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El Fantasista

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HERNÁN RIVERA LETELIER 
EL FANTASISTA 
A Oscar Báez, por mantener vivo 
El recuerdo de Coya Sur 
I 
Fue un lunes de octubre cuando aparecieron caminando por en medio de la calle 
desierta. Era la hora de la siesta en la pampa. En el aire no corría un carajo de vien-
to y un sol de sacrificio fundía los ánimos de todo lo que respirara sobre la faz de la 
tierra. 
El hombre y la mujer avanzaban silenciosos bajo la incandescencia del cielo. 
Él venía delante, y ella, dos pasos atrás; ella cargaba una pequeña maleta de 
madera con esquinas de metal, y él traía una pelota de fútbol bajo el brazo, blanca y 
con cascos de bizcochos (de entradita supimos que era una de esas profesionales). 
Los quedamos mirando sorprendidos. 
El hombre vestía una camisa tropical, un pantalón demasiado ancho para su talla 
y zapatillas de lona, y llevaba la pelota igual que los arqueros en los desfiles de inau-
guración de campeonato. Aunque demostraba tener unos cuarenta años, y parecía co-
jear levemente de no se sabía cuál de sus piernas arqueadas, caminaba con la actitud 
y la pachorra de un crack. Además, cosa extraña para nosotros, llevaba un cintillo en 
la frente. Detrás suyo, delgada y pequeña, mucho más joven que él, su melena roja 
ardiendo bajo el sol, la mujer lo seguía con una mansedumbre de animal doméstico. Él 
traía el rostro bañado en sudor, ella no transpiraba una sola gota. 
—Esos dos parecen empampados —dijo alguien entre nosotros, tal vez el Cocata 
Martínez, que trabajaba en la fábrica de hielo y paletas de helado. 
La calle Balmaceda, por donde entraron, era la calle del comercio y la entrada 
principal del campamento (Coya Sur tenía sólo seis calles, y las seis de tierra). Pero 
ellos no aparecieron por el lado de la pulpería, que era por donde se llegaba desde las 
demás salitreras, sino por el lado de la Biblioteca Pública. Y eso significaba una sola 
cosa: que la pareja de aparecidos venía caminando, a pleno sol, desde la mismísima 
carretera Panamericana, distante unos cuantos kilómetros hacia el oriente. 
El hombre y la mujer cruzaban frente a la cancha de rayuela cuando fueron en-
vueltos por un intempestivo remolino de arena; uno de esos remolinos gigantescos que 
aparecían bramando por cualquier lado, haciendo batir con estrépito puertas y venta-
nas, desparramando la basura de los techos y ovillando el ecuménico hastío de la tar-
de pampina. 
Ellos sólo atinaron a detenerse y cerrar los ojos: la mujer afirmándose las po-
lleras sin soltar la maleta; el hombre con la pelota bajo el brazo, las piernas abiertas 
en compás y la cabeza gacha, lo mismo que un futbolista recibiendo instrucciones para 
ingresar a la cancha, o como el hermano Zacarías Ángel orando en la calle antes de 
largarse a predicar el advenimiento de la segunda venida de Cristo. 
Cuando el remolino terminó de pasar y se perdió por el lado del Rancho Huachi-
pato (donde segundos antes los cuatro electricistas del campamento, como cuatro áni-
mas de mediodía, acababan de entrar, sigilosamente, en fila india), el hombre y la 
mujer abrieron los ojos, escupieron arenilla, se sacudieron un poco la ropa y siguieron 
su camino. 
En realidad parecían no ir a ninguna parte. 
Media cuadra más adelante, atraídos tal vez por el bolero de José Feliciano que 
bostezaba el wurlitzer —y que amelcochaba aún más la canícula de la siesta—, se de-
tuvieron ante las puertas de la pastelería Ibacache, justo enfrente de nosotros. Ahí 
se dejaron caer descoyuntados, adosando sus espaldas a las tibias calaminas del fron-
tis. Aunque hasta ese momento no habían cruzado una sola palabra entre ellos, la mu-
jer, que no dejaba de mascar chicle y hacer globitos rosados, daba la impresión de 
ser mucho más silenciosa y desvalida que él. En su actitud había un aire casi de peni-
tencia. 
Nosotros nos hallábamos sombreando bajo el alero de cañas del Rancho Grande, 
capeando el calor con los helados que nos había traído el Cocata Martínez y comen-
tando las incidencias del partido del día anterior (los Cometierra de nuevo nos habían 
ganado). Y, por supuesto, conjeturando, calculando y prediciendo qué cresta iría a pa-
sar el próximo domingo en el partido de vuelta. Lo único claro para todos era que ese 
día teníamos que ganar como fuera, aunque en ello dejáramos la vida. Y es que se 
trataba de nuestro último encuentro como local, la última vez en la vida que jugaría-
mos en nuestro reducto. En definitiva, para nosotros este representaba el último par-
tido de fútbol antes del fin del mundo. 
Sentados en la vereda, tras descansar un rato, los recién llegados comenzaron a 
ejecutar un extraño rito. Mientras él se desvestía y se quedaba en pantalones de fút-
bol —verdes y demasiado anchos también para su cuerpo—, ella tomó la pequeña male-
ta, la acomodó en su falda y, con la prolijidad y la unción de estar presidiendo una 
ceremonia litúrgica, comenzó a extraer algunos objetos que fue ordenando metódica-
mente en el suelo. 
Sacó primero un par de zapatos de fútbol; luego, un par de medias enrolladas; 
después, unas vendas sucias y amarillentas; una muslera, y, por último, una cajita de 
salicilato. 
Sin darse cuenta, o importándole un zuncho la presencia de los primeros niños 
que observaban curiosos, el hombre se tendió de espaldas en el suelo —ahora con la 
pelota de almohada—, para que ella, luego de untar sus manos con salicilato, comen-
zara a masajearle las piernas, primero con suavidad y luego de manera enérgica. Des-
pués procedió a vendarle cada uno de los pies, le puso las medias a rayas verdes y 
blancas, le colocó la muslera en la pierna izquierda, y, antes de calzarle y abrocharle 
los botines, de esos con estoperoles (en la pampa sólo usábamos con puentes), aunque 
se veían como recién lustrados, les sacó brillo con el ruedo de su falda gitana. 
Cuando el hombre se puso de pie y se quitó la camisa con palmeras y soles ana-
ranjados, vimos que debajo llevaba una camiseta del Green Cross, el equipo profesio-
nal. 
Mientras los niños miraban atónitos y maliciosos cómo él comenzaba a ejecutar 
algunas elongaciones más bien suaves, la mujer sacó de la maleta una cajita de Am-
brosoli, de esas de lata, con un papel pegado que decía «contribuciones». Luego ex-
trajo un seboso pliego de cartulina doblada en cuatro, con fotos y recortes de prensa 
pegados con chinches, que desplegó y extendió en la vereda junto a la caja. 
Preparada la escenografía, el hombre se acomodó el cintillo, se estiró las me-
dias y se ordenó la camiseta dentro del pantalón. A continuación se apartó con la pe-
lota hacia el centro de la calle. 
El sol le cayó encima amarillo y espeso como un derrame de aceite caliente. 
Después del remolino, el aire había vuelto a quedar vaciado de viento y lo único 
fresco que se veía era la sombra huidiza de unos jotes planeando en círculos contra la 
pavorosa luz del cielo. 
Parado en la calle, el hombre apretó la pelota como verificando la cantidad 
exacta de aire, miró hacia el cielo —tal vez no creyendo que el sol quemara tanto—, 
se persignó con la liviana gravedad de los futbolistas (mientras lo hacía, la sombra de 
un jote lo cruzó por encima), lanzó la pelota hacia arriba, la amortiguó con la cabeza 
al mejor estilo de Pelé, y comenzó a hacer sus increíbles malabares de futbolista de 
circo. 
Nosotros nos quedamos pasmados. 
Hasta ese momento, los que nos hallábamos a la sombra del Rancho Grande, los 
primeros en verlos llegar, habíamos seguido cada uno de sus movimientos con una es-
pecie de curiosidad distendida, relajada, sin siquiera cambiar de posición en la larga 
banca de madera que nos servía de sesteadero. Ni cuando arreció el remolino nos mo-
vimos de nuestro sitio (para nosotros, los remolinos eran pan de cada día), sólo había-
mos cambiado de tema para comentar sus fachas de titiriteros y hacer presunciones 
sobre quién sería, de dónde vendría y a qué crestas se dedicaría ese par de pájaros 
nunca antes vistos por estos pagos. Pero cuando el hombre comenzó la demostración 
de sus habilidadescon la pelota, nos levantamos de un salto y fuimos a engrosar el 
ruedo de gente boquiabierta que ya se había formado a su alrededor. 
Con las manos encogidas a la manera de las grullas —pose característica de los 
jugadores técnicos— y la mirada brillante de los fanáticos, el hombre exhibía su ma-
ravilloso dominio de la pelota tocándola con sensibilidad de artista, «con la suavidad y 
delicadeza con que se acaricia a la novia de infancia», como solían decir en la radio 
los más líricos relatores deportivos. «¡Con la suavidad y delicadeza con que se toca un 
bubón en las ingles!», repetiría en los días siguientes nuestro Cachimoco Farfán, el 
loco que a la orilla de la cancha, con un tarro de leche aportillado a guisa de micrófo-
no, relataba los partidos domingueros y alegraba las fragorosas pichangas de las tar-
des pampinas. 
El hombre era un virtuoso de la pelota. 
La tocaba diestramente con ambos pies, con la cabeza, con los hombros, con el 
pecho, con las rodillas; en un gesto técnico exquisito le daba de taco, de empeine, de 
revés; se la llevaba a la cabeza, la dejaba quieta en la frente, se acuclillaba con ella, 
se la pasaba a la nuca, se tiraba de bruces al suelo; en un movimiento de cuncuna la 
hacía bajar por la espalda, la volvía a la nuca con un corcoveo cortito y después se 
incorporaba equilibrándola en la frente como si se tratara de una paloma dormida. 
«¡Como si fuera una redonda hernia necrosada!», diría luego Cachimoco Farfán que, 
por haberse chalado mientras estudiaba medicina, mezclaba términos deportivos con 
nomenclatura médica. Y todo ese malabarismo asombroso, el hombre lo ejecutaba con 
el garbo .Y la elegancia de un actor consumado, sin que la pelota se le cayera o se 
alejara siquiera un poquito de la órbita de su cuerpo. «¡Como si este papilomatoso la 
tuviera amarrada con una pirita, queridos radioescuchas, o como si fuera una pelota 
viva, amables pacientes, una pelota amaestrada, enseñada, hipnotizada!». 
