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«Socorro, siento que la Vida se acerca.» Marilyn Monroe era puro fuego, sexualidad a flor de piel, romances turbulentos; pero también era frágil, una mujer asustada y repleta de inseguridades que buscaba en otros —el Ex Deportista, el Dramaturgo o el Presidente— ese amor que ella misma se negaba. Una artista emblemática cargada de conflictos y temores, de pasiones desatadas; una niña que no dejó de huir hacia delante, y llegó a burlar a la propia muerte para convertirse en leyenda. Tras una exhaustiva documentación, Joyce Carol Oates redibuja la vida interior de Norma Jeane Baker —la pequeña sin padre, la mujer dependiente de tranquilizantes y estimulantes, la malograda amante y actriz— y a su «Amiga Mágica del Espejo», la idolatrada rubia que el mundo llegó a conocer como Marilyn Monroe. ebookelo.com - Página 2 Joyce Carol Oates Blonde ePub r1.0 minicaja 08.06.13 ebookelo.com - Página 3 Título original: Blonde Joyce Carol Oates, 2000 Traducción: María Eugenia Ciocchini Diseño de portada: María Pérez-Aguilera Editor digital: minicaja ePub base r1.0 ebookelo.com - Página 4 A Eleanor Bergstein y Michael Goldman ebookelo.com - Página 5 En el círculo de luz de un foco escénico, rodeado de oscuridad, uno tiene la sensación de estar completamente solo… Esto es lo que se denomina «soledad en público»… Durante una representación, ante un público de miles de personas, siempre es posible encerrarse en este círculo como un caracol en su concha… Uno puede llevarlo allí donde vaya. CONSTANTIN STANISLAVSKI Un actor se prepara El escenario es un lugar sagrado donde el actor no puede morir. MICHAEL GOLDMAN La libertad del actor La genialidad no es un don, sino la manera en que una persona inventa en circunstancias desesperadas. JEAN-PAUL SARTRE ebookelo.com - Página 6 Nota de la autora Blonde es una «vida» radicalmente destilada en forma de ficción y, a pesar de su longitud, el principio de apropiación es la sinécdoque. Por ejemplo, en lugar de los múltiples hogares de acogida en los que vivió Norma Jeane de pequeña, Blonde explora solamente uno, y éste es ficticio; de sus numerosos amantes, crisis médicas, abortos, tentativas de suicidio e interpretaciones cinematográficas, Blonde muestra un grupo selecto y simbólico. La verdadera Marilyn Monroe llevó una especie de diario y escribió poemas, o fragmentos de poemas. De ellos sólo he incluido dos versos en el último capítulo (¡Socorro! ¡Socorro!…); los demás son falsos. Algunos comentarios del capítulo «Obras completas de Marilyn Monroe» proceden de entrevistas; otros son ficticios. Las últimas líneas de ese capítulo son la conclusión de El origen de las especies, de Charles Darwin. El lector que desee conocer datos biográficos fidedignos de Marilyn Monroe no debería buscarlos en Blonde, que no pretende ser un documento histórico, sino en biografías autorizadas. (La autora ha consultado Legend: The Life and Death of Marilyn Monroe, de Fred Guiles, 1985; Las vidas secretas de Marilyn Monroe, de Anthony Summers, 1986, y Marilyn Monroe: A Life of the Actress, de Carl E. Rollyson Jr., 1986. Otros libros más subjetivos sobre Marilyn como figura mítica son Marilyn Monroe, de Graham McCann, 1987, y Marilyn, de Norman Mailer, 1973.) De los libros consultados sobre política estadounidense, específicamente sobre Hollywood en los años cuarenta y cincuenta, el más útil fue Naming Names, de Victor Navasky. De las obras sobre actuación citadas o aludidas, son verdaderas The Thinking Body, de Mabel Todd; To the Actor, de Michael Chekhov; Un actor se prepara y Mi vida en el arte, de Konstantin Stanislavski, mientras que El manual del actor y la vida del actor y La paradoja de la interpretación son imaginarias. En los capítulos «El colibrí» y «Todos nos hemos ido al reino de la luz» se cita el párrafo final de La máquina del tiempo, de H. G. Wells. Aparecen versos de Emily Dickinson en los capítulos titulados «El baño», «La huérfana» y «Hora de casarse». En «La muerte de Rumpelstiltskin» se incluye un pasaje de El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer. En «El Francotirador» se parafrasea un párrafo de El malestar en la cultura, de Sigmund Freud. En «Roslyn, 1961» se reproducen párrafos de los Pensamientos, de Blaise Pascal. ebookelo.com - Página 7 Prólogo 3 de Agosto de 1962 Entrega en mano Ahí venía la Muerte, avanzando presurosa por el bulevar, bajo la mortecina luz sepia. Ahí venía la Muerte, volando sobre una vulgar y pesada bicicleta de mensajero, como en los dibujos animados. Ahí venía la Muerte; infalible. Una Muerte imposible de disuadir. Una Muerte con prisas. Una Muerte que pedaleaba frenéticamente. La Muerte, que llevaba un paquete con la inscripción ENTREGA EN MANO, FRÁGIL en un rústico cesto situado detrás del asiento. Ahí venía la Muerte, abriéndose paso diestramente con su vulgar bicicleta entre el tráfico del cruce de Wilshire y La Brea, donde, debido a reparaciones en la calle, los dos carriles con dirección oeste de Wilshire se habían fundido en uno. ¡Qué Muerte tan rápida! Haciendo morisquetas a los conductores maduros que le tocaban la bocina. La Muerte burlándose: ¡Vete a la mierda! Y tú también. Como Bugs Bunny adelantando a toda velocidad a los resplandecientes automóviles de último modelo. Ahí venía la Muerte, sin amilanarse ante el aire enrarecido y contaminado de Los Ángeles; ante el cálido aire radiactivo del sur de California, donde la Muerte había nacido. Sí, he visto a la Muerte. Soñé con ella la noche pasada y muchas noches antes. No tenía miedo. Ahí venía la Muerte, tan resuelta. Ahí venía la Muerte, inclinada sobre el herrumbroso manillar de una bicicleta destartalada pero imparable. Ahí venía la Muerte, luciendo una camiseta del Instituto Tecnológico de California, pantalones cortos limpios pero sin planchar, zapatillas de deporte sin calcetines. La Muerte con musculosas pantorrillas cubiertas de vello oscuro. Con una espalda curva como un hueso de codillo. Con la cara llena de granos e imperfecciones de adolescente. La Muerte llena de valor, deslumbrada por la luz del sol que se reflejaba como cimitarras ebookelo.com - Página 8 en los parabrisas y la pintura cromada de los coches. Más bocinazos tras la estela ampulosa de la Muerte. La Muerte con el pelo cortado a cepillo. La Muerte mascando chicle. La Muerte con su rutina; cinco días a la semana, más sábados y domingos por una tarifa especial. El Servicio de Mensajería de Hollywood. La Muerte que entrega en mano sus paquetes especiales. ¡Ahí venía la Muerte, inesperadamente en Brentwood! La Muerte volando por las estrechas calles residenciales de un Brentwood casi desierto en agosto. Aquí, en Brentwood, la conmovedora futilidad de jardines cuidados al detalle, a cuyo lado pasa la Muerte pedaleando con rapidez. Como un autómata. Alta Vista, Campo, Jacumba, Brideman, Los Olivos. Hacia Fifth Helena Drive, una calle sin salida. Palmeras, buganvillas, rosas rojas trepadoras. El olor a flores podridas. A la hierba agostada por el sol. Jardines vallados; glicinas. Circulares senderos privados. Ventanas con las cortinas echadas para que no entre el sol. La Muerte que lleva un regalo sin remite para M. M., OCUPANTE DEL 12305 FIFTH HELENA DRIVE BRENTWOOD, CALIFORNIA EE. UU. LA TIERRA Una vez en Fifth Helena, la Muerte empezó a pedalear más despacio. Escrutaba los números de la calle. No le había echado un segundo vistazo a la extraña dirección del paquete, curiosamente envuelto en papel de regalo de rayas, como un bastón de caramelo, que parecía haber sido usado antes. Adornado con un lazo de seda blanco pegadoa la caja con celo. El paquete medía dieciséis por dieciséis centímetros y pesaba poco. ¿Como si estuviera vacío? ¿Como si sólo contuviera papel de seda? No. Al sacudirlo, uno comprobaba que había algo dentro. Quizá un objeto blando, de tela. Ahí venía la Muerte, a primera hora de la noche del 3 de agosto de 1962, para llamar al timbre del 12305 de Fifth Helena Drive. La Muerte enjugándose su sudorosa frente con la visera de la gorra de béisbol. La Muerte mascando chicle frenéticamente, con impaciencia. Oye pasos en el interior, pero no puede dejar el maldito paquete en la puerta porque necesita una firma. Oye el zumbido de un aparato de aire acondicionado instalado en la ventana. ¿Y acaso una radio dentro? Es una pequeña casa de estilo colonial, una «hacienda» de una sola planta. Paredes de falso adobe, refulgente techo de tejas anaranjadas, ventanas con persianas venecianas cerradas y aspecto polvoriento. Pequeña como una casa de muñecas; nada especial ebookelo.com - Página 9 para el barrio de Brentwood. La Muerte llamó por segunda vez, pulsando el timbre con insistencia. Y en esta ocasión abrieron la puerta. De manos de la Muerte acepté el regalo. Creo que sabía qué era y de quién procedía. Al ver el nombre y la dirección, reí y firmé el recibo sin vacilar. ebookelo.com - Página 10 La niña 1932 - 1938 El beso He estado viendo esta película durante toda mi vida, aunque nunca hasta el final. Casi habría podido decir ¡Esta película es mi vida! Su madre la llevó por primera vez al cine cuando ella tenía tres o cuatro años. Era su recuerdo más temprano. ¡Qué emocionante! Habían ido al Teatro Egipcio de Grauman, situado en Hollywood Boulevard. Aún faltaban años para que entendiera siquiera los rudimentos de una historia cinematográfica; sin embargo, se quedó fascinada por el movimiento, el incesante, ondulante, fluido movimiento en la gran pantalla que se alzaba ante ella. Todavía era incapaz de pensar Éste es el mismísimo