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prosas la orilla que se abisma - Jair Montes Uribe

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Centro de Publicaciones / Universidad Nacional del Litoral 
PROSAS 
Esta edición electrónica reproduce por escaneo la parte correspondiente a este poemario, 
de la monumental edición de las Obras Completas, realizada por el Departamento de 
Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral, hoy lamentablemente muy difícil, 
sino imposible, de hallar. Se ha dejado el número de página original para referencia 
en citas. 
Puesto que la sección de notas está al final de la poesía editada y antes de la inédita 
y la prosa, no sigue la secuencia de números de página. 
Los poemas de Juanele exigen una cuidadosa disposición en la página, tipografía, 
interlineados, a veces sangrados, cuestiones en la que el autor era minucioso y 
exigente; vaya por tanto todo el mérito que corresponde a esa gran obra que fue 
la edición de la UNL. 
Índice 
(se indica el número de página del papel, 
seguido del número de página en el pdf) 
Introducción 
Las Prosas del Poeta 
por María Teresa Gramuglio 989 (6) 
Los amiguitos 
El loquito 997 13) 
Leandro 1000 16) 
Un militante 1004 (20) 
El vagabundo 1007 (23) 
Luisa 1009 (25) 
Las calesitas (drama de los niños) 1011 (27) 
La dominación de los mayores 1013 (29) 
Aquel pájaro miraba 1014 (30) 
Gualeguay y su paisaje 1016 (32) 
En un tiempo y un lugar no muy lejanos 1018 (34) 
Paraná Etéreo 1020 (36) 
El otoño en Paraná 1022 (38) 
Niños, copas 1025 (41) 
No sirve para nada... 1027 (43) 
Oro de chañares y rosa de lapachos 1028 (44) 
Primavera de las colinas 1030 (46) 
Hace veinte años que me mira 1032 (48) 
Todas las despedidas son tristes? 1034 (50) 
Aquella mirada 1036 (52) 
Paraná: el otoño y la ciudad 1038 (54) 
La inundación 1042 (58) 
Comentarios 
En la Peña de Vértice 1047 (62) 
Mayo y la inteligencia argentina 1054 (69) 
Sobre la historia 1056 (71) 
Sobre Fábula encendida de Carlos 
Alberto Álvarez 1058 (73) 
Tierra y gente de Marcelino Román 1059 (74) 
Jean Cassou 1060 (75) 
Louis Aragón, uno de los mejores jefes de 
los "Maquis" 1062 (77) 
El tiempo de las Palabras Cruzadas 1064 (79) 
Dos poemas de Aragón 1066 (81) 
Sobre Hilarie Voronca 1067 (82) 
Dos revistas significativas 1068 (83) 
Algunas expresiones de la poesía 
entrerriana última 1069 (84) 
El paisaje en los últimos poetas 
entrerrianos 1072 (87) 
La poesía como desvelo o una actitud de 
la sensibilidad poética 1086 (101) 
El lector y el duende 1089 (104) 
Envíos 
Correspondencia 1097 (110) 
Notas autobiográficas 1102 (115) 
Solicitada 1104 (117) 
Notas 1105 (118) 
Las páginas faltantes son páginas en blanco, 
necesarias en una edición en papel, pero no en una digital. 
INTRODUCCIÓN 
Las Prosas del Poeta 
María Teresa Gramuglio 
I 
Los escritos en prosa de Juan L. Ortiz aquí reunidos pertenecen, en su mayoría, a la década 
del cuarenta. Con unas pocas excepciones (tres de los años treinta, otros tres en los cincuenta), 
coinciden con la primera etapa de la larga —y definitiva— radicación del autor en Paraná. Son 
los años de elaboración de El álamo y el viento y de El aire conmovido. Si el primero en estos 
libros marca, como creo, una inflexión significativa en el despliegue de la obra de Ortiz, en tanto 
en él se afianza una poética cuya búsqueda puede rastrearse desde los comienzos, tal vez no 
sea casual ni meramente anecdótico que ese movimiento se haya acompañado con una 
multiplicación de los modos de la escritura, como si se la interrogara o se la presionara desde 
registros más variados. Pero aun con las fuertes conexiones temáticas entre estas prosas y los 
poemas, aun con todo lo que revelan del hondo compromiso poético y social de Ortiz, ellas 
conservan cierto aire como de espacio de reflexión, o de banco de pruebas, para algo cuya 
realización más plena se persigue en la poesía. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con 
los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, o con las prosas de Darío en Azul..., estos textos 
de Ortiz, pese a todo el interés que suscitan, resultarían en verdad laterales a su idea poética 
central. Debido a esto, quedan algo lejos de alcanzar la intensidad estética que les confiere a 
sus poemas un lugar único en la poesía en lengua española de nuestro siglo. 
La misma escasez de las prosas, sumada a la concentración temporal, las hace aparecer 
transitorias y circunstanciales sobre el largo fluir de la obra poética. Aun cuando notemos que 
las últimas acompañan el progresivo afinamiento de los modos de la dicción y de la sintaxis que 
se percibe en los poemas, ellas se eclipsan, literalmente, ante el crecimiento deslumbrante de 
la poesía de Ortiz. En sus notas, Sergio Delgado, coordinador de esta edición, deja entrever la 
penuria, la dispersión y hasta el abandono de estos textos, a diferencia del obstinado seguimien-
to que hacía Ortiz de sus poemas, patente en las infinitas correcciones de los originales, en las 
conocidas exigencias tipográficas de sus ediciones —que hasta la publicación de En el aura del 
sauce fueron casi artesanales— y en las obsesivas "fe de erratas" que seguían a los libros 
publicados. "Es posible —escribe aquí Delgado— que las cartas, como los textos en prosa, 
hayan ido disminuyendo con el tiempo, a medida que Ortiz se concentra en su trabajo poético. 
Y es posible, también, que su correspondencia haya terminado siendo sólo libros y fe de erratas". 
Cualquiera sea la conjetura que arriesguemos al respecto, lo cierto es que Ortiz nunca reunió 
estos escritos, y que ellos quedaron, bien dispersos en dos diarios de provincia y en algunas 
otras publicaciones periódicas, bien inéditos. No dejó, sin embargo, de referirse a ellos, 
Juan L, Ortiz Obra Completa 990 
anunciando los posibles títulos con que los agruparía, como se puede ver en tres de las cuatro 
cartas que representan en este volumen su exigua correspondencia, 
"...cosillas que han ido quedando al margen —dice Ortiz en una de esas cartas— y que 
compondrían algo a llamarse probablemente Los Homenajes... Y no olvido aún las narraciones 
de Niños y bestias". A partir de referencias mínimas como ésta, Delgado reconstruye esos "libros" 
hipotéticos, distribuyendo las prosas en dos conjuntos: Los amiguitos (título que estaba entre 
los proyectados por Ortiz, según leemos en otra carta), en el que las narraciones alternan con 
otros textos de difícil clasificación, y los Comentarios, formado por artículos y conferencias 
referidos, en su mayor parte, a poetas y a poesía. 
II 
"Cosas de niños, de animales y de paisajes": el mismo Ortiz sugirió los "temas" recurrentes 
que trazarían las coordenadas del primer conjunto. Y de niños trata el primer relato, "El loquito", 
iniciando una breve serie que se continuaría con "Las calesitas", "La dominación de los mayores" 
y "Niños, copas". ¿Por qué los niños, qué serían los niños para Ortiz? Sabemos que en sus 
poemas son presencias que revisten múltiples funciones, tanto en el plano figurativo como en 
el de las significaciones. El "loquito" de este relato bien podría ser uno de los tantos descen-
dientes del muchacho de los poemas de Wordsworth, aquél que gritaba imitando el ulular de 
los búhos, aquél a quien la voz del torrente le llegaba hasta lo más profundo de su corazón. En 
la mejor tradición del mejor romanticismo, la infancia es concebida como un estadio de locura 
o desmesura anárquica, y los niños, esos "otros" de los adultos, como portadores de una gracia 
poética que los conecta sin mediaciones con "el mundo mágico" donde reina la unidad entre 
todas las criaturas. De ahí las amenazas inexorables que penden sobre el ser del niño, 
condensadas aquí en una imagen: "su almita se había contraído". Es, en otras palabras, el pasaje 
de una máxima disposición de libertad creadora a las constricciones del mundo adulto, el mundo 
de la "sangre pálida del conocimiento", que clausuraría, junto con la infancia, las expansiones 
de la imaginación. 
Es verdad que los niños activan los impulsos de la compasión y del amor por las criaturas 
pequeñas y desvalidas, tan característicos del universo afectivode Ortiz. Los niños, los niños 
pobres, los animalitos enfermos o abandonados, los niños cuyo único juguete es uno de esos 
animalitos: pese a lo que su sola mención haría temer, estos motivos se nos presentan exentos 
de todo patetismo sentimental. Por el contrario, y siempre en la estela de lo que acabo de llamar 
la mejor tradición romántica —la de los poetas que se nombran en el poema "22 de Junio" de 
El álamo y el viento— sostienen el núcleo quizá más poderoso de la poesía de Ortiz: la visión 
de una abolición de todas las divisiones, la de un encuentro de cada uno de los hombres consigo 
mismo, con los "otros", con las cosas y con la naturaleza toda. Una idea poética que, para 
nombrarla con una palabra tomada del léxico de Ortiz, llamaríamos de comunión, pensando, 
Prosas Introducción 991 
más allá de sus connotaciones religiosas y aun místicas, en los conjuntos semánticos sociales 
y políticos que ella anima. Leído desde esa perspectiva, "Niños, copas" —un texto, diriamos, de 
niños, de animales y de cosas—, nos revela, en las zonas más humildes de la experiencia 
cotidiana, esas intimidades o comuniones casi imperceptibles a las que se accede por las vías 
de la solidaridad y del amor. 
Las notas a estas prosas muestran bien, a través del registro del motivo de la mirada en 
"Aquel pájaro miraba", "Hace veinte años que me mira" y "Aquella mirada", la relación entre 
hombres y animales, así como la conexión de estos textos con el poema "Los mundos unidos...", 
uno de los que con más intensidad expresan la idea poética de abolir las divisiones. Cada ser, 
dice ese poema —el niño, el loco, el viejo, el enfermo, los animales y aun las cosas—, tiene su 
mundo, y "deberíamos cuidar su mundo, resguardarlo", o, como leemos en los versos finales, 
"envolverlos de un delicado respeto hasta que podamos penetrarlos/ y juntar tantas chispas en 
una gran llama fraternal que abrasará hasta las estrellas". Pero deberíamos cuidarnos nosotros, 
los lectores, de reducir estas visiones de unidad al encasillamiento de las interpretaciones en 
claves exclusivamente místicas o de dichosa bienaventuranza celebratoria: como en muchos 
poemas de Ortiz, las utopías de fusión de "Los mundos unidos..." derivan de una fuerte pulsión 
motivada por la percepción angustiada de la crueldad y de la injusticia social. No habremos de 
olvidar, entonces, el subtítulo que lleva el poema —"El Hospital Palma"— ni la insistencia, a 
partir de lo que se ve en el Hospital, en dos preguntas, casi obsesivas en los poemas de Ortiz 
cada vez que el yo poético accede a estados de plenitud en la naturaleza: "¿Es posible ver con 
ojos limpios, esto, / alejándose hasta el cielo en un azul dormido, / luego de ver 'aquello'?"... 
