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Centro de Publicaciones / Universidad Nacional del Litoral PROSAS Esta edición electrónica reproduce por escaneo la parte correspondiente a este poemario, de la monumental edición de las Obras Completas, realizada por el Departamento de Publicaciones de la Universidad Nacional del Litoral, hoy lamentablemente muy difícil, sino imposible, de hallar. Se ha dejado el número de página original para referencia en citas. Puesto que la sección de notas está al final de la poesía editada y antes de la inédita y la prosa, no sigue la secuencia de números de página. Los poemas de Juanele exigen una cuidadosa disposición en la página, tipografía, interlineados, a veces sangrados, cuestiones en la que el autor era minucioso y exigente; vaya por tanto todo el mérito que corresponde a esa gran obra que fue la edición de la UNL. Índice (se indica el número de página del papel, seguido del número de página en el pdf) Introducción Las Prosas del Poeta por María Teresa Gramuglio 989 (6) Los amiguitos El loquito 997 13) Leandro 1000 16) Un militante 1004 (20) El vagabundo 1007 (23) Luisa 1009 (25) Las calesitas (drama de los niños) 1011 (27) La dominación de los mayores 1013 (29) Aquel pájaro miraba 1014 (30) Gualeguay y su paisaje 1016 (32) En un tiempo y un lugar no muy lejanos 1018 (34) Paraná Etéreo 1020 (36) El otoño en Paraná 1022 (38) Niños, copas 1025 (41) No sirve para nada... 1027 (43) Oro de chañares y rosa de lapachos 1028 (44) Primavera de las colinas 1030 (46) Hace veinte años que me mira 1032 (48) Todas las despedidas son tristes? 1034 (50) Aquella mirada 1036 (52) Paraná: el otoño y la ciudad 1038 (54) La inundación 1042 (58) Comentarios En la Peña de Vértice 1047 (62) Mayo y la inteligencia argentina 1054 (69) Sobre la historia 1056 (71) Sobre Fábula encendida de Carlos Alberto Álvarez 1058 (73) Tierra y gente de Marcelino Román 1059 (74) Jean Cassou 1060 (75) Louis Aragón, uno de los mejores jefes de los "Maquis" 1062 (77) El tiempo de las Palabras Cruzadas 1064 (79) Dos poemas de Aragón 1066 (81) Sobre Hilarie Voronca 1067 (82) Dos revistas significativas 1068 (83) Algunas expresiones de la poesía entrerriana última 1069 (84) El paisaje en los últimos poetas entrerrianos 1072 (87) La poesía como desvelo o una actitud de la sensibilidad poética 1086 (101) El lector y el duende 1089 (104) Envíos Correspondencia 1097 (110) Notas autobiográficas 1102 (115) Solicitada 1104 (117) Notas 1105 (118) Las páginas faltantes son páginas en blanco, necesarias en una edición en papel, pero no en una digital. INTRODUCCIÓN Las Prosas del Poeta María Teresa Gramuglio I Los escritos en prosa de Juan L. Ortiz aquí reunidos pertenecen, en su mayoría, a la década del cuarenta. Con unas pocas excepciones (tres de los años treinta, otros tres en los cincuenta), coinciden con la primera etapa de la larga —y definitiva— radicación del autor en Paraná. Son los años de elaboración de El álamo y el viento y de El aire conmovido. Si el primero en estos libros marca, como creo, una inflexión significativa en el despliegue de la obra de Ortiz, en tanto en él se afianza una poética cuya búsqueda puede rastrearse desde los comienzos, tal vez no sea casual ni meramente anecdótico que ese movimiento se haya acompañado con una multiplicación de los modos de la escritura, como si se la interrogara o se la presionara desde registros más variados. Pero aun con las fuertes conexiones temáticas entre estas prosas y los poemas, aun con todo lo que revelan del hondo compromiso poético y social de Ortiz, ellas conservan cierto aire como de espacio de reflexión, o de banco de pruebas, para algo cuya realización más plena se persigue en la poesía. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, o con las prosas de Darío en Azul..., estos textos de Ortiz, pese a todo el interés que suscitan, resultarían en verdad laterales a su idea poética central. Debido a esto, quedan algo lejos de alcanzar la intensidad estética que les confiere a sus poemas un lugar único en la poesía en lengua española de nuestro siglo. La misma escasez de las prosas, sumada a la concentración temporal, las hace aparecer transitorias y circunstanciales sobre el largo fluir de la obra poética. Aun cuando notemos que las últimas acompañan el progresivo afinamiento de los modos de la dicción y de la sintaxis que se percibe en los poemas, ellas se eclipsan, literalmente, ante el crecimiento deslumbrante de la poesía de Ortiz. En sus notas, Sergio Delgado, coordinador de esta edición, deja entrever la penuria, la dispersión y hasta el abandono de estos textos, a diferencia del obstinado seguimien- to que hacía Ortiz de sus poemas, patente en las infinitas correcciones de los originales, en las conocidas exigencias tipográficas de sus ediciones —que hasta la publicación de En el aura del sauce fueron casi artesanales— y en las obsesivas "fe de erratas" que seguían a los libros publicados. "Es posible —escribe aquí Delgado— que las cartas, como los textos en prosa, hayan ido disminuyendo con el tiempo, a medida que Ortiz se concentra en su trabajo poético. Y es posible, también, que su correspondencia haya terminado siendo sólo libros y fe de erratas". Cualquiera sea la conjetura que arriesguemos al respecto, lo cierto es que Ortiz nunca reunió estos escritos, y que ellos quedaron, bien dispersos en dos diarios de provincia y en algunas otras publicaciones periódicas, bien inéditos. No dejó, sin embargo, de referirse a ellos, Juan L, Ortiz Obra Completa 990 anunciando los posibles títulos con que los agruparía, como se puede ver en tres de las cuatro cartas que representan en este volumen su exigua correspondencia, "...cosillas que han ido quedando al margen —dice Ortiz en una de esas cartas— y que compondrían algo a llamarse probablemente Los Homenajes... Y no olvido aún las narraciones de Niños y bestias". A partir de referencias mínimas como ésta, Delgado reconstruye esos "libros" hipotéticos, distribuyendo las prosas en dos conjuntos: Los amiguitos (título que estaba entre los proyectados por Ortiz, según leemos en otra carta), en el que las narraciones alternan con otros textos de difícil clasificación, y los Comentarios, formado por artículos y conferencias referidos, en su mayor parte, a poetas y a poesía. II "Cosas de niños, de animales y de paisajes": el mismo Ortiz sugirió los "temas" recurrentes que trazarían las coordenadas del primer conjunto. Y de niños trata el primer relato, "El loquito", iniciando una breve serie que se continuaría con "Las calesitas", "La dominación de los mayores" y "Niños, copas". ¿Por qué los niños, qué serían los niños para Ortiz? Sabemos que en sus poemas son presencias que revisten múltiples funciones, tanto en el plano figurativo como en el de las significaciones. El "loquito" de este relato bien podría ser uno de los tantos descen- dientes del muchacho de los poemas de Wordsworth, aquél que gritaba imitando el ulular de los búhos, aquél a quien la voz del torrente le llegaba hasta lo más profundo de su corazón. En la mejor tradición del mejor romanticismo, la infancia es concebida como un estadio de locura o desmesura anárquica, y los niños, esos "otros" de los adultos, como portadores de una gracia poética que los conecta sin mediaciones con "el mundo mágico" donde reina la unidad entre todas las criaturas. De ahí las amenazas inexorables que penden sobre el ser del niño, condensadas aquí en una imagen: "su almita se había contraído". Es, en otras palabras, el pasaje de una máxima disposición de libertad creadora a las constricciones del mundo adulto, el mundo de la "sangre pálida del conocimiento", que clausuraría, junto con la infancia, las expansiones de la imaginación. Es verdad que los niños activan los impulsos de la compasión y del amor por las criaturas pequeñas y desvalidas, tan característicos del universo afectivode Ortiz. Los niños, los niños pobres, los animalitos enfermos o abandonados, los niños cuyo único juguete es uno de esos animalitos: pese a lo que su sola mención haría temer, estos motivos se nos presentan exentos de todo patetismo sentimental. Por el contrario, y siempre en la estela de lo que acabo de llamar la mejor tradición romántica —la de los poetas que se nombran en el poema "22 de Junio" de El álamo y el viento— sostienen el núcleo quizá más poderoso de la poesía de Ortiz: la visión de una abolición de todas las divisiones, la de un encuentro de cada uno de los hombres consigo mismo, con los "otros", con las cosas y con la naturaleza toda. Una idea poética que, para nombrarla con una palabra tomada del léxico de Ortiz, llamaríamos de comunión, pensando, Prosas Introducción 991 más allá de sus connotaciones religiosas y aun místicas, en los conjuntos semánticos sociales y políticos que ella anima. Leído desde esa perspectiva, "Niños, copas" —un texto, diriamos, de niños, de animales y de cosas—, nos revela, en las zonas más humildes de la experiencia cotidiana, esas intimidades o comuniones casi imperceptibles a las que se accede por las vías de la solidaridad y del amor. Las notas a estas prosas muestran bien, a través del registro del motivo de la mirada en "Aquel pájaro miraba", "Hace veinte años que me mira" y "Aquella mirada", la relación entre hombres y animales, así como la conexión de estos textos con el poema "Los mundos unidos...", uno de los que con más intensidad expresan la idea poética de abolir las divisiones. Cada ser, dice ese poema —el niño, el loco, el viejo, el enfermo, los animales y aun las cosas—, tiene su mundo, y "deberíamos cuidar su mundo, resguardarlo", o, como leemos en los versos finales, "envolverlos de un delicado respeto hasta que podamos penetrarlos/ y juntar tantas chispas en una gran llama fraternal que abrasará hasta las estrellas". Pero deberíamos cuidarnos nosotros, los lectores, de reducir estas visiones de unidad al encasillamiento de las interpretaciones en claves exclusivamente místicas o de dichosa bienaventuranza celebratoria: como en muchos poemas de Ortiz, las utopías de fusión de "Los mundos unidos..." derivan de una fuerte pulsión motivada por la percepción angustiada de la crueldad y de la injusticia social. No habremos de olvidar, entonces, el subtítulo que lleva el poema —"El Hospital Palma"— ni la insistencia, a partir de lo que se ve en el Hospital, en dos preguntas, casi obsesivas en los poemas de Ortiz cada vez que el yo poético accede a estados de plenitud en la naturaleza: "¿Es posible ver con ojos limpios, esto, / alejándose hasta el cielo en un azul dormido, / luego de ver 'aquello'?"