universo sobre el cual se proyectan innumerables e indescriptibles formas de vida. Cuántas veces en su niñez y adolescencia perdidas volvería con añoranza a esta película, reconociéndola de inmediato a pesar de la diversidad de títulos y actores. Porque siempre aparecían la Bella Princesa y el Príncipe Encantado. Una sucesión de complicados acontecimientos los reunía, los separaba, los reunía otra vez y los separaba nuevamente hasta que, cuando la película se acercaba a su fin y la música subía de volumen, se fundían en un apasionado abrazo. Aunque no siempre feliz. Era imposible predecirlo. Porque a veces uno de los dos aparecía arrodillado junto al lecho de muerte del otro y anunciaba el fin con un beso. Incluso si él (o ella) sobrevivía a su amado, uno sabía que su vida había perdido el sentido. Porque la vida no tiene ningún sentido fuera de la historia cinematográfica. Y no hay historia cinematográfica fuera del oscuro cine. Pero ¡qué intrigante no ver nunca el final de la película! Porque siempre pasaba algo: había una conmoción en el cine y las luces se encendían; la alarma de incendios (aunque no había fuego, ¿o sí?, en cierta ocasión habría jurado que olía a humo) sonaba con estridencia y ordenaban al público que se retirara, o ella llegaba tarde a una cita y tenía que marcharse, o se quedaba dormida en la butaca, se perdía el final y despertaba deslumbrada por las luces cuando la gente se levantaba ya a su alrededor. ebookelo.com - Página 11 ¿Ha terminado? Pero ¿cómo puede haber terminado? Sin embargo, incluso de adulta, siguió buscando la película, entrando en cines de barrios oscuros o de ciudades desconocidas. Dado que padecía insomnio, compraría una entrada para la sesión de medianoche. O quizá fuera a la primera del día, a última hora de la mañana. No intentaba evadirse (aunque últimamente su vida se había vuelto desconcertante, como suele ser la vida de adulto para todos los que la viven), sino crear un paréntesis dentro de esa vida, deteniendo el tiempo como haría un niño con las agujas del reloj: por la fuerza. Entrando en el oscuro cine (que a veces olía a palomitas rancias, a gomina de desconocidos, a desinfectante), emocionada como una niña pequeña que alza la vista para ver en la pantalla —¡Ay!, ¡de nuevo!, ¡una vez más!— a la preciosa rubia que no parece envejecer, envuelta en carnes como cualquier mujer y sin embargo elegante como ninguna, con un intenso resplandor brillando no sólo en sus ojos luminosos, sino también en su piel. Porque mi piel es mi alma. No existe otra alma. Veis en mí la promesa de la dicha humana. Ella, que entra en el cine, escoge una butaca en una fila cercana a la pantalla, se entrega sin vacilar a la película que se le antoja a un tiempo familiar y extraña, como el recuerdo imperfecto de un sueño. Los trajes, los peinados, las caras e incluso las voces de los actores cambian con los años y ella recuerda, no con claridad sino en fragmentos, sus emociones perdidas, la soledad de su propia infancia, aliviada sólo en parte por la gran pantalla. Otro mundo donde vivir. ¿Dónde? Y cierta vez, un día, se da cuenta de que la Bella Princesa, que es hermosa porque es hermosa y porque es la Bella Princesa, es condenada a buscar la confirmación de su propia identidad en los ojos de otros. Porque no somos quienes dicen que somos si no nos lo dicen, ¿verdad? Desazón adulta y creciente horror. La historia cinematográfica es complicada y confusa, aunque familiar o casi familiar. Quizá esté mal enhebrada, quizá pretenda provocar, quizá haya saltos al pasado en medio del presente. ¡O saltos al futuro! Los primeros planos de la Bella Princesa parecen demasiado íntimos. Queremos permanecer en la periferia de los otros, no aceptamos que nos arrastren al interior. Si pudiera decir: ¡ahí!, ¡ésa soy yo! ¡Esa mujer, ese ser en la pantalla, ésa soy yo! Pero ella no puede prever el final. Nunca ha visto la última escena ni los títulos de crédito; en ellos, después del beso final, se encuentra la clave del misterio de la película, y ella lo sabe. Del mismo modo que los órganos del cuerpo, extirpados durante una autopsia, constituyen la clave del misterio de la vida. Pero habrá una vez, quizá esta misma noche, cuando ella, ligeramente agitada, se acomode en la raída y mugrienta butaca tapizada en felpa de la segunda fila del viejo cine de un barrio marginal, el suelo curvándose a sus pies como la curva del planeta Tierra, pegajoso bajo las suelas de sus zapatos caros; el público desperdigado, casi todos individuos solos; y ella se alegra de que, gracias a su disfraz (gafas de sol, una ebookelo.com - Página 12 bonita peluca, una gabardina), nadie la reconocerá ni sabrá quién es, ni adivinará quién podría ser. Esta vez la veré hasta el final. ¡Esta vez sí! ¿Por qué? No lo sabe. De hecho, la esperan en otro sitio, adonde llegará varias horas tarde. Quizá haya un coche aguardándola en el aeropuerto, a menos que se haya retrasado días, semanas; porque la mujer adulta ha empezado a desafiar al tiempo. Al fin y al cabo, ¿qué es el tiempo sino lo que otros esperan de nosotros? El juego que no podemos negarnos a jugar. Ha notado que el tiempo también confunde a la Bella Princesa. Que la confunde el argumento de la película. Uno recibe las pistas de los demás, pero ¿y si los demás no nos dan pistas? En esta película, la Bella Princesa ya no está en la flor de la juventud, aunque sigue siendo hermosa, claro está, pálida y radiante en la pantalla mientras se apea de un taxi en una calle ventosa; va disfrazada con gafas de sol, una lacia peluca castaña y una gabardina estrechamente atada con un cinturón, seguida a pocos pasos por una cámara mientras se dirige al cine, compra una sola entrada,entra en la sala oscura y se sienta en la segunda fila. Como es la Bella Princesa, otros espectadores la miran, pero no la reconocen; tal vez sea una mujer corriente, aunque hermosa, una desconocida. La película ya ha empezado. Pocos segundos después, ella se abandona por completo, quitándose las gafas de sol. La pantalla que se alza sobre ella la obliga a echar la cabeza atrás y a mirar hacia arriba con un gesto de reverencia algo infantil y aprensivo. Como los reflejos en el agua, la luz de la película se ondula sobre su cara. Abstraída en la fantasía, no se percata de que el Príncipe Encantado la ha seguido hasta el cine; la cámara lo enfoca mientras, durante varios tensos minutos, él permanece de pie detrás de las raídas cortinas de terciopelo de un pasillo lateral. Su apuesto rostro está envuelto en sombras… Su expresión es apremiante. Lleva un traje oscuro sin corbata, y un sombrero de ala curva ladeado sobre la frente. A una señal musical, camina a paso vivo y se inclina sobre ella, la mujer solitaria de la segunda fila. Le susurra algo y ella se vuelve, sobresaltada. Su sorpresa parece real, aunque ya debe de conocer el guión; al menos hasta este punto y tal vez un poco más. ¡Amor mío! Eres tú. Nunca ha habido nadie más que tú. En la trémula luz de la gigantesca pantalla las caras de los amantes están llenas de significado, nuncios de una perdida era de esplendor. Es como si estuvieran obligados a interpretar la escena, a pesar de su carácter decadente y mortal. Interpretarán la escena. Él la coge con descaro de la nuca para que no se mueva. Para reclamarla. Para poseerla. Qué fuertes y fríos son sus dedos; qué extraño, el resplandor vidrioso de sus ojos, más cercanos que nunca. Una vez más, ella suspira y eleva su cara perfecta para recibir el beso del Príncipe Encantado. ebookelo.com - Página 13 El baño El actor nato emerge en los primeros años de la infancia, pues es entonces cuando el mundo se percibe por primera vez como Misterio. El origen de toda interpretación reside en improvisar ante el Misterio. T. NAVARRO La paradoja de la interpretación 1 —¿Ves? Ese hombre es tu padre. Érase una vez un día, el del sexto cumpleaños de Norma Jeane, el primero de junio de 1932, y una mañana mágica —cegadora, fascinante, deslumbrantemente blanca— en Venice Beach, California. El viento procedente del Pacífico era fragante, fresco, penetrante y apenas si se percibían las habituales notas salobres a podredumbre y a los desperdicios de la playa. Entonces, traída al parecer por el propio viento, llegó madre. Madre, con la cara demacrada, los voluptuosos labios rojos, las cejas depiladas y dibujadas con lápiz, fue a buscar a Norma Jeane a la casa donde ésta vivía con sus abuelos, una vieja ruina cubierta de estuco beis y situada en Venice Boulevard. —¡Ven, Norma Jeane! Y Norma Jeane corrió, corrió hacia su madre. Su manita regordeta cogió la mano estilizada de la mujer, sintiendo una extraña y maravillosa sensación al tocar el guante de malla. Porque las manos de la abuela eran las agrietadas manos de una anciana, igual que su olor era el olor de una anciana, pero madre despedía una fragancia tan dulce que resultaba embriagadora, como el sabor del limón caliente con azúcar. —Norma Jeane, mi amor, ven. Porque madre era «Gladys» y «Gladys» era la verdadera madre de la niña. Cuando decidía serlo. Cuando tenía fuerzas suficientes. Cuando sus obligaciones en La Productora se lo permitían. Porque la vida de Gladys tenía «tres dimensiones, rayando en las cuatro» y no era «plana como un tablero de parchís», como la mayoría de las vidas. Y ante la ansiosa desaprobación de la abuela Della, madre sacó con aire triunfal a Norma Jeane del piso de la tercera planta —que apestaba a cebolla, lejía, ungüento para los juanetes y al tabaco de pipa del abuelo— haciendo oídos sordos a la furia de la vieja, que