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Godel_ La logica de los escepti - Javier Fresan - Niurka Jiménez

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Gódel
La tógica de los escépticos
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L¿ matemática en sus Personajes
Colección dirigicla por Antonio PétezSanz
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La tóg{ea de los escépt icos
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P ró1 ogo
De los heroes a 1a 1ógi ca
l ln i r rcso de eqncios
Un n' iño inquis i t ivo (1906-1924)
Años de aprendizaje (1924-1929)
97
La suf ic ienci a de 1a 1ógica
( 1929- 1930)
Los teoremas de incomplet i tud
(1930- 1931)
127 Tiempos de cr i s i s (1932-1939)
145
163
1e1
203
209
2t7
221
E1 problema de1 cont ' inuo (1-939-1940)
En Pr inceton: f Ís ' i ca Y f i losofía
(1941- 1956)
El ocaso de una mente (L967-1'978)
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Epí logo
Cronologi a
Bi bf i ograf í a
Nota bibl iográf ica
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Ami podre,
que me enseñó a contar
P ró1 ogo
Es pronto todavíá,para.intuir qué quedará del siglo veinte, pero no
parece aventurado suponer que las generaciones venideras tardarán
en explicarse, si es que lo consiguen, por qué el siglo de la ciencia
alumbró también dos guerras mundiales y otros muchos conflictos
sanguinarios. Contar la üda de Gódel es contar el siglo veinte, con
sus momentos estelares y sus desventuras, que son también las
de este hombre extraordinario. Nació en el imperio austro-húngaro
poco después de que Einstein revolucionara la física moderna y
murió setenta y dos años más tarde en un exilio que siempre le
fue grato. Para seguir su peripecia ütal hay que entender primero
el desarrollo de la lógica, y hasta qué punto el nazismo frenó un
futuro mejor. Por eso, éste es sólo un acercarniento parcial a su figura.
No me ha moüdo tanto el afán por dar a conocer detalles ínti-
mos del personaje como el poner su obra en relación con el desa-
rrollo intelectual que la hizo posible. Quien quiera abrir el libro con
lo que Salinger l lamó con gracia "todo ese rollo Daüd Copperfield"
-es decir, dónde nació Gódel y qué hacían sus padres antes de
tenerlo- tal vez se ciespiste al encontrar casi treinta páginas en las
que sus apariciones son sólo fugaces. Me he tomado mi tiempo pa-
ra contar por qué nace la lógicamoderna y cómo se desarrolló -en
un fascinante juego de espejos en los que se reflejan Frege y Hil-
bert, Russell y Cantor- un optimismo desmedido que Gódel situó de
nuevo en su lugar. De haberme sometido siempre a la rigidez del
hilo cronológico, el aluvión de fechas haría menos nítido el retra-
to: he preferido, en varias ocasiones, organizar la üda de Gódel en
bloques temáticos que iluminan mejor una faceta del personaje.
Para cubrir estas lagunas temporales, el lector interesado tiene a su
disposición una Iínea cronológica al final del libro.
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Al presentar los contenidos matemáticos he intentado seguir
una vía intermedia entre los textos de dilulgación que, aunque tra-
tan con loable claridad los teoremas de incompletitud, rara vez son
fieles a los artículos de Gódel, y las exposiciones de cualquier texto
de lógica avanzada, que estarían fuera de lugar. Así, he procurado
respetar en ia medida de lo posible la obra de nuestro protagonista,
pero haciéndola más accesible o, cuando los tecnicismos resultan
irremediables, yendo al corazón de las ideas. Los dos textos de
consulta básica que he manejado son Logical Dilemmos. The life
and uork of Kurt Gódel [Wellesley: A K Peters, 1996), la monumen-
tal biografía de John Dawson, y las Obras completas de Gódel en
español (Madrid:Al ianza Edi tor ia l , [1981],2006), a cargo de Jesús
Mosterín, que se adelantó varios años a Ia edición canónica ingle-
sa. De allí proceden la mayoría de los textos citados a lo largo del
volumen.
Gódel no fue un escéptico en el sentido usual de la palabra:
creia que el mundo estaba racionalrrrente organizado y que las
verdades matemáticas existen más allá de nuestras descripciones.
Pero sometía todas sus ideas al examen implacable de la duda, y
eso ie permitió obtener resultados espectaculares. En la sentencia
indecidible con la que prueba su primer teorema de incompletitud,
muchos han üsto el cogito del siglo veinte, y otros comparan su
obra con la de Kafka, que "nada conocía mejor que la indecisión".
Su vida nos enseña como pocas la importancia que tiene para el
método científico no dejarse guiar por la inercia de nuestro tiempo.
Es una lección muy necesaria, pero difícil de aprender: sin ir más
lejos, temo haberme dejado seducir en estas páginas por el friso de
una época y algunos personajes secundarios.
Escribir un primer libro supone contraer más deudas de las que
uno está en condiciones de pagar. No podría olüdarme de las clases
de lógica de Mariano Martínez, que leyó con atención el manuscrito
de esta obra. Tampoco del r,rrelo de la inteligencia de José Antonio
Pascual y de Rosa Navarro Durán, mis policías del verbo, decons-
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tructores a media jcrnada. Pablo Martín me ha demostrado que el
sueño del hombre del Renacimiento es aún posible: sin sus eruditas
observaciones el libro perdería muchos de sus hipotéticos aciertos.
A veces una referencia bibliográfica es más valiosa que mil pala_
bras de ánimo; por eso, quiero agradecer Ia ayuda de Alfonso García
Suárez, que conoce la vida secreta de los genios, y de Jesús Arana,
mi bibliotecario. Iñaki fubeloa, tan generoso con su tiempo, se de_
[uvo en estas págirras camino de Bombay; por compañeros de viaje
como él t ienen sentido los desvelos.
Javier Fresán
Madrid, enero de 2007
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De 1os héroes a 1a 1ógica
La historia de la humanidad es la historia de una búsqueda: la
de esas verdades que logran tl.aspasar Ios siglos. No es otra la razón
de que, desde tiempos inmemoriales, el hombre haya intentado
anticiparse a su destino escrutando las estrellas o la dirección del
humo; tampoco Ce que inventara las religiones para dar respuesta a
preguntas alejadas de la certidumbre, como si hay un más allá o cuál F
es el sentido último de la existencia. Nos asusta lo desconocido, todo +
aquello que somos incapaces de someter a nuestro cálculo, pero 3
estamos hechos de la misma materia que los sueños, las dudas y el e
futuro. Ya los primeros filósofos presocráticos trataron de distinguir ¡
entre esencia y apariencia en un mundo en el que todo fluye como Ias 3
aguas del río heraclitano. De otro ío, ei Leteo, bebían los rnuertos or
antes de partir al Hades para olüdar el camino de la üda, para que il
les quedara oculto por las nieblas de la desmemona; por eso, los =,
griegos llamaron olethéio a la verdad desvelada. No era el mundo de T.
los mitos, sin embargo, terreno propicio para dicha búsqueda; pronto !
se hizo necesario trascender los relatos sobrenaturales y dirigirse al
logos,al lenguaje del razonamiento universal: la ciencia.
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Tampoco son las ciencias naturales fuente del conocimiento
duradero que buscamos. La palabra inglesa óreohthrough, sin equi-
valente exacto en español, alude a un descubrimiento que rompe
nuestra üsión delmundo y nos sitúa ante una realidad desconoci-
da, uno de los que sólo se producen cada cien o doscientos años.
Al hacer recuento de los más importantes de la historia, cualquier
científico destacaría el enunciado newtoniano de las leyes de Ia
mecánica. Alexander Pope lo celebró con estos versos: "La natura-
lezay sus leyes dormían en la oscuridad/ Dios dijo: 'Hágase Newton'
-Y todo fue claridad"; y es conocido un pensamiento de Lagrange
que identifica a Newton como el hombre más inteligente de todos
los tiempos, pero también el más afortunado "porque sólo una vez
puede establécerse el sistema del mundo". Lagrange se equivoca-
ba: con sus artículos de 1905 y el desarrollo posterior de la teoría de
la relatiüdad, Einstein demostró que no existe un tiempo absoluto
como el que imaginaba Newton. Viümos en un Universo defor-
mable de cuatro dimensiones (espacio-tiempo), donde fenómenos
apalentemente simultáneos a dos obselvadores no lo son si uno se
desplaza respecto del otro. Una de las consecuencias de este nue-
vo paradigma -la luz no viaja en línea recta en las proximidades de
grandes masas- quedó ratificada en 1919 cuando una expedición
inglesa en África observó durante un eclipse cómo se curvaba la
luz a su paso por el Sol.
Pese a ello, ia relatiüdacl sigue siendo una teoría parcial: fun-
ciona muy bien a escalas planetarias, pero, üajando a los confines
de la materia, choca con la mecánica cuántica. Para esta rama,
que se desarrolló a partir de la segunda década del siglo vein-
te, las partículas subatómicas no tienen posiciones y velocidades
definidas de forma independiente, sino una combinación proba-
bilística de ambas dentro de los límites que establece el principio
de incertidumbre. El propio Einstein tuvo un papel destacado en
su aparición, aunque nunca llegaría a aceptarlo: pensaba que la
mecánica cuántica "nos aporta muchas cosas, pero apenas nos
acerca al secreto del Viejo. Yo estoy convencido de que Él no iue-
ga a los dados". En la actualidad, fisicos y matemáticos intentan
conciliar la relatiüdad con la mecánica cuántica en una teoía unifi-
cada de cuya existencia nadie está seguro. Podría ser una colección
de enunciados que se solapan, en lugar de un'único paradigma a
la manera de los anteriores; o quizá estemos condenados a apro-
ximaciones sucesivas, nunca exactas, como Aquiles detrás de la
tortuga.
