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Las aventuras del aprendiz Lapich

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1 
IVANA BRLICi-MAZÚRANIC 
LAS AVENTURAS 
DEL APRENDIZ LÁPICH 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ILUSTRACIONES DE 
SUSANA GONZÁLEZ 
EDITORIAL ANDRÉS BELLO 
Barcelona • Buenos Aires • México D.F. • Santiago de 
Chile 
 
 
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EN CASA DEL MAESTRO GRUÑO 
El aprendiz Lapich 
Este es el cuento del viaje un aprendiz de zapatero, 
huerfano de padre y madre, llamado Lápich. 
Lápich era pequeño como un codo,* alegre como un 
pajaro , valiente como el Príncipe Marcos,** sabio como 
un libro y bueno como el sol. 
Todo el día permanecía sentado, con sus pantalones 
rotos y su camisa roja, un banquillo de zapatero de tres 
patas, todo el día claveteaba botas o cosía zapatos. 
Todo el día silbaba y cantaba mientras hacía su trabajo. 
El patrón de Lápich, el maestro Gruño duro y temible, 
era tan alto, que su cabeza llegaba al techo del 
tallercito. Tenía el pelo desgreñado, como un león, y los 
bigotes largos hasta los hombros. Su voz tronaba fuerte 
y poderosa, como la de un oso. 
El maestro Gruño, cierta vez, sufrió una penosa 
desgracia y, desde aquel día, corazón se endureció. La 
causa de su desdicha la conoceremos más adelante. 
El maestro Gruño era, pues, de corazón duro y 
sumamente injusto. Cuando dominaba el mal humor, 
siempre retaba gritoneaba a su aprendiz. 
La esposa del maestro, en cambio, e muy buena. A ella 
también le aconteció misma desgracia; pero, desde 
entonces, fue aún más bondadosa y de buen corazon. 
Quería mucho a Lápich. 
Ella también le temía al maestro Gruño. Cada vez que le 
llevaba al aprendiz un trozo de pan tierno, debía 
esconderlo bajo su delantal para que el maestro no lo 
viese, porque le había ordenado que le diera al niño, 
únicamente, pan duro y añejo; sin embargo, la buena 
 
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mujer sabía que a Lápich le gustaba comer el pan 
fresco. 
El aprendiz tenía, solamente, unos pantalones rotos y 
otros que su patrona le cosió de una tela verde. La tela 
sobró de un delantal del maestro y este le ordenó que le 
cosiese unos a Lápich. En estos pantalones, las piernas 
del niño se veían tan verdes —iguales que ranas 
verdes— que no le agradaban, porque otros aprendices 
se reían de él. El maestro le obligaba a ponérselos los 
días domingo. Pero Lápich, que nunca perdía el buen 
humor, cuando debía vestirse de pantalón verde, se 
burlaba de sí mismo. Croaba “cro-cro” como rana. 
Cuando los demás aprendices vieron cómo se divertía, 
no le gastaron más bromas. Desde entonces jugaban 
con él los domingos y lo querían mucho. 
Lápich debía jugar a escondidas del maestro, porque si 
este lo sorprendía, lo mandaba a casa inmediatamente. 
Así, pues, vivía Lápich en casa del maestro Gruño: lo 
pasaba mal. No obstante, él habría permanecido allí, 
sepa Dios cuánto tiempo, si no hubiese acontecido un 
hecho que lo entristeció muchísimo. 
Las botitas 
Cierto día, un rico señor encargó al maestro Gruño un 
par de botitas para su pequeño hijo. Estas quedaron 
muy hermosas. Sus cañas relucían como oro al sol. El 
mismo Lápich claveteó las suelas de esas botitas. 
Cuando vino el señor con su hijo para llevárselas y el 
niño las calzó, le quedaron, desgraciadamente, muy 
apretadas. Por tal motivo, el señor se negó a aceptarlas. 
El maestro discutió con él, pero el cliente no cedió, no 
quiso llevarse ni pagar las botas. 
 
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Tan pronto se marchó, el maestro Gruño se enfureció y 
gritó a Lápich: 
—(tú, bribón, tienes la culpa! ¡Tú, haragán e inútil! ¡Tú 
eres culpable de la estrechez de las botas! —Gruño 
vociferaba furioso. Entonces, agarró las botitas y con 
estas le propinó a Lápich una paliza sobre sus espaldas. 
Era demasiado injusto, puesto que él mismo midió y 
cortó las botas y Lápich no era culpable de nada. 
Cuando el maestro Gruño se enojaba, no distinguía lo 
justo de lo injusto. 
Por lo tanto, golpeó a Lápich en sus espaldas con las 
botitas, las arrojó a un rincón y le rugió a su mujer: 
—Mañana las echarás al fuego, no quiero ver más esas 
botas! —Y como un león, vuelto hacia Lápich, lo 
amenazó con su enorme puño y su voz de trueno: 
—Las botas serán quemadas pero tú, haragán, todavía 
me las pagarás. —Le advirtió de este modo que recibiría 
aún más golpizas por causa de las botas. 
Cuando Lápich se fue a dormir por la noche, no silbó ni 
cantó como acostumbraba, sino que permaneció 
cavilando por largo rato. 
Lápich dormía en el suelo en un rincón de la cocina. 
Ocupaba un duro colchón de paja y disponía de una 
manta rota y de un cabo de vela metido en una papa, en 
lugar de palmatoria. 
Se acostó, apagó la vela, que apenas sobresalía de la 
papa, y comenzó a pensar. Pensaba y pensaba, hasta 
que resolvió huir aquella misma noche de la casa del 
maestro Gruño para recorrer el mundo. Aunque esto no 
era fácil, sino además peligroso, Lápich se decidió. 
¡Cualquier cosa que un aprendiz imagine, la puede 
 
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realizar! 
La huida 
Cuando todo dormía profundamente, Lápich se levantó. 
A su alrededor todo era negro como en un baúl cerrado. 
Sigilosamente, igual que ratón, salió de la cocina y se 
introdujo en el taller, donde también reinaban las 
tinieblas. Al encender un fósforo, algo por el suelo 
empezó a meter ruido en todas las direcciones, a crujir y 
a escapar. Eran los ratones que de noche 
mordisqueaban cuero. Pero Lápich no se inquietó por 
ello, porque tenía bastante que hacer para preparar su 
viaje. 
Primero, cogió un pedazo de papel viejo y un gran lápiz 
de zapatero. Sentado en el banquillo de tres patas, 
escribió una carta: 
Usted quiso arrojar las botas al fuego. Yo me apeno po 
eso y me voy al mundo para suavizarlas. Entonces no 
quedaran estrechas. Sea mejor. con su nuevo aprendiz. 
Dele mas sopa y pan mas blando. Le devo!vere las botas. 
Lapich 
Demoró en escribir, pues no era diestro en caligrafía. 
Sus letras, grandes y jorobadas, semejaban peras. 
Cuando firmó la carta, se levantó cuidadosamente y la 
prendió en el delantal del maestro, que colgaba en una 
pared. Después, se sentó y se dedicó a redactar una 
segunda carta: 
Querida señora: gracias por su bondad. Me marcho a 
recorrer el mundo. Pensare en usted y ayudare a. todos, 
igual como usted m. ayudaba a mi. 
Se levantó en silencio y prendió la carta en el delantal 
de la señora, que también colgaba en la pared. 
 
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En seguida, tomó su bolso de cuero rojo e introdujo lo 
que necesitaba para el camino. Primero, un trozo de 
pan y un trozo de tocino. Esta era su comida de la noche 
anterior que no pudo comer por lo triste que se 
encontraba. 
Guardó en el bolso un pañuelo azul, una lezna, un poco 
de hilo zapatero y varios pedacitos de cuero. Lápich era 
un probado zapaterito, y zapatero sin lezna ni hilos es 
como un soldado sin fusil. En seguida, metió en el bolso 
su cuchillito y ya no cupo otra cosa. 
Al terminar esto, se vistió para el viaje: 
descolgó sus pantalones verdes y se los puso. Al 
hacerlo, estuvo a punto de croar, ¡tan acostumbrado se 
hallaba a esta broma! Pero permaneció mudo, como 
ratón, para no despertar al maestro Gruño, quien 
dormía en el cuarto del lado. 
Luego Lápich zurció un codo de su camisa roja y se la 
colocó. Del rincón, cogió las lindas botitas causantes de 
la paliza del día anterior. 
Faltó poco para que silbara de alegría cuando se calzó 
las botitas, ¡tan suaves las sentía! Tampoco debía silbar, 
porque el maestro se despertaría. Quiso, además, 
llevarse su gorro, pero estaba muy roto y sucio. Por tal 
razón, cogió un pedazo de cuero brillante, sobrado de 
las botitas, y con este cosió una ancha cinta alrededor 
del gorro. ¡Fácil era para él coser cuero, siendo 
zapatero! 
El gorro ahora brillaba como el sol y se lo encajó en la 
cabeza. 
Lápich, listo para el viaje, llevaba puestos sus 
pantalones verdes, su camisa roja, las lindas botitas, su 
 
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gorro reluciente y el bolso rojo al hombro. 
¡Parecía general de un ejército maravilloso! 
Entonces, silenciosamente, se escabulló del taller al 
patio. 
Allí estabaamarrado el perro Pelusín. Lápich y Pelusín 
eran grandes amigos y por eso no se acercó a él: 
comprendía que el perro gemiría al verlo partir. Para 
Lápich era igualmente triste y doloroso abandonar a 
Pelusín. 
Justamente cuando el niño salió al patio, dudando si 
abrazar o no al perro, el maestro Gruño comenzó a 
toser en su cuarto; tosía sin despertar. Le picaba la 
garganta, porque el día anterior le gritó mucho a 
Lápich. Cuando el niño escuchó la tos se aterró: creyó 
que el maestro había despertado. 
—Escápate ya, Lápich, lo más rápido que puedas! —se 
dijo, y velozmente atravesó el portón de la casa, que 
por suerte se encontraba sin llave, y salió a la calle. 
Todavía era noche oscura. Las casas parecían altas, 
hasta las nubes. Lápich marchaba muy de prisa. No 
divisó a nadie; la gente aún dormía. 
PRIMER DÍA DE VIAJE 
El pequeño lechero 
Lápich caminó y caminó en la oscuridad por muchas 
calles, pues la ciudad era grande. Tantas recorrió, que el 
maestro Gruño no lo sorprendería en ninguna. 
Continuó caminando hasta que el día comenzó a 
clarear. En la última calle, vio que avanzaba hacia él un 
anciano en su carrito tirado por un burro, trayendo 
muchos cántaros de leche a la ciudad. El carrito y el 
burro eran lindos, pero el pobre anciano se veía débil y 
 
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encorvado. 
El anciano se detuvo delante de una casa de tres pisos, 
tan alta, que todavía la luna miraba sus ventanas 
superiores. Entonces, tomó un cántaro lleno de leche y 
pretendió llevarlo. Pero, como era débil, tropezó con el 
primer peldaño y casi se cae. Empezó a lamentarse y se 
sentó. 
En ese momento, se le acercó Lápich, de pantalón verde 
y camisa roja, con sus lindas botitas y su gorro 
reluciente. Cuando lo vio el anciano, se sorprendió 
tanto, que terminó de quejarse. 
—Permítame, abuelito, que yo le lleve la leche a esa 
casa. 
—Y tú, ¿de dónde eres? —preguntó el anciano al 
multicolor Lápich. 
Como no le agradaba contar lo del maestro Gruño, el 
chico le replicó: 
—Yo soy el aprendiz Lápich. El Rey me envía para que le 
ablande las botas a su hijo y para que ayude en su reino 
a cuantos lo necesiten. 
El anciano entendió que Lápich bromeaba; pero le 
agradó tanto, que terminó de quejarse y hasta se rió. 
—A qué piso hay que subir la leche? 
—Al tercero —le informó el anciano. 
Lápich era muy fuerte: cogió el pesado cántaro y lo 
llevó hasta la casa como si fuese una pluma. 
Las escaleras aún estaban oscuras. 
Lápich subió con el cántaro al primer piso, luego al 
segundo y, al fin, al tercero. Este piso era tan alto, que 
la luna todavía miraba sus ventanas. 
Allí, entre las sombras y las tinieblas, yacía algo 
 