graznaba con una voz radiofónica entre cómica y desesperada. ebookelo.com - Página 14 —¿De quién es el coche que conduces esta vez, Gladys? Mírame. ¿Estás drogada? ¿Estás bebida? ¿Cuándo me traerás de vuelta a mi nieta? ¡Maldita sea! ¡Espérame! ¡Espera a que me ponga los zapatos! ¡Yo también quiero bajar! ¡Gladys! Y madre respondió con su enloquecedora voz de soprano: —Qué será, será. Riendo como traviesas niñas perseguidas, madre e hija corrieron escaleras abajo como si descendieran por la ladera de una montaña, agitadas, cogidas de la mano hasta fuera, ¡fuera!, hacia Venice Boulevard y la emoción del coche de Gladys, siempre imprevisible, aparcado junto al bordillo; y en esta radiante y deslumbrante mañana del 1 de junio de 1932, el coche mágico era, como vio la risueña Norma Jeane, un Nash con el techo abombado, el color del agua de fregar los platos cuando ha perdido la espuma y la ventanilla del lado del acompañante agrietada, como una telaraña, y pegada con cinta adhesiva. Sin embargo, era un coche precioso, y qué joven y alegre parecía Gladys; ella, que nunca tocaba a Norma Jeane, y ahora la levantaba con las manos enguantadas para acomodarla en el asiento del acompañante («¡Aquí, mi querida pequeña!») como si la sentara en la noria gigante del parque de atracciones de Santa Mónica para llevarla, con los ojos como platos y rebosante de emoción, hasta el mismísimo cielo. Luego cerró la portezuela con fuerza y comprobó que estuviera puesto el seguro. (Porque existía un antiguo miedo, la preocupación de la madre por la hija, de que durante uno de esos paseos la portezuela del coche se abriera, como un escotillón en una película muda, y la niña se perdiera.) Se sentó en el asiento del conductor, detrás del volante, como Lindbergh en la cabina de mando en El héroe solitario. Aceleró el motor, manipuló las marchas y se coló en el tránsito en el mismo momento en que la pobre abuela Della, una mujer regordeta con la cara manchada, vestida con una bata de algodón desteñido, medias elásticas y zapatos de vieja, salía del edificio como Charlie Chaplin, el Pequeño Vagabundo, con frenética y cómica desazón. —¡Espera! ¡Eh, espera! ¡Loca! ¡Cabeza de chorlito! ¡Te lo prohíbo! ¡Llamaré a la policía! Pero no la esperaron, claro que no. Se marcharon como una exhalación. —No hagas caso a tu abuela, cariño. Ella es de los tiempos del cine mudo y nosotras, del sonoro. Porque Gladys, que era la verdadera madre de la niña, no permitiría que se burlaran de su Amor de Madre en este día especial. Ahora que «por fin se sentía más fuerte» y que tenía unos pocos dólares ahorrados, Gladys había ido a buscar a Norma Jeane en el día del cumpleaños de la niña (¿el sexto?, ¿ya? Dios, qué deprimente), tal como había prometido. «Llueva o haga sol, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe. Lo juro.» Ni siquiera un temblor en la falla de San Andrés ebookelo.com - Página 15 habría podido disuadir a Gladys. —Eres mía. Te pareces a mí. Nadie va a arrancarte de mi lado, Norma Jeane, como hicieron con mis otras hijas. Norma Jeane no oyó estas triunfales, terribles palabras; no las oyó, no, porque se las llevó el viento. Este día, este cumpleaños, sería el primero que Norma Jeane recordaría con claridad. Este maravilloso día con Gladys, que a veces era madre, o con madre, que a veces era Gladys. Una mujer delgada, dinámica, con ojos penetrantes y vivarachos, una sonrisa que ella misma calificaba de «cautivadora» y codos que se clavaban en tus costillas si te acercabas demasiado. Exhalaba por las ventanas de la nariz un humo luminoso, como los curvos colmillos de un elefante, de modo que una no se atrevía a llamarla por ningún nombre, y mucho menos «mami» o «mamaíta» —esos «motes asquerosamentecursis» que Gladys había prohibido hacía tiempo—, ni siquiera a mirarla con fijeza. —¡No me mires tan fijamente! Nada de primeros planos, a menos que yo esté preparada. En esos momentos, la nerviosa y crispada risa de Gladys sonaba como un punzón rompiendo cubos de hielo. Norma Jeane recordaría este día de revelaciones durante toda su vida de treinta y seis años y sesenta y tres días —una vida a la que sobreviviría Gladys— como un bebé de muñeca que puede encajarse a la perfección en una muñeca más grande, ingeniosamente vaciada con ese propósito. ¿Quería yo otra clase de felicidad? No; sólo estar con ella. Quizá acurrucarme y dormir en su cama, si ella me dejaba. La quería tanto. De hecho, había pruebas de que Norma Jeane había pasado otros cumpleaños con su madre, al menos el primero, pero únicamente los recordaba por las fotos (¡FELIZ PRIMER CUMPLEAÑOS, NORMA JEANE!), una pancarta escrita a mano que, al igual que la banda de la ganadora de un concurso de belleza, cubría a la bonita niña de ojos húmedos y deslumbrados, regordeta cara de luna, mejillas con hoyuelos, cabello rizado de color rubio oscuro y caídos lazos de seda; como sueños antiguos, estas fotografías (evidentemente tomadas por un amigo de la madre) estaban desenfocadas y arrugadas; en ellas aparecía una Gladys muy joven y bonita aunque con semblante febril, una melena recta, tirabuzones y labios acorazonados, parecida a Clara Bow, sujetando con rigidez sobre su regazo a su hija de doce meses «Norma Jeane» como uno sujetaría un objeto frágil y precioso: con veneración, si no con ostensible placer; con frío orgullo, si no con amor. La fecha de estas fotografías estaba garabateada en el dorso: 1 de junio de 1927. Pero la Norma Jeane de seis años no recordaba mejor esa ocasión que su propio nacimiento — deseaba preguntar a Gladys o a la abuela: ¿cómo se nace?, ¿es algo que una hace sola?—, cuando su madre la había traído al mundo en un pabellón de beneficencia del Hospital General del Condado de Los Ángeles después de veintidós horas de ebookelo.com - Página 16 «incesante infierno» (como Gladys calificaba el trance), o el tiempo que su madre la había llevado en su «bolsa especial», debajo del corazón, durante ocho meses y once días. ¡No lo recordaba! Sin embargo, emocionada ante la oportunidad de contemplar esas fotografías cuando Gladys estaba de humor para extenderlas sobre cualquier colcha de cualquier cama de cualquier «residencia» de alquiler, no dudaba de que la niña de las imágenes era ella, pues durante toda mi vida sabría de mí a través de los testimonios y las palabras de otros. Igual que en los Evangelios son otros los que ven a Jesús, hablan de él y dejan constancia de ello. Conocí mi existencia y el valor de esa existencia a través de los ojos de otros, porque creía que éstos eran más dignos de confianza que los míos. Gladys miraba a su hija, a quien no había visto en…, bueno, en varios meses. —No estés tan nerviosa —dijo con brusquedad—. No me mires como si fuera a estrellarme en cualquier momento; si cierras así los ojos, acabarás llevando gafas. Y procura no encogerte como una serpiente con ganas de hacer pis. Yo no te he inculcado esos malos hábitos. No tengo intención de estrellarme, si es eso lo que te preocupa, como a tu ridícula abuela. Te lo prometo —Gladys le dirigió una larga mirada de soslayo, regañona pero seductora (porque así era ella: te espantaba, te atraía) y añadió en voz baja y grave—: Tu madre tiene una sorpresa de cumpleaños para ti. Nos espera más adelante. —¿Una so-sorpresa? —Gladys hundió las mejillas, sonriendo mientras conducía —. ¿Ado-adónde vamos, ma-madre? La felicidad era tan punzante como cristales rotos en la boca de Norma Jeane. A pesar del tiempo caluroso y húmedo, Gladys llevaba elegantes guantes de malla negros para proteger su sensible piel. Golpeó alegremente el volante con las dos manos enguantadas. —¿Que adónde vamos? Qué cosas dices. Como si nunca hubieras estado en la residencia de Hollywood de tu madre. Norma Jeane sonrió, confundida, esforzándose por recordar. ¿Había estado allí? Su madre parecía insinuar que había olvidado algo esencial, que aquello era una especie de traición o desengaño. Sin embargo, Gladys se mudaba con frecuencia. A veces informaba a Della, y otras no. Su vida era complicada y misteriosa. Tenía problemas con los propietarios y con otros inquilinos; problemas de «dinero» y de «mantenimiento». El invierno anterior, un breve y violento terremoto en la zona de Hollywood donde vivía Gladys la había dejado sin techo durante dos semanas, obligándola a vivir con amigos y a perder el contacto con Della. Pero Gladys siempre vivía en Hollywood. En el oeste de Hollywood. Su trabajo en La Productora se lo exigía, porque era una «empleada contratada» (La Productora era la productora cinematográfica más grande de Hollywood y, en consecuencia, del mundo, con más estrellas en plantilla que «las de todas las constelaciones»), su vida no le pertenecía, ebookelo.com - Página 17 «igual que las monjas católicas, que están “casadas con Dios”». Gladys se había visto obligada a dejar a su hija de doce días al cuidado de la abuela, a cambio de cinco dólares más gastos a la semana; era una vida dura, penosa, triste, pero qué alternativa tenía cuando trabajaba tantas horas en La Productora, a veces doble turno, y siempre debía estar disponible por si la llamaba su jefe. ¿Cómo iba a llevar la carga de una niña? —¡Que nadie se atreva a juzgarme, a no ser que haya vivido lo mismo que yo! Y mucho menos una mujer. Sí; mucho menos una mujer. Gladys hablaba con misteriosa vehemencia. Tanta que habría podido pasar por su madre, Della, con quien discutía a menudo. Cuando se peleaban, Della la acusaba de «exaltada» —¿o de «intoxicada»?