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La-Masculinidad-en-el-campo-mexicano--construccion-cinematografica-de-un-concepto-1936-1959

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO 
PROGRAMA DE POSGRADO EN HISTORIA 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
LA MASCULINIDAD EN EL “CAMPO MEXICANO” 
CONSTRUCCIÓN CINEMATOGRÁFICA DE UN CONCEPTO 
1936-1959 
TESIS 
QUE PARA OPTAR POR EL GRADO DE MAESTRO EN HISTORIA 
PRESENTA 
Fernando Mino Gracia 
TUTOR 
Dr. Salvador Sigüenza Orozco 
CIESAS Pacífico Sur 
SÍNODO 
Dr. Ricardo Pérez Montfort 
CIESAS Ciudad de México 
Dr. Francisco Martín Peredo Castro 
FCPyS, UNAM 
Dr. Álvaro Vázquez Mantecón 
UAM-A 
Dr. Jesús Daniel González Marín 
FCPyS, UNAM 
Ciudad de México, abril de 2018. 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
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respectivo titular de los Derechos de Autor. 
 
 
 
3 
Sumario 
Agradecimientos 5 
Introducción. El cine como herramienta de la historia 6
Vestigios de la vida cotidiana 8 
Imagen fílmica para atrapar la realidad 9 
Historicidad del cine mexicano 11 
El cine y la ideología del México posrevolucionario 14 
Capítulo 1. El campo y los campesinos mexicanos en la primera mitad del s. XX 17 
Antecedentes: el vendaval liberal 17 
El remolino que los alevantó 20 
La mexicanidad campesina 21 
Proyectos agrarios en la posrevolución 26 
La revolución de la Revolución 29 
Educando a la generación de las balas 30 
La superioridad campesina 34 
Sacralización, rigidez y olvido 36 
Mudando de costumbres 40 
Capítulo 2. Orígenes, socialización y nexos entre el cine y el poder. Cineastas e 
industria entre 1936-1959 
43 
La búsqueda de la nacionalidad fílmica 44 
Sucesos e influencias en los cineastas mexicanos 50
Ascenso social y consolidación 58 
Cultura política y exclusividad gremial 64 
Capítulo 3. El gozo del pasado. Espectadores del cine mexicano rural 69 
La idealización moral del pasado 74 
Un ritual popular 77
“Supervisión” y control 80 
Intersecciones entre la ficción y la realidad 83 
Capítulo 4. El arraigo y la etnicidad, según el cine mexicano. María Candelaria 91 
Revolución y descubrimiento de la tradición 95 
Un cine de bronce 99 
El caso de Xochimilco 103 
Estampas turísticas del paraíso 109 
La herencia de María Candelaria 121 
4 
“Patria, mujer y caballo” 130 
El honor hace al hombre 136 
Del héroe romántico a la virilidad bravía 138 
Ay, Jalisco, tus hombres son machos y son cumplidores 140 
El canon de Rancho Grande 143 
La herencia de Rancho Grande 160 
Capítulo 6. Poder y control político en comunidades rurales. Rosauro Castro 163 
La suerte del cacique: mediación y poder 164 
Del folclor a la representación del cacique 170 
El cacicazgo violento 172 
El fin de la epopeya 182 
Conclusiones. La deontología del macho. Tramas, arquetipos y estereotipos sobre la 
masculinidad en el cine rural mexicano. 
186 
Misoginia – reconocimiento de la superioridad moral femenina y defensa del honor 187 
Misoginia – la conquista amorosa como muestra de virilidad 190 
Idealización del amor romántico 194 
Alta estima del honor y la honra 198 
Exaltación de los juegos y aficiones tradicionales 205 
Respeto estricto a la jerarquía 214 
Exaltación de la violencia 221 
Caballo de buena andanza, ¿ni suda ni cansa? 226 
Fuentes 229 
Capítulo 5. La masculinidad tradicional, el macho según el cine. Allá en el Rancho 
Grande 
126 
 5 
 
Agradecimientos 
 
 
 
Este trabajo representa la culminación, a destiempo, de un proceso de trabajo que se ha ido 
nutriendo de múltiples influencias y aportes. En su origen fue asesorado por la Dra. Margarita 
Carbó Darnaculleta, profesora entrañable que me compartió su pasión por la historia del 
entorno rural mexicano hasta su lamentable fallecimiento, en 2015. También ha sido muy 
importante el apoyo intelectual continuado a lo largo de los años del Dr. Carlos Martínez 
Assad, quien ha sido una influencia constante en mi trabajo. 
 
Agradezco profundamente el apoyo del Dr. Salvador Sigüenza Orozco, quien tomó el reto de 
acompañarme en el último tramo de este trabajo y me permitió colaborar en su propia labor de 
investigación histórica en el CIESAS Pacífico Sur, espacio académico que me ha acercado a la 
práctica de la historia y a la retroalimentación de historiadores de importante trayectoria, como 
la Dra. Daniela Traffano y el Mtro. Francisco José Ruiz Cervantes, quien ha sido cómplice en 
varios proyectos de divulgación de la historia a través del cine. 
 
Los comentarios a este trabajo del Dr. Ricardo Pérez Montfort, el Dr. Álvaro Vázquez 
Mantecón y el Dr. Daniel González Marín han sido muy inspiradores y desafiantes para 
continuar investigando y reflexionando sobre las intersecciones entre el cine y la historia. El 
Dr. Francisco Peredo Castro ha sido un apoyo y una influencia invaluable desde mis años en 
licenciatura. 
 
A lo largo de muchos años he alimentado la idea de que el cine mexicano es una herramienta 
muy valiosa para acercarnos a la complejidad de nuestra historia. Confío en que este trabajo sea 
un elemento más para fortalecer esa certeza. 
 
 
 
 6 
Introducción 
 
El cine como herramienta de la historia 
 
Para el historiador dedicado al siglo XX, el cine es una fuente que aporta indicios muy 
importantes para la construcción de un relato. Al igual que la historia, la literatura y el cine 
seleccionan, simplifican, organizan, resumen un siglo en una página o una secuencia, 1 de 
acuerdo a criterios narrativos y de emoción literaria. 
 
La trascendencia de la imagen en la modernidad –a partir de la invención de la fotografía y del 
cine– es motivo de discusión permanente y su influencia, su poderoso “efecto realidad”, se 
prolonga incluso a nuestra noción de historia, como problematiza Hayden White en su 
concepto de historiofotía: “la representación de la historia y de nuestras ideas en torno a ella a 
través de imágenes visuales y de un discurso fílmico”, como complemento de la historiografía.2 
 
El “efecto realidad” es parte de las características intrínsecas a las imágenes, sean pinturas, 
ilustraciones o fotografías, efecto que se multiplica en el caso del cine,3 y que influye en nuestra 
memoria y, por tanto, en la manera de evocar y también de conservar vestigios de nuestro 
presente. En consecuencia, su estatus como fuente histórica parece despejado. El cine, todo, es 
un documento histórico. Documental o ficción, las películas son ventanas históricas 
interesantes que pueden aportar a nuestra comprensión del pasado. Su tratamiento, sin 
embargo, debe ser cuidadoso: 
 
Quien desee utilizar las imágenes como testimonios deberá ser consciente en todo momento de 
algo bastante evidente, pero que a veces suele olvidarse, a saber, de que la mayoría de ellas no 
fueron producidas con esa finalidad. Algunas sí lo fueron, […] pero la mayoría fueron creadas 
para desempeñar múltiples funciones, religiosas, estéticas, políticas, etc. A menudo incluso han 
desempeñado un papel importante en la “invención cultural” de la sociedad. Por todo ello, las 
imágenes constituyen un testimonio del ordenamiento social del pasado y sobre todo de las 
formas de pensar y de ver las cosas en tiempos pretéritos.4 
 
1 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia, Alianza Editorial, Madrid, 1971, p. 14. 
2 White, citado por Peter Burke, Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Crítica, Barcelona, 2001, 
p. 203. 
3 Burke, op. cit., p. 212. 
4 Burke, op.cit. p. 236. 
 7 
 
El cine, como los relatos históricos, está constituido por tramas. Las películas5 son relatos que 
imitan –y distorsionan, según criterios estéticos o narrativos específicos– a la realidad que las 
genera. En ese sentido, las películas constituyen hechos-documento que resultan útiles para 
elaborar una trama específica en un relato histórico que intente explicar las mentalidades, 
valores, aficiones y vida cotidiana durante el siglo XX; son documentos en la medida que son 
“acontecimientos que han dejado un vestigio”.6 
 
El cine, como vestigio, es invaluable para conocer cómo eran las ideas que gravitaban en un 
espacio-tiempo determinado. A partir de una cierta retórica de la imagen, 7 las películas 
condensan las mentalidades del público, las del director, los productores, los censores y demás 
personajes involucrados en la tarea de generar ese acontecimiento llamado película. En 
palabras de Carlo Ginzburg: 
 
Si las pretensiones de conocimiento sistemático aparecen cada vez más veleidosas, no por eso se 
debe abandonar la idea de totalidad. Al contrario: la existencia de un nexo profundo, que explica 
los fenómenos superficiales, debe ser recalcada en el momento mismo en que se afirma que un 
conocimiento directo de ese nexo no resulta posible. Si la realidad es impenetrable, existen zonas 
privilegiadas –pruebas, indicios– que permiten descifrarla. […] La representación de los ropajes 
tremolantes en los pintores florentinos del siglo XV, los neologismos de Rabelais, la curación de 
los enfermos de escrofulosis por parte de los reyes de Francia e Inglaterra, son sólo algunos de los 
ejemplos de la manera en que ciertos mínimos indicios han sido asumidos una y otra vez como 
elementos reveladores de fenómenos más generales: la visión del mundo de una clase social, o de 
un escritor, o de una sociedad entera.8 
 
