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UNVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS PROGRAMA DE MAESTRÍA Y DOCTORADO LA TOLERANCIA. DEL ÁMBITO RELIGIOSO AL ÁMBITO POLÍTICO TESIS QUE PARA OBTENER EL GRADO DE MESTRO EN FILOSOFÍA PRESENTA ALBERTO FERNANDO RUIZ MÉNDEZ NÚMERO DE CUENTA 505002633 México, D. F. a 18 de Agosto de 2007 Asesor: Dr. Enrique Serrano Gómez Lectora: Dra. Elisabetta Di Castro Stringher UNAM – Dirección General de Bibliotecas Tesis Digitales Restricciones de uso DERECHOS RESERVADOS © PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL Todo el material contenido en esta tesis esta protegido por la Ley Federal del Derecho de Autor (LFDA) de los Estados Unidos Mexicanos (México). El uso de imágenes, fragmentos de videos, y demás material que sea objeto de protección de los derechos de autor, será exclusivamente para fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el respectivo titular de los Derechos de Autor. Quiero agradecer el apoyo brindado para realizar este trabajo a las siguientes personas: al Dr. Enrique Serrano Gómez, mi asesor, por su apoyo en la elaboración de esta tesis, por las largas y edificantes charlas que hemos entablado y por su interés en el tema (lo cual me obligó a esforzarme más) y por su confianza en mi. A la Dra. Elisabetta Di Castro, mi lectora, también por la confianza pero, sobre todo, por la oportunidad que me ha brindado de trabajar a su lado y aprender un tipo de conocimiento intangible y que lleva muchos años obtener. Mi respeto y admiración. A la Dra. Griselda Gutiérrez, a la Dra. Paulette Dieterlen y al Dr. Jesús Rodríguez Zepeda, quienes amablemente leyeron este trabajo y contribuyeron a mejorarlo. A la Coordinación del Posgrado por darme la oportunidad de estudiar la maestría, a la Facultad de Filosofía y Letras y a la UNAM, monstruos de cara siniestra pero también seductora, por dejarme conocer sus entrañas; y al CONACYT pues sin su apoyo habría sido más difícil terminar esta empresa. Finalmente, a todos aquellos que están del lado del corazón no los he omitido pues estuvieron conmigo todo este tiempo, los llevo dentro y espero poder demostrarles mi amor y agradecimiento. This document was created with Win2PDF available at http://www.win2pdf.com. The unregistered version of Win2PDF is for evaluation or non-commercial use only. This page will not be added after purchasing Win2PDF. ÍNDICE Introducción……………………………………………………………………………...1 I. ORIGEN RELIGIOSO DE LA TOLERANCIA LIBERAL 1.1 El cisma de la Iglesia…………………………………………………….6 1.1.1 La “intolerancia institucionalizada”…....................................6 1.1.2 La tolerancia por mandato religioso………………………..13 1.2 La tolerancia clásica liberal……………………………………………..17 1.2.1 La función del Estado………...…………………………….18 1.2.2 La tolerancia como deber…………………………………..25 II. SECULARIZACIÓN DE LA TOLERANCIA CLÁSICA LIBERAL 2.1 De la tolerancia religiosa a la tolerancia política……………………….31 2.1.1 Secularización de la vida moderna………………………....31 2.1.2 Secularización de la tolerancia……………………………..43 2.2 El sentido político de la tolerancia……………………………………..49 2.2.1 La consolidación de la tolerancia política………………….50 2.2.2 La tolerancia como propiedad dispocisional……………….52 III. LA TOLERANCIA POLÍTICA: CRÍTICAS Y SITUACIÓN ACTUAL 3.1 Perversiones de la tolerancia política…………………………………..58 3.1.1 Críticas al concepto de tolerancia…………………………..59 3.1.2 Tolerancia represiva………………………………………..63 3.2 Paradojas de la tolerancia política……………………………………...72 3.2.1 Pensar la Intolerancia…………………………………….....72 3.2.2 La paradoja “intolerancia-tolerancia”……………………....77 IV. CONSIDERACIONES FINALES 4.1 La tolerancia como metanorma política………………………………..83 4.2 Dificultades y límites para nuestra tolerancia actual…………………...97 Bibliografía……………………………………………………………………………108 This document was created with Win2PDF available at http://www.win2pdf.com. The unregistered version of Win2PDF is for evaluation or non-commercial use only. This page will not be added after purchasing Win2PDF. 1 INTRODUCCIÓN La tesis que expongo en este trabajo es la siguiente: a pesar de que la defensa de la tolerancia está íntimamente ligada al ámbito religioso, ésta experimentó un proceso de secularización que permitió aplicarla al contexto de las ideas políticas. En la actualidad hablamos de tolerancia en este sentido, sin embargo no tenemos una idea clara de cuáles son sus características y cuál su función específica en las sociedades democráticas y plurales de la actualidad. Con base en lo anterior, intentando esclarecer estas dudas, propondré que la tolerancia es una metanorma, situada por encima del pluralismo de valor moral y político, que sirve como vehículo de reconocimiento, moral y jurídico, de las diferencias y las encauza hacia el diálogo y el consenso en aquello que les es vital para su convivencia. La estrategia para argumentar ambas ideas comienza por exponer las características de la tolerancia en su aspecto religioso; en seguida explicar su proceso de secularización y dar una nueva definición que la inscriba dentro del marco político; analizar sus deficiencias y errores del primer sentido de la tolerancia a la luz de esta nueva definición y, finalmente, explorar los caminos que la tolerancia misma ha abierto para corregir estas equivocaciones. En síntesis este es el contenido de los cuatro capítulos que integran este trabajo y que a continuación amplío brevemente. En el capítulo I. “Origen religioso de la tolerancia clásica liberal”: aquí expongo las características de la defensa de la tolerancia desde el punto de vista religioso. Enmarcada dentro de las guerras de religión europeas, esta defensa tiene las siguientes características: ser una denuncia de la irracionalidad de las guerras; ser una denuncia de la inmoralidad de la persecución, ser un exhorto a la buena voluntad de clérigos y fieles, ser una reivindicación de la dignidad humana, buscar la protección de la libertad de conciencia y expresión y ser una exigencia de respeto hacia las ideas y credos de los demás. Como veremos, la pugna por estas ideas tiene por oposición la idea de que corresponde a una institución, en este caso la Iglesia católica, determinar cuáles son las ideas que el ser humano y un pueblo han de profesar para su mayor bienestar; a esta idea la llamaremos: “intolerancia institucionalizada”. Sin embargo, también en este primer capítulo iré perfilando aquellos elementos que considero serán la semilla para que la tolerancia pueda aplicarse al ámbito político. Para ello, me centraré en la propuesta de John Locke y se verá cómo el papel que él le asigna al Estado y la forma en que defiende la libertad de culto y expresión, serán claves 2 para sentar las bases de la secularización de la tolerancia. Proceso que será descrito en el capítulo II. “Secularización y características de la tolerancia clásica liberal”. Para describirlo propongo partir de la exposición de lo general a lo particular, es decir, comenzaré hablando del proceso de secularización general de la vida social y luego me centraré en la tolerancia, en particular. Para el primero, propongo partir de la idea del sociólogo francés Emile Durkehiem del tránsito de la solidaridad mecánica a la solidaridad orgánica que, como elemento conceptual, nos ayudará a entender el cambio de perspectiva que se gestó en la Europa de los albores de la Modernidad. Y, para fortalecer esta argumentación de la secularización de la vida social, también echaré mano del análisis que haga de las guerras de religión en términos de enemigo absoluto- enemigo justo (conceptos propuestos por CarlSchimitt en su libro El concepto de lo político), según los cuales el primero es un enemigo al que se le niega su condición de ser humano y se busca aniquilar física o moralmente para imponerle una cierta visión del mundo (como fue el caso de las batallas entre protestantes y católicos); mientras que el enemigo justo es aquel que establece una relación de reconocimiento mutuo con sus adversarios y esto les permite cesar las hostilidades a favor de el diálogo y los acuerdos. Al analizar las guerras de religión de esta manera pretendo mostrar cómo la tolerancia fue un elemento significativo para la creación de un marco legal, desligado de lo religioso, que permitiera distinguir entre las concepciones de vida buena y los principios de justicia que regulan una sociedad. En el segundo momento propuesto, el tema de la secularización de la tolerancia, en particular, analizaré los argumentos a favor de la misma desde la perspectiva arrojada por la exposición anterior y, con ello, ver qué elementos se encontraban ya en esos argumentos que permiten su paso de aplicación a la política y también qué nuevos elementos se suman a los argumentos para fortalecer esta nueva dimensión. Adicionalmente a esta exposición conceptual, veremos el proceso histórico que dio avance al desarrollo del Estado moderno como figura separada de todo ámbito religioso. En ambos factores hago hincapié en el hecho de que la tolerancia contribuyó a crear un clima de concordia que posibilitó el acercamiento y el intercambio ideológico entre diferentes concepciones y que, a su vez, contribuyó a la creación de aquel marco legal que sirve como juez imparcial entre los particulares. De esta manera, recuperando los argumentos de la defensa religiosa de la tolerancia, y sumándola a los avances del proceso de secularización, propongo que además de la concepción de la tolerancia como respeto que propusieron los defensores 3 clásicos; ahora debe de ser vista como un reconocimiento, moral y jurídico, que sirve como un primer paso en