— y Gladys replicaba que era una mentira podrida, una calumnia: vamos, ella nunca había olido siquiera la marihuana y mucho menos fumado. —Y lo mismo digo del opio. ¡Nunca! Della había oído demasiadas historias absurdas e infundadas sobre la gente del cine. Era verdad que Gladys a veces se exaltaba. ¡Siento arder un fuego en mi interior! Es maravilloso. Y tenía cierta tendencia a «hundirse en la depresión», «la melancolía», «el pozo». Como si mi alma fuera de plomo fundido que se ha filtrado y endurecido. Sin embargo, Gladys era una joven atractiva y tenía muchas amistades. Amistades masculinas que complicaban su vida emocional. —Si los hombres me dejaran en paz, «Gladys» estaría bien. Pero no la dejaban en paz, de modo que Gladys tenía que medicarse con regularidad. Medicamentos de verdad, o acaso drogas proporcionadas por sus amigos. Admitía que estaba enganchada a la aspirina Bayer y que había desarrollado una alta tolerancia al fármaco, pues disolvía las tabletas en café negro como si fueran minúsculos terrones de azúcar. («¡No siento sabor a nada!») Esta mañana, Norma Jeane supo de inmediato que Gladys estaba de buen humor: exaltada, contenta, graciosa, imprevisible como la llama de una vela en el aire inquieto. Su piel pálida como la cera despedía oleadas de calor como el asfalto bajo el sol estival y ¡qué ojos tenía!: coquetos, esquivos, dilatados. Aquellos ojos que yo amaba, que no me atrevía a mirar. Gladys conducía distraídamente y con rapidez. Ir en coche con ella era como subir a los autos de choque de una feria de atracciones; había que sujetarse fuerte. Se dirigían hacia el interior, alejándose de Venice Beach y del océano. Subieron por el bulevar hasta La Ciénaga y finalmente llegaron a Sunset Boulevard, que Norma Jeane reconoció de otros viajes con su madre. Cómo se sacudía el Nash mientras avanzaba, impulsado por el impaciente pie de Gladys en el acelerador.Traqueteaban sobre los raíles del tranvía, frenaban en el último momento ante los semáforos en rojo, de modo que los dientes de Norma Jeane castañeteaban incluso mientras reía con nerviosismo. A veces, el coche de Gladys patinaba en ebookelo.com - Página 18 medio de un cruce, y los demás conductores tocaban el claxon, gritaban y sacudían los puños como en una típica escena de película; a menos que los conductores fueran hombres solitarios, en cuyo caso sus ademanes eran más amables. En más de una ocasión, Gladys hizo caso omiso del silbato de un guardia de tráfico y escapó. —¿Lo ves? ¡No había hecho nada malo! Me niego a dejarme intimidar por esos matones. A Della le gustaba recordar, con tono entre mordaz y furioso, que Gladys había «perdido» su carné de conducir, y ¿qué significaba eso? ¿Que lo había extraviado como le ocurre a la gente con algunos objetos? ¿Que lo había olvidado en algún sitio? ¿O que un policía se lo había quitado con el fin de castigarla un día en que Norma Jeane no estaba presente? Norma Jeane sólo sabía una cosa: que no se atrevía a preguntárselo a Gladys. Dejaron Sunset Boulevard torciendo por una callejuela lateral y luego por otra, hasta llegar a La Mesa, una estrecha y decepcionante calle flanqueada por pequeños comercios, restaurantes, «coctelerías» y edificios de apartamentos; Gladys dijo que era su nuevo barrio. —Todavía lo estoy explorando, aunque ya me siento muy cómoda en él —Gladys le explicó que La Productora estaba a «sólo seis minutos en coche». Vivía allí por «razones personales» difíciles de explicar, pero Norma Jeane ya vería—. Es parte de la sorpresa. Gladys aparcó enfrente de un vulgar edificio colonial estucado, con cochambrosos toldos verdes y antiestéticas escaleras de incendios. LA HACIENDA. HABITACIONES Y APARTAMENTOS. ALQUILER SEMANAL Y MENSUAL, INFORMACIÓN EN EL INTERIOR. El número de la casa era el 387. Norma Jeane lo miró fijamente, memorizando lo que veía; era como una cámara que tomaba fotos; quizá algún día se perdiera y debiera encontrar el camino a ese sitio que no había visto hasta entonces, pero con Gladys esos momentos eran apremiantes, tan emocionantes y misteriosos que hacían que el pulso latiera desbocado, como si una estuviera bajo los efectos de una droga. Era como si hubieras tomado anfetaminas. La misma sensación que buscaría durante toda mi vida, regresando como una sonámbula hasta La Mesa, hasta La Hacienda, hasta el lugar de Highland Avenue donde volvía a ser una niña, otra vez a su cargo, bajo su embrujo, antes de que la pesadilla hubiera comenzado. Gladys reparó en el gesto de Norma Jeane, que la propia Norma Jeane no podía ver, y rió. —¡Eh, hoy es tu cumpleaños! Sólo se tienen seis años una vez en la vida. Tonta; es probable que ni siquiera llegues a los siete. Vamos. La mano de Norma Jeane estaba sudorosa, de modo que Gladys se negó a cogerla y empujó a la niña con el puño enguantado, con suavidad, desde luego, guiándola alegremente por los desportillados peldaños de la entrada de La Hacienda y, en el ebookelo.com - Página 19 interior, por una escalera cubierta de rugoso linóleo. —Nos espera alguien y me temo que empiece a impacientarse. Venga. Se dieron prisa. Corrieron, trotaron escaleras arriba. Gladys, calzada con sus elegantes tacones de aguja, súbitamente pareció asustarse. ¿O sería una representación, una de sus escenas? Al llegar arriba, madre e hija jadeaban. Gladys abrió la puerta de su «residencia», que no se diferenciaba mucho de la que Norma Jeane recordaba apenas. Se componía de tres pequeños cuartos con el papel de las paredes y los techos manchado, ventanas angostas, jirones de linóleo despegados del suelo de madera, un par de alfombras mexicanas, una nevera hedionda y agujereada, un hornillo de dos fuegos, un fregadero lleno de platos sucios y brillantes cucarachas negras como semillas de sandía, que escaparon aparatosamente cuando ellas se acercaron. En las paredes de la cocina había carteles de películas con las que Gladys había tenido alguna relación y de las que estaba orgullosa: Kiki, con Mary Pickford; Sin novedad en el frente, con Lew Ayres; Luces de la ciudad, con Charlie Chaplin, cuyos estremecedores ojos Norma Jeane no se cansaba de mirar, convencida de que Chaplin la veía. La relación de Gladys con esas películas célebres no estaba clara, pero las caras de los actores producían un efecto hipnótico sobre Norma Jeane. ¡Éste es mi hogar! Recuerdo este sitio. También le resultaron familiares el calor sofocante del apartamento, pues Gladys nunca dejaba las ventanas abiertas cuando salía; el penetrante olor a comida, posos de café, ceniza de cigarrillo, chamusquina, perfume y ese misterioso y acre aroma químico que Gladys nunca conseguía eliminar por mucho que restregara sus manos con un jabón medicinal hasta dejarlas despellejadas y sangrantes. Sin embargo, aquellos olores eran reconfortantes para Norma Jeane porque representaban el hogar. El lugar donde estaba madre. ¡Pero el apartamento nuevo le parecía más abarrotado, desordenado y extraño que los demás! ¿O acaso ella era mayor y más capaz de notarlo? En cuanto entrabas, había un terrible momento en suspenso entre el primer temblor de la tierra y el siguiente, que sería más poderoso, inconfundible e inexorable. Una esperaba sin atreverse a respirar. Aquí había muchas cajas abiertas, aunque sin desembalar, con la inscripción PROPIEDAD DE LA PRODUCTORA. Había ropa sobre la encimera de la cocina y prendas colgadas de perchas en un improvisado tendedero que cruzaba la estancia, de modo que la primera impresión era que el lugar estaba lleno de gente, de mujeres que lucían su «vestuario»: Norma Jeane sabía que «vestuario» era distinto de «ropa», aunque no habría podido explicar la diferencia. Algunas de esas prendas eran vistosas y extravagantes, como los vestidos de la década de los veinte con sus minúsculas faldas y estrechos tirantes. Otras eran más formales, con largas y holgadas mangas. Había bragas, medias y sostenes lavados y escrupulosamente dispuestos sobre el tendedero. Al ver que la niña observaba boquiabierta las prendas que colgaban de la cuerda, Gladys se rió de su confusión. ebookelo.com - Página 20 —¿Qué pasa? ¿Te parece vergonzoso? ¿O a Della? ¿Te ha mandado a espiarme? Vamos, entra ahí. Por aquí. Vamos. Con su huesudo codo empujó a Norma Jeane a la habitación contigua, un dormitorio. Era pequeño, tenía el techo y las paredes salpicados de manchas de humedad y una sola ventana con la agrietada y cochambrosa persiana bajada hasta la mitad. Allí estaban la cama de siempre, con la brillante aunque ligeramente deslustrada cabecera de bronce y las almohadas de pluma de ganso; el tocador de pino; una mesilla de noche, sobre la cual reposaban un montón de frascos de pastillas, revistas y libros en rústica y un cenicero desbordante de colillas sobre un ejemplar del Hollywood Tatler; más ropa desperdigada y en el suelo más cajas abiertas pero llenas; en la pared, junto a la cama, una chabacana reproducción de un fotograma sacado de The Hollywood Revue of 1929: Marie Dressler vestida con una diáfana bata blanca. Exaltada, respirando con agitación, Gladys observó cómo Norma Jeane miraba con nerviosismo a su alrededor. Porque ¿dónde estaba la persona «sorpresa»? ¿Escondida? ¿Debajo de la cama? ¿Dentro del armario? (Aunque no había ningún armario; sólo una cómoda de contrachapado situada contra una pared.) Una mosca solitaria pasó zumbando. Lo único que se veía por la ventana de la habitación era la pared tiznada del edificio adyacente. Mientras Norma Jeane se preguntaba ¿Dónde está?, ¿quién es?, Gladys le dio un golpecito entre los omóplatos. —NormaJeane, a veces juraría que eres medio ciega, además de…, bueno, medio tonta. ¿No lo ves? Abre los ojos y mira. Ese hombre es tu padre. Norma Jeane miró hacia donde señalaba Gladys. No era un hombre. Era el retrato de un hombre, colgado en la pared junto al espejo del tocador. 