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La-tolerancia-del-ambito-religioso-al-ambito-politico

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UNVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO 
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS 
PROGRAMA DE MAESTRÍA Y DOCTORADO 
LA TOLERANCIA. DEL ÁMBITO RELIGIOSO AL ÁMBITO 
POLÍTICO 
TESIS QUE PARA OBTENER EL GRADO DE 
MESTRO EN FILOSOFÍA PRESENTA 
ALBERTO FERNANDO RUIZ MÉNDEZ 
 NÚMERO DE CUENTA 505002633 
México, D. F. a 18 de Agosto de 2007 
Asesor: Dr. Enrique Serrano Gómez 
Lectora: Dra. Elisabetta Di Castro Stringher 
 
UNAM – Dirección General de Bibliotecas 
Tesis Digitales 
Restricciones de uso 
 
DERECHOS RESERVADOS © 
PROHIBIDA SU REPRODUCCIÓN TOTAL O PARCIAL 
 
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fines educativos e informativos y deberá citar la fuente donde la obtuvo 
mencionando el autor o autores. Cualquier uso distinto como el lucro, 
reproducción, edición o modificación, será perseguido y sancionado por el 
respectivo titular de los Derechos de Autor. 
 
 
 
 
Quiero agradecer el apoyo brindado para realizar este trabajo a las siguientes 
personas: al Dr. Enrique Serrano Gómez, mi asesor, por su apoyo en la elaboración de 
esta tesis, por las largas y edificantes charlas que hemos entablado y por su interés en el 
tema (lo cual me obligó a esforzarme más) y por su confianza en mi. A la Dra. 
Elisabetta Di Castro, mi lectora, también por la confianza pero, sobre todo, por la 
oportunidad que me ha brindado de trabajar a su lado y aprender un tipo de 
conocimiento intangible y que lleva muchos años obtener. Mi respeto y admiración. A 
la Dra. Griselda Gutiérrez, a la Dra. Paulette Dieterlen y al Dr. Jesús Rodríguez 
Zepeda, quienes amablemente leyeron este trabajo y contribuyeron a mejorarlo. A la 
Coordinación del Posgrado por darme la oportunidad de estudiar la maestría, a la 
Facultad de Filosofía y Letras y a la UNAM, monstruos de cara siniestra pero también 
seductora, por dejarme conocer sus entrañas; y al CONACYT pues sin su apoyo habría 
sido más difícil terminar esta empresa. Finalmente, a todos aquellos que están del lado 
del corazón no los he omitido pues estuvieron conmigo todo este tiempo, los llevo 
dentro y espero poder demostrarles mi amor y agradecimiento. 
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ÍNDICE 
Introducción……………………………………………………………………………...1 
I. ORIGEN RELIGIOSO DE LA TOLERANCIA LIBERAL 
1.1 El cisma de la Iglesia…………………………………………………….6 
1.1.1 La “intolerancia institucionalizada”…....................................6 
1.1.2 La tolerancia por mandato religioso………………………..13 
1.2 La tolerancia clásica liberal……………………………………………..17 
1.2.1 La función del Estado………...…………………………….18 
1.2.2 La tolerancia como deber…………………………………..25 
II. SECULARIZACIÓN DE LA TOLERANCIA CLÁSICA LIBERAL 
2.1 De la tolerancia religiosa a la tolerancia política……………………….31 
2.1.1 Secularización de la vida moderna………………………....31 
2.1.2 Secularización de la tolerancia……………………………..43 
2.2 El sentido político de la tolerancia……………………………………..49 
2.2.1 La consolidación de la tolerancia política………………….50 
2.2.2 La tolerancia como propiedad dispocisional……………….52 
III. LA TOLERANCIA POLÍTICA: CRÍTICAS Y SITUACIÓN ACTUAL 
3.1 Perversiones de la tolerancia política…………………………………..58 
3.1.1 Críticas al concepto de tolerancia…………………………..59 
3.1.2 Tolerancia represiva………………………………………..63 
3.2 Paradojas de la tolerancia política……………………………………...72 
3.2.1 Pensar la Intolerancia…………………………………….....72 
3.2.2 La paradoja “intolerancia-tolerancia”……………………....77 
IV. CONSIDERACIONES FINALES 
4.1 La tolerancia como metanorma política………………………………..83 
4.2 Dificultades y límites para nuestra tolerancia actual…………………...97 
Bibliografía……………………………………………………………………………108 
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1
 
INTRODUCCIÓN 
La tesis que expongo en este trabajo es la siguiente: a pesar de que la defensa de 
la tolerancia está íntimamente ligada al ámbito religioso, ésta experimentó un proceso 
de secularización que permitió aplicarla al contexto de las ideas políticas. En la 
actualidad hablamos de tolerancia en este sentido, sin embargo no tenemos una idea 
clara de cuáles son sus características y cuál su función específica en las sociedades 
democráticas y plurales de la actualidad. Con base en lo anterior, intentando esclarecer 
estas dudas, propondré que la tolerancia es una metanorma, situada por encima del 
pluralismo de valor moral y político, que sirve como vehículo de reconocimiento, moral 
y jurídico, de las diferencias y las encauza hacia el diálogo y el consenso en aquello que 
les es vital para su convivencia. 
La estrategia para argumentar ambas ideas comienza por exponer las 
características de la tolerancia en su aspecto religioso; en seguida explicar su proceso de 
secularización y dar una nueva definición que la inscriba dentro del marco político; 
analizar sus deficiencias y errores del primer sentido de la tolerancia a la luz de esta 
nueva definición y, finalmente, explorar los caminos que la tolerancia misma ha abierto 
para corregir estas equivocaciones. En síntesis este es el contenido de los cuatro 
capítulos que integran este trabajo y que a continuación amplío brevemente. 
En el capítulo I. “Origen religioso de la tolerancia clásica liberal”: aquí expongo 
las características de la defensa de la tolerancia desde el punto de vista religioso. 
Enmarcada dentro de las guerras de religión europeas, esta defensa tiene las siguientes 
características: ser una denuncia de la irracionalidad de las guerras; ser una denuncia de 
la inmoralidad de la persecución, ser un exhorto a la buena voluntad de clérigos y fieles, 
ser una reivindicación de la dignidad humana, buscar la protección de la libertad de 
conciencia y expresión y ser una exigencia de respeto hacia las ideas y credos de los 
demás. Como veremos, la pugna por estas ideas tiene por oposición la idea de que 
corresponde a una institución, en este caso la Iglesia católica, determinar cuáles son las 
ideas que el ser humano y un pueblo han de profesar para su mayor bienestar; a esta 
idea la llamaremos: “intolerancia institucionalizada”. 
Sin embargo, también en este primer capítulo iré perfilando aquellos elementos 
que considero serán la semilla para que la tolerancia pueda aplicarse al ámbito político. 
Para ello, me centraré en la propuesta de John Locke y se verá cómo el papel que él le 
asigna al Estado y la forma en que defiende la libertad de culto y expresión, serán claves 
 
2
 
para sentar las bases de la secularización de la tolerancia. Proceso que será descrito en el 
capítulo II. “Secularización y características de la tolerancia clásica liberal”. Para 
describirlo propongo partir de la exposición de lo general a lo particular, es decir, 
comenzaré hablando del proceso de secularización general de la vida social y luego me 
centraré en la tolerancia, en particular. Para el primero, propongo partir de la idea del 
sociólogo francés Emile Durkehiem del tránsito de la solidaridad mecánica a la 
solidaridad orgánica que, como elemento conceptual, nos ayudará a entender el cambio 
de perspectiva que se gestó en la Europa de los albores de la Modernidad. Y, para 
fortalecer esta argumentación de la secularización de la vida social, también echaré 
mano del análisis que haga de las guerras de religión en términos de enemigo absoluto-
enemigo justo (conceptos propuestos por CarlSchimitt en su libro El concepto de lo 
político), según los cuales el primero es un enemigo al que se le niega su condición de 
ser humano y se busca aniquilar física o moralmente para imponerle una cierta visión 
del mundo (como fue el caso de las batallas entre protestantes y católicos); mientras que 
el enemigo justo es aquel que establece una relación de reconocimiento mutuo con sus 
adversarios y esto les permite cesar las hostilidades a favor de el diálogo y los acuerdos. 
Al analizar las guerras de religión de esta manera pretendo mostrar cómo la tolerancia 
fue un elemento significativo para la creación de un marco legal, desligado de lo 
religioso, que permitiera distinguir entre las concepciones de vida buena y los principios 
de justicia que regulan una sociedad. 
En el segundo momento propuesto, el tema de la secularización de la tolerancia, 
en particular, analizaré los argumentos a favor de la misma desde la perspectiva arrojada 
por la exposición anterior y, con ello, ver qué elementos se encontraban ya en esos 
argumentos que permiten su paso de aplicación a la política y también qué nuevos 
elementos se suman a los argumentos para fortalecer esta nueva dimensión. 
Adicionalmente a esta exposición conceptual, veremos el proceso histórico que dio 
avance al desarrollo del Estado moderno como figura separada de todo ámbito religioso. 
En ambos factores hago hincapié en el hecho de que la tolerancia contribuyó a crear un 
clima de concordia que posibilitó el acercamiento y el intercambio ideológico entre 
diferentes concepciones y que, a su vez, contribuyó a la creación de aquel marco legal 
que sirve como juez imparcial entre los particulares. 
De esta manera, recuperando los argumentos de la defensa religiosa de la 
tolerancia, y sumándola a los avances del proceso de secularización, propongo que 
además de la concepción de la tolerancia como respeto que propusieron los defensores 
 