Al terminar su número, bañada la cara en sudor (ahí entendimos que su cintillo 
araucano era para que no le escurriera a los ojos), el hombre, bufando como un toro 
cansado, se puso la pelota bajo el brazo y se dobló aceitosamente en una reverencia 
que repitió con gran histrionismo hacia los cuatro puntos cardinales. La mujer, que 
hasta entonces había permanecido todo el tiempo viéndolo con una mirada ausente, 
haciendo unos globos de chicle que resultaban tan sonámbulos como ella, se paró a en-
jugarle el rostro con el pañuelo de seda que llevaba al cuello. 
Nosotros aprovechamos ese momento para acercamos a ver las fotos de la car-
tulina y leer con avidez qué cosa decían los recortes de diarios. 
En verdad, los reportajes no decían mucho. El tenor de todos era casi idéntico. 
El hombre, al que denominaban «Fantasista del balón», se llamaba Expedito González; 
era oriundo de la ciudad de Temuco, había asistido de invitado a un par de programas 
de televisión, y ahora andaba de gira por el norte del país «haciendo las delicias de la 
gente con sus extraordinarias habilidades». Algunos recortes, ya orinados por el 
tiempo, pertenecían a diarios de la capital y otros a las ciudades y pueblos recorri-
dos. De la media docena de fotos, dos fueron las que nos impactaron y terminaron de 
convencer de que el cristiano que teníamos frente a nosotros era un profesional del 
fútbol. Una en donde salía cabeceando la pelota en la pista de ceniza del Estadio Na-
cional, repleto de gente, y otra en que aparecía posando en cuclillas en medio de 
Chamaco Valdés y Cartitas Caszely. Nada más y nada menos. 
Y fue el Pata Pata, el cojo encargado del Sindicato de Obreros, el que de pron-
to dijo lo que todos nosotros estábamos pensando: que ese casposo —así trataba él a 
todo el mundo— nos había caído por la chimenea; que con él jugando de centro for-
ward el domingo próximo le podríamos sacar la cresta a los Cometierra. 
Por su parte, don Celestina Rojas, nuestro pechoño y vitalicio presidente de la 
Asociación de Fútbol, caído en piadoso arrobamiento, musitó, casi rezando, que el 
Fantasista de la pelota blanca era propiamente nuestro salvador, algo así como un en-
viado de Dios. 
—Este hombre es el Mesías —dijo. 
 
A los cabrones de María Elena les decimos los Cometierra porque allá están ins-
talados los molinos que trituran el caliche y, por consiguiente, están condenados a 
respirar y tragar, día y noche, una nociva nube de polvo que como una densa neblina 
sucia se cierne sobre las casas y las cosas. Como desquite, porque en nuestros terri-
torios tenemos el cementerio —donde ellos también vienen a enterrar sus finados—, a 
nosotros nos llaman los Comemuertos. Y la rivalidad entre Cometierras y Comemuer-
tos, paisanito, es legendaria en la pampa. Lo ha sido desde siempre, desde que María 
Elena (alias «María Polvillo») se llamaba Cara Norte, nombre que uno de sus adminis-
tradores gringos, en un póstumo acto de amor y consagración, le cambió en honor a su 
esposa, Mary Helen, muerta en un trágico accidente en la flor de su vida. Aquí habría 
que decir al tiro —porque no lo vamos a negar de ninguna manera— que María Elena es 
más importante que Coya Sur en casi todos los aspectos, tanto así que el domicilio de 
los peces gordos de la compañía se encuentra en su área, como en su área también 
funcionan las oficinas de servicio público, y la escuela secundaria, y el banco, y la ca-
sa parroquial. Y, para envidia de nuestros niños, los pocos circos capitalinos que una 
vez al año, huyendo de las lluvias sureñas, se vienen de gira por estas sequedades, 
por supuesto que es en sus terrenos donde levantan sus carpas de colores e instalan 
sus jaulas de animales amaestrados. Allá también llegan —y esto es lo que más nos 
acabrona, paisanito lindo— las más pintadas y perfumadas putas que vienen a ejercer 
a la pampa desde los puertos cercanos. Sin embargo, y pese a todo, nosotros conta-
mos con el orgullo legítimo de decir que Cara Sur es el más hermoso campamento de la 
pampa y sus alrededores. Ese es nuestro más orondo engreimiento. En ninguna otra 
oficina salitrera, por ejemplo, tienen un reloj como el de nuestra pulpería, con esa 
cúpula de estilo árabe que recuerda los cuentos de Simbad el marino, y trae a la ima-
ginación lugares de nombres tan exóticos como Estambul o Bagdad, lejanas ciudades 
maravillosas que sólo vemos en el cine, en esas películas de alfombras voladoras y 
lámparas mágicas. Pero lo que más nos gusta y enorgullece de este reloj —que fue im-
portado desde la mismísima Inglaterra por allá por el mil novecientos once— es que 
fue adquirido por suscripción popular. O sea, para que la cosa vaya quedando clara 
desde ya, hay que decir que nuestro reloj fue comprado y pagado con dinero de los 
propios bolsillos de los coyinos. Sí señor. Aunque en este campamento todo es más pe-
queño —tenemos una pequeña biblioteca, una pequeña parroquia, un pequeño cine—, nos 
damos en cambio el lujo, inapreciable en un desierto tan estéril como este, de tener 
nada menos que dos plazas: la Plaza Cuadrada, de los juegos infantiles (con una tortu-
ga gigante en cuyo caparazón centenario los niños se montan felices de la vida), y la 
sombreada Plaza Redonda, cuyo quiosco de las retretas, rodeado de pimientos y alga-
rrobos —únicos árboles que se dan en la zona—, constituye el lugar ideal para los 
enamorados de todas las tendencias, edades y pelajes. Además, aquí está también la 
fábrica de hielo y paletas de helado, única en todo el Cantón Central, y que abastece 
a cada una de las oficinas circundantes. De modo que el que quiera tocar hielo en es-
tos «desiertos calcinados», como dicen los poetas, no tiene más remedio que venir a 
Cara Sur. Como aquí también debe acudir la gente que quiere pasarlo bien durante los 
días de fiesta que marca el calendario. Es que en la pista de nuestro Rancho Grande 
es donde se hacen los mejores bailongos de toda la comarca pampina. Y no porque lo 
digamos nosotros, caramba, sino que lo acredita el hecho indesmentible deque cada 
fin de año, aniversario patrio o primero de mayo, una cantidad inmensa de pampinos 
de las otras salitreras se viene con familia y todo a holgar y parrandear en nuestros 
predios. Y, para que usted se vaya enterando mejor de cómo están las cosas por aquí, 
le vamos a decir que hasta esas mismas fiestas han terminado por constituir motivo de 
rencillas entre ambos territorios. Es que a través del tiempo esta rivalidad se ha ido 
acrecentando de tal forma, que ya no sólo abarca lo concerniente al deporte —fútbol, 
básquetbol, rayuela, box, dominó—, sino cualquier actividad que signifique competencia 
y trofeos, como festivales de canto, desfiles cívicos o concursos de reina de la prima-
vera. Esto a nivel laboral, escolar, social y sindical. Pero hay más todavía, paisanito, 
porque le vamos a decir que ahora último los ímpetus competitivos entre ambos pobla-
dos han surgido incluso en cuestiones tan personales e íntimas como pueden ser los 
asuntos amorosos. Y ahí la animadversión bordea casi el homicidio. Es que las contien-
das que se arman, tanto en María Elena como en nuestro campamento, a causa de las 
flechas envenenadas de Cupido son pan de cada día. Cuando por allá sorprenden a uno 
de nuestros Romeos cortejando a alguna Julieta elenina, es golpeado sin misericordia y 
correteado a pedradas por la pampa. En desquite, y como desagravio a tales ofensas, 
cuando en nuestros territorios cazamos in fraganti a uno de sus donceles tratando de 
enamorar a una ninfa coyina, el pobre desdichado no corre mejor suerte. Y eso, lejos 
de amilanar los ímpetus y la fogosidad de los enamorados, les acicate a la libido hasta 
lo suicida. Tanto así que los coléricos de nuestro campamento se pasan la vida compi-
tiendo para ver quién conoce y conquista más niñas cuando van de visita a María Ele-
na. En esto el que lleva la batuta es por supuesto el Choche Maravilla, rey indiscutible 
entre los que se las dan de rubio con las muchachas. Dicen y comentan las mujeres 
que el Choche Maravilla es de esos Casanovas que saben hablarles al paladar, y que 
sería capaz de enamorar a una barreta si ésta, perfumada y con faldas, se asoma a 
una puerta. Esto entre los más jóvenes, porque entre los galanes de la «primera adul-
ta» el que se lleva las palmas es un famoso hombrecito apodado «El Conde», un tipo 
más bien feo y contrahecho que, junto con ser el árbitro más severo de Coya Sur, 
tiene fama de ser el mejor dotado entre los machos solteros. Un toro de lidia que 
además ostenta el récord inalcanzable para cualquier cristiano común y silvestre de 
haber hecho parir a cuatro hembras eleninas —dos solteras, una viuda y una casada—, 
y a la vuelta de un solo año. Pero es, en el fútbol, no cabe duda, donde la rivalidad 
llega a límites escandalosos. Ahí no hay tregua que valga. Son muy pocos los partidos, 
por no decir ninguno, que no terminan en verdaderas batallas campales. Cuando la ba-
tahola no se genera en el campo de juego, hace explosión en las tribunas, o estalla 
después en las famosas fiestas de recibimiento que se acostumbran a hacer para aga-
sajar al equipo visitante. Ahí, en mitad de la velada, entre brindis de camaradería, 
discursos de buena crianza e intercambio de diplomas y galvanos recordatorios, co-
mienza de pronto, casi de manera inocente se diría, la competencia de voces y cantos 
de una mesa a otra, de una delegación a otra. Y en un dos por tres queda la zafaco-
ca. Todo empieza cuando alguien de las visitas hace sonar la copa con una cucharilla y 
pide silencio, por favor, porque a pedido de sus compañeros «voy a entonar una can-
ción dedicada con mucho respeto y agradecimiento a los anfitriones, por su gran cor-
tesía y hospitalidad». Enseguida, no más de terminada la canción, desde el otro sec-
tor del local se pone de pie un representante de los dueños de casa y «este tema se 
lo dedico a las visitas, por todo el pundonor y caballerosidad que han demostrado de-
ntro y fuera de la cancha». Si un delegado de los afuerinos se manda un bolero de 
Lucho Barrios, de esos para cortarse las venas a lo largo, el representante de los 
dueños de casa, para no ser menos, le responde con una sabrosona cumbia del colom-
biano Luisín Landaes. Si los de allá se mandan a cantar una ranchera, de esas bien 
gritadas, los de acá se despachan con la última de Paul Anka, en inglés y con coro. 