2 El día de mi sexto cumpleaños vi su cara por primera vez. ¡Y hasta aquel día no supe que tenía un padre! Un padre; igual que los demás niños. Siempre había pensado que su ausencia tenía que ver conmigo. Con algo malo, algo terrible, que había en mí. ¿Nadie me había hablado de ello antes? Ni mi madre, ni mi abuela, ni mi abuelo. Nadie. Sin embargo, jamás en esta vida vería su verdadera cara. Y moriría antes que él. 3 ebookelo.com - Página 21 —¿No crees que tu padre es muy guapo, Norma Jeane? La voz de Gladys, que a menudo era inexpresiva, monocorde o ligeramente burlona, sonó llena de ilusión, como la de una niña. Norma Jeane contempló en silencio al hombre que al parecer era su padre. Al hombre de la fotografía. Al que estaba en la pared, junto al espejo del tocador. ¿Papá? El cuerpo de la niña estaba caliente y tembloroso como un pulgar amputado. —Mira. Pero no, no debes tocarlo con esos dedos pringosos. Gladys descolgó el retrato de la pared con un ademán teatral. Norma Jeane notó que era una fotografía auténtica, satinada; no un cartel publicitario ni una página recortada de una revista. Con sus manos enguantadas, Gladys sujetó la foto a la altura de los ojos de Norma Jeane, aunque lo bastante lejos para que la niña no la tocara. ¡Como si ella hubiera querido tocarla! Como si no supiera, por experiencia, que no debía tocar las cosas especiales de Gladys. —¿Es… es mi padre? —Desde luego. Tienes sus seductores ojos azules. —Pero ¿dónde…? —Calla. Mira. Era una escena de película. Norma Jeane casi podía oír la emocionante música de fondo. Madre e hija contemplaron la fotografía durante largo rato. En un silencio reverencial, miraron al hombre del retrato enmarcado, al hombre de la foto, al hombre que era el padre de Norma Jeane, el hombre que era misteriosamente guapo, el hombre con brillantes y aceitosos mechones de cabello grueso y lacio, el hombre con un bigote fino como un lápiz sobre el labio superior, el hombre de pálidos y taimados párpados ligeramente caídos. El hombre con un esbozo de sonrisa en los carnosos labios, el hombre con un puño por barbilla, una prominente nariz aguileña y una hendidura en la mejilla que podía ser un hoyuelo, como los de Norma Jeane. O acaso una cicatriz. Era mayor que Gladys, pero no demasiado. Aparentaba unos treinta y cinco años. Tenía cara de actor y una expresión de fingido aplomo. Llevaba un sombrero de fieltro elegantemente inclinado sobre su altiva cabeza, una camisa blanca con el cuello más ancho de lo normal, como si luciera un disfraz de época. El hombre que a Norma Jeane le pareció que estaba a punto de hablar, aunque no lo hizo. Agucé el oído, pero era como si me hubiera quedado sorda. El corazón de Norma Jeane palpitaba con rapidez, como las alas de un colibrí. Y ruidosamente, llenando la habitación. Pero Gladys no se dio cuenta y no la riñó. Exaltada, contemplaba con añoranza al hombre de la fotografía, diciendo con voz cargada de emoción y fervor, como la de una cantante: ebookelo.com - Página 22 —Tu padre. Su nombre es precioso e importante, pero no puedo pronunciarlo. Ni siquiera Della lo conoce. Cree que sí, pero se equivoca. Y no debe enterarse. Ni siquiera debe saber que has visto esta foto. Verás, mi vida y la de él están llenas de complicaciones. Cuando tú naciste, tu padre estaba lejos; ahora también está muy lejos y temo por su seguridad. Es un hombre ávido de conocer mundo que en otros tiempos habría podido ser un guerrero. De hecho, ha arriesgado su vida por la causa de la democracia. En nuestros corazones, él y yo estamos casados, somos marido y mujer. Pero despreciamos las convenciones y no estamos dispuestos a someternos a ellas. «Os quiero a ti y a nuestra hija, y algún día regresaré a Los Ángeles a buscaros», prometió tu padre, Norma Jeane. Nos lo prometió a las dos. Gladys hizo una pausa y se humedeció los labios. Aunque le hablaba a Norma Jeane, parecía ajena a su presencia y mantenía la vista fija en la fotografía, que, según pensaba ella, reflejaba una luz quebradiza. Su piel estaba pegajosa y caliente y sus labios se veían hinchados, magullados incluso, bajo el intenso carmín rojo; sus manos enguantadas temblaban un poco. Más tarde, Norma Jeane recordaría que había intentado concentrarse en las palabras de su madre a pesar del rugido en sus oídos y de una profunda sensación de ansiedad en el vientre, como si necesitara ir urgentemente al lavabo, aunque no se había atrevido a hablar ni a moverse. —Tu padre estaba contratado por La Productora cuando nos conocimos, hace ocho años, al día siguiente del Domingo de Ramos. ¡Siempre lo recordaré! Era uno de los actores jóvenes más prometedores, pero a pesar de su talento natural y de su presencia escénica…, el propio señor Thalberg decía que era un segundo Valentino…, era demasiado indisciplinado, impaciente y cabeza loca para ser actor de cine. La belleza, el estilo y la personalidad no lo son todo, Norma Jeane, también hay que ser obediente. Hay que ser humilde. Hay que tragarse el orgullo y trabajar como un negro. A las mujeres nos resulta más fácil. Yo también estuve contratada como actriz durante un tiempo. Cuando era joven. Me trasladé a otro departamento por voluntad propia, porque comprendí que era imposible seguir. Él era un rebelde, naturalmente. Durante un tiempo hizo de doble de Chester Morris y Donald Reed, pero finalmente se despidió. «Entre mi alma y mi carrera, elijo mi alma», dijo. En su excitación, Gladys empezó a toser. Al toser parecía despedir un aroma más penetrante, mezclado con aquel ligero olor acre a limón que parecía impregnar su piel. Norma Jeane preguntó dónde estaba su padre. —Lejos, tonta —respondió Gladys con brusquedad—. Ya te lo he dicho. Su humor había cambiado, cosa que ocurría a menudo. La música de la película también cambió de súbito. Ahora era brusca y entrecortada, como las tempestuosas y crueles olas que rompían en la playa donde Della, agitada a causa de la «presión ebookelo.com - Página 23 arterial», caminaba sobre la compacta arena junto a Norma Jeane con el único fin de hacer «ejercicio». Jamás habría preguntado por qué. Por qué no me habían dicho nada hasta entonces. Por qué me lo decían ahora. Gladys volvió a colgar el retrato en la pared, pero ahora el clavo hundido en el yeso no era tan seguro como antes. La mosca solitaria continuó zumbando, chocando con obstinación y esperanza contra el cristal de la ventana. —Ahí está la maldita mosca, «zumbando a la hora de mi muerte» —dijo misteriosamente Gladys. A menudo decía cosas extrañas delante de Norma Jeane, aunque no necesariamente dirigidas a ella. Norma Jeane era más bien un testigo, una observadora privilegiada, como el espectador de cine, de cuya presencia los protagonistas de la película fingen no tener conocimiento o, de hecho, no lo tienen. Una vez que el clavo quedó fijo y pareció que ya no iba a caerse, hubo que cerciorarse de que el marco estuviera derecho. En estos menesteres domésticos Gladys era una perfeccionista y reñía a Norma Jeane si colgaba las toallas torcidas o dejaba los libros mal alineados en las estanterías. Cuando el hombre de la fotografía hubo recuperado su sitio junto al espejo del tocador, Gladys retrocedió unos pasos y se tranquilizó un poco. Norma Jeane siguió mirando la foto, abstraída. —Ése es tu padre. Pero es un secreto entre lasdos, Norma Jeane. De momento, lo único que necesitas saber es que está fuera. Pero algún día, pronto, regresará a Los Ángeles. Lo ha prometido. 4 Se dirá que mi infancia fue desdichada, desesperada, pero permitid que os diga que nunca fui infeliz. Siempre que tuviera a mi madre no sería desdichada; y un día también tuve a un padre a quien amar. ¡Y también estaba la abuela Della! La madre de la madre de Norma Jeane. Una corpulenta mujer de tez aceitunada, con cejas gruesas como cepillos y la sombra de un bigote en el labio superior. Della tenía una manera especial de aguardar en la puerta del apartamento o en el umbral del edificio: con las manos en las caderas como una jarra con dos asas. Los tenderos del barrio temían su ojo agudo y su lengua viperina. Era una gran admiradora de William S. Hart, el fabuloso tirador, y de Charlie Chaplin, el genio de la mímica, y se jactaba de pertenecer a una «raza de pioneros». Nacida en Kansas, con el tiempo se trasladó a Nevada y por fin al sur de California, donde conoció al hombre con el cual se casó, el padre de Gladys, que, según decía ella con tono de reproche, había sido gaseado en la batalla de Argonne en ebookelo.com - Página 24 1918. —Por lo menos está vivo. Una cosa que tenemos que agradecer al gobierno de Estados Unidos, ¿no? Sí; había un abuelo Monroe, el marido de Della. Vivía con ellas en el piso y Norma Jeane sabía que no la quería, pero en cierto modo el abuelo «no regía muy bien». Cuando le preguntaban por él, Della se encogía de hombros y decía: —Por lo menos está vivo. ¡La abuela Della! Un auténtico «personaje» en el barrio. Ella era la fuente de todo lo que Norma Jeane sabía, o creía saber, acerca de Gladys. Y el principal dato sobre Gladys era el principal misterio sobre Gladys: no podía ser una verdadera madre para Norma Jeane. Al menos por el momento. ¿Por qué no? —Que nadie me culpe —decía Gladys encendiendo con nerviosismo un cigarrillo —. Bastante me ha castigado ya Dios. ¿Castigado? ¿Cómo? Cuando Norma Jeane se atrevía a formular esa pregunta, Gladys parpadeaba con sus