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Torrente Ballester, Gonzalo - Los gozos y las sombras II - Donde da la vuelta el aire - Janet Ramos Ortiz

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Gonzalo Torrente Ballester
Los gozos y las sombras II
Donde da la vuelta el aire
A Josefina
I
El episodio de las botellas rotas sorprendió por lo imprevisto -a nadie
se le hubiera ocurrido jamás que Cayetano se metiera en semejante fre-
gado-; pero, al mismo tiempo, la naturaleza del episodio, la diversidad de
sus partes y sus consecuencias aparentes llenaron a la gente de con-
fusión y de curiosidad legítima por conocer los trámites reales del suce-
so. Cayetano atravesó el pueblo, a media noche, con su automóvil; y salió
por el Sur, hacia la carretera de Pontevedra. Regresó sobre las siete y
media de la mañana por la misma carretera, y alguno que le alcanzó a
ver en el camino dijo que el coche venía echando chiribitas. Se duchó
luego, desayunó, y a las ocho en punto, a toque de sirena, estaba a la
puerta del astillero con la pipa en la boca, la boina puesta y las manos
en los bolsillos, tan campante y como si nada. Después fue hacia las
gradas, a dirigir el trabajo, hablando en inglés al capataz.
El Eco del Noroeste lo trajeron a las diez. Alguien, en la oficina, hizo un
alto en el trabajo y leyó los titulares, como siempre. Pero aquella
mañana, en vez de comentar en voz alta las noticias políticas, pasó el
diario a un compañero, con secreto; y el compañero leyó tan sólo el suel-
to titulado «También hay un señoritismo de izquierdas»: un suelto a doble
unida, en negritas y con subtítulo: «Repugnante espectáculo dado en un
café cantante por un millonario socialista». «Crees que es él?» «Toma!
Verde y con asas.» Siguieron trabajando, pero el diario corrió por todas
las mesas de la oficina y los comentarios se hicieron al oído. Aquella
mañana esperaban con ansia el toque meridiano de la sirena para salir
a la calle y desahogarse. Unos se metieron en la taberna, otros mar-
charon en grupo, y el jefe de Contabilidad, Martínez Couto, buen
empleado, aunque cornudo consentido -quizá una cosa a causa de la
otra, o viceversa-, se coló en el Casino a ver si alguien le preguntaba algo.
No iba nunca, solían tomarle el pelo; pero lo excepcional de la situación
autorizaba la excepción. Nadie se sorprendió al verle entrar; más bien lo
consideraron natural, e incluso necesario, y en seguida cayeron sobre él
y lo asaron a preguntas. Pero Martínez Couto no sabía nada. En reali-
dad, venía a comentar.
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Por el temor de que Cayetano los cogiera con la palabra en la boca, se
pusieron vigías en la puerta, turnados con sigilo cada cuarto de hora,
para avisar cuando le viesen aparecer por el cabo de la calle; pero no
apareció. Hacia las doce y media llegó don Lino, y un poco más tarde, el
boticario. Hasta entonces se había llegado a la conclusión de que la rotu-
ra de ciento cincuenta botellas en un café cantante era una hazaña, pero
todos consideraban la noticia insuficiente. Se apetecían detalles y, sobre
todo, matices. Don Lino se negó a conceder al hecho cualquier carácter
excepcional. Según su punto de vista, se trataba de una maniobra políti-
ca de El Eco del Noroeste, repugnante libelo de derechas, que, sin duda,
exageraba la verdad, un punto mínimo de verdad, la rotura de una sola
botella, y aprovechaba el incidente para desacreditar a Cayetano ante la
clase trabajadora. Don Baldomero, en cambio, sin saber por qué, se
inclinaba a creer que la rotura de las botellas, en la cifra dada por El
Eco..., hubiera constituido una diversión de Cayetano, y como don Lino
le acosara exigiendo el fundamento razonable de su convicción, el boti-
cario tuvo que declarar su fe absoluta en las aseveraciones de El Eco del
Noroeste, que salía con censura episcopal casi directa, y que podía haber
exagerado en los adjetivos, pero que era incapaz de mentir en la sustan-
cia del hecho y, sobre todo, en la cuantía de las botellas rotas. La tesis
de don Lino tuvo poco seguidores; ninguno la del boticario. A la hora de
comer no habían llegado a un acuerdo. La cuestión quedaba en el aire.
La discusión se aplazó para la hora del café.
Vino más gente que nunca. El chico de los recados se entretenía en col-
gar por las paredes guirnaldas de papel para un baile que se preparaba,
y acabó mucho antes de lo pensado, porque todo el mundo le ayudó. El
juez barajaba las cartas del tresillo; el médico hacía con las fichas del
dominó efímeros castillos. Don Lino sostenía su tesis machaconamente,
y el boticario la suya; pero nadie jugaba. Llegó Carreira, el dueño del
cine, con un montón de fotografías en las que Jean Harlow, escasa de
ropa, aparecía en posturas y actitudes seductoras: corrieron de mano en
mano sin despertar el habitual entusiasmo -salvo, si acaso, la excla-
mación irreprochablemente admirativa de don Baldomero-. En seguida
se volvió al tema: hasta que el vigía entró corriendo y anunció que
Cayetano subía ya la calle hacia el Casino. Se improvisaron las partidas,
para afectar normalidad. Sólo don Baldomero quedó en su mecedora,
impertinente, junto a Carreira, que insistía en dar más importancia a las
piernas de Jean Harlow, siquiera fuese porque el número de personas
preocupadas por ellas excedía bastante al de las que se cuidaban de las
juergas de Cayetano; y porque Jean Harlow pertenecía al mundo entero,
y Cayetano era apenas propiedad de Pueblanueva. El amo entró tran-
quilamente, preguntó al chico por qué colgaba guirnaldas, dejó en el
perchero la boina y el impermeable, y pidió café. Le saludaron como
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siempre, y si don Baldomero no interviene, la cosa se hubiera dilatado.
Pero don Baldomero sacó la conversación, mentó el suelto de El Eco, y
don Lino, por orden de Cayetano, tuvo que leerlo en voz alta, temblorosa
y atropellada: a cada insulto levantaba la vista y pidió perdón a
Cayetano, que sonreía. Cayetano no se irritó. Pidió una conferencia tele-
fónica y se puso a hablar con el presidente de la entidad bancaria que
sostenía económicamente El Eco. Le habló de tú a tú; le habló con altan-
ería y seguridad. En resumen: que le amenazó con retirar del Banco sus
fondos y negociar con otro Banco, si El Eco no completaba la noticia y
enteraba a sus lectores de que «el millonario socialista, después de la
aventura de las botellas, había pasado la noche con dos mujeres y las
había dejado satisfechas». En este momento, don Baldomero dejó de son-
reír, y en su rostro cuajó una mueca admirativa. Y los presentes dijeron
todos lo mismo, en voz más o menos baja:
-¡Qué tío!
Indudablemente, con la segunda parte, la hazaña quedaba mucho más
completa, y Cayetano la redondeó al asegurar que había regresado a una
media de ochenta, que en la recta de Caldas había alcanzado los ciento
veinte, y que no le habían fallado los reflejos ni una vez. Alguien rió... y
tuvo que echar un pulso con Cayetano, que estaba dispuesto a contender
con todos. Nadie aceptó el desafío.
Pero no por el hecho de quedar la aventura redondeada resultaba más
clara. Emparejados a la salida del Casino, el boticario y el maestro se
expusieron sus puntos de vista, que sólo coincidían en reconocer un
fondo de misterio -para el maestro, ni siquiera eso, sino sólo un último
dato incógnito-. Don Lino se negaba a aceptar que Cayetano, política-
mente responsable, se jugase su reputación con un acto de señoritismo:
«A mi razón, decía, no le bastan las apariencias. Mi razón exige poner en
claro lo misterioso, porque lo misterioso no existe, no es más que el
resultado de ignorar las causas de los efectos». El punto de vista de don
Baldomero revelaba, no sólo su resignación racional ante el misterio
como entidad superior a la razón, sino el convencimiento de que ciertas
formas de estupidez obedecían a causas misteriosas que nunca podrían
ser dilucidadas; pero se cuidó de especificar que no toda la aventura de
Cayetano le parecía estúpida, y que alguna de sus partes le despertaba
una admiración molesta e involuntaria, pero indudable; «porque, amigo
mío, ¿cuántos años hace que usted y yo somos incapaces de contentar a
dos mujeres?». Cuando se separaron, el boticario se dirigió al pazo del
Penedo. Tuvo que detenerseen dos tabernas y beber dos vasos de vino;
pero, por fin, llegó. En el zaguán, Paquito el Relojero le tomó el pelo y le
pidió un pitillo.
Carlos se hallaba en la habitación de la torre leyendo o acaso dormi-
tando. Escuchó el relato con atención; hizo algunas preguntas y pidió
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algunas precisiones. Después dijo que la aventura de las botellas no era
más que el resultado de la conversación que, la noche anterior, había
tenido allí mismo con Cayetano: algo así como la pública respuesta a un
desafío privado. Fue entonces don Baldomero quien preguntó, y Carlos
hubo de referirle la entrevista, con todos sus detalles, y cómo había ter-
minado. Con esto, y con la explicación médica que Carlos dio, la hazaña
quedó despojada de misterio, pero no por eso don Baldomero sintió dis-
minuida la admiración por Cayetano, sino más bien incrementada con
un plus de temor, porque don Baldomero creía, contra la opinión de
Carlos, que aquello no era más que un comienzo, y que el pueblo entero
iba a asistir a una serie continuada de hazañas semejantes, o equiva-
lentes, o simplemente extraordinarias; que iban a ser testigos de una
exhibición de poder de la que muchos -¿quiénes, señor?- serían víctimas.
Las razones de Carlos, que creía conclusa la aventura y liquidadas las
consecuencias del desafío, no le parecieron válidas al boticario. «¡Hace
muchos años que lo conozco, don Carlos! ¡Le vi nacer, le vi crecer, y sé
cómo las gasta!»
-Yo, en cambio, puedo decir que le trato hace dos meses escasos; no
mucho, y le aseguro que sé su alma de memoria, y que puedo predecir-
le con un mínimo error lo que hará y lo que dejará de hacer. Vaya tran-
quilo, que esto se habrá acabado.
De regreso a Pueblanueva el boticario, todos los elementos del suceso
desaparecieron de su imaginación y de su memoria, y quedó sólo, hecha
más de interrogantes que de certezas, la segunda de sus partes.
Cayetano había dicho: «Pasé la noche con dos mujeres, Fulana y Zutana,
que cantan en el café del Brasil, y las dejé satisfechas». No es que don
Baldomero dudase de que fuera verdad; es que apetecía detalles con
apetito famélico. Varias veces, a lo largo de aquella tarde, y por la noche,
antes de dormir, intentó la reconstrucción de los hechos, pero su imagi-
nación se reveló como instrumento insuficiente en materia pornográfica:
sentía con toda claridad limitada su imaginación por su propia experi-
encia, incapaz de saltar a la experiencia ajena, porque él, durante toda
su vida, no había pasado de satisfacer a una sola hembra, aunque esto
lo hubiera hecho a conciencia. Casi entre sueños, se decidió a ir a Vigo
al día siguiente. La idea del viaje le hizo despertar cada media hora: la
idea del viaje, y la tos continua de su mujer, a la que recomendó una visi-
ta al médico. «Mañana voy a Vigo a comprar ciertas cosas. Si quieres
vamos por Santiago, o te recojo a la vuelta.» Pero doña Lucía prefería ir
sola.