3
 
clásicos; ahora debe de ser vista como un reconocimiento, moral y jurídico, que sirve 
como un primer paso en la búsqueda de acuerdos y consensos sobre temas centrales 
para el individuo y la sociedad. En otras palabras, el proceso de secularización, del que 
la tolerancia es precursora, aportó un marco legal al que le permite recurrir cuando no se 
garantizan los derechos que ella promueve. Así, la tolerancia no sería un respeto sin más 
de las diversidad humana sino un reconocimiento, moral y jurídico, que garantiza su 
protección y permite su reproducción. 
Para argumentar esta propuesta me he basado no en un autor único pero si he 
tomado como punto de arranque algunas ideas que Ernesto Garzón Valdés ha expresado 
a propósito del tema de la tolerancia. Con ellas busco caracterizar la idea que se tiene de 
la tolerancia en la actualidad, pero únicamente me sirve de plataforma para intentar una 
definición más precisa. Empero, este punto de arranque no es baladí pues me permitirá 
exponer, en el capítulo III, “Críticas y situación actual”, las perversiones en que el 
concepto de tolerancia ha caído en las sociedades actuales. Mediante un breve regreso a 
la tolerancia clásica y con la muestra de sus debilidades, podemos comprender la 
magnitud de la “perversión” de la tolerancia y su inseparable compañera: la 
intolerancia. 
En un primer momento, según lo expuesto por John Gray en su libro Las dos 
caras del liberalismo, veremos cómo la tolerancia clásica adolece de una contradicción 
en su interior. El argumento refiere que la tolerancia religiosa defendió la pluralidad de 
credos para revindicar un único ideal de vida. Esta forma de defender la tolerancia 
conlleva considerar al politeísmo de valores como un “signo de imperfección” pues, 
mientras no se pueda unificar opiniones debemos de permitir su libre reproducción 
aunque estén equivocadas. Para sus críticos más severos esta actitud tiene un nombre 
específico: “tolerancia represiva” y, como tal, afecta no únicamente a la tolerancia 
clásica sino también a la tolerancia en su sentido político ya que, si aceptamos que ésta 
última tiene sus raíces en aquélla, entonces ha de heredar sus mismos errores. 
En el resto de este capítulo III me dedico a analizar las características y los 
efectos, tanto a nivel social como individual, de esta “tolerancia represiva o falsa 
tolerancia”. Esto nos ayudará a crearnos un panorama general sobre cuáles son los 
problemas que, en materia de tolerancia, nos dañan cada vez más como sociedades, pero 
sobre todo nos servirá para dar paso al análisis de la relación entre tolerancia e 
intolerancia o, debería escribirlo a la inversa, intolerancia-tolerancia porque, como se 
verá, presentaré la idea que para que podamos hablar de tolerancia es necesario que 
 
4
 
exista una intolerancia previa. Ya sea como pensamiento negativo o como violento 
rechazo hacia algo o alguien, si no contáramos con esta intolerancia previa no 
podríamos hablar de tolerancia porque, entre quienes están de acuerdo y se ven como 
iguales, no hay nada que defender o combatir. 
No podemos impedir el sentimiento de rechazo que nos provocan ciertas 
prácticas o ideas, pero en lo que debemos poner todo nuestro empeño es en entender 
cuál es el origen de esta nuestra “natural intolerancia”, evitar que se creen teorías que la 
justifiquen (como el antisemitismo o el apartheid) y, sobre todo, evitar que se 
incremente la injusticia y la violencia que de ella se deriva. 
Y precisamente ese es el tema que el capítulo IV. “Consideraciones finales” 
intenta abordar. Una vez que hemos destacado los elementos más importantes de la 
tolerancia clásica, que hemos propuesto un nuevo concepto de ella que se aplique al 
ámbito político, que hemos estudiado sus debilidades y a su contraparte la intolerancia; 
es momento de buscar una idea de tolerancia que nos permita ir perfilando un marco de 
acción, tanto teórico como práctico, para fortalecer su práctica y garantizar su 
aplicación. Para ello comienzo el capítulo con lo que he llamado “las victorias de la 
tolerancia clásica”, es decir, una recapitulación del terreno hasta ahora conquistado y, en 
seguida, argumento a favor de una concepción de la tolerancia como una metanorma. Al 
exponer esta idea también intento dar un primer paso en la resolución de las críticas que 
se le hicieron a la tolerancia clásica así como también de los problemas que la 
“tolerancia represiva” nos heredó. En este sentido, propongo que la tolerancia como 
metanorma es una actitud crítica y reflexiva que permite el diálogo y el consenso. Es 
una metanorma porque se encuentra por encima de los valores particulares y les permite 
regular su convivencia. Es una metanorma porque permite dar cauce a la pugna entre 
dos personas que pueden justificar sus acciones y tienen derecho a defenderlas. La 
tolerancia política como metanorma es pues un esfuerzo común por construir las bases 
de nuestra convivencia; es el reconocimiento de la pluralidad de valores y también es el 
disenso que acepta las reglas del juego. 
Finalmente, para tomar distancia del optimismo y de las bondades de la 
tolerancia política, he decido terminar este trabajo indicando cuáles son las dificultades 
para su práctica cotidiana y cuáles son sus límites. En cuanto al primer punto, elaboro 
una lista, más o menos exhaustiva, sobre los problemas que la tolerancia encuentra para 
su práctica, entre ellos están el hecho de que la tolerancia sobre se aplica a aquello que 
se encuentra dentro del marco de justicia de una sociedad, para quienes violan ese 
 
5
 
marco sólo queda el recurso de la intolerancia; también hay que tomar en cuanta la falta 
de educación para la tolerancia, para la apertura cultural y la disposición al diálogo; 
también hay que recordar cuando la intolerancia se practica hacia los grupos 
económicamente más vulnerables, sus demandas de justicia difícilmente podrán 
solucionarse apelando al diálogo. 
Y en cuanto al segundopunto, los límites de la tolerancia fueron claramente 
establecidos desde su inicio como tolerancia religiosa. Ya John Locke hablaba de no 
extender la intolerancia para aquellos que buscaban socavar los derechos políticos en 
nombre de la religión y tampoco se debía tolerar a los ateos. Con el proceso de 
secularización el segundo límite fue abandonado, pero el primero se vio fortalecido. En 
este sentido, propondré que el límite para la tolerancia, es decir, para defender nuestras 
ideas y acciones de aquellos que no las comparten o que, en cierta medida, les afectan, 
son los Derechos Humanos. Éstos vendrían a ser una instancia superior a la tolerancia 
misma que vendría a validar o castigar aquellas ideas o acciones que se consideren 
benéficas o perniciosas, según sea el caso, para el ser humano. Por supuesto, no olvido 
la polémica de la universalidad de los Derechos Humanos; universalidad que de no ser 
puesta en duda les otorgaría de facto dicho carácter legitimador; pero más allá de 
aquella polémica, mi postura es verlos como ideas reguladoras y puntos de referencia 
crítica que nos aportan una base común de diálogo al cual todo ser humano, sin 
importancia de su filiación o raza, puede acudir para la defensa y reproducción de sus 
ideas. 
La tolerancia no es la llave mágica para hacer paz y justicia eterna en la tierra; 
no ha sido mi intención presentarla así. En todo caso, hago hincapié en el hecho de que 
pertenece a un entramado de relaciones, prácticas y conceptuales, que la determinan y la 
limitan. En lo que si creo, es en el hecho de que la tolerancia es el primer paso en la 
búsqueda de una sociedad más justa y pacífica de lo que hasta ahora hemos logrado 
construir. Sin tolerancia no hay diálogo entre ideas, sin diálogo no hay acuerdos, sin 
éstos hay imposición y con él aparece la injusticia. Sin tolerancia, la paz del mundo 
significará aquella “satírica inscripción, escrita en el rótulo de una posada holandesa en 
el que había dibujado un cementerio”. 
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6
 
I. Origen religioso de la tolerancia clásica liberal 
En este capítulo argumentaré la siguiente tesis: a pesar de que la reflexión sobre 
la tolerancia se inicia enmarcada por las guerras de religión durante la Reforma europea 
y, en consecuencia, su defensa está íntimamente ligada al aspecto religioso; los 
argumentos que se dan a su favor contienen ya los elementos necesarios para que pueda 
extenderse su aplicación a otros ámbitos de la vida política y social como pueden ser el 
de la construcción de un Estado o la configuración del mercado a escala continental. 
Este tránsito será descrito más adelante, por el momento es preciso construir una 
definición de “tolerancia” tal y como la entendieron sus defensores; para ello comenzaré 
por describir los elementos teóricos que se encuentran en el pensamiento de san Agustín 
y que sirven de sustento para la conformación de un cierto tipo de intolerancia; después, 
los argumentos religiosos a favor de la tolerancia y en contra de las ideas agustinianas y, 
finalmente, expondré los elementos presentes en la defensa de la tolerancia que nos 
situarán en el umbral de su aplicación al terreno secular. 
1.1 Los fundamentos teóricos de la intolerancia 
Las defensas más elaboradas y mejor acabadas de la tolerancia surgieron en el 
marco de las guerras de religión europeas que tuvieron lugar durante los siglos XVI y 
XVII. En este periodo mejor conocido como la Reforma, las ideas que Martín Lutero 
publicara el 31 de Octubre de 1517, fueron la semilla que terminaron con el dominio 
espiritual que por más de mil años la Iglesia católica sostuvo en toda Europa y en una 
buena parte del mundo. Antes de indagar las causas que este enorme cambio produjo, en 
el tema que nos ocupa, es necesario detenernos un momento en los fundamentos 
teóricos que sirvieron para instituir aquel dominio, pues estos serán los puntos a 
combatir por quienes defendían la tolerancia. 
1.1.1 La “intolerancia institucionalizada” 
Desde que el Cristianismo fue declarado la religión oficial del Imperio romano, 
allá por el año 313 d. C., ha tenido que librar al menos dos batallas importantes: la 
primera contra las autoridades políticas; y la segunda con aquellos que se han resistido a 
 