... "Es posible que los hombres hayan hecho 'aquello'?"... Ni olvidaríamos, por último, el sesgo político que reviste aquí, como en tantos otros poemas, la esperanza: "Hay cosas horribles, y terribles, lo sé. / El horror sangriento en casi todo el planeta,/ pero atravesando el horror un alba aún pálida que avanza en las liberadoras bayonetas del Este". Si después de este rodeo volviéramos ahora a las prosas y a los niños, sería lícito sugerir que cuando Ortiz termina uno de estos textos preguntándose "¿Pero no serán los niños como el pueblo?", no estaría cediendo a los lugares comunes del más blando populismo acrítico, sino haciendo de "la dominación de los mayores" una metáfora política: una crítica de la dominación social. Aunque conserven las marcas de ese estilo suyo cuajado de alusiones, las críticas de la pobreza, de la desigualdad social y de la situación política resultan mucho más explícitas en estas prosas que en los poemas de Ortiz. En éstos, el efecto de levedad que resulta de los múltiples desplazamientos de la enunciación, de la ingravidez del universo lexical y figurativo, y de todos aquellos procedimientos que expanden casi hasta lo inconcebible las posibilidades de la lengua poética, construyen una de las más altas resoluciones para la siempre tensa relación entre poesía y política. Los relatos de Los amiguitos, como "Leandro", "El vagabundo" y "Luisa" están, en cambio, más próximos a las soluciones convencionales de la narrativa social, mientras que textos del tipo de "Paraná Etéreo" —escrito, al parecer, con motivo de la instalación de una Juan L, Ortiz Obra Completa 992 estación de radio en Paraná—, con su contraposición entre la ligereza del "éter" y la pesadez de las " 'cadenas' de las voces castrenses", resultan apenas ejercicios irónicos de crítica política y cultural. No obstante esta visible diferencia, múltiples hilos ligan estas prosas con los poemas, y en ellos podemos leer, transformadas y como aligeradas, sus huellas. Así, en el poema "Gualeguay", de La brisa profunda, volveremos a encontrarnos con el protagonista de "Un militante", multiplicado en todos aquellos que llegaban a difundir el "evangelio" revolucionario "...con una luz de 'misión' y sobre los camiones ocasionales/ y sobre los techos de los trenes de carga y a pie..." Los textos de Los amiguitos referidos al paisaje son tal vez los que revelan con mayor claridad las significaciones sociales de las visiones cósmicas y utópicas de Ortiz. Se podrá advertir en ellos un verdadero uso político de las estaciones del año: el "ardor de liberación" de un otoño "lleno de marsellesas"; la "primavera de civilidad", esa hoy algo enigmática "primavera unitaria" que anticipa "la otra unidad, la unidad con la tierra y con el hombre, desde hace tanto tiempo rota"; el invierno opresivo que, como la inundación, será siempre más cruel con los pobres hasta que "pasemos a muy otras relaciones, a las que recién serán humanas...". Y si las utopías, convocadas en algún caso por el paisaje urbano, como en "Paraná, el otoño y la ciudad", anudan francamente sus dimensiones órficas con las sociales, hasta fundirse "en una nueva 'Edad de Oro' para la dignidad mejor del ser... [...] ...en el camino de vencer finalmente, bajo las especies recién reales de la comunión, todos los terrores", en el paisaje fluvial de "La inundación" toman la forma de una radiante transformación sansimoniana de la naturaleza por la técnica, para "hacer de la fiera cósmica un dócil niño casi mágico". Estos rasgos tan visibles en las prosas de Los amiguitos parecerían estar advirtiendo, contra cualquier abandono a las complacencias de lo inefable, la alta exigencia ética de las comuniones y celebraciones de Ortiz, ya que ellas arraigan en el suelo de unas convicciones que llaman a instaurar, desde la "intemperie sin fin" en que los hombres se ven arrojados, ese mundo en que la acción pudiera llegar a ser, alguna vez, hermana del sueño. III Cuando los buenos poetas escriben sobre otros poetas y sobre poesía, escriben, al mismo tiempo, acerca de sí mismos. A través de sus comentarios críticos y de las elecciones que realizan, ofrecen un lugar privilegiado para captar las reflexiones sobre la propia poética y la construcción de los sistemas y tradiciones literarios a que se sienten pertenecer. Esto es lo que ocurre con las prosas de Ortiz reunidas en los Comentarios. Unos pocos de los Comentarios están dedicados a poetas extranjeros: uno al rumano Hilarie [sic] Voronca, uno a Jean Cassou y tres a Louis Aragón. Las vetas de la herencia romántica en Voronca, la muerte de Cassou a manos de los nazis y la lucha de Aragón en el maquis ponen de manifiesto la común orientación de estas elecciones. Y se podrá ver que en la autobiografía Prosas Introducción 993 de 1941 Ortiz ya había anticipado su afinidad con Cassou, en la creencia de que el destino de la poesía está ligado a la necesidad de transformar el mundo, precisamente para que ella, la poesía, pueda ser vivida por todos. Esta idea de la poesía, presente de un modo tan explícito en el relato "Un militante", está profundamente incrustada en los poemas de Ortiz, y bien podría ser vista como la idea poética central a cuyo alrededor giran las otras, en variadísimasrealizaciones. Los comentarios sobre poetas argentinos podrían resumirse en el título "El paisaje en la poesía entrerriana". Ponen en primer plano el núcleo quizá más significativo de la poesía de Ortiz, núcleo que todavía espera lecturas más atentas a sus reverberos de la filosofía de la naturaleza: el del paisaje. Se refieren a un paisaje específico, el de Entre Ríos, y el sistema de elecciones recorta solamente nombres de poetas entrerrianos de desigual perduración: Cha- brillón, Villanueva, Román, Álvarez, Mastronardi, Sola, Manauta... Si por un lado esto podría ser visto como una réplica de la misma excentricidad de Ortiz en la literatura argentina, por el otro parece claro que sólo su conocida cortesía impide a Ortiz colocarse en el centro de ese peculiar subsistema que construye a contrapelo de cualquier ordenamiento más o menos canónico. Pues en todos y cada uno de los poetas que comenta, en los tonos elegiacos ("lo provincial tiene siempre algo que ver con la elegía"), en las dicciones delicadas y despojadas de pesadeces decorativas o retóricas, Ortiz busca —y encuentra—, con antenitas muy sutiles, las huellas, ya premonitorias, ya sucesivas, de su propio paisaje: el de las fusiones intensas que ponen a la poesía "en contacto con un mundo en que todas, todas las cosas están relacionadas". Dos de estos textos se separan cronológicamente del tramo central: "En la Peña de Vértice", una conferencia de 1934, y "El lector y el duende", de 1959. Ambos resultan elocuentes como registros de un modo de vivir la poesía de singular fidelidad y al mismo tiempo de notable complejización. El primero, cuyo tema manifiesto es el de la idea de "coherencia lírica", condensa aspectos esenciales de la estética y de la poética de Ortiz: la índole simbólica de la poesía, por la cual toda ella sería un impulso hacia la unidad y una verdadera búsqueda de lo absoluto; la lógica secreta de los procedimientos, que lleva, por sucesivos despojamientos, a un centro vital del poema desde el que irradian sus múltiples significaciones, construyendo un orden propio que se corresponde, ineludiblemente, con el del cosmos. Hay, en esta conferencia temprana de Ortiz, un verdadero elogio de la forma dialógica: "...la gracia flexible de la auténtica conversación, en que nadie se destaca ante los demás y en que colaboran todos en una suerte de melodía viva de sugerencias en que ni la voz, ni la palabra, ni la frase, se cierra, porque no cabe una expresión neta, concluida, de nada". Se enuncia así, casi programáticamente, cierta cualidad ética del dialogismo, aquel "cuidado" y aquella apertura hacia el otro que trasuntan los poemas, con su correlato formal de procedimientos que buscan atenuar la dominación de la voz mayor del yo poético. Veinticinco años después, encontramos la fidelidad a esa forma en "El lector y el duende", un texto que, en la misma dirección que la poesía de Ortiz, se torna enigmático a fuerza de prodigar las alusiones y ramificar la sintaxis. Juan L, Ortiz Obra Completa 994 Ortiz comenta allí, uno por uno, los poemas de Indio de carga (otra elección por cierto significativa: un libro de poesía social; un libro de un poeta provinciano publicado por una editorial de provincia), con plena conciencia de que se ha entregado al juego de traducir a las suyas las imágenes de otro. Y despliega luego sus apreciaciones sobre las filiaciones y la eficacia poética de esa poesía como "discutiendo" con su diablillo interior, multiplicando las formas interrogativas, disyuntivas, dubitativas, potenciales, y negando, finalmente, cualquier "ciencia" que pudiera disecar bajo fallos seguros la singularidad irreductible de cada poema. Nada más lejos, entonces, de este estilo hecho de cortesías delicadas, que la contundencia de los manifiestos. Pero quisiera llamar la atención, para concluir esta presentación de las prosas, sobre un texto al cual, aun con su dicción siempre como de tanteos, podríamos revestir de ese carácter. Emblemáticamente, no conocemos hasta ahora