También se equivocó John Trowbridge, decano de la Facultad
de Ciencias de Harr¿ard a finales del ciiecinueve, que solía recibir
a los neófitos asegurando que "en ffsica ya está todo descubierto:
sólo queda corregir algunas meoidas y añadir decimales". y el gran
lord Kelün, para el que no cabía duda de que "nada más pesa-
do que el aire puede volar". Y un médico anónimo del Siglo de
Oro: "el abdomen, el pecho y la mente estarán siempre cerrados a
la intervención del sabio cirujano humano". Llegados a las arenas
movedizas de la informática, los ejemplos aumentan vertiginosa-
mente: en 1943, el presidente de la IBM creía que "no hay,mercado
en el mundo para rnás de cinco ordenadores", y cuarenta años más
tarde, el mismísimo Bill Gates declaraba que 640 Kb debeúan bastar
a todo el mundo.
He procurado limpiar de profecias este libro. Toda verdad física
sólo es probable. Frente a los sueños ilustrados, cuya sublimación
casi caricaturesca es el positivismo de Comte, Karl Popper ha apor-
tado lúcidas reflexiones a la fi losofía de la ciencia. Desde los inicios
del método hipotético-deductivo, inducir una teoría del análisis de
cierto número de experimentos que la corroboran se ha convertido
en pieza imprescindible de la práctica científica. Sin embargo, ante
un horizonte de infinitos casos posibles, el principio de verificación
pierde su base epistemológica: basta un solo contraejemplo para
"falsar" una hipótesis, pero cien pruebas a favor no la hacen del to-
do verdadera. Cada nuevo experimento es un lance a üda o muerte,
y el quehacer de los científ icos, una "búsqueda sin término", como
tituló Popper su autobiografía.
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Detal le de las escaleras
de una obra de
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Prescindir del Universo
Una misma lengua puede hablar de muchas cosas: en español
están escritas las frases: "Trae leche del supermercacio'? y "La belle-
za será convulsiva o no será". Centrarse en las matemáticas como
refugio de la seguridad desterrada de otras ciencias fue un cambio
de registro. Irrraginen una conversación en la que sólo se permi-
ten términos abstractos, en'uueltos en una sintaxis suficiente y de-
mocrática. Aunque las reglas del juego son precisas, las primeras
palabras de los participantes serán igual de torpes que las jugadas
de un ajedrecista que acaba de aprender el movimiento de las pie-
zas. Saben que cualquier referencia al exterior está prohibida, pero
les cuesta desprenderse de los ejemplos que han ido acumulando y
dar a sus ideas la consistencia de lo permanente. Nada ha cambia-
do en el teorema de Pitágoras en más de dos milenios, y tampoco
cambiaría si Ios triángulos rectángulos fueran entelequias tan impo-
sibles de construir como las escaleras del mundo onírico de Escher.
IÓ 19
Por eso dice Borges que las matemáticas, como la música, pueden
prescindir del Universo.
Los diccionarios definen demostración como "prueba de una
cosa, partiendo de verdades universales y evidentes", pero para
los matemáticos cada una de ellas encierra muchos más secretos.
Guil lermo Martínez ha hablado de la "Dequeña calma piadosa, ese
singular bálsamo intelectual, el simulacro de orden en el caos que
se obtiene al seguir los pasos de un teorema". Ante una proposi-
ción cuyo valor de verdad se desconoce. la primera reacción es
semejante a la de los escritores frente al papel en blancr,: un miedo
casi paralizante, o el impulso de l lenarlo todo con operaciones que
raravez conducen a algún sit io. Pero, más adelante, las pupiias se
acostumbran a la oscuridad y exploran pequeñas variaciones de lo
conocido, o deciden abrir caminos nuevos; cuando la imaginación
lo ilumina todo es hora de poner en orden los argumentos. para
un mismo enunciado matemático caben muv distintos métodos de
prueba. Voy a detenerme en algunos de los principales.
La cleducción es el que más presencia tiene en campos apa-
rentemente tan ajenos a las maternáticas como la psicología o la
investigación de un crimen. Consiste en aplicar las armas del razo-
namiento lógico ordenado (reglas de transformación, identidades)
a una serie de premisas hasta obtener el resultado que se busca.
Para probar la afirmación "Sócrates es mortal", podemos recurrir
al silogismo "Si todo A es B, y C es A, entonces C es B". Así, si
todos los hombres son mortales, y Sócrates es hombre, entonces
Sócrates es mortal. Al menos dos precauciones requiere el uso de la
deducción lógica: en primer lugar, es necesario asegurarse de que
las proposiciones de las que nos servimos ya han sido demostradas
antes de otra forma; si no, terminaríamos dibujando círculos ücio-
sos o escribiendo artículos supeditados a la verdad o falsedad de
una conjetura. En ocasiones, para simplificar problemas difíciles,
conüene imaginarse qué ocurriría si algún otro enunciado fuese
cierto, pero la prueba no podrá darse por concluida hasta que se
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demuestre también el segundo. Por otra parte, partiendo de premi-
sas falsas puede probarse cualquier cosa. Podría afirmar que usted
ha escrito estas páginas; veamos si le convenzo: supongamos que
1 + 1 = 3, entonces, al restar una unidad a ambos términos, se obtie-
ne 1 = 2, que también puede escribirse 2 = l. Lector y autor son dos
personas en principio distintas -la literatura sería, en otro caso, una
tautología-, pero, como 2 = l, lector y autor son la misma persona;
es usted quien ha escrito, aunque rro lo recuerde, el texto que tiene
entresus manos.
Otras veces para demostrar un teorema conüene recorrerlo
mlrcha atrás, iajar a sus orígenes. Es conocido entre los aficio-
nados a los problemas de ingenio un juego en el que interüenen
nueve bolas (cuatro blancas y cinco negras) dispuestas aleatoria-
mente sobre una circunferencia. A cada movimiento, entre dos
bolas se coloca una blanca si los colores son distintos, y una negra
en caso de que coincidan. Luego se retiran las iniciales. Zllegará tn
punto de la partida en el que todas las bolas sobre la circunfe-
rencia sean blancas? La respuesta es no. En efecto, imaginert una
circurrferencia cubierta por bolas blancas: Zcuál sería la situación
inmediatamente anterior? Los colores deberían alternarse: negra,
blanca, negra, blanca, negra, blanca, negra, blanca, negra, blanca;
pero así nos salen diez bolas. También los conseguimos con ocho
o doce, y en general, sólo con números pares. Luego...
Quizá la forma más refinada de marcha otrás sea la reducción
al absurdo, que consiste en suponer falsa la tesis que se desea pro-
bar y llegar a partir de ella, por medio de pasos ded.uctivos, a un
absurdo: la negación de las hipótesis en las que nos apoyamos.
Como todos los pasos intermedios son correctos, el único error po-
sible ha sido considerar falsa la proposición: ila hemos demostrado
asíl En medio de la mayor epidemia de peste de Atenas, una de-
legación llegó hasta Delfos para obtener del oráculo instrucciones
precisas para detenerla. Tras retirarse algunos minutos, Ia sacerdo-
tisa volüó diciendo que era necesario duplicar el altar de Apolo,
un cubo de un metro de arista. Desde nuestra perspectiva actual,
resulta tan sencillo como construir un nuevo cubo de medida muy
próxima a VZ -iqué bien funcionaría el mundo si ejercicios tan le-
ves de aritmética sustituyesen a las intervenciones militares!-, pero
para un griego era difícil comprender que entre los números, en
los que estaba cifrada la armonía del Universo, hay algunos cuya
expresión decimal no termina nunca de escribirse. Por reducción al
absurdo se demuestra que V2 es irracional y que, dado un número
primo, siempre existe otro mayor. Sigamos el bello argumento de
Euclides:
"Supongamos que hubiera una cantidad finita de números pri-
mos, digamos n, y l lanrémoslos pt,pz, . . . ,pn.Mult ipl icando todos
y añadiendo una unidad al resultado, podemos obtener el entero
Z = pt.pz' . . . pn+ l . Ahora, el teorema fundamental de laar i tnét ica
asegura que, dado un número, es primo o se descompone como
producto de primos. Es claro que la división de Z por cualquiera de
los p¡ arroja un resto distinto de cero; por tanto, la única posibilidad
es que Z sea primo. Pero hemos supuesto que sólo había n números
primos, y con Z tendíamos n + 7".
También la inducción cumple aquí un papel fundamental. I{e-
mos hablado de los problemas que la inhabilitan como base de
certidumbre en las ciencias naturales, pero la que se usa en ma-
temáticas es total, perfecta, porque asimila en su procedimiento
mismo el patrón de infinitud de los objetos de los que se ocupa, y
esto permite examinar todos los casos. En su versión más sencilla,
se emplea para probar teoremas sobre los números naturales. Para
Cemostrar por inducción que una cierta propiedad P(n) es cierta
si n es un número natural, debemos probar primero que P(1) es
verdadera. Suponemos ahora que, para cualquier m rratural, P(m)
se verifica, y nos queda por demostrar que, en ese caso, P(rn + 1),
Ia misma propiedad enunciada para el número siguiente, también
sería cierta. Así, la afirmación es cierta para I y, por verificarse P(1),
también es cierta para 2; ahora para 3, para 4, y de ahí al infinito.
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Algunos autores han comparado la inducción con la caída de una
hilera sin fin de fichas de dominó.