la búsqueda de acuerdos y consensos sobre temas centrales para el individuo y la sociedad. En otras palabras, el proceso de secularización, del que la tolerancia es precursora, aportó un marco legal al que le permite recurrir cuando no se garantizan los derechos que ella promueve. Así, la tolerancia no sería un respeto sin más de las diversidad humana sino un reconocimiento, moral y jurídico, que garantiza su protección y permite su reproducción. Para argumentar esta propuesta me he basado no en un autor único pero si he tomado como punto de arranque algunas ideas que Ernesto Garzón Valdés ha expresado a propósito del tema de la tolerancia. Con ellas busco caracterizar la idea que se tiene de la tolerancia en la actualidad, pero únicamente me sirve de plataforma para intentar una definición más precisa. Empero, este punto de arranque no es baladí pues me permitirá exponer, en el capítulo III, “Críticas y situación actual”, las perversiones en que el concepto de tolerancia ha caído en las sociedades actuales. Mediante un breve regreso a la tolerancia clásica y con la muestra de sus debilidades, podemos comprender la magnitud de la “perversión” de la tolerancia y su inseparable compañera: la intolerancia. En un primer momento, según lo expuesto por John Gray en su libro Las dos caras del liberalismo, veremos cómo la tolerancia clásica adolece de una contradicción en su interior. El argumento refiere que la tolerancia religiosa defendió la pluralidad de credos para revindicar un único ideal de vida. Esta forma de defender la tolerancia conlleva considerar al politeísmo de valores como un “signo de imperfección” pues, mientras no se pueda unificar opiniones debemos de permitir su libre reproducción aunque estén equivocadas. Para sus críticos más severos esta actitud tiene un nombre específico: “tolerancia represiva” y, como tal, afecta no únicamente a la tolerancia clásica sino también a la tolerancia en su sentido político ya que, si aceptamos que ésta última tiene sus raíces en aquélla, entonces ha de heredar sus mismos errores. En el resto de este capítulo III me dedico a analizar las características y los efectos, tanto a nivel social como individual, de esta “tolerancia represiva o falsa tolerancia”. Esto nos ayudará a crearnos un panorama general sobre cuáles son los problemas que, en materia de tolerancia, nos dañan cada vez más como sociedades, pero sobre todo nos servirá para dar paso al análisis de la relación entre tolerancia e intolerancia o, debería escribirlo a la inversa, intolerancia-tolerancia porque, como se verá, presentaré la idea que para que podamos hablar de tolerancia es necesario que 4 exista una intolerancia previa. Ya sea como pensamiento negativo o como violento rechazo hacia algo o alguien, si no contáramos con esta intolerancia previa no podríamos hablar de tolerancia porque, entre quienes están de acuerdo y se ven como iguales, no hay nada que defender o combatir. No podemos impedir el sentimiento de rechazo que nos provocan ciertas prácticas o ideas, pero en lo que debemos poner todo nuestro empeño es en entender cuál es el origen de esta nuestra “natural intolerancia”, evitar que se creen teorías que la justifiquen (como el antisemitismo o el apartheid) y, sobre todo, evitar que se incremente la injusticia y la violencia que de ella se deriva. Y precisamente ese es el tema que el capítulo IV. “Consideraciones finales” intenta abordar. Una vez que hemos destacado los elementos más importantes de la tolerancia clásica, que hemos propuesto un nuevo concepto de ella que se aplique al ámbito político, que hemos estudiado sus debilidades y a su contraparte la intolerancia; es momento de buscar una idea de tolerancia que nos permita ir perfilando un marco de acción, tanto teórico como práctico, para fortalecer su práctica y garantizar su aplicación. Para ello comienzo el capítulo con lo que he llamado “las victorias de la tolerancia clásica”, es decir, una recapitulación del terreno hasta ahora conquistado y, en seguida, argumento a favor de una concepción de la tolerancia como una metanorma. Al exponer esta idea también intento dar un primer paso en la resolución de las críticas que se le hicieron a la tolerancia clásica así como también de los problemas que la “tolerancia represiva” nos heredó. En este sentido, propongo que la tolerancia como metanorma es una actitud crítica y reflexiva que permite el diálogo y el consenso. Es una metanorma porque se encuentra por encima de los valores particulares y les permite regular su convivencia. Es una metanorma porque permite dar cauce a la pugna entre dos personas que pueden justificar sus acciones y tienen derecho a defenderlas. La tolerancia política como metanorma es pues un esfuerzo común por construir las bases de nuestra convivencia; es el reconocimiento de la pluralidad de valores y también es el disenso que acepta las reglas del juego. Finalmente, para tomar distancia del optimismo y de las bondades de la tolerancia política, he decido terminar este trabajo indicando cuáles son las dificultades para su práctica cotidiana y cuáles son sus límites. En cuanto al primer punto, elaboro una lista, más o menos exhaustiva, sobre los problemas que la tolerancia encuentra para su práctica, entre ellos están el hecho de que la tolerancia sobre se aplica a aquello que se encuentra dentro del marco de justicia de una sociedad, para quienes violan ese 5 marco sólo queda el recurso de la intolerancia; también hay que tomar en cuanta la falta de educación para la tolerancia, para la apertura cultural y la disposición al diálogo; también hay que recordar cuando la intolerancia se practica hacia los grupos económicamente más vulnerables, sus demandas de justicia difícilmente podrán solucionarse apelando al diálogo. Y en cuanto al segundopunto, los límites de la tolerancia fueron claramente establecidos desde su inicio como tolerancia religiosa. Ya John Locke hablaba de no extender la intolerancia para aquellos que buscaban socavar los derechos políticos en nombre de la religión y tampoco se debía tolerar a los ateos. Con el proceso de secularización el segundo límite fue abandonado, pero el primero se vio fortalecido. En este sentido, propondré que el límite para la tolerancia, es decir, para defender nuestras ideas y acciones de aquellos que no las comparten o que, en cierta medida, les afectan, son los Derechos Humanos. Éstos vendrían a ser una instancia superior a la tolerancia misma que vendría a validar o castigar aquellas ideas o acciones que se consideren benéficas o perniciosas, según sea el caso, para el ser humano. Por supuesto, no olvido la polémica de la universalidad de los Derechos Humanos; universalidad que de no ser puesta en duda les otorgaría de facto dicho carácter legitimador; pero más allá de aquella polémica, mi postura es verlos como ideas reguladoras y puntos de referencia crítica que nos aportan una base común de diálogo al cual todo ser humano, sin importancia de su filiación o raza, puede acudir para la defensa y reproducción de sus ideas. La tolerancia no es la llave mágica para hacer paz y justicia eterna en la tierra; no ha sido mi intención presentarla así. En todo caso, hago hincapié en el hecho de que pertenece a un entramado de relaciones, prácticas y conceptuales, que la determinan y la limitan. En lo que si creo, es en el hecho de que la tolerancia es el primer paso en la búsqueda de una sociedad más justa y pacífica de lo que hasta ahora hemos logrado construir. Sin tolerancia no hay diálogo entre ideas, sin diálogo no hay acuerdos, sin éstos hay imposición y con él aparece la injusticia. Sin tolerancia, la paz del mundo significará aquella “satírica inscripción, escrita en el rótulo de una posada holandesa en el que había dibujado un cementerio”. This document was created with Win2PDF available at http://www.win2pdf.com. The unregistered version of Win2PDF is for evaluation or non-commercial use only. This page will not be added after purchasing Win2PDF. 6 I. Origen religioso de la tolerancia clásica liberal En este capítulo argumentaré la siguiente tesis: a pesar de que la reflexión sobre la tolerancia se inicia enmarcada por las guerras de religión durante la Reforma europea y, en consecuencia, su defensa está íntimamente ligada al aspecto religioso; los argumentos que se dan a su favor contienen ya los elementos necesarios para que pueda extenderse su aplicación a otros ámbitos de la vida política y social como pueden ser el de la construcción de un Estado o la configuración del mercado a escala continental. Este tránsito será descrito más adelante, por el momento es preciso construir una definición de “tolerancia” tal y como la entendieron sus defensores; para ello comenzaré por describir los elementos teóricos que se encuentran en el pensamiento de san Agustín y que sirven de sustento para la conformación de un cierto tipo de intolerancia; después, los argumentos religiosos a favor de la tolerancia y en contra de las ideas agustinianas y, finalmente, expondré los elementos presentes en la defensa de la tolerancia que nos situarán en el umbral de su aplicación al terreno secular. 1.1 Los fundamentos teóricos de la intolerancia Las defensas más elaboradas y mejor acabadas de la tolerancia surgieron en el marco de las guerras de religión europeas que tuvieron lugar durante los siglos XVI y XVII. En este periodo mejor conocido como la Reforma, las ideas que Martín Lutero publicara el 31 de Octubre de 1517, fueron la semilla que terminaron con el dominio espiritual que por más de mil años la Iglesia católica sostuvo en toda Europa y en una buena parte del mundo. Antes de indagar las causas que este enorme cambio produjo, en el tema que nos ocupa, es necesario detenernos un momento en los fundamentos teóricos que sirvieron para instituir aquel dominio, pues estos serán los puntos a combatir por quienes defendían la tolerancia. 