 
 
5 Por “película”, entendemos toda obra fílmica (es decir, las que se valen de una sucesión de imágenes 
impresionadas en un soporte físico, o digital, y reproducidas para dar la sensación de movimiento) realizada para 
ser exhibida, en la medida en que se trata de un producto cultural que tiene la forma y la sustancia de un proceso 
narrativo. 
6 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia, Alianza Editorial, Madrid, 1984, p. 45-46, explica a partir de la postura de 
Max Weber su propia noción de hecho-valor, o acontecimiento, y de hecho-documento, en el que el segundo 
sirve para dar sentido al primero, según la trama elegida por el historiador; el hecho-documento “está lejos de 
determinar la elección de la trama ni la distinción entre lo que sería histórico y lo que no lo sería”, sin embargo, es 
un vestigio útil que, de acuerdo a la elección del historiador, puede “desempeñar en la trama en la que figura como 
acontecimiento un papel importante o solamente secundario”. 
7 El concepto de retórica de la imagen se refiere a “las formas en que una imagen actúa para pesuadir u obligar a 
los espectadores a que le den una interpretación determinada, incitándoles a identificarse con un vencedor o con 
una víctima, por ejemplo”, Burke, glosando a Roland Barthes, op. cit., p. 229. 
8 Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia, Editorial Gedisa, Barcelona, 1989, p. 163. 
 8 
Vestigios de la vida cotidiana 
Le bon Dieu est dans le détail, dicen que dijo Gustave Flaubert. La frase expresa el cambio de 
perspectiva que trajo la modernidad para valorar los relatos del presente y del pasado. En 
forma paulatina el relato histórico desplazó a los héroes señalados por el destino del 
protagonismo, y los sutituyó por una colectividad que suma líderes y masa, sus interacciones y 
sus costumbres, como motores comunes y complementarios. Esta novedad implica atender y 
significar cada detalle, así sea mínimo, del entorno. La vida cotidiana adquiere relevancia, a la 
distancia se pueden notar los significados culturales asociados a actividades en apariencia tan 
nimia como comer, divertirse, cortejar, criar, ser hombre o ser mujer. La sustancia de estos 
detalles los aporta la perspectiva histórica, que permite verlos en su trascendencia social. 
 
[…] La vida cotidiana no representa necesariamente un valor autónomo; si la continuidad del 
particular está constituida por aspectos y formas de actividad que se han acumulado casualmente, 
la cotidianidad no tiene un “sentido” autónomo. La cotidianidad cobra un sentido solamente en el 
contexto de otro medio, en la historia, en el proceso histórico como sustancia de la sociedad.9 
 
Es el caso de las relaciones –sociales, íntimas, eróticas, de poder– entre hombres y mujeres, 
que adquieren relevancia en la medida que se consideran parte de transformaciones sociales 
profundas. La categoría de género10 nos permite problematizar la construcción cultural ligada a 
la diferencia sexual entre mujeres y hombres, y los conflictos –a menudo circunscritos a la 
esfera de la vida cotidiana– asociados a su interacción. En esa medida, es una herramienta para 
la construcción de relatos históricos. 
 
 
9 Ágnes Heller, Sociología de la vida cotidiana, Ediciones Península, Barcelona, 1987, p. 93. 
10 “La interpretación cultural de los atributos sexuales es distinguida de la facticidad o simple existencia de estos 
atributos. El verbo ‘llegar a ser’ contiene, no obstante, una ambigüedad consecuencial. No sólo estamos 
construidos culturalmente, sino que en cierto sentido nos construimos a nosotros mismos”. Judith Butler, 
“Variaciones sobre sexo género: Beauvoir, Witting y Foucault”, en Marta Lamas (compiladora) El género. La 
construcción cultural de la diferencia sexual, Miguel Ángel Porrúa, PUEG-UNAM, México, 2003, p. 303. La misma 
Marta Lamas ofrece una definición muy clara de género en “Hablemos de sexualidad”, en Antología de lecturas sobre 
sexualidad. Red democracia y sexualidad, México, 2000, s/p: “El papel de género se forma con el conjunto de 
normas y prescripciones que dictan la sociedad y la cultura, la clase social, el grupo étnico y hasta el nivel 
generacional de las personas. Se puede sostener una división básica que corresponde a la división sexual del 
trabajo más primitiva: las mujeres paren a los hijos y, por lo tanto, los cuidan: ergo, lo femenino es lo maternal, lo 
doméstico, contrapuesto con lo masculino como lo público. La dicotomía masculino-femenino, con sus variantes 
culturales, establece estereotipos, las más de las veces rígidos, que condicionan los papeles y limitan las 
potencialidades humanas de las personas al estimular o reprimir los comportamientos en función de su 
adecuación al género. Lo que el concepto de género ayuda a comprender es que muchas de las cuestiones que 
pensamos que son atributos ‘naturales’ de los hombres o de las mujeres, en realidad son características construidas 
socialmente, que no están determinadas por la biología”. 
 9 
Históricamente, los varones han tenido notables ventajas de todo tipo dentro de la estructura 
social. Sin embargo, no estamos frente a un sistema rígido, más bien es tan cambiante que su 
transformación afecta todos los procesos históricos. Privilegios que solían verse como 
condiciones esenciales en el pasado, ahora son vistos como muestra de una injusta diferencia 
entre sexos. La misma utilización académica del concepto género habla del cambio cultural 
experimentado a lo largo del siglo XX: 
 
Me parece que deberíamos interesarnos tanto en la historia de las mujeres como de los hombres, que no 
deberíamos trabajar solamente sobre el sexo oprimido, del mismo modo que un historiador de clases 
sociales no puede centrarse por entero en los campesinos. Nuestro propósito es comprender el 
significado de los sexos, de los grupos de género, en el pasado histórico. Nuestro propósito es descubrir 
el alcance de los roles sexuales y del simbolismo sexual en las diferentes sociedadesy periodos, para 
encontrar qué significado tuvieron y cómo funcionaron para mantener el orden social o para promover 
su cambio.11 
 
A lo largo de este trabajo se aborda el concepto de masculinidad, el cual entendemos como el 
modelo hegemónico que norma la división social entre hombres y mujeres a partir de la 
construcción de una identidad subjetiva de lo masculino basada de la represión de los aspectos 
femeninos, entendiendo las categorías “hombre” y “mujer” como subjetivas e históricamente 
determinadas. “Esta interpretación implica también –dice Joan Scott– que el sujeto está en un 
proceso constante de construcción y ofrece una forma sistemática de interpretar el deseo 
consciente e inconsciente, al señalar el lenguaje como el lugar adecuado para el análisis”.12 
 
Imagen fílmica para atrapar la realidad 
Capacidades, emociones, sentimientos, hábitos, todo comprende el interminable rompecabezas 
de la realidad. Cada fuente aporta testimonios valiosos para construir el sustrato, el contexto de 
cualquier relato histórico. La imagen fotográfica –y su extensión fílmica– es el aporte 
revolucionario de la técnica a su tiempo con sus formas de entender y dialogar con su propio 
relato. En forma temprana, la imagen es dotada de un prestigio de autenticidad que la coloca 
en una posición delicada –por su pretendida objetividad y, en consecuencia, susceptibilidad de 
 
11 Natalie Zemon Davis, “Women’s History in Transition: The European Case” (1975-1976), citado por Joan W. 
Scott, “El género: una categoría útil para el análisis histórico”, en Marta Lamas (comp.) El género, op. cit., p. 267. 
12 Scott, op. cit., p. 283. Por supuesto, hay formas de “ser hombre” que no se benefician igualmente del modelo 
hegemónico y que, en la medida que transgreden dicho modelo, suelen ser invisibilizadas, menospreciadas o 
ridiculizadas. 
 10 
manipulación– como fuente. El efecto realidad ha sido aprovechado para mostrar, y ocultar, en 
función de intereses específicos. En la fotografía, como en el relato histórico, no hay 
objetividad, hay narratividad a partir de la actitud sesgada de un autor.13 
 
El uso de la imagen fílmica, sin embargo, aporta luz en forma de detalles nimios, en 
testimonios sobre formas de pensar y sobre valores compartidos en tiempos pasados. En el 
caso del cine, su capacidad como vestigio, como testimonio del pasado, está más allá de toda 
consideración del efecto realidad o de la trascendencia estética de una sola película, por más 
sobresaliente que resulte; una visión de conjunto puede aportar la sustancia que aglutine el 
cúmulo de detalles cotidianos que encierran todas las películas producidas en un lugar y una 
época específica. “Quien desee acercarse a la mentalidad del sector mayoritario de la población 
–escribe Aurelio de los Reyes– debe empezar, necesariamente, por el análisis de los éxitos de 
taquilla, […] toda la basura que pueda significar un gran volumen de la producción 
cinematográfica nacional no debe ser subestimada ni despreciada, porque todo tiene su 
significación histórica y social”.14 
 
El trabajo de exploración fílmica y su representación de la realidad entraña problemas, como 
describe Burke15 a propósito de la imagen: Las imágenes permiten acceder no al mundo social 
sino a las “visiones de ese mundo propias de una época” y, en esa medida, sujetas a diversas 
formas de representación, que van de la idealización a la sátira; depende del historiador 
distinguir, o al menos explorar, la intencionalidad del creador de imágenes. Las imágenes 
requieren siempre ser situadas en su contexto, “o mejor dicho, en una serie de contextos 
(cultural, político, material, etc.)”. Una serie de imágenes –o de filmes– es más fiable como 
testimonio de una época que una imagen –o película– individual. Al explorar imágenes, filmes 
o textos el historiador tiene que leer entre líneas para encontrar los detalles más pequeños o las 
ausencias más notables, “pistas para obtener la información que los creadores no sabían que 
sabían, o los prejuicios que no eran conscientes de tener”. 
 
