lagranja.	Durante	el	día	se	corrió	la	voz	de	que	el
Viejo	Mayor,	el	verraco	premiado,	había	tenido	un	sueño	extraño	la
noche	 anterior	 y	 deseaba	 comunicárselo	 a	 los	 demás	 animales.
Habían	acordado	 reunirse	 todos	en	el	granero	principal	cuando	el
señor	 Jones	 se	 retirara.	 El	 Viejo	Mayor	 (así	 le	 llamaban	 siempre,
aunque	 fue	 presentado	 en	 la	 exposición	 bajo	 el	 nombre	 de
Willingdon	Beauty)	 era	 tan	 altamente	 estimado	 en	 la	 granja,	 que
todos	estaban	dispuestos	a	perder	una	hora	de	sueño	para	oír	lo	que
él	tuviera	que	decirles.
En	 un	 extremo	 del	 granero	 principal,	 sobre	 una	 especie	 de
plataforma	elevada,	Mayor	se	encontraba	ya	arrellanado	en	su	lecho
de	paja,	bajo	una	linterna	que	pendía	de	una	viga.	Tenía	doce	años
de	edad	y	últimamente	se	había	puesto	bastante	gordo,	pero	aún	era
un	cerdo	majestuoso	de	aspecto	sabio	y	bonachón,	a	pesar	de	que
sus	colmillos	nunca	habían	sido	cortados.	Al	poco	rato	empezaron	a
llegar	los	demás	animales	y	a	colocarse	cómodamente,	cada	cual	a
su	modo.	Primero	llegaron	los	tres	perros,	Bluebell,	Jessie	y	Pincher,
y	 luego	 los	 cerdos,	 que	 se	 arrellanaron	 en	 la	 paja	 delante	 de	 la
plataforma.	Las	gallinas	 se	 situaron	en	el	 alféizar	de	 las	ventanas,
las	palomas	revolotearon	hacia	los	tirantes	de	las	vigas,	las	ovejas	y
las	vacas	 se	echaron	detrás	de	 los	cerdos	y	 se	dedicaron	a	 rumiar.
Los	 dos	 caballos	 de	 tiro,	 Boxer	 y	 Clover,	 entraron	 juntos,
caminando	 despacio	 y	 posando	 con	 gran	 cuidado	 sus	 enormes
cascos	peludos,	por	temor	de	que	algún	animalito	pudiera	hallarse
oculto	en	la	paja.	Clover	era	una	yegua	robusta,	entrada	en	años	y
de	 aspecto	 maternal	 que	 no	 había	 logrado	 recuperar	 la	 silueta
después	de	su	cuarto	potrillo.	Boxer	era	una	bestia	enorme,	de	casi
quince	palmos	de	 altura	 y	 tan	 fuerte	 como	dos	 caballos	 normales
juntos.	Una	franja	blanca	a	lo	largo	de	su	hocico	le	daba	un	aspecto
estúpido,	y,	 ciertamente	no	era	muy	 inteligente,	pero	 sí	 respetado
por	todos	dada	su	entereza	de	carácter	y	su	tremenda	fuerza	para	el
trabajo.	Después	de	los	caballos	llegaron	Muriel,	la	cabra	blanca,	y
Benjamín,	 el	 burro.	 Benjamín	 era	 el	 animal	 más	 viejo	 y	 de	 peor
genio	 de	 la	 granja.	 Raramente	 hablaba,	 y	 cuando	 lo	 hacía,
generalmente	 era	 para	 hacer	 alguna	 observación	 cínica;	 diría,	 por
ejemplo,	que	«Dios	le	había	dado	una	cola	para	espantar	las	moscas,
pero	 que	 él	 hubiera	 preferido	 no	 tener	 ni	 cola	 ni	moscas».	Era	 el
único	 de	 los	 animales	 de	 la	 granja	 que	 jamás	 reía.	 Si	 se	 le
preguntaba	por	qué,	contestaba	que	no	tenía	motivos	para	hacerlo.
Sin	 embargo,	 sin	 admitirlo	 abiertamente,	 sentía	 afecto	 por	Boxer;
los	 dos	 pasaban,	 generalmente,	 el	 domingo	 en	 el	 pequeño	 prado
detrás	de	la	huerta,	pastando	juntos,	sin	hablarse.
Apenas	 se	 echaron	 los	 dos	 caballos,	 cuando	 un	 grupo	 de
patitos	 que	 habían	 perdido	 la	 madre	 entró	 en	 el	 granero	 piando
débilmente	y	yendo	de	un	lado	a	otro	en	busca	de	un	lugar	donde
no	hubiera	peligro	de	que	los	pisaran.	Clover	formó	una	especie	de
pared	 con	 su	 enorme	 pata	 delantera	 y	 los	 patitos	 se	 anidaron	 allí
durmiéndose	 enseguida.	 A	 última	 hora,	Mollie,	 la	 bonita	 y	 tonta
yegua	 blanca	 que	 tiraba	 del	 coche	 del	 señor	 Jones,	 entró
afectadamente	 mascando	 un	 terrón	 de	 azúcar.	 Se	 colocó	 delante,
coqueteando	con	sus	blancas	crines	a	fin	de	atraer	la	atención	hacia
los	lazos	rojos	con	que	había	sido	trenzada.	La	última	en	aparecer
fue	 la	 gata,	 que	 buscó,	 como	 de	 costumbre,	 el	 lugar	 más	 cálido,
acomodándose	 finalmente	 entre	 Boxer	 y	 Clover;	 allí	 ronroneó	 a
gusto	durante	el	desarrollo	del	discurso	de	Mayor,	sin	oír	una	sola
palabra	de	lo	que	éste	decía.