1.1.1 La “intolerancia institucionalizada” Desde que el Cristianismo fue declarado la religión oficial del Imperio romano, allá por el año 313 d. C., ha tenido que librar al menos dos batallas importantes: la primera contra las autoridades políticas; y la segunda con aquellos que se han resistido a 7 su dominio espiritual. De ambas luchas han sido extraídos los fundamentos religiosos y políticos que le sirvieron para llegar a consolidarse como el poder más grande sobre el mundo conocido de su tiempo. Por lo que toca a su enfrentamiento con las autoridades políticas, la religión cristiana siempre tuvo una relación muy tensa con la forma de ver y respetar a la autoridad terrenal. Por sus características principales, a saber: monoteísmo (Dios único, creador del mundo y juez de los seres humanos), indigencia moral del hombre (mito de la caída) y redentorismo (esperanza de la salvación); el cristianismo convierte a sus adeptos en miembros de una nueva comunidad caracterizada por un lazo de tipo místico y religioso que los aleja de todo aquello que los une a la autoridad terrenal. Todo aquel que entra en esta comunidad se convierte en ciudadano de dos reinos, a saber: el espiritual y el temporal. Sin embargo, la elección es fácil: postular el reino de Dios y creer en él significa el fin del reinado de la política. El principio “mi reino no es de este mundo” expresa con claridad el rechazo o la indeferencia a todo asunto terrenal. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba y la llegada de este nuevo reino no sucedía, los cristianos tuvieron que pensar seriamente sobre su relación con la política. Su primera opción era seguir creyendo en las palabras de su guía, rechazar los asuntos terrenales y esperar la llegada del reino de Dios; su segunda opción era ver a la ciudad política como un vehículo para la redención y la salvación; según parece los cristianos optaron por esta última opción. J. M. Bermudo presenta esta situación con claridad: Un argumento de peso en esta línea interpretativa refería a la redención, que se había hecho mediante la encarnación, es decir, que había usado la vida terrena como mediación; dado que la redención acontece en el lugar de la caída, la ciudad, el reino del César, ha de ser el lugar donde se decida la salvación. Y cuanto más se alejaba el fin del mundo, más peso tomaba la vida buena como medio de la otra vida. Todo jugaba a favor de incluir en este mundo los planes de Dios: era casi inevitable que se reconociera que, al igual que garantizaba el orden y la armonía del cosmos, regía el ritmo y el destino de la historia. La ciudad terrena quedaba así fijada como lugar de redención en el orden de los designios divinos.1 En este sentido, para los cristianos, tanto la religión como la política, debían perseguir el mismo fin: la salvación del alma humana. Y como en este punto son los religiosos quienes tienen la última palabra, entonces la política quedaba subsumida bajo el ámbito clerical. De tal manera que, sobrepuesto el poder del Papa al del rey, aquel se convertía en el representante de Dios sobre la Tierra y disfrutaba de la plenitudo 1 Bermudo, J. M., Filosofía política. II. Los jalones de la libertad, Ediciones del Serbal, España, 2001, p. 146. 8 potestatis en función de su lugar en la jerarquía eclesiástica, además de la potestas iurisdictionis, esto es, el poder de promulgar las leyes para mandar y hacerse obedecer. Un ejemplo de la segunda batalla del cristianismo, contra los que se han resistido a su domino espiritual, es el cisma donatista en Hipona al norte de África. Este hecho histórico es paradigmático pues también refleja la subordinación de la política a lareligión. En esencia, el cisma consistía en que los donatistas –los seguidores del Obispo Donato, su principal guía- pusieron a discusión el carácter sagrado de la Iglesia, pues consideraban que sus jerarcas carecían de mérito moral y religioso para ser sus representantes. Así, cuando San Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había alcanzado enormes proporciones identificándose con las tendencias políticas de esa región y con un movimiento nacional contra la dominación romana. Los donatistas se convirtieron en una inminente amenaza tanto para la Iglesia como para el sector de la sociedad que la apoyaba. Al principio, San Agustín trató de restablecer la calma y la paz mediante la persuasión, el diálogo y la religión; pero se dice que los donatistas respondían con agresiones e insultos a estos llamados de paz, pues consideraban a los jerarcas de la Iglesia como traidores de la pureza de la ley divina. Pese a que en un principio San Agustín se negaba, no le quedó más remedio que recurrir a las autoridades civiles locales para resolver, a su favor, el conflicto. El asunto de la controversia donatista nos coloca en el corazón de la intolerancia religiosa porque con ella ha nacido. La represión se extendió más allá de las fronteras del norte de África y pronto comenzó una enconada lucha por la “pureza de la doctrina”, la persecución y exclusión de todo aquel que no aceptara el dogma cristiano. Y aunque San Agustín hizo advertencias para no castigar severamente a los disidentes y echó mano de argumentos más políticos que religiosos para fundamentar su decisión, el hecho de haber recurrido al brazo secular sentó un grave precedente. Los defensores del Obispo de Hipona señalan que éste, al estar obligado por las circunstancias, tuvo que recurrir a la autoridad civil para contener a los disidentes; pero que nunca tuvo intenciones de que esa acción se convirtiera en un precedente para que, en el futuro, la religión cristiana echara mano del poder civil para reprimir a sus oponentes. Sin embargo, una mirada atenta a las ideas agustinianas nos podría arrojar otra interpretación. Haya sido o no su intención, San Agustín es quien nos va a suministrara los argumentos más contundentes a favor de la persecución y la intolerancia. Ante todo teólogo más que filósofo, al tratar el tema de la sociedad civil y la política es normal que 9 San Agustín lo haga con la mediación de la religión revelada. Es por ello que, como nos lo hacen notar Cropsey y Strauss, sus “principios más altos no proceden de la razón sino de las Sagradas Escrituras, cuya autoridad nunca pone en duda, y considera fuente última de toda verdad concerniente al hombre en general y al hombre político en particular.”2 Su obra más importante La ciudad de Dios está encaminada a demostrar como toda ley terrenal y todo tipo de paganismo no puede proporcionar bienestar ni felicidad en esta vida. Es sólo por el camino de la religión como se llega a ser ciudadano de la urbe divina. En este sentido, el santo de Hipona tiene que postular la idea de dos ciudades a las cuales el hombre pertenece pero, según sus preferencias, en alguna de ellas vivirá. De esta manera, los seres humanos pertenecen a una ciudad terrena, quiéranlo o no; y por el otro, pertenecen a una ciudad celeste, quiéranlo o no. Tan desigual es su naturaleza como su origen. Ser ciudadano divino tiene su origen en el amor al aval de la redención, la entrega y el temor a Dios. En oposición, ser parte de la ciudad terrenal se origina por el apego a la impiedad y al egoísmo, lo que conlleva el estigma del pecado. En este sentido, serán integrantes de dos reinos bien diferentes: “el uno de los que viven según los hombres, y el otro, según Dios; y a esto llamamos también dos ciudades, de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el principal fin de ellas”3. La Ciudad de Dios nacerá de los hombres que viven según los mandatos religiosos. La otra nacerá de los hombres que viven en el pecado. La primera está destinada a gobernar eternamente. La segunda a perecer. Un hombre pertenece a una o a otra según guíe su conducta, es decir, si prefiere vivir con Dios o fuera de él. Y aunque entre sí, estos tipos de hombres no se mezclen, las dos ciudades coexisten y cohabitan hasta la llegada del juicio final, en donde la civitas terrena dejará de existir mientras que la civitas dei alcanzará su cumplimiento. Al ser la ciudad terrestre la fuente del pecado y los males de la humanidad, la paz, esto es, la regulación de las relaciones entre los hombres, es el bien más deseable. Debido a que los hombres tienen una tendencia “natural” al mal –originada por el pecado original, y prueba de ello es la existencia de esta ciudad terrenal- el papel de la sociedad política debe ser esencialmente punitivo y correctivo. De lo que se trata es de contener el mal entre los hombres mediante la fuerza. Así, para acceder a la paz, el tema 2 Cropsey, J. y Strauss, L. (comps.), Historia de la filosofía política, FCE, México, 2001, p. 198. 3 Agustín, San, La Ciudad de Dios, Porrúa, México, 1970, p. 332. 