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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO PROGRAMA DE POSGRADO EN HISTORIA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS LA MASCULINIDAD EN EL “CAMPO MEXICANO” CONSTRUCCIÓN CINEMATOGRÁFICA DE UN CONCEPTO 1936-1959 TESIS QUE PARA OPTAR POR EL GRADO DE MAESTRO EN HISTORIA PRESENTA Fernando Mino Gracia TUTOR Dr. Salvador Sigüenza Orozco CIESAS Pacífico Sur SÍNODO Dr. Ricardo Pérez Montfort CIESAS Ciudad de México Dr. Francisco Martín Peredo Castro FCPyS, UNAM Dr. Álvaro Vázquez Mantecón UAM-A Dr. Jesús Daniel González Marín FCPyS, UNAM Ciudad de México, abril de 2018. UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. 3 Sumario Agradecimientos 5 Introducción. El cine como herramienta de la historia 6 Vestigios de la vida cotidiana 8 Imagen fílmica para atrapar la realidad 9 Historicidad del cine mexicano 11 El cine y la ideología del México posrevolucionario 14 Capítulo 1. El campo y los campesinos mexicanos en la primera mitad del s. XX 17 Antecedentes: el vendaval liberal 17 El remolino que los alevantó 20 La mexicanidad campesina 21 Proyectos agrarios en la posrevolución 26 La revolución de la Revolución 29 Educando a la generación de las balas 30 La superioridad campesina 34 Sacralización, rigidez y olvido 36 Mudando de costumbres 40 Capítulo 2. Orígenes, socialización y nexos entre el cine y el poder. Cineastas e industria entre 1936-1959 43 La búsqueda de la nacionalidad fílmica 44 Sucesos e influencias en los cineastas mexicanos 50 Ascenso social y consolidación 58 Cultura política y exclusividad gremial 64 Capítulo 3. El gozo del pasado. Espectadores del cine mexicano rural 69 La idealización moral del pasado 74 Un ritual popular 77 “Supervisión” y control 80 Intersecciones entre la ficción y la realidad 83 Capítulo 4. El arraigo y la etnicidad, según el cine mexicano. María Candelaria 91 Revolución y descubrimiento de la tradición 95 Un cine de bronce 99 El caso de Xochimilco 103 Estampas turísticas del paraíso 109 La herencia de María Candelaria 121 4 “Patria, mujer y caballo” 130 El honor hace al hombre 136 Del héroe romántico a la virilidad bravía 138 Ay, Jalisco, tus hombres son machos y son cumplidores 140 El canon de Rancho Grande 143 La herencia de Rancho Grande 160 Capítulo 6. Poder y control político en comunidades rurales. Rosauro Castro 163 La suerte del cacique: mediación y poder 164 Del folclor a la representación del cacique 170 El cacicazgo violento 172 El fin de la epopeya 182 Conclusiones. La deontología del macho. Tramas, arquetipos y estereotipos sobre la masculinidad en el cine rural mexicano. 186 Misoginia – reconocimiento de la superioridad moral femenina y defensa del honor 187 Misoginia – la conquista amorosa como muestra de virilidad 190 Idealización del amor romántico 194 Alta estima del honor y la honra 198 Exaltación de los juegos y aficiones tradicionales 205 Respeto estricto a la jerarquía 214 Exaltación de la violencia 221 Caballo de buena andanza, ¿ni suda ni cansa? 226 Fuentes 229 Capítulo 5. La masculinidad tradicional, el macho según el cine. Allá en el Rancho Grande 126 5 Agradecimientos Este trabajo representa la culminación, a destiempo, de un proceso de trabajo que se ha ido nutriendo de múltiples influencias y aportes. En su origen fue asesorado por la Dra. Margarita Carbó Darnaculleta, profesora entrañable que me compartió su pasión por la historia del entorno rural mexicano hasta su lamentable fallecimiento, en 2015. También ha sido muy importante el apoyo intelectual continuado a lo largo de los años del Dr. Carlos Martínez Assad, quien ha sido una influencia constante en mi trabajo. Agradezco profundamente el apoyo del Dr. Salvador Sigüenza Orozco, quien tomó el reto de acompañarme en el último tramo de este trabajo y me permitió colaborar en su propia labor de investigación histórica en el CIESAS Pacífico Sur, espacio académico que me ha acercado a la práctica de la historia y a la retroalimentación de historiadores de importante trayectoria, como la Dra. Daniela Traffano y el Mtro. Francisco José Ruiz Cervantes, quien ha sido cómplice en varios proyectos de divulgación de la historia a través del cine. Los comentarios a este trabajo del Dr. Ricardo Pérez Montfort, el Dr. Álvaro Vázquez Mantecón y el Dr. Daniel González Marín han sido muy inspiradores y desafiantes para continuar investigando y reflexionando sobre las intersecciones entre el cine y la historia. El Dr. Francisco Peredo Castro ha sido un apoyo y una influencia invaluable desde mis años en licenciatura. A lo largo de muchos años he alimentado la idea de que el cine mexicano es una herramienta muy valiosa para acercarnos a la complejidad de nuestra historia. Confío en que este trabajo sea un elemento más para fortalecer esa certeza. 6 Introducción El cine como herramienta de la historia Para el historiador dedicado al siglo XX, el cine es una fuente que aporta indicios muy importantes para la construcción de un relato. Al igual que la historia, la literatura y el cine seleccionan, simplifican, organizan, resumen un siglo en una página o una secuencia, 1 de acuerdo a criterios narrativos y de emoción literaria. La trascendencia de la imagen en la modernidad –a partir de la invención de la fotografía y del cine– es motivo de discusión permanente y su influencia, su poderoso “efecto realidad”, se prolonga incluso a nuestra noción de historia, como problematiza Hayden White en su concepto de historiofotía: “la representación de la historia y de nuestras ideas en torno a ella a través de imágenes visuales y de un discurso fílmico”, como complemento de la historiografía.2 El “efecto realidad” es parte de las características intrínsecas a las imágenes, sean pinturas, ilustraciones o fotografías, efecto que se multiplica en el caso del cine,3 y que influye en nuestra memoria y, por tanto, en la manera de evocar y también de conservar vestigios de nuestro presente. En consecuencia, su estatus como fuente histórica parece despejado. El cine, todo, es un documento histórico. Documental o ficción, las películas son ventanas históricas interesantes que pueden aportar a nuestra comprensión del pasado. Su tratamiento, sin embargo, debe ser cuidadoso: Quien desee utilizar las imágenes como testimonios deberá ser consciente en todo momento de algo bastante evidente, pero que a veces suele olvidarse, a saber, de que la mayoría de ellas no fueron producidas con esa finalidad. Algunas sí lo fueron, […] pero la mayoría fueron creadas para desempeñar múltiples funciones, religiosas, estéticas, políticas, etc. A menudo incluso han desempeñado un papel importante en la “invención cultural” de la sociedad. Por todo ello, las imágenes constituyen un testimonio del ordenamiento social del pasado y sobre todo de las formas de pensar y de ver las cosas en tiempos pretéritos.4 1 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia, Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 14. 2 White, citado por Peter Burke, Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Crítica, Barcelona, 2001, p. 203. 3 Burke, op. cit., p. 212. 4 Burke, op.cit. p. 236. 7 El cine, como los relatos históricos, está constituido por tramas. Las películas5 son relatos que imitan –y distorsionan, según criterios estéticos o narrativos específicos– a la realidad que las genera. En ese sentido, las películas constituyen hechos-documento que resultan útiles para elaborar una trama específica en un relato histórico que intente explicar las mentalidades, valores, aficiones y vida cotidiana durante el siglo XX; son documentos en la medida que son “acontecimientos que han dejado un vestigio”.6 El cine, como vestigio, es invaluable para conocer cómo eran las ideas que gravitaban en un espacio-tiempo determinado. A partir de una cierta retórica de la imagen, 7 las películas condensan las mentalidades del público, las del director, los productores, los censores y demás personajes involucrados en la tarea de generar ese acontecimiento llamado película. En palabras de Carlo Ginzburg: Si las pretensiones de conocimiento sistemático aparecen cada vez más veleidosas, no por eso se debe abandonar la idea de totalidad. Al contrario: la existencia de un nexo profundo, que explica los fenómenos superficiales, debe ser recalcada en el momento mismo en que se afirma que un conocimiento directo de ese nexo no resulta posible. Si la realidad es impenetrable, existen zonas privilegiadas –pruebas, indicios– que permiten descifrarla. […] La representación de los ropajes tremolantes en los pintores florentinos del siglo XV, los neologismos de Rabelais, la curación de los enfermos de escrofulosis por parte de los reyes de Francia e Inglaterra, son sólo algunos de los ejemplos de la manera en que ciertos mínimos indicios han sido asumidos una y otra vez como elementos reveladores de fenómenos más generales: la visión del mundo de una clase social, o de un escritor, o de una sociedad entera.8 5 Por “película”, entendemos toda obra fílmica (es decir, las que se valen de una sucesión de imágenes impresionadas en un soporte físico, o digital, y reproducidas para dar la sensación de movimiento) realizada para ser exhibida, en la medida en que se trata de un producto cultural que tiene la forma y la sustancia de un proceso narrativo. 