Ya	estaban	presentes	 todos	 los	animales	—excepto	Moses,	el
cuervo	amaestrado,	que	dormía	sobre	una	percha	detrás	de	la	puerta
trasera—.	 Cuando	 Mayor	 vio	 que	 estaban	 todos	 acomodados	 y
esperaban	con	atención,	aclaró	su	voz	y	comenzó:
—Camaradas:	 os	 habéis	 enterado	 ya	 del	 extraño	 sueño	 que
tuve	 anoche.	 Pero	 de	 eso	 hablaré	 luego.	 Primero	 tengo	 que	 decir
otra	cosa.	Yo	no	creo,	camaradas,	que	esté	muchos	meses	más	con
vosotros	y	antes	de	morir	estimo	mi	deber	transmitiros	la	sabiduría
que	 he	 adquirido.	 He	 vivido	 muchos	 años,	 dispuse	 de	 bastante
tiempo	para	meditar	mientras	he	estado	a	solas	en	mi	pocilga	y	creo
poder	afirmar	que	entiendo	el	sentido	de	la	vida	en	este	mundo,	tan
bien	como	cualquier	otro	animal	viviente.	Es	respecto	a	esto	de	lo
que	deseo	hablaros.
»Veamos,	camaradas:	¿Cuál	es	la	realidad	de	esta	vida	nuestra?
Encarémonos	con	ella:	nuestras	vidas	son	tristes,	fatigosas	y	cortas.
Nacemos,	nos	suministran	la	comida	necesaria	para	mantenernos	y	a
aquellos	de	nosotros	capaces	de	trabajar	nos	obligan	a	hacerlo	hasta
el	último	átomo	de	nuestras	fuerzas;	y	en	el	preciso	instante	en	que
ya	 no	 servimos,	 nos	 matan	 con	 una	 crueldad	 espantosa.	 Ningún
animal	 en	 Inglaterra	 conoce	 el	 significado	 de	 la	 felicidad	 o	 la
holganza	 después	 de	 haber	 cumplido	 un	 año	 de	 edad.	 No	 hay
animal	 libre	en	 Inglaterra.	La	vida	de	un	animal	es	sólo	miseria	y
esclavitud;	ésta	es	la	pura	verdad.
»Pero,	¿forma	esto	parte	realmente,	del	orden	de	la	naturaleza?
¿Es	 acaso	 porque	 esta	 tierra	 nuestra	 es	 tan	 pobre	 que	 no	 puede
proporcionar	 una	 vida	 decorosa	 a	 todos	 sus	 habitantes?	 No,
camaradas;	mil	veces	no.	El	suelo	de	Inglaterra	es	fértil,	su	clima	es
bueno,	 es	 capaz	 de	 dar	 comida	 en	 abundancia	 a	 una	 cantidad
mucho	 mayor	 de	 animales	 que	 la	 que	 actualmente	 lo	 habita.
Solamente	nuestra	granja	puede	mantener	una	docena	de	caballos,
veinte	vacas,	centenares	de	ovejas;	y	todos	ellos	viviendo	con	una
comodidad	y	una	dignidad	que	en	estos	momentos	está	casi	 fuera
del	 alcance	 de	 nuestra	 imaginación.	 ¿Por	 qué,	 entonces,
continuamos	en	esta	mísera	condición?	Porque	 los	 seres	humanos
nos	 arrebatan	 casi	 todo	 el	 fruto	 de	 nuestro	 trabajo.	 Ahí	 está,
camaradas,	 la	 respuesta	 a	 todos	 nuestros	 problemas.	 Todo	 está
explicado	en	una	 sola	palabra:	 el	Hombre.	El	 hombre	 es	 el	 único
enemigo	 real	 que	 tenemos.	 Haced	 desaparecer	 al	 hombre	 de	 la
escena	y	la	causa	motivadora	de	nuestra	hambre	y	exceso	de	trabajó
será	abolida	para	siempre.
»El	hombre	es	el	único	 ser	que	consume	sin	producir.	No	da
leche,	no	pone	huevos,	es	demasiado	débil	para	tirar	del	arado	y	su
velocidad	 ni	 siquiera	 le	 permite	 atrapar	 conejos.	 Sin	 embargo,	 es
dueño	 y	 señor	 de	 todos	 los	 animales.	Los	 hace	 trabajar,	 les	 da	 el
mínimo	necesario	para	mantenerlos	y	lo	demás	se	lo	guarda	para	él.
Nuestro	 trabajo	 labora	 la	 tierra,	 nuestro	 estiércol	 la	 abona	 y,	 sin
embargo,	 no	 existe	 uno	 de	 nosotros	 que	 posea	 algo	 más	 que	 su
pellejo.	Vosotras,	vacas,	que	estáis	aquí,	¿cuántos	miles	de	litros	de
leche	 habéis	 dado	 este	 último	 año?	 ¿Y	 qué	 se	 ha	 hecho	 con	 esa
leche	que	debía	servir	para	criar	terneros	robustos?	Hasta	la	última
gota	 ha	 ido	 a	 parar	 al	 paladar	 de	 nuestros	 enemigos.	 Y	 vosotras,
gallinas,	¿cuántos	huevos	habéis	puesto	este	año	y	cuántos	pollitos
han	salido	de	esos	huevos?	Todo	lo	demás	ha	ido	a	parar	al	mercado
para	 producir	 dinero	 para	 Jones	 y	 su	 gente.	Y	 tú,	Clover,	 ¿dónde
están	estos	cuatro	potrillos	que	has	tenido,	que	debían	ser	sostén	y
alegría	de	tu	vejez?	Todos	fueron	vendidos	al	año;	no	los	volverás	a
ver	 jamás.	 Como	 recompensa	 por	 tus	 cuatro	 criaturas	 y	 todo	 tu
trabajo	en	el	 campo,	 ¿qué	has	 tenido,	 exceptuando	 tus	 escuálidas
raciones	y	un	pesebre?
