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Laín-Entralgo, P (1997) Alma, cuerpo, persona Barcelona, España Círculo de Lectores - Jessica Galván

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Alma, cuerpo, persona
PEDRO LAÍN ENTRALGO
A L M A ,
C U E R P O ,
P E R S O N A
Galaxia Gutenberg 
Círculo de Lectores
(| ü£ ̂ SLCSOBA íi 8l®S:&í 
Ü B J O T K C S .
A los pensadores jóvenes 
de España
9
NOTA PRELIMINAR
i,
La introducción, todos los capítulos de la primera parte y el primero 
de la segunda parte de este libro son la transcripción punto menos 
que literal de las lecciones que dentro de las actividades que pro­
mueve el Colegio Libre de Eméritos, y bajo el título de «A vueltas con 
el alma», di en Madrid a lo largo del primer trimestre de 1994. 
Con ellas me propuse componer un preámbulo histórico -no com­
pleto, claro está, pero suficiente para mis fines- a la prosecución del 
camino iniciado en El cuerpo humano. Teoría actual (1989) y Cuerpo y 
alma (1991), que eso quiere ser el que ahora se publica: un paso más 
en el empeño de elaborar una teoría de la realidad y la vida del hom­
bre adecuada a las exigencias y las posibilidades de la ciencia y el pen­
samiento actuales.
El carácter incompleto de ese preámbulo se me ha hecho más evi­
dente a la hora de dar forma imprimible al texto de mis lecciones, 
ahora capítulos de un libro. Desde el I, «El alma en Platón», hasta 
el V, «El alma en Leibniz», me atrevo a pensar que todo lo esencial 
acerca del tema queda aceptablemente expuesto en estas páginas. No 
así en el salto del capítulo V al VI, «El alma en Kant», porque la psico­
logía de Locke y su idea del alma, aunque no añadan nada imprescin­
dible para pensar sobre el tema lo que hoy puede y debe pensarse, no 
dejan de tener valor histórico. Algo semejante debe decirse de la psi­
cología del leibnÍ7.iano C. W olff y del sensualismo de Condillac. Más 
grave: es tal vez la deficiencia en lo tocante al pensamiento del siglo 
XIX, de cuya varia actitud ante el problema del alma sólo he conside­
rado la más tajantemente negativa de los materialistas Vogt, Moles- 
chott y Büchner, Sobre el alma o en torno a ella escribieron los idealis­
tas alemanes y los cultivadores de la Alaturphilosophie, Maine de Biran 
y los espiritualistas franceses, Lotze, Auguste Comte, Wundt, tantos 
más, y nada o casi nada digo acerca de ellos. Pero yo no intenté enton­
ces ni intento ahora hacer una historia de la psicología; he que­
IO Nota preliminar
rido tan sólo mostrar, describiendo algunos de sus hitos más impor­
tantes, cómo esa historia dista mucho de ser un proceso uniforme y 
lineal.
Siguiendo principalmente a Zubiri, pero teniendo muy en cuenta la 
ineludible lección de Ortega, pionero en el descubrimiento de la fun­
ción anímica del intracuerpo, en la segunda parte del libro he inten­
tado ofrecer al lector una alternativa intelectualmente situada entre el 
materialismo atómico-molecular en que consciente o inconsciente­
mente se han apoyado tantos científicos y pensadores de la segunda 
mitad del siglo pasado y el primer cuarto del nuestro, y la tradición 
del dualismo antropológico, sea hilemórfico o cartesiano su signo. 
Aspiro a que mi propuesta parezca más razonable que cualquiera de 
los dos términos de esa opción y a que, en consecuencia, pueda ser 
aceptada tanto por los creyentes en alguna de las concepciones religio­
sas del mundo hoy vigentes, como por quienes vivan íntimamente 
apartados de toda religión positiva. Si no se la considera aceptable y se 
me ofrece otra basada en mejores razones, diré para mífecerunt me- 
liora potentes, y sin vacilar la adoptaré como mía.
P. L. E.
Mayo de 1994
INTRODUCCIÓN
El problema del alma humana ¿es a fines del siglo XX un problema ya 
definitivamente resuelto? A comienzos de nuestra centuria, así pare­
cía proclamarlo el poeta Manuel Machado. Su poema «Yo, poeta deca­
dente», termina con este par de estrofas:
Porque ya, 
una cosa es la poesía 
y otra cosa lo que está 
grabado en el alma mía.
Y tras esa expresión confesional del contraste entre su vida, la del se­
ñorito golfo, y su ideal, ser verdadero poeta, se hace cuestión de lo 
que acaba de escribir y añade estos cuatro versos:
Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
M ía... No sabemos nada.
Todo es conforme y según.
«Alma, palabra gastada.» ¿Por qué? ¿Sólo por el abuso que de ella ha­
bían hecho los escritores modernistas, baste recordar el título de la re­
vista Alm a española, o porque así lo pensaban por aquellas fechas 
—1909 es la del poema— no pocos sabios de nota?
Y cuando nuestra centuria se extingue, he aquí el minúsculo suceso 
que me ha relatado un colega. En un curso universitario sobre el pen­
samiento de Platón, el profesor pregunta a uno de sus oyentes: «Dí­
game: ¿qué sabe usted acerca de la idea del alma en Platón?». Y el in­
terrogado responde: «Ni sé nada, ni quiero saber nada. Yo paso de 
alma». Esto es: «Para mí, eso que ustedes llaman alma es cosa su- 
perflua».
La poética sentencia de Manuel Machado y la prosaica respuesta del 
expeditivo alumno, ¿indicarán que a lo largo del siglo XX se ha ido ha­
12
ciendo el alma noción a extinguir? Tras tantos siglos en que la palabra 
«alma» ha sido tema de la reflexión filosófica, término del lenguaje re­
ligioso y comodín retórico del habla amorosa y sentimental, ¿habrá 
perdido su vigencia, será uno de esos vocablos cuya definición en el 
diccionario va precedida por la abreviatura «ant.»?
No parece probable. Leo la entrada correspondiente al término 
«alma» en el Diccionario Histórico de la Lengua Española -un alarde 
de erudición y de rigor intelectual, compuesto, si no me equivoco, 
por Rafael Lapesa- y descubro en él, unas directas, otras metafóricas, 
hasta 37 acepciones autorizadas por textos literarios compuestos des­
de la Edad Media hasta la segunda mitad de nuestro siglo: «Elemento 
psíquico o espiritual de los seres humanos y principio inmaterial de su 
vida», «Parte del ser humano que sobrevive a su muerte corporal», 
«Organo de la vida afectiva, sede del sentimiento y la imaginación», 
«Persona a quien se tiene amor o cariño», «Organo de las actividades 
intelectuales y morales del ser humano, así como de su vida religiosa», 
«Animo, resolución, valor», y así hasta 37 enunciados. Como corri­
giendo a su hermano, Antonio Machado siente que «alma» no es para 
él palabra gastada, y escribe:
El alma del poeta 
se orienta hacia el misterio.
¿Qué pensaría Antonio Machado al escribir esos versos? ¿Qué pensar 
nosotros, por nuestra parte? Atenido no más que a ese bosque de sig­
nificaciones que la palabra «alma» posee en nuestro idioma, trataré de 
orientarme en él distinguiendo previamente los tres sentidos cardina­
les que en su uso pueden tener los nombres sustantivos:
i.° El nombre expresa la realidad de la cosa nombrada, bien directa­
mente percibida por nuestros sentidos (perceptos: perro, mar, estre­
lla), bien mental y universalmente concebida (conceptos: nación, pa­
tria, justicia), bien aplicado a un ente creado por la imaginación o la 
fantasía (fictos: centauro, Júpiter, Hamlet).
Para los hispanohablantes, la palabra «perro» es el nombre de una 
cosa físicamente existente, dotada de propiedades o notas que especí­
fica e individualmente la caracterizan. «Esto es un perro», pensamos o 
decimos al verla.
La relación entre el nombre de la cosa y las propiedades o notas en 
ella percibidas, ¿es de algún modo esencial, como pensaba Cratilo
Introducción 13
en el diálogo platónico que lleva su nombre? Cuando Adán en el Pa­
raíso fue dando nombre a cada uno de los animales recién creados, 
¿procedió según la tesis de Cratilo? ¿O esa relación no depende sino 
del arbitrio de quienes inventaron el nombre en cuestión, como en 
ese mismo diálogo opina Hermógenes? Y en el caso de que esta última 
haya sido la pauta para la invención de nombres, ¿hay alguna simili­
tud semántica en la diversa etimología de las palabras perro, chien, dojj, 
cañe, H und, etc.? No entro a discutirlo. Me limito a repetir lo que an­
tes he dicho: que para los hispanohablantes, «perro» es el nombre de 
una cosa perceptible para nuestros sentidos o referible a percepciones 
sensoriales anteriores,en el caso de los conceptos y los fictos.
2.0 El nombre expresa la realidad cié una cosa que no podemos per­
cibir directamente, pero cuya existencia real y física nos vemos obliga­
dos a admitir como sujeto o agente de las propiedades en que indirec­
tamente se manifiesta.
He aquí la palabra «hidrógeno». Nadie ha visto ni tocado el hidró­
geno; pero nadie que esté en su sano juicio podrá negar la realidad fí­
sica del elemento químico así llamado, en tanto que titular de las pro­
piedades que física y químicamente le caracterizan. Otra cosa es que la 
molécula del hidrógeno la entendamos como «sustancia», con Aristó­
teles, o como «sustantividad», con Zubiri.
3.0 El nombre no expresa la realidad física de la cosa nombrada, 
sino un particular modo de su apariencia o su comportamiento; no 
dice qué es la cosa, sino cómo es, según alguno de sus varios modos de 
realizar su ser. El nombre, en suma, sustantiva lo que no pasa de ser 
un modo de presentarse una parcela de la realidad, no la realidad pro­
piamente dicha y realmente sustantiva.
Zubiri ha denunciado con energía la sustantivación que el pensa­
miento moderno ha impuesto a los conceptos de espacio, tiempo y 
conciencia. Para Newton, el término «espacio» nombraría la realidad 
física del continente infinito y vacío en que están contenidas todas las 
cosas que vemos y tocamos. Más cerca, en esto, de Aristóteles que de 
Newton, los físicos y los filósofos actuales ven el espacio como la pro­
piedad de las cosas materiales por su condición de espaciosas. Para 
tantos psicólogos modernos, la conciencia viene a ser una fluyente 
pantalla interior, en la que se nos aparecen los actos psíquicos -per­
cepción, recuerdo, pensamiento- de que nos damos cuenta; así, 
desde Descartes, en W. James, en Bergson, en Freud. El hecho de ser
i 4
consciente ha sido sustantivado. ¿No parece más razonable pen­
sar, con Zubiri, que la conciencia es el carácter común de ciertos actos 
psíquicos? El término «alma» ¿habrá sido secularmente entendido 
como una sustantivación, ac^so innecesaria, de lo que nos hace perci­
bir la experiencia íntima de nuestra actividad personal?