 
 
13 Burke, op. cit., p. 27. 
14 Aurelio de los Reyes, Sucedió en Jalisco o Los cristeros. Cine y sociedad en México, 1896-1930, vol. III, UNAM, INAH, 
Seminario de Cultura Mexicana, México, 2013, p. 11. 
15 Burke, op. cit., p. 239-240. 
 11 
Historicidad del cine mexicano 
El éxito de Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936) –o de cualquier otro 
melodrama rural que prodiga canciones y charros heroicos– y el perfeccionamiento de las 
tramas melodramáticas como sello del cine mexicano hablan no sólo de las preferencias de 
productores, directores y “estrellas”, sino de un código de comunicación que operó durante 
más de dos décadas y funcionó para crear realidades alternas a la que vivía la población del 
país. Un cine que fue efectivo como evasor, pero también como reproductor de discursos 
desde el poder y de conductas consideradas “apropiadas” por los grupos dominantes. Este 
acontecimiento histórico, al mismo tiempo, ofreció al espectador explicaciones a su realidad y, 
quizá en menor medida, aportó elementos críticos a su pensamiento. 
 
Mirar al cine mexicano como vestigio, como fuente histórica, aporta nuevos caminos al análisis 
del siglo XX mexicano, a veces demasiado concentrado en la reconstrucción de las efemérides 
políticas y las acciones desde el poder. Su utilización alimenta la labor narrativa del historiador. 
“Cualquier representación histórica de la realidad debe, creo, tratar de explicar los 
acontecimientos históricos como si tuvieran la forma y la sustancia de un proceso narrativo”.16 
Especialmente a partir del siglo XX la narratividad, con las reglas de la ficción tanto literaria 
como fílmica, es indisoluble de nuestra noción de historia. 
 
Sin duda, parece tan difícil concebir un tratamiento de la realidad histórica que no use técnicas 
ficcionales en la representación de los acontecimientos como concebir una ficción seria que en 
alguna forma o en algún nivel no haga afirmaciones acerca de la naturaleza y el significado de la 
historia.17 
 
Las películas permiten vislumbrar la representación de un presente que, atrapado en el soporte 
fílmico, ofrece reflexiones sobre su tiempo y los significados que atribuyen a la historia. 
Vestigios debidamente contrastados con otras fuentes, que permitan sortear los riesgos de 
confundir acontecimientos reales e imaginarios.18 
 
 
16 Hayden White, El texto histórico como artefacto literario, Paidós, Barcelona, 2003, p. 48. 
17 White, “El acontecimiento modernista”, en El texto histórico como artefacto literario, op. cit., p. 226. 
18 White, ídem, p. 220. 
 12 
El cine, como acontecimiento moderno, reta al canon narrativo. Su temprana penetración y su 
capacidad para influir en la noción misma de realidad por su capacidad de representación 
sacude los fundamentos del relato, como explica White: 
 
El modernismo (cualquier cosa que sea) literario (y, en cuanto tal, fílmico) marca el fin de relatar 
–comprendido en el sentido de ‘el cuento’ de Walter Benjamin por el cual la erudición, la 
sabiduría y los lugares comunes de una cultura son transmitidos de una generación a otra en 
forma de relato que puede seguirse–. Después del modernismo, cuando llega el momento de 
relatar, sea en la escritura literaria o en la histórica, las técnicas tradicionales de narración se hacen 
inútiles, excepto en la parodia. La práctica literaria modernista efectivamente explota la noción de 
aquellos personajes que antes habían servido como los sujetos de las historias o al menos como 
representativos de perspectivas posibles de los acontecimientos del relato; y resiste la tentación de 
tramar los acontecimientos y las acciones de los personajes para producir el efecto de significado 
derivadode la demostración de cómo el final de algo puede estar contenido en su propio 
comienzo. El modernismo, por esa razón, efectúa lo que Fredric Jameson llama la desrealización 
del acontecimiento mismo. Y lo hace despojando consistentemente al acontecimiento de su 
función narrativa tradicional de señalar la irrupción del sino, destino, gracia, fortuna, providencia 
y hasta de la historia misma en una vida (o al menos en algunas vidas) ‘para tirar del aguijón de la 
novedad’ y dar a la vida así afectada, en el peor de los casos, una semblanza de patrón y, en el 
mejor, un significado vigente, transocial y transhistórico. […]19 
 
El cine como fuente aporta al relato, necesariamente fragmentario de la modernidad, piezas 
clave para entender conductas y actitudes, en tiempos en que el relato histórico se ve desnudo 
de héroes, de personajes ejemplares marcados por un destino suprarreal para transformar tal o 
cual acontecimiento. 
 
La noción de acontecimiento histórico ha sufrido una transformación radical como un resultado 
de la ocurrencia en nuestro siglo de acontecimientos de un alcance, escala y profundidad 
inimaginables para historiadores de otros tiempos y del desmantelamiento del concepto de 
acontecimiento como objeto de un tipo específicamente científico de conocimiento. Se puede 
decir lo mismo, con todo, de la noción de relato; ésta ha sufrido un fuerte desgaste y, al menos, 
una disolución potencial como resultado de esa revolución de las prácticas representacionales 
 
19 White, ídem, p. 232-233. Cuando hablo de “modernidad”, me refiero al “programa de dominación de la 
naturaleza a través de la razón, la ciencia y la tecnología iniciado a partir de la Ilustración y encumbrado con el 
proyecto político del liberalismo”; es el mismo sentido que le da Fredric Jameson, tal como lo cita White, quien, 
en contraparte, usa la noción de modernismo como el conjunto de “movimientos literarios y artísticos lanzados al 
final del siglo diecinueve y principios del veinte contra este propio programa de modernización y sus efectos 
sociales y culturales”. 
 13 
conocidas como modernismo cultural y de las tecnologías de la representación posibilitadas por la 
revolución electrónica.20 
 
Personajes arquetípicos –encarnaciones de ideales y valores en proceso de transformación– e 
incluso sus intérpretes –estrellas que conservan su halo histórico en forma extradiegética– 
constituyen relatos alternativos a un relato histórico en crisis. 
 
Se trata de un proceso inconsciente, pero a la vez cuidadosamente vigilado desde el poder. En 
ese sentido, el cine adquiere una importancia capital, en la medida que disfraza y crea 
imaginarios que adquieren el mismo valor ontológico que los acontecimientos reales. 
“Realistamente imaginario o imaginariamente real”.21 
 
Deconstruir los “imaginarios” creados por las películas –a través de la crítica y la 
constrastación con otras fuentes– permite acceder a otros niveles de tropología e integrar ese 
análisis a un relato histórico.22 Un procedimiento que dista de ser novedoso, como muestra el 
trabajo clásico de Siegfried Kracauer De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán 
(1947), riguroso análisis de los fundamentos estéticos y narrativos del expresionismo en el cine 
alemán de los años veinte y treinta, “vivo reflejo, en el plano cultural, del desgarramiento del 
alma burguesa alemana, en tensión entre la tiranía política y el caos social”,23 que desembocaría 
en el ascenso de Hitler al gobierno. Kracauer, como señala White, consigue hacernos mirar en 
los filmes expresionistas “señales de una realidad que sólo puede ser imaginada más que 
percibida directamente”, lo que los hace acontecimientos relevantes para integrarse a un relato 
histórico. 
 
 
 
20 White, ídem, p. 229. 
21 White, ídem, p. 220. Cf. Carlos Monsiváis, “La pasión por la historia”, en Carlos Pereyra, Historia, ¿para qué?, 
Siglo XXI Editores, México, 1980, p. 169-194. 
22 “La tropología es la comprensión teórica del discurso imaginativo, de todas las formas por las cuales los 
diversos tipos de figuraciones (tales como la metáfora, la metonimia, la sinécdoque y la ironía) producen los tipos 
de imágenes y conexiones entre imágenes capaces de desempeñarse como señales de una realidad que sólo puede 
ser imaginada más que percibida directamente. Las conexiones discursivas entre las figuraciones (de personas, 
acontecimientos y procesos) en un discurso no son conexiones lógicas o implicadas deductivamente entre sí, sino 
metafóricas en un sentido general, […]”, White, “Hecho y figuración en el discurso histórico”, en El texto histórico 
como artefacto literario, op. cit., p. 45. 
23 Roman Gubern, Historia del cine, Editorial Lumen, Barcelona, 2000, p. 140. 
 14 
El cine y la ideología del México posrevolucionario 
¿Cuál es el tropos del cine de tema rural filmado entre 1936 y 1959? Las películas producidas 
en este periodo giran en torno a un relato arquetípico donde el campo simboliza a un país en 
construcción, habitado por hombres trabajadores, regularmente pobres, que desafían la 
tradición, mientras rescatan conductas y organizan resistencia –con el apoyo de representantes 
de la autoridad, ya sean padres, patrones, líderes, curas, etc.– ante el avasallamiento de la 
modernidad y el avance del capitalismo. 
 
El cine mexicano reproduce la ideología dominante,24 fundada en la idea del atraso material del 
país y las maneras –democrático-liberales– de solucionar esta realidad, aunque siempre se 
condicionen por las contingencias mismas a las que apela el régimen para afianzar su poder. 
“El atraso como realidad presente y el progreso como futuro”.25 
 
Es el cartabón de Allá en el Rancho Grande, película que presenta a un caporal en vías de 
ascender socialmente, siempre al amparo del hacendado, figura de poder que, luego de los 
enredos melodramáticos que dan trama a la cinta, finalmente revalida su autoridad y 
corresponde con su respaldo al protagonista en su proceso de formar una familia; acuerdo 
pragmático que sacrifica libertad en aras de una promesa de bienestar y de progreso futuro. 
 