7
 
su dominio espiritual. De ambas luchas han sido extraídos los fundamentos religiosos y 
políticos que le sirvieron para llegar a consolidarse como el poder más grande sobre el 
mundo conocido de su tiempo. 
Por lo que toca a su enfrentamiento con las autoridades políticas, la religión 
cristiana siempre tuvo una relación muy tensa con la forma de ver y respetar a la 
autoridad terrenal. Por sus características principales, a saber: monoteísmo (Dios único, 
creador del mundo y juez de los seres humanos), indigencia moral del hombre (mito de 
la caída) y redentorismo (esperanza de la salvación); el cristianismo convierte a sus 
adeptos en miembros de una nueva comunidad caracterizada por un lazo de tipo místico 
y religioso que los aleja de todo aquello que los une a la autoridad terrenal. Todo aquel 
que entra en esta comunidad se convierte en ciudadano de dos reinos, a saber: el 
espiritual y el temporal. Sin embargo, la elección es fácil: postular el reino de Dios y 
creer en él significa el fin del reinado de la política. El principio “mi reino no es de este 
mundo” expresa con claridad el rechazo o la indeferencia a todo asunto terrenal. Sin 
embargo, a medida que el tiempo pasaba y la llegada de este nuevo reino no sucedía, los 
cristianos tuvieron que pensar seriamente sobre su relación con la política. Su primera 
opción era seguir creyendo en las palabras de su guía, rechazar los asuntos terrenales y 
esperar la llegada del reino de Dios; su segunda opción era ver a la ciudad política como 
un vehículo para la redención y la salvación; según parece los cristianos optaron por 
esta última opción. J. M. Bermudo presenta esta situación con claridad: 
Un argumento de peso en esta línea interpretativa refería a la redención, que se había hecho 
mediante la encarnación, es decir, que había usado la vida terrena como mediación; dado que la 
redención acontece en el lugar de la caída, la ciudad, el reino del César, ha de ser el lugar donde se 
decida la salvación. Y cuanto más se alejaba el fin del mundo, más peso tomaba la vida buena 
como medio de la otra vida. Todo jugaba a favor de incluir en este mundo los planes de Dios: era 
casi inevitable que se reconociera que, al igual que garantizaba el orden y la armonía del cosmos, 
regía el ritmo y el destino de la historia. La ciudad terrena quedaba así fijada como lugar de 
redención en el orden de los designios divinos.1 
En este sentido, para los cristianos, tanto la religión como la política, debían 
perseguir el mismo fin: la salvación del alma humana. Y como en este punto son los 
religiosos quienes tienen la última palabra, entonces la política quedaba subsumida bajo 
el ámbito clerical. De tal manera que, sobrepuesto el poder del Papa al del rey, aquel se 
convertía en el representante de Dios sobre la Tierra y disfrutaba de la plenitudo 
 
 
1 Bermudo, J. M., Filosofía política. II. Los jalones de la libertad, Ediciones del Serbal, España, 2001, p. 
146. 
 
8
 
potestatis en función de su lugar en la jerarquía eclesiástica, además de la potestas 
iurisdictionis, esto es, el poder de promulgar las leyes para mandar y hacerse obedecer. 
Un ejemplo de la segunda batalla del cristianismo, contra los que se han resistido 
a su domino espiritual, es el cisma donatista en Hipona al norte de África. Este hecho 
histórico es paradigmático pues también refleja la subordinación de la política a lareligión. En esencia, el cisma consistía en que los donatistas –los seguidores del Obispo 
Donato, su principal guía- pusieron a discusión el carácter sagrado de la Iglesia, pues 
consideraban que sus jerarcas carecían de mérito moral y religioso para ser sus 
representantes. Así, cuando San Agustín llegó a Hipona, el cisma ya había alcanzado 
enormes proporciones identificándose con las tendencias políticas de esa región y con 
un movimiento nacional contra la dominación romana. Los donatistas se convirtieron en 
una inminente amenaza tanto para la Iglesia como para el sector de la sociedad que la 
apoyaba. Al principio, San Agustín trató de restablecer la calma y la paz mediante la 
persuasión, el diálogo y la religión; pero se dice que los donatistas respondían con 
agresiones e insultos a estos llamados de paz, pues consideraban a los jerarcas de la 
Iglesia como traidores de la pureza de la ley divina. Pese a que en un principio San 
Agustín se negaba, no le quedó más remedio que recurrir a las autoridades civiles 
locales para resolver, a su favor, el conflicto. 
El asunto de la controversia donatista nos coloca en el corazón de la intolerancia 
religiosa porque con ella ha nacido. La represión se extendió más allá de las fronteras 
del norte de África y pronto comenzó una enconada lucha por la “pureza de la doctrina”, 
la persecución y exclusión de todo aquel que no aceptara el dogma cristiano. Y aunque 
San Agustín hizo advertencias para no castigar severamente a los disidentes y echó 
mano de argumentos más políticos que religiosos para fundamentar su decisión, el 
hecho de haber recurrido al brazo secular sentó un grave precedente. Los defensores del 
Obispo de Hipona señalan que éste, al estar obligado por las circunstancias, tuvo que 
recurrir a la autoridad civil para contener a los disidentes; pero que nunca tuvo 
intenciones de que esa acción se convirtiera en un precedente para que, en el futuro, la 
religión cristiana echara mano del poder civil para reprimir a sus oponentes. Sin 
embargo, una mirada atenta a las ideas agustinianas nos podría arrojar otra 
interpretación. 
Haya sido o no su intención, San Agustín es quien nos va a suministrara los 
argumentos más contundentes a favor de la persecución y la intolerancia. Ante todo 
teólogo más que filósofo, al tratar el tema de la sociedad civil y la política es normal que 
 
9
 
San Agustín lo haga con la mediación de la religión revelada. Es por ello que, como nos 
lo hacen notar Cropsey y Strauss, sus “principios más altos no proceden de la razón sino 
de las Sagradas Escrituras, cuya autoridad nunca pone en duda, y considera fuente 
última de toda verdad concerniente al hombre en general y al hombre político en 
particular.”2 
Su obra más importante La ciudad de Dios está encaminada a demostrar como 
toda ley terrenal y todo tipo de paganismo no puede proporcionar bienestar ni felicidad 
en esta vida. Es sólo por el camino de la religión como se llega a ser ciudadano de la 
urbe divina. En este sentido, el santo de Hipona tiene que postular la idea de dos 
ciudades a las cuales el hombre pertenece pero, según sus preferencias, en alguna de 
ellas vivirá. De esta manera, los seres humanos pertenecen a una ciudad terrena, 
quiéranlo o no; y por el otro, pertenecen a una ciudad celeste, quiéranlo o no. Tan 
desigual es su naturaleza como su origen. Ser ciudadano divino tiene su origen en el 
amor al aval de la redención, la entrega y el temor a Dios. En oposición, ser parte de la 
ciudad terrenal se origina por el apego a la impiedad y al egoísmo, lo que conlleva el 
estigma del pecado. En este sentido, serán integrantes de dos reinos bien diferentes: “el 
uno de los que viven según los hombres, y el otro, según Dios; y a esto llamamos 
también dos ciudades, de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente con 
Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el principal fin de 
ellas”3. La Ciudad de Dios nacerá de los hombres que viven según los mandatos 
religiosos. La otra nacerá de los hombres que viven en el pecado. La primera está 
destinada a gobernar eternamente. La segunda a perecer. Un hombre pertenece a una o a 
otra según guíe su conducta, es decir, si prefiere vivir con Dios o fuera de él. Y aunque 
entre sí, estos tipos de hombres no se mezclen, las dos ciudades coexisten y cohabitan 
hasta la llegada del juicio final, en donde la civitas terrena dejará de existir mientras que 
la civitas dei alcanzará su cumplimiento. 
Al ser la ciudad terrestre la fuente del pecado y los males de la humanidad, la 
paz, esto es, la regulación de las relaciones entre los hombres, es el bien más deseable. 
Debido a que los hombres tienen una tendencia “natural” al mal –originada por el 
pecado original, y prueba de ello es la existencia de esta ciudad terrenal- el papel de la 
sociedad política debe ser esencialmente punitivo y correctivo. De lo que se trata es de 
contener el mal entre los hombres mediante la fuerza. Así, para acceder a la paz, el tema 
 
 
2 Cropsey, J. y Strauss, L. (comps.), Historia de la filosofía política, FCE, México, 2001, p. 198. 
3 Agustín, San, La Ciudad de Dios, Porrúa, México, 1970, p. 332. 
 