Basta tan sumaria reflexión acerca de los varios sentidos en que pue­
den usarse los nombres llamados sustantivos, para llegar a un módico 
resultado inicial. El término «alma» no nombra, desde luego, una 
cosa sensorialmente perceptible, un percepto. Un positivista ramplón 
-varios hubo en el siglo XIX -dijo a don Federico Rubio, positivista 
también, pero más avisado: «Nunca en mis vivisecciones y en mis ex­
perimentos me he topado con algo a que pudiera llamar alma». A lo 
cual respondió el gran cirujano: «Tampoco yo he podido trasvasar a 
cucharadas eso que llaman oxígeno». No; lo que llamamos alma no 
puede ser objeto de percepción directa. Entonces, vuelvo a mi interro­
gación anterior, ¿qué es lo que en realidad nombra la palabra alma? 
Dos respuestas veo.
En tanto que realidad inmaterial, dice la primera, el alma no puede 
ser directamente percibida; pero varias de las actividades del hombre 
-su pensamiento, el ejercicio de su libertad, etc.- obligan a admitir su 
existencia real y a considerarla principio constitutivo de la total reali­
dad del hombre. Ella es lo que en cada uno de nosotros realmente 
vive, quiere, entiende, ama, etc. «Si se trata del alma -decía Mayans 
en su Rethorica- se debe observar que en cuanto anima se llama al­
ma;; en cuanto entiende, entendimiento; en cuanto recuerda, memoria, 
y en cuanto discurre o juzga, juicio.» Mucho antes, y más radical­
mente, había afirmado Platón que el pensamiento es «un silencioso 
diálogo del alma consigo misma». Con cuantas variantes doctrinales 
se quiera, tal ha sido la actitud común de los teóricos del dualismo an­
tropológico, la visión filosófica del hombre como la unión de un 
cuerpo material y un alma incorpórea.
Mas también cabe pensar, respuesta segunda, que la palabra alma 
nombra tan sólo uno de los modos particulares de la actividad del 
hombre, y que, como los términos «espacio» y «conciencia», designa 
la deliberada o indeliberada sustantivación del carácter común de los 
actos llamados «mentales», «anímicos» o «psíquicos». Lo cual, si so­
mos intelectualmente exigentes, nos obligará a plantearnos un nuevo 
y hondo problema: decir en qué consiste el principio de que son ex­
Introducción !5
presión factual los actos de vivir, entender, querer, recordar y juzgar; 
en definitiva, saber de manera satisfactoria qué es lo que en cada uno 
de nosotros vive, entiende, quiere, recuerda y juzga; o, más concisa y 
radicalmente, conocer lo que realmente es el hombre.
En la primera parte de este libro mostraré lo que varios de los pen­
sadores más eminentes en la historia de la cultura occidental -Platón, 
Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Leibniz, Kant, Bergson, Or­
tega, Zubiri- pensaban y sentían al escribir en sus respectivos idiomas 
la palabra castellana «alma». En la segunda, muy osadamente, trataré 
de dar una respuesta personal a este espinoso problema.
Mas no puedo iniciar mi empeño sin algunas advertencias prelimi­
nares, tocantes a la razón de haberme metido yo en tan espeso beren­
jenal filosófico y a mi tan discutible capacidad para moverme con 
solvencia dentro de él.
No soy filósofo ni historiador de la filosofía; filofilósofo, amigo de 
los amigos de la sabiduría me llamé a mí mismo en el prólogo a mi le­
jano libro Medicina e historia. Soy tan sólo un incorregible aficionado 
a conocer con cierto rigor teorético, por tanto filosófico y científico, 
las cosas que más directamente me han interesado, y a tener en cuenta 
lo que sobre ellas han dicho cuantos con genialidad o simplemente 
con talento las han estudiado. He querido siempre, en suma, que los 
mejores fuesen mis maestros, e incluso mis amigos, si esto me ha sido 
posible.
Cuando se iniciaba mi madurez, el azar y el destino me llevaron a 
ser historiador de la Medicina. Y operando sobre lo que yo intelec­
tualmente soy, pronto esta dedicación me puso, entre otras, ante esta 
serie de problemas: ¿qué han dicho de la enfermedad los que seria­
mente la han estudiado?; y a continuación: ¿qué es el hombre, en 
tanto que sujeto paciente y agente de la enfermedad?; y por consi­
guiente: ¿qué han enseñado acerca del hombre los científicos y los fi­
lósofos que se han empleado a fondo en el conocimiento de la reali­
dad humana?; y puesto que tantas veces y de tantos modos se ha 
afirmado que el cuerpo y el alma componen la unitaria realidad del 
hombre, ¿qué han dicho de su cuerpo y de su alma los científicos y los 
filósofos que explícitamente se han propuesto responder a tal interro­
gación?
Desde mis primeros cursos extrauniversitarios, hace no menos de cin­
cuenta años, hasta mis libros El cuerpo humano. Teoría actual (1989)
i6 Introducción
y Cuelgo y alma (1991), buena parte de mi vida intelectual ha sido una 
guadiánica, pero nunca cancelada ocupación con la última de esas in­
terrogaciones. He leído, he aprendido, y la reflexión sobre lo leído y 
lo aprendido me ha llevado a revisar de manera profunda mis iniciales 
ideas acerca de lo que realmente son, en tanto que entidades específi­
camente humanas, eso que todos llamamos «cuerpo» y eso que tantí­
simos han llamado y siguen llamando «alma».
Las páginas subsiguientes dicen, creo que con suficiente rigor, lo 
que sobre el alma pensaron esos nueve egregios varones, y añaden 
algo a lo que sobre el alma y el cuerpo he dicho yo en los dos libros 
que acabo de mencionar. Aquellos a quienes con alguna seriedad inte­
rese lo que de veras son, por el hecho de ser hombres, y lean con al­
guna atención estas páginas, se dirán a sí mismos -grave trance para 
m í- si valía o no valía la pena el hecho de haberlas compuesto.
Primera parte
EL PROBLEMA DEL ALMA 
EN LA HISTORIA
I
EL ALMA EN PLATÓN
De manera a la vez temática y precisa, el problema filosófico del alma 
no quedó planteado hasta Platón. Es cierto que en los poemas homé­
ricos aparece más de una vez la palabra psykhé(alma), como nombre 
de «algo» más o menos contrapuesto al soma (cuerpo); pero su signifi­
cación es imprecisa y polisémica. Es también cierto que los pensado­
res presocráticos, desde Tales hasta Demócrito, proponen distintas 
ideas acerca de la realidad de hpsykhé en general y de la psykhé humana 
en particular. Pero sólo con Platón adquirirá precisión formal el pro­
blema de la existencia y la realidad del alma humana.
Tres etapas deben ser discernidas en el curso de ese empeño: la lle­
gada del filósofo a la preocupación por el problema del alma, la solu­
ción a tal problema propuesta en el Fedón y la evolución de la antro­
pología platónica ulterior a ese diálogo.
I. Descubrimiento del problema del alma
En dos direcciones se orientó, como es sabido, la vocación personal 
de Platón, la política y la filosófica. Que el Platón joven pensó seria­
mente dedicarse a la política, claramente lo demuestra un texto de su 
famosa carta v il: «Tenía el propósito de entregarme a la política tan 
pronto como pudiese disponer de mí mismo», dice en ella (324b). 
Bien conocida es la historia de su fracaso como político, cuando tuvo 
ocasión de intentar serlo. Más debe interesarnos cómo accedió a la fi­
losofía, y cómo la filosofía le condujo a pensar sobre el alma.
Por boca de Sócrates, su maestro, revela Platón las vicisitudes de su 
definitiva dedicación a la filosofía. Cuando joven le atrajo la especula­
ción de los physiológoi, los pensadores que desde Tales de Mileto y 
Anaximandro venían meditando acerca de la physis: su común pes­
quisa de lo que realmente son las cosas naturales; esto es, del orden y 
las causas de los movimientos observables en el cosmos. Especial-
«wstituto im í e m filos» ? mmm. k. i.
BIBLIOTECA
22 El problema del alma en la historia
mente le sedujo Anaxágoras, con su idea del mus (el intelecto) como 
principio rector de la dinámica del mundo. Pero Anaxágoras no pasó 
de explicar la acción del nous como lo hacían los restantesphysiolójjoi, y 
lo que a Platón le interesaba ante todo -como a Sócrates, y por esto le 
eligió como maestro- era saber con precisión por qué algo es bueno o 
es malo, tanto para el hombre individual como para la comunidad, 
para la polis, por qué, en el caso de Sócrates, a los jueces que le habían 
condenado les pareció justa una sentencia tan gravemente injusta, y 
por qué lo mejor para Sócrates fue la decisión de someterse pacífica­
mente a ella y morir como verdadero filósofo.
Ya en este camino, no puede extrañar que en sus diálogos de juven­
tud, y más aún en los de su madurez - Cm tilo, Banquete, Fedón, Repú­
blica, Teeteto, Redro, Parménides- sea frecuente el empleo del término 
psykhé; pero sólo en el Fedón llegará a ser estrictamente temática la ex­
posición de lo que la psykhé era para él. Veámoslo.1
II. La realidad del alma en el «Fedón»
Se trata de un diálogo indirecto. Platón hace que Fedón, discípulo 
de Sócrates y acompañante de su maestro en el último día de éste, 
cuente a su amigo Equécrates cuanto se dijo y se hizo en la prisión 
del Pórtico, desde la salida del sol hasta el punto del atardecer en 
que el condenado bebió la cicuta y murió. Una leve enfermedad 
impidió a Platón hallarse aquel día entre los acompañantes de Só­
crates.
Claro ejemplo de la dialéctica platónica es el diálogo Fedón. En él, 
en efecto, complementaria y magistralmente emplea los dos magnos 
recursos para dar expresión a lo que la mente humana considera ser 
verdad: el lojpos, la palabra que convence, bien de modo enteramente 
racional, esto es, haciendo evidente la verdad de aquello sobre que ha­
bla, bien de modo sólo razonable, haciéndola aceptable por la sana ra­
zón, y el mythos, la palabra que persuade, que no otro fue para Platón 
el sentido profundo de los relatos así llamados. i.
i. Muy expresamente quiero hacer constar la gran valía de la tesis doctoral La natu­
raleza del alma como raíz normativa y como causa última en el filosofar de Platón, de Ana 
Esther Velázquez, leída en 198 5 y sólo en parte publicada. Un testimonio más, y de los 
más altos, de la excelencia alcanzada por el helenismo español en las últimas décadas.