"Es posible que los hombres hayan hecho 'aquello'?"... Ni olvidaríamos, por último, el sesgo 
político que reviste aquí, como en tantos otros poemas, la esperanza: "Hay cosas horribles, y 
terribles, lo sé. / El horror sangriento en casi todo el planeta,/ pero atravesando el horror un 
alba aún pálida que avanza en las liberadoras bayonetas del Este". Si después de este rodeo 
volviéramos ahora a las prosas y a los niños, sería lícito sugerir que cuando Ortiz termina uno 
de estos textos preguntándose "¿Pero no serán los niños como el pueblo?", no estaría cediendo 
a los lugares comunes del más blando populismo acrítico, sino haciendo de "la dominación de 
los mayores" una metáfora política: una crítica de la dominación social. 
Aunque conserven las marcas de ese estilo suyo cuajado de alusiones, las críticas de la 
pobreza, de la desigualdad social y de la situación política resultan mucho más explícitas en 
estas prosas que en los poemas de Ortiz. En éstos, el efecto de levedad que resulta de los 
múltiples desplazamientos de la enunciación, de la ingravidez del universo lexical y figurativo, 
y de todos aquellos procedimientos que expanden casi hasta lo inconcebible las posibilidades 
de la lengua poética, construyen una de las más altas resoluciones para la siempre tensa relación 
entre poesía y política. Los relatos de Los amiguitos, como "Leandro", "El vagabundo" y "Luisa" 
están, en cambio, más próximos a las soluciones convencionales de la narrativa social, mientras 
que textos del tipo de "Paraná Etéreo" —escrito, al parecer, con motivo de la instalación de una 
Juan L, Ortiz Obra Completa 992 
estación de radio en Paraná—, con su contraposición entre la ligereza del "éter" y la pesadez 
de las " 'cadenas' de las voces castrenses", resultan apenas ejercicios irónicos de crítica política 
y cultural. No obstante esta visible diferencia, múltiples hilos ligan estas prosas con los poemas, 
y en ellos podemos leer, transformadas y como aligeradas, sus huellas. Así, en el poema 
"Gualeguay", de La brisa profunda, volveremos a encontrarnos con el protagonista de "Un 
militante", multiplicado en todos aquellos que llegaban a difundir el "evangelio" revolucionario 
"...con una luz de 'misión' y sobre los camiones ocasionales/ y sobre los techos de los trenes 
de carga y a pie..." 
Los textos de Los amiguitos referidos al paisaje son tal vez los que revelan con mayor claridad 
las significaciones sociales de las visiones cósmicas y utópicas de Ortiz. Se podrá advertir en 
ellos un verdadero uso político de las estaciones del año: el "ardor de liberación" de un otoño 
"lleno de marsellesas"; la "primavera de civilidad", esa hoy algo enigmática "primavera unitaria" 
que anticipa "la otra unidad, la unidad con la tierra y con el hombre, desde hace tanto tiempo 
rota"; el invierno opresivo que, como la inundación, será siempre más cruel con los pobres hasta 
que "pasemos a muy otras relaciones, a las que recién serán humanas...". Y si las utopías, 
convocadas en algún caso por el paisaje urbano, como en "Paraná, el otoño y la ciudad", anudan 
francamente sus dimensiones órficas con las sociales, hasta fundirse "en una nueva 'Edad de 
Oro' para la dignidad mejor del ser... [...] ...en el camino de vencer finalmente, bajo las especies 
recién reales de la comunión, todos los terrores", en el paisaje fluvial de "La inundación" toman 
la forma de una radiante transformación sansimoniana de la naturaleza por la técnica, para 
"hacer de la fiera cósmica un dócil niño casi mágico". Estos rasgos tan visibles en las prosas de 
Los amiguitos parecerían estar advirtiendo, contra cualquier abandono a las complacencias de 
lo inefable, la alta exigencia ética de las comuniones y celebraciones de Ortiz, ya que ellas 
arraigan en el suelo de unas convicciones que llaman a instaurar, desde la "intemperie sin fin" 
en que los hombres se ven arrojados, ese mundo en que la acción pudiera llegar a ser, alguna 
vez, hermana del sueño. 
III 
Cuando los buenos poetas escriben sobre otros poetas y sobre poesía, escriben, al mismo 
tiempo, acerca de sí mismos. A través de sus comentarios críticos y de las elecciones que 
realizan, ofrecen un lugar privilegiado para captar las reflexiones sobre la propia poética y la 
construcción de los sistemas y tradiciones literarios a que se sienten pertenecer. Esto es lo que 
ocurre con las prosas de Ortiz reunidas en los Comentarios. 
Unos pocos de los Comentarios están dedicados a poetas extranjeros: uno al rumano Hilarie 
[sic] Voronca, uno a Jean Cassou y tres a Louis Aragón. Las vetas de la herencia romántica en 
Voronca, la muerte de Cassou a manos de los nazis y la lucha de Aragón en el maquis ponen 
de manifiesto la común orientación de estas elecciones. Y se podrá ver que en la autobiografía 
Prosas Introducción 993 
de 1941 Ortiz ya había anticipado su afinidad con Cassou, en la creencia de que el destino de 
la poesía está ligado a la necesidad de transformar el mundo, precisamente para que ella, la 
poesía, pueda ser vivida por todos. Esta idea de la poesía, presente de un modo tan explícito en 
el relato "Un militante", está profundamente incrustada en los poemas de Ortiz, y bien podría 
ser vista como la idea poética central a cuyo alrededor giran las otras, en variadísimasrealizaciones. 
Los comentarios sobre poetas argentinos podrían resumirse en el título "El paisaje en la 
poesía entrerriana". Ponen en primer plano el núcleo quizá más significativo de la poesía de 
Ortiz, núcleo que todavía espera lecturas más atentas a sus reverberos de la filosofía de la 
naturaleza: el del paisaje. Se refieren a un paisaje específico, el de Entre Ríos, y el sistema de 
elecciones recorta solamente nombres de poetas entrerrianos de desigual perduración: Cha-
brillón, Villanueva, Román, Álvarez, Mastronardi, Sola, Manauta... Si por un lado esto podría 
ser visto como una réplica de la misma excentricidad de Ortiz en la literatura argentina, por el 
otro parece claro que sólo su conocida cortesía impide a Ortiz colocarse en el centro de ese 
peculiar subsistema que construye a contrapelo de cualquier ordenamiento más o menos 
canónico. Pues en todos y cada uno de los poetas que comenta, en los tonos elegiacos ("lo 
provincial tiene siempre algo que ver con la elegía"), en las dicciones delicadas y despojadas 
de pesadeces decorativas o retóricas, Ortiz busca —y encuentra—, con antenitas muy sutiles, 
las huellas, ya premonitorias, ya sucesivas, de su propio paisaje: el de las fusiones intensas que 
ponen a la poesía "en contacto con un mundo en que todas, todas las cosas están relacionadas". 
Dos de estos textos se separan cronológicamente del tramo central: "En la Peña de Vértice", 
una conferencia de 1934, y "El lector y el duende", de 1959. Ambos resultan elocuentes como 
registros de un modo de vivir la poesía de singular fidelidad y al mismo tiempo de notable 
complejización. El primero, cuyo tema manifiesto es el de la idea de "coherencia lírica", 
condensa aspectos esenciales de la estética y de la poética de Ortiz: la índole simbólica de la 
poesía, por la cual toda ella sería un impulso hacia la unidad y una verdadera búsqueda de lo 
absoluto; la lógica secreta de los procedimientos, que lleva, por sucesivos despojamientos, a un 
centro vital del poema desde el que irradian sus múltiples significaciones, construyendo un 
orden propio que se corresponde, ineludiblemente, con el del cosmos. 
Hay, en esta conferencia temprana de Ortiz, un verdadero elogio de la forma dialógica: "...la 
gracia flexible de la auténtica conversación, en que nadie se destaca ante los demás y en que 
colaboran todos en una suerte de melodía viva de sugerencias en que ni la voz, ni la palabra, ni 
la frase, se cierra, porque no cabe una expresión neta, concluida, de nada". Se enuncia así, casi 
programáticamente, cierta cualidad ética del dialogismo, aquel "cuidado" y aquella apertura 
hacia el otro que trasuntan los poemas, con su correlato formal de procedimientos que buscan 
atenuar la dominación de la voz mayor del yo poético. Veinticinco años después, encontramos 
la fidelidad a esa forma en "El lector y el duende", un texto que, en la misma dirección que la 
poesía de Ortiz, se torna enigmático a fuerza de prodigar las alusiones y ramificar la sintaxis. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 994 
Ortiz comenta allí, uno por uno, los poemas de Indio de carga (otra elección por cierto 
significativa: un libro de poesía social; un libro de un poeta provinciano publicado por una 
editorial de provincia), con plena conciencia de que se ha entregado al juego de traducir a las 
suyas las imágenes de otro. Y despliega luego sus apreciaciones sobre las filiaciones y la eficacia 
poética de esa poesía como "discutiendo" con su diablillo interior, multiplicando las formas 
interrogativas, disyuntivas, dubitativas, potenciales, y negando, finalmente, cualquier "ciencia" 
que pudiera disecar bajo fallos seguros la singularidad irreductible de cada poema. 
Nada más lejos, entonces, de este estilo hecho de cortesías delicadas, que la contundencia 
de los manifiestos. Pero quisiera llamar la atención, para concluir esta presentación de las 
prosas, sobre un texto al cual, aun con su dicción siempre como de tanteos, podríamos revestir 
de ese carácter. Emblemáticamente, no conocemos hasta ahora la fecha de su escritura. Quizá 
también emblemáticamente, fue publicado en 1969. Es "La poesía como desvelo o una actitud 
de la sensibilidad poética". Ortiz traza allí un cuadro singularmente agudo de las principales 
posiciones en el campo de la poesía, que incluye la suya propia. No casualmente, lo abre con 
una cita de Shelley: otra vez la tradición romántica de la pasión por la libertad, junto a la 
advertencia contra el abandono complaciente a las dulzuras de la vida, de la naturaleza o del 
paisaje. Es la "defensa de la poesía" en nombre de una idea de la poesía como responsabilidad 
amorosa hacia los otros, tanto hacia las "criaturas de nuestra misma especie, dividida consigo 
misma, dividida con su hermana y dividida con el mundo", como hacia las cosas todas de este 
mundo, "que van desde la piedra hasta las estrellas". 