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sumamente negro. Sólo brillaban dos puntos iguales a 
dos luces rojas. Ciertamente, se trataba de un gato 
cuyos ojos centelleaban. 
—Oh, disculpe! —dijo Lápich al gato—. Ya traje la leche. 
Indíqueme usted el camino, por favor. 
El gato levantó alegremente la cola y, corriendo delante 
de Lápich, se paró ante una puerta. 
Lápich buscó la campanilla y la hizo sonar. La criada de 
la casa corrió el cerrojo y abrió la puerta. 
Al ver a Lápich de tantos colores, la criada se asustó: 
chilló con toda su fuerza y palmoteó. El gato se asustó 
de sus chillidos y saltó a la cabeza de Lápich; de esta, a 
un hombro de la criada y, de ahí, ¡paf!, 
derecho a una olla repleta de agua. 
¡Qué comedia! 
El gato maúlla, el agua salta, la olla rueda, Lápich brinca 
para no mojarse las botas y la criada ríe tan 
fuertemente, que hace vibrar los vidrios de las 
ventanas. 
—Ja, Ja! —reía la criada—. ¡Qué muñeco más 
pintarrajeado eres tú! ¿Eres papagayo o pájaro 
carpintero? ¿Quién eres tú? 
—No se engañe usted, señorita —respondió el niño—; 
yo soy Lápich y le traigo la leche. El anciano está débil y 
no puede subir las escaleras. Habría sido mejor que 
usted no hubiese gritado. 
La criada ya no reía. Le recibió la leche y, cuando Lápich 
quiso irse con el cántaro vacío, cogió una vela y lo 
acompañó escaleras abajo, porque el niño le había 
caído en gracia. 
—Y por qué, señorita, no baja usted misma a retirar la 
 
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leche cada día? Si hoy me pudo acompañar, bien podría 
ir sola a buscar la leche, el anciano es débil y no puede 
subir el cántaro al tercer piso. 
La criada se avergonzó por no habérsele ocurrido y le 
prometió que en adelante bajaría todos los días a retirar 
la leche. 
Ante esta promesa, Lápich ofreció traerle flores al 
regreso de su viaje. 
Cuando bajó a la calle, le rogó al anciano que le 
permitiese seguir repartiendo la leche, puesto que aún 
el carro se veía completo. 
El anciano no esperaba nada mejor y Lápich, cogiendo 
al burrito de sus riendas, se dispuso a repartir la leche. 
El inteligente burro se sabía de memoria todas las casas 
donde debía dejar la leche y se detenía, puntual, frente 
a sus puertas. El niño, muy sorprendido de la 
inteligencia del burro, le preguntó al anciano por qué la 
gente le dice “burro” o “asno” a un animal tan 
inteligente. El anciano, a pesar de sus años, no halló qué 
responder. 
—Cuando yo nací —recordó— los burros ya tenían ese 
nombre. 
Esto no le pareció justo a Lápich y se lamentó de no 
saber escribir mejor. 
—Si yo supiese escribir mejor, escribiría un libro para 
que a los animales inteligentes se los llame con 
nombres más bonitos, y el nombre “burro” o “asno” lo 
reservaría, únicamente, para los seres que lo merezcan 
—razonó el aprendiz. 
En tanto, al inteligente burro no le preocupaba cómo lo 
llamaban los hombres ni lo que Lápich y el anciano 
 
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conversaban de él: seguía deteniéndose frente a las 
puertas donde correspondía. 
Lápich tomaba un cántaro y, rápido como el viento, 
corría escaleras arriba. De este modo, el carro se vació 
en un santiamén, quedando un tiesto chico con el 
desayuno del anciano. 
El anciano agradeció al buen Lápich y lo convidó a beber 
sabrosa leche. Después se alejó con su burro y el carro, 
mientras Lápich reanudó su camino. 
El día aclaró. 
Lápich continuó avanzando y pronto salió de la ciudad. 
Ya no se divisaba ninguna casa, únicamente grandes 
campos, arbustos, árboles y una larga carretera. La 
ciudad se perdió de vista. 
—Gracias a Dios! —se dijo Lápich y se sentó bajo un 
árbol. Se sentía muy somnoliento, porque había 
dormido poco la noche anterior. Acomodó el bolso rojo 
bajo su cabeza y se acostó en la honda hierba. 
La hierba era blanda, pero bastante dura como para 
acostarse en ella. Lápich, de todos modos, se durmió 
dulcemente cual una liebre. 
¡Pues, que duerma y duerma! Lo importante es que el 
maestro Gruño quedó lejos, y más importante aún es 
que Lápich ignora cuánto bien y cuánto mal le aguardan 
en el camino. 
Si lo supiese no dormiría tan plácidamente. 
Una gran cabeza aparece 
en la hierba 
Lápich durmió a pierna suelta y por largo tiempo. 
Cerca de él, pasaban por la vía muchos carretones, 
muchos campesinos y campesinas. Los caballos 
 
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traqueteaban por la carretera, la gente conversaba y 
gritaba, los carretones crujían y los gansos, que las 
campesinas acarreaban a la ciudad, graznaban. 
Lápich dormía sin escuchar nada, como si tuviera 
saúco* metido en los oídos. Hundido en la alta hierba, 
nadie lo vio. 
Llegó el mediodía. Por la carretera no transitaba nadie. 
De pronto, Lápich comenzó a despertar. Oyó que algo 
se arrastraba y deslizaba en la hierba. Cada vez oía 
mejor cómo algo pisoteaba el césped y escuchó, ya muy 
cerca de él, que ese algo respiraba y resoplaba 
agitadamente. Aquello le pareció extraño. 
Lápich, adormecido aún, no veía ni escuchaba claro. Por 
esto quiso levantarse un poco para ver qué era lo que 
se deslizaba acercándosele cada vez más. 
Al instante, asomó en la hierba, muy próxima al niño, 
una gran cabeza enmarañada y amarillenta que le estiró 
su larga y roja lengua. 
Esto era verdaderamente muy extraño y bastante 
alarmante. Quizás cualquier otro se habría asustado, 
pero Lápich saltó y abrazó la gran cabeza enmarañada. 
¡Era la de su querido perro Pelusín! Pelusínhuyó del 
maestro Gruño en busca de Lápich, y después de mucho 
olfatear, buscar y correr, ¡al fin! encontraba a su amigo. 
El perro lamía las manos de Lápich con su lengua larga y 
roja; Lápich lo abrazaba sin cesar. 
—Qué bien, mi querido Pelusín! —repetía. De pura 
alegría, saltaban y daban tumbos en la hierba, como dos 
pelotas. Después de un rato, resolvió Lápich: 
—Ya está bien, siéntate, por favor, que vamos a 
almorzar! 
 
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Pelusín, muy feliz, saltaba tras las moscas y los 
saltamontes. 
Lápich, sentado en la hierba, sacó del bolso el pan, el 
tocino y su cuchillito; se persignó, se quitó su gorro y 
empezó a comer. Una lonja de tocino se echaba a la 
boca y la siguiente se la tiraba a Pelusín. El perro 
esperaba cada lonja en el aire y se la zampaba al 
instante. 
Lápich cortó un pedazo de pan para él y tiró otro a 
Pelusín. ¡Chap! hizo Pelusín y el pan desapareció. 
Y de esta manera, pronto acabaron su almuerzo, se 
levantaron y prosiguieron camino. 
Arreciaba el calor; la carretera era extensa, blanca y 
polvorienta. 
La casa de la estrella azul 
Durante bastante tiempo, Lápich y Pelusín marcharon 
alegremente por la carretera. Pero, al final, las plantas 
de los pies le comenzaron a arder. 
En eso, llegaron a una casita de gente pobre. La casita, 
parchada y chueca, tenía dos ventanucos. Debajo de 
uno, se veía una gran estrella pintada de azul. La estrella 
se divisaba de lejos y, por ella, la casa entera semejaba 
una viejita que ríe. 
Alguien lloraba en la casa a moco tendido. Esto apenó a 
Lápich y le recordó lo que había dicho: que recorría el 
mundo para socorrer a quien necesitase ayuda. Por lo 
tanto, entró a la casa para averiguar qué sucedía. 
En la pieza encontró a un niño. El pequeño que se 
llamaba Marcos, se encontraba llorando, muy solo, 
sentado en una banca. Era del porte de Lápich y lloraba, 
porque había perdido dos gansos mientras los 
 
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apacentaba. ¡Por cierto que esto no es desgracia tan 
grande; pero depende de quién se trate! 
Marcos era huérfano de padre y, siendo su madre muy 
pobre, debía cuidar los gansos, pues cada uno valía 
trescientas coronas. 
Cuando Lápich, de pantalón verde, camisa roja y 
relucientes botas, entró a la pieza, Marcos se 
sorprendió tanto, que abrió su boca lo más que pudo y 
dejó de llorar. 
—Por qué llorabas? 
—Perdí dos gansos mientras los apacentaba —
respondió Marcos, rompiendo a llorar con más ganas 
aún. 
—Eso no es nada. Nosotros los encontraremos. Vamos. 
Y Pelusín, Lápich y Marcos partieron a buscarlos. 
No lejos, se extendían unas grandes aguas en cuyas 
orillas Marcos solía apacentar los gansos. Lápich nunca 
había visto tantas aguas, porque siempre había vivido 
en ciudad. Alrededor de las aguas, se alzaban 
incontables arbustos, y lejos, en la orilla opuesta, 
crecían juncos. Cuando llegaron, Marcos empezó a 
llorar de nuevo. 
—Ay, ay! Nunca encontraré a mis gansos. —Lloraba tan 
fuerte que Lápich debió prestarle el pañuelo azul para 
que enjugase sus lágrimas. 
A Lápich también le parecía imposible hallar, junto a 
esas aguas tan grandes, a dos gansos tan pequeños. 
Pero prefirió callar para no apenar más a Marcos, y 
ambos empezaron a buscar los gansos entre los 
arbustos. Entretanto, Pelusín corría, olfateaba y ladraba 
alrededor de ellos, cada vez más enérgicamente. 
 