El alma en Platón 23
Para lograr el convencimiento, el recurso principal es el razona­
miento, la metódica voluntad de aprehender -con éxito o sin é l- la 
verdad de aquello que como tesis se afirma. Para alcanzar la persua­
sión, además del mito, el relato que encanta, acaso el recurso su­
premo sea el ejemplo, la directa mostración de que quien habla con­
firma con su vida lo que como verdad y pensamiento está propo­
niendo.
Pues bien: en el Fedón, Sócrates -y a través de él, Platón- trata de 
convencer con razonamientos de algo que considera verdadero, su 
idea de la existencia y la consistencia del alma humana, por tanto de la 
realidad del hombre, y procura persuadir mediante un mito, el del 
Hades, y mediante su ejemplo, la serena ejecución de la sentencia con­
denatoria, de que, entendida como él la entiende, la muerte debe ser 
alegremente aceptada por el filósofo y por cualquier hombre, cultive o 
no la filosofía.
Sumariamente expuestas, he aquí las verdades a que ante el hecho 
de la muerte puede llegar de manera convincente la razón del fi­
lósofo:
i a. Que el hombre, la realidad del hombre, consiste en la unión de 
dos elementos reales, el alma y el cuerpo. Por sí y en sí misma, el alma 
tiene realidad.
2a. Que el alma es en el hombre lo divino, lo invisible, lo inmortal, 
lo puro, lo que permite la contemplación de la verdad, la belleza y el 
bien, lo que por naturaleza debe en él imperar. Es por otra parte in- 
generable, anterior por esencia a su unión con el cuerpo; razón por 
la cual el conocimiento de las ideas es en su raíz reminiscencia. 
Aprender es en cierto modo recordar algo que inconscientemente ya 
se sabía.
3a. Que el cuerpo es en el hombre lo térreo, lo visible, lo mortal, lo 
impuro, lo que con sus apetitos y pasiones perturba el conocimiento 
de la verdad, la belleza y el bien, lo que por naturaleza debe obedecer. 
El cuerpo, en suma, es prisión del alma (su tumba: soma, sema, habían 
dicho los órfícos). Platónicamente, como prisión verá su cuerpo fray 
Luis de León:
Cuándo será que pueda
libre de esta prisión volar al cielo...,
^4 El problema del alma en la historia
dice el poeta en su Oda a Felipe Ruiz. Y como tumba, Qucvedo, en 
este estremecedor endecasílabo:
Menos me hospeda el cuerpo que me entierra.
Platón acumula dicterios contra el cuerpo: «Cosa mala», en la que el 
alma está como amasada; «intruso» que perturba; «demencia» de la 
que hay que librarse o sólo usar cuando su empleo sea de rigurosa ne­
cesidad.
4a. Que el cuerpo y el alma son separables, además de ser distin­
tos; relativamente en vida, cuando el alma se emplea con ahínco en 
buscar y contemplar la verdad, la belleza y el bien (el pensamiento, 
dice Platón, es «un secreto y silencioso diálogo del alma consigo 
misma»; al pensar, añade, «el alma se repliega sobre sí misma desde 
cada uno de los puntos del cuerpo»), cuando se afana por conseguir 
la pureza, absteniéndose de los «placeres impuros» o corporales; to­
tal y definitivamente separable y separada, cuando sobreviene la 
muerte. El destino del cuerpo es la muerte y la corrupción; el des­
tino del alma, la vida y la perduración, puesto que en ella tiene la 
vida su principio.
5a. Que, en cualquier caso, el destino de las almas no es igual para 
todas. Para las almas purificadas en vida por obra de la ascesis del 
cuerpo y la búsqueda empeñada de la verdad, la belleza y el bien, su 
destino es el acceso al Hades, convenientemente conducidas por daí- 
mones, y la gozosa convivencia eterna con los dioses y con las otras al­
mas puras y divinizadas. La esforzada procura de perfección es la arete 
(la virtud) suprema, y de ahí el precepto de «separar lo más posible el 
alma del cuerpo y acostumbrarla a ser para sí misma, a recogerse sobre 
sí [...] desatada de las ataduras del cuerpo, como si uno se hubiese 
muerto» (67c), Bien otro es el destinode las almas impuras por ha­
berse entregado viciosamente a los placeres del cuerpo; éstas arrastran 
consigo algo del cuerpo, siguen siendo somatoides y vagan por entre 
las tumbas, acaso para reencarnarse.
6a. Que si la vida ha sido moralmente lo que según lo dicho debía 
ser, la muerte es más bien deseable que temible, no sólo para el filó­
sofo -para él, por excelencia- también para el que, sin serlo, como él 
se comporte. Lo cual, precisa Platón, no justifica el suicidio, ni debe 
conducir a él; el hombre debe vivir preparando su muerte y esperar a 
que los dioses y la moira (el hado) decidan el momento de morir. La
El alma en Platón 25
religiosidad popular de los españoles, tan poco intelectual, inventó 
hace muchos años este bien conocido terceto:
A l final de la jornada, 
el que se salva es quien sabe.
El que no, no sabe nada.
De vivir entre nosotros, Sócrates y Platón hubiesen replicado con este 
otro:
A l final de la jornada, 
el que sabe es quien se salva, 
y no el que no sabe nada.
El que sabe según lo que respecto del sabio pensaron Sócrates y 
Platón.
Así concebidas la vida y la muerte del hombre, ¿cuál fue para Platón 
la realidad del alma, bajo su condición de invisible, divina, incorpórea 
e inmortal? ¿Fue también inmaterial o, como luego se dirá, espiritual? 
A mi juicio, no. Puesto que al pensar «el alma se repliega en sí misma 
desde todos los puntos del cuerpo», su consistencia real no podía ser 
sino la de una materia sutilísima, invisible e impalpable, apta para ex­
tenderse por todas las partes del cuerpo y para, llegado el caso, con­
centrarse en una de ellas; el cerebro, en el caso del pensamiento, o el 
corazón, en el de la ira o el amor. La concepción del alma como reali­
dad inmaterial o «espíritu», surgirá con el cristianismo, como conse­
cuencia de adaptar a la antropología y la teología cristianas el prnuma 
griego. Pneuma, espíritu, es Dios (Joh. 4, 24), y Hajjion Pneumn el Es­
píritu Santo. E11 cualquier caso, el alma del hombre fue para Platón 
única, aunque, como veremos, integrada por tres partes distintas se­
gún el modo de su actividad.
La verdad de todas las precedentes afirmaciones acerca del alma 
-tal es la tesis principal del Fedón- es a un tiempo verdad de razón y 
verdad de creencia, y así lo hace ver Sócrates con su sucesiva apelación 
al razonamiento, al mito y al ejemplo.
Que el alma humana es incorpórea e inmortal, en cuanto que pre­
cede a la generación del cuerpo, lo demuestra Platón con su personal 
interpretación del aprendizaje. Este, en efecto, sería tan sólo ocasión 
para poseer lo que se aprende, no causa de tal posesión. Aprender es 
recordar algo que ya existía en el alma del aprendiz, y así lo demostra­
2 6 El problema del alma en la historia
ría el hecho de que, convenientemente interrogado, el rudo e igno­
rante esclavo de Menón -como el M. Jourdain de Moliere respecto de 
la prosa -sabe geometría sin saber que ya la sabía. Sin nombrar explíci­
tamente otro de sus diálogos, el Menón, a la doctrina en él contenida 
alude Platón cuando en el Fedón se propone demostrar la incorporei­
dad y la preexistencia del alma. No en su propio pensamiento, sino en 
el de Hcráclito -aunque sin nombrarlo- se apoya Platón en esa pri­
mera parte de su razonamiento. Ocurre en los movimientos del cos­
mos que lo contrario procede de lo contrario: de lo caliente nace lo 
frío y de lo frío lo caliente en el devenir de la naturaleza. Cumpliendo 
esta ley, de lo vivo procede lo muerto, y de lo muerto lo vivo. Lo cual 
exige que algo sobreviva a lo que muere; el alma, en el caso del hom­
bre. Pese al juvenil rechazo de ella, la cosmología presocrática es 
punto de apoyo para la antropología del Platón maduro.
Por otra parte -segundo punto de la argumentación- la convicción 
de que lo semejante sólo puede ser rectamente conocido por lo seme­
jante obliga a distinguir en el objeto del conocimiento dos modos ra­
dicalmente distintos entre sí, el tocante a las cosas sensibles y el rela­
tivo a las ideas universales. Por tanto, concluye Platón, en la realidad 
del hombre debe haber dos principios de operación: c! cuerpo con sus 
sentidos, y el alma, afín en su consistencia a las puras, incorpóreas e 
inmortales ideas de las cosas. Por el alma puede habitar el hombre en 
el topos o uranios o «lugar celestial» de las Ideas.
Un tercer argumento propone Platón. Las ideas opuestas entre sí, 
como lo caliente y lo frío, se excluyen mutuamente. Así lo hacen tam­
bién las cosas en cuya realidad tienen parte esencial esas ideas, como el 
fuego y la nieve en el caso propuesto. Por tanto, el calor desaparece 
del fuego cuando el fuego se extingue, y el frío de la nieve cuando la 
nieve se funde; permanecen, en cambio, la cosa que estaba fría y la que 
estaba caliente. Razón por la cual el alma, que como principio vital 
participa esencialmente en la vida del hombre, no puede admitir en sí 
la muerte, debe ser en sí misma un athánaton, algo inmortal. Supo­
niendo, habría que decir a Platón, que el principio de la vida sea el 
alma, tal como él la entiende. A lo cual de algún modo responde el fi­
lósofo que el alma no es inmortal porque de hecho esté dando la vida, 
sino porque esencialmente puede darla y la da (rojb-ioóa).
Pero todos estos argumentos ¿demuestran racional y categórica­
mente, como si fueran teoremas matemáticos, la verdad real de lo que
El alma en Platón 27
pretenden demostrar, o sólo muestran que las precedentes afirmacio­
nes son, sí, razonables, pero no pasan de ahí? Así parece pensarlo Pla­
tón, cuando llama «creencia» al hecho de admitirlas, y propone un 
-jnito para reforzar la voluntad de aceptarlas y la convicción de que son 
verdaderas: «Que sean así o algo así -escribe- las cosas referentes a 
nuestras almas y a sus moradas [tras la muerte], me parece [...] que vale 
correr el riesgo de creerlo; porque es bello tal peligro [el peligro de 
que no sean ciertas], y es preciso encantarse a uno mismo con el mito 
[el mito del Hades] que tan extensamente os he contado» (ii4d). 