preciosos ojos azul pizarra inyectados en sangre, en los que siempre brillaba un velo húmedo. —Lo único que pido es que no me culpen, ¿vale? Después de lo que ha hecho Dios… ¿Entendido? Norma Jeane sonreía. Una sonrisa que indicaba que no entendía pero se contentaba con la respuesta. Sin embargo, todos parecían estar al tanto de que Gladys había tenido «otras niñas» —«dos niñas»— antes de dar a luz a Norma Jeane. Pero ¿dónde estaban? —Que nadie se atreva a culparme. Malditos seáis. Parecía un hecho que Gladys, pese a su aspecto juvenil a los treinta y un años, había tenido ya dos maridos. Era un hecho que ella misma reconocía con jovialidad, como un personaje de película que repite una frase cómica, que cambiaba de apellido con frecuencia. En una de sus numerosas anécdotas de madre agraviada, Della contaba que Gladys había nacido en 1902 en Hawthorne, Los Ángeles, y había sido bautizada con el nombre de Gladys Pearl Monroe. A los diecisiete años se había casado (en contra de los deseos de su madre) con un hombre llamado Baker, convirtiéndose así en la señora Gladys Baker, pero el matrimonio no había durado ni siquiera un año (¡desde luego!); se habían divorciado y Gladys se había casado con «Mortensen, el de los contadores» (¿el padre de las dos niñas desaparecidas?), pero el segundo matrimonio tampoco había funcionado (¡desde luego!). Y Mortensen, a Dios gracias, había desaparecido de la vida de Gladys. El problema era que Gladys todavía figuraba ebookelo.com - Página 25 como la señora Mortensen en algunos documentos que no había modificado ni modificaría, ya que todo lo que tuviera que ver con trámites y asuntos legales la aterrorizaba. Mortensen no era el padre de Norma Jeane, por supuesto, pero Gladys aún llevaba su apellido en el momento del nacimiento de la niña. Sin embargo —y éste era un detalle tan retorcido que enfurecía a Della—, el apellido de Norma Jeane era oficialmente Baker, en lugar de Mortensen. —¿Sabe por qué? —preguntaba Della a los vecinos o a cualquiera que estuviera escuchando tamaño disparate—. Porque Baker era el hombre a quien la loca de mi hija «odiaba menos» —proseguía poniéndose cada vez más furiosa—. Paso noches enteras en vela rezando por esta pobre niña, que tiene que estar totalmente confundida sobre quién es en realidad. Debería adoptarla yo y darle mi apellido, que es bueno, decente e intachable: Monroe. —Nadie va a adoptar a mi hijita —decía Gladys con vehemencia— mientras yo esté viva para impedirlo. Viva. Norma Jeane sabía lo importante que era permanecer viva. De modo que Norma Jeane Baker era el nombre oficial de Norma Jeane. Cuando tenía siete meses, la bautizó la célebre pastora evangelista Aimee Semple McPherson en su templo del Ángelus de la Iglesia Internacional del Evangelio Cuadrangular (a la que entonces pertenecía Della), y conservaría ese apellido hasta que se lo cambiara un hombre, un hombre que la convertiría en «su» esposa. Con el tiempo, volvería a cambiar de nombre por decisión de otros hombres. Hice lo que me exigían. Lo que me exigían era que permaneciera viva. En un insólito momento de intimidad maternal, Gladys comunicó a Norma Jeane que su nombre era especial: —Te puse «Norma» en honor a la gran Norma Talmadge y «Jeane» en honor a…, ¿a quién iba a ser?…, a la Harlow. Esos nombres no significaban nada para la niña, que sin embargo vio cómo Gladys temblaba al pronunciar cada sílaba. —Tú, Norma Jeane, serás una combinación de las dos. ¿Entiendes? Es tu destino. 5 —De modo que ya lo sabes, Norma Jeane. Era una revelación tan deslumbrante como el sol. Imponente como el dorso de una mano que empuña un látigo. La boca pintada de rojo de Gladys, tan parca en sonrisas, ahora sonreía. Su respiración era entrecortada, como si hubiera estado corriendo. —Has visto su cara. Has visto a tu verdadero padre, que no se llama Baker. Pero no debes decírselo a nadie. Ni siquiera a Della. ebookelo.com - Página 26 —S-sí, ma-madre. Entre las finas cejas depiladas de Gladys apareció una prominente arruga. —¿Cómo has dicho, Norma Jeane? —Sí, madre. —Eso está mejor. El tartamudeo continuaba en el interior de Norma Jeane, pero había pasado de su lengua al colibrí que era su corazón, donde pasaría inadvertido. En la cocina, Gladys se quitó uno de los elegantes guantes negros de malla y rozó con él el cuello de Norma Jeane, haciéndole cosquillas. ¡Qué día! Una bruma de felicidad como una cálida y húmeda neblina elevándose sobre la ciudad. Felicidad con cada inspiración. Gladys murmuró: —¡Feliz cumpleaños, Norma Jeane! —y luego—: ¿No te he dicho que éste sería un día especial para ti? Sonó el teléfono, pero Gladys sonrió para sí y no atendió. Las persianas de las ventanas estaban escrupulosamente bajadas hasta el alféizar. Gladys comentó que tenía vecinos «fisgones». Se había quitado el guante de la mano izquierda, pero no el de la derecha. Parecía haberlo olvidado. Norma Jeane notó que la ceñida malla del guante había dibujado pequeños diamantes en la piel ligeramente enrojecida de la mano izquierda. Gladys llevaba un vestido de crepé granate entallado, cuello alto y una falda acampanada que producía un susurrante frufrú cuando ella se movía. Era la primera vez que Norma Jeane veía ese vestido. Cada instante estaba cargado de significado. Cada instante, igual que cada latido del corazón, era una señal de advertencia. En la mesa situada bajo la arcada de la cocina, Gladys sirvió, en desportilladas tazas de café, zumo de uva para Norma Jeane y un «agua medicinal» de olor penetrante para ella. ¡La sorpresa era un pastel de cumpleaños para Norma Jeane! Cubierto de un glaseado de vainilla,con seis velitas rosadas y unas letras escritas con azúcar rosa que rezaban: FELIS CUMPLEAÑOS NORMAJEAN La visión del pastel y su delicioso aroma hicieron la boca agua a Norma Jeane. Pero Gladys estaba furiosa: —El muy imbécil del pastelero. Mira que escribir «feliz» y tu nombre con faltas de ortografía. Se lo dije. Con cierta dificultad y las manos temblorosas, aunque quizá temblara la estancia, o un profundo estrato de la tierra —en California nunca se sabe si un temblor es ebookelo.com - Página 27 «real» o la culpa la tiene «una misma»—, Gladys consiguió encender las seis velitas. La tarea de Norma Jeane consistía en soplar las pálidas y parpadeantes llamas. —Ahora debes pedir un deseo, Norma Jeane —dijo Gladys con solemnidad, y se inclinó de tal manera que prácticamente rozó la caliente cara de la niña—. Debes desear que ya sabes quién vuelva pronto con nosotras. ¡Adelante! Así que Norma Jeane cerró los ojos con fuerza, pidió ese deseo y apagó todas las velas menos una con un solo soplido. Gladys extinguió la que quedaba. —Eso es. Tan eficaz como una oración. Gladys rebuscó en el cajón y tardó un buen rato en encontrar un cuchillo adecuado para cortar el pastel. Finalmente sacó un «cuchillo de carnicero…, ¡no te asustes!», cuya larga hoja de metal brillaba con tanta intensidad como el sol sobre las olas de Venice Beach, lastimando la vista, aunque era imposible no mirarlo. Pero lo único que hizo Gladys con el cuchillo fue hundirlo en el pastel, con el entrecejo fruncido en un gesto de concentración, sujetando su enguantada mano derecha con la desnuda mano izquierda mientras cortaba grandes trozos para ambas. La tarta estaba ligeramente húmeda y pegajosa en el centro y las porciones rebasaban los bordes de los platillos de café que Gladys estaba usando como platos de postre. ¡Qué bueno! Aquel pastel sabía tan bien. Debo decir que nunca en mi vida he probado un pastel tan exquisito. Madre e hija comieron con avidez; era más de mediodía, y ninguna de las dos había desayunado. —Y ahora, Norma Jeane, tus regalos. El teléfono empezó a sonar otra vez, pero Gladys continuó sonriendo como si no lo oyera. Estaba explicando que no había tenido tiempo de envolver los regalos. El primero era una bonita rebeca rosa de hilo, tejida con ganchillo, con pequeñas rosas bordadas a modo de botones; una rebeca que debía de ser para una niña más pequeña, porque a Norma Jeane, que era menuda para su edad, le quedaba estrecha. Pero Gladys no pareció reparar en este detalle y alabó repetidamente la rebeca. —¿No es preciosa? ¡Pareces una princesita! Los demás regalos eran prendas menos llamativas: calcetines de algodón blancos y ropa interior (con la etiqueta del precio de un baratillo todavía pegada). Hacía muchos meses que Gladys no la proveía de estos artículos de primera necesidad; además, llevaba varias semanas de retraso en los pagos a Della, así que Norma Jeane pensó con entusiasmo que los regalos complacerían a su abuela. Dio las gracias a su madre, que chasqueó los dedos y respondió: —Esto es sólo el principio. Ven. Con un ademán teatral, Gladys condujo otra vez a Norma Jeane al dormitorio, donde el hombre de la fotografía ocupaba un lugar prominente en la pared, y abrió el cajón superior del tocador con aire provocativo. —Presto, Norma Jeane! Aquí hay algo para ti. ebookelo.com - Página 28 ¿Una muñeca? Norma Jeane se puso de puntillas y cogió con nerviosismo y torpeza una muñeca de pelo dorado, redondos y azules ojos de cristal y una boca como un pimpollo de rosa, mientras Gladys decía: —¿Recuerdas quién solía dormir aquí, en este cajón, Norma Jeane? —la niña negó con la cabeza—. No en este apartamento, sino en este cajón. En este mismo cajón. ¿No recuerdas quién dormía aquí? —Norma Jeane volvió a negar con la cabeza. Empezaba a inquietarse. Gladys la miraba con los ojos muy abiertos, como si imitara a la muñeca, aunque los ojos de la mujer eran de un azul desvaído y sus labios, de color rojo vivo. Rió y dijo—: Tú. Tú, Norma Jeane. ¡Tú dormías en este cajón! En aquellos tiempos era tan pobre que no podía permitirme comprar una cuna. Pero este cajón fue tu cuna cuando eras muy, muy pequeña; a nosotras nos bastaba, ¿verdad? La voz de Gladys sonaba estridente. Si la escena hubiera tenido un fondo musical, habría sido un rápido staccato. No, cabeceó Norma Jeane, y su cara se ensombreció, sus ojos se nublaron con un no-recuerdo, un no-recordaré, igual que no recordaba haber usado pañales ni lo mucho que les había costado a Gladys y a Della enseñarle a usar el orinal. Si hubiera tenido tiempo para examinar el primer cajón del tocador de pino y descubrir que podía cerrarse con un simple empujón, habría sentido náuseas, habría vuelto a experimentar la misma y angustiosa sensación de miedo en el vientre que la asaltaba cuando estaba en lo alto de una escalera, o al asomarse por una ventana situada a gran altura, o al correr demasiado cerca del agua cuando rompía una ola particularmente grande, porque ¿cómo era posible que ella, una niña de seis años, hubiera cabido alguna vez en un sitio tan pequeño? —y ¿acaso alguien habría cerrado el cajón para no oír su llanto?