Un modelo axiomático
Pese a la analogía de Borges con la música, ningún teorema
debe entenderse como una pieza aislada: en matemáticas las pro-
posiciones no nacen del vacío ni conducen a la nada; son, más
bien, moümientos de una misma sinfonía. Cada resultado se expli-
ca únicamente atendiendo al contexto en el que surge (al marco
de definiciones y teoremas previos) y puede extenderse si se ge-
neralizan las hipótesis. Me gusta la imagen, aunque imprecisa, de
una ciencia de estratos donde las nuevas aportaciones sedimentan
sobre lo ya construido. Por su apariencia externa, los Elementos de
Euclides no son distintos de otras sumas antiguas: en una cultura
donde la oralidad cobraba una presencia mucho mayor que ahora,
representan la voluntad de sistematizar todo el conocimiento ma-
temático de la época, de darle un hilo riguroso sin la inmediatez de
la palabra dicha. No es posible obviar su afán didáctico: todavía a
principios del siglo veinte seguía siendo manual de referencia para
el aprendizaje de la geometría en muchos centros de enseñanza, y
algunos profesores defendían encendidamente el poder de la obra
de formar hábitos de disciplina intelectual y conducir a los estu-
diantes porun "camino de perfección" paralelo al de la matemática
gnega.
En estas circunstancias leyó los Elenentos el joven Einsteirr, al
que continuaría asombrando durante el resto de su vida que "un
hombre sea capaz de alcanzar tal grado de certeza y pureza hacien-
do uso exclusivo de su pensamiento". Y también quedó atrapado
por su hechizo Bertrand Russell, que tuvo una adolescencia infeliz,
pero no sucumbió a las tentaciones del suicidio para llegar a saber
más matemáticas:
'A la edad de once años empecé a estudiar geometría, teniendo
por preceptor a mi hermano. Fue uno de los grandes acontecimien-
tos de mi üda, tan deslumbrante como el primer amor. Jamás había
imaginado que pudiera haber a.lgo tan delicioso en el mundo [...]
Desde aquel momento hasia que Whitehead y yo concluimos los
Principia Mothematica, cuando yo tenía treinta y ocho años, las ma-
temáticas aeapararon mi principál interés y constituyeron mi prin-
cipal fuente de felicidad. Como toda felicidad, sin embargo, no era
cornpleta Se me había dicho que Euclides demostraba las cosas, y
me sentÍ profundamente decepcionado al ver que empezaba con
axiomas. Al principio me negué a admitirlos, a menos que mi her-
mano me ofreciera algún razonamiento para que lo hiciera. [...] La
duda que me asaltó en aquel momento respecto a las premisas de
las matemáticas no me abandonó. v determinó el curso de mi labor
subsiguiente".
Con su inteligencia incisiva, Russell pone el dedo en la l laga:
si algo distingue a los Elemenfos de otras obras científicas anti-
guas es su estructura novedosa; cómo, partiendo de un número
reducidísimo de principios que se aceptan sin demostración, se
consiguen deducir todos los enunciados de la geometría clásica. El
libro se abre con veintitrés definiciones de conceptos (ángulo, rec-
ta, superficie, etc.) que aparecerán constantemente. Quienes han
intervenido en la redacción de un diccionario saben que a veces las
palabras de uso cotidiano son más difíciles de definir que otras de
sonoridad aristocráticay ámbito de empleo restringido: así, Euclides
llama punto a "lo que no tiene partes", y línea, a "una longitud sin
anchura"; pero, para especificar cuáles son rectas, tiene que buscar
"aquellas que, entre todas las líneas, están situadas de modo igual
con relación a todos sus puntos", que es menos intuitivo.
Después de las definiciones üenen cinco postulados, que las
ünculan entre sí y establecen a priori la posibilidad de construir
ciertos esquemas:
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hasta un punto cualquiera.
U. V ót proténgar continuamente unarecta finita en línea récta.
III. Y él describir un círctrlo con cualquiei céntro y distancia.
IV. Y él ser todoS los ángulos rectos iguaiesentre sí.
V Y que si una recla al incidir snbre dos rectas hace los ángult- 's
iniernos del mismó lado menores que <1os rectos, las dos
rectaS prolongadas indefinidamente 5e encontra-rán en el
lado en el que están los ángulos mcnores que dos rectos.
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Ninguno de ellos tan famoso como el quinto, equivalente a
que "por un punto exterior a una recta dada cabe trazar una y sólo
una paralela": por su historia cruzan visionarios que idearon nuevas
geometrías y pusieron en cuestión que estos presupuestos fueran
preferibles a otros.'[ras los postulados, Euclides coloca las nociones
cornunes: 1'cosas que son iguaies a la misma cosa son iguales entre
sí", "las mitades del mismo son iguales entre sí", o "ei todo es mayor
que la pane".
Los griegos entendían que los a-xiomas son verdades tan fuera
de tocia duda, que cualquieta podría descubrirlas por sí mismo in-
cluso aislado en mitad del océano: principios como que "el ser es
y no puede no ser" no requieren más apoyo que su propia autoeü-
dencia. Eliminaban de esta forma uno de los peligros que amenaza
a los modelos axiomáticos: la inconsistencia. Diremos que un sisie-
ma es consistente cuando de sus axionras no es posible deducir al
mismo tiempo una sentencia y su negación. Pensar en las novelas
como estructuras donde los datos que nos proporciona el narrador
sobre sus personajes sirven de resortes para echar a volar nues-
tra imaginación lógica quizá ilustre el problema. Si admitiéramos
entre los axiomas de Sherlock Holmes, por ejemplo, "Valoraba su
salud por encima de todas las cosas" y "Sin casos que resolver,
alimentaba su curiosidad de otra manera", estaríamos formando
un sistema incoherente, porque del primer principio se sigue que
nunca tomaría alucinógenos, pero del segundo podemos concluir
que cambiaría el misterio de un crimen por los paraísos artificiales
del opio y Ia cocaína. Los matemáticos antiguos no se planteaban
estos interrogantes: creían que no pueden ser ciertas afirmaciorres
incompatibles desde un punto de vista lógico y que, si era verdadero
el conjunto de axiornhs euclídeos, era automáticamente consisten-
te. No era necesaria ninguna prueba adicional.
Euclides nunca llegó a saber hasta qué punto daba a las ma-
temáticas un horizonte estético que pronto las separaría del resto
de ias ciencias. sus enemigos arguyen en su contra la dif icultad de
seguir paso a paso cadenas de razonamientos que se apoyan en
"figuras con líneas por todas partes" y lo comparan con un médi_
co que conoce los tratamientos, pero no por qué funcionan. En
las primeras páginas del Mundo como uoluntad y representación,
Schopenhauer da un paso adelante y l lama ,,bri l lantes pruebas de
perversidad" a algunas de las demostraciones. Sin ernbargo, es in_
negable que los Elementos marcan una mutación en la historia de
la cultrrra occidental: desde Euclides, cualquier ¡ 'ama del conoci-
miento que se presente como saber deductivo debe volver la üsra
atrás. Es el caso de Spinoza, cuyo tratado de ética l leva el subtítulo
de Demostrada según el orden geométrico; o de Descartes, que,
sentado frente a la estufa de un cuartel alemán, sin cuidados ni pa-
siones que Io turbaran, se lanzó a la búsqueda de principios ,,claros
y distintos" sobre los que volver a construir la f i losofía entera.
El sueño de una lengua universal
Otra consecuencia importantísima de la obra de Euclides es la
aparición del sueño de una lengua universal con la que los hom_
bres fueran capaces de nuevo de entenderse. Todo se remonta al
Génesis, cuando Dios decidió castigar la soberbia humana transfor-
mando la lengua de Adán en un sinfín de idiomas distintos; es el
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mito de la torre de Babel, que, por su fuerza iconográfica, ha ins-
pirado miles de representaciones a lo largo de la historia. Muchos
intentos ha habido desde entonces para frenar esta conlusio lin-
guarum: Dante trató de componer un vulgar ilustre, que sirüera lo
mismo como lengua cie sabiduría que para los asuntos cotidianos;
y, por las mismas fechas, Ramon Llull estudiaba en su Ars magna
las combinaciones posibles de los símbolos de un alfabeto formado
por nueve letras y cuatro figuras. Ya en el siglo diecisiete, Descar-
tes había distinguido entre una lengua que "los espíritus r,^.rlgares"
serían capaces de aprender en unas cuantas horas y una lengua
f;losófica, donde todos los significados dudosos se suprimirían y los
conceptos quedarían representados clara y distintamente. El sueño
de esta lengua filosófica a priori se irá desvaneciendo poco a po-
co, mientras surgen otras formulaciones, de tipo empírico, que no
tratan de crear una lengua de la nada, sino sólo de simplificar la
gramática y el vocaLrulario de las existentes. Así nacieron el latino
sine flexione de Peano, el bqsic English, con sólo ochocientas cin-
cuenta palabras, o el esperanto, sin ducia la versión más conocida.
Pero ninguno de los proyectos anteriores tiene la ambición de
lalingua generalis imaginada por Leibniz en varios manuscritos que
no se descubrieron hasta dos siglos después de su muerte:
"Todo razonamiento humano se realiza por medio de ciertos
signos o caracteres [. . . ] Si cada vez que el geómetra nombra la
hipérbola o la espiral en el curso de una demostración se viera obli-
gado a representarse exactamente sus definlciones o generaciones,
y luego nuevamente las definiciones de los términos que entran en
las primeras, tardaía muchísimo en llegar a sus descubrimientos.
Por esto se ha llegado a asignar nombres a los convenios, a las fi-
guras y a las distintas especies de cosas, signos a los números de la
aritmética y a las magnitudes del álgebra [...] Las Ienguas comunes,
aunque sirven para el razonamiento, no obstante están sometidas a
innumerables equívocos, y no pueden ser utilizadas por el cálculo,
de manera que se puedan descubrir los errores de razonamiento re-
montándose a la formación y a la construcción de las palabras. Esta
ventaja admirabirísima hasta ahora sóro la proporcionan ros signos
empleados por los aritméticos y los algebústas, para quienes todo
razonamiento consiste en el uso de caracteres, y todo error men_
tal equivale a un error de cálculo. Meditando prorúndamente sobre
este tema, de pronto vi claro que todos los pensamientos huma-
nos podían resumirse'completamente en unos pocos pensamienios
que deben considerarse como primit ivos. Si luego se les asignan los
caracteres a estos últimos, a partir de aquí se pueden formar los
caracteres de las nociones derivadas, de donde siempre es posible
extraer sus requisitos y las rrociones primitivas que las componen,
es deci¡ las definiciones y los valores y, por lo tanto, también sus
modif icaciones que se pueden derivar de las definiciones. Una vez
hecho esto, quien se si^,a cle los caracteres así descritos a la hora
de razonar y de escribir, o no cometerá nunca errores, o bien los re_
conocerá siempre por sí mismo, ya sean suyos o de otros, metliante
comprobaciones muy simples,,.