10 de la ley que regule la vida del ser humano es la piedra angular para el sostenimiento de la sociedad. El problema es que los hombres son incapaces de crear una ley perfecta que todos puedan obedecer sin pretextos. La ley temporal creada por seres imperfectos es imperfecta y debe ser completada por “una ‘ley superior y más secreta’, a saber, la ley eterna, que abarca todos los actos del hombre, incluso sus actos internos, y única que es capaz de producir la virtud y no sólo en apariencia.”4 También, por supuesto, son incapaces de crear una paz perfecta, así que ésta debe se entendida como la expresión de una armonía cósmica creada por Dios donde nada puede estar fuera de lugar y si lo está, debe ser colocado nuevamente donde se encontraba. Para ilustrar estas ideas conviene citar, en extenso, la interpretación agustiniana de la Parábola del Reino de los Cielos comentada por Philippe Sassier: [San Agustín] Queriendo justificar la represión del obispo cismático Donato, distingue la persecución por amor –la de la Iglesia en nombre de la verdad- de la persecución por crueldad característica de los impíos. En una carta del año 417 a Bonifacio, invoca la siguiente parábola sobre el reino de los cielos: “Un hombre ofrecía una gran cena a la que había invitado a mucha gente. A la hora de la cena envió a su sirviente a decirles a los invitados: 'vengan de inmediato, todo está listo’. Pero todos, de manera unánime, empezaron a disculparse […] A su regreso, el sirviente refirió aquello a su amo. El dueño de la casa casi irritado, dijo a su sirviente: ‘Ve enseguida a las plazas y a las calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, a los ciegos, a los lisiados y a los cojos’. ‘Señor –dijo el sirviente- tus ordenes serán ejecutadas, pero queda aún lugar.’ El señor entonces dijo a su sirviente. ‘Ve por los caminos a todo lo largo de mis dominios, y haz entrar a la gente por la fuerza, para que mi casa se llene: pues te aseguro que ninguno de aquellos hombres que habían sido invitados podrán disfrutar de mi cena’.” (Lucas 14, 16-21) San Agustín es categórico; ese “haz entrar a la gente por la fuerza” –que en la Vulgata figura como compelle intrare- justifica el uso de la coacción para abrir a los hombres al reino de los cielos: “Si […] la Iglesia fuerza a entrar en su seno a quienes encuentra en los caminos y veredas, es decir, entre los cismas y las herejías, que éstos no se quejen de haber sido forzados, pero que consideren hacia dónde se les lleva.”5 A partir de esta interpretación de la Escritura se justificarán las represalias de la Iglesia contra los herejes y apóstatas. Así pues, en adelante una de las característicasde la intolerancia es la convicción de poseer la verdad, la justicia, la paz y el deber de imponerla por la fuerza. Si la libertad y la igualdad son características concomitantes al orden de la creación, entonces el pecado, la herejía y el ateísmo significan la irrupción del desorden y de los apetitos para dominar la razón. El mal es desajuste, fractura; y hay que repararlo. Y es precisamente en la ciudad temporal, con la ayuda del poder político, donde se tiene que aliviar este problema. La persecución está justificada pues busca la paz, el orden y la llegada de la civitas dei. La intolerancia eclesiástica tendrá su 4 Ibid., p. 187. 5 Sassier, Philippe, Tolerancia, ¿para qué?, Taurus, México, 2002, pp. 34-35. Sassier remite a la siguiente fuente para las palabras de San Agustín: Epístolas, 185, 11 y 24; P. L., XXXIII, 797 y 804. 11 fundamento teórico en la idea de que corresponde a una determina institución y a sus dirigentes señalar cuál es la finalidad de la vida humana y cuál es el mejor camino para llevarla a cabo, es decir, el sometimiento del destino de una nación a una doctrina particular, pero que para el contexto bien podría calificarse como “intolerancia institucionalizada”.6 Afianzar este poder requiere algo más que sermones o excomuniones. Por ello, durante la Edad Media, el poder espiritual y el temporal estuvieron muy unidos. Para mantener la estructura jerárquica de la sociedad, con el Papa en la cima, se construyó una legitimación que se pretendía divina por ser extraída de la Biblia. Apoyándose en citas bíblicas (p. e., Juan 21, 16 y Mateo 16, 18-19) se llegó a la conclusión de que el poder temporal, el de los reyes, debe intervenir en apoyo de la Iglesia en su lucha contra los disidentes, ya que como sirviente de Dios se está obligado a transmitir su ira a los culpables. El argumento principal era que la salvación del alma humana era un fin superior a cualquier otro, incluso que la paz y la justicia, y aunque el poder del emperador podía venir de Dios ello no le eximía a desconocer aquel fin supremo que ha sido encargado a la Iglesia, por lo tanto, si ha recibido la espada para extender y defender la religión, debe someterse sus leyes a la Iglesia que es la única que conoce el camino adecuado para el fin último: la salvación. Con la “teoría de las dos espadas”, secular y religiosa, podemos advertir que la Iglesia Católica fue la primera organización que tradujo, por medio de instituciones jurídicas, su concepto de fe en la institución dominante. De tal suerte que entre los siglos XI y XIV el mundo religioso se convierte en una sociedad que hace uso de la persecución y la agresión para defenderse de toda amenaza posible. Para el siglo XV este sistema alcanzará su plena madurez. Para los perseguidores, su tarea está justificada ya que es manifestación de un amor por el prójimo, que en este caso está equivocado, y es su tarea llevarlo y regresarlo al buen camino. El buen motivo santifica los medios. De esta forma: El estado se beneficia del papel pedagógico y moralizador de la iglesia, que pondría los deberes morales, y las obligaciones políticas como mandatos divinos. La iglesia se beneficia del compromiso del estado en la profesión y defensa de la fe, del culto y del castigo del pecado. Es la figura del estado como “brazo secular de la iglesia contra la herejía”. Aunque ciertas tendencias del agustinismo no vieron con bueno ojos el recurso a la espada para imponer la fe, y llamaban a recurrir a la palabra y a la razón, acabará triunfando la teoría del compelle intrare, es decir, el deber de la iglesia de hacer entrar en ella, a la fuerza si fuere necesario, a sus ovejas perdidas. Es la 6 Mereu, Italo, “La intolerancia institucional. Origen y aplicación de un sistema encubierto” en Wiesel, Elie (ed.), La Intolerancia, Granica, España, 2002, p. 36. 12 consideración de la ley imperial al servicio de la fe; el recurso a la fuerza de la espada, al príncipe como ministro de la intolerancia religiosa.7 Dos son las conclusiones que podemos extraer de esta “intolerancia institucionalizada”. La primera es que, en esencia, a esta unión del poder espiritual y del temporal, la religión católica ha escindido al ser humano. Lo ha hecho ciudadano, incompatible, de dos naciones. Ciudadano de la civitas dei y de la civitas terrena. Esta escisión surge del hecho de que la urbe divina es más una comunitas basada en el amor y la fe en Dios, su reunión es la de una familia unida por la fe, la esperanza y el amor, Dios es su fundador, rey y señor; de tal manera que estos elementos les hacen iguales, “hermanos” y no ciudadanos como en la ciudad terrenal. En esta comunidad espiritual el poder político no tiene lugar, la política corrige las imperfecciones del orden, y en este orden nada es imperfecto. “Es, por tanto, una ciudad cerrada desde fuera, desde una idea del bien (la salvación) y una estrategia para conseguirlo (vida cristiana), trascendentes a la vida política y a la voluntad de los hombres.”8 La otra conclusión que podemos extraer es con relación en que, en aras de la integración social y el orden, la religión católica atribuyó a su particular forma de vida un carácter universal erigiéndose como la única forma de ‘vida buena’ que el hombre podía practicar. En este sentido, para aquél que no comulgara con sus ideales, “el otro” se convierte en una amenaza para la seguridad y el orden, ya que el hecho de que exista otra forma de ‘vida buena’ supone la contingencia de aquél que se cree puesto por Dios en la tierra para mandar. La sola presencia del otro, de la “diferencia ética”, bastaba para poner en tela de juicio la universalidad de sus mandatos. Por ello, la lucha entre los católicos y los disidentes de aquella fe, era un conflicto de “todo o nada”; y así lo deja ver el principio de intolerancia religiosa de la época: Extra Ecclesia nulla salus [fuera de la Iglesia no hay salvación]. Así que, para los católicos, no quedaba más remedio que aniquilarlos o desterrarlos.9 Como lo describe Enrique Serrano: En las comunidades tradicionales [o cerradas como la civitas dei] el rechazo a la otredad es tan enérgico que el representante de la diferencia ética se asocia con el malo, es decir, con el transgresor de los valores supremos y con ello se le sitúa fuera de la ley y fuera de la misma humanidad. El rival, al que se le niega todo valor moral, así como la propia condición humana; se transforma en un enemigo absoluto. La actualización de la enemistad absoluta se manifiesta como un conflicto de gran intensidad. Las guerras contra el enemigo absoluto son consideradas como un 7 Bermudo, J. M., op. cit., p. 164. 8 Ibid., p. 147. 9 Un ejemplo histórico de esta situación lo podemos encontrar en el proceso inquisitorial contra Galileo. En dicho proceso se enfrentan, por un lado, el derecho individual a profesar una creencia sobre cualquier materia y, por otro lado, el intento de una institución por controlar y, si fuese necesario, imponer los parámetros y las opiniones que puede practicar un individuo o comunidad. 13 acto en el que se defiende la causa justa, objetivo que no admite matices o puntos intermedios. Son conflictos del tipo todo o nada.10 El tema de la comunidad cerrada y el del enemigo absoluto serán las puntas de lanza que nos permitirán situarnos más allá del ámbito religioso. Sin embargo, es necesario exponer las tesis en favor de la tolerancia, desde el punto de vista religioso, que se escribieron para combatir al ideario fundamentalista católico. 