»Ni	 siquiera	 nos	 permiten	 alcanzar	 el	 término	 natural	 de
nuestras	míseras	vidas.	Por	mí	no	me	quejo,	porque	he	sido	uno	de
los	afortunados.	Tengo	doce	años	y	he	tenido	más	de	cuatrocientas
criaturas.	Tal	es	el	destino	natural	de	un	cerdo.	Pero	al	final	ningún
animal	 se	 libra	 del	 cruel	 cuchillo.	 Vosotros,	 jóvenes	 cerdos	 que
estáis	sentados	frente	a	mí,	cada	uno	de	vosotrosva	a	gemir	por	su
vida	dentro	de	un	año.	A	ese	horror	llegaremos	todos:	vacas,	cerdos,
gallinas,	ovejas;	todos.	Ni	siquiera	los	caballos	y	los	perros	tienen
mejor	destino.	Tú,	Boxer,	 el	mismo	día	que	 tus	grandes	músculos
pierdan	 su	 fuerza,	 Jones	 te	 venderá	 al	 descuartizador,	 quien	 te
cortará	el	pescuezo	y	te	cocerá	para	los	perros	de	caza.	En	cuanto	a
los	 perros,	 cuando	 están	 viejos	 y	 sin	 dientes,	 Jones	 les	 ata	 un
ladrillo	al	pescuezo	y	los	ahoga	en	el	estanque	más	cercano.
»¿No	 resulta	 entonces	 de	 una	 claridad	meridiana,	 camaradas,
que	todos	los	males	de	nuestras	vidas	provienen	de	la	tiranía	de	los
seres	 humanos?	 Eliminad	 tan	 sólo	 al	 Hombre	 y	 el	 producto	 de
nuestro	trabajo	nos	pertenecerá.	Casi	de	la	noche	a	la	mañana,	nos
volveríamos	ricos	y	libres.	Entonces,	¿qué	es	lo	que	debemos	hacer?
¡Trabajar	 noche	 y	 día,	 con	 cuerpo	 y	 alma,	 para	 derrocar	 a	 la	 raza
humana!	Ése	es	mi	mensaje,	camaradas:	¡Rebelión!	Yo	no	sé	cuándo
vendrá	esa	rebelión;	quizá	dentro	de	una	semana	o	dentro	de	cien
años;	pero	sí	sé,	tan	seguro	como	veo	esta	paja	bajo	mis	patas,	que
tarde	o	temprano	se	hará	justicia.	¡Fijad	la	vista	en	eso,	camaradas,
durante	 los	 pocos	 años	 que	 os	 quedan	 de	 vida!	 Y,	 sobre	 todo,
transmitid	 mi	 mensaje	 a	 los	 que	 vengan	 después,	 para	 que	 las
futuras	 generaciones	 puedan	 proseguir	 la	 lucha	 hasta	 alcanzar	 la
victoria.
»Y	 recordad,	 camaradas:	 vuestra	 voluntad	 jamás	 deberá
vacilar.	 Ningún	 argumento	 os	 debe	 desviar.	 Nunca	 hagáis	 caso
cuando	 os	 digan	 que	 el	 Hombre	 y	 los	 animales	 tienen	 intereses
comunes,	que	la	prosperidad	de	uno	es	también	la	de	los	otros.	Son
mentiras.	 El	 Hombre	 no	 sirve	 los	 intereses	 de	 ningún	 ser
exceptuando	los	suyos	propios.	Y	entre	nosotros	los	animales,	que
haya	perfecta	unidad,	perfecta	 camaradería	 en	 la	 lucha.	Todos	 los
hombres	son	enemigos.	Todos	los	animales	son	camaradas.
En	 ese	 momento	 se	 produjo	 una	 tremenda	 conmoción.
Mientras	Mayor	estaba	hablando,	cuatro	grandes	ratas	habían	salido
de	 sus	 escondrijos	 y	 se	 habían	 sentado	 sobre	 sus	 cuartos	 traseros,
escuchándolo.	 Los	 perros	 las	 divisaron	 repentinamente	 y	 sólo
merced	a	una	acelerada	carrera	hasta	sus	reductos	lograron	las	ratas
salvar	sus	vidas.	Mayor	levantó	su	pata	para	imponer	silencio.
—Camaradas	 —dijo—,	 aquí	 hay	 un	 punto	 que	 debe	 ser
aclarado.	 Los	 animales	 salvajes,	 como	 los	 ratones	 y	 los	 conejos,
¿son	nuestros	amigos	o	nuestros	enemigos?	Pongámoslo	a	votación.
»Yo	planteo	esta	pregunta	a	 la	asamblea:	¿Son	camaradas	 las
ratas?
Se	 pasó	 a	 votación	 inmediatamente,	 decidiéndose	 por	 una
mayoría	abrumadora	que	las	ratas	eran	camaradas.	Hubo	solamente
cuatro	discrepantes:	los	tres	perros	y	la	gata,	que,	como	se	descubrió
luego,	habían	votado	por	ambos	lados.	Mayor	prosiguió:
—Me	 resta	 poco	 que	 deciros.	 Simplemente	 insisto:	 recordad
siempre	vuestro	deber	de	enemistad	hacia	el	Hombre	y	su	manera	de
ser.	Todo	lo	que	camine	sobre	dos	pies	es	un	enemigo.	Lo	que	ande
a	cuatro	patas,	o	tenga	alas,	es	un	amigo.	Y	recordad	también	que	en
la	lucha	contra	el	Hombre,	no	debemos	llegar	a	parecernos	a	él.	Aun
cuando	 lo	hayáis	vencido,	no	adoptéis	 sus	vicios.	Ningún	animal
debe	 vivir	 en	 una	 casa,	 dormir	 en	 una	 cama,	 vestir	 ropas,	 beber
alcohol,	 fumar	 tabaco,	 manejar	 dinero	 ni	 ocuparse	 del	 comercio.
Todas	 las	 costumbres	 del	 Hombre	 son	 malas.	 Y,	 sobre	 todas	 las
cosas,	 ningún	 animal	 debe	 tiranizar	 a	 sus	 semejantes.	 Débiles	 o
fuertes,	 listos	 o	 ingenuos,	 todos	 somos	 hermanos.	 Ningún	 animal
debe	matar	a	otro	animal.	Todos	los	animales	son	iguales.
