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Joyce_Carol_Oates_Blonde

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«Socorro,	siento	que	la	Vida	se	acerca.»
Marilyn	 Monroe	 era	 puro	 fuego,	 sexualidad	 a	 flor	 de	 piel,	 romances
turbulentos;	 pero	 también	 era	 frágil,	 una	 mujer	 asustada	 y	 repleta	 de
inseguridades	que	buscaba	en	otros	—el	Ex	Deportista,	el	Dramaturgo	o	el
Presidente—	ese	amor	que	ella	misma	se	negaba.	Una	artista	emblemática
cargada	 de	 conflictos	 y	 temores,	 de	 pasiones	 desatadas;	 una	 niña	 que	 no
dejó	de	huir	hacia	delante,	y	llegó	a	burlar	a	la	propia	muerte	para	convertirse
en	leyenda.
Tras	 una	 exhaustiva	 documentación,	 Joyce	 Carol	 Oates	 redibuja	 la	 vida
interior	de	Norma	Jeane	Baker	—la	pequeña	sin	padre,	la	mujer	dependiente
de	 tranquilizantes	 y	 estimulantes,	 la	 malograda	 amante	 y	 actriz—	 y	 a	 su
«Amiga	Mágica	del	Espejo»,	la	idolatrada	rubia	que	el	mundo	llegó	a	conocer
como	Marilyn	Monroe.
ebookelo.com	-	Página	2
Joyce	Carol	Oates
Blonde
ePub	r1.0
minicaja	08.06.13
ebookelo.com	-	Página	3
Título	original:	Blonde
Joyce	Carol	Oates,	2000
Traducción:	María	Eugenia	Ciocchini
Diseño	de	portada:	María	Pérez-Aguilera
Editor	digital:	minicaja
ePub	base	r1.0
ebookelo.com	-	Página	4
A	Eleanor	Bergstein	y	Michael	Goldman
ebookelo.com	-	Página	5
En	 el	 círculo	 de	 luz	 de	 un	 foco	 escénico,	 rodeado	 de	 oscuridad,	 uno	 tiene	 la
sensación	 de	 estar	 completamente	 solo…	Esto	 es	 lo	 que	 se	 denomina	 «soledad	 en
público»…	 Durante	 una	 representación,	 ante	 un	 público	 de	 miles	 de	 personas,
siempre	es	posible	encerrarse	en	este	círculo	como	un	caracol	en	su	concha…	Uno
puede	llevarlo	allí	donde	vaya.
CONSTANTIN	STANISLAVSKI
Un	actor	se	prepara
El	escenario	es	un	lugar	sagrado	donde	el	actor	no	puede	morir.
MICHAEL	GOLDMAN
La	libertad	del	actor
La	 genialidad	 no	 es	 un	 don,	 sino	 la	 manera	 en	 que	 una	 persona	 inventa	 en
circunstancias	desesperadas.
JEAN-PAUL	SARTRE
ebookelo.com	-	Página	6
Nota	de	la	autora
Blonde	 es	 una	 «vida»	 radicalmente	 destilada	 en	 forma	 de	 ficción	 y,	 a	 pesar	 de	 su
longitud,	el	principio	de	apropiación	es	 la	sinécdoque.	Por	ejemplo,	en	 lugar	de	 los
múltiples	 hogares	 de	 acogida	 en	 los	 que	 vivió	 Norma	 Jeane	 de	 pequeña,	 Blonde
explora	solamente	uno,	y	éste	es	ficticio;	de	sus	numerosos	amantes,	crisis	médicas,
abortos,	tentativas	de	suicidio	e	interpretaciones	cinematográficas,	Blonde	muestra	un
grupo	selecto	y	simbólico.
La	verdadera	Marilyn	Monroe	 llevó	una	especie	de	diario	y	escribió	poemas,	o
fragmentos	 de	 poemas.	 De	 ellos	 sólo	 he	 incluido	 dos	 versos	 en	 el	 último	 capítulo
(¡Socorro!	 ¡Socorro!…);	 los	 demás	 son	 falsos.	 Algunos	 comentarios	 del	 capítulo
«Obras	completas	de	Marilyn	Monroe»	proceden	de	entrevistas;	otros	 son	 ficticios.
Las	últimas	líneas	de	ese	capítulo	son	la	conclusión	de	El	origen	de	las	especies,	de
Charles	Darwin.	El	lector	que	desee	conocer	datos	biográficos	fidedignos	de	Marilyn
Monroe	no	debería	buscarlos	en	Blonde,	que	no	pretende	ser	un	documento	histórico,
sino	en	biografías	autorizadas.	(La	autora	ha	consultado	Legend:	The	Life	and	Death
of	Marilyn	Monroe,	de	Fred	Guiles,	1985;	Las	vidas	secretas	de	Marilyn	Monroe,	de
Anthony	 Summers,	 1986,	 y	 Marilyn	 Monroe:	 A	 Life	 of	 the	 Actress,	 de	 Carl	 E.
Rollyson	Jr.,	1986.	Otros	libros	más	subjetivos	sobre	Marilyn	como	figura	mítica	son
Marilyn	Monroe,	 de	Graham	McCann,	1987,	y	Marilyn,	 de	Norman	Mailer,	1973.)
De	 los	 libros	 consultados	 sobre	 política	 estadounidense,	 específicamente	 sobre
Hollywood	 en	 los	 años	 cuarenta	 y	 cincuenta,	 el	 más	 útil	 fue	 Naming	 Names,	 de
Victor	Navasky.	De	las	obras	sobre	actuación	citadas	o	aludidas,	son	verdaderas	The
Thinking	 Body,	 de	 Mabel	 Todd;	 To	 the	 Actor,	 de	 Michael	 Chekhov;	Un	 actor	 se
prepara	y	Mi	vida	en	el	arte,	de	Konstantin	Stanislavski,	mientras	que	El	manual	del
actor	y	la	vida	del	actor	y	La	paradoja	de	la	interpretación	son	imaginarias.	En	los
capítulos	«El	colibrí»	y	«Todos	nos	hemos	ido	al	reino	de	 la	 luz»	se	cita	el	párrafo
final	de	La	máquina	del	tiempo,	de	H.	G.	Wells.	Aparecen	versos	de	Emily	Dickinson
en	 los	 capítulos	 titulados	 «El	 baño»,	 «La	 huérfana»	 y	 «Hora	 de	 casarse».	 En	 «La
muerte	 de	 Rumpelstiltskin»	 se	 incluye	 un	 pasaje	 de	 El	 mundo	 como	 voluntad	 y
representación,	 de	 Arthur	 Schopenhauer.	 En	 «El	 Francotirador»	 se	 parafrasea	 un
párrafo	 de	 El	 malestar	 en	 la	 cultura,	 de	 Sigmund	 Freud.	 En	 «Roslyn,	 1961»	 se
reproducen	párrafos	de	los	Pensamientos,	de	Blaise	Pascal.
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Prólogo
3	de	Agosto	de	1962
Entrega	en	mano
Ahí	venía	 la	Muerte,	 avanzando	presurosa	por	el	bulevar,	bajo	 la	mortecina	 luz
sepia.
Ahí	venía	la	Muerte,	volando	sobre	una	vulgar	y	pesada	bicicleta	de	mensajero,
como	en	los	dibujos	animados.
Ahí	 venía	 la	Muerte;	 infalible.	Una	Muerte	 imposible	 de	 disuadir.	Una	Muerte
con	 prisas.	 Una	Muerte	 que	 pedaleaba	 frenéticamente.	 La	Muerte,	 que	 llevaba	 un
paquete	 con	 la	 inscripción	 ENTREGA	 EN	 MANO,	 FRÁGIL	 en	 un	 rústico	 cesto	 situado
detrás	del	asiento.
Ahí	venía	la	Muerte,	abriéndose	paso	diestramente	con	su	vulgar	bicicleta	entre	el
tráfico	del	cruce	de	Wilshire	y	La	Brea,	donde,	debido	a	reparaciones	en	la	calle,	los
dos	carriles	con	dirección	oeste	de	Wilshire	se	habían	fundido	en	uno.
¡Qué	Muerte	tan	rápida!	Haciendo	morisquetas	a	los	conductores	maduros	que	le
tocaban	la	bocina.
La	 Muerte	 burlándose:	 ¡Vete	 a	 la	 mierda!	 Y	 tú	 también.	 Como	 Bugs	 Bunny
adelantando	a	toda	velocidad	a	los	resplandecientes	automóviles	de	último	modelo.
Ahí	venía	la	Muerte,	sin	amilanarse	ante	el	aire	enrarecido	y	contaminado	de	Los
Ángeles;	ante	el	cálido	aire	 radiactivo	del	 sur	de	California,	donde	 la	Muerte	había
nacido.
Sí,	he	visto	a	la	Muerte.	Soñé	con	ella	la	noche	pasada	y	muchas	noches	antes.
No	tenía	miedo.
Ahí	 venía	 la	 Muerte,	 tan	 resuelta.	 Ahí	 venía	 la	 Muerte,	 inclinada	 sobre	 el
herrumbroso	 manillar	 de	 una	 bicicleta	 destartalada	 pero	 imparable.	 Ahí	 venía	 la
Muerte,	 luciendo	 una	 camiseta	 del	 Instituto	 Tecnológico	 de	 California,	 pantalones
cortos	limpios	pero	sin	planchar,	zapatillas	de	deporte	sin	calcetines.	La	Muerte	con
musculosas	 pantorrillas	 cubiertas	 de	 vello	 oscuro.	Con	 una	 espalda	 curva	 como	un
hueso	 de	 codillo.	Con	 la	 cara	 llena	 de	 granos	 e	 imperfecciones	 de	 adolescente.	 La
Muerte	llena	de	valor,	deslumbrada	por	la	luz	del	sol	que	se	reflejaba	como	cimitarras
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en	los	parabrisas	y	la	pintura	cromada	de	los	coches.
Más	 bocinazos	 tras	 la	 estela	 ampulosa	 de	 la	 Muerte.	 La	 Muerte	 con	 el	 pelo
cortado	a	cepillo.	La	Muerte	mascando	chicle.
La	Muerte	con	su	rutina;	cinco	días	a	la	semana,	más	sábados	y	domingos	por	una
tarifa	especial.	El	Servicio	de	Mensajería	de	Hollywood.	La	Muerte	que	entrega	en
mano	sus	paquetes	especiales.
¡Ahí	venía	la	Muerte,	inesperadamente	en	Brentwood!	La	Muerte	volando	por	las
estrechas	 calles	 residenciales	 de	 un	 Brentwood	 casi	 desierto	 en	 agosto.	 Aquí,	 en
Brentwood,	 la	 conmovedora	 futilidad	 de	 jardines	 cuidados	 al	 detalle,	 a	 cuyo	 lado
pasa	 la	 Muerte	 pedaleando	 con	 rapidez.	 Como	 un	 autómata.	 Alta	 Vista,	 Campo,
Jacumba,	 Brideman,	 Los	 Olivos.	 Hacia	 Fifth	 Helena	 Drive,	 una	 calle	 sin	 salida.
Palmeras,	buganvillas,	 rosas	 rojas	 trepadoras.	El	olor	 a	 flores	podridas.	A	 la	hierba
agostada	 por	 el	 sol.	 Jardines	 vallados;	 glicinas.	 Circulares	 senderos	 privados.
Ventanas	con	las	cortinas	echadas	para	que	no	entre	el	sol.
La	Muerte	que	lleva	un	regalo	sin	remite	para
M.	M.,	OCUPANTE	DEL
12305	FIFTH	HELENA	DRIVE
BRENTWOOD,	CALIFORNIA
EE.	UU.
LA	TIERRA
Una	vez	en	Fifth	Helena,	la	Muerte	empezó	a	pedalear	más	despacio.	Escrutaba
los	números	de	la	calle.	No	le	había	echado	un	segundo	vistazo	a	la	extraña	dirección
del	paquete,	curiosamente	envuelto	en	papel	de	regalo	de	rayas,	como	un	bastón	de
caramelo,	que	parecía	haber	sido	usado	antes.	Adornado	con	un	lazo	de	seda	blanco
pegadoa	la	caja	con	celo.
El	 paquete	 medía	 dieciséis	 por	 dieciséis	 centímetros	 y	 pesaba	 poco.	 ¿Como	 si
estuviera	vacío?	¿Como	si	sólo	contuviera	papel	de	seda?
No.	Al	sacudirlo,	uno	comprobaba	que	había	algo	dentro.	Quizá	un	objeto	blando,
de	tela.
Ahí	venía	 la	Muerte,	 a	primera	hora	de	 la	noche	del	3	de	agosto	de	1962,	para
llamar	 al	 timbre	 del	 12305	 de	 Fifth	 Helena	 Drive.	 La	 Muerte	 enjugándose	 su
sudorosa	 frente	 con	 la	 visera	 de	 la	 gorra	 de	 béisbol.	 La	 Muerte	 mascando	 chicle
frenéticamente,	 con	 impaciencia.	 Oye	 pasos	 en	 el	 interior,	 pero	 no	 puede	 dejar	 el
maldito	 paquete	 en	 la	 puerta	 porque	 necesita	 una	 firma.	 Oye	 el	 zumbido	 de	 un
aparato	de	aire	acondicionado	instalado	en	la	ventana.	¿Y	acaso	una	radio	dentro?	Es
una	pequeña	casa	de	estilo	colonial,	una	«hacienda»	de	una	sola	planta.	Paredes	de
falso	adobe,	refulgente	techo	de	tejas	anaranjadas,	ventanas	con	persianas	venecianas
cerradas	y	 aspecto	polvoriento.	Pequeña	 como	una	 casa	de	muñecas;	 nada	 especial
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para	el	barrio	de	Brentwood.	La	Muerte	 llamó	por	segunda	vez,	pulsando	el	 timbre
con	insistencia.	Y	en	esta	ocasión	abrieron	la	puerta.
De	 manos	 de	 la	 Muerte	 acepté	 el	 regalo.	 Creo	 que	 sabía	 qué	 era	 y	 de	 quién
procedía.	Al	ver	el	nombre	y	la	dirección,	reí	y	firmé	el	recibo	sin	vacilar.
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La	niña
1932	-	1938
El	beso
He	estado	viendo	esta	película	durante	toda	mi	vida,	aunque	nunca	hasta	el	final.
Casi	habría	podido	decir	¡Esta	película	es	mi	vida!
Su	madre	la	llevó	por	primera	vez	al	cine	cuando	ella	tenía	tres	o	cuatro	años.	Era
su	 recuerdo	 más	 temprano.	 ¡Qué	 emocionante!	 Habían	 ido	 al	 Teatro	 Egipcio	 de
Grauman,	situado	en	Hollywood	Boulevard.	Aún	faltaban	años	para	que	entendiera
siquiera	 los	 rudimentos	 de	 una	 historia	 cinematográfica;	 sin	 embargo,	 se	 quedó
fascinada	por	el	movimiento,	el	 incesante,	ondulante,	 fluido	movimiento	en	 la	gran
pantalla	que	se	alzaba	ante	ella.	Todavía	era	incapaz	de	pensar	Éste	es	el	mismísimo
universo	 sobre	el	 cual	 se	proyectan	 innumerables	 e	 indescriptibles	 formas	de	 vida.