6 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 45-46, explica a partir de la postura de Max Weber su propia noción de hecho-valor, o acontecimiento, y de hecho-documento, en el que el segundo sirve para dar sentido al primero, según la trama elegida por el historiador; el hecho-documento “está lejos de determinar la elección de la trama ni la distinción entre lo que sería histórico y lo que no lo sería”, sin embargo, es un vestigio útil que, de acuerdo a la elección del historiador, puede “desempeñar en la trama en la que figura como acontecimiento un papel importante o solamente secundario”. 7 El concepto de retórica de la imagen se refiere a “las formas en que una imagen actúa para pesuadir u obligar a los espectadores a que le den una interpretación determinada, incitándoles a identificarse con un vencedor o con una víctima, por ejemplo”, Burke, glosando a Roland Barthes, op. cit., p. 229. 8 Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Editorial Gedisa, Barcelona, 1989, p. 163. 8 Vestigios de la vida cotidiana Le bon Dieu est dans le détail, dicen que dijo Gustave Flaubert. La frase expresa el cambio de perspectiva que trajo la modernidad para valorar los relatos del presente y del pasado. En forma paulatina el relato histórico desplazó a los héroes señalados por el destino del protagonismo, y los sutituyó por una colectividad que suma líderes y masa, sus interacciones y sus costumbres, como motores comunes y complementarios. Esta novedad implica atender y significar cada detalle, así sea mínimo, del entorno. La vida cotidiana adquiere relevancia, a la distancia se pueden notar los significados culturales asociados a actividades en apariencia tan nimia como comer, divertirse, cortejar, criar, ser hombre o ser mujer. La sustancia de estos detalles los aporta la perspectiva histórica, que permite verlos en su trascendencia social. […] La vida cotidiana no representa necesariamente un valor autónomo; si la continuidad del particular está constituida por aspectos y formas de actividad que se han acumulado casualmente, la cotidianidad no tiene un “sentido” autónomo. La cotidianidad cobra un sentido solamente en el contexto de otro medio, en la historia, en el proceso histórico como sustancia de la sociedad.9 Es el caso de las relaciones –sociales, íntimas, eróticas, de poder– entre hombres y mujeres, que adquieren relevancia en la medida que se consideran parte de transformaciones sociales profundas. La categoría de género10 nos permite problematizar la construcción cultural ligada a la diferencia sexual entre mujeres y hombres, y los conflictos –a menudo circunscritos a la esfera de la vida cotidiana– asociados a su interacción. En esa medida, es una herramienta para la construcción de relatos históricos. 9 Ágnes Heller, Sociología de la vida cotidiana, Ediciones Península, Barcelona, 1987, p. 93. 10 “La interpretación cultural de los atributos sexuales es distinguida de la facticidad o simple existencia de estos atributos. El verbo ‘llegar a ser’ contiene, no obstante, una ambigüedad consecuencial. No sólo estamos construidos culturalmente, sino que en cierto sentido nos construimos a nosotros mismos”. Judith Butler, “Variaciones sobre sexo género: Beauvoir, Witting y Foucault”, en Marta Lamas (compiladora) El género. La construcción cultural de la diferencia sexual, Miguel Ángel Porrúa, PUEG-UNAM, México, 2003, p. 303. La misma Marta Lamas ofrece una definición muy clara de género en “Hablemos de sexualidad”, en Antología de lecturas sobre sexualidad. Red democracia y sexualidad, México, 2000, s/p: “El papel de género se forma con el conjunto de normas y prescripciones que dictan la sociedad y la cultura, la clase social, el grupo étnico y hasta el nivel generacional de las personas. Se puede sostener una división básica que corresponde a la división sexual del trabajo más primitiva: las mujeres paren a los hijos y, por lo tanto, los cuidan: ergo, lo femenino es lo maternal, lo doméstico, contrapuesto con lo masculino como lo público. La dicotomía masculino-femenino, con sus variantes culturales, establece estereotipos, las más de las veces rígidos, que condicionan los papeles y limitan las potencialidades humanas de las personas al estimular o reprimir los comportamientos en función de su adecuación al género. Lo que el concepto de género ayuda a comprender es que muchas de las cuestiones que pensamos que son atributos ‘naturales’ de los hombres o de las mujeres, en realidad son características construidas socialmente, que no están determinadas por la biología”. 9 Históricamente, los varones han tenido notables ventajas de todo tipo dentro de la estructura social. Sin embargo, no estamos frente a un sistema rígido, más bien es tan cambiante que su transformación afecta todos los procesos históricos. Privilegios que solían verse como condiciones esenciales en el pasado, ahora son vistos como muestra de una injusta diferencia entre sexos. La misma utilización académica del concepto género habla del cambio cultural experimentado a lo largo del siglo XX: Me parece que deberíamos interesarnos tanto en la historia de las mujeres como de los hombres, que no deberíamos trabajar solamente sobre el sexo oprimido, del mismo modo que un historiador de clases sociales no puede centrarse por entero en los campesinos. Nuestro propósito es comprender el significado de los sexos, de los grupos de género, en el pasado histórico. Nuestro propósito es descubrir el alcance de los roles sexuales y del simbolismo sexual en las diferentes sociedadesy periodos, para encontrar qué significado tuvieron y cómo funcionaron para mantener el orden social o para promover su cambio.11 A lo largo de este trabajo se aborda el concepto de masculinidad, el cual entendemos como el modelo hegemónico que norma la división social entre hombres y mujeres a partir de la construcción de una identidad subjetiva de lo masculino basada de la represión de los aspectos femeninos, entendiendo las categorías “hombre” y “mujer” como subjetivas e históricamente determinadas. “Esta interpretación implica también –dice Joan Scott– que el sujeto está en un proceso constante de construcción y ofrece una forma sistemática de interpretar el deseo consciente e inconsciente, al señalar el lenguaje como el lugar adecuado para el análisis”.12 Imagen fílmica para atrapar la realidad Capacidades, emociones, sentimientos, hábitos, todo comprende el interminable rompecabezas de la realidad. Cada fuente aporta testimonios valiosos para construir el sustrato, el contexto de cualquier relato histórico. La imagen fotográfica –y su extensión fílmica– es el aporte revolucionario de la técnica a su tiempo con sus formas de entender y dialogar con su propio relato. En forma temprana, la imagen es dotada de un prestigio de autenticidad que la coloca en una posición delicada –por su pretendida objetividad y, en consecuencia, susceptibilidad de 11 Natalie Zemon Davis, “Women’s History in Transition: The European Case” (1975-1976), citado por Joan W. Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Marta Lamas (comp.) El género, op. cit., p. 267. 12 Scott, op. cit., p. 283. Por supuesto, hay formas de “ser hombre” que no se benefician igualmente del modelo hegemónico y que, en la medida que transgreden dicho modelo, suelen ser invisibilizadas, menospreciadas o ridiculizadas. 10 manipulación– como fuente. El efecto realidad ha sido aprovechado para mostrar, y ocultar, en función de intereses específicos. En la fotografía, como en el relato histórico, no hay objetividad, hay narratividad a partir de la actitud sesgada de un autor.13 El uso de la imagen fílmica, sin embargo, aporta luz en forma de detalles nimios, en testimonios sobre formas de pensar y sobre valores compartidos en tiempos pasados. En el caso del cine, su capacidad como vestigio, como testimonio del pasado, está más allá de toda consideración del efecto realidad o de la trascendencia estética de una sola película, por más sobresaliente que resulte; una visión de conjunto puede aportar la sustancia que aglutine el cúmulo de detalles cotidianos que encierran todas las películas producidas en un lugar y una época específica. “Quien desee acercarse a la mentalidad del sector mayoritario de la población –escribe Aurelio de los Reyes– debe empezar, necesariamente, por el análisis de los éxitos de taquilla, […] toda la basura que pueda significar un gran volumen de la producción cinematográfica nacional no debe ser subestimada ni despreciada, porque todo tiene su significación histórica y social”.14 El trabajo de exploración fílmica y su representación de la realidad entraña problemas, como describe Burke15 a propósito de la imagen: Las imágenes permiten acceder no al mundo social sino a las “visiones de ese mundo propias de una época” y, en esa medida, sujetas a diversas formas de representación, que van de la idealización a la sátira; depende del historiador distinguir, o al menos explorar, la intencionalidad del creador de imágenes. Las imágenes requieren siempre ser situadas en su contexto, “o mejor dicho, en una serie de contextos (cultural, político, material, etc.)”. Una serie de imágenes –o de filmes– es más fiable como testimonio de una época que una imagen –o película– individual. Al explorar imágenes, filmes o textos el historiador tiene que leer entre líneas para encontrar los detalles más pequeños o las ausencias más notables, “pistas para obtener la información que los creadores no sabían que sabían, o los prejuicios que no eran conscientes de tener”. 13 Burke, op. cit., p. 27. 14 Aurelio de los Reyes, Sucedió en Jalisco o Los cristeros. Cine y sociedad en México, 1896-1930, vol. III, UNAM, INAH, Seminario de Cultura Mexicana, México, 2013, p. 11. 