Tendremos ocasión de hablar con más detalle de las aporta_
ciones del f i lósofo alemán en un par de capítulos, pues su lectura
sugirió a Gódel ra intrcducción de una técnica que daría resulta-
dos espectaculares. Entre 1930 y lg40 nuestro protagonista revolu-
cionó la lógica moderna, hasta er momento ra única disciprina don-
de la búsqueda de esa lengua universal ha dado frutos bri lrantes.
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Un uego de espej os
Los primeros estudios sistemáticos de las formas de razona-
miento válido son obra de Aristóteles, que clasificó los silogismos
después de postular que el resto de demostraciones podría reducir-
se a ellos. Un silogismo consta de tres afirmaciones, de las cuales
las dos primeras, unidas por un término medio, son las premisas,
y la última, la conclusión,donde no aparece ya el enlace entre las
anteriores. Las sentencias no pueden ser arbitrarias, sino afirmacio-
nes universales ("Todo A es B"), negaciones generales ("Ningún,4
es B"), afirmaciones particulares (" Existe un A que es .8"), o bien ne-
gaciones concretas ("Existe un A que no es ̂ 8"). Combinando estas
cuatro formas, pueden obtenerse sesenta y cuatro silogismos, de
los cuafes sólo catorce son correctos. Sobre la base delosAnalíticos
primeros y segundos, continuaron trabaiando los escolásticos du-
rante la Edad Media, con el propósito de demostrar racionalmente
la existencia de Dios. Entre todas estas tentativas, tal vez la más
famosa sea el argumento ontológico de san Anselmo, que Gódel
estudió con profundidad en sus últimos años. El filósofo de Canter-
bury consideraba que el ser humano lleva dentro de sí la idea de un
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ser superior, tal que ningún otro más perfecto pueda ser 
pensado'
Como un cuadro pintado es siempre mejor que un lienzo 
que el
pintor imaginó, pero que nunca llegó a terminar -razonaba-' si Dios
existiese sólo en la inteligencia, cabría pensar en un ser superior a
él; luego existe.
Sin embargo, las aportaciones medievales no son relevantes
para nuestra historia, pues la lógica que fundó el Estagirita y desa-
rrollaron sus seguidores no era aún simbólica: salvo por las variables
A yB, Ios silogismos se exponían completamente con palabras' 
Fue
George Boole quien se dio cuenta por primera vez de la analogía
existente entre las operaciones de sumar y multiplicar y los conec-
tores"o"e"y",eintrodujolasconstantes0ylpararepresentar los
dos valores de verdad posibles' Así, Ios cuatro modelos 
que había
descrito Aristóteles quedaban matematizados en forma de ecua-
ciorres: ,,Todo x es Y" se escribía x(l - y) = 0, donde, al sustituir
x por 1, se obtiene también | = | ' En esta línea de encontrar 
un
álgebra para la lógica contitruaron trabajando Augustus de Morgan'
ErnstSchróderyCharlesPeirce,queintrodujolossímbolosxyl l '
antecedentes de los cuantificadores'
Las geometrías no euclídeas
otrohechocrucialeneldesarrol lodelalógicamodernafue
la aparición, durante el siglo XIX, de las geometrías no euclídeas'
Gausshabíadescubiertoyaqueeraposibledesarrol largeometrÍas
di ferentesdelausualeincompat ib lesconel la,peroseguardóde
publicar sus resultados "por miedo al escándalo de los espíritus
obtusos". Menos precauciones tomaron Lobachevski y Bolyai, 
que,
al negar el quinto postulado de Euclides, construyeron modelos
completamente distintos, aunque sin contradicciones internas. 
Par-
tiendo del principio de que por un punto exterior se pueden trazar
infinitas paralelas a una recta dada, Lobachevski dedujo una 
serie
de teoremas opuestos a los de los Elementos' que constituyen 
la
geometría hiperbólica: la suma de los ángulos de un triángulo ya no
era de 180', sino siempre menot y resultaba imposible dibujar una
figura semejante a otra si las dimensiones no coincidían. por su par-
te, Bolyai impuso que no pueden trazarse paralelas y llegó así a otros
resultados, incompatibles al mismo tiempo con los de Euclides y
Lobachevski. Mientras las nuevas geometría_s parecían reproducirse
como un virus, se abrió un intenso debate entre los defensores de
su uti l idad y quienes las consideraban entelequias engendradas por
mentes ocio-sas. Entre estos últimos se encontraba Gottlob Frege,
que en un escrito póstumo, "Sobre geometría euclídea", argumenta
con vehemencia que sólo una geometría es posible:
"Nadie puede servir a ra vez a dos señores. No es posible servir
a la vez a la verdad y a ra ialsedad. si ra geometría euclídea es verda-
dera, entonces la geometía no euclídea es falsa; y si la geometría
no euclídea es verdadera, entonces la geometría euclídea es falsa.
Si por un punto exterior a una recta pasa siempre una pararela a esa
recta y sólo una, entonces para cada recta y para cada p.rnto exterior
a ella hay una paralela a esa recta que pasa por ese punro y cada
paralela a esa recta pcr ese punto coincide con ella. Quien reconoce
la geometría eucrídea corno verdadera, debe rechazar como falsa
la no euclídea, y quien reconoce la no euclídea como verdadera,
debe rechazar como falsa la euclídea. Ahora se trata de arrojar a
una de ellas, a la geometría euclídea o a la no euclídea, fuera de la
lista de las ciencias y de colocarla como momia junto a Ia arquimia
y a la astrología... iDentro o fuera! iA cuál hay que arrojar fuera, a la
geometría euclídea o a la no euclídea? Esa es la cuestión,,.
Las geometrías no euclídeas dieron un giro radicalmente nuevo
al método axiomático: ya no podía exigirse que los axiomas fueran
verdaderos, pues entre todos los postulados sobre las paralelas,
a lo sumo uno podúa serlo. Poco a poco, los geómetras se fueron
convenciendo de que no había razón alguna para considerar ciertos
unos axiomas frente a otros; ninguno de ellos lo era en realidad.
una de las personas que mejor entendió este cambio inesperado
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fue Einstein, a quien la nueva geometría le proporcionó el marco
preciso para desarrollar su teoría de la relatiüdad. En una página
bellísima, el padre de la física moderna explica que la geometría
es sólo un sistema formal, un coniunto de axiomas y reglas de
deducción que nada dicen sobre el mundo. Por tanto, hay tantas
geornetrías como uno tenga paciencia de desarrolla¡ y el científico
debe iimitarse a elegir la que le vaya mejor, igual que el carpintero
escoge entre el formón, la sierra o el martillo.
áQué ciebía esperarse, entonces, de los nuevos axiomas? Desde
luego, consistencia e independencia y, a ser posible, completitud.
Como hemos apuntado ya, un conjunto de axiomas se dice consis-
tente cuando de ellos no pueden deducirse simultáneamente una
propiedad y su negación. Las teorías inconsistentes terminan de-
mostrándose inútiles, porque en ellas cualquier afirmación es un
teorema. En efecto, un argumento está bien construido cuando, por
hablar en términos de Leibniz, en cualquier mundo posible en el
que se verif iquen las premisas, la conclusión también es verdadera.
Suponiendo que M fuera una sentencia tal que M y su negación, -M,
son teoremas de la teoría, el argumento cuyas premisas son M y -M
y cuya conclusión es una cierta propiedad R sería válido sea cual sea
R, pues siempre que M Y -M son verdaderas, se 
verifica también R'
Alrora, como M y -M son teoremas de 
la teoría, ambos tienen una
demostración, es decir, una sucesión finita de afirmaciones tales
que cada una de ellas es un axioma, o se deduce de los axiomas
aplicando las reglas de inferencia permitidas. Si concatenamos las
dos pruebas, habremos probado que R es un teorema de la teoría,
independientemente de su valor de verdad. Además, se dice que
una estructura lf es un modelo de los axiomas cuando éstos son
verdaderos en ella (por ejemplo, al trabaiar con el álgebra de los
números reales, un modelo son los propios números reales, aun-
que no el único). Uno de los resultados más profundos de Gódel, el
teorema de completitud, demostrará precisamente que las teoías
inconsistentes no tienen modelos, o lo que es lo mismo: no hablan
de nada.
32 33
La segunda condición que conviene exigir a los axiomas es
la independencia, es decir, que ninguno pueda deducirse de ios
demás aplicando las reglas fi jadas; todos ellos deben añadir nueva
información. Para demostrar la independencia de un axioma res-
pecto a los demás, es suficiente con describir un modelo que los
satisfaga todos menos é1, ya que si fuera posible obtenerlo de los
otros, autoináticarnente sería verdadero en el sistema construido.
Nada se indica sobre el número de ¿uliomas que pueden elegirse
para una teoría; pueden ser infinitos, pero sería entonces difíci lmen_
te manejable, y no tiene sentido, en cualguier caso, añadir axiomas
y axiomas si ya pueden deducirse cle unos pocos. En 1889 el ita-
liano Giuseppe Peano a.riorrratizó la aritmética, introduciendo los
siguientes cinco principios, que se han mantenido hasta la fecha,
sin más que sustituir el uno por el cero:
I. 1 es un número natural.
Il. I no es el sucesor de ningún otro número natural.