Cuántas	 veces	 en	 su	 niñez	 y	 adolescencia	 perdidas	 volvería	 con	 añoranza	 a	 esta
película,	 reconociéndola	 de	 inmediato	 a	 pesar	 de	 la	 diversidad	de	 títulos	 y	 actores.
Porque	siempre	aparecían	la	Bella	Princesa	y	el	Príncipe	Encantado.	Una	sucesión	de
complicados	 acontecimientos	 los	 reunía,	 los	 separaba,	 los	 reunía	 otra	 vez	 y	 los
separaba	nuevamente	hasta	que,	cuando	la	película	se	acercaba	a	su	fin	y	la	música
subía	de	volumen,	se	fundían	en	un	apasionado	abrazo.
Aunque	no	siempre	feliz.	Era	imposible	predecirlo.	Porque	a	veces	uno	de	los	dos
aparecía	arrodillado	junto	al	lecho	de	muerte	del	otro	y	anunciaba	el	fin	con	un	beso.
Incluso	si	él	 (o	ella)	sobrevivía	a	su	amado,	uno	sabía	que	su	vida	había	perdido	el
sentido.
Porque	la	vida	no	tiene	ningún	sentido	fuera	de	la	historia	cinematográfica.	Y	no
hay	historia	cinematográfica	fuera	del	oscuro	cine.
Pero	¡qué	intrigante	no	ver	nunca	el	final	de	la	película!
Porque	 siempre	 pasaba	 algo:	 había	 una	 conmoción	 en	 el	 cine	 y	 las	 luces	 se
encendían;	 la	alarma	de	incendios	(aunque	no	había	fuego,	¿o	sí?,	en	cierta	ocasión
habría	jurado	que	olía	a	humo)	sonaba	con	estridencia	y	ordenaban	al	público	que	se
retirara,	o	ella	llegaba	tarde	a	una	cita	y	tenía	que	marcharse,	o	se	quedaba	dormida
en	la	butaca,	se	perdía	el	final	y	despertaba	deslumbrada	por	las	luces	cuando	la	gente
se	levantaba	ya	a	su	alrededor.
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¿Ha	terminado?	Pero	¿cómo	puede	haber	terminado?
Sin	embargo,	incluso	de	adulta,	siguió	buscando	la	película,	entrando	en	cines	de
barrios	oscuros	o	de	ciudades	desconocidas.	Dado	que	padecía	insomnio,	compraría
una	entrada	para	la	sesión	de	medianoche.	O	quizá	fuera	a	la	primera	del	día,	a	última
hora	 de	 la	 mañana.	 No	 intentaba	 evadirse	 (aunque	 últimamente	 su	 vida	 se	 había
vuelto	desconcertante,	como	suele	ser	la	vida	de	adulto	para	todos	los	que	la	viven),
sino	crear	un	paréntesis	dentro	de	esa	vida,	deteniendo	el	tiempo	como	haría	un	niño
con	las	agujas	del	reloj:	por	la	fuerza.	Entrando	en	el	oscuro	cine	(que	a	veces	olía	a
palomitas	rancias,	a	gomina	de	desconocidos,	a	desinfectante),	emocionada	como	una
niña	pequeña	que	alza	 la	vista	para	ver	en	 la	pantalla	—¡Ay!,	 ¡de	nuevo!,	 ¡una	vez
más!—	 a	 la	 preciosa	 rubia	 que	 no	 parece	 envejecer,	 envuelta	 en	 carnes	 como
cualquier	 mujer	 y	 sin	 embargo	 elegante	 como	 ninguna,	 con	 un	 intenso	 resplandor
brillando	no	sólo	en	sus	ojos	luminosos,	sino	también	en	su	piel.	Porque	mi	piel	es	mi
alma.	No	existe	otra	alma.	Veis	en	mí	la	promesa	de	la	dicha	humana.	Ella,	que	entra
en	el	cine,	escoge	una	butaca	en	una	fila	cercana	a	la	pantalla,	se	entrega	sin	vacilar	a
la	 película	 que	 se	 le	 antoja	 a	 un	 tiempo	 familiar	 y	 extraña,	 como	 el	 recuerdo
imperfecto	de	un	sueño.	Los	trajes,	los	peinados,	las	caras	e	incluso	las	voces	de	los
actores	cambian	con	los	años	y	ella	recuerda,	no	con	claridad	sino	en	fragmentos,	sus
emociones	 perdidas,	 la	 soledad	 de	 su	 propia	 infancia,	 aliviada	 sólo	 en	 parte	 por	 la
gran	pantalla.	Otro	mundo	donde	vivir.	¿Dónde?	Y	cierta	vez,	un	día,	se	da	cuenta	de
que	 la	 Bella	 Princesa,	 que	 es	 hermosa	 porque	 es	 hermosa	 y	 porque	 es	 la	 Bella
Princesa,	es	condenada	a	buscar	la	confirmación	de	su	propia	identidad	en	los	ojos	de
otros.	Porque	no	somos	quienes	dicen	que	somos	si	no	nos	lo	dicen,	¿verdad?
Desazón	adulta	y	creciente	horror.
La	 historia	 cinematográfica	 es	 complicada	 y	 confusa,	 aunque	 familiar	 o	 casi
familiar.	 Quizá	 esté	 mal	 enhebrada,	 quizá	 pretenda	 provocar,	 quizá	 haya	 saltos	 al
pasado	en	medio	del	presente.	 ¡O	saltos	al	 futuro!	Los	primeros	planos	de	 la	Bella
Princesa	 parecen	 demasiado	 íntimos.	 Queremos	 permanecer	 en	 la	 periferia	 de	 los
otros,	no	aceptamos	que	nos	arrastren	al	interior.	Si	pudiera	decir:	¡ahí!,	¡ésa	soy	yo!
¡Esa	mujer,	 ese	 ser	 en	 la	 pantalla,	 ésa	 soy	 yo!	 Pero	 ella	 no	 puede	 prever	 el	 final.
Nunca	ha	visto	 la	última	escena	ni	 los	 títulos	de	crédito;	en	ellos,	después	del	beso
final,	se	encuentra	la	clave	del	misterio	de	la	película,	y	ella	lo	sabe.	Del	mismo	modo
que	los	órganos	del	cuerpo,	extirpados	durante	una	autopsia,	constituyen	la	clave	del
misterio	de	la	vida.
Pero	habrá	una	vez,	quizá	esta	misma	noche,	cuando	ella,	ligeramente	agitada,	se
acomode	en	la	raída	y	mugrienta	butaca	tapizada	en	felpa	de	la	segunda	fila	del	viejo
cine	de	un	barrio	marginal,	el	suelo	curvándose	a	sus	pies	como	la	curva	del	planeta
Tierra,	 pegajoso	bajo	 las	 suelas	de	 sus	 zapatos	 caros;	 el	 público	desperdigado,	 casi
todos	individuos	solos;	y	ella	se	alegra	de	que,	gracias	a	su	disfraz	(gafas	de	sol,	una
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bonita	 peluca,	 una	 gabardina),	 nadie	 la	 reconocerá	 ni	 sabrá	 quién	 es,	 ni	 adivinará
quién	podría	ser.	Esta	vez	la	veré	hasta	el	final.	¡Esta	vez	sí!	¿Por	qué?	No	lo	sabe.
De	hecho,	la	esperan	en	otro	sitio,	adonde	llegará	varias	horas	tarde.	Quizá	haya	un
coche	aguardándola	en	el	aeropuerto,	a	menos	que	se	haya	retrasado	días,	semanas;
porque	la	mujer	adulta	ha	empezado	a	desafiar	al	tiempo.	Al	fin	y	al	cabo,	¿qué	es	el
tiempo	sino	lo	que	otros	esperan	de	nosotros?	El	juego	que	no	podemos	negarnos	a
jugar.	 Ha	 notado	 que	 el	 tiempo	 también	 confunde	 a	 la	 Bella	 Princesa.	 Que	 la
confunde	el	argumento	de	la	película.	Uno	recibe	las	pistas	de	los	demás,	pero	¿y	si
los	demás	no	nos	dan	pistas?	En	esta	película,	la	Bella	Princesa	ya	no	está	en	la	flor
de	 la	 juventud,	 aunque	 sigue	 siendo	 hermosa,	 claro	 está,	 pálida	 y	 radiante	 en	 la
pantalla	mientras	se	apea	de	un	taxi	en	una	calle	ventosa;	va	disfrazada	con	gafas	de
sol,	una	 lacia	peluca	castaña	y	una	gabardina	estrechamente	atada	con	un	cinturón,
seguida	 a	 pocos	 pasos	 por	 una	 cámara	mientras	 se	 dirige	 al	 cine,	 compra	 una	 sola
entrada,entra	 en	 la	 sala	 oscura	 y	 se	 sienta	 en	 la	 segunda	 fila.	 Como	 es	 la	 Bella
Princesa,	 otros	 espectadores	 la	miran,	 pero	 no	 la	 reconocen;	 tal	 vez	 sea	 una	mujer
corriente,	 aunque	 hermosa,	 una	 desconocida.	 La	 película	 ya	 ha	 empezado.	 Pocos
segundos	 después,	 ella	 se	 abandona	 por	 completo,	 quitándose	 las	 gafas	 de	 sol.	 La
pantalla	que	se	alza	sobre	ella	la	obliga	a	echar	la	cabeza	atrás	y	a	mirar	hacia	arriba
con	un	gesto	de	reverencia	algo	infantil	y	aprensivo.	Como	los	reflejos	en	el	agua,	la
luz	de	la	película	se	ondula	sobre	su	cara.	Abstraída	en	la	fantasía,	no	se	percata	de
que	el	Príncipe	Encantado	la	ha	seguido	hasta	el	cine;	la	cámara	lo	enfoca	mientras,
durante	varios	 tensos	minutos,	 él	 permanece	de	pie	detrás	de	 las	 raídas	 cortinas	de
terciopelo	 de	 un	 pasillo	 lateral.	 Su	 apuesto	 rostro	 está	 envuelto	 en	 sombras…	 Su
expresión	 es	 apremiante.	 Lleva	 un	 traje	 oscuro	 sin	 corbata,	 y	 un	 sombrero	 de	 ala
curva	ladeado	sobre	la	frente.	A	una	señal	musical,	camina	a	paso	vivo	y	se	inclina
sobre	 ella,	 la	 mujer	 solitaria	 de	 la	 segunda	 fila.	 Le	 susurra	 algo	 y	 ella	 se	 vuelve,
sobresaltada.	Su	sorpresa	parece	real,	aunque	ya	debe	de	conocer	el	guión;	al	menos
hasta	este	punto	y	tal	vez	un	poco	más.
¡Amor	mío!	Eres	tú.
Nunca	ha	habido	nadie	más	que	tú.
En	la	trémula	luz	de	la	gigantesca	pantalla	las	caras	de	los	amantes	están	llenas	de
significado,	nuncios	de	una	perdida	era	de	esplendor.	Es	como	si	estuvieran	obligados
a	 interpretar	 la	 escena,	 a	 pesar	 de	 su	 carácter	 decadente	 y	mortal.	 Interpretarán	 la
escena.	 Él	 la	 coge	 con	 descaro	 de	 la	 nuca	 para	 que	 no	 se	mueva.	 Para	 reclamarla.
Para	poseerla.	Qué	fuertes	y	fríos	son	sus	dedos;	qué	extraño,	el	resplandor	vidrioso
de	sus	ojos,	más	cercanos	que	nunca.
Una	vez	más,	ella	suspira	y	eleva	su	cara	perfecta	para	recibir	el	beso	del	Príncipe
Encantado.
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El	baño
El	 actor	 nato	 emerge	 en	 los	 primeros	 años	 de	 la	 infancia,	 pues	 es
entonces	 cuando	 el	 mundo	 se	 percibe	 por	 primera	 vez	 como	 Misterio.	 El
origen	de	toda	interpretación	reside	en	improvisar	ante	el	Misterio.
T.	NAVARRO
La	paradoja	de	la	interpretación
1
—¿Ves?	Ese	hombre	es	tu	padre.
Érase	 una	 vez	 un	 día,	 el	 del	 sexto	 cumpleaños	 de	Norma	 Jeane,	 el	 primero	 de
junio	 de	 1932,	 y	 una	 mañana	 mágica	 —cegadora,	 fascinante,	 deslumbrantemente
blanca—	en	Venice	Beach,	California.	El	viento	procedente	del	Pacífico	era	fragante,
fresco,	 penetrante	 y	 apenas	 si	 se	 percibían	 las	 habituales	 notas	 salobres	 a
podredumbre	 y	 a	 los	 desperdicios	 de	 la	 playa.	 Entonces,	 traída	 al	 parecer	 por	 el
propio	 viento,	 llegó	madre.	Madre,	 con	 la	 cara	 demacrada,	 los	 voluptuosos	 labios
rojos,	las	cejas	depiladas	y	dibujadas	con	lápiz,	fue	a	buscar	a	Norma	Jeane	a	la	casa
donde	ésta	vivía	con	sus	abuelos,	una	vieja	ruina	cubierta	de	estuco	beis	y	situada	en
Venice	Boulevard.
—¡Ven,	Norma	Jeane!
Y	Norma	Jeane	corrió,	corrió	hacia	su	madre.	Su	manita	regordeta	cogió	la	mano
estilizada	 de	 la	 mujer,	 sintiendo	 una	 extraña	 y	 maravillosa	 sensación	 al	 tocar	 el
guante	 de	malla.	 Porque	 las	manos	 de	 la	 abuela	 eran	 las	 agrietadas	manos	 de	 una
anciana,	 igual	 que	 su	 olor	 era	 el	 olor	 de	 una	 anciana,	 pero	 madre	 despedía	 una
fragancia	tan	dulce	que	resultaba	embriagadora,	como	el	sabor	del	limón	caliente	con
azúcar.
—Norma	Jeane,	mi	amor,	ven.
Porque	 madre	 era	 «Gladys»	 y	 «Gladys»	 era	 la	 verdadera	 madre	 de	 la	 niña.
Cuando	decidía	serlo.	Cuando	tenía	fuerzas	suficientes.	Cuando	sus	obligaciones	en
La	 Productora	 se	 lo	 permitían.	 Porque	 la	 vida	 de	 Gladys	 tenía	 «tres	 dimensiones,
rayando	en	las	cuatro»	y	no	era	«plana	como	un	tablero	de	parchís»,	como	la	mayoría
de	las	vidas.	Y	ante	la	ansiosa	desaprobación	de	la	abuela	Della,	madre	sacó	con	aire
triunfal	a	Norma	Jeane	del	piso	de	 la	 tercera	planta	—que	apestaba	a	cebolla,	 lejía,
ungüento	para	los	juanetes	y	al	tabaco	de	pipa	del	abuelo—	haciendo	oídos	sordos	a
la	furia	de	la	vieja,	que	graznaba	con	una	voz	radiofónica	entre	cómica	y	desesperada.