Cumpliendo la pauta dialéctica antes expuesta, Platón quiere añadir 
al logos (el razonamiento) el mythos (el relato persuasivo).
Y como argumento final para que la convicción y la persuasión sean 
verdaderamente eficaces, Platón añade el ejemplo. En este caso, el ta­
lante sereno, jovial, con que Sócrates acepta la sentencia condenato­
ria, ingiere la cicuta y se enfrente con la terminación de su vida. De va­
rios modos lo hace ver. Cuando a Critón, preocupado por el decoro 
del enterramiento del maestro, le manifiesta su indiferencia a tal res­
pecto, porque el cuerpo que será enterrado ya no será Sócrates. 
O cuando se despide de sus hijos. O cuando dice a Critón, preocu­
pado éste por si ya se ha puesto o todavía no se ha puesto el sol -ante­
rior al ocaso debía ser la ingestión del veneno-, que su idea de la 
muerte le impide tener en cuenta si ésta llega un poco antes o un poco 
después. O cuando va indicando cómo progresa en él la acción de la 
cicuta. O cuando, en fin, pide al fiel Critón que no olvide pagar a Es­
culapio el gallo de que le son deudores (115-118). Con todo ello, este 
mensaje quiere dejar en herencia a sus discípulos: «Puesto que yo, Só­
crates, muero como veis, creed resueltamente cuanto sobre la muerte 
y el alma os he dicho».
Una observación suscita la lectura del Fedón: la radical, en cierto 
modo escandalosa hostilidad contra el cuerpo que lleva consigo la 
concepción platónica del alma, hostilidad que proseguirá en todas las 
ulteriores ideas maniqueizantes de la pureza, ¿no será más órfica que 
helénica, si por genuinamente helénica tenemos la altísima estima­
ción del cuerpo humano que expresa la estatuaria griega? En otro de 
sus diálogos, el Gorilas (451c), el propio Platón reproduce y hace suya 
la jaculatoria de Simónides con que en Atenas solían iniciarse los ban­
quetes entre amigos:
28 El problema del alma en la historia
Tener salud es lo primero y mejor para un mortal; 
lo segundo, haber nacido hermoso de cuerpo;lo tercero, tener dinero honestamente ganado; 
lo enano, disfrutar de la juventud con los amigos.
A este común sentir dio magnífica expresión la estatuaria helénica. De 
modo formalmente religioso, dando portentosa figura humana a los 
dioses de su pueblo. No es preciso tener ante los ojos, para recordar­
las, las efigies de Zeus, Hera, Deméter, Apolo, Afrodita, Poseidón..., 
que esculpieron los cinceles de Fidias, Cálamis, Policleto, Praxíteles y 
Escopas. De modo puramente humano, dotando de belleza suprema 
a la figuración del cuerpo del hombre, así, entre tantos otros ejem­
plos, el Discóbolo de Mirón, el atleta de Cálamis, el Dorífora de Poli­
cleto. Cuando Platón tenía ante sí esos prodigios, ¿podía pensar que 
el cuerpo debe ser para el hombre lo que acerca de él dejó dicho 
en el Fedón'r
III. Del antisomatismo del «Fedón» a los diálogos de la senectud
Respecto de la realidad y la excelencia del alma, nada varía esencial­
mente en la ulterior obra de Platón; respecto de la realidad y el valor 
del cuerpo, sí, y no en escasa medida. Así va a mostrárnoslo un rápido 
examen de dos de los últimos diálogos platónicos, el Filebo y el Timeo.
i. E l cuerpo humano en el «Filebo». Tema de este diálogo es el pro­
blema del placer. ¿En qué consiste el placer? ¿Puede decirse que algún 
placer sea éticamente bueno? De la purificación de la vida se afirma en 
el Fedón que consiste «en habituar al alma a separarse del cuerpo»; 
sólo así podemos experimentar en esta vida «placeres puros». Pero 
aquí surge el problema: ¿sólo la contemplación anímica de la verdad, 
el bien y la belleza puede engendrar placeres puros, y conceder por 
tanto la kátharsis, la purificación?
Un nuevo y más sutil matiz añade a esta tajante idea la definición 
del placer puro que ofrece el Filebo: es aquel «cuya ausencia no es pe-
i. Sobre las diversas etapas y los distintos modos de considerar el cuerpo los esculto­
res de la antigua Grecia, véase mi libro Bl cuerpo humano. Oriente y Grecia antigua 
( 1 9 8 9 ) .
El alma en Platón 29
nosa ni sensible, y cuya presencia nos produce plenitudes sentidas, 
gratas y exentas de dolor» (jiab). A diferencia del placer puro, el pla­
cer impuro lleva consigo un punto de dolor o surge como consecuen­
cia de un dolor anterior. Recordando, sin duda, el placer de rascarse la 
pierna en el lugar en que la cadena carcelaria la había oprimido (Fe- 
dón, 8oc), ése es el que como ejemplo de placer impuro menciona Só­
crates en el Filebo.
¿Hay, sin embargo, placeres corporales que sean puros, en este ri­
guroso sentido? Para el autor del Fedón, no: «El alma piensa y vive 
del modo mejor cuando no le sobreviene perturbación alguna, ni 
por causa del oído o la vista, ni por obra del dolor o del placer» 
(65c), escribe. Ver y mirar, oír y escuchar perturban la adquisición 
y el ejercicio de la virtud. Pero el autor del Filebo enseñará que la 
contemplación de un bello paisaje o de una superficie diestramente 
coloreada puede ser placentera. ¿Cuándo y por qué? «De lo que yo 
hablo -dice Sócrates a Protarco, su interlocutor en el diálogo- es 
de líneas rectas, y de líneas circulares, y de las superficies y los sóli­
dos que de ellas provienen, con ayuda, ya de giros, ya de reglas y 
escuadras... Tales formas son bellas, no relativamente, como otras, 
sino siempre bellas, bellas en sí mismas, por naturaleza, y encierran 
en sí placeres de ningún modo comparables con el del cosquilleo; 
bellos son asimismo los colores de este género, y fuente de place­
res» (jicd). Platón viene a ser el santo patrono de la pintura que 
de Cézanne pasa a Juan Gris, Picasso, Kandinsky y Mondrian. El 
arte de pintar, que es cosa mentale, exige saper vedere, afirmó Leo­
nardo: el pintor cumple bien su oficio, había afirmado Platón, 
cuando enseña el placer de reducir a geometría y color los objetos 
que sus cuadros representan. También el sentimiento de la buena 
salud, tan esencialmente somático, pertenece a esta serie de placeres 
a la vez corporales y puros. Y otro tanto se afirma de los perfumes 
y los sonidos gratos.
Para el Platón de la senectud, el cuerpo ha dejado de ser el gran ene­
migo. A la vez, el sublime placer del conocimiento deja de ser «placer 
puro», porque «la sed de saber y el dolor de olvidar lo que antaño se 
supo pone en él una vena de ansiedad penosa» (52a). De ahí las fór­
mulas definitivas para bien entender la pureza y el recto vivir: la pu­
reza es una divinización del hombre, lograda mediante una esforzada 
vida de su alma y su cuerpo en la verdad y en la belleza (Teet. iy6ab);
30 El problema del alma en la historia
el recto vivir es una mezcla de placer y conocimiento, «vida mixta be­
llamente ordenada» {Fil. 6ib).1
2. E l cuerpo humano en el «Timeo». En La Escuela de Atenas, el tan co­
nocido y tan espléndido fresco de Rafael, Platón aparece mirando al 
cielo y portando en sus manos un ejemplar de su Timeo. Si la mirada 
del filósofo se dirige hacia la totalidad del cosmos, acertó el gran pin­
tor. Si, contraponiéndola a la de Aristóteles, quiso decirnos que se 
aparta de la tierra, erró, porque el Timeo viene a ser, en alguna me­
dida, un innovador retorno de Platón a la physiologia que de joven le 
atrajo y luego abandonó. He aquí la solemne fórmula con que expresa 
su idea del universo en su conjunto: «Viviente visible que envuelve 
todos los vivientes visibles, dios sensible formado a semejanza del 
dios inteligible, máximo, óptimo, hermosísimo y perfectísimo, así ha 
nacido el Cosmos» (Tim. 92c). Bien explícitamente recibirá este men­
saje el neoplatonismo del Renacimiento. El origen de Atenas, el mito 
de la Atlántida, los dos modelos del mundo y la divinidad, la doctri­
na del alma del mundo, la astronomía y la teoría del lugar en el es­
pacio, la necesidad en el orden cósmico, una concepción de los ele­
mentos en la que se combinan ideas de Empédocles, Pitágoras y De- 
mócrito, otra de los meteoros...; todo esto contienen las páginas del 
Timeo. ¿Podía faltar en ellas una descripción del hombre en cuerpo 
y alma?
En cuanto al alma humana, la idea expuesta en el Fedón -su carác­
ter incorporal, inmortal, divino, etc.— continúa vigente en el Timeo; 
pero una más atenta consideración de lo que el cuerpo es y hace, 
continuación de la iniciada en el Filebo, le obliga a distinguir en el 
alma tres partes, casi tres almas, una superior y racional (nous, to lo- 
¿ristikón), otra sensible y apetitiva {thymós, to thymoeidés) y otra vege­
tativa y concupiscible (epithymía, to epithymetikón), respectivamente 
localizadas en el cerebro, el corazón y las visceras abdominales. 
Hasta de una cuarta, «alma genital», podría hablarse (91a). En la 
mente de Platón ha surgido así el problema de la relación entre el 
alma y el cuerpo.
1 . Más sobre la idea platónica de la pureza, en mi ensayo «Lo puro y la pureza a la luz 
de Platón», recogido en La empresa de ser hombre (1968).
El alma en Platón 3i
Una interpretación netamente teleológica informa este capítulo de 
la antropología platónica. El alma racional está alojada en el interior 
del cráneo, porque la cabeza es en el hombre lo alto, lo noble, lo que 
le aproxima al cielo; tal sería la razón de ser de la posición erecta del 
cuerpo humano. Y la cabeza tiene forma redondeada, porque el hom­
bre es microcosmos, mikrós kosmos, como había dicho Demócrito. 