1.1.2 La tolerancia por mandato religioso Como ya mencioné las guerras de religión fueron motivo de una fecunda reflexión sobre el tema que me ocupa. Variadas fueron las voces que lanzaronargumentos a favor o en contra de la tolerancia o intolerancia contra los “enemigos” de su fe. Pero, de entre esa amplia gama de escritos en favor de la tolerancia, hay que destacar la importancia del Tratado teológico-político (1670) de Spinoza, la Carta sobre la tolerancia (1689) de Locke y el Tratado sobre la tolerancia (1763) de Voltaire.11 A decir de J. M. Bermudo estas defensas de la tolerancia aparecen enmarcadas por un doble matiz histórico: a. Un contexto teórico, pues desde su origen parecen ir ligadas a la convicción de la existencia de una visión del mundo verdadera o, al menos, más verdadera que las otras. Tal vez por eso la tolerancia aparece en el contexto del cristianismo, que aporta esa pretensión de verdad absoluta y universal; se refuerza en el contexto del racionalismo moderno, donde el ideal de ciencia y la filosofía como conocimiento universal y necesario ofrecerán el complemento laico a esa concepción de la verdad única y absoluta; b. Un contexto político, caracterizado por la aparición del Estado como nueva forma de orden y unidad que se hace sobre un fuerte fraccionamiento de doble origen: ruptura de la unidad de la institución eclesiástica a causa de la Reforma; y dispersión en el espacio geopolítico heredera del feudalismo. La unidad del estado, la universalidad interna de la ley, encuentra su obstáculo tanto en la diversidad de iglesias y credos como en la tradición teórica cristiana de los dos poderes, de los dos cuerpos del rey; pero también en la resistencia del disperso poder feudal a un orden político centralizado.12 10 Serrano, E., Filosofía del conflicto político. Necesidad y contingencia del orden social, Porrúa-UAM, México, 2001, p. 198-199. Énfasis mío. 11 Para los fines que persigue este trabajo me centraré en la obra Locke, sin embargo la lista de obras a favor de la tolerancia es larga: Traité des héretiqués (1554) de Sebastián Castellion; Opera omnia (1565) de Nicolás de Cusa; Traite de la liberté de consciencie (1586) de Bertin; De la tolerancé dans la religión de la liberté de consciencie (1673) de Jean Crell; De veritati religions christianae (1679) de Hugo Grocio; Liberté de consciencie resserré dans des hornes legitimes (1754) del Abad Yvon; La tolérance ux pieda du tróne (1779) por el Marques de Condorcet; Sur la liberté de la presse (1788) de Mirabeu y Riqueti y La revendication de la liberté de penser (1793) de Fichte. 12 Bermudo, J. M., “De la tolerancia al pluralismo”, (Conferencia expuesta en el Ateneo de Barcelona, 18 de Abril de 2001. Versión modificada del artículo "La tolerancia. Del liberalismo al pluralismo", en Anales de la Cátedra F. Suárez, 33 (1999): 243-259. Consultado en el sitio Web: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5258 14 Lo que más interesa resaltar, para este trabajo, es el contexto político, pero una mirada atenta al primer punto nos sería de gran ayuda para comprender, en justa dimensión, las consecuencias de este apasionante proceso histórico. A lo largo de estas tres obras se encuentran argumentos claramente dirigidos contra la interpretación agustiniana de la Parábola del reino de los cielos. Quien nos ofrece una interpretación directa de este mismo pasaje bíblico es Voltaire. En el capítulo XIV de su obra, titulado “Si la tolerancia ha sido enseñada por Jesucristo”, nos dice que “Si no me engaño, hay muy pocos pasajes en los Evangelios, de los que el espíritu perseguidor haya podido inferir que la intolerancia y la coacción son legítimas…”13, para él, las parábolas ahí referidas se dirigen más al reino de los cielos que a los de la tierra. Por ello, obraría contra el espíritu de la religión quien decidiera el mismo castigo, para quien no se guía por el camino señalado por las Escrituras, tanto en lo terrenal como en lo celestial. En lo que toca a la interpretación agustiniana, Voltaire señala que se ha abusado mucho de la frase ‘oblígalos a entrar’, y que nadie haría un banquete muy agradable al ser los invitados convidados a la fuerza. “‘Oblígalos a entrar’, no quiere decir, según los comentaristas más autorizados, sino: rogad, insistid, conseguid. ¿Qué relación hay entre este ruego y esa cena y la persecución?”14 Por su parte, John Locke abre su escrito con un enunciado normativo, a saber: que la característica principal de la verdadera religión es la tolerancia. En el contexto hace referencia a la "recíproca tolerancia entre los cristianos”, pero a lo largo de toda la obra vemos como esta idea la extiende a las demás religiones. Una prueba la encontramos cuando escribe que la Iglesia: “No está instituida con el fin de erigir la pompa externa, ni para obtener el dominio eclesiástico, ni para ejercer una fuerza compulsiva, sino para la regulación de la vida de los hombres de acuerdo con las reglas de la virtud y la piedad.”15 De tal suerte que, como éste es el deber principal de toda religión que se diga “verdadera”, la guerra importante no es con el otro. Primero es deber de aquél que se jacte de buscar la salvación de las almas ajenas “luchar contra sus propios vicios, contra su soberbia y contra su placer, pues de nada sirve usurpar el nombre de cristiano, si no se practica la santidad de vida, la pureza de costumbres, la humildad y la bondad del espíritu”.16 Y es que en aquel entonces ninguna religión 13 Voltaire, F., Tratado sobre la tolerancia, Grijalbo-Crítica, España, 1984, p. 90. 14 Ibid., p. 91. 15 Locke, J., A Letter concerning toleration, The Liberal Arts Press, New York, 1955, p. 13. 16 Ídem. 15 parece profesar la caridad y la humildad, antes bien, sólo iban buscando implantar su fe por la fuerza cometiendo las mayores injusticias. Como mencioné al citar la interpretación agustiniana de la parábola del reino de los cielos, la persecución y la tortura está justificada ampliamente pues se hace por el amor al prójimo, que según sus promotores, está equivocado en sus creencias. El alma de este prójimo está en peligro de condenación eterna al apartarse de las reglas de la verdadera religión y por ello está permitido cualquier medio, incluso la muerte, para salvarla. Sin embargo, no siempre se perseguía por motivos religiosos; por ejemplo, el consejo de San Agustín de confiscar los bienes materiales a aquel que fuera encontrado culpable de herejía, ocultó una gran cadena de injusticias por ambición, poder y riqueza, que condujo a la hoguera en tiempos de la Inquisición a miles de inocentes. Lo que da como resultado un cambio en la actitud del religioso, ya que ahora es tenido por piadoso, compasivo y bondadoso quien, encubierto bajo el disfraz de defender las cosas de Dios, difunde el odio, la discordia y busca eliminar a los que no comparten su religión. De ahí que Locke escriba que aquellos que creen en los Evangelios y los apóstoles, y que buscan la salvación de las almas, no deberían rechazar, abominar y perseguir a otros que creen en cosas diferentes sólo porque sus caminos son diferentes. Si, como pretenden, por caridad y por deseo de salvar el almas de los demás, les quitan sus propiedades, los maltratan con castigos corporales, los matan de hambre, los torturan en malsanas y sucias prisiones y, finalmente, hasta les quitan la vida, para que tengan fe y salven, ¿por qué entonces toleran que la prostitución, el fraude, la mala fe y otras cosas semejantes, que huelen abiertamente a paganismo, como dice el Apóstol [Romanos I, 23-29], crezcan impunemente entre su gente?17 Así como desde la óptica de quien cree que tiene la “verdadera fe”, bondadoso es aquel que logra ‘eliminar’ física o espiritualmente a su enemigo, desde la otra posición, para los defensores de la tolerancia, quien “persigue a las gentes honradas, amantes de la justicia, por estar en disentimiento con ellos y no defender sus mismos dogmas […] yel que persigue a los fieles, es un anticristo.”18 Hasta aquí hemos descrito un rechazo total a la imposición de un culto, cualquiera que éste pudiera ser. De tal suerte, hasta el momento podríamos concluir que sí es contrario a cualquier religión ser intolerante, es decir, perseguir y castigar a los que no comparten nuestra misma fe; y si nada hay en las Sagradas Escrituras que justifique esta actitud o imponga un solo camino de salvación, y además, que si 17 Locke, J., op. cit., p. 14. 18 Voltaire, F., op. cit., p. 236. 