—, pero Norma Jeane no tuvo tiempo de pensar en eso porque ya estrechaba entre sus brazos a la muñeca de cumpleaños, la muñeca más bonita que había visto de cerca, tan hermosa como la Bella Durmiente de un libro ilustrado, con una rizada melena rubia que le llegaba a los hombros, sedosa como el cabello de verdad, más bonita que el pelo castaño claro de Norma Jeane y que la cabellera sintética de la mayoría de las muñecas. La muñeca llevaba un pequeño gorro de dormir de encaje y un camisón de franela con estampado de flores; su piel era lisa como la goma, suave, perfecta, y sus deditos estaban exquisitamente formados. ¡Y los piececillos calzados con escarpines de algodón blancos, atados con lazos rosas! Norma Jeane soltaba grititos de alegría y habría querido abrazar a su madre en señal de gratitud, pero la ostensible rigidez de Gladys le indicó que no debía tocarla. Gladys encendió un cigarrillo, exhaló el humo con deleite —fumaba Chesterfield, igual que Della (aunque la segunda opinaba que fumar era un vicio deplorable que demostraba una voluntad débil y estaba decidida a abandonarlo)— y dijo con voz provocativa: ebookelo.com - Página 29 —Me he tomado muchas molestias para conseguir este regalo, Norma Jeane. Espero que asumas la responsabilidad de tener una muñeca. Las palabras «la responsabilidad de tener una muñeca» quedaron misteriosamente suspendidas en el aire. ¡Cuánto amaría Norma Jeane a su muñeca rubia! Sería uno de los grandes amores de su infancia. Sin embargo, la inquietaba la evidente ausencia de huesos en los brazos y las piernas de la muñeca, la laxitud de las extremidades, que se sacudían de manera macabra. Si la tendía de espaldas, se despatarraba. —¿Có-cómo se llama, madre? —tartamudeó Norma Jeane. Gladys cogió un frasco de aspirinas, se puso unas cuantas en la palma de la mano y se las tragó a palo seco. Luego respondió con la altiva voz de la Harlow, arqueando sus depiladas cejas: —Eso depende de ti, pequeña. Es tuya. Cuánto se esforzó Norma Jeane por encontrar un nombre para la muñeca. Lo intentó, pero era como tartamudear con el pensamiento; no se le ocurría ninguno. Empezó a preocuparse y se llevó el pulgar a la boca. ¡Los nombres son tan importantes! Si no conoces el nombre de una persona, no puedes pensar en ella, y los demás también deben saber tu nombre; de lo contrario, ¿qué sería de ti? —¿Cómo se llama la mu-muñeca, madre? —gimoteó Norma Jeane—. Por favor. Más divertida que enfadada, o al menos eso parecía, Gladys gritó desde la otra habitación:—Diablos, llámala Norma Jeane. A veces es casi tan lista como tú. Te lo juro. Con tantas emociones, la niña estaba agotada. Era la hora de su siesta. Sin embargo, cuando la tarde declinaba hacia el ocaso, sonó el teléfono y Norma Jeane pensó con nerviosismo: ¿Por qué madre no lo coge? ¿Y si fuera padre? ¿O sabe que no es padre? Pero ¿cómo lo sabe, si es que lo sabe? En los cuentos de los hermanos Grimm que le leía Della ocurrían cosas que habrían podido ser sueños —cosas extrañas y aterradoras como sueños—, pero no lo eran. Deseabas despertar para escapar de ellas, pero no podías. ¡Qué sueño tenía! Estaba tan hambrienta que había comido demasiado pastel: era una cerdita que había comido tanto pastel de cumpleaños para desayunar que ahora sentía náuseas y le dolían los dientes. Tal vez Gladys hubiera puesto un poco de su extraña bebida incolora en el zumo de uva —«Sólo un dedo, para que te animes»—, por eso no conseguía mantener los ojos abiertos y su cabeza se bamboleaba sobre los hombros como si fuera de madera. En consecuencia, Gladys no tuvo más remedio que llevarla al caluroso, sofocante dormitorio; tenderla sobre la colcha de felpa de la desvencijada cama, donde no le gustaba mucho que durmiera; quitarle los zapatos y, ebookelo.com - Página 30 escrupulosa como siempre en estas cuestiones, poner una toalla bajo la cabeza de Norma Jeane: —Para que no babees en mi almohada. Norma Jeane reconoció la colcha de felpa anaranjada de sus visitas previas a otras residencias de su madre, aunque estaba descolorida, salpicada de quemaduras de cigarrillos y de misteriosos lamparones de óxido, o antiguas manchas de sangre. En la pared, junto al tocador, su padre la miraba desde arriba. Lo observó con los ojos entornados y murmuró: —Pa-papá. ¡Por primera vez! En su sexto cumpleaños. La primera vez que pronunciaba la palabra «pa-papá». Gladys había bajado la persiana hasta el alféizar, pero era una persiana vieja y agrietada que no podía impedir que se colara el feroz sol de la tarde. El cegador ojo de Dios. La ira de Dios. Aunque la abuela Della se había llevado una profunda decepción con Aimee Semple McPherson y la Iglesia del Evangelio Cuadrangular, todavía creía en lo que llamaba la Palabra de Dios, la Santa Biblia. «Es difícil de transmitir y somos prácticamente sordos ante su sabiduría, pero es lo único que tenemos.» (¿Era cierto? Gladys tenía sus propios libros y nunca mencionaba la Biblia. Ella sólo demostraba pasión y reverencia cuando hablaba de las Películas.) El sol había descendido en el cielo cuando a Norma Jeane la despertó el teléfono que sonaba en la habitación contigua. Era un sonido discordante, burlón, un sonido de furia adulta, de reproche masculino. Sé que estás ahí, Gladys, sé que oyes el teléfono; no puedes ocultarte. Hasta que por fin Gladys levantó el auricular y habló con voz aflautada y confusa, casi plañidera: —¡No, no puedo! Ya te he dicho que es el cumpleaños de mi hija y que quiero pasarlo a solas con ella —una pausa y luego, con tono más apremiante, entre sollozos y chillidos como los de un animal herido—: Sí que lo hice; te lo dije, tengo una niña, me da igual lo que pienses, soy una persona normal, una verdadera madre, te dije que había tenido hijos, soy una mujer normal y no quiero tu asqueroso dinero; no, te he dicho que no puedo verte esta noche, no te veré ni esta noche ni mañana por la noche, déjame en paz o te arrepentirás, si entras aquí con esa llave, llamaré a la policía, ¡cabrón! 6 El 1 de junio de 1926, cuando nací en el pabellón de beneficencia del Hospital General del Condado de Los Ángeles, mi madre no estaba allí. ¡Nadie sabía dónde estaba mi madre! Más tarde la encontraron escondida; se escandalizaron y la riñeron diciendo: ebookelo.com - Página 31 —Ha tenido un bebé precioso, señora Mortensen, ¿no quiere cogerlo en brazos? Es una niña y es la hora de amamantarla. Pero mi madre giró la cabeza y miró a la pared. Sus pechos secretaban una leche semejante a pus, pero no era para mí. Fue una desconocida, una enfermera, quien explicó a mi madre cómo cogerme en brazos y sujetarme. Cómo sostener la tierna cabecita de bebé con una mano y la espalda con la otra. ¿Y si se me cae? ¡No se le caerá! Es tan pesada y está tan caliente… Patalea. Es una niña normal y sana. Una belleza. ¡Mire qué ojos! En La Productora, donde Gladys Mortensen había estado empleada desde los diecinueve años, existían dos mundos: el que se ve con los ojos y el que se ve a través de la cámara. El primero no era nada; el segundo lo era todo. De modo que con el tiempo mi madre aprendió a mirarme a través del espejo. Aprendió incluso a sonreírme. (¡Aunque sin mirarme a los ojos! Eso nunca.) El espejo es como el objetivo de una cámara, algo a lo que casi puedes amar. Yo adoraba al padre de la niña. El nombre que me dio no existe. Me entregó doscientos veinticinco dólares y un número de teléfono PARA QUE ME DESHICIERA DE ELLA. ¿De verdad soy yo su madre? A veces lo dudo. Aprendimos a mirarnos a través del espejo. Yo tuve a la Amiga del Espejo en cuanto fui lo bastante mayor para mirar. Mi Amiga Mágica. Había pureza en esa experiencia. Nunca percibí mi cara ni mi cuerpo desde el interior (donde reinaba el aturdimiento, algo semejante al sueño), sino a través del espejo, donde todo era claro y preciso. De esa manera podía verme a mí misma. Gladys rió. Vaya, esta niña no es fea, ¿no? Supongo que me la quedaré. Era una decisión tomada de día en día. Nunca permanente. En la neblina de humo azul, me pasaban de una persona a otra. Tenía tres semanas de vida y estaba envuelta en una manta. ¡Ay, la cabeza! Ten cuidado, sujétale la cabeza con la mano, gritó una mujer con voz ebria. Otra mujer dijo: ¡Dios, cuánto humo hay aquí! ¿Dónde está Gladys? Los hombres miraban y sonreían. Es una niña, ¿eh? Ahí abajo es como un bolso de seda. Suaaave. Más adelante, en otra ocasión, uno de ellos ayudó a madre a bañarme. ¡Y después se bañaron ellos dos! Chillidos, risas, azulejos blancos. Charcos de agua en el suelo. Sales perfumadas. ¡El señor Eddy era rico! Tenía tres clubes nocturnos en Los Ángeles, donde las estrellas cenaban y bailaban. El señor Eddy estaba en la radio. El señor Eddy era un bromista que dejaba billetes de veinte dólares en sitios insólitos: en un cubo de hielo en la nevera, enrollado en el extremo de un estor, en una página ebookelo.com - Página 32 mutilada de la Pequeña antología de poesía estadounidense, pegado con celo bajo la mugrienta tapa del inodoro. La risa de madre era estridente y penetrante como un estallido de cristales. 