Cada película de trama rural pone en acción arquetipos que funcionan a un deber ser 
hegemónico,26 en la medida en que encauzan, forman y fortalecen necesidades, valores, roles, 
prejuicios y conductas sociales útiles a la reproducción de la ideología dominante. Personajes 
ejemplares, tramas heroicas, dramas sublimes, enfrentamientos maniqueos, todos son recursos, 
metáforas, que reflejan una sociedad en transformación, en tránsito a una modernidad 
compleja y, en muchos casos, hostil. 
 
 
24 Por “ideología” entendemos, como sugiere Louis Althusser en Marxismo y humanismo (1964), el sistema (que 
posee un rigor y una lógica propios) de representaciones (imágenes, mitos, ideas o conceptos, según los casos), 
dotado de una existencia y de una función histórica en el seno de una sociedad dada. 
25 Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo régimen, Editorial Era, México, 1988, 
p. 35-36. 
26 Entendemos “arquetipo” como lo explica Carl Jung en Psicología y religión: “formas o imágenes de naturaleza 
colectiva que toman lugar en toda la Tierra, que constituyen el mito y que al mismo tiempo son productos 
autóctonos e individuales de origen inconsciente”, citado por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras. 
Psicoanálisis del mito. Fondo de Cultura Económica, México, 1959, p. 24. 
 15 
El cine rural mexicano del periodo que abarca este estudio (1936-1959) sirvió para alimentar 
una paradoja: la modernidad se alcanza y se hace llevadera a fuerza de mirar el reflejo 
mistificado de un pasado tan agradablemente nostálgico como evidentemente primitivo. El 
nacionalismo, como proceso cultural, dio cauce modernista–en términos narrativos, siguiendo 
a White– a los viejos valores tradicionales, como la tierra, lo indígena, las relaciones de género 
o la organización comunitaria, en un proceso de asimilación cultural amplio y de construcción 
esencialista (como demuestra todo el nacionalismo cultural de los años veinte y treinta), que el 
cine mexicano afina y simplifica para acercarlo a audiencias masivas. El final proceso de 
esterotipización27 que se ahonda en los años cincuenta certifica que la modernidad ha ganado la 
partida. A partir del final de esa década la esencia fílmica nacional se ha ido decantando en una 
multiculturalidad que se apareja con la fragmentación de las certezas nacionales y el 
resurgimiento de las regiones como polos de desarrollo cultural y de poder político. El asidero 
en la tradición fue derrotado, pero permitió consolidar un patrimonio fílmico que es un suelo 
firme para seguirle los pasos a la historia de un país que se unificó y se hizo moderno apelando 
a una tradición en proceso de quiebre. 
 
El conjunto de ensayos que conforman este estudio se propone explorar el tema de la 
masculinidad, elemento central del cine mexicano de tema rural. Se aborda a través de tres 
aristas: la construcción de la masculinidad y las relaciones de género; el vínculo con la tierra y 
con la identidad indígena; y la idea de poder político, a través de la representación del cacique. 
A partir del análisis de estas intersecciones, proponemos y describirmos una serie de 
características comunes al arquetipo fílmico del macho mexicano: su misoginia; su idealización 
del amor romántico; el alto sentido que tiene del honor y de la honra; su celebración 
esencialista de los juegos y aficiones; su respeto estricto a las jerarquías y los rangos sociales; y 
su permanente exaltación de la violencia. 
 
27 “El estereotipo –explica Ricardo Pérez Montfort– pretende ser la síntesis de las características anímicas, 
intelectuales y de imagen, aceptadas o impuestas, de determinado grupo social o regional. Se manifiesta en una 
gran cantidad de representaciones, conceptos y actitudes humanas, desde el comportamiento cotidiano hasta las 
más elaboradas referencias al estado nacional. Los estereotipos se cultivan tanto en la academia como en los 
terrenos de la cultura popular, en la actividad política y, desde luego, en los medios de comunicación masiva. […] 
Sin embargo, el estereotipo no tiene como único generador el conjunto social que lo adopta. Con mucha 
frecuencia los estereotipos son imposiciones que, después de determinado tiempo e insistencia, terminan 
aceptándose como válidos en un espacio que no los creó. Esta imposición suele sofisticarse más y más en la 
medida en que los medios a través de los cuales se transmite amplían su capacidad de penetración. La tendencia a 
uniformar y a simplificar es parte esencial de la imposición, tanto resistencia como aceptación pueden, al igual, 
convertirse en estereotipos”. En Pérez Montfort, Estampas de nacionalismo popular mexicano. Diez ensayos sobre cultura 
popular y nacionalismo, CIESAS, 2003, p. 122. 
 16 
 
En ensayos previos planteamos, primero, el contexto histórico del “campo mexicano”, 
escenario mítico sobre el que disertó el cine mexicano del periodo estudiado.28 En un segundo 
texto, abordamos la atmósfera ideológica y los procesos de socialización que compartieron los 
personajes que generaron los contenidos fílmicos de la época (productores, directores, 
guionistas, fotógrafos, entre otros). Un tercer ensayo nos acerca a las nociones de lo que 
significó ver cine y cómo se entrelaza, e influye, en la vida cotidiana. Un capítulo final 
condensa las características arquetípicas de los personajes masculinos del cine mexicano de 
tema rural –síntesis del ideal viril de la ideología posrevolucionaria– y que destaca el desgaste 
paulatino al que se vieron sometidos hasta su final estereotipización. 
 
28 La elección de las comillas para enmarcar el concepto de “campo mexicano” busca delimitar su operatividad 
exclusivamente dentro de los márgenes del espacio fílmico. 
 17 
Capítulo 1 
 
El campo y los campesinos mexicanos 
en la primera mitad del siglo XX 
 
 
Constituciones van y vienen, planes y pronunciamientos, 
pero la vida de las mayorías no mejora. 
Ponciano Arriaga. 
 
 
Antecedentes: el vendaval liberal 
La transformación profunda de México durante el siglo XX pasó, necesariamente, por la tierra. 
La irrupción de la modernidad y la disputa frente a la implantación del liberalismo como 
proyecto nacional tuvo escenario agrario y protagonistas campesinos. 
 
La principal fuente de riqueza del país estuvo concentrada, desde sus orígenes y hasta bien 
entrado el siglo XX, en su producción agrícola.1 Por eso el énfasis en la inversión en el campo 
por parte de los liberales, por eso la organización en haciendas y el despojo de las 
comunidades, el combate a la agricultura “antieconómica” y de subsistencia. 
 
Los campesinos2 –la heterogénea masa que habitaba las inmensas comarcas mexicanas–fueron, 
para los liberales del XIX, un ente amorfo, un conjunto sumergido en los marasmos del atraso, 
a menudo asociado a su origen étnico. “¿Cómo ha de existir una república cuyo mayor número 
de habitantes ni produce ni consume”, se preguntaba el diputado José María Castillo Velasco 
en el debate de la Ley de Desamortización de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas, la llamada 
Ley Lerdo, durante el Congreso Constituyente de 1856. En la misma discusión, Ponciano 
Arriaga delinea las características del campesino, a través de su filtro urbano y liberal: “estos 
miserables sirvientes del campo, especialmente los de la raza indígena, están vendidos y 
 
1 “En 1900, el producto agropecuario directo representaba casi 30% del total, tal vez cerca de 35% si se suma el 
valor agregado de las agroindustrias. Al finalizar el siglo el valor agregado directo de las actividades agropecuarias 
apenas supera 5% del total, con otro tanto derivado de su transformación industrial”. Arturo Warman, El campo 
mexicano en el siglo XX, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 112-113. 
2 Cuando hablamos de “campesinos”, nos referimos al sector de la población rural, propietario o no de la tierra, 
siempre explotado por otros grupos sociales; la categoría incluye diferentes posiciones en las relaciones sociales de 
producción: peones acasillados, peones alquilados, medieros y aparceros, colonos, arrendatarios, comuneros y 
rancheros. Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en México (1819-1906), Siglo XXI, México, 1980, p. 15. 
 18 
enajenados para toda su vida, porque el amo les regula el salario, les da el alimento y el vestido 
que quiere al precio que le acomoda, so pena de encarcelarlos, castigarlos, atormentarlos e 
infamarlos”.3 En la idea liberal, el campesinado era parte del problema económico y social del 
país, por eso se impuso la Ley Lerdo que buscaba sentar las bases de un país de rancheros 
trabajadores y competitivos, ciudadanos que produjeran y consumieran para beneficio de todo 
el país. Sin embargo, en la práctica se impondría el despojo a las comunidades en beneficio del 
latifundismo ligado al poder político. 
 
La desamortización atentó contra la propia identidad4 campesina, construida a lo largo de 
siglos. 
 