III. Cada número natural tiene un sucesor:.
IV Sí Ios sucesores de m y n son distintos, también son distintos
my n-
V (Axioma de inducción). Si un conjunto A de números natu-
rales contiene al I y, siempre que contiene a un número n
también contiene a su sucesor, entonces A contiene a todos
los núrneros naturales.
A los axiomas de Feano podríamos aiadir, por ejemplo, el pos-
tuiado de que 1 es distinto de 2, pero sería inúti i, porque 2 es pre_
cisamente el sucesor de l, y el axioma II ya indica que I no es el
sucesor de ningún número rratural.
Finalmente, se trató de estudiar en qué condiciones una teoría
axiomática era completa, canlpo en el que Gódel obtendrá resuha-
dos espectaculares, tanto en uno corrro en otro sentido. En general,
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diremos que un sistema axiomático consistente es completo cuan-
do, dada una sentencia A, si A no es demostrable, entonces su
negación es un teorema de la teoría. una fórmula tal que ni ella ni
su negación son teoremas se llama indecidible. Así, en los sistemas
completos no existen fórmulas indecidibles, y lo verdadero coil-tci-
de con lo demostrable. Mientras Frege creía que la existencia de
modelos matemáticos de una teoría depenclía fundamentalrnente
de qué objetos componen el Universo -le gustaba utilizar este argu-
mento para defender que sólo hay una geometría posible porque
sólo existe un mundo-, otros maternáticos de la época, en la línea
de David Hilbert, con el que Frege mantuvo una agria polémica, eran
de la opinión de que la existencia dependía de la consistencia: una
teoúa consistente genera obietos que la verifican. En otras palabras:
"Cada teorÍa no es sino un tinglado o esquema de conceptos
iunto con ciertas relaciones necesarias entre ellos, y sus elemen-
tos básicos pueden ser pensados arbitrariamente. Si entiendo por
puntos, rectas, planos cualquier sistema de cosas -por ejemplo, el
sistema formado por amor, ley, deshollinador-, y considero que to-
dos mis axiomas resultanválidos para esas cosas, entonces también
resultan válidos para esas cosas mis teoremas, como, por ejemplo,
el de Pitágoras. Cada teoría puede ser aplicada a una infinidad de
sistemas de elementos básicos",
como él mismo escribe en una carta a Frege. Para explicar estas
posiciones enfrentadas, el filósofo de la ciencia Ulises Moulines
distingue tos sistemas axiomáticos "de estilo eüdencial-concreto",
que seleccionan unas cuantas verdades prioritarias sobre las que
se fundan las demás proposiciones, de los de tipo "democrático-
abstracto", donde todos los enunciados de la teoía son candidatos
igualmente válidos para ser tomados como axiomas, siempre que
el resto de proposiciones se pueda deducir a partir de ellos. Otros
autores han hablado de la diferencia entre los sistemas que ponen
orden en estructuras ya conocidas y los que las crean por el simple
hecho de hablar sobre ellas.
El nacimiento de la lógica moderna
6ott ' .ob Frege
Pese a su rechazo üsceral del nue-
vo método axiomático, Gotttob Frege es
considerado de forma casi unánime el
padre de Ia lógica moderna. En el prólo-
go a Begriffsschrift, eine der arithmetis-
chen nachgebildete Formelsprache des
reinen Denkens (ldeografío. Un lenguaje
de fórrnulos, similar al aritmético, para el
pensamiento puro), publicada en 1879,
Frege sitúa su proyecto en la estela de la
lingua generalis leibniziana, y lo explica
con una bella metáfora:
"Creo que la meior manera de ilustrar la relación de mi escritura
conceptual con el lenguaje de Ia üda es compararla con la relación
del microscopio con el ojo. EI ojo es muy superior al microscopio,
si consideramos el alcance de su aplicabilidad o la flexibilidad con
que se acomoda a las más distintas soluciones. Sin embargo, con_
siderado como aparato óptico muestra muchas imperfecciones, de
las que apenas nos damos cuenta debido a su íntima conexión con
nuestra vida espiritual. En cuanto nuestras metas científicas plan_
tean grandes exigencias a la precisión de la distinción, el ojo se
muestra insuficiente. El microscopio, por el contrario, está perfecta_
mente adaptado a tales menesteres, aunque precisamente por ello
no es aplicable a los demás."
Para actuar de microscopio, el filósofo alemán introdujo algu-
nos conceptos básicos para el desarrollo posterior de la lógica; así,
es el primero que elige dos conectores primitivos, la negación (-) y
Ia implicación "si..., entonces" ( ---+), para definir en función de ellos
todos los demás. Igual que no es necesario añadir nuevos axiomas
a la aritmética de Peano, estos dos conectores bastan para construir
el resto: por ejemplo, la disyunción A v B es (- B) -+ A v no es ne-
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cesario incluirla como símbolo independiente. Algunos años más
tarde, Frege consideraría primitiva la disyunción, y reconstruiría el
condicional como (-A) v B. Además, empleó por primera vez los
cuantificadores "para todo" y "existe", y distinguió la lógica de pri-
mer orden, en la que los argumentos de los predicados son objetos
y sólo se puede cuantificar sobre términos, de la de segundo or-
den, donde los argumentos son ya predicados de primer orden y
está admitida la cuantif icación sobre clases.
Como apunta Jesús Mosterín, "la extraordinaria importancia de
la ldeografío sólo fue valorada mucho más tarde", gracias sobre
todo a los esfuerzos de Bertrand Russell, que reconoció al momen-
to la "honestidad intelectual y el rigor diamantino" de la obra de
Frege. Gran parte de la culpa de su falta de reconocimiento -sólo
dos alumnos acudían a sus clases en la Universidad de Jena, y a
menudo tenía problemas para publicar sus investigaciones- la tuvo
el simbolismo escogido para dar forma a sus ideas. Era un conjunto
de signos bidimensionales, complicados de escribir y componer ti-
pográficamente, que se distribuían a lo largo de las páginas del libro
como las notas de una partitura de música contemporánea. Nadie
los empleó después de Frege, pero suponen el primer punto de
partida de otras hazañas venideras. Para encontrar el segundo, ten-
dremos que desplazarnos hasta Halle, donde Cantor desarrolló la
teoría de conjuntos, algo en apariencia completamente ajeno a
nuestra historia.
Georg Cantor no era lógico, sino analista; de hecho, empezó a
inieresarse por los conjuntos para dar respuesta a algunas cuestio-
nes sobre series de Fourier. Cantor se preguntó qué es un conjunto
con la máxima generalidad posible, y creó, a lo largo de casi vein-
ticinco años, una rama completamente nueva de las matemáticas,
en la que muchos de sus contemporáneos, incluido su acérrimo
enemigo Kronecker, sólo vieron "teología disfrazada" . En una prime-
ra aproximación, un conjunto es una colección de cosas (números,
funciones continuas, figuras geométricas...); pero es preciso dis-
tinguir los conjuntos finitos de los infinitos, aunque Cantcr nunca
llegaría a dar una definición satisfactoria. Esta falta la supliría algu-
nos años más tarde su colega Dedekind, que, en un texto de lggg,
caracterizaba los conjuntos finitos como aquellos ,,que no se pue_
den poner en correspondencia uno a uno con una parte propia de
sí mismos". Por ejemplo, el conjunto de los números naturales es
infinito porque podemos restringirnos a los pares, asociando cada
uno de ellos con su doble.
Llegados al terreno de lo infinito, gran parte de nuestra.s intui-
ciones se desmoronan; así, a la pregunta de si hay infinitos mayores
que otros, la respuesta natural enseguida se demuestra falsa. cantor
comenzó diferenciando dos potencias: el numerable, que expresa
la cantidad de números naturales, y elcontinuo, que viene dado
por el conjunto de puntos de una recta. Durante su primera época,
consiguió demostrar que los números reales no son numerables,
y se preguntó después si hay algún conjunto con una cantidad cle
elenrentos interrnedia entre la de los nurnerables, Re, y la del con.
tinuo, que solía represental'se por la letra c. para responder a esta
cuestión, tuvo que cesarroilar una teoría de los cardinales transfi-
nitos, que bautizó con la primera letra del alfabeto hebreo seguida
de un subíndice. Se trataba de generalizar Ia idea de número a la
que estamos acostumbrados: de la misma forma que puede inter_
pretarse el cero como el número de elementos del conjunto vacío,
el uno, Ccrrro el cardinal de un conjunto que sólo posea un ele-
mento, y así sucesivamente, es posible asignar cardinales infiniros
a conjuntos infinitos de distinto tamaño. cantor creía que entre f{¡
y c no habría ninguno de estos nuevos cardinales: es lo que se co_
noce como hipótesis del continuo, de la que tendremos ocasión de
hablar más adelante, cuando estudiemos el legado matemático de
Gódel.
Tras la oposición inicial, las ideas de Cantor comenzaron un
rápido triunfo, que durante muchos años rnantuvo üva la esperanza
de que toda la matemática podría reducirse al lenguaje conjuntista:
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esa,,teología disfrazaba" contra la que disparaban sus enemigos tal
vez fuese la lengua universal definitiva. Un primer motivo de júbilo
fue la construcción de todas las clases de números a partir de los
naturales, que l.,ronecker consideraba los únicos creados por Dios.