Convenientemente separada del alma racional por el cuello, el alma 
animal e irascible tiene su sede en el corazón. Y no menos convenien­
temente separada de ésta, el alma vegetativa y concupiscible asienta en 
el interior del abdomen. El sistema vascular garantiza la comunica­
ción entre las tres. Ingenuamente teleológica es también la expli­
cación de la gran longitud del tubo intestinal; es éste así para que su 
exoneración pueda no ser muy frecuente, cosa que dificultaría nues­
tro comercio con las Musas. Piensa Platón, en fin, que en la brillante 
superficie del hígado se reflejan como en un espejo ciertas afecciones 
del alma, y esto es lo que da fundamento fisiológico a lasprácticas adi­
vinatorias de tantos pueblos.
La función del myelós (la médula, entendida como sustancia blanda 
contenida en una envoltura ósea), da unidad a la varia relación entre 
el alma y el cuerpo. El myelós es para Platón, en efecto, la parte 
del cuerpo en que primordialmente tienen su sede los «lazos de la 
vida», el lugar en que de manera más directa «echa el ancla» el alma. El 
alma racional e inmortal la echa en el cerebro; las dos almas inferiores y 
mortales, en la médula espinal, y desde ella irradiarían su acción rectora 
sobre el corazón y sobre las visceras abdominales. No resisto la tenta­
ción de mostrar con un texto cómo la «ley de lo mejor» rige la fisiología 
platónica: «como fuente de que brota, hecha palabra, la mente del 
hombre, la boca es la más bella y la mejor de todas las fuentes» (75c). IV.
IV. Conclusión
Cabe preguntarse, como colofón de todo lo expuesto, qué es lo que la 
concepción platónica del alma ha legado a la historia ulterior de la an­
tropología. A mi modo de ver, lo siguiente:
1. Distinción funcional y real entre el alma y el cuerpo, y consi­
deración de tal distinción como «lo más razonable», aunque no 
como verdad conclusivamente racional, para entender lo que el 
hombre es.
32 El problema del alma en la historia
2. La tesis de la perduración del alma humana allende la muerte.
3. La idea de la localización corporal de las diversas funciones del 
alma, implícita en la idea del papel psicofisiológico del myelós.
4. Para bien y para mal, una idea del ascetismo que devalúa la im­
portancia del cuerpo en la vida del hombre; la consideración de una 
«pureza» asomática como la meta suprema de la vida en el mundo.
Algo heredará y algo rechazará de este legado Aristóteles, máximo 
discípulo de Platón.
33
II
EL ALMA EN ARISTÓTELES
Acierto y error hay en la figura de Platón que Rafael de Urbino ofrece 
en La Escuela de Atenas, y asimismo los hay en la efigie de Aristóteles. 
Como Platón mira hacia el firmamento, Aristóteles mira hacia la 
tierra. Lo cual es ciertamente aceptable, porque el Estagirita convirtió 
las celestes e invisibles Ideas platónicas en Formas terrenales y sensi­
bles; mas también es erróneo, o al menos incompleto, porque bien ex­
plícitamente proclamó el filósofo que todas las realidades físicas se 
mueven hacia Dios, su «primer motor». «Todos los entes se mueven 
hacia el Theós -escribe-, en cuanto que aspiran a participar de lo 
eterno y divino» {De an. 4ijab).
No fue muy temprana en Aristóteles la concepción del alma hu­
mana como eidos, como «forma» del cuerpo. Discípulo de Platón du­
rante veinte años, esencialmente platónica es la idea del alma que ex­
pone en el Euderno, diálogo compuesto en su juventud; mas no será 
ésta la concepción de la psicología correspondiente a su física y su me­
tafísica más personales. Sea cualquiera la opinión acerca de la unidad 
interna del tratadito De anima -Jaeger vio en él dos partes cronológi­
camente separables-, en él está y con él ha logrado su grande y secular 
prestigio el pensamiento psicológico del genial filósofo. Trataré de 
exponerlo en sus líneas esenciales.
I. Conceptos del sistema de Aristóteles sobre los que se basa 
su idea del alma
Cinco veo yo, tres de ellos apareados: materia y forma, potencia y 
acto, sustancia y accidente, causación y movimiento.
i. M ateria y forma, potencia y acto. Metafísicamente entendida, la ma­
teria (hyle) de una cosa -un mineral, una planta, un animal o un hom­
bre- es aquello por lo cual ha podido ser lo que ella es y está siendo.
34 El problema del alma en la historia
Su realidad, por tanto,' no consiste sino en «poder ser», en ser «pura 
potencia» (dynamis). Pero en esa realidad es posible distinguir dos 
modos; si se quiere, dos grados: la «materia primera», inteligible o ge­
neral, la correspondiente a la posibilidad de ser de todo lo físicamente 
existente, y la «materia segunda» sensible o particular, aquello de que 
materialmente está hecha una cosa determinada, un elemento (aire, 
agua, tierra y fuego), en el caso del modo más simple del ser cósmico, 
o la que como sustrato de todas sus posibles formas llamamos már­
mol, arcilla o carne animal. Para Aristóteles, la materia es increada e 
imperecedera, y, como tal, fundamento perenne del eterno retorno de 
las formas del mundo.
En el pensamiento de Aristóteles, la forma (eidos, morphé) no es 
sólo, como para nosotros, la figura con que se nos presenta una cosa, 
su aspecto visible; en su sentido originario y metafísico es también 
aquello por lo cual el puro «poder ser» de la materia primera y la ma­
teria segunda (su dynamis) ha llegado a ser lo que la cosa real y efecti­
vamente es, lo que es en acto (su enér¿eia). La forma aristotélica, en 
consecuencia, es todo lo que está siendo y haciendo la materia por ella 
informada; la entera apariencia sensorial, no sólo visiva, y la entera ac­
tividad propia de la cosa en cuestión; el latido cardíaco, valga este 
ejemplo, pertenece al eidos, a la «forma» del corazón, y la forma lla­
mada «caballo» es lo que especifica la materia de que sólo por serlo es­
tán hechos todos los caballos. Se abre así el problema de la individua­
ción de los entes físicos, tan discutido cuando el aristotelismo penetra 
de lleno en el pensamiento medieval: si para explicar la individualidad de 
una cosa (la de «este caballo» o la de «este hombre») es o no es necesa­
rio admitir una forma individual distinta de la forma específica del ca­
ballo o del hombre. 2
2. Sustancia y accidente. Cuando veo un caballo, veo tres cosas fundi­
das en una; un bulto material recortado en el espacio (una cosa); 
aquello por lo cual todos los hispanohablantes llamamos «caballo» a 
ese bulto (un caballo, como conjunto de las notas que caracterizan al 
género zoológico Equus); las diversas peculiaridades por las que se in­
dividualiza el caballo que tengo ante mí (este caballo, en tanto que ala­
zán o tordo, grande o chico, quieto o galopante, en pie o acostado, 
etc.) Pues bien: Aristóteles llama sustancia primera (prote ousía) al 
principio que da realidad básica e individual al caballo que estoy
El alma en Aristóteles 35
viendo, sustancia segunda (,dentera ousía) al principio por el cual ese 
caballo individual es genérica y específicamente caballo, y accidentes 
(symbebekóta) a las distintas particularidades con que la realidad del 
caballo se realiza y manifiesta en el que yo veo (tal color, tal talla, tal 
lugar, tal actividad, etc.); y piensa que, en el sentido antes consig­
nado, tanto la sustancia primera como la sustancia segunda son la 
forma que sustenta y determina la realidad específica e individual de 
ese caballo; en términos técnicos, su forma sustancial. Todos y cada 
uno de los entes del universo son, en consecuencia, realizaciones es­
pecíficas e individuales de los innumerables modos con quedas corres­
pondientes formas sustanciales actualizan la pura potencia que es la 
indiferenciada materia primera.
Con el nombre de categorías (kategoríai), una básica y radical, la sus­
tancia, y nueve como atributos de ella, Aristóteles enumera hasta diez 
modos de ser in concreto los entes del cosmos: sustancia (hombre, ca­
ballo), cantidad (grande, pequeño), cualidad (rubio o moreno, alazán 
o tordo), relación (doble, triple), lugar (el «donde» de la cosa), 
tiempo (el «cuando» de la cosa; ayer, ahora), situación (yacer o estar 
en pie), posesión (tener armas el que está armado, tener espacio pro­
pio una especie animal), acción (lo que se hace: comer, hablar, andar) 
y pasión (lo que se padece: estar triste o cansado).1 Y por pensar que la 
forma sustancial está «bajo» los accidentes, dándoles realidad y funda­
mento, y no variando ella aunque los accidentes varíen, llamará hypo- 
keímenon o hypóstasis a la sustancia, nombres que los latinos traduci­
rán por substantia, subiectum y suppositum. El realismo aristotélico es, 
pues, rigurosamente sustancial, temáticamente basado en la idea de 
«sustancia».
3. Causa. Aristóteles concibe la causalidad deun modo rigurosa­
mente ontológico, y no meramente fenoménico, como por obra de 
Galileo será regla en el mundo moderno. Causa es lo que hace que 
una cosa haya llegado a ser lo que es. Y así concebida, la causalidad 
adopta cuatro modos distintos, aunque complementarios entre sí: el 
modo material, el eficiente, el formal y el final. Causa material es 
aquello de que está hecha la cosa en cuestión; aquello, por tanto, sin 
lo cual no existiría. El mármol es la causa material de la estatua. Causa
1. Me atengo a la enumeración canónica. No es la única en la obra de Aristóteles.
3 6 El problema del alma en la historia
eficiente, aquello en cuya virtud la cosa se produce; la acción del cin­
cel manejado por el escultor, en el caso de la estatua. Causa formal, 
la forma a que la causa eficiente da lugar; la efigie que la estatua 
muestra. Causa fina/, en fin, la significación y el sentido de las cau­
sas eficiente y formal: la veneración religiosa en el caso de una esta­
tua de Zeus, la admiración y el recuerdo en el de la efigie de un fi­
lósofo.
4. Movimiento. También con mentalidad ontológica -intelección de 
la realidad según el ser -define Aristóteles el movimiento: «Actuali­
dad de la potencia en tanto que potencia» (Phys. 201a 9-15), dice su 
célebre fórmula. Una cosa se mueve -más generalmente: varía- 
cuando está llegando a ser en acto lo que era y está siendo en poten­
cia. En consecuencia, el movimiento de las cosas sublunares puede 
adoptar cuatro modos diferentes: el sustancial, paso del no ser al ser 
(la generación de un ser vivo) y paso del ser al no ser (su muerte y su 
descomposición); el cualitativo (cambio en la cualidad de una cosa: 
el de la manzana, cuando pasa de ser verde a ser amarilla); el cuanti­
tativo (aumento o disminución de tamaño, incremento o decrc­
mento en la concentración de una sustancia disuelta); el local (des­
plazamiento en el espacio), el modo de cambiar una cosa al que la 
mecánica galileana y el lenguaje popular reductiva y únicamente lla­
man movimiento.