16 movidas por afanes de poder, las autoridades religiosas tergiversan el significado de la palabra de Dios; entonces es lícito e incluso necesario que la fe sea una cuestión privada. Si guerras y matanzas se han sucedido por diferencias religiosas, si condenas y castigos se han dictado por supuesta “herejía”, escondiendo otros motivos lejos de lo estrictamente religioso, se debe garantizar el ejercicio privado del culto a Dios y de la libertad de conciencia para que los hombres no se vean afectados en su persona y en sus bienes y para que la religión no sea usada para justificar guerras y violencia, cometiéndose con ello mayores injusticias. Si se obliga a los hombres, por medio de actos externos, a creer en algo, y para ello se echa mano de la tortura, nadie creerá que esa actitud procede de la buena voluntad y del amor. Finalmente, Locke se lamenta diciendo que si en verdad siguieran el ejemplo de “aquel príncipe de paz” que envió a conquistar pueblos no con el hierro y sí con el Evangelio, se darían cuenta de que “Tolerar a aquellos que difieren de los demás en asuntos de religión es cuestión que concuerda con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres se cieguen y no perciban la necesidad y ventaja ante esta luz.”19 Los teóricos de la tolerancia le dieron la vuelta a la situación. Si perseguir y hasta matar a un herético para convencerlo de su error era un deber de aquel que se llamara siervo de Dios, ahora era deber de aquel que se guíe por la religión, cualquiera que ésta sea, ser tolerante con aquellos que difieren de él en materia de culto. De ahí que sea necesario definir las características del tolerante, sin importar a qué religión pertenezca: “caridad, humildad y buena voluntad en general hacia todos los hombres sin distinción, incluso para aquellos que no son Cristianos.”20, en los términos que lo hiciera Locke. Tolerar es, pues, un mandamiento. Un mandamiento por el cual deberían guiarse. Aunque, como ya se sabe, los hombres no siempre se guían por la recta razón pues combaten con más fuerza no la opinión falsa, sino la que es contraria a la suya. De tal manera que, para convertir a la tolerancia en un mandato religioso, sus defensores se valieron de una concepción muy diferente respecto a la naturaleza humana opuesta a la tradición religiosa. Por un lado, el papel asignado a la “ley natural” y, por el otro, el uso de la “recta razón”. Por lo que toca a la “ley natural” en la interpretación agustiniana esta es una ley divina que el Creador da a conocer a sus fieles por medio de la 19 Ibid., p. 16. 20 Ibid., p. 13. 17 revelación (compendiada en los textos sagrados) y en su obra (la naturaleza). Es una ley que no tiene fisuras, que ordena un comportamiento acorde con las enseñanzas divinas y que castiga el desorden. De ahí la necesidad de construir una civitas dei, porque, y San Agustín lo sabía muy bien, la naturaleza del ser humano es frágil y corruptible. Por más que se empeñasen en hacer el bien que quieren, terminarán haciendo el mal que no quieren. Sólo el camino mostrado por Dios es el único que garantiza ese bien. Por su parte, y es aquí donde se conecta el uso de la “recta razón”, los defensores de la tolerancia, influenciados por el gran avance de la física, la medicina y las matemáticas de su época, confiaron en que el ser humano es capaz de darse a sí mismo las reglas que necesita para vivir. La “ley natural” enseña, a quienes quieren consultarla, que es mejor y más provechoso vivir en paz y tolerar a quienes difieren en materia religiosa. La ambición o la carencia pueden llevar a enfrentamientos violentos, pero sin una ley externa que coaccione la actividad humana, los individuos pueden llegar a comprender lo importante de la convivencia pacífica y la necesidad de establecer leyes. El uso de la “recta razón” ya no sólo es un instrumento más para comprender las cosas divinas. La “recta razón” es el instrumento necesario que convertirá la construcción de esa civitas dei, de esa comunidad cerrada, en la construcción de una civitas terrena donde diferentes concepciones de “vida buena” puedan coexistir en paz. Un orden abierto que necesitará más que la religión para mantenerse unido. 1.2 La tolerancia clásica liberal21 Para consolidar la creación de ese orden abierto hace falta otro cambio de perspectiva: el papel de las instituciones y su vinculación con la sociedad. Por supuesto, esto también implica que la concepción, en cuanto a lo que el ser humano es, cambie. Los teóricos clásicos sabían que la defensa e implantación de la tolerancia requiere de un dispositivo legal que asegurara su práctica y defendiera los derechos de aquellos que la reclamaban. Locke describirá con lucidez cuáles son los elementos necesarios para asegurar la paz entre los individuos y entre las naciones. En los dos siguientes apartados 21 Le he llamado “tolerancia clásica liberal” porque considero que en ella se encuentran los elementos más importantes que darán configuración a uno de los programas políticos más influyentes de la filosofía: el Liberalismo. Por supuesto, que llamar “liberal” a Locke, Voltaire y Spinoza es una reducción bastante grosera, además de que en el caso de Spinoza, es difícil establecer cuál es la posición definitiva de su pensamiento sobre las formas de gobierno. Sin embargo, lo que me permite incluirlos en una misma línea de pensamiento, es su defensa lúcida y desesperada de la libertad humana; en todo caso, es en este sentido que los entendiendo como “liberales”. 18 describiré el papel que se le asigna al Estado en esta coyuntura y, para cerrar el capítulo, el para qué, es decir, la finalidad de la tolerancia tal y como lo entendieron sus exponentes clásicos. 1.2.1 La función del Estado Para comprender mejor la función que al Estado le asignan los teóricos de la tolerancia es preciso conocer primero el cambio de perspectiva, en referencia al ideario católico, sobre lo que el hombre es. La concepción del hombre sostenida por San Agustín es principalmente pesimista. Desde su punto de vista éste posee una tendencia “natural” al mal —debida al pecado original que lo condena de por vida— y sólo el camino a Dios puede garantizar su salvación. Para garantizar la paz dentro de la ciudad terrena el Estado se sirve de la ley temporal. Esta ley es buena ya que limita la perversidad de los hombres al aplicarse a los actos externos de éstos; pero nada puede con las motivaciones internas. Para crear auténtica bondad en las acciones humanas y que se pueda acceder a la ciudad de Dios es necesario guiarse por una ley eterna y superior, que se identifica con la voluntad de Dios, en virtud de la cual es justo que las cosas estén perfectamente ordenadas. Empero, como el hombre básicamente es un ser perverso, el Estado debe convertirse en la institución que garantice su buen comportamiento en sociedad para que actúe como si estuvieran en el reino de Dios. El Estado, como servidor de los mandatos religiosos, debe imponer la paz y la tranquilidad, conciliar los conflictos, cuidar a los pobres, construir Iglesias, dar apoyo a los pastores y a la comunidad religiosa, fomentar y mantenerla forma pública de la religión y evitar la disidencia religiosa y la herejía, en una frase: garantizar el orden cerrado. Ahora bien, para los defensores de la tolerancia, los seres humanos no son “ángeles” que no necesiten de leyes coactivas para vivir en sociedad, lo que los aleja de la concepción agustiniana es que consideran que al individuo como un ser capaz del poder moral necesario para definir y perseguir sus ideales y su concepción de vida buena; como una persona capaz de ajustar y limitar razonablemente la persecución de sus objetivos en función del respeto por lo derechos y del igual status moral de las demás personas. De esta manera, está facultado para organizar una sociedad civil justa sin tener como horizonte legitimador un orden inmanente prescriptor de las recompensas y los castigos que 19 determinan el comportamiento humano en la sociedad. Para este tipo de persona la justicia o el bien no están definidos en función de una ley divina o de un orden trascendente al mundo, antes bien, asume, con todas sus implicaciones, que lo justo y lo bueno son construcciones que los seres humanos hacen para regular sus acciones. La justicia es un artificio. La filosofía política moderna nace cuando asume este principio. La tolerancia se verá realizada en la medida en que la concepción sobre el individuo cambie y, además, éste se haga conciente de que de él depende la estabilidad del orden social. La tolerancia, lejos de imponerle un modo de actuar, es decir, la práctica incondicional de la tolerancia, lo que le permite es la posibilidad de desarrollar sus capacidades y alcanzar las metas que se propone. La tolerancia es, entonces, también un mandato de la razón, pues los individuos, como parte de una sociedad, obedecerían o aceptarían racionalmente este deber con miras a su beneficio y al de la comunidad. En síntesis, a través del cambio de perspectiva sobre la naturaleza humana, los teóricos de la tolerancia encuentran el camino para construir su crítica al orden jerárquico y tratar de darle nuevas bases de coexistencia a la sociedad, como bien lo escribe David Richards: El poder político de la concepción jerárquica se transforma en el objetivo de la crítica radical cuando, a la luz del pluralismo moral hecho posible por la Reforma, pensadores protestantes liberales como Bayle y Locke articulan un ideal moral de la persona como titular de los poderes morales gemelos de racionalidad y razonabilidad y arguyen que la concepción jerárquica ha subvertido el ideal y, por esa razón, ha distorsionado los criterios de racionalidad y razonabilidad a que ese ideal apela.22 La tolerancia, su práctica y su garantía, es ahora, no sólo una actitud o un deber, sino una condición teórica anterior a la creación de una comunidad política. De tal suerte que, como en el interior de la tolerancia se encuentra la lucha por la dignificación de la libertad individual y, a su vez, en el interior de esta libertad y sus condiciones de realización, está el núcleo para la constitución de una sociedad civil o un Estado, ahora es necesario hablar sobre cómo se debe garantizar el libre ejercicio de la fe, como asunto interno en los hombres, y el papel que juegan en esto la Iglesia y el Estado. 22 Richards, David A. J., “Tolerancia y prejuicio: observaciones par Tossa de Mar” en Doxa, número 11, 1992, p. 24. 