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De pronto, el desgreñado Pelusín se lanzó a correr, 
saltó al agua y nadó, cruzando las extensas aguas. 
—Pelusín, Pelusín! —llamaba Lápich, mas el perro no le 
obedecía; sólo sacudía la cabeza y seguía nadando hacia 
el otro lado del agua, perdiéndose entre los juncos. 
Lápich temía perder a Pelusín. Si perdía a su perro, 
seguramente él también lloraría. Pero no podría llorar, 
porque prestó su pañuelo a Marcos. Ni tiempo tuvo, 
porque de la lejana orilla, entre el ramaje, se escucharon 
sacudones y un batir de alas; sonoros graznidos y más 
sonoros ladridos. Eran los gansos de Marcos, que 
Pelusín buscó y encontró confundidos en el ramaje del 
otro lado de las aguas. Allá lejos, por supuesto, ni 
Marcos ni Lápich jamás habrían alcanzado. 
Marcos brincaba de alegría cuando Pelusín arreaba los 
gansos hacia él. Las aves nadaban adelante, abriendo el 
pico cuanto podían, y graznaban furiosamente. Pelusín 
nadaba detrás de los gansos y los correteaba, ladrando 
también con furia. 
Todo acabó bien; Pelusín condujo a los gansos, sin 
problemas, hasta los muchachos y muy contento salió 
del agua. 
—Qué inteligente eres! Cuando yo sea rico te compraré 
una salchicha de diez coronas —prometió Lápich a su 
perro. 
Marcos agarró un ganso y Lápich el otro y, sujetándolos 
bajo el brazo, regresaron a casa. Iban tan contentos, 
que silbaban por el camino igual que mirlos. Mientras 
marchaban, Marcos le comento a Lápich: 
—Vaya, qué cabeza tan grande tiene tu Pelusín! 
—Es por eso que es tan inteligente 
 
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—respondió Lápich—. ¡Si tuvieses tú una cabeza tan 
grande, habrías encontrado a los gansos sin el perro! 
Al cabo, llegaron a la casa de Marcos. La madre de este, 
que ya se encontraba allí, le permitió a Lápich que 
durmiese con ellos, pues le quedó muy agradecida de 
que su perro encontrase a los gansos. De este modo, 
Pelusín obtuvo para su amo su primer alojamiento. Ya 
anochecía, y Marcos y Lápich se sentaron en un 
peñasco situado delante de la casa y recibieron, en una 
fuente jaspeada, polenta con leche y dos cucharones de 
madera. 
Mientras cenaban, Lápich preguntó a Marcos: 
—Dime, ¿quién dibujó la estrella azul en la casita? 
—Yo! Cuando mi madre pintaba el cuarto, tomé pintura 
y la dibujé. Creí que mis gansos reconocerían la casa por 
la estrella; pero ahora veo que fue en vano, porque los 
gansos cruzan las aguas, tenga o no tenga estrella la 
casa. 
Lápich memorizó bien aquella estrella azul. Y quien lea 
este librito, que la recuerde. Le será útil cuando lleguen 
los difíciles días que vivirá Lápich. 
Los niños conversaban mientras cenaban. Pelusín 
recibió polenta también. Después de comer, todos se 
fueron a dormir. 
Lápich no durmió ni en la pieza ni en cama, porque en la 
casita no había lugar para él. 
En el patio había un modesto y viejo establo donde se 
guardaba heno, y allí dorrniría. 
Lápich debió trepar al desván del establo por una 
escalera y meterse a través de una pequeña abertura. Al 
llegar, giró en torno, asomó la cabeza y gritó: 
 
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—Buenas noches! 
Pero en el patio no quedaba nadie. La noche era negra y 
el patio semejaba un gran hoyo negro. Arriba, en el 
cielo, titilaban tantas estrellas como Lápich nunca 
advirtiera antes. 
Entonces, se quitó sus hermosas botitas y las limpió, se 
acostó sobre la paja y se durmió. 
Frente al establo, dormía Pelusín; arriba, en el altillo, 
dormía Lápich, y dentro del establo, dormía una bonita 
y jaspeada vaca. 
Fue el primer día de viaje de Lápich. Terminó sin 
problemas. ¡Dios sabrá cómo le irá en el siguiente 
Ldpích y 
los picapedreros 
De mañana, temprano, los gallos iniciaron su cantar y 
los gansos, su graznar; la vaca campanilleó su cencerro 
y Pelusín empezó a ladrar y gemir, porque no divisaba a 
Lápich. 
Era tanto el alboroto, que el niño despertó e imaginó, 
en el primer momento, que se hallaba en un zoológico. 
 
 
 
 
 Le agradeció a la madre de Marcos, quien le obsequió 
un trozo grande de pan y tres huevos duros para el 
camino. 
Lápich y Pelusín prosiguieron su andar y disfrutaron una 
sosegada mañana de viaje. 
Por un tiempo, caminaron alegres y despreocupados y 
 
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llegaron a un lugar de la vía donde varios hombres 
sentados picaban piedras para la carretera con largos 
martillos. Algunos usaban grandes anteojos negros, 
porque temían que les saltasen a los ojos trocitos de 
piedra. Otros, sin temor, desdeñaban los anteojos y 
cantaban animadamente. 
A Lápich le agradaron más estos últimos y, sin pensarlo 
dos veces, tomó asiento a su lado para cantar con ellos. 
Lápich conocía bien la canción que entonaban, porque 
la gente alegre siempre canta lo 
a, porque siemprepermanecen sentados al borde de la 
vía y miran pasar a todos. 
Un picapedrero le respondió a Lápich: 
—Al que tiene zapatos firmes, puño fuerte y cabeza 
inteligente le va bien en el amino. 
—Y al que no tiene de eso? —insistió lápich. 
—Igualmente le va bien, porque sin eso, al llegar a la 
primera aldea, de todos modos se aburre y regresa a 
casa —concluyó el picapedrero. 
Lápich se levantó para proseguir su amino; pero, antes 
de partir, todos se rieron con ganas por lo que 
aconteció en seguida: 
Apareció, desde un lado, un ternerito jaspeado que 
deambulaba por allí. 
—Es cierto que somos del mismo por te pero no 
hacemos pareja —se defendió Lápich y, riendo, se 
arremangó las mangas y se lanzó a pelear con el ternero 
jaspeado. 
Dos o tres veces se escuchó: ¡plaf, plaf!, y luego: ¡bang, 
bang! Lápich golpeaba con sus fuertes puños, y el 
ternero, con su cabeza jaspeada. 
 
20 
El ternero saltó bien hacia atrás, para atacar con mayor 
impulso a Lápich. 
—Oh, oh! Agarra vuelo, no más —azuzó Lápich al 
ternero. 
Y el animal se disparó con toda su fuerza contra él. 
Lápich brincó a un lado y el ternero, con su cabeza 
gacha, pasó corriendo a su lado y, ¡cataplum!, de cabeza 
rodó, igual que un zapallo, a una acequia que corría a 
orilllas del camino Después escapó al lugar donde 
recordó haber dejado a su madre. 
Lápich y los picapedreros, mirando atras se reían. 
Lápich se bajó sus rojas manas y les explicó: 
—Yo leí, hace tiempo, en el Almanaiue del Zapatero: “Si 
un tonto y un listo combaten, pelea pareja no hacen”. 
Pronto se dispuso a partir y los picapedreros se 
despidieron de él afectuosamente. 
—Feliz viaje! Tus botitas son fuertes y recién 
comprobamos que posees buena cabeza y firmes 
puños. 
A Lápich le agradó este halago y prosiguió su camino. 
El día se abochornó. En la noche, seguramente, se 
descargarían rayos, lluvias y truenos. 
 Cruzó una aldea, pero no se detuvo, pues pretendía 
huir lo más lejos posible de la ciudad del maestro Gruño. 
Caminaba, pues, Lápich, caminaba por la carretera; pero 
al atardecer, repentinamente, empezó a soplar un 
fuerte viento, a relampaguear y a tronar. Primero, 
tronaba lejos y débilmente. En seguida, cada vez más 
cerca y con más fuerza. 
Los truenos retumbaban como si una carreta de fierro 
cruzara los cielos. Pelusín se atemorizaba de los truenos 
 
21 
y trotaba apegado a Lápich. 
—Esto no es nada —le dijo Lápich y continuó adelante. 
Entonces, relampagueó más fuertemente y se escuchó, 
remoto, el terrible golpazo de un rayo. Pelusín se 
estremecía de susto y el viento resop1aba. Aparecieron 
unas nubes negrísinas, tantas, que el día se oscureció 
como si fuese noche. Cuando relampagueaba, todo el 
cielo se veía ardiendo. 
Principió a caer una lluvia de gruesos goterones. 
“Ahora debemos guarecernos”, pensó lápich, más 
preocupado de sus botas que por otra cosa; miraba 
alrededor y no veía dónde esconderse, porque por 
todos lados se multiplicaban campos y árboles y no se 
advertían casas ni gente. 
Era conveniente que Pelusín y Lápich induviesen juntos. 
A veces, se mostraba nás inteligente el perro que el 
amo, y otras, ocurría al revés; de este modo siempre se 
ayudaban el uno al otro. 
En esta ocasión, el más inteligente fue el perro que 
corrio hacia un puente que aparecio 
Cuando Lápich se deslizó bajo el puente de súbito, se 
asustó. 
¡Y quién no se habría sorprendido y asustado! Allí se 
hallaba sentado un hombre envuelto en una larga capa 
negra y cubierto con un sombrero roto. Pelusín le ladró 
rabiosamente, pero Lápich, en cambio, fue más 
prudente esta vez y reflexionó con tino: ¡siempre hay 
que ser amable y cortés! 
Ordenó al perro que se callase y saludó al hombre: 
—Buena tardes! 
—Buenas tardes —contestó el hombre—. ¿De dónde 
 
22 
llegaste hasta acá? 
—Afuera llueve y a mí me preocupan mis botas. 
¿Permite usted que yo y Pelusín nos quedemos aquí? —
preguntó Lápich. 
 El viento seguía soplando, terriblemente huracanado; 
la lluvia azotaba el puente con granizos, como si lo 
golpeasen con martillos, y los estampidos de los 
truenos resonaban tan potentes que no se podía 
conversar. 
Lápich, Pelusín y el hombre seguían en cuclillas. 
El perro gruñía sin parar en contra del hombre, quien en 
verdad tampoco le gustaba a Lápich. Hubiese preferido 
estar solo con Pelusín debajo del puente. 
La lluvia castigaba sin piedad y los truenos proseguían 
iguales en su furia. 
—Debemos dormir aquí esta noche 
—dijo el hombre. 
Lápich comprendió que el hombre tenía razón, porque 
afuera llovía a cántaros , se saco las botas que colocó a 
su lado. Puso el bolso debajo de la cabeza y se tendió 
sobre la paja. 
El hombre se acostó, cubriéndose con su capa. 
Lápich le dijo: 
—Buenas noches! —y el hombre contestó lo mismo. 
El niño se persignó en voz alta. 
Alzó un poco la cabeza para ver si el hombre lo haría a 
su vez. Pero este no se persignó; se dio vuelta y empezó 
a roncar como lobo. 
Aquello no le agradó a Lápich. Por tal motivo, se 
persignó una vez más y abrazando a Pelusín, porque 
sentía algo de frío, se durmió tranquilamente. 
 