Apoyado en esta serie de conceptos, por igual ontológicos y cos­
mológicos, elaboró Aristóteles su idea del alma.
II. Realidad y actividad del alma
Mirada la concepción aristotélica del alma desde la historia del pen­
samiento filosófico ulterior a la innovación que el cristianismo intro­
dujo, hay que deslindar con cierto cuidado lo que en esa concepción 
es y no es el alma. 1
1. Qjié es y qué no es el alma. Dos definiciones ofrece el tratado aristo­
télico De anima: una perteneciente a lo que el alma hace, «es aquello 
por lo cual vivimos, sentimos y pensamos» (414a 12), y otra relativa 
a lo que el alma es, «la entelequia primera de un cuerpo físico que 
tiene vida en potencia» (412a 27); tal es el caso del organismo
El alma en Aristóteles 37
animal, en tanto que cuerpo perteneciente al cosmos. Atengámonos a 
esta última.
Dejando de lado, por el momento, el término «entelequia», y con­
siderando tan sólo la peculiar realidad del alma humana, conviene 
precisar brevemente lo que en este caso significan, dentro del pensa­
miento de Aristóteles, las expresiones «cuerpo físico» y «vida en po­
tencia». Cuerpo físico es la materia segunda de la realidad del hom­
bre, aquello de que materialmente su cuerpo está hecho. Y en tanto 
que propiedad del cuerpo físico, vida en potencia significa que ese 
cuerpo puede vivir, que naturalmente es capaz de vivir, pero que para 
vivir en acto -para existir de modo viviente- es necesaria la acción del 
alma como principio animador.
El alma es, pues, ente real y, en el sentido aristotélico de los dos tér­
minos, forma y entelequia. Ente real, no ente de razón, como pensa­
ron los que, siguiendo el pensamiento pitagórico, vieron el alma 
como la simple armonía de los elementos que componen el cuerpo. 
Forma y, más aún, entelequia, actividad propia de un cuerpo (estar 
siendo en acto: sintiendo, pensando, etc.) que si no existe para él im­
pedimento exterior (si el medio no se opone y a ello coopera) ejecuta 
plenamente la acción de vivir (logra su finalidad, su telos, y de ahí la 
estructura de la palabra entelequia), porque tiene en sí todo lo que 
para ello necesita. Consiguientemente, el alma humana es:
a. Forma sustancial -sustancia primera o específica y sustancia se­
gunda o individual; substantia, subiectum- de todos los accidentes del 
individuo en cuestión: cantidad, cualidad, relación, etc.
b. Principio y causa eficiente, formal y final de todo lo que al vivir 
hace el hombre, desde comer y digerir hasta pensar y querer. En vir­
tud del alma digerimos y pensamos, en el alma tiene su eidos nuestro 
ser y por ella tienen sentido en el cosmos todos nuestros movimientos 
(De an. 41 >b 8ss.).
c. El alma humana, en fin, es forma única. En el hombre no hay tres 
almas, cada una subordinada a la superior, como el Platón del Timeo 
parece afirmar; hay un alma única, dotada de tres facultades diferen­
tes, la vegetativa, la sensitiva o animal y la racional o humana. En ella 
tienen su causa tanto la nutrición como el pensamiento.
Es casi incomprensible la idea que de la función del cerebro tuvo 
Aristóteles. Cuando en el pensamiento griego era noción común la 
localización de las actividades psíquicas en el encéfalo -com o es sa­
3 8 El problema del alma en la historia
bido, ya en el siglo v i a'. C. la había descubierto y formulado Alcmeón 
de Crotona-, Aristóteles lo desconoce, y atribuye al cerebro no más 
que una función reguladora de la humedad y la temperatura. El re­
suelto cardiocentrismo de su fisiología le hace retroceder en este 
punto hasta la lejana y olvidada tradición homérica; «la región que ro­
dea al corazón -dice textualmente- es el principio de las sensaciones» 
(D epart. un. 656a 28). E11 cambio, contradiciendo a Anaxágoras, para 
quien el hombre es inteligente porque tiene manos, sostendrá que 
tiene manos porque es inteligente. Como toda su cosmología, la mor­
fología biológica de Aristóteles es rigurosamente teleológica: el cuerpo 
humano es como es y se forma como se forma para hacer lo que hace, y 
en el alma racional tiene su causa y su principio el telos, la finalidad de la 
estructura y los movimientos corporales del hombre.
Todo esto es para Aristóteles el alma humana. Alas no acabaríamos 
de entender la psicología aristotélica si no tuviésemos en cuenta lo 
que el alma no es en ella, contemplada esa psicología desde la que so­
bre su base se construyó en la Edad Media. Tanto para Aristóteles 
como para los medievales, el alma no es materia, aunque de la materia 
necesite para, actualizada por la forma, llegar a ser sustancia completa; 
como tal forma, el alma es incorporal e inmaterial. Pero, en claro con­
traste con la tesis del aristotelismo medieval, el alma humana no es es­
píritu, y en consecuencia no puede existir como «forma separada» de 
la corruptible materia segunda que informa y actualiza. En principio, 
pues, el hilemorfismo de Aristóteles se aparta netamente del dualismo 
antropológico de Platón. Pero tal apartamiento, ¿es radical? ¿Puede 
decirse que la antropología aristotélica haya dejado de ser dualista? Lo 
veremos. Y por otra parte: si en tanto que forma sustancial el alma no 
es materia, ni espíritu, ni mero ente de razón, ¿qué modo de realidad 
posee? Pregunta ésta extensible a todas las formas sustanciales del uni­
verso. Que yo sepa, nada dice a tal respecto la metafísica de Aristóte­
les. Interrogado el filósofo acerca del tema, acaso respondiese que la 
forma sustancial es en sí misma aínipma, enigma. 2
2. Pasemos a la segunda de las cuestiones propuestas: la actividad 
del alma, lo que el alma hace. Genéricamente, ya lo sabemos: el alma 
es causa y principio de cuanto el hombre hace; no sólo en tanto 
que ser pensante y volente, también como organismo que se nutre 
y siente.
El alma en Aristóteles 39
Aristóteles describe la actividad nutricional y generativa del alma 
humana en sus tratados De partibus animalium y D egenemtione ani- 
malium, y reserva al titulado De anima el estudio delas operaciones 
que nosotros solemos llamar anímicas o psíquicas: el conocimiento y 
el movimiento (no sólo el local, en tanto que consecutivo a la deci­
sión libre, también los que dan lugar a las «afecciones del alma», 
como el deseo y el placer).
Expondré sumariamente la psicología aristotélica del conocimien­
to; actividad en la cual se integran dos operaciones anímicas, la sensa­
ción, con la memoria y la imaginación como sus consecuencias inme­
diatas, y la intelección, el pensamiento propiamente dicho.
a. Para entender lo que para Aristóteles es la sensación es preciso 
distinguir previamente entre la sensibilidad, la facultad de recibir sen­
sorialmente la apariencia de las cosas, y lo sensible, en sus tres posibles 
modos: «sensible propio» o «particular» (tal color, tal sonido), «sensi­
ble común», que engloba muy diversas manifestaciones de lo sensible 
(movimiento, reposo, número, figura, magnitud) y «sensible por ac­
cidente» (la blancura como blancura de una cosa, y no como blancura 
en sí). En la percepción de los sensibles propios no hay error; lo hay en 
la de los sensibles comunes, y en mayor medida en la de los sensibles 
por accidente. La sensibilidad y lo sensible son potencias (modos de 
«poder ser») que se actualizan en un acto sintético y jerárquicamente 
superior, la sensación.
Cada uno de los diversos géneros de la sensación -los cinco de la 
enumeración tradicional- tiene su sede en el correspondiente órgano 
corporal: el ojo, el oído, etc. De ellos, dos, el tacto y el gusto, actúan 
por contacto directo entre la sensibilidad y lo sensible; los tres restan­
tes requieren para su actividad la existencia de un medio interpuesto 
(la vista, lo diáfano, la luz; el olfato, lo díosmon, la irradiación olorosa; 
el oído, lo diekhés, el aire resonante), y se hallan sometidos a la ley del 
mesotes o justo medio, la zona de la intensidad del estímulo en que 
más convenientemente actúan. El tacto, no, y esta es una de las razo­
nes por las que Aristóteles lo considera biológica y psicológicamente 
básico respecto de todos los demás. Conocer es primariamente «to­
car», tomar contacto con lo cognoscible, y secundariamente «ver».
La actividad de sentir humanamente no sería completa si sobre esos 
cinco sentidos no existiese un «sentido común» (koiné aísthesis, senso- 
rium commune), en cuya virtud se funden unitariamente las sensacio-
4 0 E l p r o b l e m a d e l a lm a e n l a h i s t o r i a
nes particulares y se tiene conciencia del hecho de sentir. Además de 
ver y oír, el sujeto sabe que ve y oye. El sentido común estaría locali­
zado en el corazón {De somno et vigilia, 455a 12SS.)
La psicología estoica (Posidonio) heredará de Aristóteles la tesis del 
alma única y, perfeccionando la idea platónica del myelós, localizará en 
tres presuntos ventrículos del cerebro las tres principales facultades 
psíquicas: la memorativa en el posterior, la cogitativa en el medio y la 
imaginativa en el anterior. El cristiano Nemesio de Emesa transmitirá 
esta doctrina a la Edad Media y el Renacimiento.
b. Consiste la memoria -facultad no estudiada por Aristóteles en 
De anima, sino en un tratado especial- en la retención duradera de la 
imagen sensible. Muchos animales comparten con el hombre el ejerci­
cio de esta facultad. Propia del hombre es la rememoración, cuyos re­
cursos son, preludiando las «leyes de la asociación» que formulará la 
psicología del siglo XIX, la semejanza, el contraste y la contigüidad. 
Junto con la memoria, la imaginación es la facultad del alma inmedia­
tamente superior a la sensación e intermediaria entre ella y el inte­
lecto. Consiste en una sensación liberada de su contenido particular y 
concreto; de lo inmediatamente visto y lo inmediatamente oído, en el 
caso de la visión y la audición. Pero, a diferencia de la memoria y la re­
memoración espontánea, la imaginación no es una facultad pasiva; 
lleva consigo cierta acción, que de algún modo anticipa la actividad 
puramente mental del intelecto.