Para ellos [los campesinos], y así lo hacen evidente numerosos documentos emitidos tanto por los 
propios campesinos como por las autoridades a las que se dirigían, así como por los analistas 
contemporáneos a las acontecimientos, la defensa del patrimonio económico colectivo significaba 
muchas otras cosas: organización propia, márgenes de vida autonómica al interior de las 
comunidades y supervivencia de pautas, modos y normas de relación social así como de expresiones 
culturales de toda clase, siempre relacionadascon su manera tradicional de poseer, trabajar y 
distribuir con criterios de solidaridad y de ayuda mutua más que de competencia. Estaban 
convencidos de que más temprano que tarde, la desamortización los conduciría a la proletarización, 
al subempleo y a la mendicidad, por eso se opusieron a ella, no por ignorantes o incapaces, pero 
también por eso fueron calificados de primitivos, de bárbaros, de enemigos del progreso.5 
 
El despojo impuso nuevas señas de identidad al campesinado, una conciencia compartida de 
ser víctimas de la injusticia y la opresión, como muestra el mensaje enviado por una comisión 
de indígenas al emperador Maximiliano en 1865: 
 
 
3 Citados por Margarita Carbó, “Un derecho mutilado e impugnado: el derecho a la tierra. México en el siglo 
XIX”, en Margarita Moreno-Bonett et. alli (coord.), La génesis de los derechos humanos en México, UNAM, México, 
2006, p. 163-172. 
4 Cuando hablo de identidad me refiero al “conjunto de rasgos físicos y sociales (sistema de símbolos y valores) 
que determina, de manera específica, la personalidad del individuo. Este conjunto específico de características, que 
establecen quién y qué es una persona, es el resultado de la interacción colectiva (con los individuos), y de la 
internalización de pautas de comportamiento, formas de pensar, sentir y actuar adquiridos en sociedad. La 
identidad de un individuo no es estática, tenderá a cambiar con el trascurso de la vida; sin embargo habrá rasgos 
sedimentados en la vida del individuo que lo harán identificarse según su nacionalidad, grupo étnico, entre otros 
factores”. Adriana Vázquez-García, et. al., “La construcción social de la identidad campesina en dos localidades 
del Municipio de Tlaxco, Tlaxcala, México”, en Agricultura, sociedad y desarrollo, vol. 10, no.1, enero-marzo de 2013. 
5 Carbó, op. cit., p. 169-170. El mismo texto ofrece una detallada descripción de la Ley Lerdo. 
 19 
Nuestra raza, justamente retraída y desconfiada por la dolorosa experiencia de tres siglos y medio en 
que, duro es decirlo, se nos ha usurpado descarada o fraudulentamente los pedazos de tierra que 
avino a los monarcas españoles dejarnos, cree que ha llegado el término de sus desdichas, que la 
Providencia se digna mandar a V.V.M.M. para que cicatricen nuestras heridas.6 
 
La conciencia de la explotación se tradujo en numerosas revueltas campesinas, antes de la 
consolidación del Porfiriato, que llevó al extremo el proyecto modernizador agrario del 
liberalismo. En 1910, unos 6,000 propietarios rurales, el 3% del total, concentran 97% de las 
tierras cultivables, de ellos, unos mil hacendados poseen el 65% de la tierra, empleando a tres 
millones de trabajadores agrícolas, peones en condiciones diversas de servidumbre, de acuerdo 
a las condiciones demográficas y sociales de las diferentes regiones del país. 7 El juego de 
imposición y resistencia dejó un saldo de 59% de comunidades tradicionales desintegradas por 
la desamortización. Sin embargo, 41% había logrado conservar algunas de sus tierras.8 
 
El reacomodo social y económico del campo durante el Porfiriato fue dispar y contradictorio. 
La modernización que trajo la hacienda9 fue evidente en numerosas regiones, como Morelos, 
con su tecnologizada producción azucarera, el Bajío, con su estructurada producción de trigo, 
o la Laguna, con el cultivo del algodón; junto con la minería, la producción agrícola favoreció 
la apertura de caminos y vías férreas para la exportación de materias primas. En lugares como 
el Bajío, incluso, se cumplió el objetivo liberal original al crearse un importante número de 
pequeñas propiedades, cuyos dueños consiguieron consolidar una próspera sociedad 
ranchera.10 En todas las regiones hay también aparceros que arriendan tierras de las haciendas 
o los ranchos para el cultivo de subsistencia, campesinos sin tierra pero libres que también se 
dedican a la artesanía, las minas, el transporte de mercancías por caminos de herradura, o 
cualquier otro oficio. 
 
 
6 Diario del Imperio, 28 de julio de 1865, citado por Jean Meyer, Problemas campesinos y revueltas agrarias (1821-1910), 
SEP, México, 1973, p. 102. 
7 Vid Friedrich Katz, La servidumbre agraria en México en la época porfiriana, Editorial Era, México, 1976. 
8 Meyer, op. cit., p. 32. 
9 La hacienda es la unidad socioeconómica más destacada durante el Porfiriato, el ideal del latifundio productivo, 
tecnificado y generador de riqueza que, por un lado, concentraba al mayor número de trabajadores rurales, 
mientras que hostigaba sistemáticamente a los pueblos libres aledaños para obligar a sus habitantes a trabajar en 
ella. Meyer, op. cit., p. 227-229. 
10 Luis González, Pueblo en vilo, Fondo de Cultura Económica, México, 2007, p. 20-25. Según Meyer, op. cit., p. 227, 
hay unos 50,000 ranchos en 1910, sobre todo en Guanajuato, Jalisco y Michoacán. 
 20 
El remolino que los alevantó 
El conflicto político que generó la guerra civil de 1910 se alimentó de la tierra y su 
trascendencia política y social. Si el arrastre militar de la revolución en el norte desactivó al 
ejército federal, fueron los campesinos levantados de Morelos los que dieron su empuje 
definitivo al movimiento, al poner frente a los ojos del centro político y económico del país el 
descontento rural. 
 
El zapatismo muestra la transformación del campesinado en el último medio siglo. Sobre su 
identidad pesan el acoso por los despojos y el desgaste por los largos y a menudo infructuosos 
procesos legales, pero también los procesos de socialización11 propiciados por la ideología 
liberal. Según el Plan de Ayala, los campesinos forman parte de “la inmensa mayoría de los 
pueblos y ciudadanos mexicanos que no son más dueños que del terreno que pisan, sufriendo 
los horrores de la miseria sin poder mejorar en nada su condición social ni poder dedicarse a la 
Industria o a la Agricultura, por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes 
y aguas”.12 La adopción del lenguaje liberal y la exigencia, desde su condición de ciudadanos, 
del respeto a sus derechos refleja el impacto de la modernización en los modos de vida 
tradicionales. 
 
Si bien Morelos, el territorio zapatista, fue la región que experimentó la represión más dura y 
sistemática contra la población civil,13 no hubo manera de ignorar la demanda agraria. La 
solución obligada para los constitucionlistas, la facción triunfadora en la guerra, fue la promesa 
de redistribuir la tierra, pues ahí, en cuanto a eje económico del país, estaba el origen de la 
injusticia social. 
 
La revolución triunfante hizo de la reforma agraria su bandera. La Constitución de 1917 marcó 
la unión de esa reivindicación con el régimen, aun a pesar de las reticencias del Primer Jefe 
Venustiano Carranza. No obstante, el viejo caudillo evitó propagar la esperanza de reformar el 
sistema de producción agraria. Aunque quizá hubo temor de fortalecer políticamente a un 
 
11 Por socialización se entiende el proceso amplio de formación, incluida la educación y las influencias políticas, 
sociales y culturales. 
12 Plan de Ayala, citado por John Womack, Zapata y la Revolución Mexicana, SEP, Siglo XXI Editores, México, 1985, 
p. 396. 
13 Felipe Ávila Espinoza, “La vida campesina durante la Revolución: el caso zapatista”, en Aurelio de los Reyes 
(coord.), Historia de la vida cotidiana en México, t. V, vol. 1 p. 61-62. 
 21 
grupo social que no lo apoyaba, el de los agraristas, a través de dotaciones de tierras, lo que 
seguramente más pesó en la decisión de modificar la estructura fue la profunda crisis 
económica y alimentaria que se vivió a finales de los años diez: repartir la tierra, generar 
fricciones entre campesinos y terratenientes, retardaría el reinicio de la producción agrícola que 
ya era urgente.14 
 
Álvaro Obregón,quien tampoco puede considerarse un ferviente agrarista, sí avanzó en un 
proyecto agrario de reforma de la propiedad. Pesó, sobre todo, el cálculo político: Obregón se 
apoyó en obreros y campesinos en su levantamiento en contra de Carranza y construyó su 
liderazgo con esos apoyos. La figura de Emiliano Zapata (eliminado apenas en 1919 por el 
régimen) fue glorificada y los zapatistas sobrevivientes fueron integrados al proyecto 
gubernamental, que incluyó la reforma agraria en la zona de Morelos –incluso, el ministro de 
Agricultura del obregonismo fue un viejo simpatizante zapatista, Antonio Villareal, y 
Genovevo de la O, lugarteniente de Zapata, fue nombrado Jefe de Operaciones Militares en 
Morelos. Las leyes posrevolucionarias hablaron ya de pueblos, ejidos, comunidades, 
reconociendo una organización social antes ignorada. La fuerza de las comunidades 
organizadas impulsó que fueran consideradas, de nuevo, instituciones como sujeto de derecho. 
 
Fueron años de ensayo y error, de promesas retóricas y soluciones políticas, que garantizaran 
apoyo al régimen, más que justicia. El saldo fue bastante pobre en cuanto a dotación agraria 
real: cuatro por ciento de las tierras del país repartidas al cinco por ciento de la población.15 No 
obstante, se sentaron las bases legales para el reparto posterior –y que también sirvió de 
alimento a la retórica– y se favoreció una politización y profesionalización de los sectores 
medios ligados al campo: fueron muy importantes los proyectos educativos, como el 
fortalecimiento de la Escuela Nacional de Agricultura, trasladada a la expropiada hacienda de 
Chapingo, en Texcoco, o la labor de agrónomos e ingenieros en diversas zonas rurales del país. 
 