Los amiguitos 
Cosas de niños, de animales y 
de paisajes 
Prosas Los amiguitos 997 
El loquito 
E r a un haz de impulsos que se disparaban a la menor incitación. ¿Qué incitaciones sentía? 
Nada exteriormente le incitaba a la acción. La más perfecta armonía en torno. Calma traspasada 
de sol. ¿Calma? Manchas luminosas temblaban debajo del emparrado, los pájaros cantaban, la 
luz jugaba arriba. ¿Obraba esto, o era una idea repentina, o una sensación imaginaria, o el 
impulso profundo de las corrientes de su misma vitalidad? El caso era que rara vez podía estarse 
quieto. Un "petit sauvage". Sólo los cuentos que la madre inventaba para él conseguían 
aquietarlo un poco, en una especie de abstracción soñadora. Un momento nomás. 
Esta vidita anárquica tenía que chocar con todo. Tranquilidad doméstica, limpieza doméstica 
fueron muros contra los cuales hubo de darse su alegría desordenada y ruidosa, su genialidad 
creadora, y de los cuales se disparaba una palma punitiva que lo dejaba desconcertado un breve 
instante. Pues, en seguida, se estrellaba nuevamente con el mismo resultado. 
También fue un cerco la tranquilidad vecinal, con consecuencias dobles, ya que a la furia 
llena de amenazas de la viejecita por la casa apedreada o el hijo golpeado, se sumaba siempre 
la mano maternal, con una retahila ya más inocua de consejos, de gestos y de voces desorien-
tadas que resbalaban por su ligero dolor físico. 
Tal tranquilidad no reaccionaba siempre de la misma manera. Eran las alarmas de las señoras 
por el barullo que armaba en la calle, o ante sus gritos destemplados, sus carreras vertiginosas, 
interrumpidas de abrazos furiosos o de tirones imprevistos al guardapolvo de sus compañeros, 
alarmas que por cierto no le tocaban pero que oídas por los muchachos se concretaba a través 
de éstos con un apodo que acaso hubo de halagar su vanidad: "el loquito", palabras con que 
todo el barrio infantil quiso herirlo luego, en una especie de confabulación que se manifestaba 
con motivo de su más leve travesura o de su simple crudeza verbal. Los padres se preocupaban 
por esta hostilidad, ya que querían cuidar sus relaciones y por las consecuencias serias que 
podría acarrear a la criatura. Se proponían entonces normalizarlo, atraerlo al común nivel 
infantil, de noche, cuando se disponía a dormir. (Palabras prudentes que sonaban lejanas de su 
curiosidad interrogadora, curiosidad que cortaba de pronto ese curso de ética con preguntas 
sobre el mundo, sobre Dios, o que constituían el monótono compás del desvanecimiento lento 
de alguna visión: la cola de alguna lagartija que temblaba aún cortada, unos huevecitos de pájaro 
que, puestos en un jarro de agua, no se sumergían como sus compañeros...). 
Y hacían esfuerzos por explicarse la violencia de su hijo a la luz de algunas teorías científicas. 
La mañana renovaba el mismo ímpetu, los mismos choques, los mismos castigos. En cuanto 
se levantaba, para asustar al gato o a la perra, prorrumpía en gritos desgarrados. 
Pero no estaba hecho sólo de violencia. Tenía gustos delicados como el de cortar flores para 
regalar a sus amiguitas o para colocaren el florero del escritorio de su papá, elogiando con un 
énfasis lleno de gracia los colores rientes de ellas. Y centro del menudo corro, la boquita redonda 
de emoción narrativa, recreaba para sus amigos las imaginaciones con que le había encantado 
su mamá. Su figurita, ardida y nerviosa, se erguía sobre el pequeño auditorio, vuelto de pronto 
un círculo de ojos agrandados. Las palabras que él decía no se las había oído ni a sus padres. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 998 
Ensayaron los de él un cambio de ambiente, aunque fuera por breves días, a ver qué 
reacciones se producían en la criatura. El mismo desparpajo entre las mil curiosidades de la 
capital. Las mismas carreras impetuosas en el estrecho patio del departamento, los mismos 
gritos, las mismas peleas con los chicos de al lado. Era, realmente, "incorregible". La más sutil 
pedagogía hubiera fallado en él. Los modos más suavemente tortuosos eran perfectamente 
vanos para reducir o canalizar aquel exceso vital, desde que explotaba al fin en otra forma más 
simpática, por más confortable, para la cordura mayor, pero de igual intensidad alocada. 
El pobrecito, sintiéndose dueño del mundo, empezó a sospechar que estaba éste todo 
acotado y guardado. Un paso que daba y ¡paf! se estrellaba contra la pared. ¡Y qué hermoso era 
el mundo! ¡Qué colorido, qué misterioso! Todos los días hacía descubrimientos. Su cuerpecito 
vibraba a cada contacto. Sus pies, por ejemplo, tenían una sensibilidad especial; apreciaban las 
más fugaces "nuances" táctiles. 
Tibieza delicada de la tierra en octubre, con la pátina final ¿de qué matiz? Sus ojos no podían 
precisarlo, pues fluía como la arena entre sus dedos. Las sensaciones de la tierra eran más 
francas, más puras que las del pasto, complicadas, insinuantes. Y él sentía sin aquel corazón, 
sin aquel rostro ingenuo, y no desconocía, por cierto, las finuras del sentimiento. Pero a la vuelta 
de esas experiencias estaba ¡ay! la reprimenda maternal confirmada por la habitual cachetada 
en razón de haberse descalzado e ido a los sitios vecinos "llenos de bichos y de vidrios". La 
misma que le esperaba si no resistía a la tentación de meterse en el agua de la calle vecina, 
cuando llovía, para sentir hasta la rodilla el impulso delicioso de la corriente florecida de espuma 
y alegre de barquitos de papel, y la que le aguardaba fatalmente cuando descendía del naranjo 
enorme de la casa, desde donde había imperado entre una muchedumbre de hojas y una huida 
de gorriones. 
¿Cómo, si el mundo mágico era de él, no se le permitía gozarlo? ¿Por qué a cada intento suyo 
de tomar posesión de sus cosas aparecía siempre un rostro enojado y una mano airada? 
Con una rebelión ya germinando, el encierro y la vigilancia le forzaban a juegos pacíficos. 
Por un momento poseíale la gracia creadora. De sus manecitas inspiradas salían objetos de 
papel húmedos de aguas multicolores que él extendía igual que una aurora recién despierta: 
aeroplanos, barquitos cuyas piezas unía con alfileres, y algo que era un erizamiento de papeles 
de tintas torvas, sombrías y que estaba destinado a "asustar al gatito". O bien era el prodigio de 
un "ferryboat" hecho con un tarro, unos papeles, unos pedazos de piolín y un palito, tembloroso 
todo él de banderitas por un agua alborotada que querían dominar las pitadas... Pero se 
disparaba luego como una flecha hacia el fondo de la casa o ganaba la calle en busca de mayor 
espacio. Y a fe que la actividad que se desplegaba lo resarcía de la retención física sufrida. Ardía, 
podría decirse, si la bienaventuranza admitiese fuego, en el paraíso de la acción, alimentada de 
sí misma, vuelto una llama que se multiplicaba, que quería abrazarlo todo en su frenesí 
fulgurante... Porque después de esto era el suyo el aspecto de un ángel caído, lastimosamente 
azorado entre los rigores de la tierra, bajo el peso de una culpa que él no llegaba a explicarse. 
Daba pena ver sus ojitos verdes, color de uva, que habían llorado, agrandados de sorpresa 
dolorosa, y sus labios, gruesecitos, caídos en un gesto doliente. 
¿Era malo el correr vertiginosamente? ¿Era malo el saltar agitando los brazos? ¿Era malo el 
gritar desgarradamente? Recordaba el campo que había conocido. Allá, es cierto, había más 
Prosas Los amiguitos 999 
espacio. Pero no le permitían alejarse solo con el fox-terrier de la estanzuela. Su padre lo seguía 
"para cuidarlo". ¿Por qué había peligros en la felicidad? Si él no veía más que pájaros y vacas 
pacíficas. ¡Qué delicioso darse vueltas en el alfalfar! ¡O tenderse a la sombra de un espinillo 
mientras el perrito, medio metido en una cueva, resoplaba de ahínco y de venganza hacia la 
vizcacha que le había ensangrentado el hocico! El quería el campo, sí, pero sin papá y sin mamá, 
a la hora en que la mañana empezaba a fermentar igual que un mosto verde y azul, para hundirse 
en ella, lejos de las casas, con la única compañía del "chivito". No obstante, y a pesar de las 
prohibiciones de correr los pavos, sus placeres, sus experiencias campesinas, fueron riquísimas 
y constituían sus más rientes recuerdos. ¿Por qué no vivía en el campo? Allí, al menos, tenía 
cierta ilusión de libertad, aunque es cierto que por aparecer ésta más tentadora las limitaciones 
aparecían tanto más odiosas. ¿Por qué en todos los lugares encontraba tiranos? ¿Por qué no 
podía beber del agua rutilante que saltaba cerca de él en todas partes? ¿Por qué la tortura de la 
sed al lado mismo de la frescura irisada? 