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—¿De	 quién	 es	 el	 coche	 que	 conduces	 esta	 vez,	 Gladys?	 Mírame.	 ¿Estás
drogada?	 ¿Estás	 bebida?	 ¿Cuándo	 me	 traerás	 de	 vuelta	 a	 mi	 nieta?	 ¡Maldita	 sea!
¡Espérame!	¡Espera	a	que	me	ponga	los	zapatos!	¡Yo	también	quiero	bajar!	¡Gladys!
Y	madre	respondió	con	su	enloquecedora	voz	de	soprano:
—Qué	será,	será.
Riendo	como	traviesas	niñas	perseguidas,	madre	e	hija	corrieron	escaleras	abajo
como	 si	 descendieran	 por	 la	 ladera	 de	 una	montaña,	 agitadas,	 cogidas	 de	 la	mano
hasta	 fuera,	 ¡fuera!,	 hacia	 Venice	 Boulevard	 y	 la	 emoción	 del	 coche	 de	 Gladys,
siempre	 imprevisible,	 aparcado	 junto	 al	bordillo;	y	 en	 esta	 radiante	y	deslumbrante
mañana	 del	 1	 de	 junio	 de	 1932,	 el	 coche	mágico	 era,	 como	 vio	 la	 risueña	Norma
Jeane,	un	Nash	con	el	techo	abombado,	el	color	del	agua	de	fregar	los	platos	cuando
ha	perdido	la	espuma	y	la	ventanilla	del	 lado	del	acompañante	agrietada,	como	una
telaraña,	 y	 pegada	 con	 cinta	 adhesiva.	 Sin	 embargo,	 era	 un	 coche	 precioso,	 y	 qué
joven	 y	 alegre	 parecía	 Gladys;	 ella,	 que	 nunca	 tocaba	 a	 Norma	 Jeane,	 y	 ahora	 la
levantaba	con	las	manos	enguantadas	para	acomodarla	en	el	asiento	del	acompañante
(«¡Aquí,	mi	querida	pequeña!»)	como	si	la	sentara	en	la	noria	gigante	del	parque	de
atracciones	de	Santa	Mónica	para	 llevarla,	con	 los	ojos	como	platos	y	 rebosante	de
emoción,	hasta	el	mismísimo	cielo.	Luego	cerró	la	portezuela	con	fuerza	y	comprobó
que	estuviera	puesto	el	seguro.	(Porque	existía	un	antiguo	miedo,	la	preocupación	de
la	madre	por	 la	hija,	de	que	durante	uno	de	esos	paseos	 la	portezuela	del	 coche	 se
abriera,	como	un	escotillón	en	una	película	muda,	y	la	niña	se	perdiera.)	Se	sentó	en
el	asiento	del	conductor,	detrás	del	volante,	como	Lindbergh	en	la	cabina	de	mando
en	El	héroe	solitario.	Aceleró	el	motor,	manipuló	las	marchas	y	se	coló	en	el	tránsito
en	el	mismo	momento	en	que	la	pobre	abuela	Della,	una	mujer	regordeta	con	la	cara
manchada,	vestida	con	una	bata	de	algodón	desteñido,	medias	elásticas	y	zapatos	de
vieja,	salía	del	edificio	como	Charlie	Chaplin,	el	Pequeño	Vagabundo,	con	frenética	y
cómica	desazón.
—¡Espera!	¡Eh,	espera!	¡Loca!	¡Cabeza	de	chorlito!	¡Te	lo	prohíbo!	¡Llamaré	a	la
policía!
Pero	no	la	esperaron,	claro	que	no.
Se	marcharon	como	una	exhalación.
—No	 hagas	 caso	 a	 tu	 abuela,	 cariño.	 Ella	 es	 de	 los	 tiempos	 del	 cine	 mudo	 y
nosotras,	del	sonoro.
Porque	 Gladys,	 que	 era	 la	 verdadera	 madre	 de	 la	 niña,	 no	 permitiría	 que	 se
burlaran	de	su	Amor	de	Madre	en	este	día	especial.	Ahora	que	«por	fin	se	sentía	más
fuerte»	y	que	tenía	unos	pocos	dólares	ahorrados,	Gladys	había	ido	a	buscar	a	Norma
Jeane	en	el	día	del	cumpleaños	de	la	niña	(¿el	sexto?,	¿ya?	Dios,	qué	deprimente),	tal
como	había	prometido.	«Llueva	o	haga	sol,	en	la	salud	y	en	la	enfermedad,	hasta	que
la	muerte	 nos	 separe.	 Lo	 juro.»	 Ni	 siquiera	 un	 temblor	 en	 la	 falla	 de	 San	Andrés
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habría	podido	disuadir	a	Gladys.
—Eres	mía.	 Te	 pareces	 a	mí.	 Nadie	 va	 a	 arrancarte	 de	mi	 lado,	Norma	 Jeane,
como	hicieron	con	mis	otras	hijas.
Norma	Jeane	no	oyó	estas	triunfales,	terribles	palabras;	no	las	oyó,	no,	porque	se
las	llevó	el	viento.
Este	 día,	 este	 cumpleaños,	 sería	 el	 primero	 que	 Norma	 Jeane	 recordaría	 con
claridad.	Este	maravilloso	día	con	Gladys,	que	a	veces	era	madre,	o	con	madre,	que	a
veces	era	Gladys.	Una	mujer	delgada,	dinámica,	con	ojos	penetrantes	y	vivarachos,
una	sonrisa	que	ella	misma	calificaba	de	«cautivadora»	y	codos	que	se	clavaban	en
tus	costillas	si	te	acercabas	demasiado.	Exhalaba	por	las	ventanas	de	la	nariz	un	humo
luminoso,	como	los	curvos	colmillos	de	un	elefante,	de	modo	que	una	no	se	atrevía	a
llamarla	por	ningún	nombre,	y	mucho	menos	«mami»	o	«mamaíta»	—esos	«motes
asquerosamentecursis»	 que	 Gladys	 había	 prohibido	 hacía	 tiempo—,	 ni	 siquiera	 a
mirarla	con	fijeza.
—¡No	me	mires	 tan	 fijamente!	Nada	 de	 primeros	 planos,	 a	menos	 que	 yo	 esté
preparada.
En	esos	momentos,	la	nerviosa	y	crispada	risa	de	Gladys	sonaba	como	un	punzón
rompiendo	cubos	de	hielo.	Norma	Jeane	recordaría	este	día	de	revelaciones	durante
toda	 su	 vida	 de	 treinta	 y	 seis	 años	 y	 sesenta	 y	 tres	 días	 —una	 vida	 a	 la	 que
sobreviviría	Gladys—	como	un	bebé	de	muñeca	que	puede	encajarse	a	la	perfección
en	una	muñeca	más	grande,	 ingeniosamente	vaciada	con	ese	propósito.	¿Quería	yo
otra	clase	de	felicidad?	No;	sólo	estar	con	ella.	Quizá	acurrucarme	y	dormir	en	su
cama,	 si	 ella	me	 dejaba.	 La	 quería	 tanto.	De	 hecho,	 había	 pruebas	 de	 que	Norma
Jeane	 había	 pasado	 otros	 cumpleaños	 con	 su	 madre,	 al	 menos	 el	 primero,	 pero
únicamente	 los	 recordaba	 por	 las	 fotos	 (¡FELIZ	 PRIMER	 CUMPLEAÑOS,	 NORMA	 JEANE!),
una	pancarta	escrita	a	mano	que,	al	igual	que	la	banda	de	la	ganadora	de	un	concurso
de	belleza,	cubría	a	la	bonita	niña	de	ojos	húmedos	y	deslumbrados,	regordeta	cara	de
luna,	mejillas	 con	hoyuelos,	 cabello	 rizado	de	color	 rubio	oscuro	y	caídos	 lazos	de
seda;	como	sueños	antiguos,	estas	fotografías	(evidentemente	tomadas	por	un	amigo
de	 la	madre)	 estaban	 desenfocadas	 y	 arrugadas;	 en	 ellas	 aparecía	 una	Gladys	muy
joven	y	bonita	aunque	con	semblante	 febril,	una	melena	 recta,	 tirabuzones	y	 labios
acorazonados,	parecida	a	Clara	Bow,	sujetando	con	rigidez	sobre	su	regazo	a	su	hija
de	doce	meses	«Norma	Jeane»	como	uno	 sujetaría	un	objeto	 frágil	y	precioso:	 con
veneración,	si	no	con	ostensible	placer;	con	frío	orgullo,	si	no	con	amor.	La	fecha	de
estas	fotografías	estaba	garabateada	en	el	dorso:	1	de	junio	de	1927.	Pero	la	Norma
Jeane	 de	 seis	 años	 no	 recordaba	 mejor	 esa	 ocasión	 que	 su	 propio	 nacimiento	 —
deseaba	 preguntar	 a	Gladys	 o	 a	 la	 abuela:	 ¿cómo	 se	 nace?,	 ¿es	 algo	 que	 una	 hace
sola?—,	cuando	su	madre	la	había	traído	al	mundo	en	un	pabellón	de	beneficencia	del
Hospital	 General	 del	 Condado	 de	 Los	 Ángeles	 después	 de	 veintidós	 horas	 de
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«incesante	infierno»	(como	Gladys	calificaba	el	trance),	o	el	tiempo	que	su	madre	la
había	llevado	en	su	«bolsa	especial»,	debajo	del	corazón,	durante	ocho	meses	y	once
días.	¡No	lo	recordaba!	Sin	embargo,	emocionada	ante	la	oportunidad	de	contemplar
esas	 fotografías	 cuando	 Gladys	 estaba	 de	 humor	 para	 extenderlas	 sobre	 cualquier
colcha	de	cualquier	cama	de	cualquier	«residencia»	de	alquiler,	no	dudaba	de	que	la
niña	de	las	imágenes	era	ella,	pues	durante	toda	mi	vida	sabría	de	mí	a	través	de	los
testimonios	y	las	palabras	de	otros.	Igual	que	en	los	Evangelios	son	otros	los	que	ven
a	Jesús,	hablan	de	él	y	dejan	constancia	de	ello.	Conocí	mi	existencia	y	el	valor	de
esa	existencia	a	través	de	los	ojos	de	otros,	porque	creía	que	éstos	eran	más	dignos
de	confianza	que	los	míos.
Gladys	miraba	a	su	hija,	a	quien	no	había	visto	en…,	bueno,	en	varios	meses.
—No	estés	tan	nerviosa	—dijo	con	brusquedad—.	No	me	mires	como	si	fuera	a
estrellarme	en	cualquier	momento;	si	cierras	así	los	ojos,	acabarás	llevando	gafas.	Y
procura	 no	 encogerte	 como	 una	 serpiente	 con	 ganas	 de	 hacer	 pis.	 Yo	 no	 te	 he
inculcado	esos	malos	hábitos.	No	tengo	intención	de	estrellarme,	si	es	eso	lo	que	te
preocupa,	 como	 a	 tu	 ridícula	 abuela.	 Te	 lo	 prometo	—Gladys	 le	 dirigió	 una	 larga
mirada	 de	 soslayo,	 regañona	 pero	 seductora	 (porque	 así	 era	 ella:	 te	 espantaba,	 te
atraía)	y	añadió	en	voz	baja	y	grave—:	Tu	madre	tiene	una	sorpresa	de	cumpleaños
para	ti.	Nos	espera	más	adelante.
—¿Una	so-sorpresa?	—Gladys	hundió	las	mejillas,	sonriendo	mientras	conducía
—.	¿Ado-adónde	vamos,	ma-madre?
La	felicidad	era	tan	punzante	como	cristales	rotos	en	la	boca	de	Norma	Jeane.
A	pesar	del	tiempo	caluroso	y	húmedo,	Gladys	llevaba	elegantes	guantes	de	malla
negros	 para	 proteger	 su	 sensible	 piel.	 Golpeó	 alegremente	 el	 volante	 con	 las	 dos
manos	enguantadas.
—¿Que	 adónde	 vamos?	Qué	 cosas	 dices.	Como	 si	 nunca	 hubieras	 estado	 en	 la
residencia	de	Hollywood	de	tu	madre.
Norma	Jeane	sonrió,	confundida,	esforzándose	por	 recordar.	¿Había	estado	allí?
Su	 madre	 parecía	 insinuar	 que	 había	 olvidado	 algo	 esencial,	 que	 aquello	 era	 una
especie	de	traición	o	desengaño.	Sin	embargo,	Gladys	se	mudaba	con	frecuencia.	A
veces	 informaba	 a	 Della,	 y	 otras	 no.	 Su	 vida	 era	 complicada	 y	 misteriosa.	 Tenía
problemas	 con	 los	 propietarios	 y	 con	otros	 inquilinos;	 problemas	de	«dinero»	y	de
«mantenimiento».	El	 invierno	anterior,	un	breve	y	violento	 terremoto	en	 la	zona	de
Hollywood	 donde	 vivía	 Gladys	 la	 había	 dejado	 sin	 techo	 durante	 dos	 semanas,
obligándola	a	vivir	con	amigos	y	a	perder	el	contacto	con	Della.	Pero	Gladys	siempre
vivía	 en	Hollywood.	En	 el	 oeste	 de	Hollywood.	Su	 trabajo	 en	La	Productora	 se	 lo
exigía,	 porque	 era	 una	 «empleada	 contratada»	 (La	 Productora	 era	 la	 productora
cinematográfica	más	grande	de	Hollywood	y,	en	consecuencia,	del	mundo,	con	más
estrellas	en	plantilla	que	«las	de	todas	las	constelaciones»),	su	vida	no	le	pertenecía,
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«igual	que	las	monjas	católicas,	que	están	“casadas	con	Dios”».	Gladys	se	había	visto
obligada	 a	dejar	 a	 su	hija	de	doce	días	 al	 cuidado	de	 la	 abuela,	 a	 cambio	de	 cinco
dólares	más	gastos	a	la	semana;	era	una	vida	dura,	penosa,	triste,	pero	qué	alternativa
tenía	cuando	trabajaba	tantas	horas	en	La	Productora,	a	veces	doble	turno,	y	siempre
debía	estar	disponible	por	si	 la	 llamaba	su	 jefe.	¿Cómo	iba	a	 llevar	 la	carga	de	una
niña?
—¡Que	nadie	se	atreva	a	juzgarme,	a	no	ser	que	haya	vivido	lo	mismo	que	yo!	Y
mucho	menos	una	mujer.	Sí;	mucho	menos	una	mujer.
Gladys	hablaba	con	misteriosa	vehemencia.	Tanta	que	habría	podido	pasar	por	su
madre,	Della,	con	quien	discutía	a	menudo.
Cuando	se	peleaban,	Della	 la	acusaba	de	«exaltada»	—¿o	de	«intoxicada»?—	y
Gladys	replicaba	que	era	una	mentira	podrida,	una	calumnia:	vamos,	ella	nunca	había
olido	siquiera	la	marihuana	y	mucho	menos	fumado.