la fecha de su escritura. Quizá también emblemáticamente, fue publicado en 1969. Es "La poesía como desvelo o una actitud de la sensibilidad poética". Ortiz traza allí un cuadro singularmente agudo de las principales posiciones en el campo de la poesía, que incluye la suya propia. No casualmente, lo abre con una cita de Shelley: otra vez la tradición romántica de la pasión por la libertad, junto a la advertencia contra el abandono complaciente a las dulzuras de la vida, de la naturaleza o del paisaje. Es la "defensa de la poesía" en nombre de una idea de la poesía como responsabilidad amorosa hacia los otros, tanto hacia las "criaturas de nuestra misma especie, dividida consigo misma, dividida con su hermana y dividida con el mundo", como hacia las cosas todas de este mundo, "que van desde la piedra hasta las estrellas". Los amiguitos Cosas de niños, de animales y de paisajes Prosas Los amiguitos 997 El loquito E r a un haz de impulsos que se disparaban a la menor incitación. ¿Qué incitaciones sentía? Nada exteriormente le incitaba a la acción. La más perfecta armonía en torno. Calma traspasada de sol. ¿Calma? Manchas luminosas temblaban debajo del emparrado, los pájaros cantaban, la luz jugaba arriba. ¿Obraba esto, o era una idea repentina, o una sensación imaginaria, o el impulso profundo de las corrientes de su misma vitalidad? El caso era que rara vez podía estarse quieto. Un "petit sauvage". Sólo los cuentos que la madre inventaba para él conseguían aquietarlo un poco, en una especie de abstracción soñadora. Un momento nomás. Esta vidita anárquica tenía que chocar con todo. Tranquilidad doméstica, limpieza doméstica fueron muros contra los cuales hubo de darse su alegría desordenada y ruidosa, su genialidad creadora, y de los cuales se disparaba una palma punitiva que lo dejaba desconcertado un breve instante. Pues, en seguida, se estrellaba nuevamente con el mismo resultado. También fue un cerco la tranquilidad vecinal, con consecuencias dobles, ya que a la furia llena de amenazas de la viejecita por la casa apedreada o el hijo golpeado, se sumaba siempre la mano maternal, con una retahila ya más inocua de consejos, de gestos y de voces desorien- tadas que resbalaban por su ligero dolor físico. Tal tranquilidad no reaccionaba siempre de la misma manera. Eran las alarmas de las señoras por el barullo que armaba en la calle, o ante sus gritos destemplados, sus carreras vertiginosas, interrumpidas de abrazos furiosos o de tirones imprevistos al guardapolvo de sus compañeros, alarmas que por cierto no le tocaban pero que oídas por los muchachos se concretaba a través de éstos con un apodo que acaso hubo de halagar su vanidad: "el loquito", palabras con que todo el barrio infantil quiso herirlo luego, en una especie de confabulación que se manifestaba con motivo de su más leve travesura o de su simple crudeza verbal. Los padres se preocupaban por esta hostilidad, ya que querían cuidar sus relaciones y por las consecuencias serias que podría acarrear a la criatura. Se proponían entonces normalizarlo, atraerlo al común nivel infantil, de noche, cuando se disponía a dormir. (Palabras prudentes que sonaban lejanas de su curiosidad interrogadora, curiosidad que cortaba de pronto ese curso de ética con preguntas sobre el mundo, sobre Dios, o que constituían el monótono compás del desvanecimiento lento de alguna visión: la cola de alguna lagartija que temblaba aún cortada, unos huevecitos de pájaro que, puestos en un jarro de agua, no se sumergían como sus compañeros...). Y hacían esfuerzos por explicarse la violencia de su hijo a la luz de algunas teorías científicas. La mañana renovaba el mismo ímpetu, los mismos choques, los mismos castigos. En cuanto se levantaba, para asustar al gato o a la perra, prorrumpía en gritos desgarrados. Pero no estaba hecho sólo de violencia. Tenía gustos delicados como el de cortar flores para regalar a sus amiguitas o para colocaren el florero del escritorio de su papá, elogiando con un énfasis lleno de gracia los colores rientes de ellas. Y centro del menudo corro, la boquita redonda de emoción narrativa, recreaba para sus amigos las imaginaciones con que le había encantado su mamá. Su figurita, ardida y nerviosa, se erguía sobre el pequeño auditorio, vuelto de pronto un círculo de ojos agrandados. Las palabras que él decía no se las había oído ni a sus padres. Juan L, Ortiz Obra Completa 998 Ensayaron los de él un cambio de ambiente, aunque fuera por breves días, a ver qué reacciones se producían en la criatura. El mismo desparpajo entre las mil curiosidades de la capital. Las mismas carreras impetuosas en el estrecho patio del departamento, los mismos gritos, las mismas peleas con los chicos de al lado. Era, realmente, "incorregible". La más sutil pedagogía hubiera fallado en él. Los modos más suavemente tortuosos eran perfectamente vanos para reducir o canalizar aquel exceso vital, desde que explotaba al fin en otra forma más simpática, por más confortable, para la cordura mayor, pero de igual intensidad alocada. El pobrecito, sintiéndose dueño del mundo, empezó a sospechar que estaba éste todo acotado y guardado. Un paso que daba y ¡paf! se estrellaba contra la pared. ¡Y qué hermoso era el mundo! ¡Qué colorido, qué misterioso! Todos los días hacía descubrimientos. Su cuerpecito vibraba a cada contacto. Sus pies, por ejemplo, tenían una sensibilidad especial; apreciaban las más fugaces "nuances" táctiles. Tibieza delicada de la tierra en octubre, con la pátina final ¿de qué matiz? Sus ojos no podían precisarlo, pues fluía como la arena entre sus dedos. Las sensaciones de la tierra eran más francas, más puras que las del pasto, complicadas, insinuantes. Y él sentía sin aquel corazón, sin aquel rostro ingenuo, y no desconocía, por cierto, las finuras del sentimiento. Pero a la vuelta de esas experiencias estaba ¡ay! la reprimenda maternal confirmada por la habitual cachetada en razón de haberse descalzado e ido a los sitios vecinos "llenos de bichos y de vidrios". La misma que le esperaba si no resistía a la tentación de meterse en el agua de la calle vecina, cuando llovía, para sentir hasta la rodilla el impulso delicioso de la corriente florecida de espuma y alegre de barquitos de papel, y la que le aguardaba fatalmente cuando descendía del naranjo enorme de la casa, desde donde había imperado entre una muchedumbre de hojas y una huida de gorriones. ¿Cómo, si el mundo mágico era de él, no se le permitía gozarlo? ¿Por qué a cada intento suyo de tomar posesión de sus cosas aparecía siempre un rostro enojado y una mano airada? Con una rebelión ya germinando, el encierro y la vigilancia le forzaban a juegos pacíficos. Por un momento poseíale la gracia creadora. De sus manecitas inspiradas salían objetos de papel húmedos de aguas multicolores que él extendía igual que una aurora recién despierta: aeroplanos, barquitos cuyas piezas unía con alfileres, y algo que era un erizamiento de papeles de tintas torvas, sombrías y que estaba destinado a "asustar al gatito". O bien era el prodigio de un "ferryboat" hecho con un tarro, unos papeles, unos pedazos de piolín y un palito, tembloroso todo él de banderitas por un agua alborotada que querían dominar las pitadas... Pero se disparaba luego como una flecha hacia el fondo de la casa o ganaba la calle en busca de mayor espacio. Y a fe que la actividad que se desplegaba lo resarcía de la retención física sufrida. Ardía, podría decirse, si la bienaventuranza admitiese fuego, en el paraíso de la acción, alimentada de sí misma, vuelto una llama que se multiplicaba, que quería abrazarlo todo en su frenesí fulgurante... Porque después de esto era el suyo el aspecto de un ángel caído, lastimosamente azorado entre los rigores de la tierra, bajo el peso de una culpa que él no llegaba a explicarse. Daba pena ver sus ojitos verdes, color de uva, que habían llorado, agrandados de sorpresa dolorosa, y sus labios, gruesecitos, caídos en un gesto doliente. ¿Era malo el correr vertiginosamente? ¿Era malo el saltar agitando los brazos? ¿Era malo el gritar desgarradamente? Recordaba el campo que había conocido. Allá, es cierto, había más Prosas Los amiguitos 999 espacio. Pero no le permitían alejarse solo con el fox-terrier de la estanzuela. Su padre lo seguía "para cuidarlo". ¿Por qué había peligros en la felicidad? Si él no veía más que pájaros y vacas pacíficas. ¡Qué delicioso darse vueltas en el alfalfar! ¡O tenderse a la sombra de un espinillo mientras el perrito, medio metido en una cueva, resoplaba de ahínco y de venganza hacia la vizcacha que le había ensangrentado el hocico! El quería el campo, sí, pero sin papá y sin mamá, a la hora en que la mañana empezaba a fermentar igual que un mosto verde y azul, para hundirse en ella, lejos de las casas, con la única compañía del "chivito". No obstante, y a pesar de las prohibiciones de correr los pavos, sus placeres, sus experiencias campesinas, fueron riquísimas y constituían sus más rientes recuerdos. ¿Por qué no vivía en el campo? Allí, al menos, tenía cierta ilusión de libertad, aunque es cierto que por aparecer ésta más tentadora las limitaciones aparecían tanto más odiosas. ¿Por qué en todos los lugares encontraba tiranos? ¿Por qué no podía beber del agua rutilante que saltaba cerca de él en todas partes? ¿Por qué la tortura de la sed al lado mismo de la frescura irisada? Aquella mañana no estaba enfermo. Un pensamiento había madurado en su cabecita de seis años y medio. Comprendía. Súbitamente su almita se había contraído. No estaba enfermo. Su madre se inquietaba tomándole la temperatura. ¿Qué le pasaba a su hijito? Le acariciaba los cabellos y le miraba a los ojos, que él bajaba con cierto pudor reciente. Del desgarramiento interior, así que su mamá se hubo alejado, brotaron lágrimas, sangre pálida del conocimiento, que no refrescaron su rostro como las que le arrancara el dolor físico, sino que lo esculpieron marcando