Todo esto entre una algazara de zapateos, aplausos y vivas a los cantores por parte 
de sus respectivas representaciones, a esas alturas ya inquietantemente achispadas. 
Es en estas verdaderas competencias musicales, ganchito, que nosotros tenemos el 
orgullo de decir que nunca han podido ganarnos. Y es la purita verdad. Porque sucede 
que los coyinos siempre hemos contado con las mejores voces de la zona, los más 
conspicuos intérpretes del canto popular, como el Washington Miranda, por ejemplo, el 
peinetón vocalista de The Gold White, el único conjunto musical electrónico de Coya 
Sur. También tenemos al inefable Torito Cantor, un fornido maestro mecánico de 
mostachos negros y voz de tenor, que cuando se lanza a interpretar Violetas imperia-
les hace estremecer las paredes de calaminas del campamento entero. Además conta-
mos con el famoso Juan Charrasqueado, el más bullicioso vecino de la calle O'Higgins, 
que a santo del más peregrino motivo arma fiesta en su casa, invita a todo el que pa-
se frente a la puerta y se larga a guitarrear y a cantar sus llorados corridos mexica-
nos a cualquier hora del día o de la noche. Y para rematar tenemos al California, «el 
último romántico del mundo», como le gusta presentarse a él mismo; un cantor de 
fondas y cantinas que, con su imperecedero terno blanco y su melena de gitano fla-
menco, interpreta sus temas melódicos acompañándose con los cubiertos de la mesa y 
haciendo la mímica de los grandes cantantes de moda. Sin embargo, y pese a todo lo 
dicho, una cosa sí hay que reconocer hidalgamente: las estadísticas de triunfos y de-
rrotas futboleras hace rato que nos dan la contra. Uno de los motivos es claro: como 
la oficina de contratación está en María Elena, ellos buscan, escogen y registran en 
sus planillas a los mejores deportistas que caen por la zona. O se las arreglan en for-
ma descarada para conseguir el traslado, con mayor sueldo y mejores regalías, a 
cualquier trabajador de otro campamento, hombre o mujer, que sobresalga en algún 
deporte o actividad artística. A todo esto, claro, hay que sumar el agravante de que 
nuestros jugadores, como dice don Agapito Sánchez, el entrenador de nuestra selec-
ción, son niños más bien relajados y dados a la jarana (aunque él no es ningún ejemplo 
digno de imitar, claro). Pero no le falta razón a don Agapito, porque los de ahora no 
se parecen en nada a los bizarros jugadores de antes, que esos sí que eran verdade-
ros deportistas, caramba. Estos bribones de ahora entrenan tarde, mal y nunca; los 
sábados se van de malón, y los domingos, los siete u ocho que se presentan a jugar 
por sus respectivos clubes, llegan directo del fandango a la cancha, trasnochados y 
borrachos como taguas. Si es cosa de ver nomás el lastimoso espectáculo que dan en 
los descansos componiendo el cuerpo con jarradas de vino con harina, o con esos ajia-
cos que sus mismas mujeres, cariñosas y mal acostumbradoras como son, les llevan a 
los mismos camarines. Además, para qué vamos a decir una cosa por otra, la mayoría 
de los jugadores son unos picados de la araña, unos crápulas exageradamente dados al 
merequetengue carnal. Como el Choche Maravilla, por ejemplo, que tiene por cábala la 
promiscua y muy debilitante costumbre de mandarse dos polvos al hilo la noche antes 
de cualquier partido, todo porque la primera vez que lo hizo, al día siguiente se mandó 
dos goles espectaculares. De modo, amigo mío, que el resultado del encuentro de ayer 
con los Cometierra, de ninguna manera fue una novedad. «Jugamos como nunca y per-
dimos como siempre», como acotó ácidamente el paco Concha, arquero suplente de la 
selección, que entró en los últimosdiez minutos de juego. Y es que además de ganar-
nos a última hora con un gol del Pata de Diablo (el hijo de puta siempre nos hace goles 
de pelotas muertas), un gol que al paco se le coló por entre las piernas (le hicieron «el 
Papanicolau», como dice Cachimoco Farfán cuando a alguien le pasan la pelota por en-
tre las piernas), los cabrones le pegaron al árbitro y lesionaron a dos de los nuestros: 
le molieron una rodilla al Chambeco Cortés, nuestro máximo artillero, y casi mataron 
de un caballazo a Tarzán Tirado, el arquero titular. A éste hubo que llevarlo al hospi-
tal, en donde le diagnosticaron dos costillas fracturadas, lo enyesaron de la cintura 
para arriba y lo dejaron hospitalizado con reposo absoluto. Más encima, hasta nos 
dieron barraca con las canciones, pues el único cantor que pudo acompañarnos fue 
Washington Miranda. Torito Cantor llevaba cuatro días aquejado de un raro ataque de 
hipo que ni siquiera lo dejaba ensayar la escala musical de corrido; a Juan Charras-
queado fue imposible sacarlo del Rancho Huachipato, donde se hallaba parapetado con 
media docena de amigotes tras una mesa abarrotada de botellas de vino; y el Califor-
nia, nuestra mejor carta de triunfo, andaba de vacaciones en la ciudad de Antofagas-
ta. Y como corolario, al finalizar la despedida, tras el clásico intercambio de diplo-
mas, discursos y abrazos, por puro y perverso gusto, estos «conchas de sus ganglios 
linfáticos», como dice Cachimoco Farfán, nos hicieron cagar a pedradas las ventanillas 
del Galgo Azul, la única góndola que tenemos para transportarnos a las otras oficinas, 
¿qué le parece, paisita? 
 
Todo eso le contamos a Expedito González, hablando a borbotones y casi atra-
gantándonos de puro ansiosos. Se lo contamos sentados en una mesa del Rancho Hua-
chipato, adonde los llevamos a almorzar, a él y a la Colorina, para ver si podíamos 
convencerlo de que se quedara en el campamento hasta el domingo. 
En realidad, más que invitados, prácticamente los arrastramos hasta allí. Y es 
que al terminar su exhibición, mientras la mujer guardaba todo en la maleta con suma 
delicadeza, como si de verdad fueran los objetos de una liturgia sagrada, él, tras 
contar las monedas recolectadas en la cajita de Ambrosoli, encendió un cigarrillo y, 
sin dejar de dar resoplidos de toro, preguntó cuál era el poblado más cercano hacia el 
norte. Que ellos tenían que seguir su camino de inmediato. Y sin esperar respuesta, 
con el cigarrillo humeando en la boca, masculló que este pueblito había resultado ser 
tan chico y sus habitantes tan poco desprendidos, que sólo daba para una presenta-
ción. 
Su voz nos sonó extrañamente ronca. 
Cuando alguien le dijo que lo más cercano era la oficina María Elena, ahí, a sólo 
siete kilómetros de distancia, a nosotros se nos fue la sangre a los talones y nos diji-
mos, apabullados, que ni locos, que ni cagando debíamos dejar que ese genio de la pe-
lota cayera en manos de los Cometierra. De alguna manera había que retenerlo, hacer 
que se quedara en el campamento. Aunque fuera a la fuerza. Entonces fue el Pata 
Pata quien de nuevo abrió la jeta para decir que esos dos casposos de seguro no habí-
an comido en todo el día, que estarían por morderse los codos de hambre, y que, por 
lo pronto, lo que teníamos que hacer era invitarlos a almorzar. «Después vemos qué 
más se nos ocurre», dijo. 
Instalados en el Huachipato —a esas horas desierto si no fuera por los cuatro 
electricistas que bebían abstraídos y silenciosos en la mesa más oscura del fondo—, 
mientras observábamos a nuestros invitados devorar sus olorosas cazuelas de vacuno 
enverdecidas de cilantro, y darle el bajo a los proletarios porotos con ají color de los 
días lunes, tratamos de convencerlos de que, por lo menos, se quedaran hasta el jue-
ves, día de suple. Que aquí la gente, como en todas las oficinas de la pampa, vivía la 
semana completa de fiado, pero que en día de plata era muy desprendida y generosa. 
Ya verían ellos cómo la cajita se les atosigaba de monedas. Mientras cada uno de no-
sotros se atropellaba por hablar y hacerse oír por sobre los otros, el Fantasista de la 
pelota blanca, comiendo y bebiendo a la vez, con la servilleta puesta de babero, no 
hacía sino clavarnos su mirada de orate como si no entendiera un carajo o le importa-
ra un pito lo que decíamos. Lo más que hacía era responder con melancólicos monosíla-
bos acompañados de la palabra «parientito», apelativo con que trataba a sus prójimos: 
sí, parientito; no, parientito; tal vez, parientitos. En tanto ella, masticando como las 
lauchitas, sin levantar la vista del plato, se veía más interesada en la letra de la can-
ción mexicana que emergía de los parlantes que en otra cosa. 
Entre las personas que esa tarde acompañábamos a la pareja estaba el entrena-
dor de nuestro seleccionado, don Agapito Sánchez, que trabajaba de dependiente en 
la sección tienda de la pulpería; el Pata Pata, encargado del sindicato y «consejero de 
la selección de futbol», como se autodenominaba pomposamente; don Celestina Rojas, 
presidente de la Asociación Deportiva y, para muchos, la mufa del equipo, cuya mayor 
gracia era ser el padre de una de las niñas más lindas de la pampa (de la que el Tuny 
Robledo, nuestro más joven centro forward, era su eterno enamorado); don Silvestre 
Pareto, cuidador de las plazas, encargado de la cancha y envenenador de perros; 
Juanito Caballero, utilero de la selección, cuya principal característica —además de 
una caballerosidad que honraba su apellido— era su estrambótico peinado: penosamen-
te trataba de cubrir su calvicie llevando sus pocos pelos desde el aladar izquierdo 
hacia el casco de su cráneo, dibujando con ellos unos extraños arabescos fijados con 
laca; el Choche Maravilla, obrero mecánico, quien se las arreglaba de cualquier mane-
ra para pasar la mayor parte del año tirado a la bartola con licencia médica; el Viejo 
Tiroyo, un anciano licencioso que vivía en el pasaje de los solteros y cuya única gracia, 
según él mismo confesaba, era ser «un putero fino»; ya última hora, cómo no, se pegó 
a la comitiva el loco Cachimoco Farfán. «¡Así que los mucomembranosos, hijos de la 
gran pústula maligna, se querían ir a tomar solos», llegó despotricando con su salivosa 
voz de locutor esquizofrénico. 