—Y	lo	mismo	digo	del	opio.	¡Nunca!
Della	 había	 oído	demasiadas	 historias	 absurdas	 e	 infundadas	 sobre	 la	 gente	 del
cine.	 Era	 verdad	 que	 Gladys	 a	 veces	 se	 exaltaba.	 ¡Siento	 arder	 un	 fuego	 en	 mi
interior!	Es	maravilloso.	Y	 tenía	 cierta	 tendencia	 a	«hundirse	 en	 la	depresión»,	«la
melancolía»,	«el	pozo».	Como	si	mi	alma	fuera	de	plomo	fundido	que	se	ha	filtrado	y
endurecido.	Sin	embargo,	Gladys	era	una	joven	atractiva	y	tenía	muchas	amistades.
Amistades	masculinas	que	complicaban	su	vida	emocional.
—Si	los	hombres	me	dejaran	en	paz,	«Gladys»	estaría	bien.
Pero	 no	 la	 dejaban	 en	 paz,	 de	 modo	 que	 Gladys	 tenía	 que	 medicarse	 con
regularidad.	Medicamentos	de	verdad,	o	acaso	drogas	proporcionadas	por	sus	amigos.
Admitía	que	estaba	enganchada	a	la	aspirina	Bayer	y	que	había	desarrollado	una	alta
tolerancia	 al	 fármaco,	 pues	 disolvía	 las	 tabletas	 en	 café	 negro	 como	 si	 fueran
minúsculos	terrones	de	azúcar.	(«¡No	siento	sabor	a	nada!»)
Esta	mañana,	Norma	Jeane	supo	de	inmediato	que	Gladys	estaba	de	buen	humor:
exaltada,	 contenta,	 graciosa,	 imprevisible	 como	 la	 llama	 de	 una	 vela	 en	 el	 aire
inquieto.	Su	piel	pálida	como	la	cera	despedía	oleadas	de	calor	como	el	asfalto	bajo	el
sol	 estival	 y	 ¡qué	 ojos	 tenía!:	 coquetos,	 esquivos,	 dilatados.	Aquellos	 ojos	 que	 yo
amaba,	que	no	me	atrevía	a	mirar.	Gladys	conducía	distraídamente	y	con	rapidez.	Ir
en	coche	con	ella	era	como	subir	a	los	autos	de	choque	de	una	feria	de	atracciones;
había	que	sujetarse	fuerte.	Se	dirigían	hacia	el	interior,	alejándose	de	Venice	Beach	y
del	océano.	Subieron	por	el	bulevar	hasta	La	Ciénaga	y	finalmente	llegaron	a	Sunset
Boulevard,	 que	 Norma	 Jeane	 reconoció	 de	 otros	 viajes	 con	 su	 madre.	 Cómo	 se
sacudía	el	Nash	mientras	avanzaba,	impulsado	por	el	impaciente	pie	de	Gladys	en	el
acelerador.Traqueteaban	sobre	los	raíles	del	tranvía,	frenaban	en	el	último	momento
ante	 los	semáforos	en	rojo,	de	modo	que	 los	dientes	de	Norma	Jeane	castañeteaban
incluso	 mientras	 reía	 con	 nerviosismo.	 A	 veces,	 el	 coche	 de	 Gladys	 patinaba	 en
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medio	de	un	cruce,	y	 los	demás	conductores	 tocaban	el	claxon,	gritaban	y	sacudían
los	puños	como	en	una	típica	escena	de	película;	a	menos	que	los	conductores	fueran
hombres	 solitarios,	 en	 cuyo	 caso	 sus	 ademanes	 eran	más	 amables.	 En	más	 de	 una
ocasión,	Gladys	hizo	caso	omiso	del	silbato	de	un	guardia	de	tráfico	y	escapó.
—¿Lo	ves?	¡No	había	hecho	nada	malo!	Me	niego	a	dejarme	intimidar	por	esos
matones.
A	Della	 le	gustaba	recordar,	con	 tono	entre	mordaz	y	furioso,	que	Gladys	había
«perdido»	 su	 carné	 de	 conducir,	 y	 ¿qué	 significaba	 eso?	 ¿Que	 lo	 había	 extraviado
como	le	ocurre	a	la	gente	con	algunos	objetos?	¿Que	lo	había	olvidado	en	algún	sitio?
¿O	que	un	policía	se	 lo	había	quitado	con	el	fin	de	castigarla	un	día	en	que	Norma
Jeane	no	estaba	presente?
Norma	Jeane	sólo	sabía	una	cosa:	que	no	se	atrevía	a	preguntárselo	a	Gladys.
Dejaron	Sunset	Boulevard	 torciendo	por	una	 callejuela	 lateral	 y	 luego	por	otra,
hasta	llegar	a	La	Mesa,	una	estrecha	y	decepcionante	calle	flanqueada	por	pequeños
comercios,	 restaurantes,	 «coctelerías»	 y	 edificios	 de	 apartamentos;	Gladys	 dijo	 que
era	su	nuevo	barrio.
—Todavía	lo	estoy	explorando,	aunque	ya	me	siento	muy	cómoda	en	él	—Gladys
le	 explicó	que	La	Productora	 estaba	 a	«sólo	 seis	minutos	 en	 coche».	Vivía	 allí	 por
«razones	personales»	difíciles	de	explicar,	pero	Norma	Jeane	ya	vería—.	Es	parte	de
la	sorpresa.
Gladys	 aparcó	 enfrente	 de	 un	 vulgar	 edificio	 colonial	 estucado,	 con
cochambrosos	 toldos	 verdes	 y	 antiestéticas	 escaleras	 de	 incendios.	 LA	 HACIENDA.
HABITACIONES	 Y	 APARTAMENTOS.	 ALQUILER	 SEMANAL	 Y	 MENSUAL,	 INFORMACIÓN	 EN	 EL
INTERIOR.	 El	 número	 de	 la	 casa	 era	 el	 387.	 Norma	 Jeane	 lo	 miró	 fijamente,
memorizando	lo	que	veía;	era	como	una	cámara	que	tomaba	fotos;	quizá	algún	día	se
perdiera	y	debiera	encontrar	el	camino	a	ese	sitio	que	no	había	visto	hasta	entonces,
pero	 con	Gladys	 esos	momentos	 eran	 apremiantes,	 tan	 emocionantes	 y	misteriosos
que	hacían	que	el	pulso	latiera	desbocado,	como	si	una	estuviera	bajo	los	efectos	de
una	 droga.	 Era	 como	 si	 hubieras	 tomado	 anfetaminas.	 La	 misma	 sensación	 que
buscaría	 durante	 toda	 mi	 vida,	 regresando	 como	 una	 sonámbula	 hasta	 La	 Mesa,
hasta	La	Hacienda,	hasta	el	lugar	de	Highland	Avenue	donde	volvía	a	ser	una	niña,
otra	vez	a	su	cargo,	bajo	su	embrujo,	antes	de	que	la	pesadilla	hubiera	comenzado.
Gladys	reparó	en	el	gesto	de	Norma	Jeane,	que	la	propia	Norma	Jeane	no	podía
ver,	y	rió.
—¡Eh,	hoy	es	tu	cumpleaños!	Sólo	se	tienen	seis	años	una	vez	en	la	vida.	Tonta;
es	probable	que	ni	siquiera	llegues	a	los	siete.	Vamos.
La	mano	de	Norma	Jeane	estaba	sudorosa,	de	modo	que	Gladys	se	negó	a	cogerla
y	 empujó	 a	 la	 niña	 con	 el	 puño	 enguantado,	 con	 suavidad,	 desde	 luego,	 guiándola
alegremente	 por	 los	 desportillados	 peldaños	 de	 la	 entrada	 de	La	Hacienda	 y,	 en	 el
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interior,	por	una	escalera	cubierta	de	rugoso	linóleo.
—Nos	espera	alguien	y	me	temo	que	empiece	a	impacientarse.	Venga.
Se	 dieron	 prisa.	 Corrieron,	 trotaron	 escaleras	 arriba.	 Gladys,	 calzada	 con	 sus
elegantes	 tacones	 de	 aguja,	 súbitamente	 pareció	 asustarse.	 ¿O	 sería	 una
representación,	una	de	sus	escenas?	Al	 llegar	arriba,	madre	e	hija	 jadeaban.	Gladys
abrió	 la	puerta	de	 su	«residencia»,	que	no	 se	diferenciaba	mucho	de	 la	que	Norma
Jeane	 recordaba	 apenas.	Se	 componía	de	 tres	pequeños	 cuartos	 con	 el	 papel	 de	 las
paredes	y	los	techos	manchado,	ventanas	angostas,	jirones	de	linóleo	despegados	del
suelo	de	madera,	un	par	de	alfombras	mexicanas,	una	nevera	hedionda	y	agujereada,
un	hornillo	de	dos	fuegos,	un	fregadero	lleno	de	platos	sucios	y	brillantes	cucarachas
negras	 como	 semillas	 de	 sandía,	 que	 escaparon	 aparatosamente	 cuando	 ellas	 se
acercaron.	En	las	paredes	de	la	cocina	había	carteles	de	películas	con	las	que	Gladys
había	tenido	alguna	relación	y	de	las	que	estaba	orgullosa:	Kiki,	con	Mary	Pickford;
Sin	novedad	en	el	 frente,	con	Lew	Ayres;	Luces	de	 la	ciudad,	con	Charlie	Chaplin,
cuyos	estremecedores	ojos	Norma	Jeane	no	se	cansaba	de	mirar,	convencida	de	que
Chaplin	 la	veía.	La	 relación	de	Gladys	 con	 esas	 películas	 célebres	 no	 estaba	 clara,
pero	las	caras	de	los	actores	producían	un	efecto	hipnótico	sobre	Norma	Jeane.	¡Éste
es	mi	hogar!	Recuerdo	este	sitio.	También	le	resultaron	familiares	el	calor	sofocante
del	 apartamento,	 pues	 Gladys	 nunca	 dejaba	 las	 ventanas	 abiertas	 cuando	 salía;	 el
penetrante	olor	a	comida,	posos	de	café,	ceniza	de	cigarrillo,	chamusquina,	perfume	y
ese	 misterioso	 y	 acre	 aroma	 químico	 que	 Gladys	 nunca	 conseguía	 eliminar	 por
mucho	que	restregara	sus	manos	con	un	jabón	medicinal	hasta	dejarlas	despellejadas
y	 sangrantes.	 Sin	 embargo,	 aquellos	 olores	 eran	 reconfortantes	 para	 Norma	 Jeane
porque	representaban	el	hogar.	El	lugar	donde	estaba	madre.
¡Pero	el	apartamento	nuevo	le	parecía	más	abarrotado,	desordenado	y	extraño	que
los	 demás!	 ¿O	 acaso	 ella	 era	mayor	 y	más	 capaz	 de	 notarlo?	 En	 cuanto	 entrabas,
había	 un	 terrible	 momento	 en	 suspenso	 entre	 el	 primer	 temblor	 de	 la	 tierra	 y	 el
siguiente,	 que	 sería	 más	 poderoso,	 inconfundible	 e	 inexorable.	 Una	 esperaba	 sin
atreverse	a	respirar.	Aquí	había	muchas	cajas	abiertas,	aunque	sin	desembalar,	con	la
inscripción	PROPIEDAD	DE	LA	PRODUCTORA.	Había	ropa	sobre	la	encimera	de	la	cocina
y	prendas	colgadas	de	perchas	en	un	improvisado	tendedero	que	cruzaba	la	estancia,
de	modo	que	la	primera	impresión	era	que	el	lugar	estaba	lleno	de	gente,	de	mujeres
que	lucían	su	«vestuario»:	Norma	Jeane	sabía	que	«vestuario»	era	distinto	de	«ropa»,
aunque	no	habría	podido	explicar	la	diferencia.	Algunas	de	esas	prendas	eran	vistosas
y	 extravagantes,	 como	 los	 vestidos	 de	 la	 década	 de	 los	 veinte	 con	 sus	minúsculas
faldas	y	estrechos	 tirantes.	Otras	eran	más	formales,	con	largas	y	holgadas	mangas.
Había	 bragas,	 medias	 y	 sostenes	 lavados	 y	 escrupulosamente	 dispuestos	 sobre	 el
tendedero.	Al	ver	que	la	niña	observaba	boquiabierta	las	prendas	que	colgaban	de	la
cuerda,	Gladys	se	rió	de	su	confusión.
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—¿Qué	pasa?	¿Te	parece	vergonzoso?	¿O	a	Della?	¿Te	ha	mandado	a	espiarme?
Vamos,	entra	ahí.	Por	aquí.	Vamos.
Con	 su	 huesudo	 codo	 empujó	 a	 Norma	 Jeane	 a	 la	 habitación	 contigua,	 un
dormitorio.	 Era	 pequeño,	 tenía	 el	 techo	 y	 las	 paredes	 salpicados	 de	 manchas	 de
humedad	y	una	sola	ventana	con	la	agrietada	y	cochambrosa	persiana	bajada	hasta	la
mitad.	 Allí	 estaban	 la	 cama	 de	 siempre,	 con	 la	 brillante	 aunque	 ligeramente
deslustrada	 cabecera	 de	 bronce	 y	 las	 almohadas	 de	 pluma	 de	 ganso;	 el	 tocador	 de
pino;	una	mesilla	de	noche,	sobre	la	cual	reposaban	un	montón	de	frascos	de	pastillas,
revistas	y	libros	en	rústica	y	un	cenicero	desbordante	de	colillas	sobre	un	ejemplar	del
Hollywood	Tatler;	más	ropa	desperdigada	y	en	el	suelo	más	cajas	abiertas	pero	llenas;
en	la	pared,	junto	a	la	cama,	una	chabacana	reproducción	de	un	fotograma	sacado	de
The	Hollywood	Revue	of	1929:	Marie	Dressler	vestida	con	una	diáfana	bata	blanca.
Exaltada,	 respirando	con	agitación,	Gladys	observó	cómo	Norma	Jeane	miraba	con
nerviosismo	 a	 su	 alrededor.	 Porque	 ¿dónde	 estaba	 la	 persona	 «sorpresa»?
¿Escondida?	 ¿Debajo	 de	 la	 cama?	 ¿Dentro	 del	 armario?	 (Aunque	 no	 había	 ningún
armario;	 sólo	 una	 cómoda	de	 contrachapado	 situada	 contra	 una	pared.)	Una	mosca
solitaria	pasó	zumbando.	Lo	único	que	se	veía	por	la	ventana	de	la	habitación	era	la
pared	 tiznada	del	 edificio	 adyacente.	Mientras	Norma	 Jeane	 se	 preguntaba	¿Dónde
está?,	¿quién	es?,	Gladys	le	dio	un	golpecito	entre	los	omóplatos.
—NormaJeane,	a	veces	juraría	que	eres	medio	ciega,	además	de…,	bueno,	medio
tonta.	¿No	lo	ves?	Abre	los	ojos	y	mira.	Ese	hombre	es	tu	padre.
Norma	Jeane	miró	hacia	donde	señalaba	Gladys.