Cogió el primer autobús; consumió la mañana en visitas de negocios y,
en seguida de comer, corrió al café del Brasil y ocupó una mesa de la
primera fila. Estaba el café lleno de mozalbetes y, en el escenario, se
movía una mujer. Nuria, la Catalana, era una furcia delgadita y movida,
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desvergonzada de cara, pero bonita, que cantaba con el aire más
inocente del mundo cuplés francamente verdes. En uno de los números
salía con una especie de pijama color salmón, cortitos los pantalones,
hasta dejar los muslos descubiertos, y cantaba un estribillo que coreaba
el público:
Si con el pijama
me meto en la cama,
¿qué me pasará?
Si mi maridito
se pone nervioso,
¿me lo romperá?
Y espero que ustedes
me den su opinión:
si debo o no deeebooo
llevar pantalón.
Se armaba un cisco de mil demonios. Cada cliente daba su consejo
particular, y don Baldomero, en éxtasis cachondo, estuvo a punto de dar
el suyo. Le contuvo sólo una remota conciencia de respetabilidad. Salió
después Nina de Meris, que cantaba tangos. El público, a quien Nuria
había excitado, se ponía ahora sentimental, y coreaba:
... al mundo nada le importa.
Yira, Yira,
aunque te cueste la vida,
aunque te quiebre un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.
Bien. Don Baldomero se eximió de la psicosis colectiva porque cazó al
vuelo a Nuria, la convidó a su mesa, y se gastó con ella varios duros en
lo que Nuria pidió: dos o tres copas de Marie Brizard. Cuando la
cupletista tuvo los cascos calientes, le fue fácil sacarle los detalles que
precisaba. Quedó bastante confuso: esperaba nutrir su apetencia de
matices cualitativos y se halló ante un relato en que predominaba abru-
madora la cantidad, pero que, por lo demás, era de una gran monotonía.
Pensó que quizá Nina de Meris, la otra protagonista, fuese más sensible
que Nuria para el detalle. Esperó a que el espectáculo terminase. Las
convidó a champán. Nina de Meris tenía, más bien, una idea de conjun-
to, en que cualidad y cantidad se mezclaban en una impresión general
de exaltación, satisfacción y hastío. «Fíjate tú lo aburrida que quedé, que
cuando él se marchó tuve que entendérmelas con ésta, para dormir
después tranquila.» Don Baldomero no lo comprendió bien, pero no se
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atrevió a pedir explicaciones. Y aunque el recuerdo de Lesbos pasara por
su mente, se resistió a aceptar su efímera resurrección en una ciudad
industrial y lluviosa.
El viaje y los convites le salieron por cuarenta duros. Nina de Meris
había dicho que no tenía qué hacer de cinco a siete, y que la idea de
pasar la tarde sola le asustaba; pero don Baldomero no recogió la
invitación por miedo a que le pidiese mucho dinero. Marchó a las cinco
y cuarto a coger, por los pelos, el autobús de las cinco y media. Iba a
arrancar el coche, cuando se le ocurrió comprar El Eco... Se llevó una
decepción. El órgano de las derechas, en una nota muy visible de la
primera plana -doble recuadro-,recogía velas y culpaba a un falso infor-
mador. «La verdad de los hechos es que sólo fue rota una botella, y como
resultado de una apuesta inocente.»
Fue de noche al casino. Le preguntaron dónde había estado. Respondió
que en Vigo. Le preguntaron qué había hecho. Respondió que pasar un
par de horas en el café cantante. Desapareció inmediatamente todo
interés por las partidas en marcha.
-¿Qué fue lo de las botellas?
-Pues que compró las que había en el anaquel, más de ciento cin-
cuenta; mandó que le apartasen la mitad, y dejasen la otra en los
estantes. Una socia se las iba entregando, una a una; otra socia daba
señal de disparar cada diez segundos por el reloj. Entonces, con la botel-
la que le daban, rompía una de las que había en el anaquel. Y así hasta
romperlas todas.
Don Lino comentó:
-Increíble.
-Todo lo increíble que usted quiera; pero cuarenta personas que había
allí le aplaudían, y hasta hubo quien apostó si fallaría el. tiro cuando
estuviese cansado. Y no falló ni uno solo.
-Sigo juzgándolo increíble. Y, sobre todo, innecesario.
-Mi querido don Lino, no sabe usted cómo cambia el mundo cuando
uno se mete en un antro de ésos. Imagínese usted una FulanA de unos
veinticinco años, delgada, movida y sin pizca de vergüenza. Empiezan a
tocar, y sale medio desnuda, y canta así.
Saltó al medio del salón, se recogió la chaqueta por la cintura, los pan-
talones por media pierna. Dio meneo a las caderas y a los brazos, y cantó
con voz de tiple:
Si con el pijama
me meto en la cama...
Hicieron corro.
-¡A ver, a ver!
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Remedó los movimientos de Nuria, terminó el estribillo.
-¡Y cincuenta sujetos pegando voces y diciéndole que se quitase los
pantalones; y ella haciendo como que se los quita, pero sin llegar a
quitárselos; y venga a bajarlos y a subirlos, y al bajarlos enseñaba el
ombligo, y al subirlos se daba la vuelta y tiraba hacia arriba, para que
viésemos el comienzo de las nalgas! ¡Y a todo esto, dale que tienes al
solomillo, por un lado y otro, y moviendo las tetas, y moviéndose toda,
como siya estuviera en la cama con el marido!
Cerró los ojos.
-Todo por una setenta y cinco.
-Parece usted pagado por los curas para hacer la propaganda de los
espectáculos sucios -dijo don Lino.
-Los curas no se meten en eso.
-Pero no me negará usted que defienden la prostitución.
-La prostitución se defiende sola.
Metió baza el juez.
-No se trataba’ ahora de eso, sino del café cantante.
Don Baldomero había quedado en medio del corro, con la chaqueta y
los pantalones remangados. Guiñó un ojo.
-Había otro número en que la socia salta en camisón, y decía que se le
había perdido una llave, y que a ver si alguno de los presentes le presta-
ba la suya.
-Habría voluntarios a repipi.
-Todos.
-¿También usted?
Don Baldomero se arregló el vestido.
-Uno ya peina canas, y sabe que ciertas cosas no pueden hacerse
donde campan los mozalbetes.
-Pero usted de buena gana lo haría.
-¡A ver!
-Pues no estaría mal poner aquí un café de ésos -opinó Carreira-. Una
setenta y cinco las puede gastar cualquiera.
-¿Y habló usted con las socias? -preguntó alguien.
-Lo hubiera hecho, pero para sacarles algo habría que gastarse los
cuartos, y yo, la verdad, no estaba dispuesto. Una botella de champán la
venden por diez duros, y es lo menos que piden las artistas cuando alter-
nan.
-De modo que habrá que fiarse de la palabra de Cayetano.
Hubo opinantes dispuestos a la fe; otros se resignaron al descreimien-
to o a la duda. Don Baldomero se limitó a escuchar. No se atrevía a rev-
elar las confidencias de Nina de Meris, pero necesitaba contárselas a
alguien. Era tarde para subir al pazo del Penedo. Lo dejó para el día sigu-
iente, y marchó a casa. Doña Lucía se había acostado, y parecía dormir.
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De vez en cuando, tosía un poco. Don Baldomero no pudo evitar la com-
paración entre el cuerpo inerte de su mujer y el de Nuria, la Catalana.
Dejó recado en casa de doña Mariana de que si Carlos quería tomar
café con él en la botica.
Hacía una tarde desnevada, de viento frío y nubes negras, que se
perdían, veloces, detrás de las montañas. Graznaban las gaviotas, y los
salseros verdosos golpeaban el pretil del muelle.
Doña Lucia dijo que iba a seguir el mal tiempo, y que el baile del
Casino iba a estar deslucido.
-Pero ¿vas a ir al baile?
-Tengo que cuidar de mis ovejitas.
-¡Buena estás tú con las ovejitas, y mucho vas a cuidarlas en cuanto
un tío las apriete! Lo que tenías que hacer era ir al médico y meterte en
la cama.
-¿Ya quieres desterrarme de la vida?
-Quiero que te cuides y no hagas disparates. No tenías que haberte
levantado.
-Pues pienso ir al cine.
-¿También?
-Tengo que saber si mis ovejitas pueden ver esa película. Me han dicho
que es muy fuerte.
-De antemano te digo que no pueden.
Aun así, tengo que verla.
Le aterró la idea de meterse con ella en el cine, y pidió a Carlos que les
acompañase. Carlos estaba aburrido, y de humor hosco. Dijo que bueno.
-¿Qué es lo que le sucede hoy, hombre? ¿Riñó con alguien?
-Quizá sea el tiempo.
-No me dijo lo que le pareció el cuento de Cayetano.
-Lo que usted averiguó ayer no altera en lo más mínimo mi punto de
vista. Llegó a dudar de sí mismo, y necesitó convencerse de su fuerza.
Nos dejará tranquilos una temporada.
-Insisto en que se equivoca.
Cuando doña Lucía supo que Carlos les acompañaría al cine, impro-
visó una merienda. Don Baldomero pretextó algo de la botica, y los dejó
solos. A doña Lucía se le iluminó la cara.
-Tengo que hacerle una confidencia, Carlos. Esta mañana...
Se levantó, comprobó que la puerta estaba cerrada y que la criada tra-
bajaba en la cocina.
Antes de sentarse dijo a Carlos:
-Usted es un caballero...
Y él le respondió con un gesto.
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Doña Lucía se sentó a su lado. Estuvo a punto de cogerle una mano,
pero no se atrevió. Tampoco osó mirarle. Bajó la cabeza, como para ocul-
tar el rostro.
-Esta mañana, Cayetano me salió al paso.
-¿Cómo?
-¡Es indudable que me esperaba! jamás le ha visto nadie, a las nueve,
por la carretera del monasterio. Salíamos de misa, llovía fuerte, y tuvi-
mos que abrigarnos... Entonces pasó con su coche y se detuvo.
Levantó la cabeza, con exagerada expresión de espanto; tomó a Carlos
de un brazo.
-Fíjese bien. Íbamos todas. Las hay bonitas, como usted sabe. Chicas
jóvenes, atractivas., Inés Aldán es una verdadera belleza y, además, ¡tan
distinguida! llo es como esa ordinariota de su hermana... Pues bien: nos
invitó a subir al coche, y se las compuso para que yo me sentase a su
lado...
-Parece natural. Es el lugar de honor.
Y el de peligro. Por eso acepté. Me dio miedo que cualquiera de mis ove-
jitas pudiera estar unos minutos al lado del demonio.
Hizo una pausa breve.
-Porque Cayetano es el verdadero demonio.
-En eso, al menos, está usted de acuerdo con su marido.
-Vinimos poco a poco, con el pretexto de que la carretera está mala,
pero, en realidad, para alargar el tiempo.
-¿Y qué?
-Me dijo que mañana me sacaría a bailar.
Dio énfasis trágico a las palabras, y se quedó mirando a Carlos, sin
soltarle el brazo.
A mí. A una pobre mujer casada y enferma. ¡A una tuberculosa! Porque
yo, don Carlos, estoy tuberculosa...