Aquella mañana no estaba enfermo. Un pensamiento había madurado en su cabecita de seis 
años y medio. Comprendía. Súbitamente su almita se había contraído. No estaba enfermo. Su 
madre se inquietaba tomándole la temperatura. ¿Qué le pasaba a su hijito? Le acariciaba los 
cabellos y le miraba a los ojos, que él bajaba con cierto pudor reciente. Del desgarramiento 
interior, así que su mamá se hubo alejado, brotaron lágrimas, sangre pálida del conocimiento, 
que no refrescaron su rostro como las que le arrancara el dolor físico, sino que lo esculpieron 
marcando sobre todo la frente y el entrecejo. ¡Adiós alegría turbulenta, e ímpetu desorbitado 
que quisieron arrollar el mundo! Pisaba en el dominio de los hombres, descubierto de 
improviso, como a una claridad siniestra, en todo su erizamiento de organizaciones, de 
egoísmos pequeños y codiciados, sin ninguna gracia, sin ninguna imaginación. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1000 
Leandro 
.Tintes del lucero Leandro debía estar en pie para ir en busca de los caballos. ¡Cómo le hubiera 
gustado, a veces, quedarse un rato más en la "cama" constituida por algunos aperos de montura 
en el galpón no muy bien oliente! Entonces envidiaba la suerte de sus compañeros que podían 
darse el lujo de una media hora más de sueño. Roncaban ellos en una pesadez de muerte que 
a Leandro se le antojaba la dicha. Pero se sobreponía a la dulce influencia del sueño ruidoso y 
medio vestido ya erguíase de un golpe sobre el tibio cojinillo. Iba a la cocina y avivaba las brasas 
del tronco del fogón sobre el que había dejado una "pava". Preparaba el mate. Tomaba dos o 
tres apurados, y a buscar el caballo, su caballito tan querido, al que acariciaba un momento. Era 
de él, sí, el sensible animal que ahora galopaba hacia el potrero en la noche del campo. De él, 
aunque pertenecía a la Estancia. De él que lo había identificado en un misterioso cambio de 
sutiles simpatías. Sobre el caballo le parecía flotar en la sombra con un mecimiento delicioso 
ritmado por el golpe de los remos del animal, que terminaba por evaporar los restos de su 
pereza. Traía los caballos y después las vacas para ordeñar. El también ordeñaba. Casi le gustaba 
ordeñar. Sentía un vago cariño hacia una de las vacas, una blanca que lo distinguía, por cierto, 
entre todos los ordeñadores, con signos que apreciaba y agradecía. Le gustaba ordeñar en el 
cuadro alegre del tambo, vapores de la tierra, de los animales, de las boñigas, de los orines, que 
hacían como una dulce nube luminosa en medio de la cuallos hombres acuclillados y los 
animales pintados parecían como suspendidos en una niebla paradisíaca de égloga. Sentía 
gozosamente que el tambo estaba alegre en ese momento. Luego era la llevada de las vacas y 
el baldeo interminable con ese balde volcador odioso, pesado, que hacía sufrir tanto a su caballo. 
El sufría con el caballo. ¿No habrán inventado algo los "ingleses" —se preguntaba— para librar 
a las pobres bestias de un trabajo tan pesado y al hombre de una tarea tan aburrida y dolorosa 
por sentimiento compasivo hacia las mismas? La recorrida del campo enseguida del almuerzo 
constituía para él un trabajo más liviano y hasta con algún encanto. Se acercaba al arroyo 
escondido entre el monte con el pretexto de dar de beber al animal, y allí sentía cosas extrañas 
ante esa gracia ondulante y encajonada en que temblaban algunas flores y huían ramas y follajes. 
Cosas extrañas sentía mirando correr el agua. Pero el capataz vigilaba y era necesario hurtarse 
al encanto. Había que cuidar de las aves de la estancia. Había que limpiar los gallineros, renovar 
el agua de los mismos. Había que llevar y buscar la correspondencia y luego traer las vacas para 
el ordeñe vespertino. Este no le gustaba como el matinal. El campo se iba llenando de sombras 
largas. Y los cantos como atenuados y lejanos, los balidos perdidos, hacían como un intermitente 
y discreto subrayado musical a la gran soledad amarilla que el grupo manso de las vacas y los 
gestos pausados y silenciosos de los hombres acentuaba aún más. No le gustaba porque le 
parecía demasiado triste. Sus quince años cansados —desde los ocho servía en la Estancia— 
no resistían al hechizo de la tristeza campesina. La jornada había sido larga, además. Desde la 
madrugada estaba en pie y activo. El campo ya sombrío con las primeras tímidas estrellas y el 
grito de las lechuzas, le aliviaba, sin embargo. Esta hora casi le gustaba, detrás de las vacas y 
la tropilla, rumbo al "piquete". Hasta silbaba una cancioncilla. El galope de regreso sobre los 
Prosas Los amiguitos 1001 
húmedos pastos nocturnos. Y luego la alegría de la cocina ya llena de peones circulando el mate 
aperitivo, mientras el churrasco se doraba: alegría breve pues su cuerpo no resistía mucho la 
sobremesa a veces picante a su costa. Debía ganar pronto el galpón. El galpón era el sueño. El 
galpón era la nada. El galpón era la dicha total. Sonriendo medio dormido a las últimas bromas, 
tomaba el farol y se dirigía allí. 
* * * 
El domingo había ido a visitar a su madre. Hacía tres días que ésta se había quedado sin "su 
hombre", un hombre hecho a todas las durezas de su oficio, pero al cual una bronconeumonía 
contraída en una madrugada lluviosa en que engripado debiera salir con la hacienda, a pesar 
de todas sus protestas, hubo de llevarlo. Su madre había quedado con una criatura de tres años. 
¡Cómo sufrió al verla enlutada y tan sola en el monte con su hijito! ¡Qué desolación! Hasta el 
perro parecía contagiado de la tristeza silenciosa. Además el lugar no era nada alegre a pesar 
de los árboles pues casi todos ostentaban una desesperación de ramas secas que se multiplica-
ban hasta el confín como una árida pesadilla que el crepúsculo hacía más terrible. 
¿Qué haría ahora su madre? ¿Recibiría ayuda de la Estancia? Tenía poca confianza. ¿Y los 
amigos del finado y la gente de los alrededores? Eran tan pobres todos, leñadores que trabajaban 
de sol a sol para la sola proveduría. Debía ayudar a su madre. Pero sería tan mezquina su ayuda 
con sus 15 mensuales. Debía indudablemente pedir aumento. En el almacén algunos peones 
que habían andado por la "otra provincia" hablaban precisamente de "derechos". ¿Pero cómo 
abordaría al capataz? Volvióse al almacén y pidió "una cañita". Esa misma noche hablaría al 
capataz, y si no accedía iríase a otra parte por un trabajo mejor remunerado. Ah, la madre y el 
pequeño. Ya ella, allí cerca había buscado trabajo, sin encontrarlo. ¡El hermanito silencioso que 
comía barro! Esa noche hablaría al capataz. ¿Qué iba a hacer con 15 pesos? Llegó cuando el 
capataz se disponía a cenar. 
—¿Qué querés? ¿Por qué has demorado tanto? ¿No conocés tus obligaciones? 
—Pero, señor. ¡Mi madre estaba tan sola! No podía dejarla enseguida. Mi madre ha quedado 
en la miseria. Tengo que ayudar a mi madre, ¿sabe? Con 15, no lo puedo hacer. Vengo a pedir 
un aumento. 
—Muy bien. Tras de venir tarde, aumento, muchacho atrevido. Velo al administrador. 
—¿Pero me recibirá a estas horas? 
—Andá nomás. 
Leandro se dirigió a la pieza del administrador. 
—¿Qué te ocurre, che? 
—Señor, yo tengo que ayudar a mi madre. Quedó viuda y tiene un hijo. No ha encontrado 
trabajo. Podría usted aumentarme el sueldo? 
—¿Con que ésa tenemos? ¿No comés aquí? ¿Qué hacés con tu plata? 
—No me queda nada, señor. Alpargatas, ropas, tabaco. Pregúnteselo al proveedor. 
—¡Ah, sí! No fumés. Sos bastante chico para eso. 
—Pero yo fumo poco. La ropa es cara y las alpargatas son caras. 
—No podemos aumentarte, che. Los negocios andan mal. Andá dormí. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1002 
Leandro fuese a la cocina. Ya no había comida. No hubiera podido tragar nada, tampoco. No 
tenía tabaco pero pidió un poco y se dirigió al galpón. El farol alumbraba todavía. Algunos peones 
roncaban. Se tiró sobre el cuero y lio un cigarrillo. Esperó que vinieran los otros y él mismo 
apagó la luz. ¿Qué hacer? Sí, mañana pediría "la cuenta". ¿No estaría en deuda? Mañana mismo 
abandonaría la Estancia e iríase a buscar trabajo. ¿A dónde ir? El encontraría trabajo mejor 
pagado para ayudar a su madre. ¿Pero en qué ir si no tenía caballo? El "soguero" no era suyo. 
Ah, el "soguero". ¡Cómo lo quería! ¡Cómo se identificaba con él en las madrugadas de garúa 
helada y de viento cortante! 
—Fuerte, mi querido —solía decirle cuando el animal llegaba a estremecerse contra el viento 
sur—. Fuerte, yo siento agujas en la cara, en las orejas, en las manos, pero llegaremos al potrero. 
El caballo respiraba fuerte bajo los látigos mojados, como tomando ánimos. Sí, en esa lucha 
contra el frío y el agua eran uno solo. El no quería sólo al "soguero". Quería a las vacas, quería 
a los perros, quería al monte con el arroyo. Los recuerdos de éstos se precisaban ahora con un 
encanto desconocido. Amaneceres del verano del potrero, en un azul mojado, bajo las últimas 
estrellas. La luz luego con los teros y el rocío, |el rocío! Y los atardeceres larguísimos en que 
regresaba al paso entre los chillidos de las lechuzas y el numeroso fosforecer de las luciérnagas. 
Entonces cantaba, silbaba, se callaba de repente lleno de una cosa extraña ante la misteriosa 
presencia dorada que llenaba todavía el cielo occidental. 
Y las siestas en el monte llenas de bordoneos o de silencios en que creía ver aparecer algo 
—no sabía qué— que surgiría del arroyo o de las ramas o de las flores. Y las mañanas heladas 
y el cielo limpidísimo sobre la hondonada con aquel grupo de árboles. Las mañanas de helada, 
tan cristalinas, cuando llevaba las vacas al potrero. Y la llegada de noche a la cocina cuando el 
fuego ardía con tan mágica alegría en medio del círculo de los peones y el mate cordial. ¡Ah, la 
cocina! Era el lugar casi sagrado de la comunión con sus hermanos de trabajo. No faltaba ni el 
fuego para el rito amoroso. Las llamas danzantes daban a las caras curtidas reflejos inquietos y 
en la pared y en el techo sombras extrañas palpitaban. El perro lanudo que nunca quería seguirlo 
afuera y que era, sin embargo, su más fiel compañero en todos los menesteres de la casa fijaba 
como él una mirada hipnótica en el fuego. Los otros dormían ya cerca del fogón. Ah, el regreso 
en la noche helada a la cocina. Por estos breves momentos de fraternidad junto al dios de alegría 
transfigurada que le fascinaba tanto, él daba, sí, algunas ateridas noches del galpón, cuando la 
helada caía sobre la manta y se despertaba hecho todo un ovillo de temblor para no dormir más 
y andar todo el día escalofriado y pálido. El quería toda la Estancia y lorecordaba todo. Los 
rodeos en las mañanas luminosas llenas de color y de movimientos y de balidos y de gritos, 
cuando él preparaba el churrasco. El campo todo mugía y ondulaba en tonos brillantes y sobre 
la evolución de las ancas pintadas algunos bustos ágiles blandían látigos y silbidos... A todo 
estaba ligado. Ahora lo sentía dolorosamente. Los bancos de la cocina. El corredor. El gallinero. 