15 Burke, op. cit., p. 239-240. 11 Historicidad del cine mexicano El éxito de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936) –o de cualquier otro melodrama rural que prodiga canciones y charros heroicos– y el perfeccionamiento de las tramas melodramáticas como sello del cine mexicano hablan no sólo de las preferencias de productores, directores y “estrellas”, sino de un código de comunicación que operó durante más de dos décadas y funcionó para crear realidades alternas a la que vivía la población del país. Un cine que fue efectivo como evasor, pero también como reproductor de discursos desde el poder y de conductas consideradas “apropiadas” por los grupos dominantes. Este acontecimiento histórico, al mismo tiempo, ofreció al espectador explicaciones a su realidad y, quizá en menor medida, aportó elementos críticos a su pensamiento. Mirar al cine mexicano como vestigio, como fuente histórica, aporta nuevos caminos al análisis del siglo XX mexicano, a veces demasiado concentrado en la reconstrucción de las efemérides políticas y las acciones desde el poder. Su utilización alimenta la labor narrativa del historiador. “Cualquier representación histórica de la realidad debe, creo, tratar de explicar los acontecimientos históricos como si tuvieran la forma y la sustancia de un proceso narrativo”.16 Especialmente a partir del siglo XX la narratividad, con las reglas de la ficción tanto literaria como fílmica, es indisoluble de nuestra noción de historia. Sin duda, parece tan difícil concebir un tratamiento de la realidad histórica que no use técnicas ficcionales en la representación de los acontecimientos como concebir una ficción seria que en alguna forma o en algún nivel no haga afirmaciones acerca de la naturaleza y el significado de la historia.17 Las películas permiten vislumbrar la representación de un presente que, atrapado en el soporte fílmico, ofrece reflexiones sobre su tiempo y los significados que atribuyen a la historia. Vestigios debidamente contrastados con otras fuentes, que permitan sortear los riesgos de confundir acontecimientos reales e imaginarios.18 16 Hayden White, El texto histórico como artefacto literario, Paidós, Barcelona, 2003, p. 48. 17 White, “El acontecimiento modernista”, en El texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 226. 18 White, ídem, p. 220. 12 El cine, como acontecimiento moderno, reta al canon narrativo. Su temprana penetración y su capacidad para influir en la noción misma de realidad por su capacidad de representación sacude los fundamentos del relato, como explica White: El modernismo (cualquier cosa que sea) literario (y, en cuanto tal, fílmico) marca el fin de relatar –comprendido en el sentido de ‘el cuento’ de Walter Benjamin por el cual la erudición, la sabiduría y los lugares comunes de una cultura son transmitidos de una generación a otra en forma de relato que puede seguirse–. Después del modernismo, cuando llega el momento de relatar, sea en la escritura literaria o en la histórica, las técnicas tradicionales de narración se hacen inútiles, excepto en la parodia. La práctica literaria modernista efectivamente explota la noción de aquellos personajes que antes habían servido como los sujetos de las historias o al menos como representativos de perspectivas posibles de los acontecimientos del relato; y resiste la tentación de tramar los acontecimientos y las acciones de los personajes para producir el efecto de significado derivadode la demostración de cómo el final de algo puede estar contenido en su propio comienzo. El modernismo, por esa razón, efectúa lo que Fredric Jameson llama la desrealización del acontecimiento mismo. Y lo hace despojando consistentemente al acontecimiento de su función narrativa tradicional de señalar la irrupción del sino, destino, gracia, fortuna, providencia y hasta de la historia misma en una vida (o al menos en algunas vidas) ‘para tirar del aguijón de la novedad’ y dar a la vida así afectada, en el peor de los casos, una semblanza de patrón y, en el mejor, un significado vigente, transocial y transhistórico. […]19 El cine como fuente aporta al relato, necesariamente fragmentario de la modernidad, piezas clave para entender conductas y actitudes, en tiempos en que el relato histórico se ve desnudo de héroes, de personajes ejemplares marcados por un destino suprarreal para transformar tal o cual acontecimiento. La noción de acontecimiento histórico ha sufrido una transformación radical como un resultado de la ocurrencia en nuestro siglo de acontecimientos de un alcance, escala y profundidad inimaginables para historiadores de otros tiempos y del desmantelamiento del concepto de acontecimiento como objeto de un tipo específicamente científico de conocimiento. Se puede decir lo mismo, con todo, de la noción de relato; ésta ha sufrido un fuerte desgaste y, al menos, una disolución potencial como resultado de esa revolución de las prácticas representacionales 19 White, ídem, p. 232-233. Cuando hablo de “modernidad”, me refiero al “programa de dominación de la naturaleza a través de la razón, la ciencia y la tecnología iniciado a partir de la Ilustración y encumbrado con el proyecto político del liberalismo”; es el mismo sentido que le da Fredric Jameson, tal como lo cita White, quien, en contraparte, usa la noción de modernismo como el conjunto de “movimientos literarios y artísticos lanzados al final del siglo diecinueve y principios del veinte contra este propio programa de modernización y sus efectos sociales y culturales”. 13 conocidas como modernismo cultural y de las tecnologías de la representación posibilitadas por la revolución electrónica.20 Personajes arquetípicos –encarnaciones de ideales y valores en proceso de transformación– e incluso sus intérpretes –estrellas que conservan su halo histórico en forma extradiegética– constituyen relatos alternativos a un relato histórico en crisis. Se trata de un proceso inconsciente, pero a la vez cuidadosamente vigilado desde el poder. En ese sentido, el cine adquiere una importancia capital, en la medida que disfraza y crea imaginarios que adquieren el mismo valor ontológico que los acontecimientos reales. “Realistamente imaginario o imaginariamente real”.21 Deconstruir los “imaginarios” creados por las películas –a través de la crítica y la constrastación con otras fuentes– permite acceder a otros niveles de tropología e integrar ese análisis a un relato histórico.22 Un procedimiento que dista de ser novedoso, como muestra el trabajo clásico de Siegfried Kracauer De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán (1947), riguroso análisis de los fundamentos estéticos y narrativos del expresionismo en el cine alemán de los años veinte y treinta, “vivo reflejo, en el plano cultural, del desgarramiento del alma burguesa alemana, en tensión entre la tiranía política y el caos social”,23 que desembocaría en el ascenso de Hitler al gobierno. Kracauer, como señala White, consigue hacernos mirar en los filmes expresionistas “señales de una realidad que sólo puede ser imaginada más que percibida directamente”, lo que los hace acontecimientos relevantes para integrarse a un relato histórico. 20 White, ídem, p. 229. 21 White, ídem, p. 220. Cf. Carlos Monsiváis, “La pasión por la historia”, en Carlos Pereyra, Historia, ¿para qué?, Siglo XXI Editores, México, 1980, p. 169-194. 22 “La tropología es la comprensión teórica del discurso imaginativo, de todas las formas por las cuales los diversos tipos de figuraciones (tales como la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía) producen los tipos de imágenes y conexiones entre imágenes capaces de desempeñarse como señales de una realidad que sólo puede ser imaginada más que percibida directamente. Las conexiones discursivas entre las figuraciones (de personas, acontecimientos y procesos) en un discurso no son conexiones lógicas o implicadas deductivamente entre sí, sino metafóricas en un sentido general, […]”, White, “Hecho y figuración en el discurso histórico”, en El texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 45. 23 Roman Gubern, Historia del cine, Editorial Lumen, Barcelona, 2000, p. 140. 14 El cine y la ideología del México posrevolucionario ¿Cuál es el tropos del cine de tema rural filmado entre 1936 y 1959? Las películas producidas en este periodo giran en torno a un relato arquetípico donde el campo simboliza a un país en construcción, habitado por hombres trabajadores, regularmente pobres, que desafían la tradición, mientras rescatan conductas y organizan resistencia –con el apoyo de representantes de la autoridad, ya sean padres, patrones, líderes, curas, etc.– ante el avasallamiento de la modernidad y el avance del capitalismo. El cine mexicano reproduce la ideología dominante,24 fundada en la idea del atraso material del país y las maneras –democrático-liberales– de solucionar esta realidad, aunque siempre se condicionen por las contingencias mismas a las que apela el régimen para afianzar su poder. “El atraso como realidad presente y el progreso como futuro”.25 Es el cartabón de Allá en el Rancho Grande, película que presenta a un caporal en vías de ascender socialmente, siempre al amparo del hacendado, figura de poder que, luego de los enredos melodramáticos que dan trama a la cinta, finalmente revalida su autoridad y corresponde con su respaldo al protagonista en su proceso de formar una familia; acuerdo pragmático que sacrifica libertad en aras de una promesa de bienestar y de progreso futuro. Cada película de trama rural pone en acción arquetipos que funcionan a un deber ser hegemónico,26 en la medida en que encauzan, forman y fortalecen necesidades, valores, roles, prejuicios y conductas sociales útiles a la reproducción de la ideología dominante. Personajes ejemplares, tramas heroicas, dramas sublimes, enfrentamientos maniqueos, todos son recursos, metáforas, que reflejan una sociedad en transformación, en tránsito a una modernidad compleja y, en muchos casos, hostil. 