Le asomaron las lágrimas.
-¿Qué va a pasar mañana en el baile, don Carlos?
-Que Cayetano la sacará a bailar.
-¿Y mi marido? ¿No piensa usted en lo que hará mi marido?
-Nada, supongo. Todo lo más, mirar.
-¡Nada! ¡Qué mal conoce usted a Baldomero! Me tiene abandonada;
pero si Cayetano intenta bailar conmigo, habrá un escándalo.
Se decidió, por fin, a cogerle las manos.
-Yo se lo imploro, Carlos. Contenga a mi marido, evite la tragedia.
-No pensaba ir al baile.
-¡Vaya usted, por favor! Baldomero le tiene mucho respeto. Si usted le
dice que en los países civilizados una dama puede bailar honestamente
con un caballero que no sea su marido, le hará caso. Incluso puede
usted, si quiere...
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Titubeó.
-... puede usted sacarme también a bailar. ¡Hágalo, se lo suplico! Así
no llamará la atención de nadie que me saque después Cayetano.
Le soltó las manos y se apartó un poco sin mirarle.
-... en el caso de que usted quiera hacerme el honor de bailar conmigo
y si mi enfermedad no le causa repugnancia...
Se tragó un sollozo. Carlos le aseguró que bailaría con ella.
Evidentemente había - algo de gata en la cara de Jean Harlow, algo de
gata encelada; pero Lucía no lo consideraba como razón suficiente para
que Carlos mantuviese la vista clavada en la pantalla. Otra cosa era su
marido, al que un palo con faldas bastaba para encandilar. Un palo con
faldas. Bueno, no. Ella podía considerarse como un palo con faldas y ya
no encandilaba a su marido. No pasaba de un decir. A su marido le
gustaban las mujeres llenitas; le gustaba, desde luego, Jean Harlow. No
había más que mirarlo de refilón: tenía los ojos saltones y alargaba hacia
delante el labio superior, mientras clavaba los dedos en el brazo de la
butaca. También eran ganas de engañarse: el brazo de la butaca es duro,
y no puede de ninguna manera sustituir a las piernas, o a lo que sea, de
Jean Harlow. Pero los hombres son así de ilusos. Van al cine dispuestos
a creer que lo que ven es cierto...
Jean Harlow estaba casada y se llevaba mal con su marido. Quería
divorciarse. ¡La muy pécora! Era de esas que piensan que lo acabado,
acabado, y ahí queda eso, como si no hubiera moral; y, luego, vuelta a
empezar. Se puso inmediatamente de parte del marido, y le duró la par-
cialidad unos minutos: hasta que Jean Harlow entró en un salón de té
muy recatado y se sentó junto a un hombre guapo y viril, que la trataba
con respeto y amor. Doña Lucía, contra su voluntad, comenzó a expli-
carse que a Jean Harlow le apeteciese cambiar de hombre. No estaba
bien, pero había sus razones... El sujeto era guapo, tenía un mirar
romántico, y trataba a Jean Harlow con ternura. Doña Lucía se con-
movió. «¡Ternura! ¡Eso lo desconocen los hombres españoles! ¡No piensan
más que en la carne, y una agradece el cariño mucho más que el plac-
er!» La pareja salió del salón de téy entró en un automóvil. Era de noche,
y las calles de Nueva York rutilaban. Sobrevino un atasco, el coche se
detuvo y, ¡zas!, el hombre cogió a Jean Harlow por la cintura y la besó en
la boca. ¡Dios mío con qué delicadeza! Jean Harlow estaba desprevenida;
doña Lucía, también. El beso le sacudió los nervios hasta la punta de los
pies y, de repente, se sintió invadida y arrebatada, sintió como si el cuer-
po de Jean Harlow, todavía abrazada, todavía estremecida, se saliese de
la pantalla y envolviese el suyo, lo asumiese y lo llevase consigo, incor-
porado al beso, al abrazo y a la ternura del galán. A partir de este
momento, doña Lucía vivió dentro del cuerpo de Jean Harlow y, poco a
poco, fue sintiéndolo suyo, gozosamente ensanchada, como si el cuerpo
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nuevo fuese un molde que hubiese de llenar, hasta que las caderas, los
pechos, los brazos y las piernas coincidiesen, hasta que los dos cuerpos,
rotas las exclusas misteriosas de su ser, fuesen regados por la misma
sangre y los animase la misma salud. Se recogió en sí misma y asistió a
su propia transformación, a su propio arrebato. No estaba allí, convoya-
da por su marido y por el amigo de su marido, sino hecha luz en la pan-
talla. Sus ojos abiertos sorbían las imágenes que, en su interior, se
trasmudaban en vida propia y la hacían reír, llorar, gemir o desvanecerse
de dicha. Se olvidó de sí misma .
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-..¡Vamos, que ha terminado! -dijo don Baldomero, y la cogió del brazo.
-¡No me toques!
Se levantó con brusquedad y apartó la mano de su marido. La apartó
como un niño hubiera apartado el alfiler que amenaza la superficie tersa
del globo colorado. Se sentía metida en un cuerpo lleno y transido, y
temía que algo la despojase, que la dejasen con su antiguo ser enteco y
esmirriado.
Dejó que saliese antes para no ser estrujada en el pasillo y en las
escaleras. En la calle echó a correr hacia su casa.
-Me encuentro mal, voy a acostarme. Por favor, no me despiertes.
Estaba la cama helada y húmeda. Pidió una botella caliente, se la puso
a los pies, y creó, para su cuerpo nuevo, un cálido refugio, y allí lo guardó
como un tesoro. Pensaba que con aquel cuerpo le gustaría a Cayetano
bailar con ella, y hasta la mirarían con envidia. Sintió entonces haber
comprometido a Carlos. Si bailaba antes con Carlos, se rompería el
hechizo, y entregaría a Cayetano el viejo cuerpo encanijado. No bailaría
con Carlos. No bailaría. Necesitaba conservar aquella sangre prestada
que ahora regaba sus venas y que parecía querer salirse de ellas. Tosió.
-Seguramente que hoy vendrá Rosario.
-¿Qué quiere? ¿Que no me acueste?
-Que dejes el portón arrimado y una luz en el zaguán.
-Hasta mañana.
Paquito salió, pero volvió en seguida.
-¿Sucede algo?
-Un pitillo. Ando mal de tabaco. .
Carlos le ofreció el paquete, y Paquito cogió uno.
-Coge más.
-No, gracias. Tengo que acostumbrarme. Estos días estoy ahorrativo, y
ya me he quitado de comprar tabaco. Ya sabe para qué. Se acerca la pri-
mavera.
Sonrió y salió otra vez. Pisó fuerte por el pasillo. Batió con ruido la
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puerta de la escalera. Un poco más tarde se le oyó arrimar la del zaguán.
A Carlos se le había ocurrido que aquella noche Rosario tenía que
venir. No sabía por qué, ni si era un presentimiento. Había preparado
una bandeja con café y galletas y había encendido la chimenea de su dor-
mitorio. Cuando supuso que Paquito ya no subiría, salió de la torre y fue
a ver si los leños se habían encendido, si la habitación se calentaba.
Llevaba en la mano el quinqué encendido. Tuvo que hacer fuego otra vez,
y atizarlo, porque la leña estaba húmeda. Pasó algún tiempo antes de
que la llama fuese satisfactoria y segura. Le dolían las rodillas y la espal-
da. Se incorporó y echó un vistazo. Realmente, la habitación estaba
destartalada, había desconchados por todas partes y agujeros en el piso,
por los que entraba el aire. Añadió una manta a la cama. Al hallar frías
las sábanas, pensó que debiera haber traído unas botellas de agua para
calentarlas, porque Rosario llegaría mojada y tiritando.
Era inexplicable lo de Rosario. Él era pobre, no había más que ver la
casa en que vivía. Rosario se engancharía a su pobreza para siempre.
Algún día tendría que regalarle algo, un traje, un mantón, unos zapatos,
y eso costaba dinero, más de lo que él tenía. En cosas de oro no había ni
que pensar. (Rosario, delicadamente, se había despojado de todos los
regalos de Cayetano.) Las mujeres no son fácilmente comprensibles.
Salió del dormitorio y volvió a la torre. Pasaba de las diez. Vendría,
seguramente, en seguida. Apagó la luz y abrió las maderas de la ventana.
La rama del tejo golpeaba los vidrios -como siempre-. Había que cortar
aquella rama, tan monótona. Apenas se veía Pueblanueva, pero se oía
llover. La casa de Cayetano estaba al fondo, donde la sombra se ilu-
minaba uri poco con el resplandor difuso de unos focos eléctricos.
¡Qué poca cosa era, bien pensado, Cayetano! Porque le habían birlado
una mujer, cosa que puede sucederle a cualquiera, había armado aquel
bochinche del café. Y ahora, seguramente, se pavoneaba con su triunfo,
y, cuando levantaba una mano, mostraba el brazo que había disparado
setenta y cinco botellas contra otras setenta y cinco, sin fallar una. Si
ahora estuviera allí, como había estado unas noches antes, le analizaría
el hecho, con todos sus detalles, lo desentrañaría hasta demostrar a
Cayetano que, por haberlo hecho, era realmente inferior, y que no era
aquél el camino para curarse.
-Porque, en el fondo, eres un neurótico. Esto no hay quien lo mueva.
Se sentía, en cierto modo, poderoso. Comprender a Cayetano era como
dominarlo, quizá como poseer su libertad. De proponérselo, podría adiv-
inar sus acciones, prevenirse si fuera necesario. En todo caso, podría
imaginarlas con un margen escaso para lo imprevisible. Le parecía inclu-
so que las abarcaba ya de una sola mirada, sin proponérselo, como se
abarca la propiedad desde la ventana a que uno se asoma para tomar el
aire; y lo que veía no le daba temor.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
14
Las diez y media. Atravesó la casa corriendo. Huyeron, espantados, los
ratones. En el salón hacía un frío tremendo. Abrió las maderas y espió
las veredas del jardín, buscó entre los ruidos el de la verja metálica al
chirriar. En el jardín se movían los árboles en la sombra, y el ruido de la
lluvia era un poco más fuerte.
Quizá los padres de Rosario se hubieran acostado tarde, o los her-
manos, y ella estuviese esperando todavía el silencio para saltar la ven-
tana y echarse a los sembrados, como un fantasma. Tenía que agrade-
cerle el sacrificio de venir sola, y de mojarse. Hubiera sido más cómodo
para ella dejarle la ventana abierta y que entrase, como Cayetano.
Aunque quizá a ella le gustase más así, por alguna razón ignorada.
Golpeaba el suelo con los pies helados, soplaba sobre las puntas de los
dedos. El jardín era una masa negra y rumorosa, y en su rumor nada
metálico surgía. Dieron las once en uno de los relojes arreglados por
Paquito, y otros relojes repitieron la hora, cerca o lejos. Empezó a con-
vencerse de que Rosario no vendría, de que algo le habría sucedido, y de
que bien pudiera valerse de Paquito para traer y llevar recados y convenir
las horas puntuales, aunque sus relaciones con Paquito no se habían
planteado en el terreno del celestineo contratado y voluntario, sino, todo
lo más, en el del inevitable y gracioso, y no podían cambiarse las cosas
sin correr el riesgo de aceptar, ante la conciencia del loco, el papel de
sustituto de Cayetano. Marchó del salón, apagó las luces del cuarto de
la torre, entró en su dormitorio, y aún se demoró un poco ante la chime-
nea, que ahora resplandecía y calentaba el aire a su alrededor. Desde la
cama siguió mirando el baile de las llamas, desvelado, y con una moles-
tia que no quería confesarse.