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de la ley que regule la vida del ser humano es la piedra angular para el sostenimiento de 
la sociedad. El problema es que los hombres son incapaces de crear una ley perfecta que 
todos puedan obedecer sin pretextos. La ley temporal creada por seres imperfectos es 
imperfecta y debe ser completada por “una ‘ley superior y más secreta’, a saber, la ley 
eterna, que abarca todos los actos del hombre, incluso sus actos internos, y única que es 
capaz de producir la virtud y no sólo en apariencia.”4 También, por supuesto, son 
incapaces de crear una paz perfecta, así que ésta debe se entendida como la expresión de 
una armonía cósmica creada por Dios donde nada puede estar fuera de lugar y si lo está, 
debe ser colocado nuevamente donde se encontraba. Para ilustrar estas ideas conviene 
citar, en extenso, la interpretación agustiniana de la Parábola del Reino de los Cielos 
comentada por Philippe Sassier: 
[San Agustín] Queriendo justificar la represión del obispo cismático Donato, distingue la 
persecución por amor –la de la Iglesia en nombre de la verdad- de la persecución por crueldad 
característica de los impíos. En una carta del año 417 a Bonifacio, invoca la siguiente parábola 
sobre el reino de los cielos: 
“Un hombre ofrecía una gran cena a la que había invitado a mucha gente. A la hora de la cena 
envió a su sirviente a decirles a los invitados: 'vengan de inmediato, todo está listo’. Pero todos, de 
manera unánime, empezaron a disculparse […] A su regreso, el sirviente refirió aquello a su amo. 
El dueño de la casa casi irritado, dijo a su sirviente: ‘Ve enseguida a las plazas y a las calles de la 
ciudad y trae aquí a los pobres, a los ciegos, a los lisiados y a los cojos’. ‘Señor –dijo el sirviente- 
tus ordenes serán ejecutadas, pero queda aún lugar.’ El señor entonces dijo a su sirviente. ‘Ve por 
los caminos a todo lo largo de mis dominios, y haz entrar a la gente por la fuerza, para que mi casa 
se llene: pues te aseguro que ninguno de aquellos hombres que habían sido invitados podrán 
disfrutar de mi cena’.” (Lucas 14, 16-21) 
San Agustín es categórico; ese “haz entrar a la gente por la fuerza” –que en la Vulgata figura como 
compelle intrare- justifica el uso de la coacción para abrir a los hombres al reino de los cielos: “Si 
[…] la Iglesia fuerza a entrar en su seno a quienes encuentra en los caminos y veredas, es decir, 
entre los cismas y las herejías, que éstos no se quejen de haber sido forzados, pero que consideren 
hacia dónde se les lleva.”5 
A partir de esta interpretación de la Escritura se justificarán las represalias de la 
Iglesia contra los herejes y apóstatas. Así pues, en adelante una de las característicasde 
la intolerancia es la convicción de poseer la verdad, la justicia, la paz y el deber de 
imponerla por la fuerza. Si la libertad y la igualdad son características concomitantes al 
orden de la creación, entonces el pecado, la herejía y el ateísmo significan la irrupción 
del desorden y de los apetitos para dominar la razón. El mal es desajuste, fractura; y hay 
que repararlo. Y es precisamente en la ciudad temporal, con la ayuda del poder político, 
donde se tiene que aliviar este problema. La persecución está justificada pues busca la 
paz, el orden y la llegada de la civitas dei. La intolerancia eclesiástica tendrá su 
 
 
4 Ibid., p. 187. 
5 Sassier, Philippe, Tolerancia, ¿para qué?, Taurus, México, 2002, pp. 34-35. Sassier remite a la 
siguiente fuente para las palabras de San Agustín: Epístolas, 185, 11 y 24; P. L., XXXIII, 797 y 804. 
 
11
 
fundamento teórico en la idea de que corresponde a una determina institución y a sus 
dirigentes señalar cuál es la finalidad de la vida humana y cuál es el mejor camino para 
llevarla a cabo, es decir, el sometimiento del destino de una nación a una doctrina 
particular, pero que para el contexto bien podría calificarse como “intolerancia 
institucionalizada”.6 
Afianzar este poder requiere algo más que sermones o excomuniones. Por ello, 
durante la Edad Media, el poder espiritual y el temporal estuvieron muy unidos. Para 
mantener la estructura jerárquica de la sociedad, con el Papa en la cima, se construyó 
una legitimación que se pretendía divina por ser extraída de la Biblia. Apoyándose en 
citas bíblicas (p. e., Juan 21, 16 y Mateo 16, 18-19) se llegó a la conclusión de que el 
poder temporal, el de los reyes, debe intervenir en apoyo de la Iglesia en su lucha contra 
los disidentes, ya que como sirviente de Dios se está obligado a transmitir su ira a los 
culpables. El argumento principal era que la salvación del alma humana era un fin 
superior a cualquier otro, incluso que la paz y la justicia, y aunque el poder del 
emperador podía venir de Dios ello no le eximía a desconocer aquel fin supremo que ha 
sido encargado a la Iglesia, por lo tanto, si ha recibido la espada para extender y 
defender la religión, debe someterse sus leyes a la Iglesia que es la única que conoce el 
camino adecuado para el fin último: la salvación. 
Con la “teoría de las dos espadas”, secular y religiosa, podemos advertir que la 
Iglesia Católica fue la primera organización que tradujo, por medio de instituciones 
jurídicas, su concepto de fe en la institución dominante. De tal suerte que entre los 
siglos XI y XIV el mundo religioso se convierte en una sociedad que hace uso de la 
persecución y la agresión para defenderse de toda amenaza posible. Para el siglo XV 
este sistema alcanzará su plena madurez. Para los perseguidores, su tarea está justificada 
ya que es manifestación de un amor por el prójimo, que en este caso está equivocado, y 
es su tarea llevarlo y regresarlo al buen camino. El buen motivo santifica los medios. De 
esta forma: 
El estado se beneficia del papel pedagógico y moralizador de la iglesia, que pondría los deberes 
morales, y las obligaciones políticas como mandatos divinos. La iglesia se beneficia del 
compromiso del estado en la profesión y defensa de la fe, del culto y del castigo del pecado. Es la 
figura del estado como “brazo secular de la iglesia contra la herejía”. Aunque ciertas tendencias del 
agustinismo no vieron con bueno ojos el recurso a la espada para imponer la fe, y llamaban a 
recurrir a la palabra y a la razón, acabará triunfando la teoría del compelle intrare, es decir, el 
deber de la iglesia de hacer entrar en ella, a la fuerza si fuere necesario, a sus ovejas perdidas. Es la 
 
 
6 Mereu, Italo, “La intolerancia institucional. Origen y aplicación de un sistema encubierto” en Wiesel, 
Elie (ed.), La Intolerancia, Granica, España, 2002, p. 36. 
 
12
 
consideración de la ley imperial al servicio de la fe; el recurso a la fuerza de la espada, al príncipe 
como ministro de la intolerancia religiosa.7 
Dos son las conclusiones que podemos extraer de esta “intolerancia 
institucionalizada”. La primera es que, en esencia, a esta unión del poder espiritual y del 
temporal, la religión católica ha escindido al ser humano. Lo ha hecho ciudadano, 
incompatible, de dos naciones. Ciudadano de la civitas dei y de la civitas terrena. Esta 
escisión surge del hecho de que la urbe divina es más una comunitas basada en el amor 
y la fe en Dios, su reunión es la de una familia unida por la fe, la esperanza y el amor, 
Dios es su fundador, rey y señor; de tal manera que estos elementos les hacen iguales, 
“hermanos” y no ciudadanos como en la ciudad terrenal. En esta comunidad espiritual el 
poder político no tiene lugar, la política corrige las imperfecciones del orden, y en este 
orden nada es imperfecto. “Es, por tanto, una ciudad cerrada desde fuera, desde una idea 
del bien (la salvación) y una estrategia para conseguirlo (vida cristiana), trascendentes a 
la vida política y a la voluntad de los hombres.”8 
La otra conclusión que podemos extraer es con relación en que, en aras de la 
integración social y el orden, la religión católica atribuyó a su particular forma de vida 
un carácter universal erigiéndose como la única forma de ‘vida buena’ que el hombre 
podía practicar. En este sentido, para aquél que no comulgara con sus ideales, “el otro” 
se convierte en una amenaza para la seguridad y el orden, ya que el hecho de que exista 
otra forma de ‘vida buena’ supone la contingencia de aquél que se cree puesto por Dios 
en la tierra para mandar. La sola presencia del otro, de la “diferencia ética”, bastaba para 
poner en tela de juicio la universalidad de sus mandatos. Por ello, la lucha entre los 
católicos y los disidentes de aquella fe, era un conflicto de “todo o nada”; y así lo deja 
ver el principio de intolerancia religiosa de la época: Extra Ecclesia nulla salus [fuera 
de la Iglesia no hay salvación]. Así que, para los católicos, no quedaba más remedio que 
aniquilarlos o desterrarlos.9 Como lo describe Enrique Serrano: 
En las comunidades tradicionales [o cerradas como la civitas dei] el rechazo a la otredad es tan 
enérgico que el representante de la diferencia ética se asocia con el malo, es decir, con el 
transgresor de los valores supremos y con ello se le sitúa fuera de la ley y fuera de la misma 
humanidad. El rival, al que se le niega todo valor moral, así como la propia condición humana; se 
transforma en un enemigo absoluto. La actualización de la enemistad absoluta se manifiesta como 
un conflicto de gran intensidad. Las guerras contra el enemigo absoluto son consideradas como un 
 
 
7 Bermudo, J. M., op. cit., p. 164. 
8 Ibid., p. 147. 
9 Un ejemplo histórico de esta situación lo podemos encontrar en el proceso inquisitorial contra Galileo. 
En dicho proceso se enfrentan, por un lado, el derecho individual a profesar una creencia sobre cualquier 
materia y, por otro lado, el intento de una institución por controlar y, si fuese necesario, imponer los 
parámetros y las opiniones que puede practicar un individuo o comunidad. 
 