24 Por “ideología” entendemos, como sugiere Louis Althusser en Marxismo y humanismo (1964), el sistema (que posee un rigor y una lógica propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos, según los casos), dotado de una existencia y de una función histórica en el seno de una sociedad dada. 25 Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo régimen, Editorial Era, México, 1988, p. 35-36. 26 Entendemos “arquetipo” como lo explica Carl Jung en Psicología y religión: “formas o imágenes de naturaleza colectiva que toman lugar en toda la Tierra, que constituyen el mito y que al mismo tiempo son productos autóctonos e individuales de origen inconsciente”, citado por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. Fondo de Cultura Económica, México, 1959, p. 24. 15 El cine rural mexicano del periodo que abarca este estudio (1936-1959) sirvió para alimentar una paradoja: la modernidad se alcanza y se hace llevadera a fuerza de mirar el reflejo mistificado de un pasado tan agradablemente nostálgico como evidentemente primitivo. El nacionalismo, como proceso cultural, dio cauce modernista–en términos narrativos, siguiendo a White– a los viejos valores tradicionales, como la tierra, lo indígena, las relaciones de género o la organización comunitaria, en un proceso de asimilación cultural amplio y de construcción esencialista (como demuestra todo el nacionalismo cultural de los años veinte y treinta), que el cine mexicano afina y simplifica para acercarlo a audiencias masivas. El final proceso de esterotipización27 que se ahonda en los años cincuenta certifica que la modernidad ha ganado la partida. A partir del final de esa década la esencia fílmica nacional se ha ido decantando en una multiculturalidad que se apareja con la fragmentación de las certezas nacionales y el resurgimiento de las regiones como polos de desarrollo cultural y de poder político. El asidero en la tradición fue derrotado, pero permitió consolidar un patrimonio fílmico que es un suelo firme para seguirle los pasos a la historia de un país que se unificó y se hizo moderno apelando a una tradición en proceso de quiebre. El conjunto de ensayos que conforman este estudio se propone explorar el tema de la masculinidad, elemento central del cine mexicano de tema rural. Se aborda a través de tres aristas: la construcción de la masculinidad y las relaciones de género; el vínculo con la tierra y con la identidad indígena; y la idea de poder político, a través de la representación del cacique. A partir del análisis de estas intersecciones, proponemos y describirmos una serie de características comunes al arquetipo fílmico del macho mexicano: su misoginia; su idealización del amor romántico; el alto sentido que tiene del honor y de la honra; su celebración esencialista de los juegos y aficiones; su respeto estricto a las jerarquías y los rangos sociales; y su permanente exaltación de la violencia. 27 “El estereotipo –explica Ricardo Pérez Montfort– pretende ser la síntesis de las características anímicas, intelectuales y de imagen, aceptadas o impuestas, de determinado grupo social o regional. Se manifiesta en una gran cantidad de representaciones, conceptos y actitudes humanas, desde el comportamiento cotidiano hasta las más elaboradas referencias al estado nacional. Los estereotipos se cultivan tanto en la academia como en los terrenos de la cultura popular, en la actividad política y, desde luego, en los medios de comunicación masiva. […] Sin embargo, el estereotipo no tiene como único generador el conjunto social que lo adopta. Con mucha frecuencia los estereotipos son imposiciones que, después de determinado tiempo e insistencia, terminan aceptándose como válidos en un espacio que no los creó. Esta imposición suele sofisticarse más y más en la medida en que los medios a través de los cuales se transmite amplían su capacidad de penetración. La tendencia a uniformar y a simplificar es parte esencial de la imposición, tanto resistencia como aceptación pueden, al igual, convertirse en estereotipos”. En Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano. Diez ensayos sobre cultura popular y nacionalismo, CIESAS, 2003, p. 122. 16 En ensayos previos planteamos, primero, el contexto histórico del “campo mexicano”, escenario mítico sobre el que disertó el cine mexicano del periodo estudiado.28 En un segundo texto, abordamos la atmósfera ideológica y los procesos de socialización que compartieron los personajes que generaron los contenidos fílmicos de la época (productores, directores, guionistas, fotógrafos, entre otros). Un tercer ensayo nos acerca a las nociones de lo que significó ver cine y cómo se entrelaza, e influye, en la vida cotidiana. Un capítulo final condensa las características arquetípicas de los personajes masculinos del cine mexicano de tema rural –síntesis del ideal viril de la ideología posrevolucionaria– y que destaca el desgaste paulatino al que se vieron sometidos hasta su final estereotipización. 28 La elección de las comillas para enmarcar el concepto de “campo mexicano” busca delimitar su operatividad exclusivamente dentro de los márgenes del espacio fílmico. 17 Capítulo 1 El campo y los campesinos mexicanos en la primera mitad del siglo XX Constituciones van y vienen, planes y pronunciamientos, pero la vida de las mayorías no mejora. Ponciano Arriaga. Antecedentes: el vendaval liberal La transformación profunda de México durante el siglo XX pasó, necesariamente, por la tierra. La irrupción de la modernidad y la disputa frente a la implantación del liberalismo como proyecto nacional tuvo escenario agrario y protagonistas campesinos. La principal fuente de riqueza del país estuvo concentrada, desde sus orígenes y hasta bien entrado el siglo XX, en su producción agrícola.1 Por eso el énfasis en la inversión en el campo por parte de los liberales, por eso la organización en haciendas y el despojo de las comunidades, el combate a la agricultura “antieconómica” y de subsistencia. Los campesinos2 –la heterogénea masa que habitaba las inmensas comarcas mexicanas–fueron, para los liberales del XIX, un ente amorfo, un conjunto sumergido en los marasmos del atraso, a menudo asociado a su origen étnico. “¿Cómo ha de existir una república cuyo mayor número de habitantes ni produce ni consume”, se preguntaba el diputado José María Castillo Velasco en el debate de la Ley de Desamortización de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas, la llamada Ley Lerdo, durante el Congreso Constituyente de 1856. En la misma discusión, Ponciano Arriaga delinea las características del campesino, a través de su filtro urbano y liberal: “estos miserables sirvientes del campo, especialmente los de la raza indígena, están vendidos y 1 “En 1900, el producto agropecuario directo representaba casi 30% del total, tal vez cerca de 35% si se suma el valor agregado de las agroindustrias. Al finalizar el siglo el valor agregado directo de las actividades agropecuarias apenas supera 5% del total, con otro tanto derivado de su transformación industrial”. Arturo Warman, El campo mexicano en el siglo XX, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 112-113. 2 Cuando hablamos de “campesinos”, nos referimos al sector de la población rural, propietario o no de la tierra, siempre explotado por otros grupos sociales; la categoría incluye diferentes posiciones en las relaciones sociales de producción: peones acasillados, peones alquilados, medieros y aparceros, colonos, arrendatarios, comuneros y rancheros. Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en México (1819-1906), Siglo XXI, México, 1980, p. 15. 18 enajenados para toda su vida, porque el amo les regula el salario, les da el alimento y el vestido que quiere al precio que le acomoda, so pena de encarcelarlos, castigarlos, atormentarlos e infamarlos”.3 En la idea liberal, el campesinado era parte del problema económico y social del país, por eso se impuso la Ley Lerdo que buscaba sentar las bases de un país de rancheros trabajadores y competitivos, ciudadanos que produjeran y consumieran para beneficio de todo el país. Sin embargo, en la práctica se impondría el despojo a las comunidades en beneficio del latifundismo ligado al poder político. La desamortización atentó contra la propia identidad4 campesina, construida a lo largo de siglos. Para ellos [los campesinos], y así lo hacen evidente numerosos documentos emitidos tanto por los propios campesinos como por las autoridades a las que se dirigían, así como por los analistas contemporáneos a las acontecimientos, la defensa del patrimonio económico colectivo significaba muchas otras cosas: organización propia, márgenes de vida autonómica al interior de las comunidades y supervivencia de pautas, modos y normas de relación social así como de expresiones culturales de toda clase, siempre relacionadascon su manera tradicional de poseer, trabajar y distribuir con criterios de solidaridad y de ayuda mutua más que de competencia. Estaban convencidos de que más temprano que tarde, la desamortización los conduciría a la proletarización, al subempleo y a la mendicidad, por eso se opusieron a ella, no por ignorantes o incapaces, pero también por eso fueron calificados de primitivos, de bárbaros, de enemigos del progreso.5 El despojo impuso nuevas señas de identidad al campesinado, una conciencia compartida de ser víctimas de la injusticia y la opresión, como muestra el mensaje enviado por una comisión de indígenas al emperador Maximiliano en 1865: 3 Citados por Margarita Carbó, “Un derecho mutilado e impugnado: el derecho a la tierra. México en el siglo XIX”, en Margarita Moreno-Bonett et. alli (coord.), La génesis de los derechos humanos en México, UNAM, México, 2006, p. 163-172. 