20 Este cambio de perspectiva va a influir directamente en el papel de las instituciones pues no es lo mismo gobernar para un “pueblo de demonios” sin entendimiento; que hacerlo para seres humanos capaces de reflexión, crítica y contribución a su sociedad. Para explicar esta transformación recordemos que, una de las consecuencias más terribles que trajo la recomendación agustiniana sobre el uso de la fuerza secular contra los disidentes de la fe, fue la de la incautación de los bienes materiales y las riquezas de aquéllos. Para evitar estas injusticias y romper con la subordinación estatal es necesario, como lo hace notar Locke, distinguir entre los asuntos del gobierno y los asuntos de la Iglesia para que, con ello, se puedan establecer las justas fronteras entre ambos, el papel que les toca en la sociedad y para que nadie cubra su ansia de persecución bajo el pretexto del cuidado a la comunidad y la defensa de la pureza de la religión. Para hacerlo, es necesario reflexionar sobre los deberes y alcances de cada uno; comenzando por lo político, la definición y el deber que Locke le asigna al Estado es esclarecedora: Considero que el Estado es una sociedad constituida para conservar y organizar intereses civiles, como la vida, la libertad, la salud, la protección personal, así como la posesión de cosas exteriores, como tierra, dinero, enseres, etcétera. […] Es deber del gobernante, por medio de leyes equitativas para todos, cuidar de que todo el pueblo y cada súbdito disfrute de la posesión justa de las cosas mundanas. La violación posible de alguien a estas disposiciones debe ser contenida por el temor al castigo, que consiste en la disminución de los bienes civiles que pueda gozar.23 El poder del Estado atiende, pues, sólo a las cosas externas. Su límite son las acciones individuales cuando éstas versan sobre asuntos de religión, es decir, la salvación de las almas. Para Locke, al estar delimitado su campo de acción a las “cosas externas”, el Estado está obligado a hacer que se respeten los derechos del individuo, a velar porque se acaten los acuerdos que se hagan entre individuos y entre éstos y el Estado mismo, a proteger las propiedades24 que, haciendo uso de su “derecho natural”, los seres humanos se 23 Locke, J., op. cit., p. 17. 24 El tema de la “propiedad” es de suma importancia en la filosofía de John Locke. Él postula que la propiedad es un derecho natural, anterior a la conformación del Estado, y que por lo tanto, es un derecho que no puede ser intervenido o limitado por la sociedad civil una vez instaurada. Ésta da pie a la visión de “Estado limitado” pues, lejos de decidir qué tipo y qué cantidad de propiedad le correspondería a cada uno, el gobierno sólo puede velar porque las propiedades de cada uno sean respetadas por todos los demás. Pero las consecuencias van más allá de lo que a propiedad material se refiere pues Locke no entiende el término propiedad sólo en este sentido. Apunto solamente que el concepto puede tener dos sentidos en Locke: uno estrecho que incluye propiedades materiales, propiedad como un derecho sobre aquellas y propiedad como ser dueño de uno mismo; y el otro, amplio, que incluiría, además de los anteriores, elementos como la libertad (de trabajo, de movimiento, de intercambio) o la corporalidad (individualidad, derechos y posesiones). Para 21 han podido adueñar. Los hombres, en la búsqueda de su bienestar dentro de la sociedad, pueden atentar contra los derechos de los demás; el papel del Estado es vigilar que esta situación no suceda y, de ser así, castigar esa actitud. La principal función estatal es la de promover, garantizar y proteger los derechos civiles que todo ciudadano goza. Entre estos derechos se encuentra la libertad de credo y de expresión y quien intente imponer, por la fuerza, algún culto o coaccionar la manifestación libre de ellos, puede y deber ser castigado por el Estado no porque proteja alguna idea de religión en particular, sino porque quien lastima atenta contra el derecho civil a la libre profesión y manifestación de la religión. De tal manera que, quien comete esta infracción, es tratado no como un hereje transgresor de una verdad sagrada y sí como un delincuente que ha violado las convenciones básicas de la sociedad. El Estado es, pues, una instancia reguladora de los conflictos que se puedan generar entre los particulares. Su característica principales la neutralidad, es decir, se declara indiferente a las concepciones de vida buena que sus súbditos profesen, éstas no serán materia de guerra ni, mucho menos, pretexto para la persecución o la eliminación de los derechos civiles. Y aún cuando se declarase partidario de un culto en particular, no tendrá la facultad necesaria para impedir el libre ejercicio de la fe y de los derechos de aquellos que no profesan la misma creencia. Esto significa que si bien los asuntos religiosos no son materia de conflicto, no quiere decir que el Estado deba ser laico, es decir, que no profese creencia religiosa; considero que esa no era la idea de Locke. Para él, bastaba con que un Estado se declarase neutral, es decir, no persiguiera las creencias religiosas, y con ello la paz podría estar garantizada, no era necesario que careciera de algún supuesto religioso; e incluso, sería muy dudoso y poco duradero aquel Estado que negara a la divinidad, pues como en el caso de los ateos, nada bueno resultaría de un acuerdo entre aquellos que en ningún Dios creen (según creía Locke). Sin embargo, para los fines de la tolerancia podría delimitar el asunto de la neutralidad, apoyado en Páramo Argüelles, de la siguiente manera: La única exigencia de la neutralidad es la creencia en el pluralismo moral, y éste no implica que no se puedan defender ciertas conductas como moralmente correctas. La concepción liberal ha defendido siempre la pluralidad de deseos y preferencias y la necesidad de su garantía por un gobierno que no un estudio más detallado sobre le tema consúltese: Herrera Madrigal, J., Jusnaturalismo e ideario político en John Locke, UAM, México, 1990 y Rodríguez Zepeda, Jesús, “John Locke: la propiedad como derecho natural” en Signos. Anuario de humanidades, Año VI, Tomo III, UAM-I, 1992, pp. 129-148. 22 debe favorecer un determinado modo de vida de los ciudadanos. El gobierno debe ser neutral entre concepciones competitivas de lo que se entiende por un modo correcto de vida; no debe dictar un determinado plan de vida, sino facilitar la expresión y puesta en práctica de las distintas concepciones.25 Pero más allá de estas consideraciones más personales del filósofo inglés, tenemos que destacar la idea de que ha dado un paso importante en la construcción de un nuevo orden y una nueva sociedad y leer que bajo esta característica de neutralidad el Estado, con las leyes que considere como justas para esa sociedad, se convierte en una instancia que permite diferenciar las concepciones de vida buena y las normas de justicia que sirven para mantener la cohesión de la comunidad. De esta manera, el orden social es creado para ser un mecanismo que garantice el libre ejercicio de los derechos y las libertades del ser humano y el Estado adquiere la obligación de proteger y conservar ese orden. Hemos comenzado con la defensa de la libertad de credo y con ello el reconocimiento de la pluralidad del mundo moral, sin embargo, como lo señala Irwin Cloter, “el movimiento en pro de la ‘libertad de credo’ constituye la condición misma de la protección de los derechos y libertades fundamentales, esto es, la creación de una sociedad civil.”26 ¿Le corresponderá a la Iglesia el mismo deber? Para responder esta pregunta, mucho nos ayudaría definir qué es una Iglesia. Pensemos ahora lo que es una Iglesia. Entiendo que es una asociación libre de hombres que de común acuerdo se reúnen públicamente para adorar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata a la divinidad y provechosa para la salvación de las almas. Puntualizo que es una sociedad libre y voluntaria. [Ya que] nadie está ligado por la naturaleza a una Iglesia o secta alguna, sino que cada hombre se une a ellas voluntariamente, porque cree haber encontrado la verdad religiosa, el culto más sincero a Dios.27 25 Páramo Argüelles, J. R. de, Tolerancia y Liberalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, p. 60. El concepto de neutralidad no escapa de problematizaciones dentro de la misma tradición liberal y adentrarse en ellas excedería los límites y propósitos de este trabajo. Para una buena exposición de estos problemas puede consultarse el capítulo VI llamado “El principio de neutralidad liberal” de esta misma obra de Páramo. 26 Cloter, Irwin. “Religión, intolerancia y ciudadanía: hacia una cultura mundial de los derechos humanos” en Wiesel, E., op. cit., p. 51. 27 Locke, J., op. cit., p. 20. 