23 
Transcurrió el segundo día del viaje del aprendiz. Este 
no fue muy agradable por cierto: pero en cualquier 
travesía hay dificultades 
TERCER DÍA DE VIAJE 
Una gran tristeza 
De este modo, bajo el puente, dormían Pelusín, Lápich y 
el hombre de capa negra. Durante la noche, de pronto, 
el perro comenzó a gruñir y a ladrar. Lápich, muy 
dormido, lo abrazó más fuerte aún y le ordenó: 
—Cállate, Pelusín! 
El perro obedeció y ambos continuaron durmiendo,a la 
mañana siguiente, cuando lapich desperto se percato 
que el hombre se habia marchado sin despedirse por lo 
que se dispuso a calzar sus botas. Pero, lo que vio fue 
algo terrible: sus botas habían desaparecido. 
No estaban ni en la paja ni debajo de ella. No estaban en 
parte alguna. ¡No estaban y no estaban! El hombre se 
las llevó. 
—Ay, Señor, Dios mío! —suspiró el niño y unió sus 
brazos, desconsolado, y quedó pensativo por algunos 
momentos. 
Cualquier niño lloraría si le robasen tan lindas botitas. 
¡Por cierto que cualquier niño lloraría al quedar descalzo 
en su largo viaje! 
Mas Lápich no lloró. Reflexionó unos instantes, se paró 
de un salto, llamó a Pelusín y dijo: 
—Vámonos, Pelusín, vamos a buscar a ese hombre! 
Nosotros lo hallaremos aunque tardemos diez años, y 
recuperaremos las botas. 
Encontrar las botas no era trabajo fácil. El mundo es 
enorme y existen miles de lugares donde el Hombre 
 
24 
Negro pudo esconderlas. 
Una niñita en el camino 
De tal modo marchaba Lápich; marchaba por la 
carretera y reflexionaba igual que un niño de último año 
de escuela primaria. Pero él no asistía a la escuela, sino 
que cruzaba por el mundo buscando sus botitas, tarea, 
en verdad, todavía más difícil. 
Después de caminar media hora, divisó en la carretera a 
una pequeña y hermosa niña. 
La niñita, de suelta cabellera, llevaba al hombro un 
lorito verde. Caminaba con pie ligero. 
La niña era de un circo y se llamaba Ghita. Ghita es un 
nombre curioso, pero en los circos suceden muchas 
cosas curiosas. 
A Lápich le pareció muy linda, con su vestidito celeste 
orillado con cinta plateada. El vestidito se hallaba 
bastante gastado; pero..., qué importaba eso. Ghita 
calzaba zapatos blancos con hebillas doradas. Los 
zapatos se veían viejos y remendados, pero, igual..., qué 
importaba eso. De todas formas, Ghita le parecía bella y 
apuró el paso para alcanzarla. 
—Buenos días! —saludó al acercarse a Ghita. Pero 
imagínense cuánto se sorprendió, cuando en vez de 
Ghita, le contestó su loro: 
—Buenos días, buenos días, buenos días! 
Ella le contó que, por haber enferma do su patrón la 
dejó en una aldea. Que él continuó en gira con el circo, 
pasaría por dos aldeas y una ciudad y, luego, se 
quedaría en una tercera aldea, indicándole que cuando 
sanara fuese tras él. 
—Ahora, viajo a pie a esa tercera aldea 
 
25 
—dijo Ghita—; es bastante lejos y el viaje,aburrido. 
—Pues, yo también estoy viajando. ¡Vámonos juntos! 
—Vámonos! —respondió Ghita—. Pero estoy muy 
triste. Alguien, esta mañana en la carretera, mientras fui 
a una fuente a beber agua, me robó mi cajita. Ahí 
guardaba varias cosas y mis aretes de oro. 
—Y a mí, alguien me robó las botitas 
—agregó Lápich—. No te pongas triste. Encontraremos 
nuestras cosas.Al rato la niña se quejo que tenia 
hambre, que dificiles son las niñitas! Hace un rato se 
mostraba apenada y ahora, con hambre...” 
Sin embargo, y a pesar de todo, Ghita e gustaba cada 
vez más y por esto le respondió en voz alta: 
—Ya encontraremos trabajo en la aldea no tendremos 
hambre. Y tú, dime, ¿qué sabes hacer para ofrecer 
nuestros servicios algún campesino? 
Ghita, con orgullo, contestó: 
—Oh, yo sé muchas cosas! Sé montar, sé estar parada 
arriba de un caballo, sé saltar a través de un aro, sé 
pelotear doce manzanas al mismo tiempo; puedo 
morder el vaso más grueso y tragarme el vidrio y sé 
muchas otras piruetas que se ven en los circos. Lápich 
comenzó a reír con tal fuerza, 
que el gorro se le cayó de la cabeza. 
lo que tu sabes no nos servirá para trabajar con algun 
campesino, pero continuaron hacia la aldea para hallar 
ocupación. A un lado iba Lápich, al otro, Ghita y al 
medio, Pelusín. En el hombro de Ghita se equilibraba el 
loro. 
¡Qué grupo tan llamativo y extravagante avanzaba por 
la carretera! 
 
26 
En la siega 
Lápich silbaba tan bonito mientras caminaba, que todos 
marchaban marcial y rápidamente como soldados. Por 
esto, llegaron pronto a la primera aldea. 
Allí, un granjero segaba su heno y disponía de muchos 
labriegos. 
Lápich se acercó al granjero y le preguntó: 
—Necesita usted buenos labriegos? 
—Justamente por eso, porque no sabemos nada y 
deseamos aprenderlo todo 
—contestó Lápich. 
Al granjero le agradó la respuesta y, a pesar de que 
nunca había contado con peones como Ghita y Lápich, 
los ocupó de todos modos y les ordenó que removiesen 
el heno ya segado. Él empleaba a muchos trabajadores 
para secar el heno lo más rápido posible. 
Los labriegos, precisamente, estaban desayunando y les 
ofrecieron a Ghita y a Lápich tocino y pan. 
Cuando acabaron de comer, todos se fueron a trabajar. 
Ghita colocó su loro y el bolso en una rama. 
A los niños les pasaron unas grandes horquillas de 
madera para que removiesen el heno y lo apilaran. 
Ghita no estaba comoda en aquellas tareas. Se aburría 
de trabajar, porque en el circo no aprendió ningún 
oficio serio. 
Ella, por lo mismo, apenas movió dos o tres veces la 
horquilla, formó un montoncito disparejo y se sentó 
arriba de él. 
—Lápich, tengo calor —se quejó primero. Pero Lápich 
no escuchaba, seguía trabajando. 
—Lápich, tengo hambre otra vez —insistió Ghita algo 
 
27 
más tarde. 
Lápich tampoco contestó: continuaba trabajando. 
Ordenaba el heno tan bien, como tabaco en cajas, y 
había alzado ya tres altos montones, como tres torres. 
Ghita se enojaba más todavía porque Lápich no le 
contestaba y el trabajo la aburría cada vez más. 
Por tal motivo, empezó a sacudir la horquilla con rabia, 
hasta quebrarla. Luego por rastrillar el pasto con tanta 
furia, se le quebraron tres dientes al rastrillo por lo que 
el campesino se puso furioso 
—Yo no necesito un labriego como este! ¡Quien no 
trabaja, tampoco debe comer! 
Levantó del suelo una larga varilla y se dirigió hacia 
Ghita para echarla del trabajo. Así actúan siempre los 
campesinos con cada labriego perezoso. Si no fuese de 
este modo, sería preferible que ni intentaran segar la 
hierba. Y si la hierba no se siega, crecería tan alta, que 
todos los perezosos se esconderían en ella y dormirían 
el día completo. Así, pues, a guascazos, es lo mejor. 
Ghita, de lejos, divisó que el granjero venía con la varilla. 
Por supuesto, no quiso esperar que se acercase. 
Rápidamente tiró el rastrillo, tomó su loro, alcanzó su 
bolso y hábilmente se escabulló hacia los arbustos 
como una ardilla. 
Y Pelusín. al que le encantaba jugar, 
—Que no te vea más! —vociferó el granjero. 
De este modo, Ghita se desligó de ese trabajo y sólo 
Dios sabe qué idea brotó de su circense cabecita. 
Lápich lo vio todo y no le agradó nada. Él permaneció 
trabajando y razonó: 
—Ghita no es culpable de no saber trabajar, porque 
 
28 
nadie le ha enseñado, y ya que viajamos juntos, debo 
preocuparme de ella y le convidaré la mitad de mi cena. 
Así pensó el buen Lápich y trabajó rápida y 
entusiastamente todo el día, para ganarse su cena y la 
de Ghita. 
Ghita, Pelusín y el loro no aparecieron hasta la noche. 
Seguramente almorzaron moras y frutillas que crecén 
entre los arbustos,. 
La función 
Cuando al caer la noche terminó el trabajo, los labriegos 
se sentaron a cenar. Había tantos, que ocuparon una 
mesa que medía cinco metros de largo. La mesa se 
extendía bajo unas gruesas encinas. La dueña les :trajo 
cuatro grandes fuentes con frijoles y tres fuentes, más 
grandes todavía, repletas de papas. Lápich se sentó 
junto con los Labriegos a cenar. 
Pensaba, precisamente, cómo encontrar a Ghita para 
convidarle comida. Y en ese momento, se escuchó en 
medio de los arbustos un toque de corneta. 
Los labriegos dirigieron sus miradas al Lugar donde 
sonaba la corneta y quedaron tan sorprendidos, que sus 
cucharas se les cayeron de las manos. Al ver a la niña de 
su cuello, mostraba una guirnalda tejida con flores del 
campo. Las cuerdas y las riendas de cordel, asimismo, se 
hallaban totalmente adornadas con flores. Pelusín, 
además, lucía tres anchas cintas rojas amarradas en su 
cola. Adelante, en la carreta se cimbraba una alta varilla 
y en la varilla se apreciaba una estrecha argolla. En la 
argolla se columpiaba el loro. 
Pero lo más hermoso era esto: 
Ghita, sentada en la carreta, pareciendo una reina con 
 
29 
su vestidito dorado y su cabellera al viento, tocaba una 
cornetita dorada. El instrumento, el vestido y las cintas 
las sacó Ghita de su bolso. 
Pelusín tiraba la adornada carreta directamente hacia 
los labriegos. 
El modo como el sabio perro aprendió a tirar la carreta 
en un solo día Semejaba una golondrina, puesto que 
extendía sus brazos a todo lo ancho. 
Lápich, muy asustado, corrió debajo de la cuerda para 
salvar a Ghita por si caía. Pero ella, sonriendo, caminaba 
en lo alto por la delgada cuerda tan segura, como quien 
camina en el suelo. Cuando alcanzó el extremo de la 
cuerda, se deslizó por una rama hasta abajo con la 
misma facilidad de un pajarillo. 
—Oh, oh!, esto no lo había visto todavía —exclamó 
Lápich. 
en adelante será fácil encontrar la cajita de Ghita y mis 
botas —pensó Lápich, esperanzadamente—. Si el 
Hombre Negro las escondió en un sótano, Ghita, que es 
tan hábil para atravesar un angosto aro, también lo será 
para meterse en cualquier sótano, aunque sea a través 
de un agujero hecho por un ratón. Y si las escondió en 
algún desván, Ghita, que es tan segura para caminar en 
alturas, lo será para pasearse por los tejados de todos 
los desvanes, hasta hallar mis botas y su cajita.” 
Lápich, por supuesto, se equivocaba al calcular de esta 
manera. Ghita, de veras, había aprendido a atravesar 
aros y caminar en la cuerda, precisamente para eso: 
para deslizarse a través de aros y caminar en la cuerda. 
Pero de su gran habilidad, ni Lápich ni nadie jamás 
obtendrían otros provechos. 
 
30 
Los labriegos, maravillados del arte de Ghita, se 
olvidaron de sus frijoles y de sus papas. 
Entonces, Ghita se acercó de nuevo a su carreta y tomó 
la varilla con el loro y la alzó arriba. Luego, dando 
golpecitos con el pie en el tamboril, entonó una curiosa 
canción que únicamente conocen los comediantes y los 
loros. 
En ese momento, el loro se puso a girar en su argolla, se 
colgaba de sus patas, quedando boca abajo; se colgaba 
de su pico, con los pies en el aire y, luego, se 
contoneaba y ladeaba la cabeza igual que una señorita 
paseando. Bailaba en una pata y en la otra, como un 
oso. Finalmente, Lanzó un silbido, imitandoun tren, y 
empezó a dar más vueltas en la argolla. 
Se daba vueltas, rápidamente, y tan seguida alrededor 
de la argolla, que nadie habría adivinado si era en 
verdad un loro o un mono, lo que al fin de cuentas 
resulta igual. 
Y brotó la última sorpresa, que arrancó carcajadas a los 
presentes, como siempre, al final de una función: Ghita 
levantó la varilla con el loro arriba, y exclamó: 
—Buenas noches! 
Giró la varilla y el loro hacia Lápich. El loro, ni corto ni 
perezoso, voló y se sentó en su hombro, le quitó el 
gorro, se lo tiró al suelo y se lanzó a chillar y a gritar: 
—Me reverencio, me despido, buenas noches, buenas 
noches! 
¡Ay, cómo reían los labriegos y hasta el mismo granjero! 
También Ghita chillaba de risa, igual que el loro. Lápich, 
en cambio, se encontraba petrificado de asombro, con 
el loro en su hombro, porque tal gracia no la imaginaba. 
 