 
14 Berta Ulloa, “La lucha armada (1911-1920)”, en Historia general de México, t. 2, Colmex, México, 1981, p. 1058. 
Aurelio de los Reyes da detalles del impacto social de la escasez de alimentos en la ciudad de México en 1915 y 
1916, Cine y sociedad en México. Vivir de sueños, 1896-1920, p. 152-173. 
15 Frank Tannenbaum, “La revolución agraria mexicana”, en Problemas agrícolas e industriales de México, núm. 2, vol. 
IV, México, 1952, p. 106. 
 22 
En el fondo, tanto Obregón como Plutarco Elías Calles no veían en el ejido una opción 
productiva, condición básica para dar viabilidad no sólo al proyecto, sino a la nación misma. 
No obstante, sí cambiaron su visión respecto de la hacienda, la institución económica más 
importante, todavía, para esos años. El discurso agrario de Obregón se centraba en la 
“modernización” que permitiera desarrollar la agricultura, sin afectar las relaciones sociales 
entre latifundistas y peones. Mientras que proponía dividir y repartir las tierras en manos de 
latifundistas reacios a tecnificar sus labores, deslizaba su idea de una agricultura volcada hacia 
el mercado externo: 
 
Vamos entonces preferentemente a utilizar los latifundios que usen esos procedimientos [arcaicos] y 
a dar tierras a todo el que las necesite, a todo el que esté capacitado para conservarlas, y vamos a dar 
una tregua a los [latifundios] que estén usando procedimientos modernos para que se vean 
estimulados, para que evolucione rápidamente nuestra agricultura y podamos llegar a alcanzar en un 
periodo próximo un desarrollo máximo: que no tengamos que pedir aranceles proteccionistas contra 
los granos que vienen de fuera y que tengan que atemorizarse los centros productores de otros 
países porque nosotros invadamos sus mercados.16 
 
Las intenciones de preservar haciendas tecnificadas y fortalecer la pequeña propiedad en 
detrimento de la dotación comunal no fueron las que imperaron. La política real impuso que se 
apoyara a grupos agraristas, que sirvieron de puntal para el régimen, ya nacional pero aún con 
problemas de estabilidad. La retórica revolucionaria y la corrupción fueron una herramienta 
fundamental a la hora de buscar acuerdos con los liderazgos de los grupos de campesinos 
movilizados: el dúctil discurso permitía pactar con los que antes se buscó desaparecer.17 
 
Al margen de las políticas oficiales, los años veinte fueron muy fructíferos en cuanto a 
organización campesina. Los gobiernos de los estados jugaron un papel muy importante, a 
favor o en contra, pero en prácticamente todo el país se vivió una oleada de agrarismo que se 
tradujo en enfrentamientos regionales, que dieron como resultado, casi nunca en forma tajante, 
el reacomodo de los grupos políticos y el debilitamiento de las élites agrícolas. El viento de los 
nuevos tiempos –dominados por el proyecto colectivista soviético y su potencial expansión 
 
16 Narciso Bassols, El pensamiento político de Álvaro Obregón, Loc. Cit., en Enrique Montalvo (coord.), Historia de la 
cuestión agraria mexicana. T. 4 Modernización, lucha agraria y poder político. 1920-1934, Siglo XXI Editores, Centro de 
Estudios Históricos del Agrarismo en México, México, 1988, p. 8. 
17 Montalvo, ídem, p. 9. 
 23 
global– favoreció al campesinado organizado, de repente convertido, con toda su tradición a 
cuestas, en vanguardia de la modernidad. 
 
La disputa política nacional alborotó más la situación: todo político con aspiraciones 
nacionales apostó, de una u otra forma, a las organizaciones campesinas –Obregón favoreció la 
organización del Partido Nacional Agrarista (PNA), el primer antecedente de organización 
política campesina, que entró en debacle con la muerte del caudillo–, que tuvieron una 
estructura casi siempre regional, pero con tratos y ligas entre sí, lo que les permitió negociar 
con cierto margen de maniobra y, sobre todo, politizar a una sociedad que por años no tuvo 
acceso a la discusión de las cosas públicas. 
 
Para la segunda mitad de los años veinte, las distintas ligas agrarias consiguen unificarse en una 
Liga Nacional Campesina, independiente del régimen y conservando un amplio crisol de 
tendencias, desde los comunistas hasta miembros del extinto PNA; la experiencia dura poco, 
sus miembros se dispersarán a partir de la unificación de la “familia revolucionaria” –las 
diferentes facciones en pugna por el poder, agrupados en torno a Calles y al legado del recién 
asesinado Obregón– en el Partido Nacional Revolucionario, fundado en 1929. 
 
La mexicanidad campesina 
A estas alturas de la disputa por la tierra, pese a que ya hay una facción política 
autodenominada agrarista bien delineada, no se puede hablar de una identidad campesina 
uniforme. Sus contornos, de por sí difusos –entre rancheros, peones, aparceros y demás 
habitantes de los pueblos–, comienzan a complicarse por su irrupción en la modernidad. La 
intervención de la política cultural y educativa del régimen posrevolucionario, que se volcó a 
una “cruzada de educación pública”,18 fue a tal grado efectiva, que trasladó las características de 
lo rural hasta los linderos de la encarnación misma de la Patria, en una búsqueda esencialista 
que vio en las regiones rurales la suma de la mexicanidad. 
 
Parecía que [las] expresiones populares eran ajenas a los procesos históricos, a las invenciones, a las 
transformaciones voluntarias o involuntarias de los seres humanos que las crearon y las recrearon a 
través del tiempo y del espacio. Para ello se elaboraron arquetipos y estereotipos que quisieron fijar 
 
18 José Vasconcelos, citado por Enrique Florescano, Imágenes de la patria, Taurus, México, 2005, p. 303. 
 24 
las características específicas de tal o cual pueblo o grupo étnico, de sus distintas fiestas y de sus muy 
diversas expresiones culturales.19 
 
Entre los habitantes de los pueblos –ya sea por la fuerza de los cambios de la Revolución o por 
la resistencia a sus imposiciones– se configura una interesante y contradictoria adopción de 
nuevos valores. Hay en las acciones revolucionarias un genuino afán de contraponera la 
injusticia antigua un nuevo código de valores positivos: justicia, honestidad, solidaridad, 
esperanza en la reconstrucción de la comunidad ancestral. Al mismo tiempo, la supresión de 
normas antes tenidas como supremas y la ruptura de los mecanismos de control y de coacción 
favorecieron la aparición de bandolerismo tanto de grupos externos, como de actores dentro 
de los mismos pueblos. La organización de nuevos códigos y normas fue un proceso largo y 
conflictivo, muy a menudo sangriento.20 
 
La guerra dejaba tres saldos desfavorables: el relajamiento en la moral pública, el hambre y el 
bandolerismo. Los tres se sintieron en la vicaría de San José de Gracia. Los jóvenes de la región que 
no habían tomado parte en la lucha civil ya manifestaban hacia 1916 un desmedido culto por la 
fuerza física, desdén por la ley y el orden y amor por las diversiones antisociales. Los desacuerdos y 
los reconcomios comenzaban a ser graves. […] Llegó a ser costumbre la de amenizar las borracheras 
con tiros y muertitos.21 
 
Pocos años después, la guerra cristera –más allá del conflicto Estado-Iglesia Católica– hizo 
evidente la persistencia de un enfrentamiento entre proyectos agrarios e identidades 
campesinas. Las organizaciones campesinas consiguieron recolocar el tema de los repartos 
agrarios en el centro de la agenda del gobierno. Calles había declarado una y otra vez que no 
habría más; la realidad lo desmintió cuando tuvo que recurrir a agraristas armados para apoyar 
al ejército para derrotar a los grupos de campesinos católicos levantados sobre todo en el Bajío. 
 
La defensa de la tradición que hicieron los cristeros no sólo incluyó a la religión, también se 
batió por la idea liberal de la tenencia de la tierra, amenazada por la fuerza del agrarismo y su 
visión colectivista y justiciera. Para los pequeños propietarios del centro del país, el agrarismo 
 
19 Ricardo Pérez Montfort, Expresiones populares y estereotipos culturales en México. Siglos XIX y XX. Diez ensayos, 
CIESAS, México, 2007, p. 12. 
20 Ávila Espinoza, “La vida durante la Revolución…”, op. cit., p. 52. 
21 Luis González, Pueblo en vilo, op. cit., p. 100. 
 25 
era un peligro para la quietud y prosperidad que habían consolidado durante el último medio 
siglo. 
 
Otro motivo que enardeció el ánimo de los cristeros fue la amenaza cotidiana de los federales y los 
agraristas en sus pertenencias agropecuarias. A estas acciones, los federales sumaron otra serie de 
atropellos como el saqueo, el incendio de poblaciones, las ejecuciones sumarias y la leva. Con todo 
esto, el gobierno logró que quienes aún permanecían indecisos se decidieran por fin a tomar partido 
en favor del movimiento armado. A los actos de saqueo perpetrados por los federales se sumó el de 
la capa más pobre de la sociedad rural, la que de esa forma encontró una posibilidad para escapar 
temporalmente a su miserable condición de vida.22 
 
Los líos de tierras afianzaron la identidad de los campesiones, de ambos bandos. Los agraristas, 
que impulsaban la restitución y dotación de tierras como mero acto de justicia por los 
atropellos históricos de criollos y mestizos, eran vistos por éstos con desdoro por “pedir 
regaladas las tierras ajenas”. 23 Agravios inmemoriales y sentimientos de humillación mutua 
alimentaron la discordía rural a lo largo de los años veinte, en una sociedad ya agotada de la 
guerra de la década previa. La sociedad pueblerina se revela como una compleja red de 
intereses, más enmarañada a medida en que se integra a la modernidad, como describe el 
siguiente pasaje de ¡Ay, Jalisco… no te rajes! o la guerra santa, novela de Aurelio Robles Castillo: 
 
En todos los pueblos de los Altos, donde pasan su vida centauros y agricultores, las gentes 
sencillas, humildes, trabajadoras y fanáticas –con ese fanatismo de las razas primitivas–, la sociedad 
se divide en dos grupos: el de la gente temerosa de Dios, sincera y buena, madres de familia y 
dueños de haciendas con sus mayordomos y peonadas blancas, completamente fanatizadas, que 
forma la falange del cura. La otra parte, la más pequeña, la que se dice de ideas liberales, con 
remedo de masones, está constituida por los estudiantes destripados de la ciudad, los políticos, los 
dueños de cantinas y billares, así como por los artesanos –la mejor gente del grupo– que viven ya 
un tanto independientes, económicamente, con la fuerza de su trabajo. En ambas partes hay 
fanatismo y conveniencia. 
 