sobre todo la frente y el entrecejo. ¡Adiós alegría turbulenta, e ímpetu desorbitado que quisieron arrollar el mundo! Pisaba en el dominio de los hombres, descubierto de improviso, como a una claridad siniestra, en todo su erizamiento de organizaciones, de egoísmos pequeños y codiciados, sin ninguna gracia, sin ninguna imaginación. Juan L, Ortiz Obra Completa 1000 Leandro .Tintes del lucero Leandro debía estar en pie para ir en busca de los caballos. ¡Cómo le hubiera gustado, a veces, quedarse un rato más en la "cama" constituida por algunos aperos de montura en el galpón no muy bien oliente! Entonces envidiaba la suerte de sus compañeros que podían darse el lujo de una media hora más de sueño. Roncaban ellos en una pesadez de muerte que a Leandro se le antojaba la dicha. Pero se sobreponía a la dulce influencia del sueño ruidoso y medio vestido ya erguíase de un golpe sobre el tibio cojinillo. Iba a la cocina y avivaba las brasas del tronco del fogón sobre el que había dejado una "pava". Preparaba el mate. Tomaba dos o tres apurados, y a buscar el caballo, su caballito tan querido, al que acariciaba un momento. Era de él, sí, el sensible animal que ahora galopaba hacia el potrero en la noche del campo. De él, aunque pertenecía a la Estancia. De él que lo había identificado en un misterioso cambio de sutiles simpatías. Sobre el caballo le parecía flotar en la sombra con un mecimiento delicioso ritmado por el golpe de los remos del animal, que terminaba por evaporar los restos de su pereza. Traía los caballos y después las vacas para ordeñar. El también ordeñaba. Casi le gustaba ordeñar. Sentía un vago cariño hacia una de las vacas, una blanca que lo distinguía, por cierto, entre todos los ordeñadores, con signos que apreciaba y agradecía. Le gustaba ordeñar en el cuadro alegre del tambo, vapores de la tierra, de los animales, de las boñigas, de los orines, que hacían como una dulce nube luminosa en medio de la cuallos hombres acuclillados y los animales pintados parecían como suspendidos en una niebla paradisíaca de égloga. Sentía gozosamente que el tambo estaba alegre en ese momento. Luego era la llevada de las vacas y el baldeo interminable con ese balde volcador odioso, pesado, que hacía sufrir tanto a su caballo. El sufría con el caballo. ¿No habrán inventado algo los "ingleses" —se preguntaba— para librar a las pobres bestias de un trabajo tan pesado y al hombre de una tarea tan aburrida y dolorosa por sentimiento compasivo hacia las mismas? La recorrida del campo enseguida del almuerzo constituía para él un trabajo más liviano y hasta con algún encanto. Se acercaba al arroyo escondido entre el monte con el pretexto de dar de beber al animal, y allí sentía cosas extrañas ante esa gracia ondulante y encajonada en que temblaban algunas flores y huían ramas y follajes. Cosas extrañas sentía mirando correr el agua. Pero el capataz vigilaba y era necesario hurtarse al encanto. Había que cuidar de las aves de la estancia. Había que limpiar los gallineros, renovar el agua de los mismos. Había que llevar y buscar la correspondencia y luego traer las vacas para el ordeñe vespertino. Este no le gustaba como el matinal. El campo se iba llenando de sombras largas. Y los cantos como atenuados y lejanos, los balidos perdidos, hacían como un intermitente y discreto subrayado musical a la gran soledad amarilla que el grupo manso de las vacas y los gestos pausados y silenciosos de los hombres acentuaba aún más. No le gustaba porque le parecía demasiado triste. Sus quince años cansados —desde los ocho servía en la Estancia— no resistían al hechizo de la tristeza campesina. La jornada había sido larga, además. Desde la madrugada estaba en pie y activo. El campo ya sombrío con las primeras tímidas estrellas y el grito de las lechuzas, le aliviaba, sin embargo. Esta hora casi le gustaba, detrás de las vacas y la tropilla, rumbo al "piquete". Hasta silbaba una cancioncilla. El galope de regreso sobre los Prosas Los amiguitos 1001 húmedos pastos nocturnos. Y luego la alegría de la cocina ya llena de peones circulando el mate aperitivo, mientras el churrasco se doraba: alegría breve pues su cuerpo no resistía mucho la sobremesa a veces picante a su costa. Debía ganar pronto el galpón. El galpón era el sueño. El galpón era la nada. El galpón era la dicha total. Sonriendo medio dormido a las últimas bromas, tomaba el farol y se dirigía allí. * * * El domingo había ido a visitar a su madre. Hacía tres días que ésta se había quedado sin "su hombre", un hombre hecho a todas las durezas de su oficio, pero al cual una bronconeumonía contraída en una madrugada lluviosa en que engripado debiera salir con la hacienda, a pesar de todas sus protestas, hubo de llevarlo. Su madre había quedado con una criatura de tres años. ¡Cómo sufrió al verla enlutada y tan sola en el monte con su hijito! ¡Qué desolación! Hasta el perro parecía contagiado de la tristeza silenciosa. Además el lugar no era nada alegre a pesar de los árboles pues casi todos ostentaban una desesperación de ramas secas que se multiplica- ban hasta el confín como una árida pesadilla que el crepúsculo hacía más terrible. ¿Qué haría ahora su madre? ¿Recibiría ayuda de la Estancia? Tenía poca confianza. ¿Y los amigos del finado y la gente de los alrededores? Eran tan pobres todos, leñadores que trabajaban de sol a sol para la sola proveduría. Debía ayudar a su madre. Pero sería tan mezquina su ayuda con sus 15 mensuales. Debía indudablemente pedir aumento. En el almacén algunos peones que habían andado por la "otra provincia" hablaban precisamente de "derechos". ¿Pero cómo abordaría al capataz? Volvióse al almacén y pidió "una cañita". Esa misma noche hablaría al capataz, y si no accedía iríase a otra parte por un trabajo mejor remunerado. Ah, la madre y el pequeño. Ya ella, allí cerca había buscado trabajo, sin encontrarlo. ¡El hermanito silencioso que comía barro! Esa noche hablaría al capataz. ¿Qué iba a hacer con 15 pesos? Llegó cuando el capataz se disponía a cenar. —¿Qué querés? ¿Por qué has demorado tanto? ¿No conocés tus obligaciones? —Pero, señor. ¡Mi madre estaba tan sola! No podía dejarla enseguida. Mi madre ha quedado en la miseria. Tengo que ayudar a mi madre, ¿sabe? Con 15, no lo puedo hacer. Vengo a pedir un aumento. —Muy bien. Tras de venir tarde, aumento, muchacho atrevido. Velo al administrador. —¿Pero me recibirá a estas horas? —Andá nomás. Leandro se dirigió a la pieza del administrador. —¿Qué te ocurre, che? —Señor, yo tengo que ayudar a mi madre. Quedó viuda y tiene un hijo. No ha encontrado trabajo. Podría usted aumentarme el sueldo? —¿Con que ésa tenemos? ¿No comés aquí? ¿Qué hacés con tu plata? —No me queda nada, señor. Alpargatas, ropas, tabaco. Pregúnteselo al proveedor. —¡Ah, sí! No fumés. Sos bastante chico para eso. —Pero yo fumo poco. La ropa es cara y las alpargatas son caras. —No podemos aumentarte, che. Los negocios andan mal. Andá dormí. Juan L, Ortiz Obra Completa 1002 Leandro fuese a la cocina. Ya no había comida. No hubiera podido tragar nada, tampoco. No tenía tabaco pero pidió un poco y se dirigió al galpón. El farol alumbraba todavía. Algunos peones roncaban. Se tiró sobre el cuero y lio un cigarrillo. Esperó que vinieran los otros y él mismo apagó la luz. ¿Qué hacer? Sí, mañana pediría "la cuenta". ¿No estaría en deuda? Mañana mismo abandonaría la Estancia e iríase a buscar trabajo. ¿A dónde ir? El encontraría trabajo mejor pagado para ayudar a su madre. ¿Pero en qué ir si no tenía caballo? El "soguero" no era suyo. Ah, el "soguero". ¡Cómo lo quería! ¡Cómo se identificaba con él en las madrugadas de garúa helada y de viento cortante! —Fuerte, mi querido —solía decirle cuando el animal llegaba a estremecerse contra el viento sur—. Fuerte, yo siento agujas en la cara, en las orejas, en las manos, pero llegaremos al potrero. El caballo respiraba fuerte bajo los látigos mojados, como tomando ánimos. Sí, en esa lucha contra el frío y el agua eran uno solo. El no quería sólo al "soguero". Quería a las vacas, quería a los perros, quería al monte con el arroyo. Los recuerdos de éstos se precisaban ahora con un encanto desconocido. Amaneceres del verano del potrero, en un azul mojado, bajo las últimas estrellas. La luz luego con los teros y el rocío, |el rocío! Y los atardeceres larguísimos en que regresaba al paso entre los chillidos de las lechuzas y el numeroso fosforecer de las luciérnagas. Entonces cantaba, silbaba, se callaba de repente lleno de una cosa extraña ante la misteriosa presencia dorada que llenaba todavía el cielo occidental. Y las siestas en el monte llenas de bordoneos o de silencios en que creía ver aparecer algo —no sabía qué— que surgiría del arroyo o de las ramas o de las flores. Y las mañanas heladas y el cielo limpidísimo sobre la hondonada con aquel grupo de árboles. Las mañanas de helada, tan cristalinas, cuando llevaba las vacas al potrero. Y la llegada de noche a la cocina cuando el fuego ardía con tan mágica alegría en medio del círculo de los peones y el mate cordial. ¡Ah, la cocina! Era el lugar casi sagrado de la comunión con sus hermanos de trabajo. No faltaba ni el fuego para el rito amoroso. Las llamas danzantes daban a las caras curtidas reflejos inquietos y en la pared y en el techo sombras extrañas palpitaban. El perro lanudo que nunca quería seguirlo afuera y que era, sin embargo, su más fiel compañero en todos los menesteres de la casa fijaba como él una mirada hipnótica en el fuego. Los otros dormían ya cerca del fogón. Ah, el regreso en la noche helada a la cocina. Por estos breves momentos de fraternidad junto al dios de alegría transfigurada que le fascinaba tanto, él daba, sí, algunas ateridas noches del galpón, cuando la helada caía sobre la manta y se despertaba hecho todo un ovillo de temblor para no dormir más y andar todo el día escalofriado y pálido. El quería toda la Estancia y lorecordaba todo. Los rodeos en las mañanas