No	 era	 un	 hombre.	 Era	 el	 retrato	 de	 un	 hombre,	 colgado	 en	 la	 pared	 junto	 al
espejo	del	tocador.
2
El	día	de	mi	sexto	cumpleaños	vi	su	cara	por	primera	vez.
¡Y	hasta	aquel	día	no	supe	que	 tenía	un	padre!	Un	padre;	 igual	que	 los	demás
niños.
Siempre	había	pensado	que	su	ausencia	tenía	que	ver	conmigo.	Con	algo	malo,
algo	terrible,	que	había	en	mí.
¿Nadie	me	había	hablado	de	ello	antes?	Ni	mi	madre,	ni	mi	abuela,	ni	mi	abuelo.
Nadie.
Sin	embargo,	jamás	en	esta	vida	vería	su	verdadera	cara.	Y	moriría	antes	que	él.
3
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—¿No	crees	que	tu	padre	es	muy	guapo,	Norma	Jeane?
La	 voz	 de	 Gladys,	 que	 a	 menudo	 era	 inexpresiva,	 monocorde	 o	 ligeramente
burlona,	sonó	llena	de	ilusión,	como	la	de	una	niña.
Norma	 Jeane	 contempló	 en	 silencio	 al	 hombre	 que	 al	 parecer	 era	 su	 padre.	Al
hombre	 de	 la	 fotografía.	 Al	 que	 estaba	 en	 la	 pared,	 junto	 al	 espejo	 del	 tocador.
¿Papá?	El	cuerpo	de	la	niña	estaba	caliente	y	tembloroso	como	un	pulgar	amputado.
—Mira.	Pero	no,	no	debes	tocarlo	con	esos	dedos	pringosos.
Gladys	descolgó	el	retrato	de	la	pared	con	un	ademán	teatral.	Norma	Jeane	notó
que	 era	 una	 fotografía	 auténtica,	 satinada;	 no	 un	 cartel	 publicitario	 ni	 una	 página
recortada	de	una	revista.
Con	 sus	 manos	 enguantadas,	 Gladys	 sujetó	 la	 foto	 a	 la	 altura	 de	 los	 ojos	 de
Norma	Jeane,	aunque	 lo	bastante	 lejos	para	que	 la	niña	no	 la	 tocara.	 ¡Como	si	ella
hubiera	querido	tocarla!	Como	si	no	supiera,	por	experiencia,	que	no	debía	tocar	las
cosas	especiales	de	Gladys.
—¿Es…	es	mi	padre?
—Desde	luego.	Tienes	sus	seductores	ojos	azules.
—Pero	¿dónde…?
—Calla.	Mira.
Era	una	escena	de	película.	Norma	Jeane	casi	podía	oír	la	emocionante	música	de
fondo.
Madre	 e	 hija	 contemplaron	 la	 fotografía	 durante	 largo	 rato.	 En	 un	 silencio
reverencial,	 miraron	 al	 hombre	 del	 retrato	 enmarcado,	 al	 hombre	 de	 la	 foto,	 al
hombre	que	era	el	padre	de	Norma	Jeane,	el	hombre	que	era	misteriosamente	guapo,
el	hombre	con	brillantes	y	aceitosos	mechones	de	cabello	grueso	y	lacio,	el	hombre
con	 un	 bigote	 fino	 como	 un	 lápiz	 sobre	 el	 labio	 superior,	 el	 hombre	 de	 pálidos	 y
taimados	 párpados	 ligeramente	 caídos.	El	 hombre	 con	 un	 esbozo	 de	 sonrisa	 en	 los
carnosos	labios,	el	hombre	con	un	puño	por	barbilla,	una	prominente	nariz	aguileña	y
una	hendidura	en	la	mejilla	que	podía	ser	un	hoyuelo,	como	los	de	Norma	Jeane.	O
acaso	una	cicatriz.
Era	mayor	que	Gladys,	pero	no	demasiado.	Aparentaba	unos	treinta	y	cinco	años.
Tenía	 cara	 de	 actor	 y	 una	 expresión	 de	 fingido	 aplomo.	 Llevaba	 un	 sombrero	 de
fieltro	 elegantemente	 inclinado	 sobre	 su	 altiva	 cabeza,	 una	 camisa	 blanca	 con	 el
cuello	más	ancho	de	lo	normal,	como	si	luciera	un	disfraz	de	época.	El	hombre	que	a
Norma	 Jeane	 le	pareció	que	 estaba	 a	punto	de	hablar,	 aunque	no	 lo	hizo.	Agucé	el
oído,	pero	era	como	si	me	hubiera	quedado	sorda.
El	corazón	de	Norma	Jeane	palpitaba	con	rapidez,	como	las	alas	de	un	colibrí.	Y
ruidosamente,	 llenando	 la	 habitación.	 Pero	 Gladys	 no	 se	 dio	 cuenta	 y	 no	 la	 riñó.
Exaltada,	 contemplaba	 con	 añoranza	 al	 hombre	 de	 la	 fotografía,	 diciendo	 con	 voz
cargada	de	emoción	y	fervor,	como	la	de	una	cantante:
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—Tu	padre.	Su	nombre	es	precioso	e	importante,	pero	no	puedo	pronunciarlo.	Ni
siquiera	 Della	 lo	 conoce.	 Cree	 que	 sí,	 pero	 se	 equivoca.	 Y	 no	 debe	 enterarse.	 Ni
siquiera	debe	saber	que	has	visto	esta	foto.	Verás,	mi	vida	y	la	de	él	están	llenas	de
complicaciones.	 Cuando	 tú	 naciste,	 tu	 padre	 estaba	 lejos;	 ahora	 también	 está	muy
lejos	y	temo	por	su	seguridad.	Es	un	hombre	ávido	de	conocer	mundo	que	en	otros
tiempos	habría	podido	ser	un	guerrero.	De	hecho,	ha	arriesgado	su	vida	por	la	causa
de	 la	democracia.	En	nuestros	corazones,	él	y	yo	estamos	casados,	somos	marido	y
mujer.	Pero	despreciamos	las	convenciones	y	no	estamos	dispuestos	a	someternos	a
ellas.	 «Os	 quiero	 a	 ti	 y	 a	 nuestra	 hija,	 y	 algún	 día	 regresaré	 a	 Los	 Ángeles	 a
buscaros»,	prometió	tu	padre,	Norma	Jeane.	Nos	lo	prometió	a	las	dos.
Gladys	hizo	una	pausa	y	se	humedeció	los	labios.
Aunque	 le	 hablaba	 a	Norma	 Jeane,	 parecía	 ajena	 a	 su	 presencia	 y	mantenía	 la
vista	fija	en	 la	fotografía,	que,	según	pensaba	ella,	 reflejaba	una	 luz	quebradiza.	Su
piel	estaba	pegajosa	y	caliente	y	sus	labios	se	veían	hinchados,	magullados	incluso,
bajo	el	 intenso	carmín	 rojo;	 sus	manos	enguantadas	 temblaban	un	poco.	Más	 tarde,
Norma	Jeane	recordaría	que	había	intentado	concentrarse	en	las	palabras	de	su	madre
a	pesar	del	rugido	en	sus	oídos	y	de	una	profunda	sensación	de	ansiedad	en	el	vientre,
como	si	necesitara	ir	urgentemente	al	lavabo,	aunque	no	se	había	atrevido	a	hablar	ni
a	moverse.
—Tu	 padre	 estaba	 contratado	 por	 La	 Productora	 cuando	 nos	 conocimos,	 hace
ocho	años,	al	día	siguiente	del	Domingo	de	Ramos.	¡Siempre	lo	recordaré!	Era	uno
de	los	actores	jóvenes	más	prometedores,	pero	a	pesar	de	su	talento	natural	y	de	su
presencia	 escénica…,	 el	 propio	 señor	 Thalberg	 decía	 que	 era	 un	 segundo
Valentino…,	era	demasiado	indisciplinado,	impaciente	y	cabeza	loca	para	ser	actor	de
cine.	La	belleza,	el	estilo	y	la	personalidad	no	lo	son	todo,	Norma	Jeane,	también	hay
que	ser	obediente.	Hay	que	ser	humilde.	Hay	que	tragarse	el	orgullo	y	trabajar	como
un	 negro.	A	 las	mujeres	 nos	 resulta	más	 fácil.	Yo	 también	 estuve	 contratada	 como
actriz	 durante	 un	 tiempo.	 Cuando	 era	 joven.	Me	 trasladé	 a	 otro	 departamento	 por
voluntad	 propia,	 porque	 comprendí	 que	 era	 imposible	 seguir.	 Él	 era	 un	 rebelde,
naturalmente.	Durante	 un	 tiempo	hizo	 de	 doble	 de	Chester	Morris	 y	Donald	Reed,
pero	finalmente	se	despidió.	«Entre	mi	alma	y	mi	carrera,	elijo	mi	alma»,	dijo.
En	su	excitación,	Gladys	empezó	a	toser.	Al	toser	parecía	despedir	un	aroma	más
penetrante,	mezclado	 con	 aquel	 ligero	 olor	 acre	 a	 limón	 que	 parecía	 impregnar	 su
piel.
Norma	Jeane	preguntó	dónde	estaba	su	padre.
—Lejos,	tonta	—respondió	Gladys	con	brusquedad—.	Ya	te	lo	he	dicho.
Su	humor	había	cambiado,	cosa	que	ocurría	a	menudo.	La	música	de	la	película
también	cambió	de	súbito.	Ahora	era	brusca	y	entrecortada,	como	las	tempestuosas	y
crueles	 olas	 que	 rompían	 en	 la	 playa	 donde	 Della,	 agitada	 a	 causa	 de	 la	 «presión
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arterial»,	caminaba	sobre	la	compacta	arena	junto	a	Norma	Jeane	con	el	único	fin	de
hacer	«ejercicio».
Jamás	 habría	 preguntado	 por	 qué.	 Por	 qué	 no	 me	 habían	 dicho	 nada	 hasta
entonces.
Por	qué	me	lo	decían	ahora.
Gladys	volvió	a	colgar	el	 retrato	en	 la	pared,	pero	ahora	el	clavo	hundido	en	el
yeso	no	era	tan	seguro	como	antes.	La	mosca	solitaria	continuó	zumbando,	chocando
con	obstinación	y	esperanza	contra	el	cristal	de	la	ventana.
—Ahí	 está	 la	 maldita	 mosca,	 «zumbando	 a	 la	 hora	 de	 mi	 muerte»	 —dijo
misteriosamente	Gladys.
A	 menudo	 decía	 cosas	 extrañas	 delante	 de	 Norma	 Jeane,	 aunque	 no
necesariamente	 dirigidas	 a	 ella.	 Norma	 Jeane	 era	 más	 bien	 un	 testigo,	 una
observadora	 privilegiada,	 como	 el	 espectador	 de	 cine,	 de	 cuya	 presencia	 los
protagonistas	de	la	película	fingen	no	tener	conocimiento	o,	de	hecho,	no	lo	tienen.
Una	 vez	 que	 el	 clavo	 quedó	 fijo	 y	 pareció	 que	 ya	 no	 iba	 a	 caerse,	 hubo	 que
cerciorarse	 de	 que	 el	 marco	 estuviera	 derecho.	 En	 estos	 menesteres	 domésticos
Gladys	era	una	perfeccionista	y	reñía	a	Norma	Jeane	si	colgaba	las	toallas	torcidas	o
dejaba	los	libros	mal	alineados	en	las	estanterías.	Cuando	el	hombre	de	la	fotografía
hubo	recuperado	su	sitio	junto	al	espejo	del	tocador,	Gladys	retrocedió	unos	pasos	y
se	tranquilizó	un	poco.	Norma	Jeane	siguió	mirando	la	foto,	abstraída.
—Ése	es	tu	padre.	Pero	es	un	secreto	entre	lasdos,	Norma	Jeane.	De	momento,	lo
único	que	necesitas	saber	es	que	está	fuera.	Pero	algún	día,	pronto,	 regresará	a	Los
Ángeles.	Lo	ha	prometido.
4
Se	dirá	que	mi	infancia	fue	desdichada,	desesperada,	pero	permitid	que	os	diga
que	nunca	fui	infeliz.	Siempre	que	tuviera	a	mi	madre	no	sería	desdichada;	y	un	día
también	tuve	a	un	padre	a	quien	amar.
¡Y	también	estaba	la	abuela	Della!	La	madre	de	la	madre	de	Norma	Jeane.
Una	 corpulenta	 mujer	 de	 tez	 aceitunada,	 con	 cejas	 gruesas	 como	 cepillos	 y	 la
sombra	de	un	bigote	en	el	labio	superior.	Della	tenía	una	manera	especial	de	aguardar
en	la	puerta	del	apartamento	o	en	el	umbral	del	edificio:	con	las	manos	en	las	caderas
como	una	jarra	con	dos	asas.	Los	tenderos	del	barrio	temían	su	ojo	agudo	y	su	lengua
viperina.	 Era	 una	 gran	 admiradora	 de	 William	 S.	 Hart,	 el	 fabuloso	 tirador,	 y	 de
Charlie	Chaplin,	 el	 genio	 de	 la	mímica,	 y	 se	 jactaba	 de	 pertenecer	 a	 una	 «raza	 de
pioneros».	Nacida	en	Kansas,	con	el	tiempo	se	trasladó	a	Nevada	y	por	fin	al	sur	de
California,	 donde	 conoció	 al	 hombre	 con	 el	 cual	 se	 casó,	 el	 padre	 de	Gladys,	 que,
según	decía	ella	con	tono	de	reproche,	había	sido	gaseado	en	la	batalla	de	Argonne	en
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1918.
—Por	 lo	menos	está	vivo.	Una	cosa	que	 tenemos	que	agradecer	 al	gobierno	de
Estados	Unidos,	¿no?
Sí;	 había	 un	 abuelo	Monroe,	 el	 marido	 de	 Della.	 Vivía	 con	 ellas	 en	 el	 piso	 y
Norma	Jeane	 sabía	que	no	 la	quería,	pero	en	cierto	modo	el	 abuelo	«no	 regía	muy
bien».	Cuando	le	preguntaban	por	él,	Della	se	encogía	de	hombros	y	decía:
—Por	lo	menos	está	vivo.
¡La	abuela	Della!	Un	auténtico	«personaje»	en	el	barrio.
Ella	 era	 la	 fuente	 de	 todo	 lo	 que	 Norma	 Jeane	 sabía,	 o	 creía	 saber,	 acerca	 de
Gladys.
Y	el	principal	dato	sobre	Gladys	era	el	principal	misterio	sobre	Gladys:	no	podía
ser	una	verdadera	madre	para	Norma	Jeane.	Al	menos	por	el	momento.
¿Por	qué	no?
—Que	nadie	me	culpe	—decía	Gladys	encendiendo	con	nerviosismo	un	cigarrillo
—.	Bastante	me	ha	castigado	ya	Dios.
¿Castigado?	¿Cómo?