Cuando nuestros invitados saboreaban sus grandes vasos de huesillos con mote, 
el más tradicional de los postres pampinos, nosotros terminamos de contar —
dirigiéndonos nada más a él, pues ella parecía estar sola en la mesa y en el mundo— 
todo nuestro drama futbolístico. Narración que don Celestina Rojas finiquitó diciendo, 
de la manera más educada y convincente posible, que lo que nosotros por último pre-
tendíamos, «y perdone usted la confianza, amigo Expedito», era solicitarle, con mucho 
respeto, que barajara la posibilidad de quedarse en el campamento hasta el próximo 
domingo y jugar por nuestra selección. 
«Con un genio como usted vistiendo nuestra camiseta», remachó don Celestina 
Rojas, «estamos seguros de matar el chuncho y ganarle de una buena vez a nuestros 
rivales de toda la vida». 
Como hasta la hora de la agüita de yerbas todavía no veíamos ninguna reacción 
favorable por parte del hombre, echamos mano entonces, como último recurso, al in-
menso drama social y humano que se nos avecinaba. 
Teníamos que apelar a sus sentimientos, no nos quedaba otra. 
Y para eso, aparte de pedir unas buenas botellas de vino del «Sonrisa de 
León», pusimos a hablar a los más lenguaraces del lote, esos que parecían saber más 
que las culebras y eran capaces de sacar agua de las mismas piedras; los mismos que 
acostumbraban a discutirle a la jefatura y a tomar la palabra en las más calientes 
asambleas sindicales (esto antes del golpe militar, claro, porque después las reuniones 
se transformaron en meramente informativas, y nadie se atrevía a pedir la palabra, ni 
siquiera para preguntar la hora). 
Estos próceres, manejando el verbo y la emoción con un histrionismo digno de 
los más conspicuos políticosantiguos —de esos radicales, bomberos y masones—, con 
palabras disparadas directo al corazón, le dijeron con voz quebrada, sollozando casi, 
que mirara a su alrededor el compañero Expedito, que mirara, por favor, la muy dis-
tinguida dama, que esas mesas que veían en torno a ellos, tan ordenaditas y pulcras, 
con sus floreritos de botellas y sus manteles de hule estampado, que esa música 
mexicana tan sentida que se escuchaba en el tocadiscos dándole ambiente al local, que 
este mismo acogedor local en donde ahora estaban comiendo y departiendo de tan 
amigable manera, tal vez en pocos días ya no estarían más, no existirían más, se 
habrían desvanecido en la nada. Incluso, este mismo «pueblito», como usted, compa-
ñero, llama a nuestro querido campamento, quizás en menos tiempo de lo que nosotros 
mismos nos imaginamos, iba a desaparecer del mapa, iba a desaparecer con sus pla-
zas, con su biógrafo, con su torre de reloj, con su parroquia y con todas esas casas 
que, aunque construidas de palo y calaminas aportilladas, sus moradores, hombres y 
mujeres de lucha, habían sabido impregnarles calor y dignidad de hogar. Que la com-
pañía, pese a todos los esfuerzos desplegados por los nuevos dirigentes, había decidi-
do —para ahorrar costos, según reclamaban sus abogados vestidos de negro y con ca-
ra de pájaros carroñeros— eliminar el campamento y llevar a sus trabajadores a vivir 
a otra salitrera. Lo más trágico del asunto, paisanito, era que ni siquiera pensaban 
dejarlo en pie, como uno más de esos centenares de caseríos fantasmas desperdigados 
a través del desierto, sino que lo iban a desarmar, lo iban a desmantelar, y las cala-
minas y los palos de sus casas los iban a vender como chatarra. Eso para los coyinos 
resultaba particular y doblemente doloroso, porque aquí todos éramos amigos de to-
dos; el campamento era tan pequeño, sus seis calles tan cortas y compactas, que nos 
conocíamos uno al otro casi de memoria. Cada uno de nosotros sabía de los sueños y 
esperanzas de su vecino, de sus triunfos y derrotas, de sus vicios y virtudes. Más 
todavía, compañero Expedito, pues encima de conocernos de años, con el tiempo nues-
tras familias se habían ido entramando hasta terminar siendo todos familiares de to-
dos. El campamento entero no era sino una sola y gran familia. Si no éramos padres, 
hijos, hermanos, sobrinos o primos, estábamos emparentados como yernos, nueras, 
cuñados, concuñados, suegros, compadres o padrinos. 
—¡O, por último, como hermanos de leche! —acotó sarcástico el Choche Maravi-
lla. 
Pero el artista de la pelota nos seguía mirando como si fuésemos de otro plane-
ta. Impertérrito, con su cintillo araucano, que no se sacaba para nada, parecía un 
indio tallado en piedra caliza. 
En verdad, costó ese primer día hacer hablar al piruetista. El hombre cantaba 
menos que una almeja, como se dice por ahí. Era tan parco en palabras, que en un 
instante el Viejo Tiroyo se le acercó al Pata Pata para decirle al oído: 
—Este cabrón es tan silencioso, cumpita, cuesta tanto sacarle una palabra, que 
en vez de Expedito González debería llamarse Elpedito Nosale. 
Sin embargo, tras haber dado de baja unos cuantos botellones de vino —que, 
junto con la comida de los invitados, fiamos «hasta el jueves, sin falta, señora Emilia, 
usted sabe»—, y cuando ya anochecía en el cielo de la pampa, al hombrón por fin se 
le aflojó un poco la lengua. 
Que, en realidad, parientitos, dijo, íbamos a tener que disculparlos un poco, 
pero ellos iban en dirección a Tocopilla. Y más o menos apurados. De modo que era 
difícil que se quedaran con nosotros una semana entera. Además, la parientita quería 
partir cuanto antes, pues estos calores la andaban trayendo con unos bochornos muy 
raros. Que justamente por eso se bajaron del camión de acoplado en que venían desde 
Chañaral. Pues llegó un momento en que ella, desesperada, no aguantó más la canícula 
de la cabina y quiso lanzarse del vehículo en marcha. Todo eso ocurrió justo enfrente 
de un desvío de tierra que llegaba hasta este campamento. Y para terminar de rema-
tarla, dijo, en Copiapó les habían robado la mochila en la que llevaban la ropa de am-
bos. . 
—Andamos con lo puro puesto —terminó diciendo. 
En esos momentos la Calorina, que oía todo en silencio —o sólo oía la música de 
los parlantes—, se sacó el chicle que se había pegado detrás de la oreja, se lo metió 
de nuevo a la boca y, sin pedir permiso ni nada, se paró para ir al baño. La mujer, 
que nosotros calculamos tendría unos veinticinco años, poseía un rostro anguloso y 
agraciado, pero como velado por una expresión ida. En medio de una constelación de 
pecas, y casi cubierto por su crespa melena roja, sus pequeños ojos verdes parecían 
brillar a media luz. «Como dos ampolletitas de bajo voltaje», metaforizó don Celestina 
Rojas, que además de presidir la Asociación de Fútbol, y ser el diácono de la parro-
quia, tenía aspiraciones literarias. Todos los años, para la fiesta de la primavera, 
participaba en el concurso de canto a la reina; aunque jamás había sido galardonado. 
Admirador del movimiento futurista, sus metáforas y comparaciones tenían que ver 
todas con elementos de la industria, las máquinas y las fábricas. «Por eso no ganas», 
le había dicho su mujer en el último concurso. «A ti nomás se te ocurre comparar a la 
reina con la locomotora Diesel número 22». 
Mientras la pelirroja volvía, Expedito González nos informó que la parientita su-
fría de amnesia, que no recordaba ni su nombre y no tenía ningún documento. La había 
encontrado hacía un par de meses vagando en un pueblo del sur, y luego de invitarla a 
cenar no se le despegó más de la pretina. La única pista con que contaban para des-
cubrir su identidad, era que en sus sueños ella repetía siempre «Tocopilla». Por eso 
creían que en ese puerto podían hallar la clave; incluso encontrarse con algún familiar. 
—Lo que pasa es que queremos casarnos —dijo—. Y sin papeles no se puede. 
Mientras el hombre hablaba, el Viejo Tiroyo se acercó a don Agapito Sánchez y 
le dijo por lo bajo que a él le tincaba haber visto a esa pájara antes, en alguna par-
te. 
Al final de la jornada, el Fantasista cedió un poco. Dijo que por lo bien que los 
habíamos tratado, se quedarían en el campamento un par de días. Ahora mismo no po-
día decirnos si hasta el domingo. Ya se vería más adelante. Eso iba a depender de 
cómo se sintiera la parientita. 
—Pero, por sobre todo —dijo, y se echó hacia atrás en la silla y exhaló el humo 
de su cigarrillo con gran pompa—, va a depender de cómo se porte la gente con las 
contribuciones. 
Aquella noche la pareja durmió sobre la mesa de billar en el salón del Sindicato 
de Obreros. 