13
 
acto en el que se defiende la causa justa, objetivo que no admite matices o puntos intermedios. Son 
conflictos del tipo todo o nada.10 
El tema de la comunidad cerrada y el del enemigo absoluto serán las puntas de 
lanza que nos permitirán situarnos más allá del ámbito religioso. Sin embargo, es 
necesario exponer las tesis en favor de la tolerancia, desde el punto de vista religioso, 
que se escribieron para combatir al ideario fundamentalista católico. 
1.1.2 La tolerancia por mandato religioso 
Como ya mencioné las guerras de religión fueron motivo de una fecunda 
reflexión sobre el tema que me ocupa. Variadas fueron las voces que lanzaronargumentos a favor o en contra de la tolerancia o intolerancia contra los “enemigos” de 
su fe. Pero, de entre esa amplia gama de escritos en favor de la tolerancia, hay que 
destacar la importancia del Tratado teológico-político (1670) de Spinoza, la Carta 
sobre la tolerancia (1689) de Locke y el Tratado sobre la tolerancia (1763) de 
Voltaire.11 A decir de J. M. Bermudo estas defensas de la tolerancia aparecen 
enmarcadas por un doble matiz histórico: 
a. Un contexto teórico, pues desde su origen parecen ir ligadas a la convicción de la existencia de 
una visión del mundo verdadera o, al menos, más verdadera que las otras. Tal vez por eso la 
tolerancia aparece en el contexto del cristianismo, que aporta esa pretensión de verdad absoluta y 
universal; se refuerza en el contexto del racionalismo moderno, donde el ideal de ciencia y la 
filosofía como conocimiento universal y necesario ofrecerán el complemento laico a esa 
concepción de la verdad única y absoluta; 
b. Un contexto político, caracterizado por la aparición del Estado como nueva forma de orden y 
unidad que se hace sobre un fuerte fraccionamiento de doble origen: ruptura de la unidad de la 
institución eclesiástica a causa de la Reforma; y dispersión en el espacio geopolítico heredera del 
feudalismo. La unidad del estado, la universalidad interna de la ley, encuentra su obstáculo tanto en 
la diversidad de iglesias y credos como en la tradición teórica cristiana de los dos poderes, de los 
dos cuerpos del rey; pero también en la resistencia del disperso poder feudal a un orden político 
centralizado.12 
 
 
10 Serrano, E., Filosofía del conflicto político. Necesidad y contingencia del orden social, Porrúa-UAM, 
México, 2001, p. 198-199. Énfasis mío. 
11 Para los fines que persigue este trabajo me centraré en la obra Locke, sin embargo la lista de obras a 
favor de la tolerancia es larga: Traité des héretiqués (1554) de Sebastián Castellion; Opera omnia (1565) 
de Nicolás de Cusa; Traite de la liberté de consciencie (1586) de Bertin; De la tolerancé dans la religión 
de la liberté de consciencie (1673) de Jean Crell; De veritati religions christianae (1679) de Hugo 
Grocio; Liberté de consciencie resserré dans des hornes legitimes (1754) del Abad Yvon; La tolérance ux 
pieda du tróne (1779) por el Marques de Condorcet; Sur la liberté de la presse (1788) de Mirabeu y 
Riqueti y La revendication de la liberté de penser (1793) de Fichte. 
12 Bermudo, J. M., “De la tolerancia al pluralismo”, (Conferencia expuesta en el Ateneo de Barcelona, 18 
de Abril de 2001. Versión modificada del artículo "La tolerancia. Del liberalismo al pluralismo", en 
Anales de la Cátedra F. Suárez, 33 (1999): 243-259. Consultado en el sitio Web: 
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5258 
 
14
 
Lo que más interesa resaltar, para este trabajo, es el contexto político, pero una 
mirada atenta al primer punto nos sería de gran ayuda para comprender, en justa 
dimensión, las consecuencias de este apasionante proceso histórico. A lo largo de estas 
tres obras se encuentran argumentos claramente dirigidos contra la interpretación 
agustiniana de la Parábola del reino de los cielos. Quien nos ofrece una interpretación 
directa de este mismo pasaje bíblico es Voltaire. En el capítulo XIV de su obra, titulado 
“Si la tolerancia ha sido enseñada por Jesucristo”, nos dice que “Si no me engaño, hay 
muy pocos pasajes en los Evangelios, de los que el espíritu perseguidor haya podido 
inferir que la intolerancia y la coacción son legítimas…”13, para él, las parábolas ahí 
referidas se dirigen más al reino de los cielos que a los de la tierra. Por ello, obraría 
contra el espíritu de la religión quien decidiera el mismo castigo, para quien no se guía 
por el camino señalado por las Escrituras, tanto en lo terrenal como en lo celestial. En lo 
que toca a la interpretación agustiniana, Voltaire señala que se ha abusado mucho de la 
frase ‘oblígalos a entrar’, y que nadie haría un banquete muy agradable al ser los 
invitados convidados a la fuerza. “‘Oblígalos a entrar’, no quiere decir, según los 
comentaristas más autorizados, sino: rogad, insistid, conseguid. ¿Qué relación hay entre 
este ruego y esa cena y la persecución?”14 
Por su parte, John Locke abre su escrito con un enunciado normativo, a saber: 
que la característica principal de la verdadera religión es la tolerancia. En el contexto 
hace referencia a la "recíproca tolerancia entre los cristianos”, pero a lo largo de toda la 
obra vemos como esta idea la extiende a las demás religiones. Una prueba la 
encontramos cuando escribe que la Iglesia: “No está instituida con el fin de erigir la 
pompa externa, ni para obtener el dominio eclesiástico, ni para ejercer una fuerza 
compulsiva, sino para la regulación de la vida de los hombres de acuerdo con las reglas 
de la virtud y la piedad.”15 De tal suerte que, como éste es el deber principal de toda 
religión que se diga “verdadera”, la guerra importante no es con el otro. Primero es 
deber de aquél que se jacte de buscar la salvación de las almas ajenas “luchar contra sus 
propios vicios, contra su soberbia y contra su placer, pues de nada sirve usurpar el 
nombre de cristiano, si no se practica la santidad de vida, la pureza de costumbres, la 
humildad y la bondad del espíritu”.16 Y es que en aquel entonces ninguna religión 
 
 
13 Voltaire, F., Tratado sobre la tolerancia, Grijalbo-Crítica, España, 1984, p. 90. 
14 Ibid., p. 91. 
15 Locke, J., A Letter concerning toleration, The Liberal Arts Press, New York, 1955, p. 13. 
16 Ídem. 
 
15
 
parece profesar la caridad y la humildad, antes bien, sólo iban buscando implantar su fe 
por la fuerza cometiendo las mayores injusticias. 
Como mencioné al citar la interpretación agustiniana de la parábola del reino de 
los cielos, la persecución y la tortura está justificada ampliamente pues se hace por el 
amor al prójimo, que según sus promotores, está equivocado en sus creencias. El alma 
de este prójimo está en peligro de condenación eterna al apartarse de las reglas de la 
verdadera religión y por ello está permitido cualquier medio, incluso la muerte, para 
salvarla. Sin embargo, no siempre se perseguía por motivos religiosos; por ejemplo, el 
consejo de San Agustín de confiscar los bienes materiales a aquel que fuera encontrado 
culpable de herejía, ocultó una gran cadena de injusticias por ambición, poder y 
riqueza, que condujo a la hoguera en tiempos de la Inquisición a miles de inocentes. Lo 
que da como resultado un cambio en la actitud del religioso, ya que ahora es tenido por 
piadoso, compasivo y bondadoso quien, encubierto bajo el disfraz de defender las cosas 
de Dios, difunde el odio, la discordia y busca eliminar a los que no comparten su 
religión. De ahí que Locke escriba que aquellos que creen en los Evangelios y los 
apóstoles, y que buscan la salvación de las almas, no deberían rechazar, abominar y 
perseguir a otros que creen en cosas diferentes sólo porque sus caminos son diferentes. 
Si, como pretenden, por caridad y por deseo de salvar el almas de los demás, les quitan sus 
propiedades, los maltratan con castigos corporales, los matan de hambre, los torturan en malsanas 
y sucias prisiones y, finalmente, hasta les quitan la vida, para que tengan fe y salven, ¿por qué 
entonces toleran que la prostitución, el fraude, la mala fe y otras cosas semejantes, que huelen 
abiertamente a paganismo, como dice el Apóstol [Romanos I, 23-29], crezcan impunemente entre 
su gente?17 
Así como desde la óptica de quien cree que tiene la “verdadera fe”, bondadoso 
es aquel que logra ‘eliminar’ física o espiritualmente a su enemigo, desde la otra 
posición, para los defensores de la tolerancia, quien “persigue a las gentes honradas, 
amantes de la justicia, por estar en disentimiento con ellos y no defender sus mismos 
dogmas […] yel que persigue a los fieles, es un anticristo.”18 
Hasta aquí hemos descrito un rechazo total a la imposición de un culto, 
cualquiera que éste pudiera ser. De tal suerte, hasta el momento podríamos concluir que 
sí es contrario a cualquier religión ser intolerante, es decir, perseguir y castigar a los 
que no comparten nuestra misma fe; y si nada hay en las Sagradas Escrituras que 
justifique esta actitud o imponga un solo camino de salvación, y además, que si 
 