Cuando	Norma	Jeane	se	atrevía	a	formular	esa	pregunta,	Gladys	parpadeaba	con
sus	preciosos	ojos	azul	pizarra	inyectados	en	sangre,	en	los	que	siempre	brillaba	un
velo	húmedo.
—Lo	único	que	pido	es	que	no	me	culpen,	 ¿vale?	Después	de	 lo	que	ha	hecho
Dios…	¿Entendido?
Norma	 Jeane	 sonreía.	 Una	 sonrisa	 que	 indicaba	 que	 no	 entendía	 pero	 se
contentaba	con	la	respuesta.
Sin	 embargo,	 todos	 parecían	 estar	 al	 tanto	 de	 que	 Gladys	 había	 tenido	 «otras
niñas»	—«dos	niñas»—	antes	de	dar	a	luz	a	Norma	Jeane.	Pero	¿dónde	estaban?
—Que	nadie	se	atreva	a	culparme.	Malditos	seáis.
Parecía	un	hecho	que	Gladys,	pese	a	 su	aspecto	 juvenil	 a	 los	 treinta	y	un	años,
había	tenido	ya	dos	maridos.
Era	 un	 hecho	 que	 ella	 misma	 reconocía	 con	 jovialidad,	 como	 un	 personaje	 de
película	que	repite	una	frase	cómica,	que	cambiaba	de	apellido	con	frecuencia.
En	 una	 de	 sus	 numerosas	 anécdotas	 de	 madre	 agraviada,	 Della	 contaba	 que
Gladys	había	nacido	en	1902	en	Hawthorne,	Los	Ángeles,	y	había	sido	bautizada	con
el	nombre	de	Gladys	Pearl	Monroe.	A	los	diecisiete	años	se	había	casado	(en	contra
de	 los	deseos	de	su	madre)	con	un	hombre	 llamado	Baker,	convirtiéndose	así	en	 la
señora	Gladys	Baker,	pero	el	matrimonio	no	había	durado	ni	siquiera	un	año	(¡desde
luego!);	 se	 habían	 divorciado	 y	Gladys	 se	 había	 casado	 con	 «Mortensen,	 el	 de	 los
contadores»	(¿el	padre	de	las	dos	niñas	desaparecidas?),	pero	el	segundo	matrimonio
tampoco	 había	 funcionado	 (¡desde	 luego!).	 Y	 Mortensen,	 a	 Dios	 gracias,	 había
desaparecido	 de	 la	 vida	 de	 Gladys.	 El	 problema	 era	 que	 Gladys	 todavía	 figuraba
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como	 la	 señora	 Mortensen	 en	 algunos	 documentos	 que	 no	 había	 modificado	 ni
modificaría,	 ya	 que	 todo	 lo	 que	 tuviera	 que	 ver	 con	 trámites	 y	 asuntos	 legales	 la
aterrorizaba.	Mortensen	no	era	el	padre	de	Norma	Jeane,	por	supuesto,	pero	Gladys
aún	 llevaba	su	apellido	en	el	momento	del	nacimiento	de	 la	niña.	Sin	embargo	—y
éste	era	un	detalle	tan	retorcido	que	enfurecía	a	Della—,	el	apellido	de	Norma	Jeane
era	oficialmente	Baker,	en	lugar	de	Mortensen.
—¿Sabe	por	qué?	—preguntaba	Della	a	los	vecinos	o	a	cualquiera	que	estuviera
escuchando	 tamaño	disparate—.	Porque	Baker	era	el	hombre	a	quien	 la	 loca	de	mi
hija	«odiaba	menos»	—proseguía	poniéndose	cada	vez	más	 furiosa—.	Paso	noches
enteras	 en	 vela	 rezando	 por	 esta	 pobre	 niña,	 que	 tiene	 que	 estar	 totalmente
confundida	sobre	quién	es	en	realidad.	Debería	adoptarla	yo	y	darle	mi	apellido,	que
es	bueno,	decente	e	intachable:	Monroe.
—Nadie	va	a	adoptar	a	mi	hijita	—decía	Gladys	con	vehemencia—	mientras	yo
esté	viva	para	impedirlo.
Viva.	Norma	Jeane	sabía	lo	importante	que	era	permanecer	viva.
De	modo	que	Norma	Jeane	Baker	era	el	nombre	oficial	de	Norma	Jeane.	Cuando
tenía	siete	meses,	la	bautizó	la	célebre	pastora	evangelista	Aimee	Semple	McPherson
en	su	templo	del	Ángelus	de	la	Iglesia	Internacional	del	Evangelio	Cuadrangular	(a	la
que	entonces	pertenecía	Della),	y	conservaría	ese	apellido	hasta	que	se	 lo	cambiara
un	hombre,	un	hombre	que	la	convertiría	en	«su»	esposa.	Con	el	tiempo,	volvería	a
cambiar	de	nombre	por	decisión	de	otros	hombres.	Hice	lo	que	me	exigían.	Lo	que	me
exigían	era	que	permaneciera	viva.
En	un	insólito	momento	de	intimidad	maternal,	Gladys	comunicó	a	Norma	Jeane
que	su	nombre	era	especial:
—Te	puse	«Norma»	en	honor	a	la	gran	Norma	Talmadge	y	«Jeane»	en	honor	a…,
¿a	quién	iba	a	ser?…,	a	la	Harlow.
Esos	 nombres	 no	 significaban	 nada	 para	 la	 niña,	 que	 sin	 embargo	 vio	 cómo
Gladys	temblaba	al	pronunciar	cada	sílaba.
—Tú,	Norma	Jeane,	serás	una	combinación	de	las	dos.	¿Entiendes?	Es	tu	destino.
5
—De	modo	que	ya	lo	sabes,	Norma	Jeane.
Era	 una	 revelación	 tan	 deslumbrante	 como	 el	 sol.	 Imponente	 como	 el	 dorso	 de
una	mano	 que	 empuña	 un	 látigo.	 La	 boca	 pintada	 de	 rojo	 de	Gladys,	 tan	 parca	 en
sonrisas,	 ahora	 sonreía.	 Su	 respiración	 era	 entrecortada,	 como	 si	 hubiera	 estado
corriendo.
—Has	visto	su	cara.	Has	visto	a	tu	verdadero	padre,	que	no	se	llama	Baker.	Pero
no	debes	decírselo	a	nadie.	Ni	siquiera	a	Della.
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—S-sí,	ma-madre.
Entre	las	finas	cejas	depiladas	de	Gladys	apareció	una	prominente	arruga.
—¿Cómo	has	dicho,	Norma	Jeane?
—Sí,	madre.
—Eso	está	mejor.
El	tartamudeo	continuaba	en	el	interior	de	Norma	Jeane,	pero	había	pasado	de	su
lengua	al	colibrí	que	era	su	corazón,	donde	pasaría	inadvertido.
En	la	cocina,	Gladys	se	quitó	uno	de	los	elegantes	guantes	negros	de	malla	y	rozó
con	él	el	cuello	de	Norma	Jeane,	haciéndole	cosquillas.
¡Qué	día!	Una	bruma	de	felicidad	como	una	cálida	y	húmeda	neblina	elevándose
sobre	la	ciudad.	Felicidad	con	cada	inspiración.	Gladys	murmuró:
—¡Feliz	cumpleaños,	Norma	Jeane!	—y	luego—:	¿No	te	he	dicho	que	éste	sería
un	día	especial	para	ti?
Sonó	el	teléfono,	pero	Gladys	sonrió	para	sí	y	no	atendió.
Las	persianas	de	las	ventanas	estaban	escrupulosamente	bajadas	hasta	el	alféizar.
Gladys	comentó	que	tenía	vecinos	«fisgones».
Se	había	quitado	el	guante	de	la	mano	izquierda,	pero	no	el	de	la	derecha.	Parecía
haberlo	olvidado.	Norma	Jeane	notó	que	 la	ceñida	malla	del	guante	había	dibujado
pequeños	diamantes	en	 la	piel	 ligeramente	enrojecida	de	 la	mano	izquierda.	Gladys
llevaba	un	vestido	de	crepé	granate	entallado,	cuello	alto	y	una	falda	acampanada	que
producía	un	 susurrante	 frufrú	cuando	ella	 se	movía.	Era	 la	primera	vez	que	Norma
Jeane	veía	ese	vestido.
Cada	instante	estaba	cargado	de	significado.	Cada	instante,	igual	que	cada	latido
del	corazón,	era	una	señal	de	advertencia.
En	 la	mesa	 situada	bajo	 la	 arcada	de	 la	 cocina,	Gladys	 sirvió,	 en	desportilladas
tazas	 de	 café,	 zumo	 de	 uva	 para	 Norma	 Jeane	 y	 un	 «agua	 medicinal»	 de	 olor
penetrante	 para	 ella.	 ¡La	 sorpresa	 era	 un	 pastel	 de	 cumpleaños	 para	Norma	 Jeane!
Cubierto	de	un	glaseado	de	vainilla,con	seis	velitas	rosadas	y	unas	letras	escritas	con
azúcar	rosa	que	rezaban:
FELIS	CUMPLEAÑOS
NORMAJEAN
La	visión	del	pastel	y	su	delicioso	aroma	hicieron	 la	boca	agua	a	Norma	Jeane.
Pero	Gladys	estaba	furiosa:
—El	muy	imbécil	del	pastelero.	Mira	que	escribir	«feliz»	y	tu	nombre	con	faltas
de	ortografía.	Se	lo	dije.
Con	cierta	dificultad	y	las	manos	temblorosas,	aunque	quizá	temblara	la	estancia,
o	 un	 profundo	 estrato	 de	 la	 tierra	—en	 California	 nunca	 se	 sabe	 si	 un	 temblor	 es
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«real»	o	la	culpa	la	tiene	«una	misma»—,	Gladys	consiguió	encender	las	seis	velitas.
La	tarea	de	Norma	Jeane	consistía	en	soplar	las	pálidas	y	parpadeantes	llamas.
—Ahora	debes	pedir	un	deseo,	Norma	Jeane	—dijo	Gladys	con	solemnidad,	y	se
inclinó	 de	 tal	manera	 que	 prácticamente	 rozó	 la	 caliente	 cara	 de	 la	 niña—.	Debes
desear	que	ya	sabes	quién	vuelva	pronto	con	nosotras.	¡Adelante!
Así	que	Norma	Jeane	cerró	los	ojos	con	fuerza,	pidió	ese	deseo	y	apagó	todas	las
velas	menos	una	con	un	solo	soplido.	Gladys	extinguió	la	que	quedaba.
—Eso	es.	Tan	eficaz	como	una	oración.
Gladys	 rebuscó	 en	 el	 cajón	 y	 tardó	 un	 buen	 rato	 en	 encontrar	 un	 cuchillo
adecuado	para	cortar	el	pastel.	Finalmente	 sacó	un	«cuchillo	de	carnicero…,	 ¡no	 te
asustes!»,	cuya	larga	hoja	de	metal	brillaba	con	tanta	intensidad	como	el	sol	sobre	las
olas	de	Venice	Beach,	lastimando	la	vista,	aunque	era	imposible	no	mirarlo.	Pero	lo
único	 que	 hizo	 Gladys	 con	 el	 cuchillo	 fue	 hundirlo	 en	 el	 pastel,	 con	 el	 entrecejo
fruncido	en	un	gesto	de	concentración,	sujetando	su	enguantada	mano	derecha	con	la
desnuda	mano	izquierda	mientras	cortaba	grandes	trozos	para	ambas.	La	tarta	estaba
ligeramente	húmeda	y	pegajosa	en	el	centro	y	las	porciones	rebasaban	los	bordes	de
los	platillos	de	café	que	Gladys	estaba	usando	como	platos	de	postre.	¡Qué	bueno!
Aquel	pastel	sabía	tan	bien.	Debo	decir	que	nunca	en	mi	vida	he	probado	un	pastel
tan	exquisito.	Madre	e	hija	comieron	con	avidez;	era	más	de	mediodía,	y	ninguna	de
las	dos	había	desayunado.
—Y	ahora,	Norma	Jeane,	tus	regalos.
El	teléfono	empezó	a	sonar	otra	vez,	pero	Gladys	continuó	sonriendo	como	si	no
lo	oyera.	Estaba	explicando	que	no	había	 tenido	 tiempo	de	envolver	 los	 regalos.	El
primero	era	una	bonita	rebeca	rosa	de	hilo,	tejida	con	ganchillo,	con	pequeñas	rosas
bordadas	a	modo	de	botones;	una	rebeca	que	debía	de	ser	para	una	niña	más	pequeña,
porque	 a	 Norma	 Jeane,	 que	 era	 menuda	 para	 su	 edad,	 le	 quedaba	 estrecha.	 Pero
Gladys	no	pareció	reparar	en	este	detalle	y	alabó	repetidamente	la	rebeca.
—¿No	es	preciosa?	¡Pareces	una	princesita!
Los	demás	regalos	eran	prendas	menos	llamativas:	calcetines	de	algodón	blancos
y	 ropa	 interior	 (con	 la	 etiqueta	 del	 precio	 de	 un	 baratillo	 todavía	 pegada).	 Hacía
muchos	 meses	 que	 Gladys	 no	 la	 proveía	 de	 estos	 artículos	 de	 primera	 necesidad;
además,	llevaba	varias	semanas	de	retraso	en	los	pagos	a	Della,	así	que	Norma	Jeane
pensó	con	entusiasmo	que	los	regalos	complacerían	a	su	abuela.	Dio	las	gracias	a	su
madre,	que	chasqueó	los	dedos	y	respondió:
—Esto	es	sólo	el	principio.	Ven.
Con	 un	 ademán	 teatral,	Gladys	 condujo	 otra	 vez	 a	Norma	 Jeane	 al	 dormitorio,
donde	el	hombre	de	la	fotografía	ocupaba	un	lugar	prominente	en	la	pared,	y	abrió	el
cajón	superior	del	tocador	con	aire	provocativo.
—Presto,	Norma	Jeane!	Aquí	hay	algo	para	ti.
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¿Una	muñeca?
Norma	Jeane	se	puso	de	puntillas	y	cogió	con	nerviosismo	y	torpeza	una	muñeca
de	pelo	dorado,	 redondos	y	azules	ojos	de	cristal	y	una	boca	como	un	pimpollo	de
rosa,	mientras	Gladys	decía:
—¿Recuerdas	 quién	 solía	 dormir	 aquí,	 en	 este	 cajón,	 Norma	 Jeane?	—la	 niña
negó	 con	 la	 cabeza—.	No	 en	 este	 apartamento,	 sino	 en	 este	 cajón.	En	 este	mismo
cajón.	 ¿No	 recuerdas	 quién	 dormía	 aquí?	 —Norma	 Jeane	 volvió	 a	 negar	 con	 la
cabeza.	Empezaba	a	inquietarse.	Gladys	la	miraba	con	los	ojos	muy	abiertos,	como	si
imitara	 a	 la	 muñeca,	 aunque	 los	 ojos	 de	 la	 mujer	 eran	 de	 un	 azul	 desvaído	 y	 sus
labios,	de	color	 rojo	vivo.	Rió	y	dijo—:	Tú.	Tú,	Norma	Jeane.	 ¡Tú	 dormías	 en	este
cajón!	En	aquellos	tiempos	era	tan	pobre	que	no	podía	permitirme	comprar	una	cuna.