El pozo. La casa de dos pisos del patrón, con su jardín lleno de árboles altos. Las piezas del 
administrador, tan coquetas, con sus ventanas de rejas que daban a la quinta. La quinta, ¡qué 
hermosa era! 
¡Siete años en la Estancia! ¿Cómo no quererla? Cuando volvía del recorrido, en la siesta 
estival, y veía temblar un techo rojo entre un claro de eucaliptus, sentía un íntimo contentamien-
to. Tenía que dejar todo esto. El caballo, los aperos de montura. El monte, el arroyito. El 
Prosas Los amiguitos 1003 
"soguero". Cuántos años sobre él, desde el lucero hasta la noche. Siete años de vida que se 
habían tejido con dolores, con alegrías, con alegrías que él sólo conocía, a todas las cosas de la 
Estancia, al paisaje circundante de tan varia expresión según las estaciones y las horas del día. 
Pero había que ayudar a su madre, y además, además, había derechos... 
Tiró el cigarrillo y vio que algunos bultos se movían. 
—¡Leandro! Te has dormido. ¡Los caballos! 
No contestó nada y escondió bajo la manta su íntimo dolor desgarrado. 
—¡Leandro, los caballos! 
—Hoy no iré —y se deshizo de la cobija para ir a la cocina a esperar al capataz. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1004 
Un militante 
Julio fumaba sentado entre la carga del camión. Aparecían luces tímidas en la hondonada 
cuando llegaban a la parte más alta de la cuchilla. Estas luces, en cuanto descendían, resultaban 
más claras y diversas: luces amarillas y pálidas de los ranchos, luces también amarillas pero 
más vivas de algunas casas de campesinos, luces casi blancas de alguna que otra estancia medio 
escondida entre los eucaliptus. 
De niño, él con sus hermanos, después de la cena, hojeaban libros en el comedor. Detrás 
del jardín, un bosquecillo, y más allá, el arroyo. El tuvo un arroyo cerca de la casa, sí, y un jardín, 
y caminos entre las hierbas, que bajaban hasta el agua bajo ramas goteantes en el amanecer, 
cuando él conducía las vacas más allá del puentecillo, en la otra colina. 
Le gustaba hojear libros con sus hermanos. Su padre fumaba. Una velada muy corta, pues 
antes de la alondra todo debía estar preparado para el trabajo en los campos vecinos. 
En el fondo de sus recuerdos había una luz líquida entre piedras: el arroyuelo y un círculo 
dulce de resplandor que arrancaba algunas chispas a las rubias cabecitas inclinadas sobre las 
páginas. Unas manos ágiles, aunque rudas, entre las madejas de lana, y parte de un rostro 
querido también aparecían en este círculo. 
¿Cómo estaba él aquí, en la noche entrerriana, sobre unos cajones que vacilaban y frente a 
unas luces apacibles que en lo hondo se deslizaban con un movimiento lleno de armonía como 
el palpitar de las estrellas? 
Su adolescencia en Roma fue extremadamente sensible al arte, a la poesía, a la belleza de 
las cosas. Pero allí también conoció la prisión, y su sentimiento revolucionario con ello hubo de 
afirmarse. La poesía y la revolución eran una misma cosa. ¿Por qué no darse a la acción para 
realizar también la poesía en formas inmediatas y vivas, intervenir en el movimiento revolucio-
nario organizado para crear las condiciones de la gran poesía de todos, de la belleza que todos 
deberían vivir? Sus compañeros, por cierto, se debatían entre las formas que querían apresar 
eso que sus hermanos humildes creaban sin darse cuenta exacta de ello. No tuvo ninguna 
vacilación. ¡Tanto sueño pasivo desde el principio de los tiempos sobre la justicia! Era necesario 
ser leal con estos mismos sueños y empeñarse para darles formas concretas. La contrarevolu-
ción creaba por otro lado deberes ineludibles. Nuevas prisiones y su escapada a América. 
Desde luego que sus compañeros actuales no sabían de su sensibilidad. Estaban lejos de 
sospechar que fue un anhelo de poesía activa el que le hizo allá en el colegio torcer el cuello a 
sus ambiciones literarias. Consideraban con cierta extrañeza sus modales y sus manos. Sobre 
todo sus manos. 
No importa. El se sentía muy bien entre ellos. Había en ellos la misma fuerza y la misma 
pureza de la naturaleza. La burguesía letrada no sabe de esta fuerza y de este encanto. Reacciona 
sólo contra un gusto que no es congènito del pueblo, que ha recibido también de arriba o en 
cuyas causas estarían las condiciones de indignación que le han impuesto. El pueblo es como 
la naturaleza, como el paisaje. Es el paisaje humano con más virtualidades. Hundirse en él es 
como hundirse en el paisaje. ¡Qué frescura y qué fuerza se gana! 
Prosas Los amiguitos 1005 
Las luces de la hondonada habían desaparecido. Una vaga noche ondulada giraba suavemen-
te. Las estrellas innúmeras arriba. De improviso una masa más compacta de oscuridad, con 
toda la fiesta de la noche: un arroyo. Una frescura tenuísima. Un perfume complicado también 
muy tenue: ¿a qué pastos que despertaban a un hálito que recién parecía descender? Ahora era 
un fuerte olor de potreros. Veía en la sombra caminitos pálidos y grupos de animales dormidos. 
Toda la paz misteriosa de la noche estaba aquí. Se sintió tocado. Oh, él debía decir de alguna 
manera esto. ¿Pero sus responsabilidades de militante? No creían que éstas fueran afectadas 
por la expresión, lo más depurada posible, del encanto oscuro de las cosas. Sólo que esto exigía 
una consagración casi absoluta. Y él estaba comprometido en deberes inmediatos y numerosos 
en cuyo cumplimiento también percibía una especie de armonía, casi un canto. Un canto, sí, 
parecía exhalarse de la acción alegre y coordinada de sus compañeros dispuestos a cambiar el 
hombre y el paisaje, dispuestos a unir a éstos en una relación viva y renovada; dispuestos a 
ordenar y embellecer primero la casa del hombre para lanzarse después a quién sabe qué 
cósmicas aventuras, mientras en esta empresa o en estas empresas se creaba una nueva figura 
humana. 
Una ligera melancolía a veces le ganaba. Cierto estupor vago también ante quién sabe qué 
vagas cosas. Dudas, no. El tenía una íntima seguridad del camino. ¿Por qué sus amigos los 
poetas no admitían esta ciencia sutil de la acción como admitían la del sueño escrito? 
Bastaba que se pusiera en contacto con sus compañeros para que se hallara envuelto en 
aquella atmósfera armoniosa. 
No importa tampoco que éstos no dominaran en todos sus matices el problema de la 
revolución en lo que respecta a la cultura. El marxismo no se aprende de la noche a la mañana. 
Si en los países de mayor cultura y en la Rusia misma se había incurrido en tantas equivocacio-
nes en la aplicación de un método tan flexible y delicado a las actividades del espíritu, qué mucho 
en estos países, donde no hay una clase intelectual con caracteres definidos y donde el Partido, 
por las condiciones especiales de los mismos, ha debido poner el acento en cuestiones más 
inmediatas y concretas, se fuera tan a menudo harto simple e injusto con los poetas sobre todo? 
No importa. Estos luchadores creaban las condiciones para la verdadera cultura y en ellos 
mismos amanecía una sensibilidad social y ética inédita en la historia. 
En la hondura centellaron algunas luces: una Estación. Pasaron por la calle principal. Le 
entristecieron las casas oscuras que se adivinaban de ladrillo patinado. ¿Por qué le daba tanta 
tristeza el ladrillo viejo de las casas casi ruinosas? Oh, ellos harían un jardín de la provincia, una 
gran granja alegre y hermosa, tan hermosa como lo era sólo una región del noroeste en manos, 
por cierto, de unos pocos. Lo que sería Entre Ríos de agua fácil y de segura respuesta al trabajo 
fecundante! No se olvidaría estas casas, no. El variadísimo tapiz de los cultivos subiendo las 
cuchillas entre las arboledascolindantes. Y flores por todos lados. Flores, flores, rodeando las 
casas con muchísimas ventanas. Flores. Ella le sonrió en el recuerdo. La novia perdida. Pero 
no era posible sacrificarle la otra novia: la revolución. Fue inútil el empeño para conciliar los 
dos amores. 
Sus ojos, cuando le miraban en la noche arbolada de la noche provinciana. Y sus labios 
cuando palpitaban el adiós. Y sus manos de finos pétalos ardientes. Y su voz de agua danzante, 
cuando suspiraba como el cristal tenue y oscuro de la hora... 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1006 
Ahogó en lo más íntimo una queja y se esforzó por pensar en la reunión juvenil que él debía 
presidir. ¡Los adolescentes! ¡Qué noble materia! ¡Qué materia plástica y ardiente! ¡Qué materia 
sagrada! Se acercaba a ellos con un respeto infinito, temeroso a veces de que las líneas tácticas 
le parecieran demasiado sinuosas o demasiado rasantes. Lebreles. ¡Cómo atraillar su magnífico 
impulso para dispararlo en el momento oportuno hacia el blanco de la acción, siempre modesto? 
Lebreles. Ella era la esbeltez misma en su delicada plenitud. No podía olvidarla. Su andar 
ondulante. El gesto cuando se volvía luego de la separación. Toda la gracia de la ciudad estaba 
en ella. Toda la gracia de la provincia estaba en ella. Era cierto que esta tierra tenía una gracia 
femenina. Quería ahora esta tierra como cualquiera de sus hijos más sensibles. Lucharía por 
ella, se sacrificaría por ella. Le dolía el cuerpo. Su estómago le ardía. ¿Cuántos días hacía que 
su alimento sólo consistía en café negro y pan? Le ardía el estómago, pero el cansancio le 
adormecía ligeramente. 
De pronto una leche pálida, muy pálida, se diluyó hacia el Este. Y el amanecer fue tornándose 
una orilla oscura de curvas lomadas con manchas fantasmales de montes y animales. Aquí y 
allá una luz imposible todavía con estrellas: bañados y arroyos medio secos. 