LlegóRosario, sin embargo, ya dadas las doce; sintió sus pisadas leves
por el pasillo, unos golpes en la puerta. Rosario entró. Dejó el mantón
sobre una silla y se sentó en el borde de la cama.
-Me pegaron -dijo.
Desabrochó la blusa y mostró un cardenal cerca del hombro.
-Mire. Y dicen que van a echarme de casa.
Carlos la atrajo y la besó.
-¿Quieres quedar conmigo?
-Eso es lo que quieren, que me vaya.
-Bueno. Estarás mejor.
-Y ellos se reirán de mí. Y usted pasará por tener en su cama un plato
de segunda mesa.
-¿Qué quieres entonces?
-Nada, señor. Ahora, estar con usted. Usted me quiere.
Se abrazó a Carlos con fuerza, sollozando. Carlos la abrazó también, y
ella gimió:
Aparte la mano. También ahí me duele.
Gonzalo Torrente Ballester
15
Tenía sólo dos trajes, los dos deteriorados. No podía presentarse dig-
namente en el baile. Se vistió, sin embargo, el mejor, y bajó al pueblo.
Don Baldomero no estaba en la botica. Mandó recado a doña Lucía, y
recibió respuesta de que subiese.
Doña Lucía, en bata y con bigudíes en el pelo, estaba pálida y un poco
ausente. Dio la mano a Carlos sin levantarse. Le preguntó si quería café.
-Lo que quiero es que me mire usted bien. ¿Le parece que estoy vesti-
do como para ir a un baile?
Doña Lucía le contempló con un alegre resplandor en la mirada.
A ver, dé la vuelta.
Carlos, riendo, la obedeció, e interrogó luego con un movimiento de las
manos.
-¡Don Carlos, por Dios! ¿No tiene usted otro traje?
-Es el mejor.
-Usted es un caballero, Carlos. Usted debe vestirse como quien es.
-Por esta vez me he descuidado. Pienso, además, que el hábito no hace
al monje. De modo que si usted no le pone muchos defectos...
-¡No, Carlos, por favor! No vaya usted así al baile. Le tendrían com-
pasión.
-¿Usted cree?
-¡No los conoce bien! Usted puede andar a diario como quiera, pero un
día señalado... Todo el mundo se pone lo mejor que tiene.
-Eso es lo que yo hice.
-No debe usted ir así, don Carlos.
Él afectó disgusto.
-Lo siento.
-¡Oh! No crea que vaya a divertirse mucho. Ya sabe usted cómo son las
diversiones del pueblo, vulgares y monótonas. ¡Con lo que usted habrá
visto por el mundo en materia de bailes! También yo lo lamento. Había
pensado en un vals... Usted, que estuvo en Viena, lo bailará muy bien.
Carlos negó con la cabeza.
-Carlos, si usted hubiera tenido un traje oscuro, aunque no fuese muy
nuevo, me hubiera hecho feliz. Yo misma se lo hubiera planchado.
Esperaba el vals con usted, un vals que he soñado bailar toda mi vida y
que ya no bailaré jamás.
-¡Quizá Cayetano...!
-¡Por favor, no lo nombre! Un hombre así, tan tosco, sólo puede bailar
el fox-trot.
-Irá muy bien vestido.
-Por eso no quiero que usted vaya con ese traje. Las comparaciones,
¿comprende?, y las risas. Usted no debe humillarse. Si no va al baile,
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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será como si los despreciase.
-Usted bien sabe que iba solamente por usted.
-¡Gracias! Sabe que se lo agradezco, y cómo lo deploro. Tendré que res-
ignarme a lo que suceda.
Hizo una pausa y bajó la mirada.
-Quizá le diga a Cayetano que no. Estoy enferma.
Tendió la mano a Carlos, se la tendió alta y con el dorso hacia arriba,
como había visto hacer en algunas películas; pero Carlos se limitó a
estrecharla.
Le sonrió, oyó sus pasos alejarse y el ruido de la puerta. Entonces,
involuntariamente, se palpó el cuerpo y comprobó que su envoltura irre-
al permanecía intacta. Cerró los ojos y vio su cuerpo levantarse, moverse
al compás de una música que venía del corazón, y danzar solitario, en
un salón enorme, de suelo muy encerado, un vals cortesano. Por una
puerta inmensa y lejana entraba un hombre vestido de uniforme y se
acercaba hacia ella, le pedía que bailase. Era, naturalmente, Cayetano.
A aquella hora, Clara bajaba a la lonja a comprar el pescado. Carlos la
esperó paseando entre las vendedoras y su tumulto. Tenía que moverse
con cuidado si no quería tropezar, resbalar y dar de bruces sobre una
cesta reluciente de pescado fresco. No pudo, sin embargo, evitar que
alguien le aconsejase, a gritos, la conveniencia de no estorbar e irse a
pasear bajo la lluvia.
Halló a Clara inclinada sobre una cesta, escogiendo la mercancía.
Traía recogido el cabello dentro de un pañuelo oscuro, y la cara húme-
da.
Ella le dijo «Hola» y «Espera un poco». Luego discutió el precio y tardó
en ponerse de acuerdo. Después metió el pescado en un capacho.
-Si quieres, acompáñame. Tengo que comprar otras cosas.
Fue con ella hasta una tienda y esperó a la puerta.
-Bueno, ya estoy libre. ¿Qué milagro?
Le miraba resuelta, sin alegría y sin pena.
-No me has hecho caso durante todos estos días.
-Tuve que hacer.
-Cortejar a la Vieja, desde luego, y acompañar al cine a doña Lucía.
-Fue un compromiso.
-¡Si no te lo reprocho! No tienes obligación de andar conmigo, pero
tampoco la tenías para ofrecérmelo cuando yo no te lo pedí. No me
hubieras hecho esperarte.
-¿Lo hiciste?
-Todos los días. Algunos bajé a comprar pescado sin necesidad, sólo
por si se te ocurría venir.
Gonzalo Torrente Ballester
17
Carlos inició una explicación falsa. Clara la cortó apenas iniciada.
-No tienes por qué justificarte, y menos con mentiras. Dejemos sola-
mente las cosas claras: nos veremos cuando caiga, sin ninguna
obligación.
-Hoy venía a proponerte que fuésemos al baile juntos.
-¿Al Casino?
-Creo que se celebra allí.
Clara caminó en silencio unos instantes.
-Eres poco listo, Carlos. Deberías haber adivinado que yo no iré al
Casino nunca.
-¿Por qué? Ahora tienes un lindo traje.
Ella se encogió de hombros.
-¿Y qué? Puede importarme tenerlo para ti; puede incluso gustarme
que la gente me vea con él, pero nunca los del Casino. ¿No lo compren-
des? Los del Casino son gentuza. Y más de una señora fingiría escan-
dalizarse al verme.
-Yendo conmigo, puedes estar segura de que eso no sucedería.
-¿Y qué? Aunque viniese la junta en pleno a pedírmelo, no iría jamás
a ese baile. Hay cosas por las que no paso.
Pasaban cerca de la taberna donde habían estado otras veces. Carlos
la invitó a entrar.
-Bueno. Un ratito.
Un grupo de marineros jugaba a la brisca en una mesa cerca del
mostrador. Se sentaron lo más lejos posible. Clara no quiso tomar nada.
-¿Qué cosas son ésas por las que no pasas?
—-Que los santos no quieran nada conmigo me parece natural; pero
que esa colección de zorras que va al Casino aparte la cabeza cuando
paso, no lo tolero. Y, sin embargo...
Quedó en silencio y sonrió.
-Ya ves -continuó-. En eso, la Vieja y yo estamos en la misma
situación. Si fuésemos como ellas, ni lo de la Vieja ni lo mío tendría
importancia; otras han hecho cosas peores, como deshacer un niño, que
yo sé quién lo hizo, y mucha más gente lo sabe, y por ahí anda ella, como
si nada. Pero lo nuestro... -miró a Carlos e intercalo—: también lo tuyo...,
se mide por otro rasero. Es algo de lo que tienen que acordarse siempre,
como si olvidarlo fuese a causar un mal.
-¿Por qué dices eso?
-Porque es así. Llevo años observándolo. Ni los disparates de mi padre,
ni el hijo de doña Mariana, ni lo de Juan, ni lo mío, dejan de recordarse
por esa gente, incluso de recordárnoslo, y si no se atreven a hacerlo fran-
camente, lo hacen por alusiones. Parece como si les fuese necesario.
Jugaba con una miga de pan olvidada por alguien en la mesa. Disparó
contra ella un dedo y la lanzó fuera.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-Si todos en el pueblo hiciesen lo mismo, no me importaría. Pero son
sólo los que van al Casino. Con los de abajo me entiendo bien. Damos
por supuesto que todos tenemos los mismos pecados, y a otra cosa.
Le resplandeció de pronto el rostro, y dio un golpe en la mesa.
-¡Ya está! Llévame al baile del «Paraíso».
-¿Qué es eso?
-El lugar adonde van los marineros y toda ésa gente.
Carlos se sintió cogido. Su mano recorrió las rodilleras del pantalón,
sus ojos buscaron el borde rozado de la manga.
-¿Tú crees que para ir a ese baile estará bien este traje?
Clara abrió los ojos.
-¿No pensabas -ir con él al Casino?
-Es distinto. Allípuedo ir vestido de cualquier modo. Si se sienten des-
preciados, allá ellos; pero a los marineros no puedo despreciarlos. Ir peor
vestido que ellos es, desde luego, ofenderlos.
Clara le miró largamente; le miró el tiempo necesario para obligar a
Carlos a apartar de ella su mirada.
Yo te explicaré de otra manera, Carlos. Si vas conmigo al «Paraíso», lo
más seguro es que mañana le vayan con el cuento a la Galana. Si no la
encontramos allí...
Rió.
-Tendría gracia, ¿verdad? Y mucho más si ella iba también con otro.
-Estás diciendo bobadas, Clara. ¿Por qué hablas de la Galana?
-¿Por qué hablan los demás? Nadie te ha visto con ella, ni rondar su
casa. Sin embargo, me dejaría cortar la cabeza a que es tu querida, y
cualquiera de ésos lo mismo que yo. ¡No intentes negarlo, porque no soy
nadie para meterme en eso, y allá tú y ella! Además, si necesitas dar a
Cayetano en las narices y no encontraste mejor medio que quitarle la
amiga, hiciste bien. Pero si es así, ¿por qué no prescindes de mí?
-Quieres decir por qué vine a buscarte.
-Sí. Quizá quiera decir eso y algo más.
-Dilo.
Clara bajó la cabeza. Los reflejos claros del cabello le brillaban y tem-
blaron un momento.
-Me había hecho ilusiones, eso es todo. Aquí mismo, en esta mesa,
aquel domingo. Creí que te gustaba y que habías venido para algo a
Pueblanueva. Para algo que valiera la pena, no para liarte con la queri-
da de Cayetano.
Carlos respondió con un matiz de ironía.
-Para algo que te valiera la pena, a ti, ante todo.