 
17 Locke, J., op. cit., p. 14. 
18 Voltaire, F., op. cit., p. 236. 
 
16
 
movidas por afanes de poder, las autoridades religiosas tergiversan el significado de la 
palabra de Dios; entonces es lícito e incluso necesario que la fe sea una cuestión 
privada. Si guerras y matanzas se han sucedido por diferencias religiosas, si condenas y 
castigos se han dictado por supuesta “herejía”, escondiendo otros motivos lejos de lo 
estrictamente religioso, se debe garantizar el ejercicio privado del culto a Dios y de la 
libertad de conciencia para que los hombres no se vean afectados en su persona y en sus 
bienes y para que la religión no sea usada para justificar guerras y violencia, 
cometiéndose con ello mayores injusticias. Si se obliga a los hombres, por medio de 
actos externos, a creer en algo, y para ello se echa mano de la tortura, nadie creerá que 
esa actitud procede de la buena voluntad y del amor. Finalmente, Locke se lamenta 
diciendo que si en verdad siguieran el ejemplo de “aquel príncipe de paz” que envió a 
conquistar pueblos no con el hierro y sí con el Evangelio, se darían cuenta de que 
“Tolerar a aquellos que difieren de los demás en asuntos de religión es cuestión que 
concuerda con el Evangelio y con la razón, y extraña que ciertos hombres se cieguen y 
no perciban la necesidad y ventaja ante esta luz.”19 
Los teóricos de la tolerancia le dieron la vuelta a la situación. Si perseguir y 
hasta matar a un herético para convencerlo de su error era un deber de aquel que se 
llamara siervo de Dios, ahora era deber de aquel que se guíe por la religión, cualquiera 
que ésta sea, ser tolerante con aquellos que difieren de él en materia de culto. De ahí 
que sea necesario definir las características del tolerante, sin importar a qué religión 
pertenezca: “caridad, humildad y buena voluntad en general hacia todos los hombres 
sin distinción, incluso para aquellos que no son Cristianos.”20, en los términos que lo 
hiciera Locke. 
Tolerar es, pues, un mandamiento. Un mandamiento por el cual deberían 
guiarse. Aunque, como ya se sabe, los hombres no siempre se guían por la recta razón 
pues combaten con más fuerza no la opinión falsa, sino la que es contraria a la suya. De 
tal manera que, para convertir a la tolerancia en un mandato religioso, sus defensores se 
valieron de una concepción muy diferente respecto a la naturaleza humana opuesta a la 
tradición religiosa. Por un lado, el papel asignado a la “ley natural” y, por el otro, el uso 
de la “recta razón”. Por lo que toca a la “ley natural” en la interpretación agustiniana 
esta es una ley divina que el Creador da a conocer a sus fieles por medio de la 
 
 
19 Ibid., p. 16. 
20 Ibid., p. 13. 
 
17
 
revelación (compendiada en los textos sagrados) y en su obra (la naturaleza). Es una ley 
que no tiene fisuras, que ordena un comportamiento acorde con las enseñanzas divinas 
y que castiga el desorden. De ahí la necesidad de construir una civitas dei, porque, y 
San Agustín lo sabía muy bien, la naturaleza del ser humano es frágil y corruptible. Por 
más que se empeñasen en hacer el bien que quieren, terminarán haciendo el mal que no 
quieren. Sólo el camino mostrado por Dios es el único que garantiza ese bien. Por su 
parte, y es aquí donde se conecta el uso de la “recta razón”, los defensores de la 
tolerancia, influenciados por el gran avance de la física, la medicina y las matemáticas 
de su época, confiaron en que el ser humano es capaz de darse a sí mismo las reglas que 
necesita para vivir. La “ley natural” enseña, a quienes quieren consultarla, que es mejor 
y más provechoso vivir en paz y tolerar a quienes difieren en materia religiosa. La 
ambición o la carencia pueden llevar a enfrentamientos violentos, pero sin una ley 
externa que coaccione la actividad humana, los individuos pueden llegar a comprender 
lo importante de la convivencia pacífica y la necesidad de establecer leyes. El uso de la 
“recta razón” ya no sólo es un instrumento más para comprender las cosas divinas. La 
“recta razón” es el instrumento necesario que convertirá la construcción de esa civitas 
dei, de esa comunidad cerrada, en la construcción de una civitas terrena donde 
diferentes concepciones de “vida buena” puedan coexistir en paz. Un orden abierto que 
necesitará más que la religión para mantenerse unido. 
1.2 La tolerancia clásica liberal21 
Para consolidar la creación de ese orden abierto hace falta otro cambio de 
perspectiva: el papel de las instituciones y su vinculación con la sociedad. Por supuesto, 
esto también implica que la concepción, en cuanto a lo que el ser humano es, cambie. 
Los teóricos clásicos sabían que la defensa e implantación de la tolerancia requiere de 
un dispositivo legal que asegurara su práctica y defendiera los derechos de aquellos que 
la reclamaban. Locke describirá con lucidez cuáles son los elementos necesarios para 
asegurar la paz entre los individuos y entre las naciones. En los dos siguientes apartados 
 
 
21 Le he llamado “tolerancia clásica liberal” porque considero que en ella se encuentran los elementos 
más importantes que darán configuración a uno de los programas políticos más influyentes de la filosofía: 
el Liberalismo. Por supuesto, que llamar “liberal” a Locke, Voltaire y Spinoza es una reducción bastante 
grosera, además de que en el caso de Spinoza, es difícil establecer cuál es la posición definitiva de su 
pensamiento sobre las formas de gobierno. Sin embargo, lo que me permite incluirlos en una misma línea 
de pensamiento, es su defensa lúcida y desesperada de la libertad humana; en todo caso, es en este sentido 
que los entendiendo como “liberales”. 
 
18
 
describiré el papel que se le asigna al Estado en esta coyuntura y, para cerrar el 
capítulo, el para qué, es decir, la finalidad de la tolerancia tal y como lo entendieron sus 
exponentes clásicos. 
1.2.1 La función del Estado 
Para comprender mejor la función que al Estado le asignan los teóricos de la 
tolerancia es preciso conocer primero el cambio de perspectiva, en referencia al ideario 
católico, sobre lo que el hombre es. La concepción del hombre sostenida por San Agustín 
es principalmente pesimista. Desde su punto de vista éste posee una tendencia “natural” al 
mal —debida al pecado original que lo condena de por vida— y sólo el camino a Dios 
puede garantizar su salvación. Para garantizar la paz dentro de la ciudad terrena el Estado 
se sirve de la ley temporal. Esta ley es buena ya que limita la perversidad de los hombres al 
aplicarse a los actos externos de éstos; pero nada puede con las motivaciones internas. Para 
crear auténtica bondad en las acciones humanas y que se pueda acceder a la ciudad de Dios 
es necesario guiarse por una ley eterna y superior, que se identifica con la voluntad de 
Dios, en virtud de la cual es justo que las cosas estén perfectamente ordenadas. Empero, 
como el hombre básicamente es un ser perverso, el Estado debe convertirse en la 
institución que garantice su buen comportamiento en sociedad para que actúe como si 
estuvieran en el reino de Dios. El Estado, como servidor de los mandatos religiosos, debe 
imponer la paz y la tranquilidad, conciliar los conflictos, cuidar a los pobres, construir 
Iglesias, dar apoyo a los pastores y a la comunidad religiosa, fomentar y mantenerla forma 
pública de la religión y evitar la disidencia religiosa y la herejía, en una frase: garantizar el 
orden cerrado. 
Ahora bien, para los defensores de la tolerancia, los seres humanos no son “ángeles” 
que no necesiten de leyes coactivas para vivir en sociedad, lo que los aleja de la concepción 
agustiniana es que consideran que al individuo como un ser capaz del poder moral 
necesario para definir y perseguir sus ideales y su concepción de vida buena; como una 
persona capaz de ajustar y limitar razonablemente la persecución de sus objetivos en 
función del respeto por lo derechos y del igual status moral de las demás personas. De esta 
manera, está facultado para organizar una sociedad civil justa sin tener como horizonte 
legitimador un orden inmanente prescriptor de las recompensas y los castigos que 
 
19
 
determinan el comportamiento humano en la sociedad. Para este tipo de persona la justicia 
o el bien no están definidos en función de una ley divina o de un orden trascendente al 
mundo, antes bien, asume, con todas sus implicaciones, que lo justo y lo bueno son 
construcciones que los seres humanos hacen para regular sus acciones. La justicia es un 
artificio. La filosofía política moderna nace cuando asume este principio. 
La tolerancia se verá realizada en la medida en que la concepción sobre el individuo 
cambie y, además, éste se haga conciente de que de él depende la estabilidad del orden 
social. La tolerancia, lejos de imponerle un modo de actuar, es decir, la práctica 
incondicional de la tolerancia, lo que le permite es la posibilidad de desarrollar sus 
capacidades y alcanzar las metas que se propone. La tolerancia es, entonces, también un 
mandato de la razón, pues los individuos, como parte de una sociedad, obedecerían o 
aceptarían racionalmente este deber con miras a su beneficio y al de la comunidad. 
En síntesis, a través del cambio de perspectiva sobre la naturaleza humana, los 
teóricos de la tolerancia encuentran el camino para construir su crítica al orden jerárquico y 
tratar de darle nuevas bases de coexistencia a la sociedad, como bien lo escribe David 
Richards: 
El poder político de la concepción jerárquica se transforma en el objetivo de la crítica radical cuando, a 
la luz del pluralismo moral hecho posible por la Reforma, pensadores protestantes liberales como 
Bayle y Locke articulan un ideal moral de la persona como titular de los poderes morales gemelos de 
racionalidad y razonabilidad y arguyen que la concepción jerárquica ha subvertido el ideal y, por esa 
razón, ha distorsionado los criterios de racionalidad y razonabilidad a que ese ideal apela.22 
La tolerancia, su práctica y su garantía, es ahora, no sólo una actitud o un deber, 
sino una condición teórica anterior a la creación de una comunidad política. De tal suerte 
que, como en el interior de la tolerancia se encuentra la lucha por la dignificación de la 
libertad individual y, a su vez, en el interior de esta libertad y sus condiciones de 
realización, está el núcleo para la constitución de una sociedad civil o un Estado, ahora es 
necesario hablar sobre cómo se debe garantizar el libre ejercicio de la fe, como asunto 
interno en los hombres, y el papel que juegan en esto la Iglesia y el Estado. 
 