El resentimiento resultante (más endógeno que la zozobra provocada por la Revolución con su 
cauda de caudillos y facciones y su propia lógica política) se exacerbó y el odio resultante fue 
 
22 Óscar Betanzos Piñón, “Las raíces agrarias del movimiento cristero”, en Montalvo, op. cit., p. 195. 
23 Luis González, op. cit., p. 119. 
 26 
combustible para configurar el conflicto y de plano cancelar la idea nostálgica de la tranquilidad 
campirana. 
 
El odio siguió siendo el sentimiento predominante. En vísperas de la rebelión [cristera] fue el 
principal resorte de los futuros rebeldes; a lo largo de la lucha fue la razón de los módicos triunfos 
ganados al gobierno. Antes y durante la guerra la ira desempeñó un papel, si se quiere, discutible, 
pero no inútil ni maléfico, como el que produjo después. Objetivos de la ira posbélica fueron, 
además de la maquinaria gubernamental y de los agraristas, la jerarquía eclesiástica mexicana y todos 
los que no ayudaron al movimiento cristero o lo estorbaron. Entre los ingredientes de ese odio se 
encuentra la impotencia para ponerlo en marcha, la amargura de no poder agredir al enemigo y 
menos triturarlo, el deseo impotente de venganza y el furor incesante.24 
 
La política de tierra arrasada en Morelos durante la Revolución se reprodujo en múltiples 
comunidades del centro y occidente del país en los años veinte. La devastación y el encono se 
agudizaron con las sequías y malas cosechas que inauguraron los años treinta. El resultado, en 
uno y otro de los casos, fue la migración constante a las ciudades. 
 
Proyectos agrarios en la posrevolución 
Los gobiernos de Obregón y Calles impulsaron un proyecto modernizador, enfocado en 
fortalecer el perfil exportador del país en sus rubros más fuertes: la minería, incluido el 
petróleo, y la agricultura. El reparto agrario se dosificó y aplicó con estricto criterio político, al 
tiempo que se favoreció a haciendas enfocadas a la exportación de productos redituables como 
el ixtle, el henequén, el café, el tomate, el garbanzo, el plátano, el algodón, el chicle, la vainilla y 
las verduras frescas. El valor anual de la producción agrícola en 1930 fue de 722 millones de 
pesos, empleando a poco más de tres millones de trabajadores. 25 La gran mayoría de los 
campesinos tradicionales –entre los que se encontraban los pocos beneficiarios de los repartos 
agrarios– se vieron forzados a atender la demanda interna de maíz y frijol a precios muy bajos, 
con todo y los efectos de la sequía de 1929-1930, lo que los mantuvo en una condición precaria 
permanente. 
 
 
24 González, op. cit., p. 145. 
25 Miguel Ángel Calderón, El impacto de la crisis de 1929 en México (1982), citado por Óscar Betanzos Piñón y 
Enrique Montalvo, “Campesinado, control político y crisis económica durante el Maximato (1928-1934)”, Historia 
de la cuestión agraria, t. 4, op. cit., p. 219. 
 27 
La economía exportadora tuvo un serio revés con la crisis de 1929. El 65% de las 
exportaciones se enviaban a Estados Unidos, 14% al resto de América, y 18% a Europa.26 En 
los años siguientes al crack bursátil de Nueva York, las ventas se desplomaron, tanto por el 
descenso en el consumo norteamericano como por las políticas proteccionistas 
norteamericanas, que incluyeron la repatriación de miles de trabajadoresmexicanos. La 
turbulencia se prolongaría hasta 1934. 
 
La crisis hizo evidente el profundo atraso en que se encontraba el país. La población superaba 
apenas los 16 millones de personas, de las cuales 11 vivían en pueblos y rancherías de menos 
de 2,500 habitantes. Esos pueblos diminutos eran completamente ajenos a la idea de 
modernidad del proyecto gubernamental: 93% carecía de acceso al ferrocarril, 95% no tenía 
telégrafo, 97% no tenía médico, 99% no conocía a los abogados, 96% no conocía los tractores, 
54% no usaba arados de acero, 85% no tenía partera, apenas 59% tenía fonógrafos.27 
 
En medio de la crisis, el reparto agrario se supeditó a las necesidades de control político, tanto 
nacional como regional. En lugares como Morelos y Tlaxcala se dio espacio para la restitución 
de terrenos de propiedad de los pueblos tradicionales,28 mientras que en lugares como San Luis 
Potosí o Veracruz se repartieron tierras como estrategia para crear una base popular para 
movimientos políticos en torno a autoridades regionales (caciques, jefes militares, líderes 
agraristas), relativamente autónomos pero vinculados al poder central.29 
 
Las dificultades del gobierno de la república –con sede en la zona centro-sur del país– para asegurar 
el control político favorecerían la existencia de cacicazgos fuertes que en el nivel regional 
representarían el poder de ese gobierno tan alejado territorialmente; distancia agrandada por la 
carencia de medios de comunicación efectivos, así como por un sinnúmero de accidentes 
geográficos tan frecuentes en un país como el nuestro.30 
 
 
26 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 215. 
27 Cuadro elaborado por Frank Tannenbaum, citado por James Wilkie, La Revolución mexicana, gasto federal y cambio 
social (1986), citado por Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 217. 
28 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 224 
29 Carlos Martínez Assad, Los sentimientos de la región, del viejo centralismo a la nueva pluralidad, Océano, México, 2001, 
p. 31. 
30 Carlos Martínez Assad, “Cárdenas y los hombres fuertes en las regiones”, en XVII Jornadas de Historia de 
Occidente, Centro de Estudios de la Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, México, 1995, p. 79. 
 28 
En el caso de San Luis Potosí, el general Saturnino Cedillo organizó “colonias militares” en su 
estado, con campesinos armados listos para responder a las necesidades del régimen, como 
demostraron con su participación en la guerra cristera. En Veracruz, el gobernador Adalberto 
Tejeda organizó una interesante política agrarista que se plantó frente los poderosos 
latifundistas locales, que crearon “guardias blancas”, comandos armados al servicio de los 
hacendados. 
 
La embestida del Estado central contra la lucha campesina se había vuelto incontenible […], y varios 
enfrentamientos se registraron entre los 15 mil agraristas armados y las guardias blancas que 
asolaban la región. Aliado de Úrsulo Galván, fundador de la Liga Nacional Campesina, el coronel 
Tejeda buscaba mejorar las relaciones entre los intereses de agraristas y terratenientes a través de la 
realización de una reforma agraria integral, como el mismo Lázaro Cárdenas buscara siendo 
gobernador de Michoacán.31 
 
Agraristas, latifundistas, rancheros, guardias blancas, colonos armados… el viejo orden rural 
estaba roto y no había concordia posible en medio de una tormenta política en la que todos 
aparecían desesperados en la búsqueda de privilegios. “La oligarquía latifundista allí donde 
desapareció, fue reemplazada por el interregno de campesinos jóvenes ambiciosos, enérgicos y 
ávidos, los mismos que dirigían los ejidos y se servían a sí mismos, sirviendo al gobierno”.32 
 
El terror rural se prolongó hasta bien entrados los años treinta. Ahí donde no se lloraba la 
represión de las guardias blancas (en Veracruz, por ejemplo, los guardias del hacendado 
Emiliano Armenta asesinaron entre 100 y 400 campesinos en 1935),33 se maldecían los excesos 
de los agraristas, como muestra este testimonio: 
 
[…] Crioque la envidia y la maldá andan metidos en esta cuestión de los agraristas, porque al fin 
barrieron parejo y a mí me dejaron como la Manífica, y se llevaron a los animalitos y hasta ni 
siquiera me dejaron levantar mi cosechita. […] Yo crioque así no es legal, siñores; y que algún día 
se tiene que acabar, primero Dios. Dicen los del ejido que ahora la tierra es del que la trabaja, y yo 
crio que también es de quien la merca con trabajo y sudor. Porque no es justo que dispués de 
tantos años de meterle lomo a la labor, de sol a sol y aguantándose l’anbre pa’horrar sus centavitos 
 
31 Ídem, p. 80. 
32 Jean Meyer, La cristiada, t. 3, Siglo XXI, Editores, México, 2003, p. 72. 
33 Martínez Assad, Los sentimientos de la región, op. cit., p. 55. 
 29 
pa’hacerse diuna tierra, vengan los otros a quitarle porque train carabinas que le ha dao el 
gobierno. […]34 
 
La turbulencia agraria, pese a su crudeza, apenas arrojó resultados. Para 1930, de cada 10 
campesinos apenas tres tenían tierra en propiedad.35 
 
La revolución de la Revolución 
Frente a la crisis de la hacienda como unidad productiva, el reparto agrario se vio como una 
posibilidad para impulsar la producción con una planificación más estricta que la dictada por el 
mercado, lo que favorecería el fortalecimiento del mercado interno y la producción industrial 
nacional. Las condiciones estuvieron dadas con la llegada de Lázaro Cárdenas al poder, con un 
ánimo justiciero acentuado y la capacidad política para estructurar un proyecto de Estado 
basado en las masas. 
 