3. La doctrina aristotélica del intelecto ha perdurado vigente hasta 
hoy mismo; por lo menos, entre los continuadores de la filosofía esco­
lástica. Consiste esencialmente en describir la conversión de las «espe­
cies sensibles», las impresiones que la percepción sensorial deja en el 
alma -por ejemplo: las imágenes caninas que la memoria conserva 
como consecuencia de ver un perro, y otro, y otro-, en «especies inte­
ligibles», ideas universales más o menos formalizadas en conceptos 
-la idea del perro que tienen, cultos o incultos, todos los hombres 
que han visto perros, y el concepto del perro que posee y formula el 
zoólogo-; tal es, para Aristóteles, la actividad propia de la inteligencia 
humana. Tres momentos, en consecuencia, deben ser distinguidos en 
la génesis de las especies inteligibles:
a. La sensación de lo individual concreto -este perro- obtenida por 
la fusión en el sensorio común de todas las sensaciones particulares a
E l a lm a e n A r i s t ó t e l e s 4 i
que ese individuo canino pueda dar lugar. Respecto de la formación 
de las especies inteligibles, la inteligencia es tanquam tabula rasa, 
como lámina de cera en la que nada hubiese grabado. La idea plató­
nica de la reminiscencia de ideas innatas como explicación psicológica 
del aprendizaje -recuérdese lo dicho en el capítulo precedente- es ta­
jantemente rechazada por Aristóteles. El problema planteado en el 
Menón debe ser resuelto de otro modo. La noción -si se quiere, la 
idea- está en potencia en la sensación, pero no es anterior a ella.
b. Para que la especie sensible se constituya formalmente como idea 
universal y concepto —para que el acto de conocer sea pensamiento 
propiamente dicho, y no meramente pensamiento discursivo-, es pre­
cisa la actividad del nous, del intelecto; actividad que lleva consigo dos 
operaciones sucesivas: la recepción de las «sensaciones comunes» pro­
ducidas por el sensorium commune (esto es lo que hace el nous patheti- 
kós, el intelecto en tanto que paciente o pasivo) y su consecutiva trans­
formación en especies inteligibles, ideas y conceptos universales, obra 
propia del nouspoietikós, intelecto activo o agente. ¿Dos funciones del 
nous cualitativamente distintas entre sí, o dos partes de él, por tanto 
del alma, cuya unicidad explícitamente afirma Aristóteles?
Necesariamente hay que inclinarse por este segundo término de la 
opción. El intelecto pasivo, dice Aristóteles, es forma de formas sensi­
bles, de imágenes, y en consecuencia tiene que estar unido al cuerpo, 
ser de algún modo corporal y perecedero. El nous patbetikós desapa­
rece con la muerte del individuo a que pertenece. Por contraste, el in­
telecto activo es forma pura y nada común tiene con el cuerpo. Como 
el alma platónica, es, pues, incorpóreo, separable de toda materia cor­
poral, inmutable, inmortal, eterno; «es, en definitiva, aquello por lo 
cual el hombre es un animal más divino que todos los restantes», el 
ente que en la realidad sublunar más se aproxima a la realidad de 
Dios, primer motor del universo y acto puro (De an. 430a 18). Lo cual 
obliga a Aristóteles a afirmar que el nous poietikós le llega al embrión 
humano «desde fuera», thyrathen (D e¿yen. an. 36b 27 y 737ab). Ese 
«fuera», ¿será la esfera más exterior del cosmos, cuya sutilísima mate­
ria es ingenerada e incorruptible, por tanto eterna? Parece lo más posi­
ble. El mus poietikós ¿será en definitiva «otro género de alma», como 
taxativamente se afirma en De anima (413b 27)?
De modo subrepticio y enigmático, el dualismo antropológico de 
Platón perdura en Aristóteles. En tanto que incorpóreo e imperece­
42 E l p r o b l e m a d e l a lm a e n l a h i s t o r i a
dero, el nouspoietikós es física y metafísicamente distinto de la materia 
del cuerpo. ¿Quiere esto decir que sea enteramente inmaterial? ¿Acaso 
no lo concibió Aristóteles -esta es al menos la opinión común de sus 
intérpretes -com o el más sutil entre todos ios modos de la materia 
cósmica? Dentro ciel problema que planteala genérica realidad de las 
formas sustanciales -salvo que no se las vea como entes reales, sino 
como construcciones mentales del Estagirita, por tanto como innece­
sarios entes de razón-, muy especial relieve muestra el de la realidad 
del nous poietikós, por un lado parte del alma y por otro «alma de otro 
género».
III. Conclusión
Cristianizada por los aristotélicos del siglo XIII, la psicología de Aris­
tóteles ha tenido un enorme influjo en la historia del pensamiento oc­
cidental. El próximo capítulo lo hará patente. Pero incluso dentro del 
resultado de esa tan influyente cristianización, suscita no pocas in­
terrogaciones de carácter histórico y crítico. Por lo menos, las si­
guientes:
1. a En primer lugar, la tocante a la consistencia real del nous poieti­
kós. Acabo de exponerla.
2. a Puesto que el término nous poietikós nombra una actividad gené­
ricamente humana, ¿es único para todos los hombres, como pensaron 
Alejandro de Afrodisia y Averroes, o se halla individualizado en la rea­
lidad de cada hombre? Y en este caso, ¿en qué consiste tal individuali­
zación?
3. a ¿Es verdaderamente convincente -sobre todo, si con los aristoté­
licos medievales se admite la condición intrínsecamente «espiritual» 
del nous poietikós- lo que Aristóteles dice acerca de la conversión de las 
especies sensibles en especies inteligibles?
4. a La presunta eviternidad del nous, ¿puede en el rigor de los térmi­
nos ser llamada inmortalidad, vida perdurable allende la muerte? El 
alma humana, ¿es en parte mortal, en cuanto nous pathetikós, y en 
parte inmortal, en cuanto nous poietikós':
Con todas estas interrogaciones tendrán que habérselas los aristoté­
licos de la Edad Media.
43
III
EL ALMA EN TOMÁS DE AQUINO
Desde los apologistas del siglo II , como San Justino y San Ireneo, 
hasta los filósofos del siglo XX, como Blondel y Zubiri, pasando por 
Clemente de Alejandría y Orígenes, San Agustín y San Anselmo, San 
Alberto Magno y Tomás de Aquino, Descartes y Leibniz, todos los 
cristianos que han reflexionado sobre la realidad del hombre, cuales­
quiera que hayan sido su punto de partida y su mentalidad, se han 
sentido íntimamente obligados a considerar presupuestos de su refle­
xión tres graves asertos, porque esencialmente pertenecen los tres al 
cuerpo de la fe cristiana: que el hombre fue creado por Dios a su ima­
gen y semejanza; que la vida del hombre no acaba con su muerte, es 
también vita venturi saeculi, según el Credo; que lo que vivirá perdu­
rablemente -exspecto resurrectionem mortuorum, dice la fórmula canó­
nica- es el hombre entero. Estas tres proposiciones nombran realida­
des o procesos en sí mismos misteriosos, y como tales racionalmente 
indemostrables. Lo más que puede hacerse es mostrar que esos asertos 
no son absurdos, que pueden ser razonablemente admitidos por la in­
teligencia, acaso para iluminarla; o como dicen los teólogos, que para 
los tres hay praeambula fid e i, hechos y razonamientos que de algún 
modo y en alguna medida los hacen admisibles por la razón. Lo cual 
exige, diría Platón, que en su proposición se junten la dialéctica (razo­
nes), la persuasión (el mito, platónicamente entendido) y el ejemplo 
(que quien las propone las haya incorporado a su vida).
Veamos cómo estos tres resultados se dieron en la doctrina de 
Santo Tomás de Aquino acerca del alma. I.
I. La visión cristiana del alma antes de Tomás de Aquino
Mirada a vista de pájaro, la teología de los primeros siglos del cristia­
nismo pasó de la cristología (en qué pudo consistir la realidad de 
Cristo) a la escatología (qué será del individuo humano después de su
44 E l p r o b le m a d e l a lm a e n l a h i s t o r i a
muerte). En ambos casos hubo, sin embargo, frente al notorio antiso- 
matismo de los gnósticos en los siglos I y II , una resuelta estimación 
teológica y filosófica del cuerpo humano.'
¿Qué es lo que se salva o se condena cuando el hombre muere, todo 
el hombre o sólo una parte de él? Tal fue la pregunta fundamental. 
Y la respuesta difirió según la mentalidad del respondiente fuese más 
bien platónica o -asentada sobre un deficiente conocimiento de Aris­
tóteles- más bien aristotélica.
Dualismo platónico hubo, sumo ejemplo, en Hugo de San Víctor. 
Para él no hay unión sustancial entre el alma y el cuerpo; si éste se 
salva es por obra de un especial beneficium creatoris. ¿En qué consiste, 
pues, la condición personal del hombre, en virtud de qué es el hom­
bre persona? ¿Sólo por el alma?
Cierto aristotelismo incipiente se descubre en otros. Gilberto de la 
Porrée ve en el hombre el resultado de la animación de un cuerpo por 
la incorporación de un alma. Persona es el hombre en cuerpo y alma, 
y la totalidad del ser humano es lo que tras la muerte resucita. Más 
próximo a Aristóteles se halla Guillermo de Auxerre: el alma es defi­
nida como «forma y perfección del hombre», y sin el cuerpo, en sí y 
por sí misma, no llega a ser persona.
El platonismo ponía en peligro la unidad del individuo humano; 
tomado a la letra, el aristotelismo hacía difícil dar razón filosófica de 
la inmortalidad y la espiritualidad del alma. La polémica entre uno y 
otro modo de entender la realidad del hombre era inevitable, y los in­
tentos de conciliarios, tal el de Pedro Lombardo, no fueron muy con­
vincentes. Dentro de ese dividido horizonte filosófico y teológico sur­
gió la figura de Tomás de Aquino.
II. La antropología del aristotelismo cristianizado
Alberto de Bollstádt, más tarde San Alberto Magno, dio el primer 
paso importante hacia la cristianización del pensamiento aristotélico. 
Su discípulo Tomás de Aquino dará el paso definitivo. La obra de la 
llamada Escuela de Traductores de Toledo y, sobre todo, la amplia 
versión latina de los textos aristotélicos que por encargo de Tomás
i. No poco se apartó de ella, más para mal que para bien, buena parte de la ascética 
cristiana de la Edad Media y el mundo moderno.