7 —Pero primero tenemos que bañarte. La palabra «bañarte» emergió con lentitud y sensualidad. Gladys bebía el agua medicinal y estaba en condiciones de sentarse erguida. En el tocadiscos sonaba Mood Indigo. El pastel de cumpleaños había dejado pringosas las manos y la cara de Norma Jeane. Era ya casi la noche del sexto cumpleaños de Norma Jeane. Poco después oscurecería. En el diminuto cuarto de baño, el agua de los dos grifos se precipitaba ruidosamente en la vieja bañera con patas. La preciosa muñeca rubia observaba la escena desde lo alto del frigorífico. Con los cristalinos ojos muy abiertos y la boca de rosa siempre amagando una sonrisa. Si la sacudías, los ojos se abrían aún más. La boca de rosa no cambiaba nunca. ¡Los pequeños pies con los manchados escarpines blancos se abrían en un ángulo tan extraño! Tarareando y balanceándose, madre le enseñó la letra. You ain’t been blue No, no, no You ain’t been blue Till you’ve had that mood indigo.[1] Después madre se aburrió de la música y buscó un libro. Tenía muchos libros aún sin desembalar. Gladys había tomado clases de dicción en La Productora. A Norma Jeane le encantabaque le leyera, porque entonces estaba más tranquila. Nada de súbitas carcajadas, ni maldiciones, ni ataques de llanto. Dejaba todo eso para la música. Pero allí estaba ahora Gladys, con gesto solemne, hojeando la Pequeña antología de poesía estadounidense, que era su libro favorito. Con la cabeza y los estrechos hombros erguidos, como una actriz de cine, sujetando el libro en alto. Porque no podía detenerme para la Muerte, ella, amablemente, se detuvo por mí; en su coche no había nadie más que nosotros y la Inmortalidad. ebookelo.com - Página 33 Norma Jeane escuchaba con ansiedad. Cuando Gladys terminara de leer el poema, se volvería hacia ella con los ojos brillantes: —¿De qué habla, Norma Jeane? —y como la niña no lo sabría, ella diría—: Algún día, cuando tu madre no esté a tu lado para rescatarte, lo sabrás. Después serviría un poco más del fuerte líquido incoloro en la taza y bebería. Norma Jeane esperaba que leyera otros poemas, poemas con rima, poemas que pudiera entender, pero Gladys parecía haber terminado con la poesía por esa noche. Tampoco le leería párrafos de La máquina del tiempo ni de La guerra de los mundos —que eran «libros proféticos», «libros que pronto se harán realidad»—, como hacía de vez en cuando con voz trémula y vehemente. —Es la hora del baaaño. Era una escena de película. El agua que salía a borbotones de los grifos se mezclaba con una música casi audible. Gladys se inclinó sobre Norma Jeane para desnudarla, ¡pero Norma Jeane podía desnudarse sola! Había cumplido seis años. Gladys tenía prisa y le apartó las manos con brusquedad. —Qué vergüenza. Tienes pastel por todas partes. Esperaron a que la bañera se llenara, y fue una larga espera. Una bañera tan grande. Gladys se quitó el vestido de crepé, y al pasarlo por la cabeza su pelo se levantó en retorcidos copetes. Su pálida piel estaba resbaladiza a causa del sudor. No debía mirar el cuerpo de madre, que era un gran misterio: la piel blanca salpicada de pecas, los huesos prominentes, los pechos pequeños y prietos como puños que parecían querer escapar del sostén de encaje. Norma Jeane casi podía ver fuego en el cabello electrizado de Gladys. En sus húmedos y penetrantes ojos. Al otro lado de la ventana se oía el rumor del viento. Gladys decía que eran las voces de los muertos. Que querían entrar. —Meterse dentro de nosotros —explicaba—. Porque no hay suficientes cuerpos. En ningún momento de la historia ha habido suficiente vida. Y durante la Guerra, que tú no recuerdas porque todavía no habías nacido, pero yo sí, porque soy tu madre y vine a este mundo antes que tú, durante la Guerra murieron tantos hombres, mujeres e incluso niños, que hay una gran escasez de cuerpos, créeme. Todas esas almas muertas están deseando entrar. Norma Jeane se estremeció. ¿Entrar adónde? Gladys se paseaba de aquí para allí mientras esperaba a que se llenara la bañera. No estaba bebida ni drogada. Se había quitado el guante de la mano derecha, y ahora las dos delgadas manos estaban al descubierto, descamadas y llenas de manchas rojas; no quería admitir que la culpa era del trabajo en La Productora, donde a veces pasaba sesenta horas semanales, que los productos químicos atravesaban los guantes de látex y su piel los absorbía, sí, igual que su pelo, los propios folículos pilosos, y ebookelo.com - Página 34 los pulmones, ¡ah, se moría! ¡Estados Unidos la estaba matando! Cuando empezaba a toser, era incapaz de parar. Pero entonces ¿por qué fumaba? Bueno, en Hollywood todo el mundo fumaba, en las películas todo el mundo fumaba, el cigarrillo tranquilizaba los nervios, sí, pero Gladys marcaba el límite en la marihuana, lo que los periódicos llamaban «porros»; demonios, quería que Della supiera que ella no era ninguna drogadicta, ninguna yonqui, ninguna pendona, diablos, nunca lo había hecho por dinero, o casi nunca. Sólo durante las ocho semanas en las que se había quedado sin su empleo en La Productora. Después del Crac de 1929. —¿Sabes qué fue el Crac? —Norma Jeane negó con la cabeza. No. ¿Qué?—. Tú tenías tres años, pequeña, y yo estaba desesperada. Todo lo que hice lo hice por ti. Entonces cogió a Norma Jeane en brazos, en sus delgados y nervudos brazos, y dejó a la horrorizada niña, pataleando y manoteando, en el agua humeante. Norma Jeane gimoteaba, no se atrevía a gritar, ¡el agua estaba muy caliente!, ¡hirviendo!, la quemaba viva mientras caía del grifo que Gladys había olvidado cerrar; de hecho, había olvidado cerrar los dos grifos, como también había olvidado comprobar la temperatura del agua. Norma Jeane intentó salir de la bañera, pero Gladys la empujó. —Siéntate y quédate quieta. Esto es necesario. Yo también me meteré. ¿Dónde está el jabón? Sucia. Gladys dio la espalda a la sollozante Norma Jeane y rápidamente se quitó el resto de la ropa —la combinación, el sostén, las bragas— arrojándolo al suelo con afectación teatral, como una bailarina. Una vez desnuda, se metió en la antigua y amplia bañera con pies, resbaló, recuperó el equilibrio, y sumergió sus estrechas caderas en el agua, que tenía un fragante aroma a sales de gaulteria, sentándose de cara a la asustada niña, con las rodillas abiertas como para abrazar o proteger a esa misma niña a quien seis años antes había dado a luz en medio de un calvario de desesperación y recriminaciones —¿Dónde estás? ¿Por qué me has abandonado?— dirigidas al hombre que había sido su amante y cuyo nombre no revelaría ni siquiera durante los terribles dolores del parto. Qué incómodas, madre e hija sumergidas en esta bañera, con el agua rizándose en irregulares olas que rebasaban los bordes; Norma Jeane, empujada por la rodilla de su madre, se hundió en el agua, empezó a ahogarse y tosió, y Gladys la levantó rápidamente por los pelos, reprendiéndola: —¡Ya basta, Norma Jeane! ¡Para ya! Gladys cogió la pastilla de jabón y comenzó a enjabonarse las manos con fuerza. Era extraño que ella, que no soportaba que su hija la tocara, estuviera apretujada en la bañera con la niña; como también extraña era la expresión arrobada, extática, de su cara enrojecida por el calor. Norma Jeane volvió a protestar por la temperatura del agua, por favor, madre, estaba demasiado caliente, tanto que prácticamente no la sentía en la piel, pero Gladys respondió con intransigencia: ebookelo.com - Página 35 —Sí; tiene que estar caliente, porque estamos muy sucias. Por fuera y por dentro. Lejos, en otra habitación, amortiguado por el rumor del agua y por la severa voz de Gladys, se oyó el sonido de una llave girando en la cerradura. No era la primera vez. No sería la última. ebookelo.com - Página 36 Ciudad de arena 1 —¡Despierta, Norma Jeane! ¡Deprisa! La estación de los fuegos. Otoño de 1934. La voz, que era la de Gladys, estaba cargada de alarma y sentimiento. La noche olía a humo —¡a ceniza!—, un olor semejante al que despedía el incinerador de basura situado detrás del viejo edificio de apartamentos de Della Monroe en Venice Beach, pero no estaban en Venice Beach sino en Hollywood, en Highland Avenue, donde madre e hija vivían por fin solas, juntas las dos —como debe ser, hasta que la muerte nos lleve—, y se oía el ulular de las sirenas y apestaba a pelo quemado, a grasa quemándose en una sartén, a ropa húmeda imprudentemente chamuscada con la plancha. Había sido un error dejar la ventana abierta, pues el olor impregnaba la habitación: un olor sofocante, denso, un olor que hacía escocer los ojos igual que la arena arrastrada por el viento. Un olor parecido al que despedían las espirales del hornillo eléctrico cuando Gladys olvidaba quitar el hervidor del fuego y el agua se evaporaba por completo. Un olor como el de la ceniza de los cigarrillos permanentemente
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