Campesinos y obreros regresaron al primer plano de la política, de la mano del presidente 
Cárdenas que cortejó a sus movimientos para impulsar su organización y comprometerlos con 
el régimen. Los afanes de independencia del movimiento campesino se desmoronaron, en aras 
de la unidad y del fortalecimiento del Estado benefactor: 
 
Lo que Cárdenas quería era fortalecer la mano del Estado para proteger los intereses del trabajador y 
campesino ordinarios, pero irónicamente la estructura que creó ha beneficiado sobre todo a la clase 
media y a los ricos, igual que las de muchos otros sistemas políticos. La razón de este desenlace es 
que el compromiso de Cárdenas con el bienestar social de los menos beneficiados no fue 
compartido por la mayoría de sus sucesores, que han respondido a otros grupos y preocupaciones.36 
 
Pero para ese momento la negociación fue ventajosa para los campesinos organizados. A 
cambio recibieron, como bloque, una participación muy importante en la toma de decisiones 
del régimen, vía una nueva institución creada al efecto: la Confederación Nacional Campesina, 
uno de los tres sectores en que se dividió el Partido Nacional Revolucionario, proto partido de 
 
34 Historia gráfica del sinarquismo (1975), citado por Óscar Betanzos, “Las raíces agrarias del movimiento cristero”, 
en Montalvo, op. cit., p. 196. 
35 Betanzos y Montalvo, op. cit., p. 235. 
36 Roderic Camp, La política en México, Siglo XXI Editores, México, 1995. p. 149. 
 30 
Estado ahora rebautizado como Partido de la Revolución Mexicana, del que saldrían los 
cuadros políticos del régimen. 
 
La presencia de los campesinos en el proyecto del régimen se dejó sentir, sobre todo, a través 
del impulso a un reparto agrario radical, que modificó por fin el panorama agrícola de México. 
La hacienda fue desplazada del escenario económico y los ejidos colectivos tuvieron una 
oportunidad histórica para mostrar su viabilidad económica: La Laguna, el Valle de Mexicali, el 
Valle del Yaqui, Nueva Italia, Lombardía… las mejores tierras pasaron a manos campesinas, 
que tuvieron por breve tiempo la oportunidad histórica de reivindicar su lugar en el proyecto 
de nación. 
 
Los testimonios dan cuenta del renacer del orgullocampesino y el nuevo estatus de la 
comunidad como parte de la economía nacional. “El comercio de la región estaba muerto 
porque la gente que tenía la tierra compraba todo en Estados Unidos. Cuando nos dieron la 
tierra, ese dinero se quedó aquí, y fue cuando creció el comercio en Ciudad Obregón y el Valle 
del Yaqui, porque comprábamos aquí”, cuenta Jesús Chávez Beltrán, campesino de Cajeme, 
Sonora.37 
 
Educando a la generación de las balas 
Los niños nacidos en los últimos años del siglo XIX y los primeros del siguiente crecieron, en 
mayor o menor medida, entre balas y zozobra. Su formación, su arraigo, su identidad, están 
marcadas por los conflictos sucesivos entre 1910 y 1930. En la segunda década del siglo, entre 
los chamacos de Morelos uno de los pasatiempos preferidos era jugar a la revolución: “previo 
volado formaban dos bandos, el del ejército revolucionario y el federal, comenzaba la batalla, 
se disparaban con pistolas de madera –que hacían con ramas de huizache– y se perseguían 
simulando tirarse balazos”.38 
 
Una vez consolidado políticamente, el régimen posrevolucionario se planteó como necesidad 
estratégica la educación de las masas, en un afán de integración nacional y de transmisión de 
los valores de la Revolución. El proyecto educativo arrancado por Obregón, las Misiones 
 
37 Cuauhtémoc Cárdenas Batel (coordinador), Se llamó Lázaro Cárdenas, Grijalbo, Centro de Estudios de la 
Revolución Mexicana Lázaro Cárdenas, AC, México, 1995. p. 188. 
38 Ávila Espinoza, op. cit., p. 78. 
 31 
Culturales desarrolladas por José Vasconcelos –llamadas luego Casas del Pueblo y después, 
simplemente, escuelas rurales–, constituyó el esfuerzo más serio de construcción nacional 
desde la Reforma liberal. 
 
En su afán modernizador y “civilizatorio”, la escuela rural transformó profundamente la 
organización y la identidad campesina: impuso una lengua nacional, alimentó el patriotismo, 
difundió relatos heroicos comunes, normas, técnicas, símbolos, desaconsejó hábitos, en fin, 
pretendió “enseñar al campesino nada menos que a amar la vida rural de un modo más 
inteligente y tratar de llevar al campo mejores hogares y métodos de vida, técnicas de trabajo 
modernas, una organización social superior y una refinada atmósfera espiritual”.39 Se forjó, 
nada menos, una identidad pretendidamente nacional. 
 
La educación que se pretende masiva y homogeneizadora, se realiza a través de una lengua llamada 
nacional, la cual permitirá la difusión de una cultura común. No sólo eso, una política oficial –en este 
caso educativa– asegura, además de la transmisión selectiva de la lengua, la de un conjunto de 
valores patrióticos y de símbolos de una pretendida cultura común, que se complementa con el 
conocimiento de las normas fundamentales para la integración. […] Así se va constituyendo, en 
teoría, el sentimiento de pertenencia común entre grupos sociales diversos. En este proceso 
participan estructuras intermedias de socialización como la familia y el ejército, paulatinamente 
reforzadas y potenciadas por los medios masivos de difusión.40 
 
Por supuesto, el proceso no fue homogéneo y registró resistencias, sobre todo donde existía 
una mayor penetración cultural de otras estructuras de socialización tradicionalmente 
influyentes, como la Iglesia; la oposición del clero a la implementación del artículo 3º 
constitucional fue otro de los factores que desembocó en la guerra cristera de 1926. La disputa 
por la educación y el triunfo final sobre los cristeros se plasmó en una reforma constitucional 
que le dio carácter “socialista” a la educación pública, en 1934. Su implementación, durante el 
sexenio de Lázaro Cárdenas, fundió el proyecto modernizador de la educación pública con la 
defensa del proyecto revolucionario todo. La Ley Orgánica de Educación de 1940 especificaba 
que la educación pública debía contribuir a “dar fin al latifundismo, lograr la independencia 
 
39 Engracia Loyo, “En el aula y la parcela: vida escolar en el medio rural (1921-1940)”, en Historia de la vida cotidiana 
en México, t. V, vol. 1, op. cit., p. 275-276. 
40 Salvador Sigüenza, Héroes y escuelas. La educación en la Sierra Norte de Oaxaca (1927-1972), INAH, IEEPO, México, 
2007, p. 30-31. 
 32 
económica, consolidar la democracia, establecer una convivencia social más humana y 
defender los intereses generales de la población”.41 En 1946, en medio del ambiente de la 
posguerra y la industrialización, se eliminó de la Constitución el adjetivo “socialista”, para dejar 
a la educación únicamente como “laica, democrática y nacional”. 
 
Durante los años treinta, la profesión magisterial adquirió una importancia política y social más 
relevante. Para el régimen, el maestro, además de educar, “debía ser líder, consejero, orientador 
y creador de una convivencia más humana”. 42 Las escuelas rurales se convirtieron en 
laboratorios de la revolución, integrando al profesor a la vida de la comunidad, a través del 
desarrollo de actividades prácticas, que conjuntaran “experiencias colectivistas” con la 
transmisión de conocimientos científicos, tal como indicaba la retórica de la educación 
socialista.43 
 
Cada profesor implementó las líneas pedagógicas según su criterio. Algunos se involucraron 
activamente en las dinámicas comunitarias y se consolidaron como intermediarios culturales 
frente a las autoridades locales y nacionales;44 otros se concentraron en la implementación de 
campañas de mejoramiento, como las de vacunación, higiene o antialcohólicas; algunos fueron 
simples cuidadores de niños, obsesionados con la disciplina; muchos batallaron para ser 
aceptados en los pueblos, o incluso para entusiasmar a sus alumnos, renuentes a permanecer 
sentados por horas en incómodos bancos de madera. La labor educativa fue traumática en 
muchos aspectos, pues implicó un intercambio a menudo forzado de códigos culturales 
contrapuestos, que iniciaban desde el atuendo: la autoridad del maestro se hacía sentir a través 
del pantalón y el saco que contrastaba con la manta y los huaraches de sus alumnos. Los 
profesores a menudo menospreciaban los saberes tradicionales de sus alumnos, sobre todo en 
el caso de comunidades indígenas, y trataban de imponer sus criterios en temas como las 
técnicas agrícolas y artesanales. “Algunos maestros vivían en perpetuo conflicto entre erradicar 
creencias perjudiciales y sustituir las costumbres por un modo de vida ‘más elevado’ y al mismo 
tiempo respetar la cultura indígena”.45 
 
41 Citado por Sigüenza, op. cit., p. 48. 
42 Sigüenza, p. 50. 
43 Ídem. 
44 El concepto de “intermediario cultural”, con su involucramiento en las relaciones de poder en las comunidades 
rurales, se desarrolla en el capítulo 6. 
45 Engracia Loyo, op. cit., p. 286. 
 33 
 
El maestro fue el vínculo entre el gobierno nacional y los campesinos. Le correspondió la tarea 
de interpretar y explicar al régimen las necesidades materiales e intangibles de las comunidades 
en las que trabajaban, al tiempo que eran los voceros de los proyectos e imposiciones 
gubernamentales. La revista El Maestro Rural, publicación fundada en 1931 que a lo largo de la 
década llegó a registrar tirajes de 10 mil ejemplares, da cuenta de este intercambio de ideas e, 
incluso, de la construcción de una identidad campesina a partir de tres elementos esenciales, 
complementarios y evolutivos: el carácter bucólico de la vida rural, su limitación por su 
imperfección y atraso, y su cualidad como agente revolucionario. 
 
La imagen bucólica se difundió en numerosos textos de El Maestro Rural y en obritas de teatro 
denominadas “teatro campesino”, que eran en realidad obras creadas por los intelectuales de la 
SEP para ser representadas e internalizadas por los campesinos. Estas obras transmitían una 
imagen

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