4 Cuando hablo de identidad me refiero al “conjunto de rasgos físicos y sociales (sistema de símbolos y valores) que determina, de manera específica, la personalidad del individuo. Este conjunto específico de características, que establecen quién y qué es una persona, es el resultado de la interacción colectiva (con los individuos), y de la internalización de pautas de comportamiento, formas de pensar, sentir y actuar adquiridos en sociedad. La identidad de un individuo no es estática, tenderá a cambiar con el trascurso de la vida; sin embargo habrá rasgos sedimentados en la vida del individuo que lo harán identificarse según su nacionalidad, grupo étnico, entre otros factores”. Adriana Vázquez-García, et. al., “La construcción social de la identidad campesina en dos localidades del Municipio de Tlaxco, Tlaxcala, México”, en Agricultura, sociedad y desarrollo, vol. 10, no.1, enero-marzo de 2013. 5 Carbó, op. cit., p. 169-170. El mismo texto ofrece una detallada descripción de la Ley Lerdo. 19 Nuestra raza, justamente retraída y desconfiada por la dolorosa experiencia de tres siglos y medio en que, duro es decirlo, se nos ha usurpado descarada o fraudulentamente los pedazos de tierra que avino a los monarcas españoles dejarnos, cree que ha llegado el término de sus desdichas, que la Providencia se digna mandar a V.V.M.M. para que cicatricen nuestras heridas.6 La conciencia de la explotación se tradujo en numerosas revueltas campesinas, antes de la consolidación del Porfiriato, que llevó al extremo el proyecto modernizador agrario del liberalismo. En 1910, unos 6,000 propietarios rurales, el 3% del total, concentran 97% de las tierras cultivables, de ellos, unos mil hacendados poseen el 65% de la tierra, empleando a tres millones de trabajadores agrícolas, peones en condiciones diversas de servidumbre, de acuerdo a las condiciones demográficas y sociales de las diferentes regiones del país. 7 El juego de imposición y resistencia dejó un saldo de 59% de comunidades tradicionales desintegradas por la desamortización. Sin embargo, 41% había logrado conservar algunas de sus tierras.8 El reacomodo social y económico del campo durante el Porfiriato fue dispar y contradictorio. La modernización que trajo la hacienda9 fue evidente en numerosas regiones, como Morelos, con su tecnologizada producción azucarera, el Bajío, con su estructurada producción de trigo, o la Laguna, con el cultivo del algodón; junto con la minería, la producción agrícola favoreció la apertura de caminos y vías férreas para la exportación de materias primas. En lugares como el Bajío, incluso, se cumplió el objetivo liberal original al crearse un importante número de pequeñas propiedades, cuyos dueños consiguieron consolidar una próspera sociedad ranchera.10 En todas las regiones hay también aparceros que arriendan tierras de las haciendas o los ranchos para el cultivo de subsistencia, campesinos sin tierra pero libres que también se dedican a la artesanía, las minas, el transporte de mercancías por caminos de herradura, o cualquier otro oficio. 6 Diario del Imperio, 28 de julio de 1865, citado por Jean Meyer, Problemas campesinos y revueltas agrarias (1821-1910), SEP, México, 1973, p. 102. 7 Vid Friedrich Katz, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Editorial Era, México, 1976. 8 Meyer, op. cit., p. 32. 9 La hacienda es la unidad socioeconómica más destacada durante el Porfiriato, el ideal del latifundio productivo, tecnificado y generador de riqueza que, por un lado, concentraba al mayor número de trabajadores rurales, mientras que hostigaba sistemáticamente a los pueblos libres aledaños para obligar a sus habitantes a trabajar en ella. Meyer, op. cit., p. 227-229. 10 Luis González, Pueblo en vilo, Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 20-25. Según Meyer, op. cit., p. 227, hay unos 50,000 ranchos en 1910, sobre todo en Guanajuato, Jalisco y Michoacán. 20 El remolino que los alevantó El conflicto político que generó la guerra civil de 1910 se alimentó de la tierra y su trascendencia política y social. Si el arrastre militar de la revolución en el norte desactivó al ejército federal, fueron los campesinos levantados de Morelos los que dieron su empuje definitivo al movimiento, al poner frente a los ojos del centro político y económico del país el descontento rural. El zapatismo muestra la transformación del campesinado en el último medio siglo. Sobre su identidad pesan el acoso por los despojos y el desgaste por los largos y a menudo infructuosos procesos legales, pero también los procesos de socialización11 propiciados por la ideología liberal. Según el Plan de Ayala, los campesinos forman parte de “la inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos que no son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la Industria o a la Agricultura, por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas”.12 La adopción del lenguaje liberal y la exigencia, desde su condición de ciudadanos, del respeto a sus derechos refleja el impacto de la modernización en los modos de vida tradicionales. Si bien Morelos, el territorio zapatista, fue la región que experimentó la represión más dura y sistemática contra la población civil,13 no hubo manera de ignorar la demanda agraria. La solución obligada para los constitucionlistas, la facción triunfadora en la guerra, fue la promesa de redistribuir la tierra, pues ahí, en cuanto a eje económico del país, estaba el origen de la injusticia social. La revolución triunfante hizo de la reforma agraria su bandera. La Constitución de 1917 marcó la unión de esa reivindicación con el régimen, aun a pesar de las reticencias del Primer Jefe Venustiano Carranza. No obstante, el viejo caudillo evitó propagar la esperanza de reformar el sistema de producción agraria. Aunque quizá hubo temor de fortalecer políticamente a un 11 Por socialización se entiende el proceso amplio de formación, incluida la educación y las influencias políticas, sociales y culturales. 12 Plan de Ayala, citado por John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, SEP, Siglo XXI Editores, México, 1985, p. 396. 13 Felipe Ávila Espinoza, “La vida campesina durante la Revolución: el caso zapatista”, en Aurelio de los Reyes (coord.), Historia de la vida cotidiana en México, t. V, vol. 1 p. 61-62. 21 grupo social que no lo apoyaba, el de los agraristas, a través de dotaciones de tierras, lo que seguramente más pesó en la decisión de modificar la estructura fue la profunda crisis económica y alimentaria que se vivió a finales de los años diez: repartir la tierra, generar fricciones entre campesinos y terratenientes, retardaría el reinicio de la producción agrícola que ya era urgente.14 Álvaro Obregón,quien tampoco puede considerarse un ferviente agrarista, sí avanzó en un proyecto agrario de reforma de la propiedad. Pesó, sobre todo, el cálculo político: Obregón se apoyó en obreros y campesinos en su levantamiento en contra de Carranza y construyó su liderazgo con esos apoyos. La figura de Emiliano Zapata (eliminado apenas en 1919 por el régimen) fue glorificada y los zapatistas sobrevivientes fueron integrados al proyecto gubernamental, que incluyó la reforma agraria en la zona de Morelos –incluso, el ministro de Agricultura del obregonismo fue un viejo simpatizante zapatista, Antonio Villareal, y Genovevo de la O, lugarteniente de Zapata, fue nombrado Jefe de Operaciones Militares en Morelos. Las leyes posrevolucionarias hablaron ya de pueblos, ejidos, comunidades, reconociendo una organización social antes ignorada. La fuerza de las comunidades organizadas impulsó que fueran consideradas, de nuevo, instituciones como sujeto de derecho. Fueron años de ensayo y error, de promesas retóricas y soluciones políticas, que garantizaran apoyo al régimen, más que justicia. El saldo fue bastante pobre en cuanto a dotación agraria real: cuatro por ciento de las tierras del país repartidas al cinco por ciento de la población.15 No obstante, se sentaron las bases legales para el reparto posterior –y que también sirvió de alimento a la retórica– y se favoreció una politización y profesionalización de los sectores medios ligados al campo: fueron muy importantes los proyectos educativos, como el fortalecimiento de la Escuela Nacional de Agricultura, trasladada a la expropiada hacienda de Chapingo, en Texcoco, o la labor de agrónomos e ingenieros en diversas zonas rurales del país. 14 Berta Ulloa, “La lucha armada (1911-1920)”, en Historia general de México, t. 2, Colmex, México, 1981, p. 1058. Aurelio de los Reyes da detalles del impacto social de la escasez de alimentos en la ciudad de México en 1915 y 1916, Cine y sociedad en México. Vivir de sueños, 1896-1920, p. 152-173. 15 Frank Tannenbaum, “La revolución agraria mexicana”, en Problemas agrícolas e industriales de México, núm. 2, vol. IV, México, 1952, p. 106. 