Iba hacia la juventud. Lebreles. ¿Pero los impulsos quebrados o muertos, casi apenas 
nacidos? Era terrible la tristeza de los jóvenes debatiéndose en la inseguridad y la miseria. A la 
melancolía febril propia de las adolescentes almas presas de las crisis de la edad, se agregaba 
la angustia económica, la pesada angustia económica. 
Pero era importante que algunos conocieran el camino, que algunos supieran por qué se 
luchaba y que tuvieran fe en los resultados de la lucha. 
De los campos ahora más visibles, una brisa infantil vino hacia su rostro. Pobres campos 
también casi quemados pero con un espíritu fresco a las primeras luces. Juventud ardida pero 
con pureza continuamente renovada bajo el día ideal. 
La ciudad a donde iba apareció tras la última cuchilla con la torre de la iglesia transpareciendo 
en el oro inicial. Le dolían horriblemente los huesos. 
Una ciudad modesta pero preciosa como una rosa. La juventud, la revolución, los pueblos 
hermosos que se despiertan en el verano. Su cuerpo ahora casi no existía. Lio un cigarrillo. 
Prosas Los amiguitos 1007 
El vagabundo 
U n a s risas femeninas le despertaron. ¿Era un sueño? Un grupo lleno de color y de movimiento 
y de gracia entre el claro de los pinos jóvenes menos oscuros a esa hora. Un dolor agudo en la 
espalda, una molestia intolerable en los codos, y cierto ardor en el estómago. 
A pesar de los mosquitos había logrado dormir un poco. Pero el despertar no era el de las 
siestas de su casa, el de las lejanas siestas de su casa. ¿Cuánto hacía que no tenía un despertar 
parecido? La cabeza ligera aún antes de la ablución y el cielo como de agua detrás de la fronda 
apenas transparente del paraíso familiar. Se sentaba en el catre y con la mirada todavía llena de 
pequeñas hojas de luz cambiante contra un azul líquido consideraba la extensión radiante hasta 
las azules lejanías. Luego era el trabajo en la colonia, con sus padres. Al anochecer, después de 
aseado, iba al almacén vecino. Los ojos, y la boca de la hija del almacenero! Pero nadie supo de 
sus sueños. Sin tierra ya sus padres, y él deambulando de colonia en colonia, de estancia en 
estancia, las noches al raso, al costado de los caminos, conocieron sus suspiros cuando los 
pastos de pronto temblaban y el cielo de verano se llenaba de miradas, de miradas... Los ojos y 
aquellos labios tan frescos, tan frescos. Unos ojos ingenuos y grandes-
Veía como en un sueño a esas muchachas que reían y cantaban al dirigirse hacia la playa. El 
sueño se alejaba al mismo tiempo que se hacía más hermoso. Apenas si distinguía ya el río y 
las islas y ese cielo tan grande de las cinco de la tarde con esas nubes tan grandes... El no estaba 
en el paisaje. No podía estar en el paisaje. Ni siquiera podía ver sus imágenes como las del cine. 
Su cuerpo le pesaba y le dolía. Sus compañeros prolongaban aún la siesta. ]Oh, si él pudiera 
dormir tan bien como ellos! Pero su estómago no se lo permitía. Se despertaba de improviso 
con náuseas. Ahora eran las risas cristalinas las que le habían traído a otro sueño que ya se 
había alejado. Sentía sin embargo en torno suyo una suerte de resplandor, una dulzura casi 
inexistente. ¿De dónde venía ésta? ¿De los pastos o del "Aguaribay"? ¿Era aquél el de la tarde? 
Ciertamente que la noche bajo un árbol no tenía ninguna luz ni ninguna dulzura. Un leve sueño 
—lo más común era que no hubiesen "cenado" nada— a favor del humo, cuando tenían fósforos 
y podían quemar algunos pastos, y un despertar atrozmente picado. Las estrellas no sonreían 
ciertamente. Las estrellas no existían. La realidad estaba hecha de botones ardientes en las 
orejas, en las manos, en los brazos, en el pecho... Los mosquitos... La realidad estaba hecha de 
un vacío también ardiente en el estómago. Esto cuando no debían ganar algún gran caño o 
algún rincón debajo de un puente paira defenderse del agua atormentada. Allí solían encontrar 
alguna gatita con hijos o alguna perrita abandonada. ¡Con qué gritos suplicantes los recibían! 
Sus compañeros permanecían indiferentes, pero él se conmovía. Sentía que algo sutil pero muy 
vivo lo unía a aquellas pobres bestias en medio de la noche castigada. Desde entonces sus 
manos se volvieron extraordinariamente delicadas para los lomos eléctricos o duros, para los 
pelos ásperos o ralos. 
Sus compañeros dormían todavía. Era necesario despertarlos. No se podía dormir en un 
paseo público hasta esta hora. Era necesario despertarlos e ir no sabían adonde. Era un día de 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1008 
fiesta. No era posible pedir trabajo hoy. Tampoco era posible pedir algo de comer a esta hora. 
Toda la gente estaba fuera bajo el domingo alto, altísimo del cielo. 
¡Cómo sus compañeros se habían acostumbrado a pedir! El todavía no podía hacerlo. Tenía 
todavía dignidad. Solicitaba trabajo simplemente. Pero debía comer de lo que ellos conseguían, 
pues no hallaba trabajo. Además no podría realizar ninguno pesado o que le requiriera muchas 
fuerzas, pues éstas mermaban día a día. Se sentía tan débil y no tenía más que veinte y cinco 
años! Lo que se lograba era muy poco para los cuatro. Además, eran generalmente unos malos 
restos de comida. Y él no pedía. No debía aceptar nada hasta tanto no encontrase trabajo. Pero 
¿cómo encontrarlo? Eran tantos los desocupados... Ensayaría sin embargo de nuevo al día 
siguiente. La cara aterrada que ponía la gente cuando él llamaba y preguntaba si no había en la 
casa algo por hacer! Debía estar muy pálido y muy barbudo. Sin embargo una muchacha lo 
había mirado con una simpatía al ofrecerle un pedazo de pan que él no aceptara... Eran las cinco 
de la tarde en una calle del centro. Un sol radioso. Mujeres limpias y graciosas, hombres bien 
trajeados y limpios, con gestos fáciles y felices. Oh, ellos no tendrían sed, esa sed horrible que 
no podía calmar con nada. Ellos no tendrían sed y andaban limpios. Los jóvenes tendrían novias 
y los otros una compañera segura. Ellos no tendrían sed y un cuerpo que pesaba, que pesaba... 
La muchacha lo había mirado con una mirada honda. ¡Qué vergüenza! Algo de maternal en la 
mirada... ¡Su madre!Una familia deshecha al poco tiempo del desalojo! La madre muerta de 
pena. El padre que se suicida. ¿Era esto el trabajo de la tierra? Desapareció la sed, su cuerpo 
no pesó tanto. La tarde fue sólo durante un minuto una mirada de ternura. Luego fue una mirada 
que leía más hondo en él, y al final fueron unos ojos grandes e ingenuos los que la llenaron. 
El sol se colaba por entre la fronda y quemaba ya la cabeza de uno de sus compañeros. Una 
cabellera crespa fuertemente iluminada. Una cabellera joven también. ¿Por qué los jóvenes 
tirados así bajo los árboles, durmiendo su cansancio y su hambre en la fiesta de la tarde? Pero 
había hombres maduros también. Pero había hombres viejos también. Había gente que vivía 
no se sabía cómo en los arrabales de las ciudades, en los arrabales de las estaciones, en los 
campos. ¿Por qué? Tratarían de contestarse estas preguntas y obrar en consecuencia. No era 
posible seguir más así. No podían quedar cualquier noche muertos de hambre en algún 
escondite de algún parque. El otoño estaba por llegar. Vendría el invierno. No era posible. Sus 
escasos músculos se endurecieron y se incorporó de golpe. Una nube había velado el sol. 
Prosas Los amiguitos 1009 
Luisa 
Aprovecharía el momento en que "la señora" conversara con alguien en el despacho o 
estuviera en el baño. La señora se aburría mucho y no dejaba escapar la menor ocasión que se 
le presentara para averiguar algo o hacer alarde de la potencia económica de la "sociedad 
matrimonial". Gorda y flácida, tenía que enterar a todo el mundo, con voz fuerte y afectada, de 
los excesos nutritivos de la familia, del estado floreciente del negocio, de las adquisiciones 
hechas por su marido, de sus depósitos en el banco. No visitaba simplemente, entonces, el 
comercio para vigilar a la empleada. 
El baño, por otro lado, no era un lugar en que permaneciera sólo algunos momentos. Sólo 
después de un largo rato surgía de él lista para ser amable con el cliente o dienta que llegara. 
Éstas eran, sin duda, las ocasiones propicias para realizar su deseo. Era indudablemente un 
delito. No debía tocar aquello. Aquello estaba allí para ser solamente mirado por las visitas 
distinguidas. No hacía dos días se había visto en el espejo de la sala. Sintió cierto placer. No era 
fea. Sonrió a su cara morena de ojos grandes. Esa noche sintió algo desconocido en la sangre 
y como si de ella se desplegara algo. No sabía qué. Ala noche siguiente, eran tímidos frutos en 
el pecho y cierta morbidez en los muslos que acariciaba como si recién los descubriera, y como 
si fueran propios y ajenos a la vez. Soñó: no era ya la chica ultrajada, la chica humillada, dada a 
la familia "bien" porque la tía no podía mantenerla. No era la chica blanco de la brutalidad de 
"los niños". No era la chica culpable de todo, que una vez hubo de tentar fugarse porque a la 
comida segura y al techo seguro pero con modales groseros y castigos gratuitos era preferible 
la relativa libertad que la hermana de su madre podía concederle. No era la chica que había 
llorado de noche sintiéndose sin protección. No era la chica que se había dado cuenta una noche 
de que nunca había tenido madre, de que nunca había sido acariciada, pues su tía, desde que 
la recogiera —tenía apenas un año y medio cuando quedó huérfana— apenas si la había 
atendido; no podía más tampoco, pues estaba colocada a los cuidados más indispensables de 
la edad. No era esa chica, no. Era una niña vestida de claro acompañada de un muchacho alegre, 
paseando por el "Parque" en una tarde soleada. ¿Quién era él? Era un jovenzuelo que venía al 
negocio. Un jovenzuelo casi alto, de pelo castaño claro. Un jovenzuelo con dientes muy blancos 
y con modales muy vivos. Un jovenzuelo que no la había mirado pero a quien había visto sonreír 
como en un resplandor entre los labios que parecían tenderse hacia una caricia universal. Se 
los miraba ella ahora al conversar. ¡Qué feliz se sentía! El paseo radiaba. Ella también radiaba. 