»Y	ahora,	camaradas,	os	contaré	mi	sueño	de	anoche.	No	estoy
en	condiciones	de	describíroslo	a	vosotros.	Era	una	visión	de	cómo
será	la	tierra	cuando	el	Hombre	haya	sido	proscrito.	Pero	me	trajo	a
la	memoria	algo	que	hace	tiempo	había	olvidado.	Muchos	años	ha,
cuando	 yo	 era	 un	 lechoncito,	 mi	 madre	 y	 las	 otras	 cerdas
acostumbraban	a	entonar	una	vieja	canción	de	la	que	sólo	sabían	la
tonada	 y	 las	 tres	 primeras	 palabras.	 Aprendí	 esa	 canción	 en	 mi
infancia,	pero	hacía	mucho	tiempo	que	la	había	olvidado.	Anoche,
sin	embargo,	volvió	a	mí	en	el	sueño.	Y	más	aún,	las	palabras	de	la
canción	 también;	 palabras	 que,	 tengo	 la	 certeza,	 fueron	 cantadas
por	animales	de	épocas	lejanas	y	 luego	olvidadas	durante	muchas
generaciones.	Os	cantaré	esa	canción	ahora,	camaradas.	Soy	viejo	y
mi	voz	es	ronca,	pero	cuando	Os	haya	enseñado	la	tonada	podréis
cantarla	mejor	que	yo.	Se	llama	«Bestias	de	Inglaterra».
El	viejo	Mayor	carraspeó	y	comenzó	a	cantar.	Tal	como	había
dicho,	su	voz	era	ronca,	pero	a	pesar	de	todo	lo	hizo	bastante	bien;
era	una	tonadilla	rítmica,	algo	a	medias	entre	«Clementina»	y	«La
cucaracha».	La	letra	decía	así:
¡Bestias	 de	 Inglaterra,	 bestias	 de	 Irlanda!	 ¡Bestias	 de	 toda
tierra	y	clima!
¡Oíd	mis	gozosas	nuevas	que	cantan	un	futuro	feliz!
Tarde	o	temprano	llegará	la	hora
en	la	que	la	tiranía	del	Hombre	sea	derrocada	y	las	ubérrimas
praderas	de	Inglaterra
tan	sólo	por	animales	sean	holladas.
De	nuestros	hocicos	serán	proscritas	las	argollas,	de	nuestros
lomos	desaparecerán	los	arneses.	Bocados	y	espuelas	serán	presas
de	la	herrumbre	y	nunca	más	crueles	látigos	harán	oír	su	restallar.
Más	ricos	que	la	mente	imaginar	pudiera,
el	trigo,	la	cebada,	la	avena,	el	heno,	el	trébol,	la	alfalfa	y	la
remolacha	serán	sólo	nuestros	el	día	señalado.	Radiantes	lucirán
los	prados	de	Inglaterra	y	más	puras	las	aguas	manarán;
más	suave	soplará	la	brisa
el	día	que	brille	nuestra	libertad.	Por	ese	día	todos	debemos
trabajar	 aunque	 hayamos	 de	 morir	 sin	 verlo.	 Caballos	 y	 vacas,
gansos	 y	 pavos,	 ¡todos	 deben,	 unidos,	 por	 la	 libertad	 luchar!
¡Bestias	de	Inglaterra,	bestias	de	Irlanda!	¡Bestias	de	todo	país	y
clima!
¡Oíd	mis	gozosas	nuevas	que	cantan	un	futuro	feliz!
El	ensayo	de	esta	canción	puso	a	todos	los	animales	en	la	más
salvaje	excitación.	Poco	antes	de	que	Mayor	hubiera	finalizado,	ya
se	 habían	 lanzado	 todos	 a	 cantarla.	 Hasta	 el	 más	 estúpido	 había
retenido	 la	 melodía	 y	 parte	 de	 la	 letra,	 mientras	 que	 los	 más
inteligentes,	como	 los	cerdos	y	 los	perros,	aprendieron	 la	canción
en	 pocos	 minutos.	 Poco	 más	 tarde,	 con	 ayuda	 de	 varios	 ensayos
previos,	 toda	 la	 granja	 rompió	 a	 cantar	 «Bestias	 de	 Inglaterra»	 al
unísono.	Las	vacas	la	mugieron,	los	perros	la	aullaron,	las	ovejas	la
balaron,	 _los	 caballos	 la	 relincharon,	 los	 patos	 la	 graznaron.
Estaban	tan	contentos	con	la	canción	que	la	repitieron	cinco	veces
seguidas	y	habrían	continuado	así	toda	la	noche	de	no	haber	sido
interrumpidos.
Desgraciadamente,	el	alboroto	armado	despertó	al	señor	Jones,
que	saltó	de	la	cama	creyendo	que	había	un	zorro	merodeando	en
los	corrales.	Tomó	la	escopeta,	que	estaba	permanentemente	en	un
rincón	 del	 dormitorio,	 y	 disparó	 un	 tiro	 en	 la	 oscuridad.	 Los
perdigones	 se	 incrustaron	 en	 la	 pared	 del	 granero	 y	 la	 sesión	 se
levantó	precipitadamente.	Cada	cual	huyó	hacia	su	lugar	de	dormir.
Las	aves	saltaron	a	sus	palos,	los	animales	se	acostaron	en	la	paja	y
en	un	instante	toda	la	granja	estaba	durmiendo.
II
Tres	 noches	 después,	 el	 Viejo	 Mayor	 murió	 apaciblemente
mientras	dormía.	Su	cadáver	fue	enterrado	al	pie	de	la	huerta.
Eso	 ocurrió	 a	 principios	 de	 marzo.	 Durante	 los	 tres	 meses
siguientes	 hubo	 una	 gran	 actividad	 secreta.	 A	 los	 animales	 más
inteligentes	de	la	granja,	el	discurso	de	Mayor	les	había	hecho	ver
la	vida	desde	un	punto	de	vista	totalmente	nuevo.	Ellos	no	sabían
cuándo	 sucedería	 la	Rebelión	 que	 pronosticara	Mayor;	 no	 tenían
motivo	para	creer	que	sucediera	durante	el	transcurso	de	sus	propias
vidas,	pero	vieron	claramente	que	su	deber	era	prepararse	para	ella.