-Naturalmente. Reconozco, sin embargo, que me hice ilusiones sin que
me dieras pie. Seguramente el deseo de dejar de estar sola me hizo creer
que tú habías venido para acompañarme.
Gonzalo Torrente Ballester
19
Cogió el capacho de la compra e hizo ademán de levantarse.
-Bueno. Es igual.
Carlos alargó el brazo y la retuvo.
-Espera.
-¿Para qué?
-Siento algo así como necesidad de que también me escuches.
-No. Me convencerías de cualquier cosa, de que he sido una estúpida,
y no quiero que tú me convenzas.
Se levantó.
Además, no me dirías la verdad. Y, sobre todo, me ocultarías algo de lo
que estoy convencida. De que en algún momento te gusté.
Se colgó el capacho al brazo. Carlos quiso levantarse, pero ella le indicó
que permaneciese sentado.
-No vengas. Puedes creerme que siento no haber aprovechado ese
momento. Y, sin embargo, quizá sea la primera cosa buena que hice en
mi vida.
Salió con paso tranquilo y, desde la puerta, se volvió y sonrió. Había
en su rostro una gran nobleza resignada.
Rosario vio la sombra de un hombre junto a la cancela del corral; un
hombre vestido de oscuro, como una mancha alargada que se destacaba
sobre el pilar encalado del hórreo.
Se detuvo apenas un instante y continuó tranquila. Agarró, sin embar-
go, por el asa, el canastillo que llevaba; lo agarró con fuerza para golpear
con él si fuese necesario.
El hombre llevó la mano al borde de la boina.
-Rosario.
-¿Quién eres?
-Ramón. ¿No te acuerdas?
Rosario titubeó.
-Estuviste en mi casa. Fuiste a ver a mi madre.
-Sí.
-Yo soy Ramón.
-Ya.
Se miraron en la oscuridad. Los ojos de Ramón relampagueaban.
-Pasaba... -dijo.
-¿Y qué?
-Pensé si querrías ir al baile.
Rosario rió.
-Sí. Al «Paraíso». Ahí al lado.
-No.
-Tengo ropa nueva, ¿sabes?
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-No es por eso. Los viejos no me dejan ir.
-Podía hablarles.
-No, no. No me dejan. No te conocen.
-¿Es que no quieres? 
-Es que no me dejarían. 
-Ya. Otro silencio. 
-¿Sabe tu madre que estás aquí? -preguntó ella. 
-No. 
-Tenías que habérselo dicho. 
-A ella le parece bien. 
-¿Ya habéis hablado? 
-El otro día, cuando estuviste. 
-¿Y qué? -Le parece bien. 
-¿Y a ti? 
-Yo puedo venir todas las noches un rato. 
Rosario adelantó un paso, casi hasta rozarle. Él quedó quieto, envara-
do. -¿Sabes lo de Cayetano? 
-Sí. 
-¿No te importa? 
Ramón se encogió de hombros. 
-Vuelve mañana -añadió Rosario-. Hablaré a mi madre. 
-¿No quieres venir al baile? 
-No, no. No puedo. De veras. 
Abrió la cancela y entró en el corral. 
-Pero vuelve mañana. 
El perro se le acercó y le hocicó las piernas. 
-¡Quieto, Carraza! 
El perro ladró a Ramón. 
-¿Quién anda ahí? -preguntó desde el interior la vieja Galana. 
-Soy yo, mi madre. 
Alumbrada por la luz de la cocina, se volvió a medias y dijo adiós con
la mano. 
-¿Había alguien? -le preguntó su madre. 
Rosario vació sobre la mesa el contenido del canastillo. 
-Ramón. 
-¿Quién es? 
Rosario lo explicó. 
-¿Qué quería? 
-Me pidió la palabra. 
La madre no respondió. Atizó unos leños y la miró.
-Es un buen muchacho, muy buen labrador. Ya hizo el servicio. Su
madre está bien. Tienen la casa y unas tierras. No son más hermanos.
-¿Le mandaste volver?
Gonzalo Torrente Ballester
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-Sí, mañana.
La orquesta se componía, de piano, violín, saxofón, batería y fuelle. Los
músicos vestían de gauchos convencionales, y en la cara exterior del
bombo habían pintado el título criollo de la agrupación. El del acordeón
y el de la batería cantaban cuando era menester; tangos con acento
regional y fox-trots en fingido americano. Su gauchismo era sólo una
apariencia: vivían en el pueblo de enfrente.
Cuando la orquesta descansaba, ponían discos en la gramola. Doña
Lucía entró, con cuatro de sus ovejitas, pasadas las once y media.
Treinta parejas bailaban un charlestón anticuado. En tres o cuatro
cotarros de señoras se comentó la llegada. Al exagerar el maquillaje,
doña Lucía había recordado a la Dama de las Camelias, y sabía que su
entrada en el baile sería como la entrada en la ópera de Margarita
Gautier. Llevaba preso en el traje un ramillete de camelias blancas, cuyo
simbolismo no entendería nadie, seguramente.
Esperó junto a la puerta el silencio de la orquesta. Atravesó entonces
el salón, seguida de sus ovejas, las cuales, sin embargo, no llegaron al
rincón al que se dirigían, solicitadas en el camino por algunos mozal-
betes. Doña Lucía se sentó y, con ojos entornados, examinó la gente de
los grupos. No estaba Cayetano. Tampoco estaba su marido. Pero, tras
los cristales de un mamparo, resplandecía la luz verde del tresillo.
Cayetano estaría allí.
Llamó al botones.
-Ven, guapo. ¿Está por ahí dentro mi marido?
El chico le respondió que sí.
-Dile de mi parte que he llegado.
Se alejó el botones hacia el reservado de los jugadores. Vio doña Lucía,
por la puerta abierta, sombras quietas, difícilmente identificables. Salió
en seguida el botones y se acercó a ella.
-Dice que bueno.
Oye, guapo... ¿Y está...?
-¿Quién?
-Nadie, nadie. Gracias. Tráeme un refresco.
Se abstrajo del baile, y acomodó el asiento de modo que viese la salida
del reservado sin torcer la cabeza. Cada vez que una sombra se movía o
que alguien salía, le saltaba el corazón.
-No ha venido. Se ha burlado de mí.
Sin embargo, el día anterior, por la mañana’, le había dicho claramente
que bailaría con ella. Se lo había dicho al despedirse, secretamente,
mientras las ovejitas descendían del coche; y, antes, había arrimado la
pierna hasta la suya y la había dejado quieta. Y cuando ella le había
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
22
dicho, muy por lo bajo: «¡Es usted el diablo, Cayetano!», él había sonreí-
do.
-Bueno. Después de todo...
En el acordeón empezaron a sonar unas escalas muy altas y muy lán-
guidas, perseguidas de cerca por el piano. Entró en seguida el violín, y
sólo al final del preludio esbozó la caja un repique suave, como un trueno
lejano y prolongado. La voz del tenor empezó a cantar:
El bandoneón se encogía y estiraba como un tango; pero doña Lucía
había cerrado los ojos, sellados por la palabra nostalgia, inmediatamente
aislada de las otras, inmediatamente robada y apropiada. Llenó con ella
el corazón, y decidió en seguida que era una nostálgica, y que en su
imaginación se guardaban, como recuerdos, imágenes de algo que sólo
en sueños había vivido y que ahora añoraba.
-¡Dios mío! Recuerdos de ensueños, sólo eso.
De ensueños y de esperanzas, que era lo mismo, porque la mayor parte
de sus esperanzas las había hecho de la materia delos ensueños, tan
imposibles como ellos.
-¡Para qué habré pensado que vendría!
Una voz de barítono se sumó el cantante, en contraste con la entrada
simultánea del saxofón.
Te invito a penetrar en este templo
donde todo el amor lo purifica...
¡Si fuera cierto! ¡Si el amor lo purificase todo, si no fuera pecado! Pero
sin el pecado, ¿sería de verdad amor? Ella desconocía el amor virtuoso.
No había podido, al menos, experimentarlo. Porque con su marido,
¿había sido feliz? ¿Lo había amado verdaderamente?
Una mano se posó en su hombro. Abrió los ojos sobresaltada, como si
aquella mano la hubiera lastimado.
-¿Qué haces, Lucía?
Era la señora de Cubeiro, embutido en seda prieta su cuerpo grande y
fofo. Seda rosa, con adornos de terciopelo azul y un collar grande de per-
las falsas.
-¿Dormías? ¡O es que te encuentras mal!
Gonzalo Torrente Ballester
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Se arrasaran los compases compadrones
de un tango que se encoge
y que se estira.
Su música doliente parecida
sentir que una nostalgia se aproxima.
-Sí. Me encuentro mal. No debía venir al baile.
-¿Para qué vienes?
-Mis ovejitas. Es necesario que me cuide de ellas.
La señora de Cubeiro guiñó un ojo y se sentó a la derecha de doña
Lucía.
-Pues no te duermas, porque una al menos de tus ovejitas se está
dando un verde morrocotudo con mi sobrino.
-¡Dios mío!
En un rincón, al otro lado, el cuerpo de un muchacho casi tapaba el
de Julita Mariño. Estaban de pie. El muchacho manoteaba.
-Es un escándalo. La juventud de ahora carece de vergüenza.
Doña Lucía, sin embargo, sonrió.
-Si es tu sobrino, no importa. A los muchachos no hay que temerlos.
Todo se les va en palabras.
-Pues que se descuiden los padres de Julita y verán si mi sobrino...
La señora de Cubeiro hablaba con voz picada y gesto de convicción;
pero, de repente, doña Lucía había dejado de hacerle caso.
-El peligroso es ése. El gavilán.
Cayetano, con la gabardina al brazo, miraba al salón, y poco a poco,
todas las que bailaban y las que en los asientos esperaban ser sacadas
a bailar, y las madres de todas, le fueron mirando. Vestía un traje
oscuro, que, por contraste, recordó a doña Lucía el raído, el arrugado de
Carlos.
-¡Ya quisiera Julia Mariño que Cayetano se fijase en ella! ¡Ya quisiera
su padre! El almacén les va mal, y me han dicho que andan detrás de un
préstamo de Cayetano. Si la niña se metiese por medio...
-¡Qué pueblo repugnante!
-¡Pues mira! ¡Parece que Cayetano...!
Había entrado y avanzaba pausadamente hacia el rincón donde Julia
Mariño se divertía.
-¿Será capaz de quitársela a mi sobrino?
-Pero ¡no a mí!
Doña Lucía recogió el chal y atravesó el salón atropellando a las pare-
jas. Llegó junto a Julita antes que Cayetano. Llegó a tiempo para decir-
le:
-Estoy asombrada, Julia. Tu conducta con ese jovencito está siendo
muy comentada.
El muchacho se sacó el pitillo de la boca.
-Señora, yo...
-Vete inmediatamente.
Julia se había aplastado a la pared, pero no escuchaba a doña Lucía:
miraba a Cayetano que se acercaba, que la comía con los ojos. Julia
Mariño, temblorosa, se arregló el cabello.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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Doña Lucía leyó en su cara o vio su temblor. Giró sobre sí misma,
cubrió con el suyo el cuerpo de la muchacha y miró a Cayetano con furia.
-Gavilán. No tiene nada que hacer aquí. Tendrá que pasar por encima
de mi cadáver.
Cayetano soltó una carcajada amable, al tiempo que le tendía la mano.