Una felicidad completa. El vestido le quedaba muy bien. Se sentía ligera, ligera. Esa tela tan 
bonita que le había encantado en la vidriera ahora la envolvía con una suavidad y una flexibilidad 
que casi la hacían languidecer. El vestido era como la tarde, se sentía envuelta por la tarde frente 
a unos labios móviles cuya avidez sentía y la inquietaba. ¿Dónde estaban los "patrones"? Todo 
había desaparecido. Solamente la tarde, su vestido y él. Se acercaron al río. La invitó a un paseo 
en canoa. Al principio ella rehusó. Pero la tarde era aún más límpida en el agua. El río estaba 
lleno de embarcaciones de donde se escapan risas y conversaciones alegres. ¡Una fiesta en el 
río bajo el sol del Domingo! ¿Por qué no podía ella participar de esa fiesta? Ella tenía un 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1010 
compañero como las otras chicas. ¡Un novio! ¿Era realmente un novio? Un sentimiento de 
orgullo ahora la embargaba. Pero desapareció enseguida en la alegría flotante que la apartaba 
casi de esa sonrisa resplandeciente que hacía un momento la había hecho temblar hasta lo 
íntimo. Felizmente se acercaban a la orilla opuesta. Tenía miedo. ¿Por qué tenía miedo ahora? 
Quería huir. Quería huir. ¿Adónde ir? No tenía fuerzas tampoco. No se pertenecía ya. No se 
pertenecía. Oh, si alguien la salvara. Pero ya desembarcaban. Con un pavor creciente miró las 
maciegas de las islas. Si pudiera esconderse! Pero un poder atrozmente delicioso fue llevándola 
hasta el límite de §u desaparición entre unos brazos ardientes y bajo una boca voraz... 
Ella sola estaba en el vestíbulo. Los chicos estaban en el comedor desayunando. La señora 
se "maquillaba". El negocio estaba solo. 
Entró en la sala y se miró al espejo con cierta vergüenza complicada de una ligera compla-
cencia que nacía de lo íntimo de una vida reciente que la ganaba toda como una floración. Se 
miró las manos un poco trémulas alargándolas hacia el azogue que devolvió unos pétalos 
delgados y morenos. Era el momento. Se volvió hacia el estuche y la piedra maravillosa 
centelleaba en su finísimo engarce. ¡Y aquel doble hilo dorado! No era para ningún dedo de la 
señora. Posiblemente en su juventud apenas si en el meñique se hubiera ajustado. La "nena" 
tampoco podría usarlo. Tan pequeñas las manos y ya parecían enguantadas en su propia 
gordura! La sortija exigía, además, un dedo largo y vivo. 
Tomó el estuche. Miró, acarició con ojos vivos la joya exquisita que velaba en su lecho de 
raso pálido. Velaba, sí, porque ese fuego verde ardía misteriosamente como una pupila no 
humana. Tuvo miedo. Su mano serena tembló y la esmeralda lanzó un diminuto relámpago. Sus 
dedos se apresuraron, sin embargo. Extrajo el anillo y se lo colocó en su anular izquierdo. 
Ahora sonreía frente al agua rectangular que tenía una mano enjoyada y semiabierta. Era su 
mano, y una mano de novia. ¡Oh, si él viera aquellos finos hilos dorados con su diminuto 
relámpago verde! Ella pasearía con él en el "Parque" y haría el gesto de atraer algunos cabellos 
fugitivos para que él viera el anillo. Ella se lo sacaría luego para que él lo colocara de nuevo. Lo 
vio distintamente en ese gesto. Pero pasos que se acercaban la atrajeron a la realidad y apenas 
si tuvo tiempo para sacarse la sortija. Cuando la iba a colocar en el estuche el cuerpo de la señora 
llenaba la puerta de la sala, la cara airada de la señora con ojos que despedían fuego llenaban 
todo el mundo. Su mano vaciló y el anillo cayó con un ruido frágil y precioso al tiempo que una 
furia gigantesca avanzaba sobre ella con una tremenda decisión. 
Prosas Los amiguitos 1011 
Las calesitas 
(drama de los niños) 
« O 
O e vende una calesita. Para tratar...". Así dice un aviso de La Prensa. Cómo —nos pregunta-
mos— las calesitas no constituyen ya un negocio? O se trata de un simple apuro económico de 
alguno de esos hombres tan simpáticos que se dedican a transformar en "pesos" la dulce 
inclinación infantil al mareo o la más profunda fatalidad —¿fatalidad?— humana de girar... 
¿Humana solamente?¿No será fatalidad cósmica? Cuidado con la idea del "círculo"! 
El hecho es que las calesitas amenazan irse de la realidad material, del mundo concreto de 
los niños. ¿No comprobáis que ya se ven menos en los lugares de diversión, o que las que allí 
funcionaban son calesitas mutiladas, incompletas, sin caballos, son calesitas a medias? 
Amenazan irse de la realidad material, del mundo concreto de los niños... Porque en el 
recuerdo de los mayores, mientras vivan, perdurará la casi angustiosa delicia del primer leve 
mareo sobre un galope que no era, no, mecánico, al son de un organillo cuyas notas agrias 
llevarán hasta la tumba, mientras los padres a los "aînés" os buscaban entre el vértigo... Sólo el 
mareo que os causaron luego unos ojos, o mejor, unas miradas, puede compararse a aquél. El 
caballo galopaba y os creíais embarcados en un infinito viaje circular. Se viajaba alrededor del 
mundo, alrededor del eje del mundo. Y por cierto que los caballos no eran de madera, no. Eran 
caballos reales, magníficamente enjaezados, por añadidura. Eran caballos, no eran caballitos. 
La fuerza elemental, la misteriosa atracción de la vida tan presente en los animales, allí se movía 
con un ritmo regular y os ibais sobre ella fascinados y un poco aterrados... 
Alcanzábamos, así, de niños, vivíamos, así, de niños, un sentimiento que después habían de 
razonar algunos niños terribles para justificar empresas nada inofensivas. Son éstos, ya se sabe, 
niños que no han madurado, que han quedado en niños, aunque armados de una metafísica 
hábilmente sutilizada para dar una tremenda realidad teórica a la nada, al vértigo, a la sangre, 
a yo no sé qué "vida", para explicar una muerte organizada por otros niños más prácticos... 
Pero no; dejemos a los satánicos eso de reclamar la maduración de la personalidad y otras 
cosas para alcanzar el nivel específicamente humano u otra integración más real e iluminada 
con el universo... Dejemos eso a los satánicos. Permanezcamos siendo niños también en la 
realidad. La sabiduría puede ser girar... girar... alrededor de un eje. ¿Por qué no? 
Ah! los caballitos —los caballos, porque los vemos grandes en nuestra memoria lejana— 
giraban tan ufanos, tan seguros, como si el organillo fuera un extraño organillo pitagórico y 
aquél no fuera un eje sino el mismo eje. No es el mareo delicioso lo que volvemos a sentir sino 
una suerte de éxtasis ante la gallardía rítmica y marcial de los caballos. Qué extraño, no? No 
estamos sobre ellos, unidos a ellos como centauros sorprendidos, sino frente a ellos, pero en 
un recuerdo extasiado... 
Por esto nos inquieta el aviso de La Prensa y las comprobaciones hechas en los parques 
infantiles. Ahora que queremos volver efectivamente a la infancia para encontrar el secreto 
perdido entre tantos endiablados afanes de recuperación y superación humanas. Los caballos, 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1012 
galopando, galopando... ¿Por qué nos acordamos de Triay y de un "caballo loco" de Gualeguay-
chú? 
El secreto puede estar en un cierto voluptuoso mareo, no en la unidad mágica del mundo 
que sólo se logra en esa edad, como soñaba Alain Fournier. En cierto voluptuoso mareo sin 
ningún peligro de caída, oh no! 
De todos modos, que no se alejen de nosotros las maravillosas calesitas. Que no se alejen 
sobre todo de nuestros niños. Qué va a ser de nuestros niños sin caballos que galopan alrededor 
de un eje? De los niños que los han visto alguna vez o los han imaginado? 
Tiene tales necesidades la imaginación infantil que, sin caballos giratorios para transfigurar 
todo a su alrededor, será un circular equino en torno a un eje, y no nos libraremos así de 
convertirnos a su influjo en marciales, en muy marciales caballos que galopan en redondo 
encantados por un ritmo de marcha... Y qué procedimiento especial no ensayaremos contra 
esta sutil compensación imaginativa que tan graciosamente nos devuelve a la zoología? Ah! 
nuestras medidas no la alcanzarán! 
Prosas Los amiguitos 1013 
La dominación de los mayores 
H a c e ya tiempo que la pedagogía insiste en el respeto que se debe a la personalidad infantil. 
Hace aun más tiempo que algunos educadores y algunos poetas llegaron a comprobaciones e 
intuiciones respecto de dicha personalidad que nos ponían verdaderamente frente a un mundo 
con leyes propias, a un mundo que se realiza conforme a sus propias posibilidades. Nuestra 
intervención en él debía reducirse en todo caso a facilitar con un tacto delicadísimo el 
cumplimiento de esas leyes. Sobre todo era con una atención amorosa, muy amorosa, cómo 
debíamos encararlo. 
Sin embargo, se observa todavía un afán por conformar una organización tan especial como 
es la del alma de los niños a los intereses de los adultos. Sean éstos los intereses de la índole 
que fueren, es evidente que tal conducta sólo puede significar que se malogre esa etapa de 
profunda significación en el desarrollo de la vida del hombre y se afecte a ésta, de consiguiente, 
por entero. Resulta de ello que los niños no llegan a tener una infancia verdadera y se hacen 
"serios" prematuramente, y los "grandes" se engañan sobre los gestos que ordenan, sobre los 
juegos que decretan. Se creen los dueños absolutos de las cosas y de las almas, pero éstas no 
se les someten muy fácilmente, a pesar de las apariencias: conocen maneras muy sutiles de 
reaccionar contra sus opresores, aunque a la larga, como decíamos, lleguen a resentirse de la 
falta de la necesaria libertad. 