El	trabajo	de	enseñar	y	organizar	a	los	demás	recayó	naturalmente
sobre	 los	cerdos,	 a	quienes	 se	 reconocía	en	general	 como	 los	más
inteligentes	de	los	animales.
Elementos	prominentesentre	ellos	eran	dos	cerdos	jóvenes	que
se	llamaban	Snowball	y	Napoleón,	a	quienes	el	señor	Jones	estaba
criando	 para	 vender.	 Napoleón	 era	 un	 verraco	 grande	 de	 aspecto
feroz,	 el	 único	 cerdo	 de	 raza	 Berkshire	 en	 la	 granja;	 de	 pocas
palabras,	 tenía	 fama	 de	 salirse	 siempre	 con	 la	 suya.	 Snowball	 era
más	vivaz	que	Napoleón,	tenía	mayor	facilidad	de	palabra	y	era	más
ingenioso,	pero	 lo	consideraban	de	carácter	más	débil.	Los	demás
puercos	machos	 de	 la	 granja	 eran	muy	 jóvenes.	 El	más	 conocido
entre	ellos	era	uno	pequeño	y	gordito	que	se	llamaba	Squealer,	de
mejillas	muy	redondas,	ojos	vivarachos,	movimientos	ágiles	y	voz
chillona.	 Era	 un	 orador	 brillante,	 y	 cuando	 discutía	 algún	 asunto
difícil,	 tenía	una	 forma	de	saltar	de	 lado	a	 lado	moviendo	 la	cola
que	le	hacía	muy	persuasivo.	Se	decía	de	Squealer	que	era	capaz	de
hacer	ver	lo	negro,	blanco.
Estos	tres	habían	elaborado,	a	base	de	las	enseñanzas	del	Viejo
Mayor,	 un	 sistema	completo	de	 ideas	 al	 que	dieron	 el	 nombre	de
Animalismo.	Varias	noches	por	 semana,	 cuando	el	 señor	 Jones	ya
dormía,	 celebraban	 reuniones	 secretas	 en	 el	 granero,	 en	 cuyo
transcurso	exponían	a	los	demás	los	principios	del	Animalismo.	Al
comienzo	encontraron	mucha	estupidez	y	apatía.	Algunos	animales
hablaron	del	deber	de	lealtad	hacia	el	señor	Jones,	a	quien	llamaban
«Amo»,	o	hacían	observaciones	elementales	como:	«El	señor	Jones
nos	da	de	comer»;	«Si	él	no	estuviera	nos	moriríamos	de	hambre».
Otros	 formulaban	 preguntas	 tales	 como:	 «¿Qué	 nos	 importa	 a
nosotros	lo	que	va	a	suceder	cuando	estemos	muertos?»,	o	bien:	«Si
la	rebelión	se	va	a	producir	de	todos	modos,	¿qué	diferencia	hay	si
trabajamos	 para	 ello	 o	 no?»,	 y	 los	 cerdos	 tenían	 grandes
dificultades	 en	 hacerles	 ver	 que	 eso	 era	 contrario	 al	 espíritu	 del
Animalismo.	Las	preguntas	más	estúpidas	fueron	hechas	por	Mollie,
la	yegua	blanca.	La	primera	que	dirigió	a	Snowball	fue	la	siguiente:
—¿Habrá	azúcar	después	de	la	rebelión?
—No	 —respondió	 Snowball	 firmemente—.	 No	 tenemos
medios	para	fabricar	azúcar	en	esta	granja.	Además,	 tú	no	precisas
azúcar.	Tendrás	toda	la	avena	y	el	heno	que	necesites.
—¿Y	se	me	permitirá	seguir	usando	cintas	en	la	crin?	—insistió
Mollie.
—Camarada	—dijo	Snowball—,	esas	cintas	que	tanto	te	gustan
son	el	símbolo	de	la	esclavitud.	¿No	entiendes	que	la	libertad	vale
más	que	esas	cintas?
Mollie	asintió,	pero	daba	la	impresión	de,	que	no	estaba	muy
convencida.
Los	cerdos	tuvieron	una	lucha	aún	mayor	para	contrarrestar	las
mentiras	que	difundía	Moses,	el	cuervo	amaestrado.	Moses,	que	era
el	favorito	del	señor	Jones,	era	espía	y	chismoso,	pero	también	un
orador	 muy	 hábil.	 Pretendía	 conocer	 la	 existencia	 de	 un	 país
misterioso	 llamado	Monte	Azúcar,	al	que	 iban	 todos	 los	animales
cuando	morían.	Estaba	situado	en	algún	lugar	del	cielo,	«un	poco
más	allá	de	las	nubes»,	decía	Moses.	Allí	era	domingo	siete	veces
por	semana,	el	trébol	estaba	en	estación	todo	el	año	y	los	terrones
de	 azúcar	 y	 las	 tortas	 de	 linaza	 crecían	 en	 los	 cercados.	 Los
animales	odiaban	a	Moses	porque	era	chismoso	y	no	hacía	ningún
trabajo,	pero	algunos	creían	lo	de	Monte	Azúcar	y	los	cerdos	tenían
que	 argumentar	mucho	para	 persuadirlos	 de	 la	 inexistencia	 de	 tal
lugar.
Los	 discípulos	 más	 leales	 eran	 los	 caballos	 de	 tiro	 Boxer	 y
Clover.	 Ambos	 tenían	 gran	 dificultad	 en	 formar	 su	 propio	 juicio,
pero	desde	que	aceptaron	a	 los	 cerdos	 como	maestros,	 asimilaban
todo	 lo	 que	 se	 les	 decía	 y	 lo	 transmitían	 a	 los	 demás	 animales
mediante	argumentos	sencillos.	Nunca	faltaban	a	 las	citas	secretas
en	el	granero	y	encabezaban	el	canto	de	«Bestias	de	Inglaterra»	con
el	que	siempre	se	daba	fin	a	las	reuniones.