22 En el fondo, tanto Obregón como Plutarco Elías Calles no veían en el ejido una opción productiva, condición básica para dar viabilidad no sólo al proyecto, sino a la nación misma. No obstante, sí cambiaron su visión respecto de la hacienda, la institución económica más importante, todavía, para esos años. El discurso agrario de Obregón se centraba en la “modernización” que permitiera desarrollar la agricultura, sin afectar las relaciones sociales entre latifundistas y peones. Mientras que proponía dividir y repartir las tierras en manos de latifundistas reacios a tecnificar sus labores, deslizaba su idea de una agricultura volcada hacia el mercado externo: Vamos entonces preferentemente a utilizar los latifundios que usen esos procedimientos [arcaicos] y a dar tierras a todo el que las necesite, a todo el que esté capacitado para conservarlas, y vamos a dar una tregua a los [latifundios] que estén usando procedimientos modernos para que se vean estimulados, para que evolucione rápidamente nuestra agricultura y podamos llegar a alcanzar en un periodo próximo un desarrollo máximo: que no tengamos que pedir aranceles proteccionistas contra los granos que vienen de fuera y que tengan que atemorizarse los centros productores de otros países porque nosotros invadamos sus mercados.16 Las intenciones de preservar haciendas tecnificadas y fortalecer la pequeña propiedad en detrimento de la dotación comunal no fueron las que imperaron. La política real impuso que se apoyara a grupos agraristas, que sirvieron de puntal para el régimen, ya nacional pero aún con problemas de estabilidad. La retórica revolucionaria y la corrupción fueron una herramienta fundamental a la hora de buscar acuerdos con los liderazgos de los grupos de campesinos movilizados: el dúctil discurso permitía pactar con los que antes se buscó desaparecer.17 Al margen de las políticas oficiales, los años veinte fueron muy fructíferos en cuanto a organización campesina. Los gobiernos de los estados jugaron un papel muy importante, a favor o en contra, pero en prácticamente todo el país se vivió una oleada de agrarismo que se tradujo en enfrentamientos regionales, que dieron como resultado, casi nunca en forma tajante, el reacomodo de los grupos políticos y el debilitamiento de las élites agrícolas. El viento de los nuevos tiempos –dominados por el proyecto colectivista soviético y su potencial expansión 16 Narciso Bassols, El pensamiento político de Álvaro Obregón, Loc. Cit., en Enrique Montalvo (coord.), Historia de la cuestión agraria mexicana. T. 4 Modernización, lucha agraria y poder político. 1920-1934, Siglo XXI Editores, Centro de Estudios Históricos del Agrarismo en México, México, 1988, p. 8. 17 Montalvo, ídem, p. 9. 23 global– favoreció al campesinado organizado, de repente convertido, con toda su tradición a cuestas, en vanguardia de la modernidad. La disputa política nacional alborotó más la situación: todo político con aspiraciones nacionales apostó, de una u otra forma, a las organizaciones campesinas –Obregón favoreció la organización del Partido Nacional Agrarista (PNA), el primer antecedente de organización política campesina, que entró en debacle con la muerte del caudillo–, que tuvieron una estructura casi siempre regional, pero con tratos y ligas entre sí, lo que les permitió negociar con cierto margen de maniobra y, sobre todo, politizar a una sociedad que por años no tuvo acceso a la discusión de las cosas públicas. Para la segunda mitad de los años veinte, las distintas ligas agrarias consiguen unificarse en una Liga Nacional Campesina, independiente del régimen y conservando un amplio crisol de tendencias, desde los comunistas hasta miembros del extinto PNA; la experiencia dura poco, sus miembros se dispersarán a partir de la unificación de la “familia revolucionaria” –las diferentes facciones en pugna por el poder, agrupados en torno a Calles y al legado del recién asesinado Obregón– en el Partido Nacional Revolucionario, fundado en 1929. La mexicanidad campesina A estas alturas de la disputa por la tierra, pese a que ya hay una facción política autodenominada agrarista bien delineada, no se puede hablar de una identidad campesina uniforme. Sus contornos, de por sí difusos –entre rancheros, peones, aparceros y demás habitantes de los pueblos–, comienzan a complicarse por su irrupción en la modernidad. La intervención de la política cultural y educativa del régimen posrevolucionario, que se volcó a una “cruzada de educación pública”,18 fue a tal grado efectiva, que trasladó las características de lo rural hasta los linderos de la encarnación misma de la Patria, en una búsqueda esencialista que vio en las regiones rurales la suma de la mexicanidad. Parecía que [las] expresiones populares eran ajenas a los procesos históricos, a las invenciones, a las transformaciones voluntarias o involuntarias de los seres humanos que las crearon y las recrearon a través del tiempo y del espacio. Para ello se elaboraron arquetipos y estereotipos que quisieron fijar 18 José Vasconcelos, citado por Enrique Florescano, Imágenes de la patria, Taurus, México, 2005, p. 303. 24 las características específicas de tal o cual pueblo o grupo étnico, de sus distintas fiestas y de sus muy diversas expresiones culturales.19 Entre los habitantes de los pueblos –ya sea por la fuerza de los cambios de la Revolución o por la resistencia a sus imposiciones– se configura una interesante y contradictoria adopción de nuevos valores. Hay en las acciones revolucionarias un genuino afán de contraponera la injusticia antigua un nuevo código de valores positivos: justicia, honestidad, solidaridad, esperanza en la reconstrucción de la comunidad ancestral. Al mismo tiempo, la supresión de normas antes tenidas como supremas y la ruptura de los mecanismos de control y de coacción favorecieron la aparición de bandolerismo tanto de grupos externos, como de actores dentro de los mismos pueblos. La organización de nuevos códigos y normas fue un proceso largo y conflictivo, muy a menudo sangriento.20 La guerra dejaba tres saldos desfavorables: el relajamiento en la moral pública, el hambre y el bandolerismo. Los tres se sintieron en la vicaría de San José de Gracia. Los jóvenes de la región que no habían tomado parte en la lucha civil ya manifestaban hacia 1916 un desmedido culto por la fuerza física, desdén por la ley y el orden y amor por las diversiones antisociales. Los desacuerdos y los reconcomios comenzaban a ser graves. […] Llegó a ser costumbre la de amenizar las borracheras con tiros y muertitos.21 Pocos años después, la guerra cristera –más allá del conflicto Estado-Iglesia Católica– hizo evidente la persistencia de un enfrentamiento entre proyectos agrarios e identidades campesinas. Las organizaciones campesinas consiguieron recolocar el tema de los repartos agrarios en el centro de la agenda del gobierno. Calles había declarado una y otra vez que no habría más; la realidad lo desmintió cuando tuvo que recurrir a agraristas armados para apoyar al ejército para derrotar a los grupos de campesinos católicos levantados sobre todo en el Bajío. La defensa de la tradición que hicieron los cristeros no sólo incluyó a la religión, también se batió por la idea liberal de la tenencia de la tierra, amenazada por la fuerza del agrarismo y su visión colectivista y justiciera. Para los pequeños propietarios del centro del país, el agrarismo 19 Ricardo Pérez Montfort, Expresiones populares y estereotipos culturales en México. Siglos XIX y XX. Diez ensayos, CIESAS, México, 2007, p. 12. 20 Ávila Espinoza, “La vida durante la Revolución…”, op. cit., p. 52. 21 Luis González, Pueblo en vilo, op. cit., p. 100. 25 era un peligro para la quietud y prosperidad que habían consolidado durante el último medio siglo. Otro motivo que enardeció el ánimo de los cristeros fue la amenaza cotidiana de los federales y los agraristas en sus pertenencias agropecuarias. A estas acciones, los federales sumaron otra serie de atropellos como el saqueo, el incendio de poblaciones, las ejecuciones sumarias y la leva. Con todo esto, el gobierno logró que quienes aún permanecían indecisos se decidieran por fin a tomar partido en favor del movimiento armado. A los actos de saqueo perpetrados por los federales se sumó el de la capa más pobre de la sociedad rural, la que de esa forma encontró una posibilidad para escapar temporalmente a su miserable condición de vida.22 Los líos de tierras afianzaron la identidad de los campesiones, de ambos bandos. Los agraristas, que impulsaban la restitución y dotación de tierras como mero acto de justicia por los atropellos históricos de criollos y mestizos, eran vistos por éstos con desdoro por “pedir regaladas las tierras ajenas”. 23 Agravios inmemoriales y sentimientos de humillación mutua alimentaron la discordía rural a lo largo de los años veinte, en una sociedad ya agotada de la guerra de la década previa. La sociedad pueblerina se revela como una compleja red de intereses, más enmarañada a medida en que se integra a la modernidad, como describe el siguiente pasaje de ¡Ay, Jalisco… no te rajes! o la guerra santa, novela de Aurelio Robles Castillo: En todos los pueblos de los Altos, donde pasan su vida centauros y agricultores, las gentes sencillas, humildes, trabajadoras y fanáticas –con ese fanatismo de las razas primitivas–, la sociedad se divide en dos grupos: el de la gente temerosa de Dios, sincera y buena, madres de familia y dueños de haciendas con sus mayordomos y peonadas blancas, completamente fanatizadas, que forma la falange del cura. La otra parte, la más pequeña, la que se dice de ideas liberales, con remedo de masones, está constituida por los estudiantes destripados de la ciudad, los políticos, los dueños de cantinas y billares, así como por los artesanos –la mejor gente del grupo– que viven ya un tanto independientes, económicamente, con la fuerza de su trabajo. En ambas partes hay fanatismo y conveniencia. El resentimiento resultante (más endógeno que la zozobra provocada por la Revolución con su cauda de caudillos y facciones y su propia lógica política) se exacerbó y el odio resultante fue 22 Óscar Betanzos Piñón, “Las raíces agrarias del movimiento cristero”, en Montalvo, op. cit., p. 195. 