Sería casi lógico que los hombres que no han sido en realidad niños no estuvieran dispuestos 
a reconocer a éstos sus derechos y adoptaran actitudes nada graciosas, por cierto, de niños que 
juegan al mando con una solemnidad graciosa. Pero el caso es que vemos a la mayoría en estas 
actitudes. ¿Es entonces la dominación de los mayores o la de los niños grandes la que sufre 
ahora la maravillosa fantasía creadora de la infancia? ¿Es la tiranía de los "padres" y de los 
"guías"? Se cree que los chicos no entienden su bien y que todo lo que hasta hace poco se les 
había confiado hay que retomarlo. Absolutamente todo. Los chicos no entienden su bien y hay 
que salvarlos. Salvarlos de la "disolución anárquica" a que están expuestos por la influencia que 
sobre ellos ejercen algunos "niños" en los que parece florecer el genio de la edad. Los chicos 
no pueden tender a realizarse por ellos mismos y para ellos mismos, para la vida. Los chicos 
deben ser útiles a los mayores también. Hay que ordenar jerárquicamente la vida, conforme al 
orden divino que se confunde al orden de los mayores, aunque Jesús haya dicho que su reino 
era el reino de los niños. Los chicos no entienden su bien y no está permitido dejarlos 
abandonados a su propia experiencia. La experiencia es siempre peligrosa. El camino debe ser 
indicado desde arriba. 
¿Desaparecerá así la gracia tan profundamente poética de la infancia? ¿Estaremos condena-
dos de aquí en adelante a ver hombrecillos tristes o hipócritas, aptos sólo para marcar el paso, 
para juegos impuestos, para las pesadas ceremonias de los mayores? ¿No se salvarán de algún 
modo la fantasía y la sal? ¿Será absoluta la dominación de los mayores? 
Estas preguntas ya han sido contestadas. ¿Pero no serán los niños como el pueblo? 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1014 
Aquel pájaro miraba 
E r a n amigos excelentes. Pero cuando se sale al campo en una tarde hermosa, decididamente 
hay que hacer algo. La alegría camaraderil y el sentimiento de la belleza del paisaje, de la 
felicidad del paisaje, se traducen a veces en una actividad que busca un pretexto para ordenarse, 
en la necesidad de dominar su desorden o de reducir a ciertas formas una emoción que 
desborda. Así aquellos jóvenes se dieron a tirar al blanco, luego que el mate hubo dejado de 
constituir una razón suficiente para permanecer en un lugar tan encantador. Porque el sitio era 
realmente encantador: desde el tronco del ombú, en la parte más alta de la barranca de por allí, 
se dominaba un paisaje de río y de islas,al oeste, con una nobleza de líneas que hechizaba, 
mientras al este os daba una gracia de colinas cultivadas y de montes hondos y ascendentes, 
no menos llena de satisfácción. 
Las detonaciones no llegaban a herirme en verdad. No sentía tampoco que un silencio tan 
lleno de la irradiación de tantas cosas armoniosas, del vuelo de las nubes, sobre todo, llegase 
a alterarse o quebrarse de manera muy sensible. Casi me distraían las ligeras veladuras de polvo 
que los impactos hacían sobre la cima del talud y la lejanía matizada de las islas. 
Cuando mis amigos se volvieron hacia el otro lado tuve una leve inquietud. Aquí no había 
tarros o no se disponían a fijar un blanco parecido. Sólo un árbol seco, pero muy elegante, contra 
el cielo. 
El juego se suspendió por unos momentos, mientras el mate, renovado, circulaba de nuevo. 
Pero las armas permanecían en las manos, y la conversación, otra vez anudada, nos distrajo del 
ambiente. Alguien miró. Un pájaro estaba posado en una rama muy fina del árbol, en la más 
alta. El pájaro miraba. ¿Qué miraba el pájaro? No, no era el pájaro que atisba su alimento. Era 
simplemente el pájaro que mira. Ha pensado alguien en esto: un pájaro que simplemente mira? 
Recuerdo estas líneas de Rabindranath Tagore: "En los Upanishad se nos dice en una parábola 
que dos pájaros están parados en la misma rama y uno de ellos come en tanto el otro mira. Esta 
es la imagen de la mutua relación entre el ser infinito y el yo finito. El deleite del pájaro que 
mira es grande, pues es un placer puro y libre". 
El pájaro miraba. Pero ¿qué miraba? ¿Qué miraría? La tarde se iba afinando hasta no ser más, 
del lado de la mirada del pájaro, que un tejido flotante de penumbras y resplandores. Pero él 
debía ver, tras de las lomas cercanas, una ondulación dorada que moría en el cielo, con los 
relámpagos extraños de las casitas dispersas y las manchas cambiantes y tenues de las lejanas 
arboledas. Debía ver la casa próxima, los árboles próximos, la hondonada ya de seda, las vacas 
y los caballos que estaban volviéndose fantásticos allá abajo... Debía ver todas las cosas que 
también miraban a esa hora. Había, pues, una relación sutil entre el ambiente y esa ave silenciosa 
que miraba desde el extremo de una rama. No, no era quizás un pájaro, tan puro parecía ser el 
placer de la visión, del éxtasis. Se hubiera dicho que ni siquiera miraba las cosas. Miraba la 
tarde en lo que ésta tiene de trascendente, o de íntima, de calidad ya espiritual. 
Un revólver apuntó. Sonó un tiro. El pájaro seguía en la rama. Otro tiro. El pájaro miraba 
todavía. Una nueva detonación y la extraña almita permanecía aún quieta. Yo moría. 
Prosas Los amiguitos 1015 
La cuarta vez debía ser fatal. Como el mismo pensamiento de la tarde se deshojó aquella 
delicadísima vida y cayó, ¡ay!, en un despojo de plumas ensangrentadas. 
Las balas silbaron a su lado y no se había movido. Sería sencillamente un pájaro sordo? Pero 
yo lo había visto antes que nadie en la misma dulce actitud contemplativa, ya presa, se diría, del 
hechizo de la tarde. Es tan poderoso este hechizo a determinada hora que algún pájaro, en él, 
no puede sentir el silbido rasante de la muerte? 
Lo cierto es que uno de mis amigos abatió entonces, sin saberlo, el más puro espíritu que 
fuera dado al momento encontrar para mirarse, para simplemente mirarse, y que dicho amigo 
no podía sospechar que al mismo tiempo caía bajo su bala todo lo que de mí había pasado a la 
alada criatura. Cada vez que recuerdo a aquel pájaro siento de veras que un plomo me atraviesa 
en el instante mismo en que la tarde adquiere una casi angustiosa perfección de estampa. 
Juan L, Ortiz Obra Completa 1016 
Gualeguay y su paisaje 
ien objetará: Tero si Gualeguay no tiene paisaje"... Ha visto el resto de la provincia, tan 
discretamente variado, tan delicadamente armonioso, y allí encontró una casi total desnudez, 
una casi total ausencia de elementos pintorescos, de ese pintoresco tan medido y amable que 
da originalidad al paisaje de Entre Ríos. El mismo viajero agregará: Todo es de una lisura, de 
una monotonía infinita...". 
Sin embargo, el paisaje existe, sólo que es de una índole muy especial. Permítasenos 
transcribir unas líneas dé Rilke a propósito de Worpswede, que me parecen algo aplicables a 
ese lugar: "Vivimos bajo el signo de la llanura y del cielo. Estas son dos palabras pero 
comprenden en realidad una experiencia (Erlebnis) única: la llanura. La llanura es el sentimiento 
que nos engrandece". Angelloz, que cita estas líneas, nos remite a la poderosa descripción de 
la "Beauce" por Peguy. Y sigue: "El ama la llanura infinita y sin pliegues cuya grandeza y 
sinceridad deben servirnos de modelos; ella presenta al sol todas sus realidades, un árbol, una 
casa, un molino, un hombre de hombros negros, un animal, y las mil voces de todas las cosas 
se mezclan a las conversaciones de los hombres; tal es la llanura de Worpswede con sus caminos 
y sus vías de agua que terminan en el cielo. Este tiene una vida personal, una extraordinaria 
movilidad que lo hace el sitio de incesantes transformaciones y, como nada se hurta a la mirada 
del hombre, le comunica su inagotable grandeza. El se mezcla a la vida de la tierra donde cada 
charco de agua, donde cada hoja, lo refleja de diversas maneras; "todas las cosas parecen 
ocuparse de él; está en todas partes...". "Los reflejos del cielo se hunden en los secretos de la 
tierra...". 
Al hablar del paisaje de Gualeguay queremos aludir al que rodea a la ciudad, pues hacia el 
norte y el este, apenas una y dos leguas, respectivamente, de la población, dicho paisaje empieza 
a ondular, mientras hacia el sur y el oeste sigue extendiéndose lo que podríamos llamar llanura 
déltica, la que comenzaría así en el pueblo. El viajero supuesto lo ha entendido también de este 
modo. 
Ese lugar tiene, pues, su carácter y aparte de ello un encanto que no es precisamente de los 
más comunes: "el hondo Gualeguay", dijo Raúl González Tuñón. 
La ciudad blanquea con una apacible gracia regular a través de su delicioso cortinado de 
chacras. Hacia el este mira al campo y hacia el sur al río con largas miradas perdidas, mientras 
el cielo, como en la llanura de Worpswede, lo penetra todo y es devuelto en una suerte de vapor 
extático. Hay una suave tensión entre algo que parece irse y algo que se ensimisma. Es ésta, 
por lo demás, la sensación más sutil que nos produce la llanura en general. Pero allí se matiza 
con esa ternura, con esa sensibilidad de las regiones insulares. Los verdes infinitos entablan 
las relaciones más delicadas con el cielo siempre cambiante hasta morir en éste con la más 
dulce muerte a que es dable asistir. 
Ah, y no hablemos de las costas; no hablemos de ese río íntimo; no hablemos de la "Vuelta 
del ceibo"; no hablemos del "Rincón de Ortigosa"; no hablemos del "Mingueri"; no hablemos 
Prosas Los amiguitos 1017 
del Taso de Alonso"; no hablemos del "Rincón de San Ambrosio"... no hablemos de tanto lugar 
recogido en que desaparece aquella tensión y el paisaje se ensimisma de verdad, se mira 
literalmente en el cielo fluido, con el más frágil de los silencios. 
Esta como recuperación de una especie de equilibrio encuentra su "pendant" en el desarrollo 
"vertical" de la personalidad de los hijos más dotados de Gualeguay. Es cierto que en general 
los lugares poco "atractivos" dan humanidades ricas o egregias. 
Concretándonos al plano de la lírica, digamos que allí nació y escribió sus mejores poemas 
Carlos Mastronardi; allí donde "la vida se contempla en jazmines" y es una "rosa infinita" con 
"distancias cariñosas" que son "favores del silencio"; que allí nació y se formó Amaro Villanueva, 
el "criollo universal"; que allí, de esa "infinita mujer de tala y sauce", nació Juan José Manauta, 
el increíble, de tan joven, padre de una sugestiva y nobilísima "mujer de silencio", que 
precisamente hará ruido en las letras nacionales. No corresponde olvidar tampoco a Roberto 
Beracochea, "sentidor" apasionado

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