 
Buenos días, señoras y señores; buenos días, amable: oyentes; pacientes todos, 
muy buenos días. Les habla como siempre su amigo Cachimoco Farfán, el más rápido 
relator deportivo de Coya Sur, el más rápido relator de la pampa salitrera, fenilanina 
hidrolasa y la purga que me parió, el más rápido relator del mundo después del maes-
tro Darío Verdugo, por supuesto que sí, aquí estoy con ustedes, temprano por la ma-
ñana en este domingo esquizofrénico de sol, cataléptico de sol, aquí estoy, señora, 
señor, colorado, acalorado, sudando un mierdoso sudor espeso como medicamento, aquí 
estoy como siempre con mi leal herramienta de trabajo (este micrófono que unos ca-
rrilanos otopiorrentos me habían escondido ayer por la noche en el Rancho Huachipa-
to), aquí estoy, señoras y señores, con las mismas ganas de siempre para llevar hasta 
ustedes los pormenores previos de lo que será esta memorable justa deportiva, el úl-
timo partido jugado en nuestros dominios, el último partido que nuestra querida selec-
ción blanco—amarillo jugará como local, el último partido antes del fin del mundo para 
nosotros, por eso me encuentro aquí, en plena pampa rasa, bajo este sol albino, ju-
mentoso de calor, vestido con este traje negro, este traje de muerto que demuestra 
todo mi duelo y mi congoja en este día tan especial para loscoyinos, aquí me encuen-
tro, a la orilla de nuestra querida cancha, nuestra gloriosa cancha llena de tantos re-
cuerdos lindos, de tantas alegrías inolvidables, de tantas penas también, por qué no 
decirlo, aquí estoy, aún solitario, acompañado sólo por las sombras de unos jotes que 
han comenzado a planear chancrosamente en el cielo, como anunciando la muerte, co-
mo presagiando el abandono y la desolación que caerá sobre este terreno de juego en 
donde estoy transmitiendo ahora para ustedes, completamente solo, como les digo, si 
no fuera por la sombra de esas aves agoreras y por la figura raquítica del hombrecito 
rayador de la cancha que en estos momentos acaba de llegar; sí, señora; sí, señor; sí, 
queridos radioescuchas, ahí ya vemos al anciano, ahí ya lo vemos encorvado como un 
campesino sacando papas en el desierto, con su destartalada carretilla de mano car-
gada de salitre, nuestro preciado oro blanco con que va remarcando las líneas; sí, 
amables pacientes, aquí ya está el nunca bien ponderado don Silvestre Pareto, que 
además de ser un buen rayador de canchas, es también, según las lenguas viperinas, 
el más implacable envenenador de perros al servicio del departamento de Bienestar; 
según estas lenguas gangrenosas, don Silvestre Pareto, con sus albóndigas envenena-
das, ha exterminado más perros que judíos mataron los nazis allá por las Alemanias, 
ha matado más quiltros que cristianos mató la peste negra allá por las edades medias; 
pero en el fondo es buena gente este anciano, este hombrecito callado y eficiente co-
mo un estafilococo, siempre servicial, siempre atildado, siempre al pie del cañón, como 
ahora, en que al igual que todos los domingos del año, ya se encuentra trabajando en 
su «chacrita», como llama él a nuestro reducto deportivo (recordando tal vez los cam-
pos de sus sures natales), ahí está rayando y amononando la cancha en donde, según 
dice llorando y moqueando cada vez que se emborracha, quisiera ser enterrado el día 
que entregue la herramienta, el día que cague pistola, el día que se pruebe el terno 
de madera, el día que la santa de su mujercita —como lo joroban los borrachos en los 
ranchos— termine envenenándolo como a un perro con sus propias albóndigas de es-
tricnina servidas de almuerzo; sí, señora; sí señor, ahí está nuestro buen amigo Sil-
vestre Pareto, bajo este sol purulento, comenzando a remarcar el círculo central con 
el pulso digno de un cirujano marcando la panza de una parturienta para proceder a 
una cesárea, ahí está trazando al puro ojo esa redondela cuyo centro es exactamente 
el lugar en donde este viejo otopiorrento quisiera que sepultaran sus congofílicos res-
tos mortales, fenilanina hidrolasa y la purga que lo parió! 
II 
 
Las pulperías, además de ser el centro comercial más importante de las salitre-
ras —y a veces el único—, constituían, junto al cine, el corazón social de las oficinas. 
Y era historia escrita que en ellas se llevaron a cabo, a principios de siglo, las prime-
ras reuniones y conversaciones que luego derivaron en los aguerridos movimientos de 
emancipación de la mujer chilena. 
Del mismo modo era de conocimiento popular que si alguien quería enterarse de 
algo, ya fuera de carácter social, o laboral, o personal incluso —en casa de quién 
había llegado visita, qué obrero estaba listo para ascender a empleado, qué niña en 
edad de merecer andaba en apuros por atraso de su período, o quién era el «patas 
negras» que visitaba a su santa mujer mientras él hacía turno de noche—, no tenía 
más que ir hasta las dependencias de la pulpería y parar un poco la oreja. Por supues-
to, la de Coya Sur no era ninguna excepción a la regla. 
De tal manera que esa mañana de martes, el tema principal en nuestra pulpería 
no podía ser otro que «el artista de la pelota blanca» y la «mosquita muerta» que lo 
acompañaba. 
En las cajas, en los mostradores, en el rebullicio de las apretadas filas del pan, 
de la carne y del abarrote, el público femenino se liaba en agitadas discusiones sobre 
el futbolero malabarista que además de parecerse al negrito Garrincha, en las piernas 
torcidas y el modo patizambo de caminar, tenía un aire de semental que daba urtica-
ria. 
«¡O dime que no te fijaste, niña, por Dios, el tremendo bulto que se le notaba 
bajo el pantalón de fútbol!». 
Y que la niñita cabeza de cobre que lo acompañaba, decían atragantándose y 
mordiéndose la lengua las matronas, debía de tener mucho aguante para resistir los 
embates de un macho tan bien dotado como ése. «Aunque, la verdad, vecinita linda, 
no le debía costar mucho, pues se notaba a la legua que no era de los trigos muy lim-
pios». 
«Con las de pelo colorado, cuidado, decía mi abuela». 
Qué le iban a venir a contar cosas a ella, se le oía decir en medio de la bulla-
ranga a la mujer del Pata Pata, que vivía en el mismo Sindicato de Obreros donde se 
albergó a la pareja, si ella misma, con sus propias dos orejitas, había oído quejarse 
toda la santa noche a la Colorina pervertida. «Para mí que el malabarista le dio como 
bombo en fiesta hasta el amanecer». 
Marilina, la bella hija quinceañera del presidente de la Asociación de Fútbol, en 
el último puesto de la fila del pan, tratando de hacerse la desentendida, oía todo con 
una fascinada expresión de asombro. Presa del terror, le decía a su amiga Marietta 
que se fijara un poco lo buenas para el conventilleo que eran estas señoras, que asi-
mismo irían a hablar de ella si un día se entregaba al Tuny Robledo y le tocara la ma-
la suerte de quedar embarazada. Porque aunque él, de puro tímido que era, todavía no 
se animaba a pedirle la prueba de amor, ella estaba dispuesta a todo. Y él lo sabía 
perfectamente. 
—¿Tu padre todavía no sabe que andas con él? —le preguntó intrigada su amiga. 
No, aún no lo sabía. Y mejor que ni lo supiera, porque su padre siempre estaba 
diciendo que ella era muy niña para andar pensando en esas cosas. No la dejaba salir 
sola a ninguna parte. De modo que las pocas veces que se veían era a escondidas. Pero 
ya faltaba poco para el primero de noviembre, fecha en que su padre viajaría a Anto-
fagasta. 
—Ese será el día decisivo —dijo. 
Marietta Piccoli, confidente de sus tormentosas penas juveniles, le dijo, con sus 
ojos redondamente maravillados, que si acaso sería capaz de entregar su virginidad así 
como así, de un día para otro. 
Cuando Marilina le estaba diciendo que sí, amiga mía, que era lo único con que 
soñaba todas las noches, sintió que alguien le tocaba el hombro por atrás. Era la Loca 
Maluenda, la famosa mujer de Tarzán Tirado. Con acento desfachatado, la mujerota 
le pidió que le hiciera el favor, cabrita linda, de cuidarle el lado en la fila mientras 
iba a comprar las otras cosas para el almuerzo, que tenía que ir al hospital de María 
Elena a ver a su esposo, que el Galgo Azul estaba por salir y que ella estaba más 
atrasada que la cresta. Marilina sólo atinó a asentir con la cabeza. Le tenía recelo a 
esa mujer. Era la más lenguaraz de todas. La más impúdica. Su descaro era tal que 
muchas veces la había visto llegar a la pulpería enfundada nada más que en su desco-
lorida bata de levantarse. 
Mientras la Loca Maluenda iba de una fila a otra encargando lado y haciendo las 
compras, no dejaba de aleonar a las mujeres para que asistieran al partido del domin-
go. Había que desquitarse de esos hijos de mala madre a como diera lugar. Tenían que 
pagar caro lo que le hicieron a su marido. Además de ganarles hay que pegarles, re-
clamaba. Que ojalá el maromero de la pelota se quedara a jugar por el equipo, ya 
que, según los hombres, con él en la cancha era seguro que goleábamos a esos marico-
nes Cometierra. «Ya lo van a ver, les vamos a ganar y los vamos a fletar», vociferaba 
sin ninguna clase de remilgos. Sólo era cosa que los jugadores hicieran lo suyo en la 
cancha, que ya se iban a asegurar ellas, las mujeres de la barra, de partirles el hoci-
co al término del partido. 
La Loca Maluenda, una de las mujeres más bravas del campamento y líder indis-cutible de la barra femenina, era de las que acompañaba al equipo en todos sus desa-
fíos, ya fuera en casa o de visita. Sus proezas en las canchas pampinas eran legenda-
rias. Todavía se hablaba de aquella vez cuando en un encuentro con la selección de 
Ricaventura entró al campo de juego —en el mismísimo reducto de los ricaventurinos— 
y le partió la cabeza con el taco de su zapato al wing derecho de los dueños de casa, 
cuando éste, en un foul más grande que un camión, lesionó gravemente a Tarzán Tira-
do. Enfurecida como loca de manicomio, de pasadita agarró a zapatazos al árbitro por 
no haber expulsado al agresor, y a dos carabineros que en la trifulca, por querer sa-
carla del campo de juego, le pasaron a agarrar sus descomunales pechos. «¡A mí las 
tetas me las toca mi puro marido, pacos gorreados!», gritaba furibunda, mientras re-
partía zapatazos a diestra y siniestra. «A mí, mi puro marido», era una frase con que 
la Loca Maluenda acostumbraba a pavonearse en público, pese a que todo el campa-
mento podía dar testimonio fidedigno de las desvergonzadas y periódicas quemadas de 
espinazo que le hacía a nuestro pobrecito guardavallas. 
Como los carabineros del campamento habían sufrido en carne propia las furias 
de la mujer, en los partidos de la competencia local se andaban con cuidado con ella. 
La Loca Maluenda, con sus ajustadas faldas a media pierna, batiendo sus escolares 
plumeritos de papel, y entonando cánticos y gritos de guerra —y jorobando a todo el 
mundo con la infantil costumbre de celebrar los goles lanzando puñados de tierra al 
aire—, era la que más gritaba y saltaba en los partidos de nuestro paupérrimo cam-
peonato oficial, competencia que contaba apenas con cinco clubes y dos divisiones —
primera y segunda—, pero que cada domingo congregaba sagradamente a medio cam-
pamento en torno a la cancha. 