 
22 Richards, David A. J., “Tolerancia y prejuicio: observaciones par Tossa de Mar” en Doxa, número 11, 
1992, p. 24. 
 
20
 
Este cambio de perspectiva va a influir directamente en el papel de las instituciones 
pues no es lo mismo gobernar para un “pueblo de demonios” sin entendimiento; que 
hacerlo para seres humanos capaces de reflexión, crítica y contribución a su sociedad. Para 
explicar esta transformación recordemos que, una de las consecuencias más terribles que 
trajo la recomendación agustiniana sobre el uso de la fuerza secular contra los disidentes de 
la fe, fue la de la incautación de los bienes materiales y las riquezas de aquéllos. Para evitar 
estas injusticias y romper con la subordinación estatal es necesario, como lo hace notar 
Locke, distinguir entre los asuntos del gobierno y los asuntos de la Iglesia para que, con 
ello, se puedan establecer las justas fronteras entre ambos, el papel que les toca en la 
sociedad y para que nadie cubra su ansia de persecución bajo el pretexto del cuidado a la 
comunidad y la defensa de la pureza de la religión. Para hacerlo, es necesario reflexionar 
sobre los deberes y alcances de cada uno; comenzando por lo político, la definición y el 
deber que Locke le asigna al Estado es esclarecedora: 
Considero que el Estado es una sociedad constituida para conservar y organizar intereses civiles, como 
la vida, la libertad, la salud, la protección personal, así como la posesión de cosas exteriores, como 
tierra, dinero, enseres, etcétera. […] Es deber del gobernante, por medio de leyes equitativas para 
todos, cuidar de que todo el pueblo y cada súbdito disfrute de la posesión justa de las cosas mundanas. 
La violación posible de alguien a estas disposiciones debe ser contenida por el temor al castigo, que 
consiste en la disminución de los bienes civiles que pueda gozar.23 
El poder del Estado atiende, pues, sólo a las cosas externas. Su límite son las 
acciones individuales cuando éstas versan sobre asuntos de religión, es decir, la salvación 
de las almas. Para Locke, al estar delimitado su campo de acción a las “cosas externas”, el 
Estado está obligado a hacer que se respeten los derechos del individuo, a velar porque se 
acaten los acuerdos que se hagan entre individuos y entre éstos y el Estado mismo, a 
proteger las propiedades24 que, haciendo uso de su “derecho natural”, los seres humanos se 
 
 
23 Locke, J., op. cit., p. 17. 
24 El tema de la “propiedad” es de suma importancia en la filosofía de John Locke. Él postula que la 
propiedad es un derecho natural, anterior a la conformación del Estado, y que por lo tanto, es un derecho que 
no puede ser intervenido o limitado por la sociedad civil una vez instaurada. Ésta da pie a la visión de “Estado 
limitado” pues, lejos de decidir qué tipo y qué cantidad de propiedad le correspondería a cada uno, el 
gobierno sólo puede velar porque las propiedades de cada uno sean respetadas por todos los demás. Pero las 
consecuencias van más allá de lo que a propiedad material se refiere pues Locke no entiende el término 
propiedad sólo en este sentido. Apunto solamente que el concepto puede tener dos sentidos en Locke: uno 
estrecho que incluye propiedades materiales, propiedad como un derecho sobre aquellas y propiedad como 
ser dueño de uno mismo; y el otro, amplio, que incluiría, además de los anteriores, elementos como la libertad 
(de trabajo, de movimiento, de intercambio) o la corporalidad (individualidad, derechos y posesiones). Para 
 
21
 
han podido adueñar. Los hombres, en la búsqueda de su bienestar dentro de la sociedad, 
pueden atentar contra los derechos de los demás; el papel del Estado es vigilar que esta 
situación no suceda y, de ser así, castigar esa actitud. La principal función estatal es la de 
promover, garantizar y proteger los derechos civiles que todo ciudadano goza. Entre estos 
derechos se encuentra la libertad de credo y de expresión y quien intente imponer, por la 
fuerza, algún culto o coaccionar la manifestación libre de ellos, puede y deber ser castigado 
por el Estado no porque proteja alguna idea de religión en particular, sino porque quien 
lastima atenta contra el derecho civil a la libre profesión y manifestación de la religión. De 
tal manera que, quien comete esta infracción, es tratado no como un hereje transgresor de 
una verdad sagrada y sí como un delincuente que ha violado las convenciones básicas de la 
sociedad. 
El Estado es, pues, una instancia reguladora de los conflictos que se puedan generar 
entre los particulares. Su característica principales la neutralidad, es decir, se declara 
indiferente a las concepciones de vida buena que sus súbditos profesen, éstas no serán 
materia de guerra ni, mucho menos, pretexto para la persecución o la eliminación de los 
derechos civiles. Y aún cuando se declarase partidario de un culto en particular, no tendrá 
la facultad necesaria para impedir el libre ejercicio de la fe y de los derechos de aquellos 
que no profesan la misma creencia. Esto significa que si bien los asuntos religiosos no son 
materia de conflicto, no quiere decir que el Estado deba ser laico, es decir, que no profese 
creencia religiosa; considero que esa no era la idea de Locke. Para él, bastaba con que un 
Estado se declarase neutral, es decir, no persiguiera las creencias religiosas, y con ello la 
paz podría estar garantizada, no era necesario que careciera de algún supuesto religioso; e 
incluso, sería muy dudoso y poco duradero aquel Estado que negara a la divinidad, pues 
como en el caso de los ateos, nada bueno resultaría de un acuerdo entre aquellos que en 
ningún Dios creen (según creía Locke). Sin embargo, para los fines de la tolerancia podría 
delimitar el asunto de la neutralidad, apoyado en Páramo Argüelles, de la siguiente 
manera: 
La única exigencia de la neutralidad es la creencia en el pluralismo moral, y éste no implica que no se 
puedan defender ciertas conductas como moralmente correctas. La concepción liberal ha defendido 
siempre la pluralidad de deseos y preferencias y la necesidad de su garantía por un gobierno que no 
 
 
un estudio más detallado sobre le tema consúltese: Herrera Madrigal, J., Jusnaturalismo e ideario político en 
John Locke, UAM, México, 1990 y Rodríguez Zepeda, Jesús, “John Locke: la propiedad como derecho 
natural” en Signos. Anuario de humanidades, Año VI, Tomo III, UAM-I, 1992, pp. 129-148. 
 
22
 
debe favorecer un determinado modo de vida de los ciudadanos. El gobierno debe ser neutral entre 
concepciones competitivas de lo que se entiende por un modo correcto de vida; no debe dictar un 
determinado plan de vida, sino facilitar la expresión y puesta en práctica de las distintas 
concepciones.25 
Pero más allá de estas consideraciones más personales del filósofo inglés, tenemos 
que destacar la idea de que ha dado un paso importante en la construcción de un nuevo 
orden y una nueva sociedad y leer que bajo esta característica de neutralidad el Estado, con 
las leyes que considere como justas para esa sociedad, se convierte en una instancia que 
permite diferenciar las concepciones de vida buena y las normas de justicia que sirven para 
mantener la cohesión de la comunidad. De esta manera, el orden social es creado para ser 
un mecanismo que garantice el libre ejercicio de los derechos y las libertades del ser 
humano y el Estado adquiere la obligación de proteger y conservar ese orden. Hemos 
comenzado con la defensa de la libertad de credo y con ello el reconocimiento de la 
pluralidad del mundo moral, sin embargo, como lo señala Irwin Cloter, “el movimiento en 
pro de la ‘libertad de credo’ constituye la condición misma de la protección de los derechos 
y libertades fundamentales, esto es, la creación de una sociedad civil.”26 
¿Le corresponderá a la Iglesia el mismo deber? Para responder esta pregunta, 
mucho nos ayudaría definir qué es una Iglesia. 
Pensemos ahora lo que es una Iglesia. Entiendo que es una asociación libre de hombres que de común 
acuerdo se reúnen públicamente para adorar a Dios de una manera determinada que ellos juzgan grata 
a la divinidad y provechosa para la salvación de las almas. Puntualizo que es una sociedad libre y 
voluntaria. [Ya que] nadie está ligado por la naturaleza a una Iglesia o secta alguna, sino que cada 
hombre se une a ellas voluntariamente, porque cree haber encontrado la verdad religiosa, el culto más 
sincero a Dios.27 
 
 
25 Páramo Argüelles, J. R. de, Tolerancia y Liberalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1993, 
p. 60. El concepto de neutralidad no escapa de problematizaciones dentro de la misma tradición liberal y 
adentrarse en ellas excedería los límites y propósitos de este trabajo. Para una buena exposición de estos 
problemas puede consultarse el capítulo VI llamado “El principio de neutralidad liberal” de esta misma obra 
de Páramo. 
26 Cloter, Irwin. “Religión, intolerancia y ciudadanía: hacia una cultura mundial de los derechos humanos” en 
Wiesel, E., op. cit., p. 51. 
27 Locke, J., op. cit., p. 20. 
 