El resto no eran obra sino de los matemáticos' que consiguieron
formalizarlos mediante la introducción de relaciones de equivalen-
cia. Dado un conjunto, una relación binaria entre sus elementos es'
una afirmación clel tipo "cz está relacionado con b cuando.'.", que
suele representarse por oRb e P, donde P es una cierta propiedad
que deben cumplir los términos. Si una relación binaria es reflexiva
(a está relacionado con d, para cualquier a del conjunto), simétrica
(si a está relacionado con b, entonces b está relacionado con a) y
transitiva (si a está relacionado con b, y b está relacionado con c'
entonces a está relacionado con c), se dice que es tna relación de
equivalencia. Nótese que estas propiedades no son triüales porque
siempre añaden algo nuevo: la relación aRb e a + b no es reflexiva
y aRb e c < b es claramente antisimétrica. Uno de los paradigmas
de las relaciones de equivalencia son las congruencias:
La importancia de las relaciones de equivalencia radica en que
clasifican el conjunto sobre el que se definen, es decir, dan sentido
a la igualdad. Al diüdir por dos, sólo hay dos restos posibles, 0 y 1,
de modo que Ia relación de congruencia módulo dos clasifica los
números enteros en pares e impares. En general, dado un elemen-
to x del conjunto A y una relación de equivalencia R, la clase de x
es el coniunto de todos los elementos relacionados con él por R :
[x] = {y e A : yRxi. Siguiendo con el ejemplo anterior, la clase del 0
3B 39
es la misma que la del 2, el 4 o el 28 porque todos estos números
son divisibles por dos, mientras que la del 1 coincide con la del 3, la
del 5 y, en general, con la clase de todos los impares. Así, cualquier
relación de equivalencia en un conjunto A lo divide en clases que
no tienen elementos comunes y lo cubren totalmente: es lo que
se conoce como una partición. Si formamos el conjunto de todas
Ias,.ilaSes de equivalencia inducidas por la relación, surge el espa-
cio cociente AlR, al que podríamos dotar cie una cierta estructura
definiendo en él operaciones"
Una de las formas predilectas de los matemáticos para defi-
nir nuevos objetos consiste en identificarlos con clases de equi-
valencia respecto de una cierta relación. Así, los números enteros
surgen de los naturales si se introduce la relación de equivalencia
(a,b)R(c,d) <+ o+d = b +c, según lacual dos pares ordenados son
el mismo cuando las diferencias entre la primera y la segunda coor-
denada coinciden. Por ejemplo , (2, 1) está relacionado con (8,2) y
también con (23, 22), porque Ia diferencia es de una unidad en los
dos casos; análogamente, la clase del par (8, 1S) es la misma que Ia
del (1, 8). Sólo queda, entonces, formar la clase de todos los pares
cuya resta es 1 y llamarla precisamente l, hacer lo mismo con 2,
con 3..., pero también con 0, -1 , -2, -3... Habremos construid o asíZ
como el conjunto cociente de NxN bajo la relación de equivalencia
anterior. De modo muy similar se forman las fracciones a partir de
los enteros, e, introduciendo las sucesiones de Cauchv. los números
reales a partir de los racionales.
ttSe acabaron las mañanas alegres y segurastt
Cuando la importancia de la obra de Cantor comenzaba a estar
fuera de toda duda, tres paradojas, descubiertas por Burali-Forti en
1897, Bertrand Russell en 1902, y Berry cuatro años después, pu-
sieron en entredicho la corrección de los métodos del matemático
alemán. Hablando en términos rnuy generales, las paradojas son
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afirmaciones contradictorias, de las que la tradición literaria y fi-
losófica nos brinda ejemplos abundantes. Quevedo, en la línea del
"Pace non trovo" de Petrarca, al tratar de definir el amor comienza
un precioso soneto con esta estrofa:
"Es hielo abrasador, es fuego helado
' ' es heridaque-du_ele y.no se qiege
es un soñado bien, un mal presente
es un breve descanso muy cansado".
Y Zenón de EIea quiso mostrar que no existe el moümiento con
la paradoja de Aquiles y la tortuga. La ventaja que Aquiles deja a
la tortuga -explica el griego- supone una brecha insalvable, pues,
cuando el atleta haya corrido hasta la posición inicial de la tortuga,
ésta ya se habrá desplazado un poco; y del espacio que los sepa-
re entonces, quedará siempre una fracción, por mínima que sea,
que impide la üctoria del de los pies ligeros. En otra formulación
equivalente se afirma que "un corredor no puede alcanzar nunca la
meta, porque cuando haya recorrido la primera mitad, tendrá que
correr la otra mitad; cuando haya recorrido la mitad de ésta, le
quedará todavía la cuarta parte; cuando haya corrido la mitad de
ocupado en su última etapa, y Berry ponía en cuestión qué significa
realmente definir un concepto.
Ninguna de estas paradojas tend¡ía efectos tan devastadores
como la de Russell, que surgió de improüso en la primavera de
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en Trafalgar Square en 1-962
1901, mientras el filósofo inglés reüsaba los resultados de varios
meses de investigación intensa sobre ia lógica de Peano:
"Cantor tenía una prueba de que no existe el número más gran-
de, y a mí me parecía que el número de todas las cosas del mundo
debería ser el más grande posible. En consecuencia, examiné su
prueba con detalle y me propuse aplicarlo a la categoía de todas
las cosas que existen. Esto me llevó a considerar aquellas categorías
que no son miembros de sí mismas, y a preguntarme si la categoría
rle tales categorías es o no miembro de sí misrna. Encontté que
cualquier respuesta implica la contraria"-
El conjunto al que se refiere Russell contiene todas las clases
que no son miembros de sí misma. Así, la clase de todos los ma-
temáticos no es m¡embro de sí misma porque no es un matemático,
pero si imaginamos el conjunto de todas las cosas pensables, sí se
pertenece, pues lo estamos pensando en el mismo momento de
escribirlo. En notación matemática, tendúamos R = {X : X S X\,yla
pregunta surge naturalmente: Zestá R en R? Supongamos por un
momento que R perteneciera a R, entonces R no incluye a R,
tal y como afirma la propiedad que define Ia clase. Debemos en-
tender entonces que R no pertenece a R; sin embargo, en ese
caso, automáticamente debería estar en R, pues R contiene a to-
daslas clases que no son miembros de sí mismas. En definitiva,
R e R e R É R, to cüa1 viola el axioma del tercio excluso (un
elemento pertenece o no pertenece a un conjunto: cualquier otra
posibilidad está excluida), heredero directo de la idea griega de que
entre el ser y el no ser no hay nada.
La paradoja de Russell puede ilustrarse fácilmente con el caso
de un pueblo donde el barbero afelta sólo a los que no se afeitan
a sí mismos: Zquién afeita al barbero? Pero mi ejemplo favorito es
el de una biblioteca tan vasta que es preciso componer un catálo-
go que aglutine todos los catálogos anteriores. Tras una discusión
acaiorada, uno de los bibliotecarios propone crear el catálogo de
todos los catálogos que no se citan a sí mismos. Todo el personal
se pone manos a la obra; trabajan durante años día y noche, hasta
que terminan con todos los anaqueles, y ya sólo queda el volumen
que llevan tanto tiempo preparando. ZTendrán que incluirlo o no?
Igual que a los bibliotecarios, a Russell en un primer momento
la paradoja le pareció una curiosidad entretenida, un juego de in-
genio para el que antes o después daía con una solución simple.
Pero los días se iban sucediendo con rapidez sin que Russell en-
contrara resquicio alguno en su razonatniento y comenzó a preocu-
parse:
"Todas las mañanas me sentaba ante una hoja de papel en
blanco. Durante todo el día, salvo un breve intervalo para comer,
miraba fijamente la hoja en blanco. A menudo, cuando llegaba Ia
noche, la hoja seguía intacta. Los dos veranos de 1903 y 1904 están
grabados en mi mente como un periodo de absoluto estancamiento
intelectual".
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Mientras tanto, la difusión de la paradoja conmocionaba todos
los círculos matemáücos europeos: en Francia, Poincaré, enemigo
de la nueva lógica, repetía üctorioso: "La lógica formal no es estéril;
produce contradicciones". En Inglaterra, Whitehead, el maestro de
Russell. anunciaba el fin "de las mañanas alegres y seguras". Y
en Alemania, Frege reüsaba las galeradas de los Grundlagen der
Arithmetih (Fundamentos de la aritmética), donde se emplea re-
petidamente la noción intuitiva de clase, cuando tuvo noticia de la
paradoja a través de una carta del propio Russell: "Nada más triste
puede suceder a un escritor científico que ver cómo, después de
haber terminado su trabaio, uno de los fundamentos de su cons-
trucción se tambalea" -añade corpo apéndice.
Entre 1906 y 1908, Russell creyó encontrar una solución defini-
tiva al problema de las paradojas introduciendo la teoría de tipos.
Arrtes había desarrollado un análisis de las descripciones, que per-
mitía entender mejor el significado de frases como "el actual rey
de Francia", o "el mayor número primo". También "el conjunto de
todos los conjuntos que no son miernbros de sí mismos" pertenece
a este tipo de sentencias bien construidas, pero de referente vacío.
Una primera opción sería condenarla, pues su aceptación conduce
a paradojas insalvables, pero resultaría imposible saber qué ex-
presiones similares tampoco son válidas; era necesario un criterio
que permitiese discernir unas de otras. Según Ia teoría de tipos, las
clases se diüden en distintos niveles en función del carácter de los
objetos que las componen: los elementos tienen tipo uno, las clases
de elementos forman un segundo tipo, las clases de clases, el terce-
ro, las clases de clases de clases son las entidades de tipo cuatro, y
así sucesivamente. La norma es que sólo se puede afirmar o negar
la pertenencia de un tipo n a la clase de tipo n + l; por eso, la sen-
tencia R e R está mal formulada, al tratarse de un enunciado entre
elementos del mismo tipo. Apoyándose en la teoría de tipos, Russell
reconstruyó su üsión logicista, y la puso en práctica escribiendo en-
tre 1907 y 1910, a razón de más de diez horas diarias, los tres gruesos
volúmenes que componen los Pzh cipio Mathematica. Para el inglés,
las matemáticas enteras eran reducibles a la lógica, pues todos sus
conceptos podían definirse partiendo de unas pocas nociones pu-
ramente lógicas, y cualquier teorema sería deducible también a
partir de estos principios. Sin embargo, no fue Russell, sino David
Hilbert quien puso más atención en cómo solucionar el problema.