Nuestro campeonato oficial de fútbol era pobre pero honrado. Aunque en lo que 
fallaba siempre era en el asunto de los arbitrajes. Los jueces designados para los 
partidos casi nunca aparecían, y siempre estaba la jodienda para los capitanes de los 
equipos de tener que salir a buscar uno entre la gente de las tribunas. De los guarda-
líneas ni hablar, eso era un lujo impensable para nosotros. Sin embargo, en esos im-
pajaritables «terceros tiempos» que se jugaban después en las mesas de los ranchos, 
los árbitros, los guardalíneas y hasta la plana completa de directivos de los clubes 
aparecían como por arte de birlibirloque. No había necesidad de salir a buscarlos a 
ninguna parte. 
En estos regados terceros tiempos las cachañas y los goles jamás fallaban y to-
dos, cual más cual menos, llevaban a cabo las más brillantes hazañas deportivas que 
se pudiera uno imaginar. Y tal como en la cancha se les guardaba el puesto a los más 
buenos para la pelota, en desmedro de los malitos que siempre llegaban a la hora —a 
veces estábamos listos para jugar, paisita, pero aparecía la estrella del equipo y nos 
hacían salir de la cancha sin asco—, allí se les reservaba también el mejor lado de la 
mesa a estos bolseros del carajo que al final terminaban tomando más que todos y 
nunca pagaban un peso. 
Además, siempre se nos colaba el loco Cachimoco Farfán. 
Con su inseparable micrófono de tarro, y una salivita espumosa desbordándole la 
comisura de los labios, se paseaba entre las mesas entrevistando a jugadores, árbitro 
y cuerpo técnico. O, a pedido de la audiencia, se encaramaba sobre el mesón y se 
ponía a repetir de memoria el relato de los goles y las jugadas más importantes del 
partido. Cuando se emborrachaba, y alguien lo hacía enojar, estallaba en una serie de 
insultos tan estrafalarios que algunos lo jorobaban precisamente para oírselos profe-
rir: 
«¡Cara de tumor epitelial maligno con metaplasma cartilaginosa!», «¡hijo de la 
gran purga intestina!», «¡concha de tus ganglios linfáticos!», «¡fenilanina hidrolasa y la 
purga que lo parió!», eran algunos de sus favoritos. 
A veces, con una cerveza en la mano, se quedaba un rato pensativo y luego, mi-
rando al vacío, como si estuviera dando un examen oral, recitaba cosas tales como: 
«Oncocito: célula epitelial con un citoplasma acidofílico granular y un gran número de 
mitocondrias propensas a transformarse en células neoplásicas». 
A la mayoría de nosotros estas lunáticas monsergas de policlínico ya no nos cau-
saban mayor asombro. Pero aquellos que lo oían por primera vez se quedaban con la 
boca abierta, para luego comentar estupefactos que cómo crestas no iría a terminar 
loco este pobrecito cristiano con las cabronadas raras que tenía que memorizar. 
Sin embargo, el que se deleitaba sobremanera con esas súbitas declamaciones 
de enciclopedia médica era al Tuny Robledo, reconocido por todos como el intelectual 
del equipo. Aunque habría que decir que él muy pocas veces nos acompañaba a los ran-
chos. Prefería, luego de los partidos, ir a la Biblioteca Pública, o a pararse afuera de 
la pastelería Ibacache, por si veía pasar de compras a la hija de don Celestino. En las 
raras ocasiones que iba con nosotros, aparte de beber nada más que refrescos, ter-
minaba enfrascado en la misma discusión de siempre con sus compañeros de equipo. 
Tomándose la cabeza con ambas manos, se lamentaba teatralmente que cómo cresta 
los duros de mollera no podían entender algo tan básico: «que de haber convertido ese 
gol que me farreé al comienzo del partido, tal vez no hubiésemos ganado tres a cero 
como ustedes dicen, y ni siquiera dos por cero como ganamos al final, sino que incluso 
podríamos haber perdido dos a uno. O cuatro a dos. O haber empatado a once. O qué 
mierda sé yo. Hasta podría haber sucedido que el encuentro se suspendiera por el 
aterrizaje de un platillo volador en el círculo central de la cancha. Porque de haber 
metido ese gol al primer minuto de juego —¡cómo no lo van a entender los guarisapos 
de vino barato!—, el entramado del partido habría variado completamente». 
«Y no sólo el entramado del partido», terminaba preconizándoles con el índice 
en ristre, «sino que hasta habría variado el mismísimo curso de los astros en el uni-
verso». 
En esta parte, lanzándole corchos y calas de botellas, y tapándolo con toda cla-
se de pullas, lo mandábamos a repartirle panfletos a los pacos, que en aquel tiempo de 
dictadura era lo mismo que mandarlo a la mierda, o mandarlo a la punta del cerro a 
ver si los jotes tomaban el sol en traje de baño. 
Ocurría que en nuestro campamento aquellos primeros tiempos del régimen mili-
tar los vivíamos como algo más bien nebuloso, amorfo. Aunque no teníamos a los solda-
dos patrullando las calles con sus metralletas, como sucedía en las ciudades grandes, 
sentíamos en cambio la sensación asfixiante de ser vigilados día y noche, como si es-
tuviéramos viviendo en una cárcel abierta. Por los días del golpe tampoco hubo mayor 
drama, comparado con otras salitreras en donde se fusiló, se torturó y se hizo des-
aparecer gente. Aquí le apretaron un poco las clavijas a cuatro o cinco trabajadores 
«conflictivos», de esos que hablaban fuerte en el sindicato, y, aparte de los disparos 
de amedrentamiento que los cuatro carabineros de la dotación efectuaban después del 
toque de queda, la vida siguió su curso casi normal. 
Pero era ese casi lo que nos perturbaba, era ese casi lo que sentíamos como un 
alambre de púas cercando la redondela del horizonte, lo que presentíamos como la mi-
ra de un fusil apuntándonos a la nuca, siempre a la nuca, estuviera uno vuelto para el 
lado que estuviera. 
 
Cuando a media mañana nos apersonamos por el sindicato a saludar a la pareja, 
notamos al Fantasista de no muy buen talante. Visiblemente preocupado, luego de 
agradecer con un gruñido el paquete de ropa usada que con mucho cariño y buena vo-
luntad les recolectamos entre todos —para él, un par de pantalones, tres calzoncillos 
y dos camisas de cotelé; para ella, un vestido de tafetán, dos sostenes rosados y una 
chalequina de lana tejida a moños—, dijo que la parientita no se sentía biende salud. 
Había pasado la noche en vela, y él creía que no iba a resistir hasta el domingo. «Us-
tedes viven en una verdadera caldera», dijo en tono de regaño. 
Como nosotros teníamos que echar mano a todos los recursos para retenerlo, le 
ofrecimos llevar a la mujer al policlínico. Que tal vez, le dijimos con gravedad docto-
ral, no era por el calor que sufría los bochornos, y lo mejor era que la examinara el 
practicante de turno. Si se diagnosticaba que la cosa era más seria, le prometimos 
hacerla ver por el doctor que cada martes y viernes venía de María Elena a visitar a 
los enfermos más graves del campamento. 
—¿Qué tal si los sofocos son por otra cosa, amigo mío, y resulta que viene un 
encarguito de París? —se aventuró a conjeturar en un tono sentimentalón don Celestina 
Rojas. 
Expedito González se lo quedó mirando como se miraría a un idiota tratando de 
explicar la teoría de la relatividad. Pero no dijo nada. Sólo cambió de tema y expresó 
que tenía otro motivo de queja. Esta queja, que a nosotros nos pareció más pose de 
artista que otra cosa, era porque al despertar esa mañana en el salón sindical se dio 
cuenta de que no habían cerrado la puerta de la calle. 
—Me parece sumamente peligroso haber dormido toda la noche con la puerta 
abierta —dijo, abriendo y blanqueando aún más sus ojos desorbitados. 
Nosotros tuvimos que explicarle, como debíamos hacerla con cada forastero que 
nos visitaba, el hecho, para ellos inaudito, de que aquí era común —como en todas las 
oficinas salitreras— que la gente se olvidara de cerrar las puertas por la noche y se 
fuera a dormir sin más trámite. Esto por la confianza de hermanos que nos teníamos 
todos, y porque la delincuencia era una hierba que no se daba por estos pagos. 
—Ya usted se dará cuenta de que aquí la gente vive y muere con las puertas 
abiertas y el corazón ídem —le dijo orgulloso Juanito Caballero, el utilero de la selec-
ción. 
El Sindicato de Obreros se alzaba justo en medio de la corrida del comercio. Su 
salón principal contaba con mesa de billar, mesa de ping-pong y varias mesitas para 
juegos de manos. Esa mañana, en el pizarrón para citar a la asamblea y dar a conocer 
notas del sindicato, amaneció una invitación ajena a los asuntos laborales. Con tiza 
amarilla y blanca, los colores oficiales de Coya Sur, se invitaba a todo el mundo, para 
el domingo 2 de noviembre, a alentar al equipo de la selección en «el último partido 
que se llevará a efecto en nuestra querida cancha». El letrero, escrito con la letra 
despatarrada del Pata Pata, pero redactado a medias con don Celestina Rojas, termi-
naba con una educada expresión típica del presidente de la Asociación Deportiva: 
«¡Hay que hacerles morder el polvo de la derrota a los señores Cometierra!». 
Después de almuerzo, luego de repetir junto a la Calorina todo el ceremonial del 
día anterior, Expedito González se instaló a ejecutar su acto de exhibicionismo, ahora 
frente al mismo local del sindicato. Y esta vez, porque ya todo el campamento sabía 
de su presencia, logró reunir a mucha más gente. En verdad, el hombre hacía prodi-
gios con su pelota blanca. Los preciosismos del Tuny Robledo, del Lauchita Castillo o 
del Pe Uno Gallardo, los jugadores más técnicos que teníamos en el equipo, eran jue-
gos de niños de pecho comparados con sus malabares. 
Cachimoco Farfán se apareció ese día por el sindicato y, para deleite del públi-
co, se dedicó a relatar efusivamente los pormenores de la función. Esto pese a la ca-
ra de pocos amigos del Fantasista, que no denotaba ninguna simpatía por el protago-
nismo que tomaba el loco del tarro en su acto personal. Se notaba a la legua que al-
gunos términos del relator no le agradaban en absoluto, sobre todo cuando lo llamaba 
«coprolito negro». «¡Electroencefalogramáticas las maravillas, señoras y señores, pa-
cientes míos, que este coprolito negro puede ejecutar con la de cuero! ¡Fenilanina 
hidrolasa y la purga que lo parió!». 
