Logo Studenta

1Mi obsesion - Angy Skay - Pedro Samuel

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Mi obsesión
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o
desaparecidas es pura coincidencia.
 
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en
cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).
Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
 
© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora
 
© Angy Skay 2020
© Editorial LxL 2020
www.editoriallxl.com
04240, Almería (España)
 
Primera edición: abril 2020
Composición: Editorial LxL
 
ISBN: 978-84-17160-56-2
 
 
 
Mi
obsesión
 
Vol.1
 
 
Angy Skay
 
 
 
 
 
 
 
 
 
A ti.
Gracias por creer en esta historia más que yo.
 
 
 
índice
 
AGRADECIMIENTOS
PRÓLOGO
1
ENMA
2
3
4
5
6
7
EDGAR
8
ENMA
9
10
11
12
13
14
15
EDGAR
16
ENMA
17
18
19
20
21
22
23
EDGAR
24
ENMA
25
EDGAR
26
ENMA
27
28
EDGAR
29
ENMA
30
31
EDGAR
32
ENMA
33
34
CONTINUARÁ…
BIOGRAFÍA DE LA AUTORA
Agradecimientos
 
 
Muy pocas personas saben lo que me ha costado terminar esta historia y
sacarla a la luz. Muy pocas saben lo que quería que fuese y lo que terminó
siendo.
A la madre que me parió, Merche, por ser tan persistente en que termine
todos mis proyectos, incluso los que más me cuestan. Te quiero tanto,
mamá, que no te haces una idea de lo que eres para mí.
A mi hermana, Patricia, que siempre será la que me impulsó como
nadie a lanzarme a aquella piscina con o sin agua. Eres una de las personas
más importantes de mi vida, nunca lo olvides.
A los tesoros de mis días: Bryan, Eidan, Freya y William. Perdonadme
por todo el tiempo que os quito. Ojalá algún día sepáis ver en mí lo que
muchos no creyeron.
A mi marido, Luis, por comprender que hay cosas que no pueden
esperar y momentos en los que necesito la soledad de mi casa, y por saber
dármelos sin rechistar. Te quiero, papito.
A mi mafia. Gracias, Ma Mcrae, por querer sacarme los ojos por dejarte
a medias, porque, aun sin saberlo, me pusiste una meta para terminar esta
historia. A Noelia Medina. Gracias por quererlos tanto, por entenderlos
tanto y, lo más importante, por hacerlos tuyos también de manera
desinteresada. Gracias por todas las veces que me hacéis reír a carcajada
limpia. No podéis llegar a imaginar lo que eso significa para mí.
A mi correctora, Carol Santana, porque nadie como tú sabe entenderme
y porque nadie como tú me sube la autoestima cada vez que coge entre sus
maravillosas manos uno de mis libros. Tú sí que tienes magia, nunca lo
olvides.
Y a ti, mi querido lector, que empezaste siendo un provocador, espero
que mi obsesión se convierta en la tuya. Gracias por todo lo que me dais.
Gracias por hacerme más fuerte.
 
Angy Skay
 
 
 
 
Prólogo
 
 
 
 
 
 
Esa fue la última vez que hablé de él.
El día en el que intenté olvidarme de su boca, de sus caricias, de su
carácter y de sus desquiciantes besos. O por lo menos hice lo posible para
que no volviese a suceder.
Él era quien me llevaba hasta el firmamento, el que me hacía tocar las
estrellas con la punta de mis dedos; ese a quien un día decidí que borraría
de mi mente a base de martillazos si era necesario. Porque una cosa tenía
clara: Edgar Warren solo se quería a sí mismo.
Y no me refería a que fuese un hombre malo, no, sino a que jamás sería
capaz de amarme como yo lo hacía. Porque estaba empezando a amarlo de
una forma desgarradora y bestial, igual que lo eran nuestros encuentros
fortuitos.
Edgar era un tipo duro, una persona que no se dejaba pisar por
cualquiera con facilidad, alguien temible y respetado. Pero en la
intimidad, conmigo, le gustaba que me adueñase de sus sentidos, que
mandara en él, cediéndome el control casi siempre. Y digo amante porque
estaba casado y tenía dos hijos con cinco años.
Eso a él no le importaba, y yo…, simplemente, era la otra; pensamiento
que en más de una ocasión me planteé. Si el no respetaba a su familia, ¿de
verdad creía que alguna vez lo dejaría todo por mí? La respuesta era
sencilla: no. No iba a hacerlo nunca. Y cometí, bajo mi estado de
enamoramiento hasta las trancas, el peor error de mi vida al ser consciente
de los sentimientos que florecían como una tormenta arrolladora dentro de
mi corazón. Me encantaba poder controlar su cuerpo a mi antojo cuando
nos veíamos, adoraba ser la que lo dominara.
Esa noche, después de un tiempo, me di cuenta de lo que podía llegar a
gustarme estar a su maldito lado, ser su sumisa hasta desfallecer si me lo
pedía y dejar que guiara todos mis pasos hasta que el sol asomara por la
ventana de mi dormitorio. Y ese fue otro de los fallos más grandes que
cometí, porque una vez que crees que estás anulada por completo, es muy
difícil dar marcha atrás. Y lo peor es cuando te sientes vacía, como a mí
me pasó. Porque tenía claro que jamás encontraría a otro Edgar Warren.
Pero, ahora, centrémonos en aquella noche.
 