El	hecho	fue	que	la	rebelión	se	llevó	a	cabo	mucho	antes	y	más
fácilmente	 de	 lo	 que	 ellos	 esperaban.	 En	 años	 anteriores	 el	 señor
Jones,	a	pesar	de	ser	un	amo	duro,	había	sido	un	agricultor	capaz,
pero	 últimamente	 contrajo	 algunos	 vicios.	 Se	 había	 desanimado
mucho	después	de	perder	bastante	dinero	en	un	pleito,	y	comenzó	a
beber	 más	 de	 la	 cuenta.	 Durante	 días	 enteros	 permanecía	 en	 su
sillón	 de	 la	 cocina,	 leyendo	 los	 periódicos,	 bebiendo	 y,
ocasionalmente,	 dándole	 a	 Moses	 cortezas	 de	 pan	 mojado	 en
cerveza.	Sus	hombres	se	habían	vuelto	perezosos	y	descuidados,	los
campos	estaban	llenos	de	maleza,	los	edificios	necesitaban	arreglos,
los	vallados	estaban	descuidados,	y	mal	alimentados	los	animales.
Llegó	junio	y	el	heno	estaba	casi	listo	para	ser	cosechado.	La
noche	de	San	Juan,	que	era	sábado,	el	señor	Jones	fue	a	Willingdon
y	se	emborrachó	de	tal	forma	en	«El	León	Colorado»,	que	no	volvió
a	 la	 granja	 hasta	 el	 mediodía	 del	 domingo.	 Los	 peones	 habían
ordeñado	las	vacas	de	madrugada	y	luego	se	fueron	a	cazar	conejos,
sin	 preocuparse	 de	 dar	 de	 comer	 a	 los	 animales.	 A	 su	 regreso,	 el
señor	Jones	se	quedó	dormido	inmediatamente	en	el	sofá	de	la	sala,
tapándose	la	cara	con	el	periódico,	de	manera	que	al	anochecer	los
animales	aún	estaban	sin	comer.	El	hambre	sublevó	a	los	animales,
que	ya	no	resistieron	más.	Una	de	las	vacas	rompió	de	una	cornada
la	 puerta	 del	 depósito	 de	 forrajes	 y	 los	 animales	 empezaron	 a
servirse	solos	de	los	depósitos.	En	ese	momento	se	despertó	el	señor
Jones.	De	 inmediato	 él	 y	 sus	 cuatro	 peones	 se	 hicieron	 presentes
con	látigos,	azotando	a	diestro	y	siniestro.	Esto	superaba	lo	que	los
hambrientos	 animales	 podían	 soportar.	 Unánimemente,	 aunque
nada	 había	 sido	 planeado	 con	 anticipación,	 se	 abalanzaron	 sobre
sus	 torturadores.	 Repentinamente,	 Jones	 y	 sus	 peones	 se
encontraron	recibiendo	empellones	y	patadas	desde	todos	los	lados.
Estaban	perdiendo	el	dominio	de	la	situación	porque	jamás	habían
visto	 a	 los	 animales	 portarse	 de	 esa	 manera.	 Aquella	 inopinada
insurrección	de	bestias	a	las	que	estaban	acostumbrados	a	golpear	y
maltratar	 a	 su	 antojo,	 los	 aterrorizó	 hasta	 casi	 hacerles	 perder	 la
cabeza.	Al	poco,	abandonaron	su	conato	de	defensa	y	escaparon.	Un
minuto	después,	 los	cinco	corrían	a	toda	velocidad	por	el	sendero
que	conducía	al	camino	principal	con	los	animales	persiguiéndoles
triunfalmente.
La	señora	Jones	miró	por	la	ventana	del	dormitorio,	vio	lo	que
sucedía,	 metió	 precipitadamente	 algunas	 cosas	 en	 un	 bolso	 y	 se
escabulló	de	la	granja	por	otro	camino.	Moses	saltó	de	su	percha	y
aleteó	 tras	 ella,	 graznando	 sonoramente.	 Mientras	 tanto,	 los
animales	habían	perseguido	a	Jones	y	sus	peones	hacia	la	carretera
y,	apenas	salieron,	cerraron	el	portón	tras	ellos	estrepitosamente.	Y
así,	casi	sin	darse	cuenta	de	lo	ocurrido,	la	rebelión	se	había	llevado
a	cabo	triunfalmente:	Jones	fue	expulsado	y	la	«Granja	Manor»	era
de	ellos.
Durante	 los	 primeros	 minutos	 los	 animales	 apenas	 si	 daban
crédito	 a	 su	 triunfo.	 Su	 primera	 acción	 fue	 correr	 todos	 juntos
alrededor	de	los	límites	de	la	granja,	como	para	cerciorarse	de	que
ningún	ser	humano	se	escondía	en	ella;	luego	volvieron	al	galope
hacia	 los	 edificios	 para	 borrar	 los	 últimos	 vestigios	 del	 ominoso
reinado	de	Jones.	Irrumpieron	en	el	guadarnés	que	se	hallaba	en	un
extremo	 del	 establo;	 los	 bocados,	 las	 argollas,	 las	 cadenas	 de	 los
perros,	 los	 crueles	 cuchillos	 con	 los	 que	 el	 señor	 Jones
acostumbraba	 a	 castrar	 a	 los	 cerdos	 y	 corderos,	 todos	 fueron
arrojados	 al	 aljibe.	 Las	 riendas,	 las	 cabezadas,	 las	 anteojeras,	 los
degradantes	morrales	fueron	tirados	al	fuego	en	el	patio,	donde	en
ese	momento	se	estaba	quemando	la	basura.	Igual	destino	tuvieron
—los	látigos.	Todos	los	animales	saltaron	de	alegría	cuando	vieron
arder	 los	 látigos.	 Snowball	 también	 tiró	 al	 fuego	 las	 cintas	 que
generalmente	 adornaban	 las	 colas	 y	 crines	 dé	 los	 caballos	 en	 los
días	de	feria.
—Las	cintas	—dijo—	deben	considerarse	como	indumentaria,
que	es	el	distintivo	de	un	ser	humano.	Todos	los	animales	deben	ir
desnudos.