23 Luis González, op. cit., p. 119. 26 combustible para configurar el conflicto y de plano cancelar la idea nostálgica de la tranquilidad campirana. El odio siguió siendo el sentimiento predominante. En vísperas de la rebelión [cristera] fue el principal resorte de los futuros rebeldes; a lo largo de la lucha fue la razón de los módicos triunfos ganados al gobierno. Antes y durante la guerra la ira desempeñó un papel, si se quiere, discutible, pero no inútil ni maléfico, como el que produjo después. Objetivos de la ira posbélica fueron, además de la maquinaria gubernamental y de los agraristas, la jerarquía eclesiástica mexicana y todos los que no ayudaron al movimiento cristero o lo estorbaron. Entre los ingredientes de ese odio se encuentra la impotencia para ponerlo en marcha, la amargura de no poder agredir al enemigo y menos triturarlo, el deseo impotente de venganza y el furor incesante.24 La política de tierra arrasada en Morelos durante la Revolución se reprodujo en múltiples comunidades del centro y occidente del país en los años veinte. La devastación y el encono se agudizaron con las sequías y malas cosechas que inauguraron los años treinta. El resultado, en uno y otro de los casos, fue la migración constante a las ciudades. Proyectos agrarios en la posrevolución Los gobiernos de Obregón y Calles impulsaron un proyecto modernizador, enfocado en fortalecer el perfil exportador del país en sus rubros más fuertes: la minería, incluido el petróleo, y la agricultura. El reparto agrario se dosificó y aplicó con estricto criterio político, al tiempo que se favoreció a haciendas enfocadas a la exportación de productos redituables como el ixtle, el henequén, el café, el tomate, el garbanzo, el plátano, el algodón, el chicle, la vainilla y las verduras frescas. El valor anual de la producción agrícola en 1930 fue de 722 millones de pesos, empleando a poco más de tres millones de trabajadores. 25 La gran mayoría de los campesinos tradicionales –entre los que se encontraban los pocos beneficiarios de los repartos agrarios– se vieron forzados a atender la demanda interna de maíz y frijol a precios muy bajos, con todo y los efectos de la sequía de 1929-1930, lo que los mantuvo en una condición precaria permanente. 24 González, op. cit., p. 145. 25 Miguel Ángel Calderón, El impacto de la crisis de 1929 en México (1982), citado por Óscar Betanzos Piñón y Enrique Montalvo, “Campesinado, control político y crisis económica durante el Maximato (1928-1934)”, Historia de la cuestión agraria, t. 4, op. cit., p. 219. 27 La economía exportadora tuvo un serio revés con la crisis de 1929. El 65% de las exportaciones se enviaban a Estados Unidos, 14% al resto de América, y 18% a Europa.26 En los años siguientes al crack bursátil de Nueva York, las ventas se desplomaron, tanto por el descenso en el consumo norteamericano como por las políticas proteccionistas norteamericanas, que incluyeron la repatriación de miles de trabajadoresmexicanos. La turbulencia se prolongaría hasta 1934. La crisis hizo evidente el profundo atraso en que se encontraba el país. La población superaba apenas los 16 millones de personas, de las cuales 11 vivían en pueblos y rancherías de menos de 2,500 habitantes. Esos pueblos diminutos eran completamente ajenos a la idea de modernidad del proyecto gubernamental: 93% carecía de acceso al ferrocarril, 95% no tenía telégrafo, 97% no tenía médico, 99% no conocía a los abogados, 96% no conocía los tractores, 54% no usaba arados de acero, 85% no tenía partera, apenas 59% tenía fonógrafos.27 En medio de la crisis, el reparto agrario se supeditó a las necesidades de control político, tanto nacional como regional. En lugares como Morelos y Tlaxcala se dio espacio para la restitución de terrenos de propiedad de los pueblos tradicionales,28 mientras que en lugares como San Luis Potosí o Veracruz se repartieron tierras como estrategia para crear una base popular para movimientos políticos en torno a autoridades regionales (caciques, jefes militares, líderes agraristas), relativamente autónomos pero vinculados al poder central.29 Las dificultades del gobierno de la república –con sede en la zona centro-sur del país– para asegurar el control político favorecerían la existencia de cacicazgos fuertes que en el nivel regional representarían el poder de ese gobierno tan alejado territorialmente; distancia agrandada por la carencia de medios de comunicación efectivos, así como por un sinnúmero de accidentes geográficos tan frecuentes en un país como el nuestro.30 26 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 215. 27 Cuadro elaborado por Frank Tannenbaum, citado por James Wilkie, La Revolución mexicana, gasto federal y cambio social (1986), citado por Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 217. 28 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 224 29 Carlos Martínez Assad, Los sentimientos de la región, del viejo centralismo a la nueva pluralidad, Océano, México, 2001, p. 31. 30 Carlos Martínez Assad, “Cárdenas y los hombres fuertes en las regiones”, en XVII Jornadas de Historia de Occidente, Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, México, 1995, p. 79. 28 En el caso de San Luis Potosí, el general Saturnino Cedillo organizó “colonias militares” en su estado, con campesinos armados listos para responder a las necesidades del régimen, como demostraron con su participación en la guerra cristera. En Veracruz, el gobernador Adalberto Tejeda organizó una interesante política agrarista que se plantó frente los poderosos latifundistas locales, que crearon “guardias blancas”, comandos armados al servicio de los hacendados. La embestida del Estado central contra la lucha campesina se había vuelto incontenible […], y varios enfrentamientos se registraron entre los 15 mil agraristas armados y las guardias blancas que asolaban la región. Aliado de Úrsulo Galván, fundador de la Liga Nacional Campesina, el coronel Tejeda buscaba mejorar las relaciones entre los intereses de agraristas y terratenientes a través de la realización de una reforma agraria integral, como el mismo Lázaro Cárdenas buscara siendo gobernador de Michoacán.31 Agraristas, latifundistas, rancheros, guardias blancas, colonos armados… el viejo orden rural estaba roto y no había concordia posible en medio de una tormenta política en la que todos aparecían desesperados en la búsqueda de privilegios. “La oligarquía latifundista allí donde desapareció, fue reemplazada por el interregno de campesinos jóvenes ambiciosos, enérgicos y ávidos, los mismos que dirigían los ejidos y se servían a sí mismos, sirviendo al gobierno”.32 El terror rural se prolongó hasta bien entrados los años treinta. Ahí donde no se lloraba la represión de las guardias blancas (en Veracruz, por ejemplo, los guardias del hacendado Emiliano Armenta asesinaron entre 100 y 400 campesinos en 1935),33 se maldecían los excesos de los agraristas, como muestra este testimonio: […] Crioque la envidia y la maldá andan metidos en esta cuestión de los agraristas, porque al fin barrieron parejo y a mí me dejaron como la Manífica, y se llevaron a los animalitos y hasta ni siquiera me dejaron levantar mi cosechita. […] Yo crioque así no es legal, siñores; y que algún día se tiene que acabar, primero Dios. Dicen los del ejido que ahora la tierra es del que la trabaja, y yo crio que también es de quien la merca con trabajo y sudor. Porque no es justo que dispués de tantos años de meterle lomo a la labor, de sol a sol y aguantándose l’anbre pa’horrar sus centavitos 31 Ídem, p. 80. 32 Jean Meyer, La cristiada, t. 3, Siglo XXI, Editores, México, 2003, p. 72. 33 Martínez Assad, Los sentimientos de la región, op. cit., p. 55. 29 pa’hacerse diuna tierra, vengan los otros a quitarle porque train carabinas que le ha dao el gobierno. […]34 La turbulencia agraria, pese a su crudeza, apenas arrojó resultados. Para 1930, de cada 10 campesinos apenas tres tenían tierra en propiedad.35 La revolución de la Revolución Frente a la crisis de la hacienda como unidad productiva, el reparto agrario se vio como una posibilidad para impulsar la producción con una planificación más estricta que la dictada por el mercado, lo que favorecería el fortalecimiento del mercado interno y la producción industrial nacional. Las condiciones estuvieron dadas con la llegada de Lázaro Cárdenas al poder, con un ánimo justiciero acentuado y la capacidad política para estructurar un proyecto de Estado basado en las masas. Campesinos y obreros regresaron al primer plano de la política, de la mano del presidente Cárdenas que cortejó a sus movimientos para impulsar su organización y comprometerlos con el régimen. Los afanes de independencia del movimiento campesino se desmoronaron, en aras de la unidad y del fortalecimiento del Estado benefactor: Lo que Cárdenas quería era fortalecer la mano del Estado para proteger los intereses del trabajador y campesino ordinarios, pero irónicamente la estructura que creó ha beneficiado sobre todo a la clase media y a los ricos, igual que las de muchos otros sistemas políticos. La razón de este desenlace es que el compromiso de Cárdenas con el bienestar social de los menos beneficiados no fue compartido por la mayoría de sus sucesores, que han respondido a otros grupos y preocupaciones.36 Pero para ese momento la negociación fue ventajosa para los campesinos organizados. A cambio recibieron, como bloque, una participación muy importante en la toma de decisiones del régimen, vía una nueva institución creada al efecto: la Confederación Nacional Campesina, uno de los tres sectores en que se dividió el Partido Nacional Revolucionario, proto partido de 34 Historia gráfica del sinarquismo (1975), citado por Óscar Betanzos, “Las raíces agrarias del movimiento cristero”, en Montalvo, op. cit., p. 196. 