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El prograrna de Hilbert
Cuando Russell descubrió la paradoja que lleva su nombre, Hil-
bert acababa de cumplir cuarenta años y era el matemático más
prestigioso de su generación. Sólo dos años antes había pronuncia-
do en el auditorio de la Sorbona una conferencia en la que comen-
zaba dirigiéndose así a Ia comunidad matemática:
"ZQuién de nosotros no se alegraría al levantar el velo tras el que
se oculta el futuro; de echar una mirada a los próximos avances de
nuestra ciencia y a los secretos de su desarrollo durante los siglos
futuros? iCuáles serán los objetivos concretos por los que se esfor-
zarán las mejores mentes matemáticas de las generaciones venide-
ras? ZQué nuevos métodos y nuevos hechos descubrirán las nuevas
centurias en el amplio y rico campo del pensamiento matemático?"
Hilbert estaba convencido de que las matemáticas avanzan me-
diante la resolución de problemas, y de que un campo donde no
surgieran cuestiones nuevas cada día era una rama muerta de la
disciplina; por ello, en París insistió mucho en qué significaba resol-
ver un problema -en la necesidad de dar con un argumento que,
partiendo de un número finito de hipótesis formuladas en términos
exactos, llegara a la conclusión tras un número finito de deduccio-
nes lógicas-, y, para fijar sus ideas, escogió los veintitrés problemas
abiertos a su juicio más importante,s, entre lOs-.qlié.eafe destacar
los dos primeros, directamente relacionados con la obra de Gódel:
I ) El problelna de Cantor del núrnero cardinal del continuo:
"Todo sistema de infinitos números reales es o bien equivalente
al coniunto de los números naturales o bien equivalente al corrjunto
de todos los núrneros reales".
2) La compatibil idad de los axiomas de la aritmética:
"Demostrar que los axiom¿Ls no son contradictorios, es decir.
que un núlnero finito de pasos lógicos basados en ello nunca puede
llevar a resultados contradictorios".
Hacia 1892 Hilbert había abandonado el estudio de la teoúa
de números para dedicarse al de los fundamentos de la geometía
elernental, donde se proponía ver qué axiomas eran necesarios y
cuáles no; fruto de este trabajo surgió Grundlagen der Geometrie
(Fundomentos de lo geometría), que cosechó un enorme éxito. Hil-
bert pretcndía también inaugurar un lenguaje preciso en el que la
elección por convenio de una u otm palabra no afectara en abso-
luto al significado de los resultados; en este sentido es famosa la
carta que le escribe a Felix Klein donde asegura que ,,uno debería
poder decir siempre, en lugar de 'puntos, líneas y planos', ,mesas,
sillas y jarras de cerveza"'. Más adelante dedicó esfuerzos simila-
res a persuadir a los científicos de las ventajas que conllevarÍa una
axiomatización de la física, y se fueron obteniendo de este modo
resultados como los cie Hamel para la mecánica clásica (1903), o
Robb en la relatiüdad especial (1914). En resumen, Hilbert era el
hombre al que acudir con un problema de fundamentos.
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En su opinión, el descubrimiento de las tres paradojas que he-
mos mencionado tuvo una consecuencia doble: por un lado, re-
quería reformular el edificio matemático de modo que éstas que-
dasen eliminadas, pero era necesario hacerlo con mucha mayor
precisión que hasta la fecha para poder asegurar que no volverían
a surgir otras contradicciones. Con este propósito, Hilbert desa-
rrolló su programa a lo largo de casi veinte años. En un artículo
aparecido en 1926, "Sobre el infinito", argumentaba que el único
modo completamente satisfactorio de escapar de lasparadojas sin
cometer alta traición contra el espíritu de las matemáticas consistía
en clarificar la naturaleza del infinito, que se había demostrado
útil como constructo teórico, pero no aparecía realizado en ningún
rincón del Universo ni del pensamiento racional. Si el infinito era
la causa de la crisis, todas las pruebas debían ser sustituidas por
razonamientos finitarios. Hilbert nunca llegó a precisar a qué se
refería exactamente, pero sí dio algunos ejemplos de qué aspecto
tendrían esas nuevas matemáticas; así, demostró que la estructu-
ra ü = (N, *, l), con cinco axiolnas y un par de reglas deCuctivas
forma una teoría consistente. Pero se trataba sólo de una "mínima
aritmética, como una franciscana florecilla", y era difícil intuir de
qué manera podrían extenderse estos razonamientos a estructuras
mucho más complejas.
Hilbert se dio cuenta también de que -bastaba con probar la
consisterrcia de la aritmética de Peano, porque a partir de ella,
usando razonamientos estrictamente finitarios, podría demostrarse la
consistencia del análisis o la geometúa. Pero, mientras la geometría se
había axiomatizado desde la aritmética, nadie sabía muy bien sobre
qué teoría podúa demostr¿üse la consistencia de la aritmética. La con-
tribución más destacada de Gódel en este aspecto sería hacer hablar
de laaritméticaalospropios números, mediante un código que luego
se llamó gódelización Aún así, no había razones para el optimismo
con el que Hilbert se dirigió de nuevo a los matemáticos algunos
años después: "No hay ningún problema irresoluble. En lugar del
ridículo lgnorobimus, nuestro credo es: 'Debemos saber, sabremos"'.
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iQuién no lo habría imaginado?
En definitiva, Hilbert tenía Ia esperanza de que lo verdadero fue-
ra equivalente a lo demostrable: si la isla de las verdades tenía forma
de circunferencia, los teoremas se iían aproximando infinitamente
a ella, como una sucesión de polígonos inscritos; y, al pasar al lími-
te, el velo del futuro quedaría descubierto para siempre. Con sus
teoremas de incompletitud de 1931, Kuri Gódel demostró que ese
archipiélago soñado por Hilbert era en nealidad una ínsula extraña,
de costas abruptas y salientes tan irreguJares que, a cada intento de
cubrirlos, se fragmentaban como un fraclal huidizo.
Para ello, tuvo que considerar primero que los enunciados ma-
temáticos eran simples cadenas de sÍrnbolos que se manipulan de
acuerdo con unas reglas de transformacón formales. Con este en-
foque sintáctico, podría guardar en rni, ordenador dos borradores
distintos de estas páginas, llamándolos "capítulo dos" y "capítulo 2",
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que para mí tienen exactamente el rnismo significado, pero la
máquina interpreta como cadenas distintas, cuyo contenido tal vez
no tenga nada en común. Así, una proposición es demostrable si
puede obtenerse de los axiomas manipularrdo los símbolos hasta
llegar al resultado. Como nos gusta pensar que las teoías se re-
fieren a algo, bien sea a los números naturales o las integrales de
Lebesgue, llegado este punto se introducen las nociones de verda-
dero y falso, que se maneiaron durante mucho tiempo de modo
intuitivo, hasta que en un artículo de más de doscientas páginas,
publicado en polaco en 1933, Alfred Tarski dio una definición formal
de verdad. Tarski no se proponía dar a la palábra "verdadero" un
nuevo significado, sino capturar matemáticamente la noción aris-
totélica de verdad como correspondencia entre lo que se afirma
sobre la realidad y lo que la realidad es. De la misma forma que
"la nieve es blanca" si y sólo si la nieve es blanca, una sentencia
A será verdadera en una teoría si y sólo si, al interpretar A en la
estructura a la que se refiere, A es verdadera. Mientras la sintaxis se
ocupaba en exclusiva del uso de los símbolos, la semántica pone
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en contacto dos parcelas separadas: las expresiones de un lenguaje
y los objetos a los que se refieren esas expresiones.
Gódel abrió la distinción entre la sintaxis y la semántica de las
matemáticas con su tesis doctoral de 1929, en Ia que establecía
el teorema de completitud: en el sistema axiomático de la lógica
- de primer orden, si una afirmacién es verdadera, entonces puede
demostrarse. A este resultado positivo, sin embargo, siguieron dos
teoremas de incompletitud con los que el segundo de los veintitrés
problemas de Hilbert quedaba resuelto en sentido negativo: en un
sistema axiornático aparentemente tan sencillo como la aritmética
usual, sobre Ia que Russell había construido los Principia Mathe-
matica, existen proposiciones formalmente indecidibles, es decir,
afirmaciones verdaderas que no pueden demostrarse ni refutarse.
El programa de Hilbert estaba abocado al fracaso: Zquién no lo
habría imaginado?
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( 1906-1,924)
Brno es hoy, con una población de alrededor de cincuenta mil
habitantes, la segunda ciudad en importancia de la República Che-
ca. Situada al sureste del país, en Ia confluencia de los ríos Sütava y
Swatka, es e! fruto de una historia tan larga como agitada. Allí pasa-
ron su juventud Robert Musil y el físico y filósofo Ernst Mach, cuyas
tesis constituirían una suerte de programa fundador del círculo de
Viena. Fue también en Brno, en el interior de un pequeño monaste-
rio al pie de la colina Spielberg, donde Gregor Mendel llevó a cabo
los experimentos con guisantes lisos y rugosos qrre le permitiían
enunciar las leyes de la genética. Pero, más que por un puñado de
hombres ilustres que r.'ivieron en sus calles, el devenir de la ciudad
estuvo marcado siempre por los conflictos entre dos grupos étnicos:
los eslavos y los sajones.