Ella cedió la suya, y Cayetano se la besó.
-Vengo a bailar con usted -dijo como un susurro. A doña Lucía le tem-
blaron las piernas, y en sus ojos renació la luz.
-¡Por Dios, Cayetano, no sea atrevido! ¿Qué va a decir la gente... y mi
marido?
-¿Su marido? ¿Por qué va a decir nada? Además, con pedirle permiso...
-¿Usted? ¿Pedirle permiso usted?
-¿Por qué no? Ahora mismo.
Fue hacia el reservado de los jugadores. Doña Lucía se volvió a Julia
decepcionada.
-¡Ya ves mi sacrificio por guardar tu pureza, hija mía!
-Sí. Ya lo veo.
Don Baldomero arrastraba de as. Quería sacar una puesta. Cubeiro, a
su lado, discutía la oportunidad del arrastre.
-Si están las cartas donde deben, la puesta es mía.
-¿Y si no están?
-¡Caray, leñe! ¡Es usted un aguafiestas!
Cubeiro, entonces, levantó la cabeza y miró por encima del boticario.
Respondió simplemente:
-Yo, no.
Cayetano puso una mano sobre el hombro de don Baldomero.
El boticario se sobresaltó, dejó caer las cartas, miró al rostro de los que
jugaban y, por fin, a Cayetano.
-¿Sucede algo?
-¡No pasa nada, hombre, no sé asuste! ¿O es que me tiene miedo?
-¡Como llegó usted de esa manera...!
-Prudentemente, como quien no quiere estorbar.
El boticario echó atrás la silla y se torció hacia Cayetano.
-Bueno, ¿qué quiere? ¿El sitio? Déjeme sacar la puesta y se lo cedo.
Cabalmente tengo ganas de dormir.
-No quiero el sitio. Quiero rogarle que me permita bailar con su seño-
ra.
-¿Cómo?
Don Baldomero se sorprendió. Se sorprendió Cubeiro. Se sor-
prendieron los jugadores y los curiosos. Miraron a Cayetano, miraron al
boticario. Cayetano estaba amable, sonriente. Tenía en la mano la peta-
ca e iba a ofrecer. Pero don Baldomero le miraba con espanto. Todos se
echaron a reír.
Gonzalo Torrente Ballester
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-¿Bailar con mi señora? ¿Para qué? ¿O es que es la moda?
Cayetano le puso entre los labios un puro corto y delgado y se apresuró
a acercarle fuego.
-Ande, fume y no se asuste. Si quiero bailar con su señora es porque
la tiene usted abandonada en un rincón. Y como yo quiero bailar, no me
parece correcto hacerlo sin invitarla antes a ella, que es la más distin-
guida del Casino.
Guiñó un ojo; lo guiñó encogiéndose un poco para que le quedase el
rostro en la zona de la luz, a la vista de todos.
-En fin, esto es lo que se hace en los países civilizados.
-¡Ah!
-Claro está que si usted no lo permite...
Don Baldomero se levantó. Llevaba el puro entre los dientes, las manos
en los bolsillos; la chaqueta abierta dejaba paso al vientre y a la cadena
del reloj.
-Las señoras de los presentes son tan distinguidas como la mía.
Seis o siete voces respondieron que no: a coro y con risotadas.
-Doña Lucía es de lo más fino de Santiago -resumió el juez.
-¿Ve usted?
Cubeiro se levantó también.
-Nos pasamos la vida pidiendo que haya paz en este pueblo, y cuando
el amo nos la brinda, no la queremos.
-Entonces, ¿por qué no baila el amo con tu mujer?
-Por mí no hay inconveniente.
Cayetano se situó entre los dos, les cogió de los hombros y los aprox-
imó.
-Voy a bailar, si lo permiten, con las señoras de todos ustedes. Pero ya
que por ella empezó la cosa, reclamo que doña Lucía sea la primera. Sin
que eso -añadió- lo tomen por desdoro de las otras.
-¡Eso, eso! ¡Abajo las costumbres anticuadas!
Don Baldomero se encogió de hombros.
Allá usted. Y por mí que no quede. He visto caprichos más raros.
Se sentó y recogió las cartas.
-Pero que sea pronto. En cuanto saque la puesta me voy a casa. Estoy
muerto de sueño.
Los puntos y los mirones volvieron a la mesa. Las cartas no estaban
donde debían estar, pero, a pesar de eso, don Baldomero sacó la puesta:
los otros habían jugado mal. Había jugado mal don Lino, desastrosa-
mente: parecía temeroso de algo. Se distraía.
-¿No va a ver cómo baila su señora? -preguntó al boticario.
-Sí. Y después le tocará a usted ver cómo baila la suya.
-¡Qué suerte que la mía sea gorda y vieja! -casi gritó Cubeiro-. No tengo
por qué preocuparme, aunque baile con Cayetano toda la noche.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-No sea imbécil -cortó, seco, don Lino.
Don Baldomero se levantó. Bailaban las parejas. En el centro habían
dejado un espacio libre, en el que Cayetano trazaba, con el cuerpo del-
gado de doña Lucía, figuras complicadas de tango reo.
-¡Es usted un exagerado, Cayetano! -murmuró ella, desfallecida.
-Respóndame. ¿Quiere verse conmigo?
-¡Soy una mujer casada!
El bandoneón trepaba por una escala de notas sentimentales; doña
Lucía seguía difícilmente al bailarín.
-La espero mañana en Santiago. Cuando salga del médico.
-¡No me espere! No iré.
A la hora delcafé, en el hotel Compostela. Es un sitio elegante donde
pueden entrar las damas sin dar que hablar.
-¡No me espere!
-¡A la hora del café!
El tango terminaba. Doña Lucía fue devuelta a su marido. La orques-
ta inició un pasodoble y Cayetano se dirigió al rincón donde, esponjada
como una pava, esperaba la señora de Cubeiro.
-Vámonos -dijo doña Lucía-. No puedo más.
Se apoyó en su marido. Nadie se fijó en ella, porque la señora de
Cubeiro, gorda, brillante y saltarina, atraía la atención de todos. Su
marido reía.
-¡Mira cómo la goza!
-Es usted un insensato -susurró don Lino a su oído.
-¿Por qué?
-¿No le parece que hay algo raro en esto? ¿No le da miedo?
Cubeiro se encogió de hombros.
—¡A mí, plin! Mi mujer está pasada de calores, y no tengo hijas.
Se volvió hacia el maestro y le empujó hacia lo oscuro de la sala de
juego.
-Yo, en su lugar, no me preocuparía. Me parece que la cosa no va con
nosotros.
-¿Por qué lo dice?
-Es algo que me da en las narices. O yo no conozco a Cayetano...
-¿O qué?
-Nada, nada. Pero no se preocupe.
Había mandado a Rosario sentarse a sus pies, junto al fuego. Apoyaba
en sus piernas la espalda, y la cabeza en las rodillas. Le había destren-
zado el cabello y jugaba con él. Lo extendía, por encima de los hombros
y la espalda, y miraba los reflejos del fuego.
-Señor -dijo Rosario.
Gonzalo Torrente Ballester
27
-¿Qué?
-¿Y si quedo embarazada?
-Me caso contigo.
Ella volvió la cara y le miró.
-No lo piense, señor.
-¿Por qué?
-Ya se lo dije más veces.
-Bien. Si no quieres casarte, te vienes a vivir al pazo.
-Tampoco.
-¿Entonces?
-Habría que pensar en un marido.
Rosario sintió que el cuerpo de Carlos se sacudía.
-Es lo que se hace, señor -continuó-. No habría de faltar quien lo
quisiera.
Hizo una pausa leve.
-La Granja de Freame es una tentación para muchos.
-Pero la llevan tus padres...
-Sí, claro. Pero ellos han de morir, y mis hermanos... Uno quiere irse a
Cuba.
Dio una vuelta y quedó arrodillada frente a Carlos.
-Hay un mozo que anda detrás de mí, un tal Ramón. Es labrador y
viene por la granja. Si el señor quisiera...
-¿Qué?
-No es más que dejarle que venga un rato, después de cenar, a hablar
por la ventana. También puede venir antes de cenar, y los domingos por
la tarde.
Abrazó las rodillas de Carlos y hundió la cara en su regazo.
-Así el señor estaría más tranquilo...
-Rosario, tú no entiendes las razones por las que no puedo hacer eso.
-Si el señor no lo quiere... Pero es lo mejor. Es una tranquilidad.
También por mis padres. Dejarían de pegarme.
Le miró con ojos fijos, enternecidos.
-Es una inquisición, señor. No sabe qué mal me tratan. Todo porque,
por mi culpa...
Carlos la cogió por los hombros y la alzó hasta sentarla en las rodillas.
-La culpa es mía. No vuelvas a hablarme de eso.
-Señor, si yo no hubiera querido...
Acercó la boca al oído de Carlos. Habló con voz queda.
-El señor sabe que yo le busqué. Desde aquel día, cuando el señor vino,
que viajamos juntos en el autobús.
-¿Por qué lo hiciste?
-¿Yo qué sé? Estaba en mi suerte.
Le dio un beso y arrimó el rostro hasta acariciar el de Carlos.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-Pero nunca pensé en casarme con el señor.
-Piensas casarte con otro. Ese Ramón...
-Un día el señor se cansará de mi cuerpo. Y a mí, en mi casa, no me
quieren. Así el señor es libre. También querrá casarse alguna vez y
podrá, sin que yo le dé preocupaciones.
Doña Lucía se abrochó parsimoniosamente la blusa, mientras el médi-
co encendía las luces y devolvía brillos a niqueles y porcelanas. Todo era
blanco, frío, estremecedor. Sobre el esmalte de la pared brillaba la
humedad rezumante. En algunas partes corrían menudas gotas. Cesó,
de pronto, el ruido de los rayos X.
-¿Qué? -preguntó ella después de un silencio.
-Mucho reposo. ¿Puede pasar una temporada en la montaña?
-Sí, supongo...
-Váyase en seguida.
-Pero ¿tan mal me encuentra?
-No la encuentro bien.
Doña Lucía buscó en el bolso un pañuelito y se limpió una lágrirna.
-Dígame cómo estoy.
El médico tenía en la mano el abrigo de doña Lucía y le ayudó a
ponérselo.
-Ya le escribiré a su marido. Mejor que venga a hablar conmigo.
-No puedo curarme, ¿verdad? -dijo ella con un trémolo dramático.
-Sí, puede curarse, pero tiene que cuidarse mucho.
-Ya sé que estoy moribunda. ‘ El médico 1a empujó suavemente hacia
la puerta.
-No exagere y no haga tonterías. Váyase a la montaña por unos meses.
-¿Y mi marido? ¿Quién me lo cuidará?
El médico rió.
-No se preocupe. Sabe cuidarse solo.
Doña Lucía bajó los ojos. La tembló la voz.
-Hay otros deberes de esposa...
-Ande, ande. Piense en usted. Ya escribiré a su marido. Mejor que me
telefonee.
En la calle se sintió cansada. Miró el reloj: pasaba un poco de las dos.