luminosas llenas de color y de movimientos y de balidos y de gritos, cuando él preparaba el churrasco. El campo todo mugía y ondulaba en tonos brillantes y sobre la evolución de las ancas pintadas algunos bustos ágiles blandían látigos y silbidos... A todo estaba ligado. Ahora lo sentía dolorosamente. Los bancos de la cocina. El corredor. El gallinero. El pozo. La casa de dos pisos del patrón, con su jardín lleno de árboles altos. Las piezas del administrador, tan coquetas, con sus ventanas de rejas que daban a la quinta. La quinta, ¡qué hermosa era! ¡Siete años en la Estancia! ¿Cómo no quererla? Cuando volvía del recorrido, en la siesta estival, y veía temblar un techo rojo entre un claro de eucaliptus, sentía un íntimo contentamien- to. Tenía que dejar todo esto. El caballo, los aperos de montura. El monte, el arroyito. El Prosas Los amiguitos 1003 "soguero". Cuántos años sobre él, desde el lucero hasta la noche. Siete años de vida que se habían tejido con dolores, con alegrías, con alegrías que él sólo conocía, a todas las cosas de la Estancia, al paisaje circundante de tan varia expresión según las estaciones y las horas del día. Pero había que ayudar a su madre, y además, además, había derechos... Tiró el cigarrillo y vio que algunos bultos se movían. —¡Leandro! Te has dormido. ¡Los caballos! No contestó nada y escondió bajo la manta su íntimo dolor desgarrado. —¡Leandro, los caballos! —Hoy no iré —y se deshizo de la cobija para ir a la cocina a esperar al capataz. Juan L, Ortiz Obra Completa 1004 Un militante Julio fumaba sentado entre la carga del camión. Aparecían luces tímidas en la hondonada cuando llegaban a la parte más alta de la cuchilla. Estas luces, en cuanto descendían, resultaban más claras y diversas: luces amarillas y pálidas de los ranchos, luces también amarillas pero más vivas de algunas casas de campesinos, luces casi blancas de alguna que otra estancia medio escondida entre los eucaliptus. De niño, él con sus hermanos, después de la cena, hojeaban libros en el comedor. Detrás del jardín, un bosquecillo, y más allá, el arroyo. El tuvo un arroyo cerca de la casa, sí, y un jardín, y caminos entre las hierbas, que bajaban hasta el agua bajo ramas goteantes en el amanecer, cuando él conducía las vacas más allá del puentecillo, en la otra colina. Le gustaba hojear libros con sus hermanos. Su padre fumaba. Una velada muy corta, pues antes de la alondra todo debía estar preparado para el trabajo en los campos vecinos. En el fondo de sus recuerdos había una luz líquida entre piedras: el arroyuelo y un círculo dulce de resplandor que arrancaba algunas chispas a las rubias cabecitas inclinadas sobre las páginas. Unas manos ágiles, aunque rudas, entre las madejas de lana, y parte de un rostro querido también aparecían en este círculo. ¿Cómo estaba él aquí, en la noche entrerriana, sobre unos cajones que vacilaban y frente a unas luces apacibles que en lo hondo se deslizaban con un movimiento lleno de armonía como el palpitar de las estrellas? Su adolescencia en Roma fue extremadamente sensible al arte, a la poesía, a la belleza de las cosas. Pero allí también conoció la prisión, y su sentimiento revolucionario con ello hubo de afirmarse. La poesía y la revolución eran una misma cosa. ¿Por qué no darse a la acción para realizar también la poesía en formas inmediatas y vivas, intervenir en el movimiento revolucio- nario organizado para crear las condiciones de la gran poesía de todos, de la belleza que todos deberían vivir? Sus compañeros, por cierto, se debatían entre las formas que querían apresar eso que sus hermanos humildes creaban sin darse cuenta exacta de ello. No tuvo ninguna vacilación. ¡Tanto sueño pasivo desde el principio de los tiempos sobre la justicia! Era necesario ser leal con estos mismos sueños y empeñarse para darles formas concretas. La contrarevolu- ción creaba por otro lado deberes ineludibles. Nuevas prisiones y su escapada a América. Desde luego que sus compañeros actuales no sabían de su sensibilidad. Estaban lejos de sospechar que fue un anhelo de poesía activa el que le hizo allá en el colegio torcer el cuello a sus ambiciones literarias. Consideraban con cierta extrañeza sus modales y sus manos. Sobre todo sus manos. No importa. El se sentía muy bien entre ellos. Había en ellos la misma fuerza y la misma pureza de la naturaleza. La burguesía letrada no sabe de esta fuerza y de este encanto. Reacciona sólo contra un gusto que no es congènito del pueblo, que ha recibido también de arriba o en cuyas causas estarían las condiciones de indignación que le han impuesto. El pueblo es como la naturaleza, como el paisaje. Es el paisaje humano con más virtualidades. Hundirse en él es como hundirse en el paisaje. ¡Qué frescura y qué fuerza se gana! Prosas Los amiguitos 1005 Las luces de la hondonada habían desaparecido. Una vaga noche ondulada giraba suavemen- te. Las estrellas innúmeras arriba. De improviso una masa más compacta de oscuridad, con toda la fiesta de la noche: un arroyo. Una frescura tenuísima. Un perfume complicado también muy tenue: ¿a qué pastos que despertaban a un hálito que recién parecía descender? Ahora era un fuerte olor de potreros. Veía en la sombra caminitos pálidos y grupos de animales dormidos. Toda la paz misteriosa de la noche estaba aquí. Se sintió tocado. Oh, él debía decir de alguna manera esto. ¿Pero sus responsabilidades de militante? No creían que éstas fueran afectadas por la expresión, lo más depurada posible, del encanto oscuro de las cosas. Sólo que esto exigía una consagración casi absoluta. Y él estaba comprometido en deberes inmediatos y numerosos en cuyo cumplimiento también percibía una especie de armonía, casi un canto. Un canto, sí, parecía exhalarse de la acción alegre y coordinada de sus compañeros dispuestos a cambiar el hombre y el paisaje, dispuestos a unir a éstos en una relación viva y renovada; dispuestos a ordenar y embellecer primero la casa del hombre para lanzarse después a quién sabe qué cósmicas aventuras, mientras en esta empresa o en estas empresas se creaba una nueva figura humana. Una ligera melancolía a veces le ganaba. Cierto estupor vago también ante quién sabe qué vagas cosas. Dudas, no. El tenía una íntima seguridad del camino. ¿Por qué sus amigos los poetas no admitían esta ciencia sutil de la acción como admitían la del sueño escrito? Bastaba que se pusiera en contacto con sus compañeros para que se hallara envuelto en aquella atmósfera armoniosa. No importa tampoco que éstos no dominaran en todos sus matices el problema de la revolución en lo que respecta a la cultura. El marxismo no se aprende de la noche a la mañana. Si en los países de mayor cultura y en la Rusia misma se había incurrido en tantas equivocacio- nes en la aplicación de un método tan flexible y delicado a las actividades del espíritu, qué mucho en estos países, donde no hay una clase intelectual con caracteres definidos y donde el Partido, por las condiciones especiales de los mismos, ha debido poner el acento en cuestiones más inmediatas y concretas, se fuera tan a menudo harto simple e injusto con los poetas sobre todo? No importa. Estos luchadores creaban las condiciones para la verdadera cultura y en ellos mismos amanecía una sensibilidad social y ética inédita en la historia. En la hondura centellaron algunas luces: una Estación. Pasaron por la calle principal. Le entristecieron las casas oscuras que se adivinaban de ladrillo patinado. ¿Por qué le daba tanta tristeza el ladrillo viejo de las casas casi ruinosas? Oh, ellos harían un jardín de la provincia, una gran granja alegre y hermosa, tan hermosa como lo era sólo una región del noroeste en manos, por cierto, de unos pocos. Lo que sería Entre Ríos de agua fácil y de segura respuesta al trabajo fecundante! No se olvidaría estas casas, no. El variadísimo tapiz de los cultivos subiendo las cuchillas entre las arboledascolindantes. Y flores por todos lados. Flores, flores, rodeando las casas con muchísimas ventanas. Flores. Ella le sonrió en el recuerdo. La novia perdida. Pero no era posible sacrificarle la otra novia: la revolución. Fue inútil el empeño para conciliar los dos amores. Sus ojos, cuando le miraban en la noche arbolada de la noche provinciana. Y sus labios cuando palpitaban el adiós. Y sus manos de finos pétalos ardientes. Y su voz de agua danzante, cuando suspiraba como el cristal tenue y oscuro de la hora... Juan L, Ortiz Obra Completa 1006 Ahogó en lo más íntimo una queja y se esforzó por pensar en la reunión juvenil que él debía presidir. ¡Los adolescentes! ¡Qué noble materia! ¡Qué materia plástica y ardiente! ¡Qué materia sagrada! Se acercaba a ellos con un respeto infinito, temeroso a veces de que las líneas tácticas le parecieran demasiado sinuosas o demasiado rasantes. Lebreles. ¡Cómo atraillar su magnífico impulso para dispararlo en el momento oportuno hacia el blanco de la acción, siempre modesto? Lebreles. Ella era la esbeltez misma en su delicada plenitud. No podía olvidarla. Su andar ondulante. El gesto cuando se volvía luego de la separación. Toda la gracia de la ciudad estaba en ella. Toda la gracia de la provincia estaba en ella. Era cierto que esta tierra tenía una gracia femenina. Quería ahora esta tierra como cualquiera de sus hijos más sensibles. Lucharía por ella, se sacrificaría por ella. Le dolía el cuerpo. Su estómago le ardía. ¿Cuántos días hacía que su alimento sólo consistía en café negro y pan? Le ardía el estómago, pero el cansancio le adormecía ligeramente. De pronto una leche pálida, muy pálida, se diluyó hacia el Este. Y el amanecer fue tornándose una orilla oscura de curvas lomadas con manchas fantasmales de montes y animales. Aquí y allá una luz imposible todavía con estrellas: bañados y arroyos medio secos. Iba hacia la juventud. Lebreles. ¿Pero los impulsos quebrados o muertos, casi apenas nacidos? Era terrible la tristeza de los jóvenes debatiéndose en la