Aunque al final del acto las monedas reunidas fueron casi el doble que las del 
día anterior, esto no mejoró ni un tris el ánimo de la pareja. De ninguna manera su-
maba lo que ellos esperaban y estaban acostumbrados a recolectar, según se quejaron 
más tarde, mientras esperábamos al doctor sentados en un escaño de la Plaza Redon-
da, frente al policlínico. Como por la mañana el facultativo no llegó, el Flaco Lucho, 
uno de los practicantes del campamento, había cumplido con darle un par de aspirinas 
y ponerle una inyección en la nalga, tratamiento que daba con afabilidad a todos los 
pacientes sin importar su dolencia, en especial si eran mujeres jóvenes. 
Pero esa tarde el doctor tampoco llegó a hacer su visita, cuestión que se repe-
tía con más frecuencia de la que nosotros hubiésemos querido. Y ya no había caso 
hasta el próximo viernes. Entonces, buscando mantener entretenida a la pareja, los 
invitamos a conocer la cancha de fútbol, en las afueras del campamento. Así aprove-
charían de presenciar una pichanga pampina, les dijimos, una de esas famosas pichan-
gas que se armaban después de las cinco de la tarde, cuando los obreros salían del 
trabajo. 
Fue ahí que oímos hablar por primera vez a la Colorina. Sin dejar de masticar 
su chicle rosado, dijo que la perdonáramos un poco, pero ella prefería quedarse en el 
sindicato. 
—Si es que a ti no te molesta, claro —dijo, mirando de reojo al Fantasista. 
—Si usted quiere quedarse, quédese —dijo él. 
—Es que me quiere dar de nuevo el bochorno —ronroneó ella. 
Aparte del hecho anecdótico de que la Colorina lo tuteara y él la tratara de us-
ted (siendo mucho mayor que ella), en ese instante nos dimos cuenta de dos cosas 
irrebatibles: que Expedito González estaba enamorado hasta las mismas cachas, y que 
la mujer era dueña de un tono de voz sensualísimo, tornasolado de matices. 
Todos nos quedamos sorprendidos. En especial el Choche Maravilla, que no le 
quitaba el ojo de encima. «¿Se fijaron, paisanitos?», repetía después, a cada rato, 
relamiéndose los bigotes de lascivia. «Habla como las putas de las películas france-
sas». 
Cuando partimos a la cancha, el cabrón del Choche Maravilla se las ingenió para 
disculparse y desligarse del grupo. Y se quedó en el campamento. Dijo que iría al salón 
del sindicato a jugar un tablero de damas con Gambetita. Que tenían un desafío pac-
tado hacía más de una semana y que ya era hora de cumplirlo. 
Gambetita era un anciano pequeño, de pies deformes, cuyos botines ortopédicos 
apuntaban ambos hacia adentro, de modo que para andar debía pasarlos uno por enci-
ma del otro, todo lo contrario a como caminaba Charles Chaplin en las películas. El 
lisiado oficiaba de zapatero remendón y cosedor de pelotas de fútbol, pero su fama y 
gloria estribaban en que era el indiscutido campeón del juego de damas del sindicato. 
Su peculiaridad consistía en que durante todo el transcurso del juego no dejaba de 
musitar una monótona e intraducible cantinela —especie de mantra personal— con que 
sacaba de sus casillas a los adversarios. 
 
Sentado en una piedra a la orilla de la cancha, Expedito González se maravilló 
de la descomunal trifulca que constituía la pichanga, con más de cuarenta viejos por 
lado. 
Ahí, en esa colosal majamama de patadas, encontrones y caballazos eran muy 
pocos los que se veían jugando con zapatos de futbol; la mayoría lo hacía con calamo-
rros de seguridad industrial —de esos con punta de fierro— o con alpargatas de cáña-
mo, y no pocos de esos salvajes corrían a pata pelada por esa abrupta carpeta cali-
chosa que era el terreno de juego. 
Fue precisamente ese desguarnecido campo a pampa traviesa lo que más impre-
sionó a nuestro hombre, esa cancha en donde el viento y un tierral espantoso hacían 
imposible cualquier pase «al callo» o jugada bien urdida, y en la que «si alguien se 
cae, parientito, me imagino cómo debe quedar de rasmillado el pobre cristiano». 
Enternecido con la gritería y la camorra de los mil demonios que armaban los 
viejos corriendo como desaforados de un lado paraotro, el Fantasista dijo que le pa-
recía que algunos de ellos corrían sólo por correr, sin la más mínima esperanza de lle-
gar a tocar alguna vez la pelota, ni siquiera de casualidad. Nosotros le dijimos, soca-
rrones, que tenía razón, que había algunos viejos que en los ranchos se quejaban de 
llevar catorce pichangas al hilo echando los bofes detrás del balón sin haber logrado 
siquiera darle un puntete de rebote. 
Como el hombre estaba visiblemente emocionado ante esa trae alada de animales 
vociferando y corriendo sin ton ni son a lo largo y ancho de la cancha —una especie de 
ternura filial empañaba sus ojos de orate—, aprovechamos de machacarle de nuevo la 
invitación a que se quedara al partido del domingo. 
Apuntando a la cancha, le dijimos que se diera cuenta un poco por qué queríamos 
que jugara por nosotros; que los Cometierra, además de quedarse con los mejores de-
portistas que llegaban a la pampa, se daban el lujo de tener un estadio con todas las 
comodidades reglamentarias: cerrado, con luz artificial, galerías techadas, caseta de 
control y camarines con duchas. Mientras nosotros teníamos que conformarnos con es-
te peladera infernal en cuyos pringosos camarines de latas no había baños ni agua po-
table, de modo que además de traer el agua en botellas para tomar en los entretiem-
pos, teníamos que irnos a la casa todos cochinos. Y como él estaba comprobando con 
sus propios ojos, la tribuna era tan pequeña —tres graderías de no más de diez me-
tros de largo— que la mayor parte de los espectadores debía conformarse cada do-
mingo con ver los partidos parados a la orilla de la cancha. En un claro tono de sar-
casmo, le dijimos que el mayor confort que ostentaba nuestro campo de juego, «para 
que usted vea cómo están las cosas, amigo Expedito», nos lo había proporcionado la 
madre naturaleza con ese crispado algarrobo que creció detrás de los camarines, a 
cuya exigua sombra nos tendíamos en los entretiempos, muertos de cansancio y des-
hidratados completamente por los cuarenta y seis grados de temperatura con que a 
veces se jugaban los partidos. 
Y para terminar de congraciamos con el hombre, arrejuntamos algunas piedras 
grandes y nos sentamos en torno a él y le contamos un par de las más pintorescas ba-
taholas armadas en los partidos con los Cometierra, partidos que terminaban siempre 
—aquí o allá— con las visitas correteadas a peñascazo limpio por los siete kilómetros 
de pampa traviesa que separaban un campamento del otro. 
Como aquel partido amistoso jugado en su estadio, en el que nos iban ganando 
tres a cero, ya los cuarenta minutos del segundo tiempo se cobró un penal a favor 
nuestro, y los grandísimos hijos de puta, negándose a que siquiera hiciéramos el gol 
del honor, pincharon la pelota, que era de nosotros, con el mismo clavo de cuatro pul-
gadas con que su back centro había repartido puncetazos en los glúteos durante todo 
el partido (el tipo sólo se desquitaba de un encuentro anterior, en donde uno de los 
nuestros entró a la cancha con una bolsita de azufre y en un corner en que éste se 
adelantó a cabecear, le echó un puñado en los ojos que lo tuvo media hora a un costa-
do de la cancha echándose agüita). Y luego de pinchar nuestro balón, por supuesto que 
escondieron el suyo, y como no había otro en el estadio, el árbitro se vio forzado a 
dar por terminado el match. Al final, para completar la infamia, terminaron como 
siempre correteándonos a pedradas por la pampa. 
De más está decir que en el partido de vuelta nos desquitamos como Dios man-
da. Faltando pocos minutos para el final, cuando apenas nos iban ganando uno a cero 
(siempre nos ganaban por goleada), en un contragolpe mortal, el centro forward de 
ellos se pasó a dos defensas y dejó tirado en el camino a Tarzán Tirado, que le salió 
a cortar fuera del área grande, y cuando ya enfilaba solo contra el arco desguarneci-
do, apareció Marcianito, el niño más malo de la pampa, quien, instruido por el Pata 
Pata, le tiró su monopatín de palo por las canillas, tomó la pelota y salió con ella 
hecho una bala hacia el campamento. Como el balón les pertenecía, toda la gente de 
María Elena echó a correr detrás del crío. «Si ustedes vieran, amables escuchas, pa-
cientes míos», vociferaba entusiasmado Cachimoco Farfán a la orilla de la cancha. «Si 
ustedes vieran cómo la oncena de jugadores y la barra en patata, y hasta los mismí-
simos dirigentes, con sus sebosos ternitos negros y sus corbatitas rojas, van corriendo 
como espermatozoides en pos del óvulo fecundador, si ustedes vieran cómo estos pio-
génicos van echando los bofes detrás de ese pobre angelito». 
Pero los perseguidores nada pudieron hacer cuando Marcianito llegó hasta las 
primeras casas de la calle 18 de Septiembre, y se trepó por los techos que se conocía 
de memoria (acostumbrado como estaba a gatear por las noches mirando mujeres des-
nudas por los portillos de las calaminas), y se perdió por los callejones del otro lado. 
La pelota de nosotros, por supuesto que se hizo humo y el partido tuvo que sus-
penderse. Acto seguido, y para no perder tan sana costumbre, procedimos a corre-
tearlos olímpicamente por los desmontes de la pampa, hasta las lindes mismas de sus 
casas. 
En un momento, mientras le contábamos todo esto al hombrón, la pelota de los 
pichangueros fue despejada de un violento puntete hacia un costado y, llevada por el 
viento, se perdió en los desniveles de la pampa. Como el jugador que fue en su busca 
se demoraba en hallada, alguien desde la cancha le gritó a Expedito González: 
—¡Presta la tuya mientras tanto, viejito! 
El Fantasista hizo un gesto negativo con la mano y refunfuñó por lo bajo: 
—Ni que estuviera loco, parientito. 
Luego, a modo de excusa, nos dijo que la esférica blanca era su herramienta de 
trabajo, que por lo mismo no la prestaba por nada del mundo a nadie. «Es como si 
fuera mi amante», dijo. Y acariciándola casi venéreamente nos explicó que conocía sus 
costuras, sus peladuras y sus treinta y dos cascos mejor que las propias líneas de sus 
manos. Como para ratificar esa relación casi obscena con su pelota, se puso a contar-
nos de cómo llegó a convertirse en fantasista. 