23
 
Como vemos, la definición nos remite a las motivaciones internas del hombre. Al 
adherirnos a una religión en particular, para poder respetar sus credos de manera efectiva y 
veraz, debemos unirnos a ella sólo por convicción propia y sin estar sometidos al mandato 
de alguien. Sin la convicción interna de que ésa, y sólo ésa, es la religión que nos ayudará a 
alcanzar nuestro ideal de vida buena, no podremos cumplir con el requisito principal de 
ésta, sea la que sea, es decir: la obediencia a sus leyes. Más allá de la articulación que 
pueda mantener con el orden secular (Monárquico, Parlamentario, Democrático), la 
religión pide a sus adeptos obediencia absoluta a sus mandatos sin hacerlos evaluar 
mediante una reflexión crítica sobre su contenido. Mandatos que sólo deben estar dirigidos 
a la conciencia interna del individuo y en nada tienen que propiciar una conducta 
intolerante con aquellos que piensan diferente, por lo tanto 
La finalidad de la verdadera religión es el culto público a Dios para obtener la vida eterna, es [ésta] 
la finalidad de una sociedad religiosa. Toda reunión eclesiástica debe tener en el fin de sus leyes 
solamente este aspecto y nada tiene que ser tratado en esta sociedad que se refiera a cosas 
mundanas, así como por ninguna causa ha de emplearse la fuerza, pues la fuerza pertenece al 
gobernante civil y ya existe jurisdicción para las cosas mundanas. [Entonces] ¿qué sanción práctica 
tendrán las leyes eclesiásticas si no tiene jurisdicción? […] contesto: tienen la apropiada para 
ejercer no sobre el culto externo, sino la interna convicción.28 
En función de las atribuciones y fines de la Iglesia, Locke concluye que no es 
posible permitir que la Iglesia se constituya en un Estado independiente con facultades para 
juzgar sobre los actos externos de los hombres, pues de ser así, significaría que los 
derechos civiles pueden verse vedados por los conflictos religiosos y con ello aumentarían 
las injusticias y los excesos dentro de la sociedad civil, la cual ha sido instaurada 
precisamente para garantizar la convivencia pacífica y el disfrute de los bienes materiales 
entre los hombres. Nadie por cuestiones religiosas puede atentar contra los derechos civiles 
y las libertades básicas de los demás, en esto Locke es claro: 
La excomunión no priva ni puede privar nunca al excomulgado de ninguno de los bienes civiles que él 
posee. Todos ellos pertenecen al gobierno civil y están bajo la protección del magistrado […] Ninguna 
persona privada tiene derecho a perjudicar a otra persona en sus bienes civiles, porque éste se declare 
 
 
28 Ibid., p. 23. 
 
24
 
miembro de otra iglesia o religión. Todos los derechos que le correspondan como hombre o como 
ciudadano son inviolables y debe conservarlos [pues] Estas cosas no pertenecen a la religión.29 
Es cierto, el Estado es “un dique contra el pecado” pero no para salvar las almas de 
todos los hombres; sino para garantizar que en la búsqueda individual de esa salvación, no 
se vean perseguidos, obligados y asesinados. El Estado debe garantizar y promover el uso 
de la recta razón en los hombres, y la Iglesia debe garantizar y promover la salvación de las 
almas y el respeto a cadaforma de vida buena. El deber del Estado es, pues, garantizar el 
bienestar, la propiedad y la libertad de todos sus súbditos; y el deber de la Iglesia, trabajar 
por la salvación de las almas de sus adeptos. 
Los derechos y obligaciones que un ser humano adquiere al pertenecer a una 
sociedad no pueden serle arrebatados por diferir en materia religiosa con otra persona ni 
con otra Iglesia. Como se ha señalado, los asuntos civiles son del todo diferentes de los 
eclesiásticos, y si algo deben tener en común, es el fomento de la tolerancia entre sus 
adeptos. La libertad de credo es otra de las garantías individuales que Locke está 
defendiendo, sin importar cuan errado nos parezca el culto de los demás, al único que le 
compete ese juicio es a esa misma persona que lo profesa y nadie, por muy buena que sea 
su intención, puede obligarle a cambiar de opinión. 
La concepción estatal de Locke es la idea de que el “cuerpo político” formado 
por los individuos está, principal y únicamente, para proteger los derechos que le son 
naturales a aquéllos. Todo intento del mismo Estado o de la Iglesia por impedir el libre 
ejercicio de aquellos debe ser denunciado como una coacción a la libertad. Por lo tanto, 
hay que poner los límites en cuanto a lo concerniente al bien común y al bien individual, 
los cuales no pueden ser alterados ni siquiera cuando una acción pública, que los afecte, 
sea considerada sagrada dentro de una religión. Pues las leyes, que no deciden sobre la 
verdad o falsedad de aquella acción, simplemente están para garantizar la seguridad y la 
integridad de la sociedad y de sus bienes. El Estado está para encargarse del bien 
común, y la Iglesia del bien individual. Todo intento de mezclar ambos objetivos es un 
intento por quitarle al individuo su voluntad soberana, su capacidad para decidir sobre 
su vida y su decisión de elegir la religión que más le convenga. 
 
 
29 Locke, J., op. cit., p. 24. 
 
25
 
1.2.2 El para qué de la tolerancia clásica liberal 
En esta apartado final intentaré definir cuál es el objetivo último de la tolerancia 
tal y como sus exponentes clásicos lo entienden; además de que se irán perfilando ya los 
elementos que permitirán expandir el ámbito de aplicación de la tolerancia. Los 
elementos que hacen posible este cambio serán tema del capítulo siguiente; por el 
momento, debo completar el cuadro teórico de la tolerancia clásica liberal. 
El principal punto de ataque de los teóricos clásicos de la tolerancia fueron, 
primero, un rechazo total a la imposición de un culto religioso, cualquiera que éste 
pudiera ser; y segundo, el ataque a la estructura jerárquica religiosa mediante el cambio 
de perspectiva sobre la naturaleza humana y el papel del Estado. Según ellos incluso, 
desde el punto de vista religioso, la intolerancia es todavía más contraria a Dios que 
cualquier diferencia de opinión. En cuanto a estas diferencias, habría que discutirlas 
apelando a las razones que cada quien tendría para creer en lo que mejor le dicte su 
conciencia y sin tener que recurrir a la violencia. En este sentido, la tolerancia nos 
obliga a respetar tanto la libertad de conciencia -y esto es el núcleo de la defensa de la 
tolerancia religiosa, es decir, aceptar que los hombres tienen derecho a pensar, expresar 
y disentir con sus opiniones sobre el orden establecido- como los derechos civiles y los 
bienes materiales. El fundamento de la tolerancia estaría en aceptar que todos buscamos 
la salvación por varios caminos, muchos de los cuales pueden ser errados, pero nadie 
nos puede obligar a dejarlos o a andar por ellos; y esto es un deber que impone tanto la 
fe como la razón. 
En este sentido, tenemos que la tolerancia consiste en el deber de respetar las 
convicciones morales de los demás y en contribuir para la construcción de una 
coexistencia pacífica duradera entre los seres humanos30. Con independencia de la fe 
que profesen, el respeto por los derechos civiles y las libertades básicas debe ser 
irrestricto para todos por igual. Así, la tolerancia se convertirá en un trascendental de la 
sociedad por ser condición necesaria para su configuración. Locke lo entiende así 
cuando denuncia que el origen de las guerras de religión y de la inestabilidad social: 
 
 
30 Hay que hacer notar que cuando se dice que la tolerancia es un deber este concepto ha dado un giro. 
Pues, en el tiempo de la jerarquía religiosa, dicho concepto debía ser entendido como un apego irrestricto 
e irreflexivo hacia las normas eclesiásticas; por el contrario, con el cambio de mentalidad, los teóricos 
clásicos de la tolerancia abogaron por un concepto más racional, es decir, entender al deber no como una 
imposición sino como un requisito que el ser humano, racionalmente, acepta como necesario para la 
construcción de un sociedad y para el respeto de sus creencias y de las de los demás. 
 
26
 
“No está en la división de las opiniones que no puede ser negada, sino en la tolerancia 
nula a quienes difieren [en materia religiosa] lo que ha producido toda disputa y guerra 
en el mundo cristiano.”31, es decir, los seres humano han faltado al deber de la 
tolerancia, entendida ésta, como el respeto al orden social, a la coexistencia pacífica y a 
la diversidad de opiniones. 
Fue en el papel del Estado donde los defensores de la tolerancia vieron el 
mecanismo idóneo para garantizar la libertad. Pues además de cumplir con esta garantía, 
también tendrá los mecanismos necesarios para no ser tolerante con quienes usan la 
religión para ganar poder político, con quienes promueven la violencia, el odio, la 
intolerancia; no se puede tolerar a aquél que cegado por sus pasiones se deja arrastrar en 
contra de sus semejantes tratando de hacer que éstos reconozcan su particularidad como 
una universalidad. 
Visto como una instancia mediadora de los conflictos y garante de los derechos 
y las libertades, al separarlo de la Iglesia, para defender y garantizar en todo momento 
que no se vea alterado este derecho, su función es la de coordinar y defender las 
libertades de los individuos. La Iglesia no puede ser el garante de la libertad, porque 
basa su fidelidad precisamente en la obediencia. Así que, lo que hace posible el correcto 
funcionamiento de los fundamentos y principios del Estado, es el supuesto de que los 
hombres tienen la libertad y el derecho de juzgar, opinar, disentir y examinar cada 
opinión, ya sea religiosa o legal, que se le presente, con la finalidad de administrarla 
como más le convenga en la búsqueda del logro de su concepción particular de vida 
buena. El primer para qué de la tolerancia es, a saber: garantizar la libertad, libertad de 
conciencia y de acción, tanto en el ámbito legal como en el religioso, en la búsqueda 
individual de la mejor concepción de vida buena. 
Para conectar esta visión de la libertad, considerada como la no restricción de 
opciones en las acciones de los individuos, ni por otros sujetos ni por las instituciones; 
con el segundo para qué de la tolerancia, voy a echar mano de las reflexiones que sobre 
el tema hiciera el filósofo inglés John Stuart Mill en su obra Sobre la libertad. Al igual 
que Locke, para Mill el individuo tiene derecho a seguir el camino que mejor le parezca 
debido a que tiene la capacidad de autodeterminación, esto es, puede elegir, sin la ayuda 
de alguien externo a él, lo que más le conviene. Sin embargo, a diferencia de 
antecesesor, Mill ya nos habla, con el término de autonomía, de una diferencia 
 
 
31 Locke, J., op. cit., p. 57. 
 
27
 
cualitativa interesante, a saber, mientras Locke plantea el tema de la tolerancia en 
términos de qué es lo que nos obliga a no intervenir en las creencias de otros; por su 
parte, Mill plantea la cuestión en función de qué derechos

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