31 
—Buenas noches, buenas noches! —decían en voz alta 
los labriegos, y Lápich, por último, repitió lo mismo. 
—Si esto es una comedia, pues, que sea comedia —
resolvió Lápich, y bajó el loro al suelo y lo cubrió con su 
gorro. 
—Haz la venia una vez más —le mandó. 
Es claro que el loro no pudo hacerla, porque un gorro 
tapa incluso al loro más inteligente, del pico a la cola. 
Por el contrario, corría con el gorro como gallina ciega, 
hasta que Ghita lo liberó. 
Todos rieron más y más y la función concluyó. 
A Ghita le sirvieron frijoles y papas y el dueño olvidó su 
enojo, porque cuando alguien ríe con gusto no puede 
enfadarse de nuevo. 
—Viste lo excelente que es mi trabajo? 
—comentó Ghita con orgullo a Lápich. 
—Tal trabajo puede ser bueno, siempre que no haya 
otro —replicó Lápich. Y después, todos se fueron a 
dormir. 
La conversación de Ldpích 
con los labriegos 
Ghita durmió en la casa de la dueña y Lápich, en el heno 
con los labriegos. Estos se acostaron y reinó el silencio. 
Lápich, antes de dormirse, suspiró: 
—Hoy no he encontrado mis botitas! 
—Qué botas? —indagó un labriego recostado cerca de 
él. 
—Esta mañana, alguien me robó mis botas —le explicó 
Lápich. 
—A mí, alguien me robó mi chaqueta azul —prosiguió 
el labriego. 
 
32 
—A mí, alguien me robó el hacha —dijo otro. 
—A mí, alguien me robó el jamón de la buhardilla —dijo 
un tercer labriego. 
—A mí, alguien me robó el bolso con todo mi dinero —
dijo un cuarto labriego. 
Entonces, comprendieron que en la aldea se ocultaba 
un ladrón que les robó sus cosas. Cada uno se dedicó a 
meditar cómo encontrarlas y quién podría ser el Ladrón. 
Cuando la luna se levantó en el cielo, :todos dormían. 
CUARTO DÍA DE VIAJE 
Un incendio en la aldea 
Lápich nunca en su vida durmió tan suavemente como 
esa noche recostado en el heno. 
En verano, en realidad, resulta maravilloso dormir en el 
heno.” 
 El heno es fragante y a su alrededor hay paz y nadie se 
desvela. En las aldeas, la gente buena duerme de noche. 
Sólo las lechuzas y los murciélagos permanecen 
despiertos. Mas ellos, que vueLan tan delicadamente, 
no despertaron a Lápich. 
Pero, ¡qué pena!, cuando uno lo está pasando de lo 
mejor, suele ocurrir una desgracia. 
Y ocurrió esa misma noche. 
De repente, Lápich despertó en medic del heno y oyó 
que los labriegos voceaban: 
—Fuego, fuego! 
Saltó rápidamente del heno. Aún era noche oscura. Sólo 
en la aldea encandilaba una luz resplandeciente, porque 
allá ardía un gran fuego, rojo como en lo infiernos. 
 
33 
Ardía el establo de un aldeano a quien nombraban 
Gregorio el Malo. 
En la aldea nadie lo quería, pues no era buena persona. 
Pero cuando se esta quemando la casa de alguien, no se 
pregunta quién quiere a quién, sino que se debe correr 
para apagar el fuego. 
Los labriegos corrieron a la aldea para ayudar a 
extinguir el incendio, y Lápich se sumó a ellos. 
De todas las casas corrían campesinos blandiendo cada 
uno un palo largo con un gancho para apagar el fuego. 
Asimismo, corrían muchas mujeres. Cada una llevaba un 
balde para dominar las llamas. Y corrían muchos niños 
tomados del delantal de sus madres y llorando. Todos 
gritaban y se apresuraban en la oscuridad hacia el 
siniestro. 
La pequeña aldea no contaba con bomberos. 
“Dios mío!, cómo acabará esto sin bomberos”, pensó 
Lápich cuando se acercaron al fuego. 
Mas, la gente de esa aldea era muy inteligente y sabía 
cómo apagarlo, incluso sin bomberos. Formaron una fila 
igual que soldados, y la fila era tan larga, que el primer 
aldeano se hallaba parado junto a n pozo y el último, 
cerca del fuego. El primero, junto al pozo, sacaba un 
balde Lleno de agua y, rápidamente, se lo pasaba al 
segundo. El segundo le entregaba el jalde a un tercero, 
el tercero, al cuarto y, así, aceleradamente, se pasaban 
unos a otros el agua; el último, que permanecía muy 
cerca del fuego, desde una escalera, arrojaba el agua 
sobre el establo en llamas. este aldeano era tan fuerte, 
que lanzaba el agua muy alto, igual que la bomba de los 
bomberos. 
 
34 
Todo operaba apresuradamente. Sin embargo, los 
hombres se exigían a voces: 
“Apúrate!”, y las mujeres gritaban: “Apúrense!”, 
porque temían que se incendiara la casa vecina al 
establo. 
¡Mas, todo fue en vano! Cuando apagaron el fuego del 
establo, empezó a quemarse la casa, pues la cubrían 
apenas unas tablitas. 
¡Dios mío, qué terrible es cuando arde una casa! ¡Cómo 
gritaban las mujeres y los niños cuando el techo 
principió a chisporrotear por el fuego! Los hombres, 
cansados de tanto apagar llamas, comenzaron a 
discutir: 
—Hay que subirse al techo para echar el agua desde 
arriba —clamó uno. 
—Yo no me subo a ese techo viejo para caerme dentro 
del fuego —tronó otro. 
—Tú eres un cobarde —gritó un tercero. 
Discutían tanto, que la casa y quizás las gorras en sus 
cabezas se habrían quemado antes de terminar su 
discusión. Pero, en ese momento, desde el techo se 
escuchó una VOZ: 
—Denme, rápido, un balde de agua! 
Todos miraron hacia arriba y vieron en el techo a 
alguien sentado, de camisa roja, pantalones verdes y 
gorro reluciente. 
Era Lápich, quien se había encaramado al techo 
mientras los hombres discutían. 
Los aldeanos le pasaron, rápidamente, balde tras balde, 
colmados de agua, colgados de los palos. Lápich, 
montado sobre la parte más alta del techo, apagaba el 
 
35 
fuego que se acercaba más y más a él. Las llamas 
crecían y crecían. 
Las mujeres lloraban a gritos. 
—Ay, ese pobre niño sucumbirá en el techo! 
Las llamas casi lamían los pies de Lápich; se debatía 
sofocado y además cansado, porque había arrojado 
mucha agua y sus manos temblaban. Los hombres, 
abajo, también temblaban de miedo por lo que le podía 
suceder al niño. 
Lápich comprendió que con el agua solamente no podía 
apagar el fuego. La llamas le llegaban hasta los pies. 
Apenas podía respirar por el calor que se levantaba del 
techo. 
—Denme un palo! —gimió con voz ahogada, pues no 
podía hablar más. 
Los hombres, velozmente, le pasaron un palo largo con 
un gancho de fierro Lápich, con el palo, golpeó lo más 
que pudo las tablas que ardían bajo sus pies. 
Las chispas saltaban como estrellas alrededor de Lápich 
y las llamas silbaban contra él, como inmensas 
serpientes. De pronto, se escucharon chirridos y 
crujidos. Las tablas crepitaban en el fuego toda la 
ardiente esquina del techo se desplomó al suelo. Los 
aldeanos, gritando corrieron y apagaron el fuego con lo 
palos. 
Arriba, ya no saltaban llamas; la casa se encontraba a 
salvo. 
En un instante —qué desgracia!— Lápich desapareció 
del techo y se esfumó. 
El madero sobre el que permanecía sentado se hundió y 
él cayó del techo al desván. 
 
36 
—Ay, pobre Lápich! —lamentábanse los aldeanos—. 
¡Tan bueno que era! Quiso ayudar a todos y ahora nadie 
sabe si está vivo o muerto. 
Un gran milagro 
Lo que le ocurrió a Lápich al caer del techo, fue un 
verdadero milagro. 
Ciertamente debía ser muy bueno, puesto que no sólo 
se salvó de un modo milagroso, sino que, además, se 
alegró de veras. 
Cayó, pues, del techo al desván.¡Milagro de milagros! 
¡Cayó derecho a un cajón lleno de harina! Cayó en 
blando, como sobre plumas y nada le ocurrió. 
Y lo primero que vio, al recorrer el desván con su 
mirada, fue un milagro, todavía mayor, que nunca 
habría imaginado. 
¡En el desván, frente a él, colgaban sus bellas y 
pequeñas botas! 
Un poco más allá, colgaba la chaqueta azul del primer 
labriego; algo más distante, el hacha del segundo y, al 
lado de ella, el jamón del tercero; y muy al rincón, el 
bolso del cuarto. La blanca cajita de Ghita reposaba en 
el piso. 
—Oh, oh! —gritaba Lápich sentado en la harina, igual 
que un ratón asomando en afrecho—. ¡Eh, eh, todo el 
mundo venga aquí arriba! ¡Atrapé mis botas en el aire! 
La gente creyó que Lápich había enloquecido al caerse 
del techo, pues las botas no se cazan en el aire como 
mariposas. Sin embargo, todos subieron corriendo al 
desván. 
Al llegar, lo encontraron lleno de cosas robadas. El 
desván repleto parecía un almacén. Ahora se supo por 
 
37 
qué Gregorio nunca estaba en casa de noche. La gente 
comprendió que Gregorio y el Hombre Negro eran 
amigos y que en el desván ocultaban sus robos. 
Los aldeanos quedaron muy felices. Cada uno tomó lo 
suyo, y el que recuperó su bolso con el dinero fue el que 
más se alegró. 
A Lápich lo celebraron como a una torta de bizcocho, lo 
subieron en hombros y lo condujeron al patio. El traía 
sus queridas botitas en la mano y se mostraba dichoso 
igual que un zar. 
La madre de Gregorio 
Ahora todos estaban contentos, salvo la anciana y 
enferma madre de Gregorio, que lloraba en su cama. 
Hasta entonces, ignoraba que tenía un hijo tan 
malvado. Gregorio, por cierto, no se hallaba en casa; de 
noche acostumbraba andar en malos pasos. Su madre 
temía que los campesinos lo encontrasen y le diesen 
una gran paliza, pues escuchó lo que conversaban en el 
patio: 
—Si Gregorio estuviese aquí, ¡qué zurra le daríamos! —
dijo un campesino. 
—Le romperíamos la cabeza —dijo otro. 
—Lo echaríamos al fuego —dijo un tercero. De tal 
modo amenazaban los campesinos. 
—Todo esto no sería prudente —pensó Lápich—, pues 
a fuerza de palos no se corregirá Gregorio. Lápich entró 
a la pieza y en voz baja, para que los campesinos no 
oyesen, le habló a la madre de Gregorio: 
—No llore! Yo conozco a su hijo; los labriegos me lo 
mostraron ayer cuando pasaba por la pradera. Si lo 
encuentro en mi camino, le advertiré que no regrese a 
 