Cuando	Boxer	oyó	esto,tomó	el	sombrerito	de	paja	que	usaba
en	verano	para	impedir	que	las	moscas	le	entraran	en	las	orejas	y	lo
tiró	al	fuego	con	lo	demás.
En	muy	 poco	 tiempo	 los	 animales	 habían	 destruido	 todo	 lo
que	podía	hacerles	 recordar	 el	dominio	del	 señor	 Jones.	Entonces
Napoleón	los	llevó	nuevamente	al	depósito	de	forrajes	y	sirvió	una
doble	 ración	 de	 maíz	 a	 cada	 uno,	 con	 dos	 bizcochos	 para	 cada
perro.	Luego	cantaron	«Bestias	de	Inglaterra»	de	cabo	a	rabo	siete
veces	seguidas,	y	después	de	eso	se	acomodaron	para	pasar	la	noche
y	durmieron	como	nunca	lo	habían	hecho	anteriormente.
Pero	 se	 despertaron	 al	 amanecer,	 como	 de	 costumbre,	 y,
acordándose	repentinamente	del	glorioso	acontecimiento,	se	fueron
todos	juntos	a	la	pradera.	A	poca	distancia	de	allí	había	una	loma
desde	 donde	 se	 dominaba	 casi	 toda	 la	 granja.	 Los	 animales	 se
dieron	prisa	en	llegar	a	la	cumbre	y	miraron	en	su	:torno,	a	la	clara
luz	de	la	mañana.	Sí,	era	de	ellos;	¡todo	lo	que	podían	ver	era	suyo!
Poseídos	por	este	pensamiento,	brincaban	por	doquier,	se	lanzaban
al	aire	dando	grandes	saltos	de	alegría.	Se	revolcaban	en	el	 rocío,
mordían	 la	dulce	hierba	del	verano,	coceaban	levantando	terrones
de	 tierra	 negra	 y	 aspiraban	 su	 fuerte	 aroma.	 Luego	 hicieron	 un
recorrido	 de	 inspección	 por	 toda	 la	 granja	 y	 miraron	 con	 muda
admiración	 la	 tierra	 labrantía,	 el	 campo	 de	 heno,	 la	 huerta,	 el
estanque,	el	soto.	Era	como	si	nunca	hubieran	visto	aquellas	cosas
anteriormente,	y	apenas	podían	creer	que	todo	era	de	ellos.
Volvieron	después	a	los	edificios	de	la	granja	y,	vacilantes,	se
detuvieron	en	silencio	ante	la	puerta	de	la	casa.	También	era	suya,
pero	 tenían	miedo	 de	 entrar.	 Un	momento	 después,	 sin	 embargo,
Snowball	 y	 Napoleón	 empujaron	 la	 puerta	 con	 el	 hombro	 y	 los
animales	 entraron	 en	 fila	 india,	 caminando	 con	 el	mayor	 cuidado
por	miedo	a	estropear	algo.	Fueron	de	puntillas	de	una	habitación	a
la	otra,	temerosos	de	alzar	la	voz,	contemplando	con	una	especie	de
temor	reverente	el	 increíble	 lujo	que	allí	había:	 las	camas	con	sus
colchones	 de	 plumas,	 los	 espejos,	 el	 sofá	 de	 pelo	 de	 crin,	 la
alfombra	de	Bruselas,	 la	 litografía	de	la	Reina	Victoria	que	estaba
colgada	 encima	 del	 hogar	 de	 la	 sala.	 Estaban	 bajando	 la	 escalera
cuando	se	dieron	cuenta	de	que	faltaba	Mollie.	Al	volver	sobre	sus
pasos	 descubrieron	 que	 la	 yegua	 se	 había	 quedado	 en	 el	 mejor
dormitorio.	 Había	 tomado	 un	 trozo	 de	 cinta	 azul	 de	 la	 mesa	 de
tocador	de	la	señora	Jones	y,	apoyándola	sobre	el	hombro,	se	estaba
admirando	en	el	espejo	como	una	tonta.	Los	otros	se	lo	reprocharon
ásperamente	 y	 salieron.	 Sacaron	 unos	 jamones	 que	 estaban
colgados	en	la	cocina	y	les	dieron	sepultura;	el	barril	de	cerveza	fue
destrozado	mediante	una	coz	de	Boxer,	y	no	se	tocó	nada	más	de	la
casa.	Allí	mismo	se	resolvió	por	unanimidad	que	la	vivienda	sería
conservada	 como	museo.	Estaban	 todos	 de	 acuerdo	 en	 que	 jamás
debería	vivir	allí	animal	alguno.
Los	 animales	 tomaron	 el	 desayuno,	 y	 luego	 Snowball	 y
Napoleón	los	reunieron	a	todos	otra	vez.
—Camaradas	 —dijo	 Snowball—,	 son	 las	 seis	 y	 media	 y
tenemos	 un	 largo	 día	 ante	 nosotros.	 Hoy	 debemos	 comenzar	 la
cosecha	 del	 heno.	 Pero	 hay	 otro	 asunto	 que	 debemos	 resolver
primero.	Los	cerdos	revelaron	entonces	que,	durante	los	últimos	tres
meses,	 habían	 aprendido	 a	 leer	 y	 escribir	 mediante	 un	 libro
elemental	 que	 había	 sido	 de	 los	 chicos	 del	 señor	 Jones	 y	 que,
después,	fue	tirado	a	la	basura.	Napoleón	mandó	traer	unos	botes	de
pintura	 blanca	 y	 negra	 y	 los	 llevó	 hasta	 el	 portón	 que	 daba	 al
camino	principal.	Luego	Snowball	 (que	era	el	que	mejor	escribía)
tomó	un	pincel	 entre	 los	dos	nudillos	de	 su	pata	delantera,	 tachó
«Granja	Manor»	 de	 la	 traviesa	 superior	 del	 portón	 y	 en	 su	 lugar
pintó	 «Granja	 Animal».	 Ése	 iba	 a	 ser,	 de	 ahora	 en	 adelante,	 el
nombre	 de	 la	 granja.	 Después	 volvieron	 a	 los	 edificios,	 donde
Snowball	 y	 Napoleón	 mandaron	 traer	 una	 escalera	 que	 hicieron
colocar	 contra	 la	 pared	 trasera	 del	 granero	 principal.	 Entonces
explicaron	 que,	 mediante	 sus	 estudios	 de	 los	 últimos	 tres	 meses,
habían	 logrado	 reducir	 los	 principios	 del	 Animalismo	 a	 siete
Mandamientos.