inseguridad y la miseria. A la melancolía febril propia de las adolescentes almas presas de las crisis de la edad, se agregaba la angustia económica, la pesada angustia económica. Pero era importante que algunos conocieran el camino, que algunos supieran por qué se luchaba y que tuvieran fe en los resultados de la lucha. De los campos ahora más visibles, una brisa infantil vino hacia su rostro. Pobres campos también casi quemados pero con un espíritu fresco a las primeras luces. Juventud ardida pero con pureza continuamente renovada bajo el día ideal. La ciudad a donde iba apareció tras la última cuchilla con la torre de la iglesia transpareciendo en el oro inicial. Le dolían horriblemente los huesos. Una ciudad modesta pero preciosa como una rosa. La juventud, la revolución, los pueblos hermosos que se despiertan en el verano. Su cuerpo ahora casi no existía. Lio un cigarrillo. Prosas Los amiguitos 1007 El vagabundo U n a s risas femeninas le despertaron. ¿Era un sueño? Un grupo lleno de color y de movimiento y de gracia entre el claro de los pinos jóvenes menos oscuros a esa hora. Un dolor agudo en la espalda, una molestia intolerable en los codos, y cierto ardor en el estómago. A pesar de los mosquitos había logrado dormir un poco. Pero el despertar no era el de las siestas de su casa, el de las lejanas siestas de su casa. ¿Cuánto hacía que no tenía un despertar parecido? La cabeza ligera aún antes de la ablución y el cielo como de agua detrás de la fronda apenas transparente del paraíso familiar. Se sentaba en el catre y con la mirada todavía llena de pequeñas hojas de luz cambiante contra un azul líquido consideraba la extensión radiante hasta las azules lejanías. Luego era el trabajo en la colonia, con sus padres. Al anochecer, después de aseado, iba al almacén vecino. Los ojos, y la boca de la hija del almacenero! Pero nadie supo de sus sueños. Sin tierra ya sus padres, y él deambulando de colonia en colonia, de estancia en estancia, las noches al raso, al costado de los caminos, conocieron sus suspiros cuando los pastos de pronto temblaban y el cielo de verano se llenaba de miradas, de miradas... Los ojos y aquellos labios tan frescos, tan frescos. Unos ojos ingenuos y grandes- Veía como en un sueño a esas muchachas que reían y cantaban al dirigirse hacia la playa. El sueño se alejaba al mismo tiempo que se hacía más hermoso. Apenas si distinguía ya el río y las islas y ese cielo tan grande de las cinco de la tarde con esas nubes tan grandes... El no estaba en el paisaje. No podía estar en el paisaje. Ni siquiera podía ver sus imágenes como las del cine. Su cuerpo le pesaba y le dolía. Sus compañeros prolongaban aún la siesta. ]Oh, si él pudiera dormir tan bien como ellos! Pero su estómago no se lo permitía. Se despertaba de improviso con náuseas. Ahora eran las risas cristalinas las que le habían traído a otro sueño que ya se había alejado. Sentía sin embargo en torno suyo una suerte de resplandor, una dulzura casi inexistente. ¿De dónde venía ésta? ¿De los pastos o del "Aguaribay"? ¿Era aquél el de la tarde? Ciertamente que la noche bajo un árbol no tenía ninguna luz ni ninguna dulzura. Un leve sueño —lo más común era que no hubiesen "cenado" nada— a favor del humo, cuando tenían fósforos y podían quemar algunos pastos, y un despertar atrozmente picado. Las estrellas no sonreían ciertamente. Las estrellas no existían. La realidad estaba hecha de botones ardientes en las orejas, en las manos, en los brazos, en el pecho... Los mosquitos... La realidad estaba hecha de un vacío también ardiente en el estómago. Esto cuando no debían ganar algún gran caño o algún rincón debajo de un puente paira defenderse del agua atormentada. Allí solían encontrar alguna gatita con hijos o alguna perrita abandonada. ¡Con qué gritos suplicantes los recibían! Sus compañeros permanecían indiferentes, pero él se conmovía. Sentía que algo sutil pero muy vivo lo unía a aquellas pobres bestias en medio de la noche castigada. Desde entonces sus manos se volvieron extraordinariamente delicadas para los lomos eléctricos o duros, para los pelos ásperos o ralos. Sus compañeros dormían todavía. Era necesario despertarlos. No se podía dormir en un paseo público hasta esta hora. Era necesario despertarlos e ir no sabían adonde. Era un día de Juan L, Ortiz Obra Completa 1008 fiesta. No era posible pedir trabajo hoy. Tampoco era posible pedir algo de comer a esta hora. Toda la gente estaba fuera bajo el domingo alto, altísimo del cielo. ¡Cómo sus compañeros se habían acostumbrado a pedir! El todavía no podía hacerlo. Tenía todavía dignidad. Solicitaba trabajo simplemente. Pero debía comer de lo que ellos conseguían, pues no hallaba trabajo. Además no podría realizar ninguno pesado o que le requiriera muchas fuerzas, pues éstas mermaban día a día. Se sentía tan débil y no tenía más que veinte y cinco años! Lo que se lograba era muy poco para los cuatro. Además, eran generalmente unos malos restos de comida. Y él no pedía. No debía aceptar nada hasta tanto no encontrase trabajo. Pero ¿cómo encontrarlo? Eran tantos los desocupados... Ensayaría sin embargo de nuevo al día siguiente. La cara aterrada que ponía la gente cuando él llamaba y preguntaba si no había en la casa algo por hacer! Debía estar muy pálido y muy barbudo. Sin embargo una muchacha lo había mirado con una simpatía al ofrecerle un pedazo de pan que él no aceptara... Eran las cinco de la tarde en una calle del centro. Un sol radioso. Mujeres limpias y graciosas, hombres bien trajeados y limpios, con gestos fáciles y felices. Oh, ellos no tendrían sed, esa sed horrible que no podía calmar con nada. Ellos no tendrían sed y andaban limpios. Los jóvenes tendrían novias y los otros una compañera segura. Ellos no tendrían sed y un cuerpo que pesaba, que pesaba... La muchacha lo había mirado con una mirada honda. ¡Qué vergüenza! Algo de maternal en la mirada... ¡Su madre!Una familia deshecha al poco tiempo del desalojo! La madre muerta de pena. El padre que se suicida. ¿Era esto el trabajo de la tierra? Desapareció la sed, su cuerpo no pesó tanto. La tarde fue sólo durante un minuto una mirada de ternura. Luego fue una mirada que leía más hondo en él, y al final fueron unos ojos grandes e ingenuos los que la llenaron. El sol se colaba por entre la fronda y quemaba ya la cabeza de uno de sus compañeros. Una cabellera crespa fuertemente iluminada. Una cabellera joven también. ¿Por qué los jóvenes tirados así bajo los árboles, durmiendo su cansancio y su hambre en la fiesta de la tarde? Pero había hombres maduros también. Pero había hombres viejos también. Había gente que vivía no se sabía cómo en los arrabales de las ciudades, en los arrabales de las estaciones, en los campos. ¿Por qué? Tratarían de contestarse estas preguntas y obrar en consecuencia. No era posible seguir más así. No podían quedar cualquier noche muertos de hambre en algún escondite de algún parque. El otoño estaba por llegar. Vendría el invierno. No era posible. Sus escasos músculos se endurecieron y se incorporó de golpe. Una nube había velado el sol. Prosas Los amiguitos 1009 Luisa Aprovecharía el momento en que "la señora" conversara con alguien en el despacho o estuviera en el baño. La señora se aburría mucho y no dejaba escapar la menor ocasión que se le presentara para averiguar algo o hacer alarde de la potencia económica de la "sociedad matrimonial". Gorda y flácida, tenía que enterar a todo el mundo, con voz fuerte y afectada, de los excesos nutritivos de la familia, del estado floreciente del negocio, de las adquisiciones hechas por su marido, de sus depósitos en el banco. No visitaba simplemente, entonces, el comercio para vigilar a la empleada. El baño, por otro lado, no era un lugar en que permaneciera sólo algunos momentos. Sólo después de un largo rato surgía de él lista para ser amable con el cliente o dienta que llegara. Éstas eran, sin duda, las ocasiones propicias para realizar su deseo. Era indudablemente un delito. No debía tocar aquello. Aquello estaba allí para ser solamente mirado por las visitas distinguidas. No hacía dos días se había visto en el espejo de la sala. Sintió cierto placer. No era fea. Sonrió a su cara morena de ojos grandes. Esa noche sintió algo desconocido en la sangre y como si de ella se desplegara algo. No sabía qué. Ala noche siguiente, eran tímidos frutos en el pecho y cierta morbidez en los muslos que acariciaba como si recién los descubriera, y como si fueran propios y ajenos a la vez. Soñó: no era ya la chica ultrajada, la chica humillada, dada a la familia "bien" porque la tía no podía mantenerla. No era la chica blanco de la brutalidad de "los niños". No era la chica culpable de todo, que una vez hubo de tentar fugarse porque a la comida segura y al techo seguro pero con modales groseros y castigos gratuitos era preferible la relativa libertad que la hermana de su madre podía concederle. No era la chica que había llorado de noche sintiéndose sin protección. No era la chica que se había dado cuenta una noche de que nunca había tenido madre, de que nunca había sido acariciada, pues su tía, desde que la recogiera —tenía apenas un año y medio cuando quedó huérfana— apenas si la había atendido; no podía más tampoco, pues estaba colocada a los cuidados más indispensables de la edad. No era esa chica, no. Era una niña vestida de claro acompañada de un muchacho alegre, paseando por el "Parque" en una tarde soleada. ¿Quién era él? Era un jovenzuelo que venía al negocio. Un jovenzuelo casi alto, de pelo castaño claro. Un jovenzuelo con dientes muy blancos y con modales muy vivos. Un jovenzuelo que no la había mirado pero a quien había visto sonreír como en un resplandor entre los labios que parecían tenderse hacia una caricia universal. Se los miraba ella ahora al conversar. ¡Qué feliz se sentía! El paseo radiaba. Ella también radiaba. Una felicidad completa. El vestido le quedaba muy bien. Se sentía