38 
la aldea. Le aconsejaré que abandone al Hombre Negro, 
que se vaya lejos y sea honrado. 
—Dios te bendiga, hijo mío! —le contestó la anciana, y 
el corazón de la pobre mujer, en el acto, quedó aliviado, 
comprendiendo que al menos Lápich no guardaba 
enojo contra su Gregorio. 
Entonces, le pasó a Lápich un pañuelo El pañuelo 
anudaba una moneda de plata. 
—Entrégale esto a mi Gregorio, si lo encuentras —le 
pidió al niño, y se puso a llorar otra vez. 
Lápich se lo prometió y, tomando el pañuelo, se 
despidió de la anciana y se encaminó al patio. 
La gente ya no estaba. Cada uno, contento, se llevó lo 
suyo a casa. Lápich cogió la cajita de Ghita y se la 
entregó. Ella, de alegría, lo abrazó tan fuerte, que 
Pelusín ladró, creyendo que lo estrangularía. 
Era pleno día. Nadie pensó en dormir más. 
La cicatriz de Ghita 
Aquel día no ocurrió ninguna otra novedad. Gracias a 
Dios, pues todos se encontraban cansados. Por tal 
motivo, en la aldea tampoco se trabajó mucho, pero sí 
se habló bastante. Junto a cada cerco, dos mujeres 
conversaban del incendio. Bajo cada árbol, tres o cuatro 
hombres, acostados, lo comentaban también. Y en 
cada acequia, jugaban los niños. Los niños, olvidados 
del siniestro, cazaban ranas. La gente celebraba a 
Lápich por la valentía que demostró en el incendio. 
Lápich se había herido un talón. Por andar descalzo, lo 
quemó una llama cuando apagaba el fuego en el techo. 
Mientras Ghita le vendaba la herida él le dijo: 
—De veras me alegro de que el Hombre Negro me 
 
39 
hubiese robado las botas. 
—Y por qué te alegras? 
—Porque si en el incendio hubiese estado calzado con 
las botas, ellas tendrían la herida en el talón. Habría sido 
una pena. A mí no me inquieta la herida, ya que pronto 
cicatrizará. 
A Ghita le pareció extraño que Lápich se preocupase 
tan poco por su herida. Ella habría llorado seguramente 
tres días si se hubiese herido de aquel modo. 
Mas, para darse importancia, le mostró el pulgar de su 
mano derecha 
—Ves? También yo tuve una herida, aquí! 
Efectivamente, en el pulgar de Ghita se observaba la 
cicatriz de una herida, una cicatriz en forma de cruz. 
—Cuándo te hiciste esa herida? —preguntó Lápich—. 
¿Te dolió mucho? 
—No recuerdo cuándo me la hice. Era yo muy 
pequeñita todavía. Sucedió antes de llegar al circo. 
—Y de qué lugar llegaste al circo? 
—Tampoco lo sé. 
—Y quién te llevó allá? 
—Tampoco lo sé. El patrón del circo dice que no tengo 
ni padre ni madre y yo preferiría no tenerlo ni a él, 
porque no lo quiero. Sus ojos son muy feos. Cierta vez, 
en plena noche, lo pude oír cómo cuchicheaba con unos 
hombres frente al circo. Seguramente es un hombre 
malvado. 
Luego, algo pensativa, agregó: 
—Lo que yo más querría es tener una madre. ¿Qué se 
siente, Lápich, cuando uno tiene madre? 
—Tampoco lo sé yo, porque no tengo madre. Pero tuve 
 
40 
una patrona que a menudo me protegía de mi maestro. 
Cuando de noche me rendía el sueño, tomaba la escoba 
de mis manos y barría el taller por mí. Esto, quizás, le 
debe ocurrir siempre al que tiene madre. 
—Entonces, lo que más me haría feliz es que tu patrona 
fuese mi madre —concluyó Ghita. 
Lápich quiso explicarle que esto, en ningún caso, podría 
ser, pero no alcanzó, porque los campesinos asaban un 
cordero al palo en su honor y él fue a darle vueltas. 
Esa noche todos andaban muy contentos, comían 
empanadas y asado y a Lápich le pidieron que se 
quedase con ellos, hasta que su herida cicatrizara más. 
QUINTO DÍA DE VIAJE 
Vida pastoril 
Al día siguiente, a Ghita y a Lápich les fue penoso 
separarse de los aldeanos, porque se encariñaron con 
ellos como 
si hubiesen vivido juntos tres ____ años. Esto, porque 
apagaron el incendio entre todos. Siempre sucede lo 
mismo cuando los hombres comparten unidos una gran 
desgracia. 
Ghita y Lápich se sentían entristecidos por despedirse, y 
los aldeanos, cuanto más tristes los veían, tanto más 
colmaban el bolso de Lápich de asado, pan y 
empanadas, pues ignoraban cómo consolarlos de otra 
forma. Finalmente, el bolso de Lápich engordó tanto 
como un enorme abejorro cuando se sacia de miel. 
Ghita no pudo contener la risa al ver el bolso así 
colmado. Finalmente partieron irradiando alegría. 
La carretera se extendía entre vastas y verdes praderas, 
igual que una larga paja sobre un verde mar. Ghita y 
 
41 
Lápich marchaban por la carretera, como dos hormigas 
por aquella paja. 
Después de mucho caminar, llegaron a un lugar donde 
la carretera se dividía en dos direcciones. Una cruzaba 
una ancha llanura y la otra subía hacia un cerro y a un 
bosque. Tal lugar se llama encrucijada. 
Se cuenta que en tiempos remotos se citaban en las 
encrucijadas hechiceros, brujas y vampiros. Pero hoy no 
es así. En las encrucijadas, en verano, se sientan los 
pastorcitos y tallan bastones o recogen moras blancas o 
negras. Y en invierno, las liebres juegan de noche, 
cuando hay luna y nieve. 
Ahora era verano y en aquel prado, cercano a la 
encrucijada, varios pequeños pastores y pastoras 
apacentaban vacas y asaban choclos. 
Había cinco pastorcillos: dos niñitas y tres niñitos. 
El más chico era tan bajo que cualquier hierba alta le 
hacía cosquillas en la nariz; vestía, solamente, una 
camisita que lo cubría hasta el suelo. Tan bajo y tan 
gordo era, que Lápich adivinó, de lejos, que le apodaban 
el Meñique. 
Los pastores se reunieron alrededor de Ghita, Lápich, 
Pelusín y el loro, sin saber quiénes eran esos 
multicolores seres bastante curiosos. Les preguntaban 
cosas, y el Meñique, acordándose de que en laaldea 
vivió un capitán con uniforme militar, indicó a Lápich 
con el dedo y comentó: 
—Este también es capitán. Pero cuando crezca, su 
gorro le quedará muy estrecho. 
Eso enfadó a Lápich, porque no le agradaba que le 
recordasen que era bajito. Por eso le replicó al Meñique, 
 
42 
indicándole su larga camisa: 
—Y tú, cuando crezcas, te podrás me te a fraile blanco 
con tal sotana. Te quedará justa de largo. 
Se entrometió el hermano mayor del Meñique y 
respondió a Lápich. 
—No insultes a mi hermano. 
—No lo insulto, solo hablo en broma —se defendió 
Lápich. 
No satisfecho, el hermano del Meñique se enfrentó a 
Lápich, lo miró con desdén y le insistió: 
—Esto no es broma y no te metas con mi hermano. 
Lápich, quien desde hacía tiempo era aprendiz, sabía 
que cuando los niños hablan de tal modo es porque 
desean pelear. 
Pero Lápich no quería pelear, a pesar de ser más fuerte 
que cualquiera de los pastorcitos. 
Por esto le propuso al hermano del Meñique: 
—No vamos a pelear, pero arrojemos una piedra y 
veamos quién es más fuerte de los dos. 
Lápich levantó una gran piedra del camino y la sostuvo, 
apoyándola en el hombro, como si fuese una pluma. 
Entonces, ganando impulso con el hombro, la lanzó. La 
piedra voló alto y lejos, por encima de ramas y arbustos, 
hasta la pradera. 
De seguro que así, tan hábilmente, el Príncipe Marcos 
también lanzaba piedras cuando era chico. Ningún 
pastor lanzó la piedra a esa distancia. 
El hermano del Meñique guardó silencio y se alegró de 
que Lápich no pelease con él. Y las niñitas, a quienes no 
les agradaba ver pelear a los niños, comentaron: 
—Este es más fuerte y más juicioso que el hermano del 
 
43 
Meñique. 
Entretanto, Ghita con las pastoras bajaron a la pradera a 
poner choclos en las brasas. 
—Qué lindo chisporrotean los choclos! 
—exclamó Ghita—. ¡Quedémonos aquí un poco más! 
A Lápich le agradó la idea, porque los pastores lo 
admiraban y esto le complacía. 
 
Además, en la pradera uno se siente muy a gusto. 
¡Cuánto disfrutan los pastorcitos cuando se sientan en 
la pradera alrededor de una fogata y ponen choclos a 
asar en las brasas o papas en el rescoldo! Esto es muy 
difícil de describir. Es preferible no escribirlo, porque no 
toda la gente disfruta como los pastorcitos y muchos se 
apenarían al saber que otros lo pasan mejor. 
Cuando vieron que Ghita y Lápich se acercaban, los 
pastores que permanecían junto al fuego debieron 
buscar más choclos, pues aumentarían los comensales. 
—Y es permitido cortar choclos? —preguntó Lápich. 
—Nosotros sí podemos, porque los cuidamos —
explicaron los pastores. 
—Y cómo los cuidan si los cortan? 
—preguntó Ghita. 
—Los protegemos de las vacas. Si no fuese por 
nosotros, no habría choclos 
—afirmó con orgullo un pastorcito algo más crecido. 
—No es verdad —dijo Lápich—. A mí me enseñaron en 
la Escuela de Aprendices que si no existiese Dios, 
Nuestro Señor, tampoco habría choclos. 
—Pues, ¿quién no lo sabe? —corearon, riéndose, los 
pastorcillos. 
 
44 
—Dios nos da, primero, choclos y después nosotros los 
debemos cuidar. 
—Y cómo saben ustedes que Dios da choclos y todo lo 
demás si no fueron a la escuela? —preguntó Lápich. 
—Nosotros todos los días recorremos campos y 
praderas y observamos cómo la hierba crece cada día 
más y más y cómo los maizales cada vez son más 
tupidos. Por ello, sabemos que nadie, salvo Dios, puede 
hacerlo —habló el mayor de los pastores. 
Sus palabras sorprendieron bastante a Lápich, pues él 
ignoraba que a partir de la hierba y del maíz, el hombre 
aprende muchas cosas y que la sabiduría llegó de los 
campos y de las praderas a los libros escolares de 
Lápich y a todos los demás libros. 
Luego corrieron juntos a cortar choclos. Lápich se quitó 
las botas para no estropearlas, porque la hierba se 
hallaba muy húmeda. 
Pero inmediatamente percibió que el Meñique las 
observaba. Por ello le advirtió: 
—No toques las botas, Meñique! Son las botas del Rey y 
site las pones te morderán. 
Y uno de los pastores agregó: 
—Por supuesto que morderán —y metió en cada bota 
algunas ortigas, sin que el Meñique se fijase. 
Entonces todos, menos él, se fueron a cortar choclos. 
Cuando el Meñique se halló solo, largo tiempo observó 
las botas. Le parecían más y más bonitas. Al fin, no pudo 
convencerse de que mordían. 
Por esto, paso a paso, se acercó a ellas. Como el 
Meñique era prudente, lenta y cautelosamente metió la 
mano dentro de una bota. 
 