Esos	 siete	 Mandamientos	 serían	 inscritos	 en	 la	 pared;
formarían	 una	 ley	 inalterable	 por	 la	 cual	 deberían	 regirse	 en
adelante,	 todos	 los	 animales	 de	 la	 «Granja	 Animal».	 Con	 cierta
dificultad	(porque	no	es	fácil	para	un	cerdo	mantener	el	equilibrio
sobre	una	escalera),	Snowball	trepó	y	puso	manos	a	la	obra	con	la
ayuda	de	Squealer	que,	unos	peldaños	más	abajo,	le	sostenía	el	bote
de	 pintura.	 Los	 Mandamientos	 fueron	 escritos	 sobre	 la	 pared
alquitranada	con	letras	blancas,	y	tan	grandes,	que	podían	leerse	a
treinta	yardas	de	distancia.	La	inscripción	decía	así:
LOS	SIETE	MANDAMIENTOS
1.	Todo	lo	que	camina	sobre	dos	pies	es	un	enemigo.
2.	Todo	lo	que	camina	sobre	cuatro	patas,	o	tenga	alas,	es	un
amigo.
3.	Ningún	animal	usará	ropa.
4.	Ningún	animal	dormirá	en	una	cama.
5.	Ningún	animal	beberá	alcohol.
6.	Ningún	animal	matará	a	otro	animal.
7.	Todos	los	animales	son	iguales.
Estaba	escrito	muy	claramente	y	exceptuando	que	donde	debía
decir	«amigo»,	se	leía	«imago»	y	que	una	de	las	«S»	estaba	al	revés,
la	 redacción	 era	 correcta.	 Snowball	 lo	 leyó	 en	 voz	 alta	 para	 los
demás.	 Todos	 los	 animales	 asintieron	 con	 una	 inclinación	 de
cabeza	 demostrando	 su	 total	 conformidad	 y	 los	 más	 inteligentes
empezaron	enseguida	a	aprenderse	de	memoria	los	Mandamientos.
—Ahora,	 camaradas	—gritó	Snowball	 tirando	el	pincel—,	 ¡al
henar!	 Impongámonos	 el	 compromiso	 de	 honor	 de	 terminar	 la
cosecha	en	menos	tiempo	del	que	tardaban	Jones	y	sus	hombres.
En	 aquel	 momento,	 las	 tres	 vacas,	 que	 desde	 un	 rato	 antes
parecían	 estar	 intranquilas,	 empezaron	 a	 mugir	 muy	 fuertemente.
Hacía	veinticuatro	horas	que	no	habían	sido	ordeñadas	y	sus	ubres
estaban	a	punto	de	reventar.	Después	de	pensarlo	un	momento,	los
cerdos	 mandaron	 traer	 unos	 cubos	 y	 ordeñaron	 a	 las	 vacas	 con
regular	éxito	pues	sus	patas	se	adaptaban	bastante	bien	a	esa	tarea.
Rápidamente	hubo	cinco	cubos	de	leche	cremosa	y	espumosa,	que
muchos	de	los	animales	miraban	con	gran	interés.
—¿Qué	se	hará	con	toda	esa	leche?	—preguntó	alguien.
—Jones	 a	 veces	 empleaba	 una	 parte	mezclándola	 en	 nuestra
comida	—dijo	una	de	las	gallinas.
—¡No	 os	 preocupéis	 por	 la	 leche,	 camaradas!	 —expuso
Napoleón	situándose	delante	de	los	cubos—.	Eso	ya	se	arreglará.	La
cosecha	es	más	importante.	El	camarada	Snowball	os	guiará.	Yo	os
seguiré	dentro	de	unos	minutos.	¡Adelante,	camaradas!	El	heno	os
espera.
Los	animales	se	fueron	en	tropel	hacia	el	campo	de	heno	para
empezar	la	cosecha	y,	cuando	volvieron,	al	anochecer,	notaron	que
la	leche	había	desaparecido.
III
¡Cuánto	 trabajaron	 y	 sudaron	 para	 entrar	 el	 heno!	 Pero	 sus
esfuerzos	 fueron	 recompensados,	 pues	 la	 cosecha	 resultó	 incluso
mejor	de	lo	que	esperaban.
A	veces	el	 trabajo	era	duro;	 los	aperos	habían	sido	diseñados
para	 seres	 humanos	 y	 no	 para	 animales,	 y	 representaba	 una	 gran
desventaja	 el	 hecho	 de	 que	 ningún	 animal	 pudiera	 usar	 las
herramientas	 que	 obligaban	 a	 empinarse	 sobre	 sus	 patas	 traseras.
Pero	 los	 cerdos	 eran	 tan	 listos	 que	 encontraban	 solución	 a	 cada
problema.	 En	 cuanto	 a	 los	 caballos,	 conocían	 cada	 palmo	 del
terreno	y,	en	realidad,	entendían	el	trabajo	de	segar	y	rastrillar	mejor
que	Jones	y	sus	hombres.	Los	cerdos	en	verdad	no	trabajaban,	pero
dirigían	y	supervisaban	a	los	demás.	A	causa	de	sus	conocimientos
superiores,	 era	 natural	 que	 ellos	 asumieran	 el	 mando.	 Boxer	 y
Clover	 enganchaban	 los	 atalajes	 a	 la	 segadora	 o	 a	 la	 rastrilladora
(en	aquellos	días,	naturalmente,	no	hacían	falta	frenos	o	riendas)	y
marchaban	 resueltamente	 por	 el	 campo	 con	 un	 cerdo	 caminando

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