E l a lm a e n T o m á s d e A q u i n o 45
llevó a cabo Guillermo de Moerbeke, permitieron realizar tan impor­
tante hazaña.
El pensamiento de Aristóteles fue básico para alcanzar lo que To­
más de Aquino se proponía: dar razón filosófica de la fe cristiana, 
hacerla filosóficamente razonable. «El filósofo» por antonomasia es 
el Estagirita en la obra del gran teólogo. Mas no sólo teólogo, tam­
bién filósofo original fue el cristianizador de Aristóteles. Así lo de­
muestra la genialidad con que en su tiempo y para su tiempo supo 
armonizar entre sí toda una serie de saberes y actitudes: entre la fe 
y la ciencia, según lo que ésta era en el siglo XIII; entre el mundo 
espiritual y el mundo sensible; entre la realidad del sujeto que co­
noce y la realidad del objeto conocido; entre la inteligencia y la vo­
luntad; entre los fines del individuo y los fines de la sociedad; y, en 
lo que a nuestro tema concierne, la realidad y la naturaleza del 
alma, entre la psicología aristotélica y los postulados de la fe cris­
tiana.
La propuesta tomista se levanta sobre una tácita convicción: que el 
alma humana existe y que por esencia es espiritual. Dos no formula­
dos argumentos, obvios, al parecer, legitimarían esta convicción ini­
cial. Dice el primero: la inteligencia humana conoce especies inteligi­
bles, y por su carácter universal, éstas no pueden ser materiales; 
luego en la realidad del hombre hay algo no material. Conclusión 
explícitamente ratificada por el segundo argumento: el hombre 
siente y sabe que siente, piensa y sabe que piensa; y puesto que esta 
reflexión o retorsión de la mente sobre sí misma no la puede realizar 
la materia, el alma existe, y por su condición espiritual puede ser 
imagen y semejanza de Dios. Esto sentado, ¿cómo entender que un 
espíritu inmaterial e incorruptible puede ser principio de animación 
y actividad de un cuerpo material y corruptible? Y, por otra parte, 
¿cómo concebir la radical unidad y la evidente unicidad del indivi­
duo humano?
La respuesta de Tomás de Aquino puede ser condensada, con J.L. 
Ruiz de laPeña, en las siguientes tesis:
i .a El alma es, en el sentido aristotélico del término, «forma» del 
cuerpo. Toda la realidad del alma se agota en hacer vivir y actuar 
al cuerpo, en tanto que materia primera y segunda, y por tanto en 
constituir la sustancialidad del conjunto. Como forma del cuerpo, el 
alma realiza su esencia, su peculiar modo de ser espíritu, incorpo­
46 E l p r o b l e m a d e l a l m a e n l a h i s t o r i a
rándose al cuerpo, animándolo y comunicándole su ser. Las funcio­
nes del cuerpo son autorrealización del alma.
2.'1 El alma racional es la forma única del cuerpo: anima forma única 
corporis, dice enérgicamente Santo Tomás. No hay pluralidad de al­
mas. El alma racional asume y realiza humanamente las funciones ve­
getativas y animales del ser humano. «El hombre digiere como los ca­
ballos y piensa como los ángeles», dirá el dominicano y tomista fray 
Luis de Granada. No creo que a su hermano de Orden y maestro inte­
lectual hubiese complacido enteramente esta visión centáurica -ange- 
loequina, más bien- de la realidad del hombre. «El hombre digiere 
humanamente, no como los caballos, y piensa como tal hombre, no 
como los ángeles», le hubiese replicado.
3.3 El cuerpo del hombre es cuerpo humano sólo por ser materia in­
formada por el alma. El cadáver de un hombre no es un cuerpo hu­
mano, y el cuerpo no preexiste a la acción informante del alma. Decir 
cuerpo humano es decir alma.
4. a El alma no preexiste al cuerpo, mas, para su existencia, el cuerpo 
es condición de posibilidad. Ahora bien: como su ser no depende del 
cuerpo, es por esencia incorruptible; no preexiste al cuerpo, pero le 
postexiste.
5. a Tanto el alma como el cuerpo son sustancias incompletas; 
sólo en virtud de su unión sustancial constituyen una sustancia 
completa.
6. a En sí misma, y como espíritu informante, el alma no es per­
sona; persona es el hombre entero. Con su muerte, Cristo, que 
como persona era Dios y no hombre -su cuerpo viviente lo compo­
nían una persona divina y dos naturalezas, una divina y otra huma­
na-, no pasó a ser hombre muerto y dejó de ser persona humana, 
puesto que su naturaleza como hombre había perecido.
7. a Puesto que el cuerpo es por esencia corruptible, y el alma es 
por esencia incorruptible, la muerte es -tiene que ser- la separación 
del alma y el cuerpo. Tras la muerte y hasta la resurrección de la 
carne existe un alma separada, capaz de informar nueva materia para 
dar lugar al cuerpo glorioso o al cuerpo condenado.
No puede negarse sutileza y grandeza a la doctrina antropológi­
ca de Tomás de Aquino. Lo cual, vista desde el nivel de nuestro 
tiempo, no la exime de ser problemática. Hasta cinco problemas 
principales veo yo en su formulación:
E l a lm a e n T o m á s d e A q u in o 47
x,° La individuación ontológka y psicológica del individuo humano. So­
mática y psicológicamente, los hombres son distintos entre sí; «cada 
uno es cada uno», dice nuestro pueblo. ¿De qué depende el hecho de 
esa individualidad? No, por supuesto -piensa Santo Tomás-, de la ín­
dole de la forma sustancial del hombre, por tanto de su alma. La 
forma sustancial es de la especie, de «lo equino», en el caso del ca­
ballo, y de «lo humano», en el caso del hombre; de lo que todos los 
individuos son por ser hombres: humanamente inteligentes, libres, 
etc. Pero ¿de qué modo y en qué medida un individuo humano es in­
teligente y ejercita su libertad? La tan repetida fórmula tomista para 
definir el principio de individuación dice así: materia, signata quanti- 
tate\ la individualidad depende del modo y la medida con que la ma­
teria del individuo se halle diversamente cuantificada. Al caballo indi­
vidual le individualizan su talla, la proporción interna de su figura, la 
intensidad y el matiz de su color, su velocidad en la carrera, etc., y al 
individuo humano ser más alto o más bajo, más rubio o más moreno, 
más o menos. inteligente, más valiente o más cobarde, más joven 
o más viejo. Conclusión: puesto que la cantidad afecta a la materia, la 
individualidad depende del cuerpo, según lo que éste empezó a ser 
desde su concepción y llegó a ser en el curso de su vida extrauterina. El 
alma humana hace vivir y pensar; la índole del cuerpo hace que se viva 
de un modo o de otro y que se piense con mayor o menor inteligencia. 
Separándose de Santo Tomás, Escoto pensó que no sólo individualiza 
la materia corpórea, que también lo hace la forma corporis, el alma. En el 
individuo Pedro hay cierta petreitas, cierta peculiar forma Petri junto 
-o con- la forma hominis. ¿Qué pensar hoy acerca de todo esto?
2.° La conceptuación de la materia. Siguiendo fielmente a Aristóteles 
-a este respecto, la secuacidad es enteramente fiel-, Tomás de Aquino 
piensa que la materia es «pura potencia^ un «puro poder ser». La acti­
vidad específica de los diversos cuerpos vivientes -plantas, animales u 
hombres- depende exclusivamente de sus respectivas almas, princi­
pios y causas de ella. Pero la materia, incluso la materia primera, ¿no 
es de algún modo activa? Desde el hilemorfismo escolástico, así lo 
pensó Suárez; y desde fuera de él, mucho más radicalmente, Leibniz y 
casi toda la ciencia moderna.
3.0 La hominización del embrión. ¿Cuándo y cómo el fruto de la con­
cepción -óvulo fecundado o zigoto en el lenguaje actual- se convierte 
en individuo humano, si en sí mismo todavía no lo era?
4 8 E l p r o b le m a d e l a lm a e n l a h i s t o r i a
El tomismo originario pensó que, en el caso del hombre, el pro­
ducto de la concepción va siendo sucesivamente informado por un 
alma vegetativa (es un vegetal, en cuanto a su actividad), un alma sen­
sitiva (es ya un animal) y un alma racional (llega a ser un individuo hu­
mano); de tal manera, que cuando surge una de estas almas asume ín­
tegramente la actividad de la anterior. Dios crea ex nihilo el alma 
racional y espiritual de cada individuo -su forma sustancial- y la in­
funde en el cuerpo del embrión cuando la materia segunda de éste ya 
es idónea para recibirla. Tras el descubrimiento de la naturaleza celu­
lar de la fecundación, el tomismo reciente -m uy explícitamente en 
Gredt- se ha visto obligado a revisar este fragmento de la antropolo­
gía tomista: Dios infunde un alma espiritual en el producto de la con­
cepción tan pronto como éste se forma; desde que existe, el óvulo fe­
cundado es potencialmente hombre, es hombre en potencia. Con lo 
cual, y desde un punto de vista a la vez científico y filosófico, ¿queda 
satisfactoriamente resuelto el problema de la hominización del em­
brión humano?
4.0 La muerte y el alma separada. Puesto que el alma es en sí y por sí 
misma incorruptible, la muerte tiene que consistir, como ya apunté, 
en su separación del cuerpo; éste se corrompe y, como «forma sepa­
rada», el alma pervive, mejor, sigue existiendo, porque no se puede 
llamar «vida» a su problemática existencia. Entre la muerte del cuerpo 
y la resurrección de la carne, un «alma separada» es lo que queda del 
hombre.
Ante el problema de la muerte y el destino del alma, la ruptura con 
Aristóteles o una considerable modificación de su doctrina fueron 
inevitables. Es cierto que el nouspoietikós aristotélico, en tanto que in­
mortal y separable, perduraría tras la muerte, mas no el nous patbeti- 
kós; convicción ésta que obliga al Estagirita a pensar que acaso aquél 
sea, más que una parte del alma, «otro género de alma».
Para Tomás de Aquino, en cambio, tanto el intellectus agens como 
el intellectus passivus o possibilis, no son partes, sino actividades del 
alma entera, y de acuerdo con esta opinión entiende la intelección 
como formación de especies sensibles y conversión de éstas en espe­
cies inteligibles. El alma entera, no solamente el intelecto activo es lo 
que perdura tras la muerte, y -aunque en modo distinto del aristotéli­
co— esto es lo que obliga a considerar como un dualismo mitigado el 
hilemorfismo aristotélico y el aquiniano.
E l a lm a e n Tomás d e A q u in o 49
La presunta realidad

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