¡Cuatro horas, todavía, hasta la salida del autobús! Llovía. El aire esta-
ba frío, era sucio el blanco de las paredes, negra la piedra de las
esquinas. Los zuecos de las aldeanas chapoteaban en los charcos de la
calle: aldeanas con cestas cargadas, inverosímilmente equilibradas sobre
la cabeza. Las miró, envidiosa. Aldeanas rubias, rollizas, coloradas; algu-
nas, con los vientres hinchados de la maternidad. Hablaban a gritos de
cómo les había ido en el mercado. Una de ellas la miró, y al verse mira-
Gonzalo Torrente Ballester
29
da sintió vergüenza de su palidez. Se metió en lo oscuro del portal, pero
volvió á salir. Con el paraguas abierto, arrastrando los pies, llegó al
restaurante.
-Cualquier cosa...
Tuvo que precisar. Citando el mozo se alejaba, le llamó otra vez y
encargó vino. Empezó a jugar con el panecillo: le recortó los cabos y las
esquinas, hasta darle forma de ataúd.
-¿Le pasa algo, señora?
-No, nada. Gracias.
Un sorbo de caldo, unos trozos de pescado. No tenía ganas. Bebió un
vaso de vino. Se sirvió inmediatamente otro, pero pensó que, con el estó-
mago casi vacío, podría emborracharla. Comió un poco más. Al segundo
vaso se sintió más fuerte.
-Café. Tráigame también café.
Eran las tres menos cuarto.
-¿Queda muy lejos de aquí el Compostela?
-No, señora. Ahí, a la vuelta. Ya sabe, en la misma plaza de donde
salen los autobuses.
«Le diré a Cayetano que estoy muriendo, para que comprenda todo el
horror de su seducción. Le diré que mis besos podrían emponzoñarle, y
que abrazarme sería como abrazar a las Parcas.»
Le vino, de momento, la duda de si la Parca sería lo que pensaba, un
esqueleto descarnado con guadaña, o si sería otra cosa. Lo fue pensan-
do por el camino y la duda la distrajo. Frente a la puerta del hotel se
recobró. Por un momento dejó que el cuerpo se apoyase, fatigado, en el
paraguas cerrado; pero antes de subir las escaleras se irguió repentina-
mente, se miró en el espejo del bolso, echó unos polvos a la nariz.
-Moribunda, sí; pero fea, ¿por qué?
Un «botones» vestido de azul le abrió la puerta. No quiso preguntar
nada. Vio, al fondo, las columnas del patio, los colores de la alfombra.
-Gracias. Voy allí.
Todavía vaciló entre entrar erguida o desmayada. Se encontró con que
Cayetano le salía al encuentro.
-Empezaba a impacientarme. ¿Cómo está usted?
-Casi muerta. Ayúdeme.
Cayetano la empujó por la cintura hasta el sillón, la sostuvo mientras
se sentaba.
-Voy a morir pronto, Cayetano. Pida usted para mí algo que me dé
fuerzas.
-¿Coñac?
-Lo que usted quiera. No me hará toser, ¿verdad? Sería horrible.
Cerró los ojos.
-Estoy cansada, muy cansada -murmuró-. Tendrá usted que perdon-
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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arme.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, mantuvo los ojos cerrados
sobre una sonrisa triste. Cayetano intentó cogerle una mano. 
-¡No! Aquí me conoce todo el mundo. 
Con los ojos abiertos ya, añadió dulcemente: 
-Repórtese. 
Cayetano encendió la pipa. 
-¿Viene usted del médico? 
-Sí. 
-¿Qué le dijo? 
-Que me quedan tres meses de vida. Cuatro a todo tirar. El médico me
leyó mi sentencia de muerte. 
-Eso es para meterle miedo. 
-No, Cayetano. La verdad es que me voy a morir. La verdad es que me
iré pronto, tan sola y triste como he vivido. Porque, ¿qué llevo de lavida?
Pena, dolor, aburrimiento. Eso, aburrimiento. Me he aburrido siempre. 
Llegaba el camarero con lo pedido. 
-Será mejor que eche el coñac en el café. 
-¿Usted cree que no me hará toser? 
-Así, no. Y en seguida nos iremos. 
-¿Adónde? 
-Puedo llevarla a dar un paseo en coche. 
-¡Me conoce todo el mundo! 
-Un paseo es algo inocente; además, bien puedo llevarla a usted a
Pueblanueva. Es lo que se le ocurrirá a cualquiera. 
Doña Lucía sorbió el café. 
-Me he aburrido siempre -repitió-. Un aburrimiento mortal, sin esper-
anza. Y ahora voy a morirme. 
Entró en el automóvil disimulando el rostro bajo el paraguas. Salieron
a una carretera. Cayetano iba en silencio. Habían pasado las últimas
casas cuando ella preguntó: 
-¿Adónde me lleva? 
-A pasear. 
-Me da usted miedo. O... 
-¿O qué? 
-... me doy miedo a mí misma. 
Cayetano detuvo el coche de un frenazo fuerte. Se volvió hacia ella. 
-Eso, ya ve, no lo entiendo. 
-¡Es que usted no lleva la muerte encima! Si la llevara, como yo, sen-
tiría una rebelión.
Entornó los ojos.
Algo así como las ganas de ser feliz.
Cayetano puso en marcha el coche. Atravesaban un pinar oscuro, con
Gonzalo Torrente Ballester
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guedejas de niebla enredadas en las copas. Salieron pronto al valle,
ancho, verde, apagado. Bajo la lluvia, algunas mujeres trabajaban en la
siembra.
-Esas pobres esclavas -dijo doña Lucía- tienen momentos de dicha.
Son madres, no se aburren, acaso amen a su manera.
-Y usted, ¿se aburre ahora?
Lo preguntó como un escopetazo. Doña Lucía vaciló, y dijo luego:
-No. Ahora no. ¿Cómo voy a aburrirme? Estoy triste, y siento dolor en
el alma. Pero no soy feliz.
-¿Quiere serlo?
-¿Cómo?
-Le pregunto si quiere ser feliz ahora mismo. -¡Cayetano!
-Respóndame.
-¿Qué es lo que me propone?
-Respetuosamente la invito a acompañarme. -¿Para qué?
-Lo sabe usted de sobra.
-Cayetano, ¿se da usted cuenta...? -Sí.
-Soy una mujer honrada, soy una buena esposa. -Pero se aburre y no
es feliz.
-Lo que usted me propone es un pecado. -En eso, no me meto.
-¡Voy a morir y perderé mi alma! -Vea si le compensa.
-¡Cayetano, es usted un monstruo! -Alabado sea Dios.
-Si cedo a la tentación me matará el remordimiento. -¿Qué más le da,
si va a morir de todos modos?
-Es usted cruel.
-Le ofrezco ser feliz. En lo demás no me meto. Doña Lucía bajó en
silencio la cabeza.
-¿Qué me responde?
-Que responda por mí el destino.
Cayetano frenó. Detuvo el coche y le dio la vuelta. 
-¿Adónde vamos?
-No pregunte.
Arrancó, y a poco se metió por una carreterilla afluente. El coche saltó
en un bache y se detuvo en seguida frente a una casa solitaria, encala-
da con las ventanas y las puertas pintadas de verde. En el costado y
sobre la puerta principal se anunciaban vinos y comidas.
Asomó por encima de la media puerta una vieja enlutada, arrugada, y
esperó a que bajase Cayetano, a que ayudase a bajar a doña Lucía.
Entonces, la vieja franqueó el postigo.
-Buenas tardes, don Cayetano y la acompaña.
Cayetano le golpeó un hombro.
-¿Qué hay? ¿Estás sola?
-Los hombres están en el lugar.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-La señora viene cansada y quería echarse un poco.
Ya sabe dónde es. ¿Les sirvo algo?
-Te avisaré.
De la taberna arrancaba una escalera muy limpia. Subieron. Cayetano
guió por un pasillo iluminado por una ventana, abrió una puerta y
empujó a doña Lucía dentro de un comedorcito con suelo de madera muy
blanca y enarenada. En un costado, una cortina de encaje de bolillos
medio ocultaba la alcoba.
Doña Lucía se detuvo en el umbral.
-¿Éste es su antro, Cayetano?
-Un antro claro y limpio, como ve.
-¡Si las paredes hablasen!
-Pero no hablan.
-¡Cayetano, esto es como la antesala del infierno para mi alma! -Está a
tiempo de arrepentirse.
Lucía atravesó el umbral.
-Hace frío.
-Por algún lado hay una estufa. Espere, que la enciendo.
-¡Todo lo tiene preparado!
Cayetano entró en la alcoba y sacó una estufa de petróleo. Mientras la
encendía, ella se sentó junto a la mesa y escondió la cara entre los bra-
zos cruzados.
-El hambre de felicidad me arrastra hacia el abismo. Me siento descen-
der. Me siento a la altura de Rosario la Galana y de tantas otras mujeres
que usted ha seducido y engañado. ¿Cómo podré mirar a las mujeres
honradas?
-No hay mujeres honradas.
-¡Yo lo he sido hasta hoy!
Ardió la llama en la estufa. Cayetano la aproximó a la mesa. Ella no se
movió. Cayetano empezó a quitarle el abrigo. Sin hacer resistencia, pre-
guntó ella, mimosa:
-¿Qué haces?
-Vas a tener calor con esto encima.
Le dejó hacer. El abrigo voló hasta quedar encima de una silla.
Cayetano la cogió por la barbilla y le levantó la cara.
-¿Vas a besarme?
-Claro.
-No me beses en la boca. Mis labios son venenosos.
Los tendió, sin embargo. Pero Cayetano no la besó. La cogió en brazos
y la llevó a la alcoba. Quedó doña Lucía tendida sobre la colcha, mien-
tras Cayetano traía la estufa. Se sentó luego en el borde de la cama y
empezó a desabrocharle la blusa. Doña Lucía, con los ojos cerrados otra
vez, sonreía entre feliz y amarga; feliz, con una muequecilla de amargu-
Gonzalo Torrente Ballester
33
ra, con un pequeño rictus. «Te doy todo a cambio de tu ternura», mur-
muró. Dejaba que la despojasen. Empezaba a sentir sobre la piel el calor
cercano de la estufa. De pronto:
-¡No! ¡Eso no!
Las manos de Cayetano se detuvieron en los hombros, donde intenta-
ba desabrochar algo.
-¿Cómo no?
-¡No, Cayetano, eso no! ¡Por piedad, eso no!
Cayetano la cogió por los brazos, pero ella se desasió y saltó de la
cama.
-¡No, por piedad, no, Cayetano!
Acogida al rincón, protegía el pecho con las manos.
-Sé razonable.
-¡Respeta mi pudor!
-¡Con pudor no hay felicidad posible!
-¡Cayetano, soy una dama indefensa!
La mano del hombre se levantaba y avanzaba hacia ella. La vio con
horror, poderosa, los dedos fuertes que empezaban a crisparse. Cayetano
no sonreía. Miraba con seriedad, con dura sequedad.
-Vamos, no seas niña.
-¡Cayetano!
Cayetano apartó, implacable, los brazos de Lucía, los brazos débiles,
delgados, cruzados contra el pecho, y dio un tirón. Le quedaron en la
mano los burujos de algodón que hinchaban la seda rosa, un poco ajada.
-¡Caye... tano!
Ella cerró los ojos y resbaló hasta el suelo. Sus brazos ya no intenta-
ban proteger el pecho liso, de impúber. Caían inertes como los brazos de
un muñeco.
Cayetano apretó con rabia el armatoste de seda y algodón.
-¡Puñetera loca! ¡Mira tú...! ¡Y ahora se me desmaya!