Pero	este	cajón	fue	tu	cuna	cuando	eras	muy,	muy	pequeña;	a	nosotras	nos	bastaba,
¿verdad?
La	voz	de	Gladys	sonaba	estridente.	Si	la	escena	hubiera	tenido	un	fondo	musical,
habría	sido	un	rápido	staccato.	No,	cabeceó	Norma	Jeane,	y	su	cara	se	ensombreció,
sus	 ojos	 se	 nublaron	 con	 un	 no-recuerdo,	 un	 no-recordaré,	 igual	 que	 no	 recordaba
haber	usado	pañales	ni	lo	mucho	que	les	había	costado	a	Gladys	y	a	Della	enseñarle	a
usar	el	orinal.	Si	hubiera	tenido	tiempo	para	examinar	el	primer	cajón	del	tocador	de
pino	y	descubrir	que	podía	cerrarse	con	un	simple	empujón,	habría	sentido	náuseas,
habría	vuelto	a	experimentar	la	misma	y	angustiosa	sensación	de	miedo	en	el	vientre
que	 la	 asaltaba	 cuando	 estaba	 en	 lo	 alto	 de	 una	 escalera,	 o	 al	 asomarse	 por	 una
ventana	 situada	 a	gran	 altura,	 o	 al	 correr	 demasiado	 cerca	del	 agua	 cuando	 rompía
una	ola	particularmente	grande,	porque	¿cómo	era	posible	que	ella,	una	niña	de	seis
años,	hubiera	cabido	alguna	vez	en	un	sitio	tan	pequeño?	—y	¿acaso	alguien	habría
cerrado	 el	 cajón	 para	 no	 oír	 su	 llanto?—,	 pero	 Norma	 Jeane	 no	 tuvo	 tiempo	 de
pensar	en	eso	porque	ya	estrechaba	entre	sus	brazos	a	la	muñeca	de	cumpleaños,	la
muñeca	más	bonita	que	había	visto	de	cerca,	tan	hermosa	como	la	Bella	Durmiente
de	 un	 libro	 ilustrado,	 con	 una	 rizada	 melena	 rubia	 que	 le	 llegaba	 a	 los	 hombros,
sedosa	 como	el	 cabello	 de	verdad,	más	bonita	 que	 el	 pelo	 castaño	 claro	de	Norma
Jeane	y	que	la	cabellera	sintética	de	la	mayoría	de	las	muñecas.	La	muñeca	llevaba	un
pequeño	gorro	de	dormir	de	encaje	y	un	camisón	de	franela	con	estampado	de	flores;
su	piel	era	lisa	como	la	goma,	suave,	perfecta,	y	sus	deditos	estaban	exquisitamente
formados.	¡Y	los	piececillos	calzados	con	escarpines	de	algodón	blancos,	atados	con
lazos	 rosas!	 Norma	 Jeane	 soltaba	 grititos	 de	 alegría	 y	 habría	 querido	 abrazar	 a	 su
madre	 en	 señal	 de	 gratitud,	 pero	 la	 ostensible	 rigidez	 de	 Gladys	 le	 indicó	 que	 no
debía	 tocarla.	Gladys	 encendió	un	 cigarrillo,	 exhaló	 el	 humo	con	deleite	—fumaba
Chesterfield,	 igual	 que	 Della	 (aunque	 la	 segunda	 opinaba	 que	 fumar	 era	 un	 vicio
deplorable	que	demostraba	una	voluntad	débil	y	estaba	decidida	a	abandonarlo)—	y
dijo	con	voz	provocativa:
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—Me	 he	 tomado	 muchas	 molestias	 para	 conseguir	 este	 regalo,	 Norma	 Jeane.
Espero	que	asumas	la	responsabilidad	de	tener	una	muñeca.
Las	palabras	«la	responsabilidad	de	tener	una	muñeca»	quedaron	misteriosamente
suspendidas	en	el	aire.
¡Cuánto	amaría	Norma	Jeane	a	su	muñeca	rubia!	Sería	uno	de	los	grandes	amores
de	su	infancia.
Sin	 embargo,	 la	 inquietaba	 la	 evidente	 ausencia	 de	 huesos	 en	 los	 brazos	 y	 las
piernas	 de	 la	 muñeca,	 la	 laxitud	 de	 las	 extremidades,	 que	 se	 sacudían	 de	 manera
macabra.	Si	la	tendía	de	espaldas,	se	despatarraba.
—¿Có-cómo	se	llama,	madre?	—tartamudeó	Norma	Jeane.
Gladys	cogió	un	frasco	de	aspirinas,	se	puso	unas	cuantas	en	la	palma	de	la	mano
y	se	las	tragó	a	palo	seco.	Luego	respondió	con	la	altiva	voz	de	la	Harlow,	arqueando
sus	depiladas	cejas:
—Eso	depende	de	ti,	pequeña.	Es	tuya.
Cuánto	 se	 esforzó	 Norma	 Jeane	 por	 encontrar	 un	 nombre	 para	 la	 muñeca.	 Lo
intentó,	 pero	 era	 como	 tartamudear	 con	 el	 pensamiento;	 no	 se	 le	 ocurría	 ninguno.
Empezó	 a	 preocuparse	 y	 se	 llevó	 el	 pulgar	 a	 la	 boca.	 ¡Los	 nombres	 son	 tan
importantes!	Si	no	conoces	el	nombre	de	una	persona,	no	puedes	pensar	en	ella,	y	los
demás	también	deben	saber	tu	nombre;	de	lo	contrario,	¿qué	sería	de	ti?
—¿Cómo	se	llama	la	mu-muñeca,	madre?	—gimoteó	Norma	Jeane—.	Por	favor.
Más	divertida	que	enfadada,	o	 al	menos	eso	parecía,	Gladys	gritó	desde	 la	otra
habitación:—Diablos,	llámala	Norma	Jeane.	A	veces	es	casi	tan	lista	como	tú.	Te	lo	juro.
Con	tantas	emociones,	la	niña	estaba	agotada.
Era	la	hora	de	su	siesta.
Sin	embargo,	cuando	la	tarde	declinaba	hacia	el	ocaso,	sonó	el	teléfono	y	Norma
Jeane	pensó	 con	nerviosismo:	¿Por	qué	madre	no	 lo	 coge?	¿Y	 si	 fuera	padre?	¿O
sabe	que	no	es	padre?	Pero	¿cómo	lo	sabe,	si	es	que	lo	sabe?
En	 los	 cuentos	 de	 los	 hermanos	 Grimm	 que	 le	 leía	 Della	 ocurrían	 cosas	 que
habrían	podido	ser	sueños	—cosas	extrañas	y	aterradoras	como	sueños—,	pero	no	lo
eran.	Deseabas	despertar	para	escapar	de	ellas,	pero	no	podías.
¡Qué	sueño	tenía!	Estaba	tan	hambrienta	que	había	comido	demasiado	pastel:	era
una	cerdita	que	había	comido	tanto	pastel	de	cumpleaños	para	desayunar	que	ahora
sentía	náuseas	y	le	dolían	los	dientes.	Tal	vez	Gladys	hubiera	puesto	un	poco	de	su
extraña	bebida	incolora	en	el	zumo	de	uva	—«Sólo	un	dedo,	para	que	te	animes»—,
por	eso	no	conseguía	mantener	los	ojos	abiertos	y	su	cabeza	se	bamboleaba	sobre	los
hombros	 como	 si	 fuera	 de	madera.	En	 consecuencia,	Gladys	 no	 tuvo	más	 remedio
que	llevarla	al	caluroso,	sofocante	dormitorio;	tenderla	sobre	la	colcha	de	felpa	de	la
desvencijada	cama,	donde	no	le	gustaba	mucho	que	durmiera;	quitarle	los	zapatos	y,
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escrupulosa	 como	 siempre	 en	 estas	 cuestiones,	 poner	 una	 toalla	 bajo	 la	 cabeza	 de
Norma	Jeane:
—Para	que	no	babees	en	mi	almohada.
Norma	Jeane	reconoció	la	colcha	de	felpa	anaranjada	de	sus	visitas	previas	a	otras
residencias	 de	 su	 madre,	 aunque	 estaba	 descolorida,	 salpicada	 de	 quemaduras	 de
cigarrillos	y	de	misteriosos	lamparones	de	óxido,	o	antiguas	manchas	de	sangre.
En	la	pared,	junto	al	tocador,	su	padre	la	miraba	desde	arriba.	Lo	observó	con	los
ojos	entornados	y	murmuró:
—Pa-papá.
¡Por	primera	vez!	En	su	sexto	cumpleaños.
La	primera	vez	que	pronunciaba	la	palabra	«pa-papá».
Gladys	 había	 bajado	 la	 persiana	 hasta	 el	 alféizar,	 pero	 era	 una	 persiana	 vieja	 y
agrietada	que	no	podía	impedir	que	se	colara	el	feroz	sol	de	la	tarde.	El	cegador	ojo
de	 Dios.	 La	 ira	 de	 Dios.	 Aunque	 la	 abuela	 Della	 se	 había	 llevado	 una	 profunda
decepción	 con	Aimee	Semple	McPherson	 y	 la	 Iglesia	 del	Evangelio	Cuadrangular,
todavía	 creía	 en	 lo	 que	 llamaba	 la	 Palabra	 de	Dios,	 la	 Santa	Biblia.	 «Es	 difícil	 de
transmitir	 y	 somos	 prácticamente	 sordos	 ante	 su	 sabiduría,	 pero	 es	 lo	 único	 que
tenemos.»	(¿Era	cierto?	Gladys	tenía	sus	propios	libros	y	nunca	mencionaba	la	Biblia.
Ella	sólo	demostraba	pasión	y	reverencia	cuando	hablaba	de	las	Películas.)
El	sol	había	descendido	en	el	cielo	cuando	a	Norma	Jeane	la	despertó	el	teléfono
que	sonaba	en	la	habitación	contigua.	Era	un	sonido	discordante,	burlón,	un	sonido	de
furia	adulta,	de	reproche	masculino.	Sé	que	estás	ahí,	Gladys,	sé	que	oyes	el	teléfono;
no	puedes	ocultarte.	Hasta	que	por	 fin	Gladys	 levantó	el	auricular	y	habló	con	voz
aflautada	y	confusa,	casi	plañidera:
—¡No,	no	puedo!	Ya	 te	he	dicho	que	es	el	cumpleaños	de	mi	hija	y	que	quiero
pasarlo	a	solas	con	ella	—una	pausa	y	luego,	con	tono	más	apremiante,	entre	sollozos
y	chillidos	como	los	de	un	animal	herido—:	Sí	que	lo	hice;	te	lo	dije,	tengo	una	niña,
me	da	igual	lo	que	pienses,	soy	una	persona	normal,	una	verdadera	madre,	te	dije	que
había	tenido	hijos,	soy	una	mujer	normal	y	no	quiero	tu	asqueroso	dinero;	no,	te	he
dicho	que	no	puedo	verte	esta	noche,	no	te	veré	ni	esta	noche	ni	mañana	por	la	noche,
déjame	 en	 paz	 o	 te	 arrepentirás,	 si	 entras	 aquí	 con	 esa	 llave,	 llamaré	 a	 la	 policía,
¡cabrón!
6
El	1	de	 junio	de	1926,	cuando	nací	en	el	pabellón	de	beneficencia	del	Hospital
General	del	Condado	de	Los	Ángeles,	mi	madre	no	estaba	allí.
¡Nadie	sabía	dónde	estaba	mi	madre!
Más	tarde	la	encontraron	escondida;	se	escandalizaron	y	la	riñeron	diciendo:
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—Ha	tenido	un	bebé	precioso,	señora	Mortensen,	¿no	quiere	cogerlo	en	brazos?
Es	una	niña	y	es	la	hora	de	amamantarla.
Pero	mi	madre	giró	la	cabeza	y	miró	a	la	pared.	Sus	pechos	secretaban	una	leche
semejante	a	pus,	pero	no	era	para	mí.
Fue	una	desconocida,	una	enfermera,	quien	explicó	a	mi	madre	cómo	cogerme	en
brazos	 y	 sujetarme.	 Cómo	 sostener	 la	 tierna	 cabecita	 de	 bebé	 con	 una	 mano	 y	 la
espalda	con	la	otra.
¿Y	si	se	me	cae?
¡No	se	le	caerá!
Es	tan	pesada	y	está	tan	caliente…	Patalea.
Es	una	niña	normal	y	sana.	Una	belleza.	¡Mire	qué	ojos!
En	 La	 Productora,	 donde	 Gladys	 Mortensen	 había	 estado	 empleada	 desde	 los
diecinueve	años,	existían	dos	mundos:	el	que	se	ve	con	los	ojos	y	el	que	se	ve	a	través
de	 la	cámara.	El	primero	no	era	nada;	el	 segundo	 lo	era	 todo.	De	modo	que	con	el
tiempo	 mi	 madre	 aprendió	 a	 mirarme	 a	 través	 del	 espejo.	 Aprendió	 incluso	 a
sonreírme.	 (¡Aunque	 sin	 mirarme	 a	 los	 ojos!	 Eso	 nunca.)	 El	 espejo	 es	 como	 el
objetivo	de	una	cámara,	algo	a	lo	que	casi	puedes	amar.
Yo	 adoraba	 al	 padre	 de	 la	 niña.	 El	 nombre	 que	me	 dio	 no	 existe.	Me	 entregó
doscientos	 veinticinco	 dólares	 y	 un	 número	 de	 teléfono	 PARA	 QUE	 ME	 DESHICIERA	 DE
ELLA.	¿De	verdad	soy	yo	su	madre?	A	veces	lo	dudo.
Aprendimos	a	mirarnos	a	través	del	espejo.
Yo	tuve	a	la	Amiga	del	Espejo	en	cuanto	fui	lo	bastante	mayor	para	mirar.
Mi	Amiga	Mágica.
Había	 pureza	 en	 esa	 experiencia.	Nunca	 percibí	mi	 cara	 ni	mi	 cuerpo	 desde	 el
interior	 (donde	 reinaba	 el	 aturdimiento,	 algo	 semejante	 al	 sueño),	 sino	 a	 través	 del
espejo,	donde	todo	era	claro	y	preciso.	De	esa	manera	podía	verme	a	mí	misma.
Gladys	rió.	Vaya,	esta	niña	no	es	fea,	¿no?	Supongo	que	me	la	quedaré.
Era	una	decisión	tomada	de	día	en	día.	Nunca	permanente.
En	la	neblina	de	humo	azul,	me	pasaban	de	una	persona	a	otra.	Tenía	tres	semanas
de	 vida	 y	 estaba	 envuelta	 en	 una	 manta.	 ¡Ay,	 la	 cabeza!	 Ten	 cuidado,	 sujétale	 la
cabeza	con	 la	mano,	gritó	una	mujer	con	voz	ebria.	Otra	mujer	dijo:	¡Dios,	cuánto
humo	hay	aquí!	¿Dónde	está	Gladys?	Los	hombres	miraban	y	sonreían.	Es	una	niña,
¿eh?	Ahí	abajo	es	como	un	bolso	de	seda.	Suaaave.