23 Como vemos, la definición nos remite a las motivaciones internas del hombre. Al adherirnos a una religión en particular, para poder respetar sus credos de manera efectiva y veraz, debemos unirnos a ella sólo por convicción propia y sin estar sometidos al mandato de alguien. Sin la convicción interna de que ésa, y sólo ésa, es la religión que nos ayudará a alcanzar nuestro ideal de vida buena, no podremos cumplir con el requisito principal de ésta, sea la que sea, es decir: la obediencia a sus leyes. Más allá de la articulación que pueda mantener con el orden secular (Monárquico, Parlamentario, Democrático), la religión pide a sus adeptos obediencia absoluta a sus mandatos sin hacerlos evaluar mediante una reflexión crítica sobre su contenido. Mandatos que sólo deben estar dirigidos a la conciencia interna del individuo y en nada tienen que propiciar una conducta intolerante con aquellos que piensan diferente, por lo tanto La finalidad de la verdadera religión es el culto público a Dios para obtener la vida eterna, es [ésta] la finalidad de una sociedad religiosa. Toda reunión eclesiástica debe tener en el fin de sus leyes solamente este aspecto y nada tiene que ser tratado en esta sociedad que se refiera a cosas mundanas, así como por ninguna causa ha de emplearse la fuerza, pues la fuerza pertenece al gobernante civil y ya existe jurisdicción para las cosas mundanas. [Entonces] ¿qué sanción práctica tendrán las leyes eclesiásticas si no tiene jurisdicción? […] contesto: tienen la apropiada para ejercer no sobre el culto externo, sino la interna convicción.28 En función de las atribuciones y fines de la Iglesia, Locke concluye que no es posible permitir que la Iglesia se constituya en un Estado independiente con facultades para juzgar sobre los actos externos de los hombres, pues de ser así, significaría que los derechos civiles pueden verse vedados por los conflictos religiosos y con ello aumentarían las injusticias y los excesos dentro de la sociedad civil, la cual ha sido instaurada precisamente para garantizar la convivencia pacífica y el disfrute de los bienes materiales entre los hombres. Nadie por cuestiones religiosas puede atentar contra los derechos civiles y las libertades básicas de los demás, en esto Locke es claro: La excomunión no priva ni puede privar nunca al excomulgado de ninguno de los bienes civiles que él posee. Todos ellos pertenecen al gobierno civil y están bajo la protección del magistrado […] Ninguna persona privada tiene derecho a perjudicar a otra persona en sus bienes civiles, porque éste se declare 28 Ibid., p. 23. 24 miembro de otra iglesia o religión. Todos los derechos que le correspondan como hombre o como ciudadano son inviolables y debe conservarlos [pues] Estas cosas no pertenecen a la religión.29 Es cierto, el Estado es “un dique contra el pecado” pero no para salvar las almas de todos los hombres; sino para garantizar que en la búsqueda individual de esa salvación, no se vean perseguidos, obligados y asesinados. El Estado debe garantizar y promover el uso de la recta razón en los hombres, y la Iglesia debe garantizar y promover la salvación de las almas y el respeto a cadaforma de vida buena. El deber del Estado es, pues, garantizar el bienestar, la propiedad y la libertad de todos sus súbditos; y el deber de la Iglesia, trabajar por la salvación de las almas de sus adeptos. Los derechos y obligaciones que un ser humano adquiere al pertenecer a una sociedad no pueden serle arrebatados por diferir en materia religiosa con otra persona ni con otra Iglesia. Como se ha señalado, los asuntos civiles son del todo diferentes de los eclesiásticos, y si algo deben tener en común, es el fomento de la tolerancia entre sus adeptos. La libertad de credo es otra de las garantías individuales que Locke está defendiendo, sin importar cuan errado nos parezca el culto de los demás, al único que le compete ese juicio es a esa misma persona que lo profesa y nadie, por muy buena que sea su intención, puede obligarle a cambiar de opinión. La concepción estatal de Locke es la idea de que el “cuerpo político” formado por los individuos está, principal y únicamente, para proteger los derechos que le son naturales a aquéllos. Todo intento del mismo Estado o de la Iglesia por impedir el libre ejercicio de aquellos debe ser denunciado como una coacción a la libertad. Por lo tanto, hay que poner los límites en cuanto a lo concerniente al bien común y al bien individual, los cuales no pueden ser alterados ni siquiera cuando una acción pública, que los afecte, sea considerada sagrada dentro de una religión. Pues las leyes, que no deciden sobre la verdad o falsedad de aquella acción, simplemente están para garantizar la seguridad y la integridad de la sociedad y de sus bienes. El Estado está para encargarse del bien común, y la Iglesia del bien individual. Todo intento de mezclar ambos objetivos es un intento por quitarle al individuo su voluntad soberana, su capacidad para decidir sobre su vida y su decisión de elegir la religión que más le convenga. 29 Locke, J., op. cit., p. 24. 25 1.2.2 El para qué de la tolerancia clásica liberal En esta apartado final intentaré definir cuál es el objetivo último de la tolerancia tal y como sus exponentes clásicos lo entienden; además de que se irán perfilando ya los elementos que permitirán expandir el ámbito de aplicación de la tolerancia. Los elementos que hacen posible este cambio serán tema del capítulo siguiente; por el momento, debo completar el cuadro teórico de la tolerancia clásica liberal. El principal punto de ataque de los teóricos clásicos de la tolerancia fueron, primero, un rechazo total a la imposición de un culto religioso, cualquiera que éste pudiera ser; y segundo, el ataque a la estructura jerárquica religiosa mediante el cambio de perspectiva sobre la naturaleza humana y el papel del Estado. Según ellos incluso, desde el punto de vista religioso, la intolerancia es todavía más contraria a Dios que cualquier diferencia de opinión. En cuanto a estas diferencias, habría que discutirlas apelando a las razones que cada quien tendría para creer en lo que mejor le dicte su conciencia y sin tener que recurrir a la violencia. En este sentido, la tolerancia nos obliga a respetar tanto la libertad de conciencia -y esto es el núcleo de la defensa de la tolerancia religiosa, es decir, aceptar que los hombres tienen derecho a pensar, expresar y disentir con sus opiniones sobre el orden establecido- como los derechos civiles y los bienes materiales. El fundamento de la tolerancia estaría en aceptar que todos buscamos la salvación por varios caminos, muchos de los cuales pueden ser errados, pero nadie nos puede obligar a dejarlos o a andar por ellos; y esto es un deber que impone tanto la fe como la razón. En este sentido, tenemos que la tolerancia consiste en el deber de respetar las convicciones morales de los demás y en contribuir para la construcción de una coexistencia pacífica duradera entre los seres humanos30. Con independencia de la fe que profesen, el respeto por los derechos civiles y las libertades básicas debe ser irrestricto para todos por igual. Así, la tolerancia se convertirá en un trascendental de la sociedad por ser condición necesaria para su configuración. Locke lo entiende así cuando denuncia que el origen de las guerras de religión y de la inestabilidad social: 30 Hay que hacer notar que cuando se dice que la tolerancia es un deber este concepto ha dado un giro. Pues, en el tiempo de la jerarquía religiosa, dicho concepto debía ser entendido como un apego irrestricto e irreflexivo hacia las normas eclesiásticas; por el contrario, con el cambio de mentalidad, los teóricos clásicos de la tolerancia abogaron por un concepto más racional, es decir, entender al deber no como una imposición sino como un requisito que el ser humano, racionalmente, acepta como necesario para la construcción de un sociedad y para el respeto de sus creencias y de las de los demás. 26 “No está en la división de las opiniones que no puede ser negada, sino en la tolerancia nula a quienes difieren [en materia religiosa] lo que ha producido toda disputa y guerra en el mundo cristiano.”31, es decir, los seres humano han faltado al deber de la tolerancia, entendida ésta, como el respeto al orden social, a la coexistencia pacífica y a la diversidad de opiniones. Fue en el papel del Estado donde los defensores de la tolerancia vieron el mecanismo idóneo para garantizar la libertad. Pues además de cumplir con esta garantía, también tendrá los mecanismos necesarios para no ser tolerante con quienes usan la religión para ganar poder político, con quienes promueven la violencia, el odio, la intolerancia; no se puede tolerar a aquél que cegado por sus pasiones se deja arrastrar en contra de sus semejantes tratando de hacer que éstos reconozcan su particularidad como una universalidad. Visto como una instancia mediadora de los conflictos y garante de los derechos y las libertades, al separarlo de la Iglesia, para defender y garantizar en todo momento que no se vea alterado este derecho, su función es la de coordinar y defender las libertades de los individuos. La Iglesia no puede ser el garante de la libertad, porque basa su fidelidad precisamente en la obediencia. Así que, lo que hace posible el correcto funcionamiento de los fundamentos y principios del Estado, es el supuesto de que los hombres tienen la libertad y el derecho de juzgar, opinar, disentir y examinar cada opinión, ya sea religiosa o legal, que se le presente, con la finalidad de administrarla como más le convenga en la búsqueda del logro de su concepción particular de vida buena. El primer para qué de la tolerancia es, a saber: garantizar la libertad, libertad de conciencia y de acción, tanto en el ámbito legal como en el religioso, en la búsqueda individual de la mejor concepción de vida buena. Para conectar esta visión de la libertad, considerada como la no restricción de opciones en las acciones de los individuos, ni por otros sujetos ni por las instituciones; con el segundo para qué de la tolerancia, voy a echar mano de las reflexiones que sobre el tema hiciera el filósofo inglés John Stuart Mill en su obra Sobre la libertad. Al igual que Locke, para Mill el individuo tiene derecho a seguir el camino que mejor le parezca debido a que tiene la capacidad de autodeterminación, esto es, puede elegir, sin la ayuda de alguien externo a él, lo que más le conviene. Sin embargo, a diferencia de antecesesor, Mill ya nos habla, con el término de autonomía, de una diferencia 31 Locke, J., op. cit., p. 57. 27 cualitativa interesante, a saber, mientras Locke plantea el tema de la tolerancia en términos de qué es lo que nos obliga a no intervenir en las creencias de otros; por su parte, Mill plantea la cuestión en función de qué derechos
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