45 
—Ay, ay! —gritó cuando lo quemaron las ortigas 
escondidas—. ¡Es verdad que muerden! 
Se detuvo pensativo. 
El pastorcillo conocía bien las ortigas y pronto adivinó lo 
que guardaban las botas. Envolviendo una mano en su 
larga camisa, sacó las ortigas con cuidado, una tras otra. 
Cuando los pastores, Ghita y Lápich regresaron, el 
Meñique avanzó a su encuentro calzado con las botas 
de Lápich. Le llegaban hasta la cintura y era tan cómico 
verlo con ellas, que ni Lápich se enojó. 
—Qué pasó, Meñique? ¿Acaso no te muerden? —
preguntó Lápich. 
—Mordían, pero les saqué los dientes... Todos se rieron 
del Meñique; él, entones, se quitó las botas y se las 
devolvió a Lápich, quien se las puso. Y ambos quedaron 
satisfechos. 
Si la gente fuese tan buena como Lápich, a menudo 
sería feliz; incluso dos hombres, con un solo par de 
botas. 
En seguida se sentaron en torno al fuego. Las niñitas 
avivaban las brasas con sus delantales y los niños 
ensartaban choclos en largas varillas para asarlos. 
Lápich, sentado frente a ellos, le relataba acerca del 
maestro Gruño, del Hombre Negro y de Gregorio el 
Malo. 
—Mi mayor preocupación es encontrar a Gregorio para 
entregarle el pañuelo y la moneda de su madre —dijo 
Lápich. 
—Y dónde lo hallarás? —preguntó Ghita. 
—No lo sé! Pero le entregaría con tanto agrado y gusto 
lo que su madre le envió, que a cada momento imagino 
 
46 
a Gregorio, que de repente, de alguna parte, podría 
caer delante de mí. 
—Ello, con toda seguridad, no ocurrirá 
—anotó, riéndose, el mayor de los pastores—. Si una 
pera no puede caer delante de ti si no está bajo un 
peral, menos podrá caer un hombre, de repente, ante ti. 
 
De cómo un hombre cayó 
delante de Lápích 
Tan pronto el pastor acabó de hablar, se escuchó un 
gran estruendo en el camino que subía a los cerros. 
Algo corría y rodaba por él. 
Se escuchaban gritos y maldiciones. 
Lápich y los demás fijaron la vista en el camino. 
Desde el cerro, cuesta abajo, corría un carretón. Los 
caballos, desbocados, venían a una velocidad tremenda. 
Levantaban su cabeza y echaban espuma alrededor, 
como si estuviesen rabiosos. El carretón rodaba y se 
balanceaba de un lado a otro, igual que un columpio. 
Parecía que en cualquier momento se estrellaría en la 
acequia que bordeaba el camino. 
En el carretón venían sentados dos hombres con caras 
de pavor. Uno tiraba una de las riendas; la otra, cortada, 
azotaba a los caballos que galopaban cada vez más 
furiosos. 
—Oh! —exclamó Lápich—. Detengamos ese carretón. 
Y corrió hacia él, se plantó en medio del camino, levantó 
sus brazos y sin dejar de agitarlos, gritó a voz en cuello. 
Lápich vio, en varias ocasiones, que de ese modo se 
detiene a los caballos espantados. 
El carretón todavía venía lejos. Pero de todas formas 
 
47 
causaba miedo verlo correr directamente contra Lápich. 
Pero, antes de que llegase hasta él, el carretón se 
balanceó y una de sus ruedas chocó contra unas piedras 
de la orilla y volcó con gran fuerza. 
Los caballos se encabritaron, enderezándose como dos 
torres, y los hombres salieron disparados del carretón y 
rodaron derechamente a la acequia cerca de Lápich. 
—Ea! —gritaron Ghita y todos los pastorcitos, quienes 
atravesaron corriendo el camino. 
Los caballos, resoplando como dos dragones de fuego, 
al tumbarse el carretón, quedaron tiesos. 
—Oh, oh! —dijo Ghita, y de un brinco se acercó a los 
caballos agarrándolos de sus riendas. 
—Caraco1es! ¡Qué lindo y precioso es este caballito! 
Vamos a desengancharlo.¡Yo lo montaría! ¡Oh! ¡Este 
caballo es casi tan lindo como mi Halcón! 
Ghita se acordó de su caballito del circo, y tanta fue su 
alegría, que no pensó en nada más. A las niñitas esto le 
sucede con frecuencia. 
Pero Lápich comprendió que ahora había que hacer 
algo más serio. Por esto, abandonó los caballos en 
manos de Ghita y los pastores y fue a la acequia para 
ver qué les ocurría a los dos hombres caídos del 
carretón. 
Si Lápich hubiese sabido qué mayúscula sorpresa lo 
esperaba, en verdad habría pensado algo mejor que 
hacer. Pero en tal caso, por supuesto, no habría 
sorpresas. 
En efecto, en la acequia jadeaban tendidos... —Dios 
mío! ¡A Lápich se le heló el corazón!—, allí jadeaban 
tendidos el 
 
48 
Hombre Negro y Gregorio el Malo, y justamente 
decidían levantarse cuando Lápich se les acercó. 
Al no atinar qué hacer, Lápich expresó lo que siempre 
se puede decir: 
—Buenos días! 
—Justo, buen día! ¿Acaso porque nos dimos vuelta? —
preguntó el Hombre Negro, aún en la acequia, con voz 
profunda como de ultratumba. 
—Es buen día porque han quedado vivos —contestó 
Lápich en voz alta. Pero inmediatamente pensó: “El día 
es bueno también porque le podré entregar a Gregorio 
el pañuelo con la moneda”. 
Y reflexionó Lápich: “Cómo concluirá esto cuando el 
Hombre Negro observe que encontré mi botas?”. 
Pero el Hombre Negro ni siquiera miró a Lápich de tan 
apurado que se agitaba. En cuanto se levantó, le gritó a 
Gregorio con rabia: 
—Y tú, ¿por qué estás sentado? Las piernas y los brazos 
nos quedaron enteros y no hay tiempo para conversar. 
Veamos qué les ocurrió a los caballos. 
Se notaba su gran prisa. Salieron de la acequia y se 
dirigieron al carretón. 
Pelusín reconoció al Hombre Negro. Le gruñó 
rabiosamente, saltó sobre él y le agarró su capa negra. 
El Hombre Negro rechazó al perro de una patada, lo 
quedó mirando y dijo: 
—Oh, a ti en alguna parte te oí gruñir! Junto a Pelusín 
estaba Lápich. Y el Hombre Negro recién ahora lo vio y 
reconoció y... ¡sus botas también! 
Por un momento permaneció como petrificado. Se 
notaba que en su negra cabeza bullía toda clase de 
 
49 
negros pensamientos. 
Miraba a Lápich igual que un pájaro de rapiña a su 
presa. 
Lápich, aunque chico, se mantenía erguido como una 
vela y observaba al Hombre Negro directamente a los 
ojos, pensando: 
“Sea como fuere, mientras yo esté con vida no 
conseguirá mis botas”. Y Pelusín, mostrando sus 
blancos col millo pensó: “No toques a mi Lápich”. 
Parecía que se armaría la gorda. 
Esto duró un instante. Entonces, el Hombre Negro 
murmuró: 
—No hay tiempo que perder! —E inmediatamente le 
gritó a Gregorio, que se encontraba cerca de los 
caballos: 
—Engancha los caballos, desgraciado! 
—Las riendas reventaron —explicó Gregorio de malas 
ganas—, no podemos continuar. 
—Debemos continuar! —insistió enojado el Hombre 
Negro, y agarró las riendas para ver cómo se 
encontraban. 
En este trance, sucedió lo que el Hombre Negro menos 
se esperaba. Lápich se le acercó y le dijo: 
—Yo le arreglaré a usted las riendas. 
—Tú, gato con botas! ¿Cómo vas a arreglar las riendas? 
—rugió con desprecio, midiéndolo desde las botas 
hasta el gorro. 
—Con botas estoy ahora, aunque dos días anduve 
descalzo; pero gato no soy. Si fuese gato no sabría 
remendar: yo soy el aprendiz Lápich. En mi bolso llevo 
hilo y lezna y les remendaré las riendas, pues veo que 
 
50 
ustedes llevan prisa. 
Este fue, en efecto, un bello gesto de Lápich, porque 
hay pocos que remendarían las riendas del ladrón de 
sus propias botas. 
Descolgó su bolso del hombro y sacó de ahí la lezna, el 
hilo y un poco de cuero. Se acercó a los caballos y 
empezó a liberarlos de las riendas y del correaje. 
Cuando el Hombre Negro observó que Lápich tomaba 
en serio su trabajo dijo: 
—Reconozco que tú, pequeñín, eres bueno. Remienda 
las riendas de prisa y olvidemos lo que ocurrió con las 
botas. 
—De todas formas, yo prefiero llevar mis botas en mis 
pies que en mis recuerdos —contestó Lápich. 
Luego, se sentó en una piedra a la orilla del camino para 
hacer su trabajo. 
¡Qué maravilloso es el oficio de zapatero! 
Tan pronto Lápich se dedicó a punzar con la lezna y a 
estirar el hilo, empezó a cantar y a silbar como 
acostumbraba en el taller del maestro Gmño. Casi 
olvidaba que debía conversar seriamente con Gregorio. 
Gregorio se sentó junto a Lápich para ayudarlo en el 
trabajo, mientras el Hombre Negro se alejó a reparar los 
desperfectos del carretón. 
Ghita y los pastorcitos, en tanto, condujeron los 
caballos al prado para apacentarlos. 
Gregorio y Lápich 
Cuando Gregorio y Lápich quedaron solos, este le dijo a 
Gregorio en voz baja: 
—Gregorio, remendaré bien las riendas, pero tú vete 
lejos, no regreses a la aldea. Allí te esperan los aldeanos 
 
51 
para matarte. 
Gregorio callaba y miraba las botas de Lápich. Por ellas, 
Gregorio supo que los aldeanos comprobaron que él 
con el Hombre Negro les robaban. 
—Gregorio —repitió Lápich—, tu madre te envía algo; 
pero no te lo entregaré si no me prometes lo que voy a 
rogarte. 
—Qué quieres que te prometa? —preguntó Gregorio, 
bajando la voz. 
—Prométeme que abandonarás al Hombre Negro y que 
te marcharás lejos. Qué- date solo y sé honrado. Te lo 
ordenó tu madre enferma, y lloraba cuando me entregó 
esto para ti. 
Lápich sacó de su bolso el pañuelo con la moneda 
anudada y se lo entregó al mocetón. 
Cuando Gregorio vio el pañuelo de su madre y oyó lo 
que le mandó decir, se conmovió como un niño. 
Frecuentemente, cuando los hombres mayores 
recuerdan a su madre, su corazón se les enternece 
como a los chicos. 
Pero Gregorio no alcanzó a conversar mucho con 
Lápich, porque el Hombre Negro regresaba. 
Rápidamente metió el pañuelo con la moneda en un 
bolsillo y le susurró: 
—Remienda bien las riendas y gracias, mi buen Lápich! 
Llegó el Hombre Negro. 
—Todo listo —dijo Lápich, que acababa de remendar 
las riendas. 
—Traigan aquí los caballos! ¡Pronto! 
—gritó el Hombre Negro. 
Los pastorcitos y Ghita trajeron los caballos. 
 