Más	adelante,	en	otra	ocasión,	uno	de	ellos	ayudó	a	madre	a	bañarme.	¡Y	después
se	bañaron	ellos	dos!	Chillidos,	risas,	azulejos	blancos.	Charcos	de	agua	en	el	suelo.
Sales	 perfumadas.	 ¡El	 señor	 Eddy	 era	 rico!	 Tenía	 tres	 clubes	 nocturnos	 en	 Los
Ángeles,	donde	las	estrellas	cenaban	y	bailaban.	El	señor	Eddy	estaba	en	la	radio.	El
señor	Eddy	era	un	bromista	que	dejaba	billetes	de	veinte	dólares	en	sitios	insólitos:	en
un	 cubo	de	 hielo	 en	 la	 nevera,	 enrollado	 en	 el	 extremo	de	 un	 estor,	 en	 una	 página
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mutilada	de	la	Pequeña	antología	de	poesía	estadounidense,	pegado	con	celo	bajo	la
mugrienta	tapa	del	inodoro.
La	risa	de	madre	era	estridente	y	penetrante	como	un	estallido	de	cristales.
7
—Pero	primero	tenemos	que	bañarte.
La	palabra	«bañarte»	emergió	con	lentitud	y	sensualidad.
Gladys	bebía	el	agua	medicinal	y	estaba	en	condiciones	de	sentarse	erguida.	En	el
tocadiscos	sonaba	Mood	Indigo.	El	pastel	de	cumpleaños	había	dejado	pringosas	las
manos	 y	 la	 cara	 de	 Norma	 Jeane.	 Era	 ya	 casi	 la	 noche	 del	 sexto	 cumpleaños	 de
Norma	Jeane.	Poco	después	oscurecería.	En	el	diminuto	cuarto	de	baño,	el	agua	de
los	dos	grifos	se	precipitaba	ruidosamente	en	la	vieja	bañera	con	patas.
La	preciosa	muñeca	rubia	observaba	la	escena	desde	lo	alto	del	frigorífico.	Con
los	cristalinos	ojos	muy	abiertos	y	la	boca	de	rosa	siempre	amagando	una	sonrisa.	Si
la	 sacudías,	 los	 ojos	 se	 abrían	 aún	más.	La	 boca	 de	 rosa	 no	 cambiaba	 nunca.	 ¡Los
pequeños	 pies	 con	 los	 manchados	 escarpines	 blancos	 se	 abrían	 en	 un	 ángulo	 tan
extraño!
Tarareando	y	balanceándose,	madre	le	enseñó	la	letra.
You	ain’t	been	blue
No,	no,	no
You	ain’t	been	blue
Till	you’ve	had	that	mood	indigo.[1]
Después	madre	se	aburrió	de	la	música	y	buscó	un	libro.	Tenía	muchos	libros	aún
sin	desembalar.	Gladys	había	 tomado	clases	de	dicción	en	La	Productora.	A	Norma
Jeane	 le	 encantabaque	 le	 leyera,	 porque	 entonces	 estaba	 más	 tranquila.	 Nada	 de
súbitas	 carcajadas,	 ni	 maldiciones,	 ni	 ataques	 de	 llanto.	 Dejaba	 todo	 eso	 para	 la
música.	 Pero	 allí	 estaba	 ahora	 Gladys,	 con	 gesto	 solemne,	 hojeando	 la	 Pequeña
antología	de	poesía	 estadounidense,	 que	 era	 su	 libro	 favorito.	Con	 la	 cabeza	 y	 los
estrechos	hombros	erguidos,	como	una	actriz	de	cine,	sujetando	el	libro	en	alto.
Porque	no	podía	detenerme	para	la	Muerte,
ella,	amablemente,	se	detuvo	por	mí;
en	su	coche	no	había	nadie	más	que	nosotros
y	la	Inmortalidad.
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Norma	Jeane	escuchaba	con	ansiedad.	Cuando	Gladys	terminara	de	leer	el	poema,
se	volvería	hacia	ella	con	los	ojos	brillantes:
—¿De	 qué	 habla,	 Norma	 Jeane?	—y	 como	 la	 niña	 no	 lo	 sabría,	 ella	 diría—:
Algún	día,	cuando	tu	madre	no	esté	a	tu	lado	para	rescatarte,	lo	sabrás.
Después	serviría	un	poco	más	del	fuerte	líquido	incoloro	en	la	taza	y	bebería.
Norma	 Jeane	 esperaba	que	 leyera	otros	poemas,	 poemas	 con	 rima,	 poemas	que
pudiera	entender,	pero	Gladys	parecía	haber	terminado	con	la	poesía	por	esa	noche.
Tampoco	le	leería	párrafos	de	La	máquina	del	tiempo	ni	de	La	guerra	de	los	mundos
—que	eran	«libros	proféticos»,	«libros	que	pronto	se	harán	realidad»—,	como	hacía
de	vez	en	cuando	con	voz	trémula	y	vehemente.
—Es	la	hora	del	baaaño.
Era	 una	 escena	 de	 película.	 El	 agua	 que	 salía	 a	 borbotones	 de	 los	 grifos	 se
mezclaba	con	una	música	casi	audible.
Gladys	se	inclinó	sobre	Norma	Jeane	para	desnudarla,	¡pero	Norma	Jeane	podía
desnudarse	sola!	Había	cumplido	seis	años.	Gladys	tenía	prisa	y	le	apartó	las	manos
con	brusquedad.
—Qué	vergüenza.	Tienes	pastel	por	todas	partes.
Esperaron	 a	 que	 la	 bañera	 se	 llenara,	 y	 fue	 una	 larga	 espera.	 Una	 bañera	 tan
grande.	Gladys	 se	 quitó	 el	 vestido	 de	 crepé,	 y	 al	 pasarlo	 por	 la	 cabeza	 su	 pelo	 se
levantó	en	retorcidos	copetes.	Su	pálida	piel	estaba	resbaladiza	a	causa	del	sudor.	No
debía	mirar	el	cuerpo	de	madre,	que	era	un	gran	misterio:	la	piel	blanca	salpicada	de
pecas,	 los	 huesos	 prominentes,	 los	 pechos	 pequeños	 y	 prietos	 como	 puños	 que
parecían	querer	escapar	del	sostén	de	encaje.	Norma	Jeane	casi	podía	ver	fuego	en	el
cabello	electrizado	de	Gladys.	En	sus	húmedos	y	penetrantes	ojos.
Al	otro	lado	de	la	ventana	se	oía	el	rumor	del	viento.	Gladys	decía	que	eran	las
voces	de	los	muertos.	Que	querían	entrar.
—Meterse	dentro	de	nosotros	—explicaba—.	Porque	no	hay	suficientes	cuerpos.
En	ningún	momento	de	la	historia	ha	habido	suficiente	vida.	Y	durante	la	Guerra,	que
tú	no	recuerdas	porque	todavía	no	habías	nacido,	pero	yo	sí,	porque	soy	tu	madre	y
vine	a	este	mundo	antes	que	tú,	durante	la	Guerra	murieron	tantos	hombres,	mujeres	e
incluso	 niños,	 que	 hay	 una	 gran	 escasez	 de	 cuerpos,	 créeme.	 Todas	 esas	 almas
muertas	están	deseando	entrar.
Norma	Jeane	se	estremeció.	¿Entrar	adónde?
Gladys	se	paseaba	de	aquí	para	allí	mientras	esperaba	a	que	se	llenara	la	bañera.
No	estaba	bebida	ni	drogada.	Se	había	quitado	el	guante	de	la	mano	derecha,	y	ahora
las	 dos	 delgadas	 manos	 estaban	 al	 descubierto,	 descamadas	 y	 llenas	 de	 manchas
rojas;	no	quería	admitir	que	la	culpa	era	del	trabajo	en	La	Productora,	donde	a	veces
pasaba	sesenta	horas	semanales,	que	los	productos	químicos	atravesaban	los	guantes
de	látex	y	su	piel	los	absorbía,	sí,	 igual	que	su	pelo,	los	propios	folículos	pilosos,	y
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los	pulmones,	¡ah,	se	moría!	¡Estados	Unidos	la	estaba	matando!	Cuando	empezaba	a
toser,	 era	 incapaz	de	parar.	Pero	 entonces	 ¿por	qué	 fumaba?	Bueno,	 en	Hollywood
todo	 el	 mundo	 fumaba,	 en	 las	 películas	 todo	 el	 mundo	 fumaba,	 el	 cigarrillo
tranquilizaba	 los	nervios,	sí,	pero	Gladys	marcaba	el	 límite	en	 la	marihuana,	 lo	que
los	periódicos	llamaban	«porros»;	demonios,	quería	que	Della	supiera	que	ella	no	era
ninguna	 drogadicta,	 ninguna	 yonqui,	 ninguna	 pendona,	 diablos,	 nunca	 lo	 había
hecho	por	dinero,	o	casi	nunca.
Sólo	durante	las	ocho	semanas	en	las	que	se	había	quedado	sin	su	empleo	en	La
Productora.	Después	del	Crac	de	1929.
—¿Sabes	qué	fue	el	Crac?	—Norma	Jeane	negó	con	la	cabeza.	No.	¿Qué?—.	Tú
tenías	tres	años,	pequeña,	y	yo	estaba	desesperada.	Todo	lo	que	hice	lo	hice	por	ti.
Entonces	cogió	a	Norma	Jeane	en	brazos,	en	sus	delgados	y	nervudos	brazos,	y
dejó	 a	 la	 horrorizada	niña,	 pataleando	y	manoteando,	 en	 el	 agua	humeante.	Norma
Jeane	gimoteaba,	no	se	atrevía	a	gritar,	¡el	agua	estaba	muy	caliente!,	¡hirviendo!,	la
quemaba	 viva	mientras	 caía	 del	 grifo	 que	Gladys	 había	 olvidado	 cerrar;	 de	 hecho,
había	 olvidado	 cerrar	 los	 dos	 grifos,	 como	 también	 había	 olvidado	 comprobar	 la
temperatura	del	agua.	Norma	Jeane	intentó	salir	de	la	bañera,	pero	Gladys	la	empujó.
—Siéntate	y	quédate	quieta.	Esto	 es	necesario.	Yo	 también	me	meteré.	 ¿Dónde
está	el	jabón?	Sucia.
Gladys	dio	la	espalda	a	la	sollozante	Norma	Jeane	y	rápidamente	se	quitó	el	resto
de	 la	 ropa	 —la	 combinación,	 el	 sostén,	 las	 bragas—	 arrojándolo	 al	 suelo	 con
afectación	 teatral,	 como	 una	 bailarina.	 Una	 vez	 desnuda,	 se	metió	 en	 la	 antigua	 y
amplia	 bañera	 con	 pies,	 resbaló,	 recuperó	 el	 equilibrio,	 y	 sumergió	 sus	 estrechas
caderas	en	el	agua,	que	 tenía	un	 fragante	aroma	a	sales	de	gaulteria,	 sentándose	de
cara	a	 la	asustada	niña,	con	las	rodillas	abiertas	como	para	abrazar	o	proteger	a	esa
misma	 niña	 a	 quien	 seis	 años	 antes	 había	 dado	 a	 luz	 en	medio	 de	 un	 calvario	 de
desesperación	y	recriminaciones	—¿Dónde	estás?	¿Por	qué	me	has	abandonado?—
dirigidas	al	hombre	que	había	sido	su	amante	y	cuyo	nombre	no	revelaría	ni	siquiera
durante	 los	 terribles	dolores	del	parto.	Qué	 incómodas,	madre	e	hija	 sumergidas	en
esta	 bañera,	 con	 el	 agua	 rizándose	 en	 irregulares	 olas	 que	 rebasaban	 los	 bordes;
Norma	Jeane,	empujada	por	la	rodilla	de	su	madre,	se	hundió	en	el	agua,	empezó	a
ahogarse	y	tosió,	y	Gladys	la	levantó	rápidamente	por	los	pelos,	reprendiéndola:
—¡Ya	basta,	Norma	Jeane!	¡Para	ya!
Gladys	cogió	la	pastilla	de	jabón	y	comenzó	a	enjabonarse	las	manos	con	fuerza.
Era	extraño	que	ella,	que	no	soportaba	que	su	hija	la	tocara,	estuviera	apretujada	en	la
bañera	con	la	niña;	como	también	extraña	era	la	expresión	arrobada,	extática,	de	su
cara	enrojecida	por	 el	 calor.	Norma	Jeane	volvió	a	protestar	por	 la	 temperatura	del
agua,	 por	 favor,	 madre,	 estaba	 demasiado	 caliente,	 tanto	 que	 prácticamente	 no	 la
sentía	en	la	piel,	pero	Gladys	respondió	con	intransigencia:
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—Sí;	tiene	que	estar	caliente,	porque	estamos	muy	sucias.	Por	fuera	y	por	dentro.
Lejos,	en	otra	habitación,	amortiguado	por	el	rumor	del	agua	y	por	la	severa	voz
de	Gladys,	se	oyó	el	sonido	de	una	llave	girando	en	la	cerradura.
No	era	la	primera	vez.	No	sería	la	última.
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Ciudad	de	arena
1
—¡Despierta,	Norma	Jeane!	¡Deprisa!
La	estación	de	 los	fuegos.	Otoño	de	1934.	La	voz,	que	era	 la	de	Gladys,	estaba
cargada	de	alarma	y	sentimiento.
La	 noche	 olía	 a	 humo	 —¡a	 ceniza!—,	 un	 olor	 semejante	 al	 que	 despedía	 el
incinerador	 de	 basura	 situado	 detrás	 del	 viejo	 edificio	 de	 apartamentos	 de	 Della
Monroe	en	Venice	Beach,	pero	no	estaban	en	Venice	Beach	sino	en	Hollywood,	en
Highland	Avenue,	 donde	madre	 e	 hija	 vivían	 por	 fin	 solas,	 juntas	 las	 dos	—como
debe	ser,	hasta	que	la	muerte	nos	lleve—,	y	se	oía	el	ulular	de	las	sirenas	y	apestaba	a
pelo	quemado,	a	grasa	quemándose	en	una	sartén,	a	ropa	húmeda	imprudentemente
chamuscada	con	la	plancha.	Había	sido	un	error	dejar	la	ventana	abierta,	pues	el	olor
impregnaba	la	habitación:	un	olor	sofocante,	denso,	un	olor	que	hacía	escocer	los	ojos
igual	 que	 la	 arena	 arrastrada	 por	 el	 viento.	 Un	 olor	 parecido	 al	 que	 despedían	 las
espirales	del	hornillo	eléctrico	cuando	Gladys	olvidaba	quitar	el	hervidor	del	fuego	y
el	agua	se	evaporaba	por	completo.	Un	olor	como	el	de	 la	ceniza	de	 los	cigarrillos
permanentemente

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