A la edad de cinco años había comenzado a ensayar sus primeros malabarismos 
con una pelota de trapo, en uno de los barrios más pobres de Temuco. Después pasó a 
una de plástico (de color verde) que halló abandonada a orillas de una acequia, cerca 
de su casa. Luego, al cumplir seis años, en una de sus últimas Navidades junto a su 
padre, éste le regaló una de goma, de esas con estrellitas. Y que fue ya de grande, 
en la primera exhibición de su talento en el estadio de Temuco, que los jugadores del 
club le donaron su primera pelota de fútbol, usada y toda descosida, claro, pero una 
pelota de verdad. Y profesional. Esa pelota la había hecho durar años cosiéndola, lu-
bricándole las costuras con grasa de animal y parchándola no sabía cuántas veces. 
Hasta que un buen día, justo cuando la pobre ya no daba más de vieja, y se le aso-
maban las tetillas del blas por todas partes, lo invitaron a su primer programa de te-
levisión, en donde le regalaron esta esférica blanca, flamante, que se convirtió en su 
máximo orgullo, y que cuidaba tanto como si fuera parte de su mismo cuerpo. «La cui-
do más que a mis compañones», musitó con un extraño dejo de abatimiento nublándole 
la mirada. 
A la vuelta de la cancha nos enteramos de una importante asamblea sindical 
programada para el día siguiente. En ella se daría cuenta de las últimas novedades 
respecto al cierre de Coya Sur. Los pronósticos no eran muy favorables y la gente se 
hallaba pesimista. Mientras la pareja tomaba onces en la cocina del sindicato, invita-
dos por la mujer del Pata Pata, en la mesa no se hablaba de otra cosa. Iba a ser de-
masiado triste para todo el mundo abandonar el campamento. Expedito González, que 
se notaba de buen ánimo, después de tomarse una taza de té con canela, cambió de 
conversación y se puso a hablar de fútbol. 
Alucinado aún porla visión de la primera pichanga pampina que presenciaba en su 
vida, contó que de niño él había leído mucho sobre la historia del fútbol. Y se puso a 
contarnos cosas que para nosotros resultaban increíbles. Dijo que en tiempos antiguos 
hubo un juego, de origen anglosajón, que era una especie de fútbol masivo, «muy simi-
lar a estas pichangas de ustedes», en que se desafiaban y jugaban un pueblo entero 
contra otro. Se trataba de una batahola infernal, sin limitación de participantes, sin 
árbitro, sin rayado de cancha y sin regla alguna; en realidad eran unas verdaderas 
zalagardas en las que todo estaba permitido para llevar el balón a la meta contraria, 
exceptuando el homicidio, claro. Pero que ni siquiera eso, pues como se daban con to-
do, siempre los torneos terminaban con algunos muertos y un montón de contusos. «Y, 
según una leyenda, parientitos, la primera vez que se llevó a efecto uno de esos jue-
gos, fue con la cabeza cortada de un monarca danés derrotado en una batalla». 
Como el Fantasista notó en la expresión de algunos rastros de incredulidad —y 
es que nosotros no sabíamos si lo que decía era cierto, o sólo se estaba carrileando—, 
dijo que, «para que lo vayan sabiendo de una vez los parientitos», los orígenes del 
fútbol eran mucho más antiguos de lo que el común de los mortales creía. Y con la re-
sonancia cavernosa de su voz «<este tipo tiene una voz como de personaje de película 
de terror», había dicho el Zanahoria, uno de los porteros del cine) se largó a conver-
sarnos de cosas tan insólitas y extraordinarias, que al final tuvimos que sucumbir a la 
idea de que Expedito González, además de ser un genio con la pelota, era una especie 
de erudito en la materia. Nos contó, por ejemplo, que la prehistoria del futbol se 
ubicaba en el Extremo Oriente, concretamente en China y Japón (y por ahí se dio el 
lujo hasta de nombrar alguna dinastía). Que ya en el siglo V antes de Cristo los inte-
grantes del Ejército imperial chino se entrenaban para la guerra con un juego de ins-
trucción militar muy parecido al fútbol de hoy. En este juego, una bola de cuero re-
llena con plumas y vísceras de animales tenía que ser lanzada con el pie a una pequeña 
red con una apertura de treinta a cuarenta centímetros, fijada a dos largas varas de 
bambú. 
Enardecido por la atención concitada en los presentes —incluida la Calorina, que 
parecía ser la primera vez que le oía hablar del tema—, nos reseñó que unos quinien-
tos o seiscientos años después, en Japón, apareció una forma diferente de juego, uno 
que se seguía practicando hasta el día de hoy. Se trataba de un tipo de futbol jugado 
en círculo, mucho menos espectacular que el otro, pero mucho más solemne. Éste era 
en verdad una especie de ejercicio ceremonial que si bien exigía cierta habilidad téc-
nica, no tenía ningún carácter competitivo y, por lo mismo, no representaba ninguna 
lucha por el balón. El juego se hacía en una superficie de terreno más bien pequeña, 
en la que los jugadores, dispuestos en círculo, todo lo que hacían era pasarse el balón 
uno a otro sin dejarlo caer al suelo. 
Ahí nosotros lo interrumpimos, entusiasmados, para decirle que ese mismo jue-
guito acostumbraban a hacerla nuestros futbolistas como precalentamiento antes de 
entrar a la cancha. 
El hombre nos miró con el gesto ceñudo de un profesor interrumpido en su clase 
magistral, y continuó hablándonos, ahora de las primeras pelotas de la historia. Dijo 
que éstas ya aparecían dibujadas en algunos grabados chinos antiquísimos y en los mu-
rales mexicanos pintados hacía más de mil años. Hasta se habían encontrado talladas 
en el mármol de una tumba griega de cinco siglos antes de Cristo. Que los chinos re-
llenaban las pelotas con estopa, que los egipcios las hacían de paja y cáscaras de gra-
nos envueltas en telas de colores, y que los griegos y romanos usaban una vejiga de 
buey inflada y cosida. Mientras nos decía que en la Edad Media los europeos jugaban 
con una pelota ovalada rellena de crines, y que en México las fabricaban de caucho, el 
Fantasista se dio cuenta de que Cachimoco Farfán cabeceaba de sueño despatarrado 
en una silla. Entonces, sin dejar de hablar, se le acercó sigilosamente, le arrebató la 
naranja que el loco tenía en las manos y, para asombro y regocijo de los ahí presen-
tes, se puso a hacer sus funambulismos con la fruta como si fuera el mejor de los ba-
lones profesionales. 
Ya por la noche, mientras nos hallábamos encerrados en el salón del sindicato —
viendo cómo el compañero Pata Pata sudaba la gota gorda tratando de escribir sin 
faltas de ortografía la citación sindical en la pizarra—, tras llamar por la puerta del 
callejón, entró don Benigno Ramírez. Llegó invitando a todo el mundo al Huachipato. 
Traía el último long play de Miguel Aceves Mejía bajo el brazo y quería oírlo por los 
parlantes del rancho. Aunque todos sabíamos que eso era nada más que un pretexto 
del hombre para tener con quien conversar un rato. 
Don Benigno Ramírez era un solterón gentil y solitario que, además de ser un 
conversador impenitente y uno de los pocos hombres que aún usaba sombrero de paño, 
tenía gran afición por el arbitraje. Siempre se ofrecía cuando los capitanes de equipo 
recorrían la tribuna en busca de alguien que les dirigiera el encuentro (todos sabíamos 
que debajo de su camisa de parada ya traía puesta su negra palera de árbitro, encar-
gada directamente a la capital). Pero sólo cuando nadie más se insinuaba, y ya se es-
taba pasado de la hora, y no había más remedio, se resignaban a entregarle el pito. 
Es que como juez, don Benigno era más bien singular, rayano casi en lo extravagante. 
Además de arbitrar sin quitarse el sombrero, y de que su edad lo obligaba a dirigir 
todo el encuentro sin moverse del círculo central, para decidir cualquier sanción no 
sólo evaluaba lo fortuito o intencional de la falta en sí, su gravedad o levedad, sino 
que también pesaba y sopesaba la hoja de vida de los jugadores involucrados: su con-
ducta laboral, su comportamiento social, sus hábitos morales (demasiado falleros en el 
trabajo, malos vecinos, padres descuidados, boca sucia para hablar, y otras sandeces 
por el estilo), y sólo entonces amonestaba, o expulsaba, o perdonaba al infractor. 
En el campamento recordábamos siempre aquel partido de fiestas patrias, entre 
solteros y casados, que don Benigno suspendió antes de que comenzara. Cuando los 
casados ingresaron a la cancha, al hacer el clásico saludo al equipo rival, en vez de 
decir tres ras por los solteros, no hallaron nada mejor que gritar: 
—¡Tres ras por los pajeros! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! Entonces, como desquite, el equipo de 
los solteros salió a la cancha, se acercó bien a las tribunas y, ahí, cerquita de las 
esposas de sus contrincantes, en vez de dar tres ras por los casados, gritaron a todo 
pulmón: 
—¡Tres ras por los gorreados! ¡Ra! ¡Ra! ¡Ra! 
Don Benigno Ramírez, que ya se hallaba listo y dispuesto en el centro de la can-
cha, de inmediato tocó el silbato y suspendió el partido por faltas a la moral y con-
ducta indecorosa de ambos equipos. ¡Qué se habrán imaginado! 
En el rancho, luego de solicitar que tuvieran la amabilidad de tocarle su disco, 
don Benigno Ramírez hizo la pedida para todos, y antes de largarse a conversar orde-
nó dos botellas también para la mesa del fondo, donde se hallaban bebiendo en silen-
cio los cuatro electricistas del campamento, el cuarteto de beodos más ilustre de la 
pampa. 
Los temas recurrentes de don Benigno eran dos: el trabajo y el arbitraje. En 
ese orden. Y esa noche, para hastío de todos, estaba cargado hacia el del trabajo. 
No en vano llevaba treinta y cinco años de servicio en la compañía. Treinta y cinco 
años sin faltar un solo día al trabajo, repetía en su tedioso modo de conversar, capaz 
de hacer dormir a una oveja. 
«Los treinta y cinco mejores años de mi vida», recalcaba con un amargoso mohín 
de resentimiento que le torcía los labios hacia abajo. Había entrado a trabajar a los 
quince como mensajero de la Casa

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