ligera, ligera. Esa tela tan bonita que le había encantado en la vidriera ahora la envolvía con una suavidad y una flexibilidad que casi la hacían languidecer. El vestido era como la tarde, se sentía envuelta por la tarde frente a unos labios móviles cuya avidez sentía y la inquietaba. ¿Dónde estaban los "patrones"? Todo había desaparecido. Solamente la tarde, su vestido y él. Se acercaron al río. La invitó a un paseo en canoa. Al principio ella rehusó. Pero la tarde era aún más límpida en el agua. El río estaba lleno de embarcaciones de donde se escapan risas y conversaciones alegres. ¡Una fiesta en el río bajo el sol del Domingo! ¿Por qué no podía ella participar de esa fiesta? Ella tenía un Juan L, Ortiz Obra Completa 1010 compañero como las otras chicas. ¡Un novio! ¿Era realmente un novio? Un sentimiento de orgullo ahora la embargaba. Pero desapareció enseguida en la alegría flotante que la apartaba casi de esa sonrisa resplandeciente que hacía un momento la había hecho temblar hasta lo íntimo. Felizmente se acercaban a la orilla opuesta. Tenía miedo. ¿Por qué tenía miedo ahora? Quería huir. Quería huir. ¿Adónde ir? No tenía fuerzas tampoco. No se pertenecía ya. No se pertenecía. Oh, si alguien la salvara. Pero ya desembarcaban. Con un pavor creciente miró las maciegas de las islas. Si pudiera esconderse! Pero un poder atrozmente delicioso fue llevándola hasta el límite de §u desaparición entre unos brazos ardientes y bajo una boca voraz... Ella sola estaba en el vestíbulo. Los chicos estaban en el comedor desayunando. La señora se "maquillaba". El negocio estaba solo. Entró en la sala y se miró al espejo con cierta vergüenza complicada de una ligera compla- cencia que nacía de lo íntimo de una vida reciente que la ganaba toda como una floración. Se miró las manos un poco trémulas alargándolas hacia el azogue que devolvió unos pétalos delgados y morenos. Era el momento. Se volvió hacia el estuche y la piedra maravillosa centelleaba en su finísimo engarce. ¡Y aquel doble hilo dorado! No era para ningún dedo de la señora. Posiblemente en su juventud apenas si en el meñique se hubiera ajustado. La "nena" tampoco podría usarlo. Tan pequeñas las manos y ya parecían enguantadas en su propia gordura! La sortija exigía, además, un dedo largo y vivo. Tomó el estuche. Miró, acarició con ojos vivos la joya exquisita que velaba en su lecho de raso pálido. Velaba, sí, porque ese fuego verde ardía misteriosamente como una pupila no humana. Tuvo miedo. Su mano serena tembló y la esmeralda lanzó un diminuto relámpago. Sus dedos se apresuraron, sin embargo. Extrajo el anillo y se lo colocó en su anular izquierdo. Ahora sonreía frente al agua rectangular que tenía una mano enjoyada y semiabierta. Era su mano, y una mano de novia. ¡Oh, si él viera aquellos finos hilos dorados con su diminuto relámpago verde! Ella pasearía con él en el "Parque" y haría el gesto de atraer algunos cabellos fugitivos para que él viera el anillo. Ella se lo sacaría luego para que él lo colocara de nuevo. Lo vio distintamente en ese gesto. Pero pasos que se acercaban la atrajeron a la realidad y apenas si tuvo tiempo para sacarse la sortija. Cuando la iba a colocar en el estuche el cuerpo de la señora llenaba la puerta de la sala, la cara airada de la señora con ojos que despedían fuego llenaban todo el mundo. Su mano vaciló y el anillo cayó con un ruido frágil y precioso al tiempo que una furia gigantesca avanzaba sobre ella con una tremenda decisión. Prosas Los amiguitos 1011 Las calesitas (drama de los niños) « O O e vende una calesita. Para tratar...". Así dice un aviso de La Prensa. Cómo —nos pregunta- mos— las calesitas no constituyen ya un negocio? O se trata de un simple apuro económico de alguno de esos hombres tan simpáticos que se dedican a transformar en "pesos" la dulce inclinación infantil al mareo o la más profunda fatalidad —¿fatalidad?— humana de girar... ¿Humana solamente?¿No será fatalidad cósmica? Cuidado con la idea del "círculo"! El hecho es que las calesitas amenazan irse de la realidad material, del mundo concreto de los niños. ¿No comprobáis que ya se ven menos en los lugares de diversión, o que las que allí funcionaban son calesitas mutiladas, incompletas, sin caballos, son calesitas a medias? Amenazan irse de la realidad material, del mundo concreto de los niños... Porque en el recuerdo de los mayores, mientras vivan, perdurará la casi angustiosa delicia del primer leve mareo sobre un galope que no era, no, mecánico, al son de un organillo cuyas notas agrias llevarán hasta la tumba, mientras los padres a los "aînés" os buscaban entre el vértigo... Sólo el mareo que os causaron luego unos ojos, o mejor, unas miradas, puede compararse a aquél. El caballo galopaba y os creíais embarcados en un infinito viaje circular. Se viajaba alrededor del mundo, alrededor del eje del mundo. Y por cierto que los caballos no eran de madera, no. Eran caballos reales, magníficamente enjaezados, por añadidura. Eran caballos, no eran caballitos. La fuerza elemental, la misteriosa atracción de la vida tan presente en los animales, allí se movía con un ritmo regular y os ibais sobre ella fascinados y un poco aterrados... Alcanzábamos, así, de niños, vivíamos, así, de niños, un sentimiento que después habían de razonar algunos niños terribles para justificar empresas nada inofensivas. Son éstos, ya se sabe, niños que no han madurado, que han quedado en niños, aunque armados de una metafísica hábilmente sutilizada para dar una tremenda realidad teórica a la nada, al vértigo, a la sangre, a yo no sé qué "vida", para explicar una muerte organizada por otros niños más prácticos... Pero no; dejemos a los satánicos eso de reclamar la maduración de la personalidad y otras cosas para alcanzar el nivel específicamente humano u otra integración más real e iluminada con el universo... Dejemos eso a los satánicos. Permanezcamos siendo niños también en la realidad. La sabiduría puede ser girar... girar... alrededor de un eje. ¿Por qué no? Ah! los caballitos —los caballos, porque los vemos grandes en nuestra memoria lejana— giraban tan ufanos, tan seguros, como si el organillo fuera un extraño organillo pitagórico y aquél no fuera un eje sino el mismo eje. No es el mareo delicioso lo que volvemos a sentir sino una suerte de éxtasis ante la gallardía rítmica y marcial de los caballos. Qué extraño, no? No estamos sobre ellos, unidos a ellos como centauros sorprendidos, sino frente a ellos, pero en un recuerdo extasiado... Por esto nos inquieta el aviso de La Prensa y las comprobaciones hechas en los parques infantiles. Ahora que queremos volver efectivamente a la infancia para encontrar el secreto perdido entre tantos endiablados afanes de recuperación y superación humanas. Los caballos, Juan L, Ortiz Obra Completa 1012 galopando, galopando... ¿Por qué nos acordamos de Triay y de un "caballo loco" de Gualeguay- chú? El secreto puede estar en un cierto voluptuoso mareo, no en la unidad mágica del mundo que sólo se logra en esa edad, como soñaba Alain Fournier. En cierto voluptuoso mareo sin ningún peligro de caída, oh no! De todos modos, que no se alejen de nosotros las maravillosas calesitas. Que no se alejen sobre todo de nuestros niños. Qué va a ser de nuestros niños sin caballos que galopan alrededor de un eje? De los niños que los han visto alguna vez o los han imaginado? Tiene tales necesidades la imaginación infantil que, sin caballos giratorios para transfigurar todo a su alrededor, será un circular equino en torno a un eje, y no nos libraremos así de convertirnos a su influjo en marciales, en muy marciales caballos que galopan en redondo encantados por un ritmo de marcha... Y qué procedimiento especial no ensayaremos contra esta sutil compensación imaginativa que tan graciosamente nos devuelve a la zoología? Ah! nuestras medidas no la alcanzarán! Prosas Los amiguitos 1013 La dominación de los mayores H a c e ya tiempo que la pedagogía insiste en el respeto que se debe a la personalidad infantil. Hace aun más tiempo que algunos educadores y algunos poetas llegaron a comprobaciones e intuiciones respecto de dicha personalidad que nos ponían verdaderamente frente a un mundo con leyes propias, a un mundo que se realiza conforme a sus propias posibilidades. Nuestra intervención en él debía reducirse en todo caso a facilitar con un tacto delicadísimo el cumplimiento de esas leyes. Sobre todo era con una atención amorosa, muy amorosa, cómo debíamos encararlo. Sin embargo, se observa todavía un afán por conformar una organización tan especial como es la del alma de los niños a los intereses de los adultos. Sean éstos los intereses de la índole que fueren, es evidente que tal conducta sólo puede significar que se malogre esa etapa de profunda significación en el desarrollo de la vida del hombre y se afecte a ésta, de consiguiente, por entero. Resulta de ello que los niños no llegan a tener una infancia verdadera y se hacen "serios" prematuramente, y los "grandes" se engañan sobre los gestos que ordenan, sobre los juegos que decretan. Se creen los dueños absolutos de las cosas y de las almas, pero éstas no se les someten muy fácilmente, a pesar de las apariencias: conocen maneras muy sutiles de reaccionar contra sus opresores, aunque a la larga, como decíamos, lleguen a resentirse de la falta de la necesaria libertad. Sería casi lógico que los hombres que no han sido en realidad niños no estuvieran dispuestos a reconocer a éstos sus derechos y adoptaran actitudes nada graciosas, por cierto, de niños que juegan al mando con una solemnidad graciosa. Pero el caso es que vemos a la mayoría en estas actitudes. ¿Es entonces la dominación de los mayores o la de los niños grandes la que sufre ahora la maravillosa fantasía creadora de la infancia? ¿Es la tiranía de los "padres" y de los "guías"? Se cree que los chicos no entienden su bien y que todo lo que hasta hace poco se les había confiado