52 
Uno de los caballos era negro como cuervo y brillante 
como el sol. De melena larga y larga cola. El más moro 
de los caballos moros. 
—Sepa Dios si algún día volveré a ver este caballito! —
suspiró Ghita cuando los caballos fueron enganchados. 
—Por supuesto que no lo verás, ¡langosta! —contestó 
el Hombre Negro—. Allá donde va este caballo, tú, 
seguramente, nunca llegarás. ¡Vámonos, ya! ¡Basta de 
conversar! 
Todo estaba dispuesto. 
El Hombre Negro saltó al carretón y a ;u lado se sentó 
Gregorio. 
Lápich miró a Gregorio y lo notó triste. 
“Esto va bien —pensó—, pues quien puede 
entristecerse, también puede ser bueno”. 
El Hombre Negro azotó al moro y los caballos partieron 
como flechas por el camino. 
Lápich, Ghita y los pastorcitos los siguieron con sus 
miradas. Un pastor observó: 
—Corren tan rápido, como si fuesen :culpables de 
algo... 
—Que corran no más —agregó Lápich—. No me 
gustaría toparme otra vez con el Hombre Negro. 
—Cómo lo podrías hallar otra vez, si has dicho que este 
mundo es enorme? —le preguntó Ghita. 
—Cuando inicié la búsqueda de mis botas, me pareció 
enorme y ancho como siete reinos, y hoy, cuando temo 
encontrar al Hombre Negro, me parece chico y angosto 
como un cuerno. 
Después, todos se sentaron alrededorde la fogata. 
Lápich sacó el asado y las empanada y, debido a que en 
 
53 
torno al fuego se junta.ron siete niños, su bolso se yació 
en un santiamén. Ya no semejaba un abejorro ahora 
colgaba delgado y plano igual que un libro de tres hojas. 
Una noche en el rincón 
de la cocina 
Los pastorcitos, Lápich y Ghita conversaron durante 
bastante tiempo acerca d lo sucedido. Anochecía y era 
hora d retornar a casa con las vacas. Pero con versaban 
tan animadamente mirando e fuego, que no se dieron 
cuenta de que el sol ya se había puesto, ni recordaron 
que debían volver a casa con los anima les. 
La vaca blanca, la más grande, que pastaba cerca de 
ellos,se aproximó al Meñique y le lamió 
silenciosamente su pie descalzo. 
“Meñique, vamos a casa!”, quiso indicar la vaca con 
esta seña. 
Y, en efecto, el Meñique alzó su cabeza y observó que el 
sol no brillaba en el cielo. 
—Eh! ¡Ya está oscuro! —exclamó. Todos levantaron sus 
cabezas, comprobaron que era hora de partir y 
agruparon as vacas apresuradamente. 
Ghita le preguntó a Lápich: 
—Y nosotros, ¿a dónde iremos? 
Esto no lo sabía ni el mismo Lápich. era demasiado 
tarde para proseguir camino, y albergue no tenían. 
Ahora sí que se hallaba en apuros. Pero Ghita recordaba 
lo que observó se día. 
Sabía que el aprendiz llevaba hilo y lezna y que aquello 
era un gran tesoro. 
—Ofrécete a los pastores para remendarles sus zapatos 
y nos darán alojamiento —le propuso. 
 
54 
Lápich se avergonzó, porque, siendo tan inteligente, no 
se le ocurrió a él que podía ganarse el sustento con su 
propio oficio. 
Los pastores prometieron alojarlos y se encaminaron a 
la aldea, que no distaba mucho. 
Las vacas caminaban delante haciendo sonar sus 
cencerros. 
Detrás de las vacas corría Pelusín, como si fuese perro 
pastor, obligándolas a ir en orden. Tras Pelusín seguían 
los cinco pastores, y al final, Lápich con Ghita. 
Lápich portaba al hombro el loro de Ghita, con el que se 
hizo muy amigo. El loro escuchó mencionar ese día 
tantas veces el nombre Gregorio, que se le quedé 
grabado en la lengua. Los loros guardan su saber en la 
lengua y no en la cabeza. Cuando arribaron a la aldea, el 
loro le gritaba a cada aldeano del camino: 
—Buenas tardes, Gregorio! ¡Buenas tardes, Gregorio! 
Todos reían al oírlo, tanto los que se Llamaban Gregorio 
como los que no se Llamaban así. 
La misma noche, por tal motivo, la aldea entera supo de 
la llegada de Lápich y Ghita. 
Lápich y Ghita, detrás de las vacas, con el Meñique y su 
hermano, entraron a un corral. 
Lápich prometió a los padres de el Meñique que, al día 
siguiente, a todos [os de casa les remendaría sus 
zapatos, y ellos les alojaron. Pero de todos modos [os 
habrían recibido porque los campesinos son siempre 
generosos con los niños pobres. 
Después de cenar, se dispusieron a dormir. 
Los niños dormían en un rincón de la cocina. Estos 
rincones detrás del fogón son anchos y amplios. 
 
55 
Durante el invierno, calentitos; y por el verano, frescos. 
Y ahora, aunque ellos eran cuatro, durmieron 
plácidamente. 
Sólo al loro de Ghita lo encerraron en un canasto que 
colgaba del techo del rincón. 
—Esta lechuza verde tiene nariz ganchuda como bruja 
—observó el Meñique—. ¡Esta noche nos podría sacar 
el corazón! 
Y la abuela, que dormía en su cama. miró al loro de 
perfil. A ella también le pareció que eso podría suceder. 
La abuela y el Meñique opinaban siempre del mismo 
modo. Por tal razón, el loro debió conformarse con el 
canasto, bajo la viga. 
Todos se durmieron. 
Pero Lápich, antes calculó cuán 1ejos se encontraba del 
maestro Gruño. 
Consideró que no debía de estar muy distante, pues el 
maestro, en un solo día, recorrería el camino que él 
recorrió en cinco. Esta diferencia se debía a que con 
Ghita no se podía viajar rápidamente. No obstante, a 
Lápich se le hacía muy duro imaginar siquiera separarse 
de la niña y continuar su camino otra vez sólo cori 
Pelusín. 
Se alegraba de no haber topado todavía con el amo de 
Ghita ni con su circo, a pesar de que ella viajaba para 
encontrarlos. 
Así reflexionaba Lápich en el rincón de .a cocina. Por 
supuesto que eran preocupaciones. Pero, entonces, 
concluyó: 
“Las preocupaciones vienen y se van solas. No vale la 
pena desvelarse. Gregorio, por sí mismo, cayó frente a 
 
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mí en la acequia. Si yo hubiese empleado diez años, 
calculando cómo encontrarlo y entregarle el pañuelo, 
no se me habría ocurrido”. 
Y Lápich concilió el sueño. 
En el cuarto, todos dormían dulcemente. 
Y los que dormían más apacibles era el meñique y la 
abuela, a pesar de que seguían imaginando que en el 
canasto colgado de la viga se ocultaba una bruja. 
SEXTO DÍA DE VIAJE 
El pequeño zapatero y Yana, la mendiga 
Con las primeras luces del alba, Lápich saltó del lecho, 
pues el trabajo lo esperaba. Pero el padre y la madre de 
el Meñique ya se movían, trabajando en el campo. 
Nadie madruga antes que los campesinos. 
Lápich dejó la cocina, batió las palmas de las manos y 
les gritó a los niños: 
—Aquí, los zapatos! ¡Arriba, perezosos! 
Los niños salieron del rincón con el pelo enmarañado, y 
tibios como pajaritos en su nido. 
 
 
 
Un montón de zapatos campesinos se alzó, en un 
instante, ante Lápich. 
—Hay que trabajar duro —calculó Lápich. El sol se 
elevó. Lápich se acomodó frente a la casa, a la sombra, 
cumpliendo con su tarea. Y en cuanto se puso a 
trabajar, no pensó en nada más que en su labor. 
Ghita, a quien ni siquiera le gustaba mirar cuando 
 
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alguien trabajaba en serio, abandonó inmediatamente a 
Lápich y, junto con niñitas de la aldea, se dirigió al prado 
a saltar lienzos que ahí las mujeres dejaban blanquear al 
sol. Ghita saltaba mejor que las demás chicas porque en 
el circo, ¡qué duda cabe!, no aprendió otra cosa. Saltó 
tres hileras de lienzos y cayó encima del de una vecina. 
Por suerte, esa no se hallaba en casa para verlo. 
Lápich, pues, trabajaba y Ghita jugaba. 
Una mendiga, llamada Yana, pasaba por la aldea. 
Al acercarse a Lápich, vio con extrañeza que un niño 
zapatero, de altas botas, se instalaba con su oficio en la 
aldea. La mendiga Yana le preguntó: 
—Y tú, ¿le remendarías los zapatos a una pobre 
anciana? 
—Por supuesto que lo haría. Justamente, para esto me 
envía el Rey a estas comarcas, para que ayude a quien 
necesite ayuda —replicó Lápich. 
—Si es así —contestó la mendiga—, sería necesario que 
muchos más iguales a ti recorriesen este país. 
—Buscaron a otros como yo, pero nadie aceptó el 
encargo aparte del aprendiz Lápich y ese soy yo. 
No era verdad, pero semejaba serlo, y la vieja mendiga 
se sonrió. 
Entonces, Lápich se dedicó a remendar los zapatos de la 
vieja Yana. 
Y Yana se sentó y le narraba lo ocurrido en tres aldeas, 
pues transitaba de una a otra. 
 
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—Hijo!, viaja solamente de día —le recomendó cuando 
Lápich le contó que ese mismo día continuaría su 
viaje—. Anoche, en el bosque que se encuentra detrás 
de la aldea, pasó una desgracia. Asaltaron a un hombre 
que se dirigía a la feria en un carretón con su mercancía. 
Nadie sabe si el hombre quedó vivo o muerto, los 
malhechores huyeron en su carretón. 
A Lápich no le agradó escuchar esto. A quienquiera que 
esté de viaje no le gusta saber que a los viajeros les 
ocurren desgracia. Pero la vieja mendiga lo narraba. Y 
era santa verdad porque ella andaba por todas partes y 
todo lo averiguaba. 
 
En la feria 
Cuando transcurrió el mediodía, Lápich le dijo a Ghita: 
—Es hora de irnos. Nos aguarda todavía un largo 
camino. Deberemos encontrar a tu amo. 
—Lápich, cambié de idea. Yo no quiero ver más a mi 
amo. 
Cuando Lápich oyó esto, se alegró como nunca antes en 
su recorrido. Comprendió 
que en adelante soportaría mayores preocupaciones; 
pero, al menos, no avanzaría solitario en su viaje. 
Luego, Ghita y Lápich se despidieron del Meñique y de 
su hermano, agradecieron a los padres de los niños y 
prosiguieron su camino. 
Marcharon firme y rápidamente y pronto llegaron a una 
 
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ciudad. 
La ciudad era enorme. Tenía una gran iglesia de dos 
campanarios y diez chicas de un campanario. La ciudad 
contaba con un centenar de calles y en cada una 
pululaba la gente como hormigas. Cada calle contaba 
con cuatro esquinas y en cada esquina vigilaban dos 
guardianes. 
¡Tan inmensa era aquella ciudad! 
Pero Lápich y Ghita no necesitaron comenzar el 
centenar de calles, sino solamente una, porque en 
seguida llegaron a una enorme plaza. 
En la plaza funcionaba una feria. 
En la feria, en doscientas carpas, pequeñas y grandes, 
se vendían pañuelos rojos y 
chaquetas

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