Los primeros asentamientos checos de la zona se remontan al
siglo ! si bien habúa que esperar hasta 1243 para que el rey con-
cediera priülegios a esta antigua aldea, donde había comenzado
a establecerse poco a poco un grupo de comerciantes germanos;
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seguían siendo minoría, pero controlaban una parte sustancial de
las finanzas. A mediados del siglo XVI la Reforma se extendió rápida-
mente, conquistando también a una aristocracia que había hecho
oídos sordos a la advertencia de los Habsburgo de que no hay sal-
vación fuera del catolicismo. Estas y otras tensiones acumuladas
condujeron a la Guerra de los Treinta Años, que asoló Europa cen-
tral entre 1 61 8 y I 648 y dio lugar a que las tierras se incorporaran al
imperio y pasasen a ser gobernadas desde la capital. Ya en el siglo
XX, cristalizó con fuerza un sentimiento nacionalista que llevaba
siglos fraguándose: varios líderes políticos, con Tornas Masaryk a la
cabeza, huyeron del país y fundaron en Francia el Consejo Nacional
Checoslovaco, que, tras la derrota austriaca en la Ftimera Guerra
Mundial, se convertiía en el primer gobierno del nuevo estado de
Checoslovaquia. Aun así, la inteligentsia y la alta sociedad estu-
üeron en todo momento del lado de los alemanes: Gódel nunca
llegaría a aprender checo, y hasta que le fue concedida la naciona-
lidad austriaca, en 1929, siguió confesando sin tapujos que se sentía
un exiliado.
Los antepasados de nuestro protagonista de los que tenemos
noticia proüenen, tanto por el lado paterno como materno, de
Bohemia y Moravia, y habían recalado en Brno atraídos por su inci-
piente industria textil. A finales del siglo XIX la ciudad era uno de los
principales focos industriales de Austria, que había seguido el ejem-
plo alemán y gozaba de una economía floreciente. Josef, el abuelo
de Gódel, se suicidó cuando su hijo Rudolf Gódel era todavía muy
joven, y esto, añadido a la escasez de recursos de la familia, deter-
minó que no fuera su madre, sino sus tíos Anna y August quienes lo
educaran. En üsta deque no podía con las exigencias académicas,
pronto decidieron dar al muchacho una formación más práctica en
una escuela profesional. Con el cambio, Rudolf mostró un talento
que había permanecido oculto hasta la fecha, gracias al cual ob-
tuvo su título con sobresaliente y se puso a trabajar en el taller de
Friedrich Redlich, donde permaneció hasta su muerte. No era un
empleado corriente: la empresa lo apreciaba mucho y con el tiem-
po llegaría a ser copropietario y accionista. Por la correspondencia
conservada por sus hijos sabemos que poseía derechos sobre va-
rias patentes y que trabajó hasta sus últimos días en la mejora de
las técnicas del sector.
El 22 de abril de I 90 I Rudolf Gódel contrajo matrimonio con Ma-
rianne Handschuch. Su familia compartía con los tíos AnnayAugust
el número nueve de la calle Báckergasse (hoy Pekarská), un edifi-
cio con patios donde se reunían los vecinos para conversar o tocar
música. Los Handschuh, procedentes de la cuenca del Rin, también
se dedicaban a la industria del cuero, lo que facilitó la relación entre
ambas familias. Además, Gustav, el abuelo materno de Gódel, era
un personaje bastante conocido en Brno por su participación en
la vida pública: había ay'r-rdado a fundar el servicio de ambulancias
e intervino en otras muchas empresas. Tuvo que trabajar mientras
estudiaba y, como no disporrÍa del dinero suficiente para adquirir
los libros, en varias ocasiones se vio obligado a copiarlos a mano,
o a memorizar sobre la marcha las e-xplicaciones del maestro. Por
eso, se propuso dar la mejor educación posible a la madre de Gódel
y sus hermanos, que estudiaron en el Liceo Francés con los hijos
de las familias más influventes.
Marianne había nacido el 3l de agosto de 1879 y, a diferencia
de su madre, que cultivó siempre una tristeza sostenida, pasó una
infancia muy feliz en el paisaje seguro de aquella Europa de final
de siglo; sólo tras la muerte de su marido, y la de algunas amigas
en campos de exterminio nazi, comenzó a envoiverse en un halo
de melancolía. Sus hijos la recuerdan contemplando absorta los
ejercicios de los patinadores sobre hielo, cuyo milagroso don del
equilibrio la sorprendía a cada paso. Le gustaba también charlar
hasta bien entrada la noche, o montar representaciones de tea-
tro, aunque su especialidad era acompañar los lieder de Schubert
o Strauss al piano; de hecho, durante toda su vida lamentó que
ni Rudolf ni el joven Gódel se aficionaran a la música. Fue una
mujer de gran cultura, cuya biblioteca contenía toda una sección
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dedicada a Goethe y que, tras el ascenso de los totalitarismos en
Europa, leyó cuantos libros de política e historia cayeron en sus
manos para tratar de comprender las causas del desastre. Sabía
de memoria muchos poemas, y prefería las lenguas en las que las
cosas se aprenden de corazón ("by heart", "par coeur"), por la ex-
traña intimidad que se establece entre la razóny el sentimiento. Sin
embargo, no perdió nunca su interés por los asuntos domésticos:
durante la Primera Guerra Mundial invitaba al menos una vez por
semana a un amplio círculo de amistades y, aunque tenÍa sirvientes
encargados de la comida, era ella quien superüsaba cada detalle
del evento.
La fami l ia Góde1.
Tras la boda, los Gódel se mudaron a la calle Gomperzgasse
(actualmente Bezrucova), donde el 7 de febrero de 1902 nació su
primer hijo, Rudolf. AI hacer recuento de su üda setenta aÍios des-
pués, sería él mismo quien reconociese que el matrimonio de sus
padres "no fue una cuestión de amor, pero estuvo siempre lleno
de afecto y simpatía". Marianne admiraba cómo Rudolf se había
abierto camino en un terreno hostil y había pasado en poco tiem-
po de empleado menor de la industria a copropietario de uno de
los talleres más prestigiosos. El padre de Gódel, más distante, no
dejó nunca de admirar la cultura y los encantos sociales de su es-
posa, además del cariño con el que leía o cantaba para sus hijos.
Arrrbos permanecieron toda su üda muy unidos a su madre y, cuan-
do la distancia los separó, le escribieron multitud de cartas: a los
cuatro años Gódel aún lloraba desconsoladamente cada vez que
Marianne salía a hacer algún recado y, en opinión de varios de sus
colegas, siempre necesitó tener detrás una figura protectora. Con
el padre, que dedicaba la may'or parte del día a sus negocios, la
relación fue menos cálida; pero gracias a sus esfuerzos pudieron
disfrutar de un nivel de vida muy elevado para la scciedad de la
época (basta pensar que condujeron uno de los primeros Chrysler
de toda Austria).
Poco después de la mudanza, regresaron al número cinco de
la calle Báckergasse, dos bloques más allá de la casa en la que se
habían conocido; allí nació el 28 de abril de 1906 un niño al que
llamaron Kurt Friedrich. El bautizo de Gódel, seis días después, tuvo
lugar en la congregación luterana de Brno, y su padrino fue el jefe
de Rudolf. Marianne había sido educada en un rígido protestantis-
mo, y su marido era nominalmente católico, aunque ninguno de
los dos iba a misa con frecuencia, y todo apunta a que se trató de
una ceremonia pro forma. En casa se celebraban la Navidad y otras
fiestas religiosas, pero los Gódel decidieron criar a sus hijos como
librepensadores: el mayor fue siempre agnóstico, y la postura de
Gódel cambió varias veces con el paso del tiempo. En un cuestio-
nario remitido en 1975 por el sociólogo Burke D. Grandjean, que
constituye una fuente valiosísima para sus biógrafos, contestaba
ser "más deísta que panteísta, más identificado con Leibniz que
con Spinoza". Y en los últ imos años l legó a la conclusión de que
en los fenómenos religiosos había mucha más racionalidad de la
que se creía: el cristianismo, además de contarse, podía ser ex-
plicado.
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A medida que los niños se hacían mayores' el piso de la calle
Báckergasse se fue quedando cada vez más pequeño' Al fin, en
1 9l 3, los Gódel decidieron trasladarse a una casa situada en la parte
alta de la colina spielberg, un oasis de verdor en el paisaje negro
de la industria. La casa, recién cónstruida, tenía tres pisos, además
de un precioso vestíbulo modernista: la familia vivía en la planta
baja, la primera estaba reservada para la tía Anna 1'en la superior se
construyó un apartamento que sólo ocuparía Pauline, la hermana
soltera de Marianne, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial.
Dos perros solían corretear por un jardín con árboles frutales, sobre
el que Marianne escribió alguna vez un verso tan hermoso como
decadente: ,,Morir no sería tan terrible como perder la primavera".
En la azotea, Rudolf y Kurt pasaban muchas horas jugando con
un telescopio, con el que apuntaban a los pináculos de la catedral
gótica de Brno y en algunas ocasiones conseguían ver partir los
trenes de la estación de Viena.
La casa de 1os GodeI
a1 pie de 1a col ina
Spielberg en Brno
De la infancia de Gódel, su hermano recuerda sobre todo la
costumbre de preguntar por la razón de cualquier cosa: con cinco
años, la familia ya se dirigía a él cariñosamente como ,,der Herr
Warum" (el señor Por qué), y se conservan varios retratos en ios
que mira a la cámara con una fijeza poco corriente, tratando de
averiguar tal vez los secretos de Ia fotografia.
Como gran parte de los niños, Gódel suponía que todo tiene
una explicación; por eso, sus dudas no se l imitaban a fenómencs
científicos de causas fáciles, sino que le interesaba también el posi-
ble orden de lo impredecible: por qué al lanzar un dado sale cierto
número o cuáles son las probabilidades cle que llueva de aquí a un
año. Más que preguntas embarazosas -aunque una vez interrogó a
una inütada sobre el tamaño de su nariz-, Gódel elegía cuestiones
que todos consideran carentes de respuesta. piaget y otros psicólo-
gos del desarrollo cognitivo

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