hay que retomarlo. Absolutamente todo. Los chicos no entienden su bien y hay que salvarlos. Salvarlos de la "disolución anárquica" a que están expuestos por la influencia que sobre ellos ejercen algunos "niños" en los que parece florecer el genio de la edad. Los chicos no pueden tender a realizarse por ellos mismos y para ellos mismos, para la vida. Los chicos deben ser útiles a los mayores también. Hay que ordenar jerárquicamente la vida, conforme al orden divino que se confunde al orden de los mayores, aunque Jesús haya dicho que su reino era el reino de los niños. Los chicos no entienden su bien y no está permitido dejarlos abandonados a su propia experiencia. La experiencia es siempre peligrosa. El camino debe ser indicado desde arriba. ¿Desaparecerá así la gracia tan profundamente poética de la infancia? ¿Estaremos condena- dos de aquí en adelante a ver hombrecillos tristes o hipócritas, aptos sólo para marcar el paso, para juegos impuestos, para las pesadas ceremonias de los mayores? ¿No se salvarán de algún modo la fantasía y la sal? ¿Será absoluta la dominación de los mayores? Estas preguntas ya han sido contestadas. ¿Pero no serán los niños como el pueblo? Juan L, Ortiz Obra Completa 1014 Aquel pájaro miraba E r a n amigos excelentes. Pero cuando se sale al campo en una tarde hermosa, decididamente hay que hacer algo. La alegría camaraderil y el sentimiento de la belleza del paisaje, de la felicidad del paisaje, se traducen a veces en una actividad que busca un pretexto para ordenarse, en la necesidad de dominar su desorden o de reducir a ciertas formas una emoción que desborda. Así aquellos jóvenes se dieron a tirar al blanco, luego que el mate hubo dejado de constituir una razón suficiente para permanecer en un lugar tan encantador. Porque el sitio era realmente encantador: desde el tronco del ombú, en la parte más alta de la barranca de por allí, se dominaba un paisaje de río y de islas,al oeste, con una nobleza de líneas que hechizaba, mientras al este os daba una gracia de colinas cultivadas y de montes hondos y ascendentes, no menos llena de satisfácción. Las detonaciones no llegaban a herirme en verdad. No sentía tampoco que un silencio tan lleno de la irradiación de tantas cosas armoniosas, del vuelo de las nubes, sobre todo, llegase a alterarse o quebrarse de manera muy sensible. Casi me distraían las ligeras veladuras de polvo que los impactos hacían sobre la cima del talud y la lejanía matizada de las islas. Cuando mis amigos se volvieron hacia el otro lado tuve una leve inquietud. Aquí no había tarros o no se disponían a fijar un blanco parecido. Sólo un árbol seco, pero muy elegante, contra el cielo. El juego se suspendió por unos momentos, mientras el mate, renovado, circulaba de nuevo. Pero las armas permanecían en las manos, y la conversación, otra vez anudada, nos distrajo del ambiente. Alguien miró. Un pájaro estaba posado en una rama muy fina del árbol, en la más alta. El pájaro miraba. ¿Qué miraba el pájaro? No, no era el pájaro que atisba su alimento. Era simplemente el pájaro que mira. Ha pensado alguien en esto: un pájaro que simplemente mira? Recuerdo estas líneas de Rabindranath Tagore: "En los Upanishad se nos dice en una parábola que dos pájaros están parados en la misma rama y uno de ellos come en tanto el otro mira. Esta es la imagen de la mutua relación entre el ser infinito y el yo finito. El deleite del pájaro que mira es grande, pues es un placer puro y libre". El pájaro miraba. Pero ¿qué miraba? ¿Qué miraría? La tarde se iba afinando hasta no ser más, del lado de la mirada del pájaro, que un tejido flotante de penumbras y resplandores. Pero él debía ver, tras de las lomas cercanas, una ondulación dorada que moría en el cielo, con los relámpagos extraños de las casitas dispersas y las manchas cambiantes y tenues de las lejanas arboledas. Debía ver la casa próxima, los árboles próximos, la hondonada ya de seda, las vacas y los caballos que estaban volviéndose fantásticos allá abajo... Debía ver todas las cosas que también miraban a esa hora. Había, pues, una relación sutil entre el ambiente y esa ave silenciosa que miraba desde el extremo de una rama. No, no era quizás un pájaro, tan puro parecía ser el placer de la visión, del éxtasis. Se hubiera dicho que ni siquiera miraba las cosas. Miraba la tarde en lo que ésta tiene de trascendente, o de íntima, de calidad ya espiritual. Un revólver apuntó. Sonó un tiro. El pájaro seguía en la rama. Otro tiro. El pájaro miraba todavía. Una nueva detonación y la extraña almita permanecía aún quieta. Yo moría. Prosas Los amiguitos 1015 La cuarta vez debía ser fatal. Como el mismo pensamiento de la tarde se deshojó aquella delicadísima vida y cayó, ¡ay!, en un despojo de plumas ensangrentadas. Las balas silbaron a su lado y no se había movido. Sería sencillamente un pájaro sordo? Pero yo lo había visto antes que nadie en la misma dulce actitud contemplativa, ya presa, se diría, del hechizo de la tarde. Es tan poderoso este hechizo a determinada hora que algún pájaro, en él, no puede sentir el silbido rasante de la muerte? Lo cierto es que uno de mis amigos abatió entonces, sin saberlo, el más puro espíritu que fuera dado al momento encontrar para mirarse, para simplemente mirarse, y que dicho amigo no podía sospechar que al mismo tiempo caía bajo su bala todo lo que de mí había pasado a la alada criatura. Cada vez que recuerdo a aquel pájaro siento de veras que un plomo me atraviesa en el instante mismo en que la tarde adquiere una casi angustiosa perfección de estampa. Juan L, Ortiz Obra Completa 1016 Gualeguay y su paisaje ien objetará: Tero si Gualeguay no tiene paisaje"... Ha visto el resto de la provincia, tan discretamente variado, tan delicadamente armonioso, y allí encontró una casi total desnudez, una casi total ausencia de elementos pintorescos, de ese pintoresco tan medido y amable que da originalidad al paisaje de Entre Ríos. El mismo viajero agregará: Todo es de una lisura, de una monotonía infinita...". Sin embargo, el paisaje existe, sólo que es de una índole muy especial. Permítasenos transcribir unas líneas dé Rilke a propósito de Worpswede, que me parecen algo aplicables a ese lugar: "Vivimos bajo el signo de la llanura y del cielo. Estas son dos palabras pero comprenden en realidad una experiencia (Erlebnis) única: la llanura. La llanura es el sentimiento que nos engrandece". Angelloz, que cita estas líneas, nos remite a la poderosa descripción de la "Beauce" por Peguy. Y sigue: "El ama la llanura infinita y sin pliegues cuya grandeza y sinceridad deben servirnos de modelos; ella presenta al sol todas sus realidades, un árbol, una casa, un molino, un hombre de hombros negros, un animal, y las mil voces de todas las cosas se mezclan a las conversaciones de los hombres; tal es la llanura de Worpswede con sus caminos y sus vías de agua que terminan en el cielo. Este tiene una vida personal, una extraordinaria movilidad que lo hace el sitio de incesantes transformaciones y, como nada se hurta a la mirada del hombre, le comunica su inagotable grandeza. El se mezcla a la vida de la tierra donde cada charco de agua, donde cada hoja, lo refleja de diversas maneras; "todas las cosas parecen ocuparse de él; está en todas partes...". "Los reflejos del cielo se hunden en los secretos de la tierra...". Al hablar del paisaje de Gualeguay queremos aludir al que rodea a la ciudad, pues hacia el norte y el este, apenas una y dos leguas, respectivamente, de la población, dicho paisaje empieza a ondular, mientras hacia el sur y el oeste sigue extendiéndose lo que podríamos llamar llanura déltica, la que comenzaría así en el pueblo. El viajero supuesto lo ha entendido también de este modo. Ese lugar tiene, pues, su carácter y aparte de ello un encanto que no es precisamente de los más comunes: "el hondo Gualeguay", dijo Raúl González Tuñón. La ciudad blanquea con una apacible gracia regular a través de su delicioso cortinado de chacras. Hacia el este mira al campo y hacia el sur al río con largas miradas perdidas, mientras el cielo, como en la llanura de Worpswede, lo penetra todo y es devuelto en una suerte de vapor extático. Hay una suave tensión entre algo que parece irse y algo que se ensimisma. Es ésta, por lo demás, la sensación más sutil que nos produce la llanura en general. Pero allí se matiza con esa ternura, con esa sensibilidad de las regiones insulares. Los verdes infinitos entablan las relaciones más delicadas con el cielo siempre cambiante hasta morir en éste con la más dulce muerte a que es dable asistir. Ah, y no hablemos de las costas; no hablemos de ese río íntimo; no hablemos de la "Vuelta del ceibo"; no hablemos del "Rincón de Ortigosa"; no hablemos del "Mingueri"; no hablemos Prosas Los amiguitos 1017 del Taso de Alonso"; no hablemos del "Rincón de San Ambrosio"... no hablemos de tanto lugar recogido en que desaparece aquella tensión y el paisaje se ensimisma de verdad, se mira literalmente en el cielo fluido, con el más frágil de los silencios. Esta como recuperación de una especie de equilibrio encuentra su "pendant" en el desarrollo "vertical" de la personalidad de los hijos más dotados de Gualeguay. Es cierto que en general los lugares poco "atractivos" dan humanidades ricas o egregias. Concretándonos al plano de la lírica, digamos que allí nació y escribió sus mejores poemas Carlos Mastronardi; allí donde "la vida se contempla en jazmines" y es una "rosa infinita" con "distancias cariñosas" que son "favores del silencio"; que allí nació y se formó Amaro Villanueva, el "criollo universal"; que allí, de esa "infinita mujer de tala y sauce", nació Juan José Manauta, el increíble, de tan joven, padre de una sugestiva y nobilísima "mujer de silencio", que precisamente hará ruido en las letras nacionales. No corresponde olvidar tampoco a Roberto Beracochea, "sentidor" apasionado
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