35 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 235. 36 Roderic Camp, La política en México, Siglo XXI Editores, México, 1995. p. 149. 30 Estado ahora rebautizado como Partido de la Revolución Mexicana, del que saldrían los cuadros políticos del régimen. La presencia de los campesinos en el proyecto del régimen se dejó sentir, sobre todo, a través del impulso a un reparto agrario radical, que modificó por fin el panorama agrícola de México. La hacienda fue desplazada del escenario económico y los ejidos colectivos tuvieron una oportunidad histórica para mostrar su viabilidad económica: La Laguna, el Valle de Mexicali, el Valle del Yaqui, Nueva Italia, Lombardía… las mejores tierras pasaron a manos campesinas, que tuvieron por breve tiempo la oportunidad histórica de reivindicar su lugar en el proyecto de nación. Los testimonios dan cuenta del renacer del orgullocampesino y el nuevo estatus de la comunidad como parte de la economía nacional. “El comercio de la región estaba muerto porque la gente que tenía la tierra compraba todo en Estados Unidos. Cuando nos dieron la tierra, ese dinero se quedó aquí, y fue cuando creció el comercio en Ciudad Obregón y el Valle del Yaqui, porque comprábamos aquí”, cuenta Jesús Chávez Beltrán, campesino de Cajeme, Sonora.37 Educando a la generación de las balas Los niños nacidos en los últimos años del siglo XIX y los primeros del siguiente crecieron, en mayor o menor medida, entre balas y zozobra. Su formación, su arraigo, su identidad, están marcadas por los conflictos sucesivos entre 1910 y 1930. En la segunda década del siglo, entre los chamacos de Morelos uno de los pasatiempos preferidos era jugar a la revolución: “previo volado formaban dos bandos, el del ejército revolucionario y el federal, comenzaba la batalla, se disparaban con pistolas de madera –que hacían con ramas de huizache– y se perseguían simulando tirarse balazos”.38 Una vez consolidado políticamente, el régimen posrevolucionario se planteó como necesidad estratégica la educación de las masas, en un afán de integración nacional y de transmisión de los valores de la Revolución. El proyecto educativo arrancado por Obregón, las Misiones 37 Cuauhtémoc Cárdenas Batel (coordinador), Se llamó Lázaro Cárdenas, Grijalbo, Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, AC, México, 1995. p. 188. 38 Ávila Espinoza, op. cit., p. 78. 31 Culturales desarrolladas por José Vasconcelos –llamadas luego Casas del Pueblo y después, simplemente, escuelas rurales–, constituyó el esfuerzo más serio de construcción nacional desde la Reforma liberal. En su afán modernizador y “civilizatorio”, la escuela rural transformó profundamente la organización y la identidad campesina: impuso una lengua nacional, alimentó el patriotismo, difundió relatos heroicos comunes, normas, técnicas, símbolos, desaconsejó hábitos, en fin, pretendió “enseñar al campesino nada menos que a amar la vida rural de un modo más inteligente y tratar de llevar al campo mejores hogares y métodos de vida, técnicas de trabajo modernas, una organización social superior y una refinada atmósfera espiritual”.39 Se forjó, nada menos, una identidad pretendidamente nacional. La educación que se pretende masiva y homogeneizadora, se realiza a través de una lengua llamada nacional, la cual permitirá la difusión de una cultura común. No sólo eso, una política oficial –en este caso educativa– asegura, además de la transmisión selectiva de la lengua, la de un conjunto de valores patrióticos y de símbolos de una pretendida cultura común, que se complementa con el conocimiento de las normas fundamentales para la integración. […] Así se va constituyendo, en teoría, el sentimiento de pertenencia común entre grupos sociales diversos. En este proceso participan estructuras intermedias de socialización como la familia y el ejército, paulatinamente reforzadas y potenciadas por los medios masivos de difusión.40 Por supuesto, el proceso no fue homogéneo y registró resistencias, sobre todo donde existía una mayor penetración cultural de otras estructuras de socialización tradicionalmente influyentes, como la Iglesia; la oposición del clero a la implementación del artículo 3º constitucional fue otro de los factores que desembocó en la guerra cristera de 1926. La disputa por la educación y el triunfo final sobre los cristeros se plasmó en una reforma constitucional que le dio carácter “socialista” a la educación pública, en 1934. Su implementación, durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, fundió el proyecto modernizador de la educación pública con la defensa del proyecto revolucionario todo. La Ley Orgánica de Educación de 1940 especificaba que la educación pública debía contribuir a “dar fin al latifundismo, lograr la independencia 39 Engracia Loyo, “En el aula y la parcela: vida escolar en el medio rural (1921-1940)”, en Historia de la vida cotidiana en México, t. V, vol. 1, op. cit., p. 275-276. 40 Salvador Sigüenza, Héroes y escuelas. La educación en la Sierra Norte de Oaxaca (1927-1972), INAH, IEEPO, México, 2007, p. 30-31. 32 económica, consolidar la democracia, establecer una convivencia social más humana y defender los intereses generales de la población”.41 En 1946, en medio del ambiente de la posguerra y la industrialización, se eliminó de la Constitución el adjetivo “socialista”, para dejar a la educación únicamente como “laica, democrática y nacional”. Durante los años treinta, la profesión magisterial adquirió una importancia política y social más relevante. Para el régimen, el maestro, además de educar, “debía ser líder, consejero, orientador y creador de una convivencia más humana”. 42 Las escuelas rurales se convirtieron en laboratorios de la revolución, integrando al profesor a la vida de la comunidad, a través del desarrollo de actividades prácticas, que conjuntaran “experiencias colectivistas” con la transmisión de conocimientos científicos, tal como indicaba la retórica de la educación socialista.43 Cada profesor implementó las líneas pedagógicas según su criterio. Algunos se involucraron activamente en las dinámicas comunitarias y se consolidaron como intermediarios culturales frente a las autoridades locales y nacionales;44 otros se concentraron en la implementación de campañas de mejoramiento, como las de vacunación, higiene o antialcohólicas; algunos fueron simples cuidadores de niños, obsesionados con la disciplina; muchos batallaron para ser aceptados en los pueblos, o incluso para entusiasmar a sus alumnos, renuentes a permanecer sentados por horas en incómodos bancos de madera. La labor educativa fue traumática en muchos aspectos, pues implicó un intercambio a menudo forzado de códigos culturales contrapuestos, que iniciaban desde el atuendo: la autoridad del maestro se hacía sentir a través del pantalón y el saco que contrastaba con la manta y los huaraches de sus alumnos. Los profesores a menudo menospreciaban los saberes tradicionales de sus alumnos, sobre todo en el caso de comunidades indígenas, y trataban de imponer sus criterios en temas como las técnicas agrícolas y artesanales. “Algunos maestros vivían en perpetuo conflicto entre erradicar creencias perjudiciales y sustituir las costumbres por un modo de vida ‘más elevado’ y al mismo tiempo respetar la cultura indígena”.45 41 Citado por Sigüenza, op. cit., p. 48. 42 Sigüenza, p. 50. 43 Ídem. 44 El concepto de “intermediario cultural”, con su involucramiento en las relaciones de poder en las comunidades rurales, se desarrolla en el capítulo 6. 45 Engracia Loyo, op. cit., p. 286. 33 El maestro fue el vínculo entre el gobierno nacional y los campesinos. Le correspondió la tarea de interpretar y explicar al régimen las necesidades materiales e intangibles de las comunidades en las que trabajaban, al tiempo que eran los voceros de los proyectos e imposiciones gubernamentales. La revista El Maestro Rural, publicación fundada en 1931 que a lo largo de la década llegó a registrar tirajes de 10 mil ejemplares, da cuenta de este intercambio de ideas e, incluso, de la construcción de una identidad campesina a partir de tres elementos esenciales, complementarios y evolutivos: el carácter bucólico de la vida rural, su limitación por su imperfección y atraso, y su cualidad como agente revolucionario. La imagen bucólica se difundió en numerosos textos de El Maestro Rural y en obritas de teatro denominadas “teatro campesino”, que eran en realidad obras creadas por los intelectuales de la SEP para ser representadas e internalizadas por los campesinos. Estas obras transmitían una imagen
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