La recogió, la acostó bien tapada; echó encima de la colcha la seda rel-
lena.
-¡La puñetera loca!
Le dieron ganas de reír. Salió, riendo, del comedor; bajó, riendo, las
escaleras.
La vieja se había sentado en un banco, junto a la puerta, y desgrana-
ba mazorcas doradas de maíz. Al sentirle alzó la vista:
-¿Quiere algo?
-La señora se ha puesto mala. Sube a ayudarle y lleva un poco de
aguardiente. Con cuidado, que está tísica.
-¿Se queda aquí?
-Mandaré en seguida un automóvil a recogerla. No la dejes sola.
Le dio un billete. Al subir al coche volvió a reír.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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El autobús de Santiago llegó a las siete y media. Había cerrado la
noche y llovía menudo, sin fuerza. Las luces de la calle se velaban
suavemente con la lluvia. A la puerta de la central de autobuses espera-
ban hasta seis mujeres, de las que llevan maletas, y otros tantos mucha-
chos desharrapados. Los muchachos fumaban en corro un pitillo que se
pasaban de boca en boca. De vez en cuando, uno de ellos se asomaba a
la plaza, fuera de los soportales; decía: «Aún no viene», y volvía al turno
de chupadas. Una de las mujeres les llamó «Cochinos» y empezaron los
insultos; pero antes de que se enzarzasen, llegó el autobús. Corrieron a
las portezuelas, se ofrecieron para llevar lo que fuese. Doña Lucía se
asomó a una ventanilla y llamó a uno de ellos:
-¡Toma! -le dio una moneda-. Vete a mi casa y di que venga alguien.
-Si hay que llevar alguna maleta...
-No, no. Que venga mi marido, si está; si no, la criada.
Por encima del rostro de doña Lucía asomó una cabeza aldeana.-¡De prisa! Que la señora viene mala.
-¿Adónde he de ir? -preguntó el rapaz.
-¡A la botica! ¿Es que no la conoces?
El rapaz salió pitando bajo la lluvia azul. La gente había descendido del
autobús. Doña Lucía, renqueante, quejumbrosa, bajó la última, ayuda-
da de su compañera. Se había quitado la pintura y venía demacrada. Le
temblaba la mano al agarrarse; se crispaba, convulsa, en el brazo de la
aldeana.
-Espere aquí. Arrímese. Le traeré una silla.
Se dejó conducir, esperó arrimada a una columna, se dejó sentar.
Suspiraba; gemía de vez en cuando.
-¿Viene enferma?
-Viene muy mala, la pobre. No dejó de llorar todo el camino. -Nunca
tuvo buena cara. ¿Y de qué es?
-Será de tisis. No hay más que verla.
-De lo que mueren todos. Mi pobre hijo Romualdo, que en gloria esté...
La criada apareció corriendo, al cabo de los soportales, con un
paraguas. Doña Lucía había cerrado los ojos. La criada preguntó qué
pasaba.
Se lo explicaron.
-¿Y el marido? ¿No estaba en casa el marido?
La criada no respondió. Se acercó a doña Lucía.
Ande, levántese. Yo la ayudaré.
-¡No puedo más!
-¡Si no hiciera locuras...!
La levantó sin esfuerzo.
Gonzalo Torrente Ballester
35
-¿Quiere que la lleve en brazos?
-¡Mujer...!
Se fueron caminado bajo el paraguas. Doña Lucía escuchó los comen-
tarios de las que quedaban, las condolencias. Al salir de la plaza apuró
el paso.
-¿Qué prisa tiene?
-Quiero llegar a casa. Voy a morirme.
Ande, que no será aún.
Al llegar a su dormitorio se dejó caer en un sillón.
-Vete al Casino y que venga mi marido. Es decir, si el juego o las
mujeres no le retienen.
-¡Ande, calle y no se meta con él! Ahora se lo traeré.
Se oyó un portazo al cabo de la escalera. Doña Lucía se levantó,
encendió todas las luces y abrió la puerta del armario. Se miró en el
espejo.
-Soy una mujer bella -dijo en voz alta-. Soy la mujer más bella de
Pueblanueva, aunque esté tísica.
Cerró el armario y se quedó un rato arrimada a él, llorando.
-No merezco ese desprecio.
Volvió a abrir el armario, buscó un camisón rosa y empezó a
desnudarse. Antes de ponerse el camisón se contempló de nuevo.
-Mi cuerpo es casi espíritu, pero los hombres sólo quieren la carne.
Son unos cerdos. Jean Harlow: eso es lo que les gusta.
Apagó todas las luces, menos la lámpara nocturna, y se metió en la
cama. Sintió en seguida ruido en el portal, reconoció los pasos de su
marido en la escalera y en el pasillo. Don Baldomero subió disparado.
-¡Lucía! ¿Qué te pasa?
Ella le hizo señal de que se acercase.
-Muy pronto te verás libre de mí.
Él se sentó en el borde de la cama.
—Vamos, cuenta.
-¿Para qué? Ya te escribirá el médico. Yo, a lo mejor, exagero.
-Tienes muy mala cara.
-La de siempre. Sólo que tú no te fijas.
Don Baldomero sacó la petaca, pero ella le detuvo.
-No fumes, te lo suplico.
-Pero ¿tan mal te encuentras?
-Estoy muriendo.
Empezó a llorar. Él le cogió la mano e intentó consolarla.
-No será tanto, mujer. ¡Si me hubieras hecho caso! Vengo diciéndote
hace un siglo que fueras a Santiago. Un neumotórax a tiempo...
-¿Para qué? Sólo me hubiera curado la felicidad, y ésa..., ¿dónde
encontrarla?
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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Don Baldomero le soltó la mano.
Algo te habrá dicho el médico.
-Que me vaya a la montaña. Y yo digo: ¿para qué? ¿Para morirme sola
y despreciada como he vivido?
-No puedo abandonar la farmacia, pero iré de cuando en cuando. Y ya
verás cómo mejoras. Ella dejó caer los brazos desmayadamente sobre el
embozo.
-A estas alturas, ni la felicidad puede curarme ya. Estoy tocada de
muerte y, aunque resignada, me da pena de mí misma. Aún soy joven, y
¡llevo tan poco de la vida! Dolor y desprecio.
Le dio la tos. Don Baldomero corrió a la cómoda y trajo una medicina.
-Toma esto y no hables.
Esperó, con la píldora y el vaso de agua en las manos, hasta que pasó
el arrechucho.
-¡Gracias! Déjame sola. Y, por favor, no duermas conmigo. Manda que
te preparen la otra cama.
-Como quieras.
-Marcharé a la montaña en cuanto me sienta con fuer¿as para el viaje.
Y no te aflijas por mí, ni sientas remordimiento. No somos responsables
de nuestro destino. El tuyo fue hacerme desdichada, y el mío...
Volvió a llorar. Don Baldomero permaneció de pie unos minutos; luego
salió al pasillo. Bajó corriendo las escaleras y entró en la rebotica. Se
sentó cerca de la camilla, lió un cigarrillo y, de pronto, empezó a sollozar.
Estaba oscura la mañana, oscura y lluviosa. Iban a ser las ocho y
todavía no clareaba. La lluvia golpeaba las vidrieras y, a veces, una
pequeña ráfaga de viento las sacudía. Inés entró en la cocina. Arrodillada
ante el llar, Clara soplaba furiosamente sobre unos leños, tercos en no
encenderse. Inés preguntó por el paraguas.
-¿Vas a salir con esta mañana?
-Como siempre.
-¡También son ganas de mojarse!
Clara fue a un rincón, donde el paraguas, abierto, se secaba. Lo cerró
y se lo entregó a Inés. Ésta le preguntó si lo necesitaría pronto.
-No pases cuidado. Si tengo que bajar, con un saco me arreglo.
-Hasta luego.
Inés salió al corral, lo atravesó. En la carretera, un grupo de mujeres
cargadas de cestos iba al mercado. Saludó y pasó adelante. Lucían
todavía las bombillas gastadas del alumbrado público; a su resplandor
se veían las gotas de lluvia como un velo.
Al llegar a las primeras casas cerró el paraguas y se acogió a la pro-
tección de los aleros.
Gonzalo Torrente Ballester
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En el portal de Ruta esperaban ya tres o cuatro muchachas. Se salu-
daron en voz baja y caminaron, dos delante, dos detrás, una en el medio.
En casa de Julia esperaban otras cuatro.
-Yo no iría a casa de la boticaria. Me han dicho que ayer llegó muy
enferma de Santiago.
-Hay que ir.
En casa de doña Lucía bajó la criada.
-Dice que está muy mal y que no cuenten con ella. Dice que ya no
podrá volver más, y, si hacen el favor, que vengan a visitarla cuando
regresen.
Para algunas fue una lata; para otras, una pena.
-Sin una señora que autorice, no está bien que vayamos solas todos los
días. Un día o dos no importa. Pero siempre...
-Figuraos que nos sale otra vez al paso Cayetano.
-¡Qué horror!
-Y tú, ¿no dices nada, Inés?
Yo siento que nuestra hermana esté enferma, pero no creo necesaria la
autoridad de nadie para poder ir tranquilamente a la iglesia.
-Mujer, eso ya se sabe. Pero a estas horas y tan lejos... Aún si fuera en
el verano.
-Figúrate si sale Cayetano...
-Si tanto teméis a un hombre, ¿qué será del diablo?
-Lucía dice que Cayetano es el diablo. ¿Tú lo crees?
Inés sonrió en la oscuridad.
-Hacer la señal de la cruz, y si escapa...
-Dejemos a Cayetano en paz. Lo que yo digo es que mi madre no me
dejará venir si no nos acompaña una persona que autorice.
-Yo puedo autorizaros -dijo Inés.
-Sí, claro, es cierto. Tú vas a meterte monja y, además, eres mayor.
-Yo, simplemente, no tengo miedo.
Habían salido del pueblo y caminaban por la carretera, junto a la mar.
Quedaban lejos las últimas luces de Pueblanueva, dormida.
-Pues yo no las tengo todas conmigo. Mira que si nos sale al paso
Cayetano...
-¿Lo temes o lo deseas?
-¡Ay, mujer, no te pongas así! ¿Cómo voy a desearlo?
-Pues si lo temes, reza y no aparecerá.
Quedaron en silencio. Al llegar al monasterio clareaba el día por enci-
ma de los montes, pero, sobre la mar, el cielo estaba oscuro y hosco. Una
bandada de gaviotas graznaba en el aire.
-Va a seguir el mal tiempo —comentó alguien.
-Si llueve, nos chafarán el carnaval -dijo en voz baja Julia Mariño.
Su compañera le dio un codazo.
Los gozos y las sombras II. Donde da la vuelta el aire
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-Que no te oiga ésa. Ya sabes cómo es. ¿Vas a ir al baile?
Ya veré si puedo. Mi madre dice... Estoy preparando el disfraz, por si
acaso...
Entraron en la cripta. Inés ocupó el asiento de doña Lucía.
-Mírala. Ya empieza a autorizarnos.
Hubo una risa leve. Salía el padre Ossorio, ya revestido. Empezó la
misa. En seguida cantaron.
Inés se abstrajo. Cantaba, o respondía, mecánicamente. Estaba de
rodillas, con las manos cruzadas sobre el pecho y el velo muy echado
sobre el rostro para que no la viesen. Sus ojos

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