 
Toqué mis dedos entre sí por detrás de la silla. La cuerda no raspaba, y su
tacto era tan suave que me pedía ser acariciada sin descanso. Tenía las
muñecas cogidas con fuerza al respaldo, y mis ojos, tapados con un antifaz
que desprendía un olor excesivo a cuero. Notaba cómo mi pecho subía y
bajaba por la incertidumbre de no saber dónde se encontraba él.
Acabábamos de asistir a una de las enormes fiestas que Edgar
organizaba en su mansión, donde la gran mayoría de los trabajadores de
Waris Luk habían asistido gracias a la invitación del jefe para celebrar un
nuevo comienzo por los futuros proyectos de la empresa. Era la típica
fiesta en la que el alcohol volaba de un lado a otro. Las drogas, aunque no
querían que las viésemos, también. Se respiraba tanto dinero en el
ambiente que, en un determinado momento de la noche, decidí marcharme
porque no lo aguantaba más. Había nacido en una familia humilde, que se
buscaba la vida y luchaba día a día por llenar la nevera de su casa, y ver
aquel despilfarro de dinero me superaba con creces. La sorpresa vino
cuando, al salir por el enorme jardín que rodeaba la vivienda, una gran
mano me sujetó con fuerza la muñeca. Al girarme, me di cuenta de que el
jefe no se quedó solo en eso, sino que me contempló con sus fieros ojos
cargados de promesas y lujuria.
Ahora, subyugada a su merced en la silla y a la espera de que regresase,
con solo recordar el deseo en su mirada, mi vientre me dio un pinchazo tan
doloroso que incluso me quemó y me encendió como una hoguera.
Escuché sus pasos en la lejanía, indicio inequívoco de que no estaba allí
conmigo en el salón. Sin embargo, segundos después, oí la cremallera de
su pantalón. Su caro perfume impactó contra mis fosas nasales,
ocasionando que un leve mareo se apoderara de mí. Solté un jadeo
ahogado y entreabrí los labios para dejar escapar el aire que no llegaba con
suficiente fuerza a mis pulmones.
Sentí su gran mano posarse sobre mi pelo. Tiró con ímpetu hacia atrás,
creando así una larga coleta que me rozaba la cintura. Cuando llegó al final
de esta, la sujetó con fuerza, haciendo que mi cabeza se fuese en la misma
dirección. Su boca se posó en mi cuello y repartió pequeños mordiscos que
rozaban lo doloroso. Y me gustaba… Más que eso, me encantaba.
Un pequeño gemido salió de mi garganta. Se detuvo durante unos
segundos, en los que escuché como decía:
—Shhh… O tendré que amordazarte.
Y esa última palabra ocasionó que mi cuerpo desnudo se tensara de pies
a cabeza.
Siguió con su reguero de mordiscos hasta llegara mis pezones, donde
se entretuvo haciéndolos sufrir con sus dientes y constantes pellizcos.
Reaccionaron a su tacto poniéndose duros como una piedra, y me dolieron
de lo erectos que estaban. Bajó su dedo por mi boca y se detuvo en mi
labio inferior para tirar de él hacia abajo. Noté la punta de su glande
húmedo recorrer mi garganta, hasta que se posó en mi boca, donde acentuó
unos círculos lentos y precisos. Con parsimonia, fue aplastándolo contra
mis labios, y deseosa, los abrí para recibirlo.
—No.
Su voz firme y tajante resonó en la estancia como el rugido de un león,
y eso provocó que mis instintos desearan arrepentirse de haber dejado que
él tomara el mando esa vez.
El mando sin poder poner objeción a nada.
Sus manos bajaron por mi pecho y descendieron con una cadencia
aplastante hasta llegar a la abertura de mi sexo. Escuché que respiró con
dificultad cuando su dedo pasó varias veces por ella, para después tocar mi
botón y presionarlo con una fuerza desmedida.
Si algo tenía Edgar, era que podía hacer perder la cabeza a cualquiera
con una simple mirada de esos ojos tan azules como el océano; su porte,
elegante y sensual, con aires de grandeza; su rostro, con un mentón fuerte
y cuadrado junto a una barba perfectamente recortada, y su cuerpo
bronceado, tan duro como el acero, tan terso que añoraba a cada instante
poder rozar cualquier parte de esos casi dos imponentes metros de altura,
aunque solo fuese por un instante. Era perfecto, pero a la vez estaba tan
maldito que ni él mismo era consciente de ello.
Introdujo un dedo en mi sexo y se empapó por completo de la humedad
chorreante que albergaba, para después abandonarlo y dejarme frustrada.
Todos mis sentidos estaban alerta, y fue entonces cuando supe que se había
puesto de pie. Apoyó las manos en el respaldar de la silla, a ambos lados
de mis hombros, y se quedó inclinado muy cerca de mi rostro. Sentía en
mi cara su respiración y ese particular olor a hombre sexy y demoledor que
siempre llevaba con él.
El mismo dedo que había introducido en mí lo llevó a mi boca. Lo
movió en círculos y lo chupé hasta saciarme. Un rugido salió de su
garganta cuando vio tal énfasis, y en menos de lo que esperaba, lo sacó
para sustituirlo por su grueso y amplio miembro. Dio un golpe en mis
labios, indicándome que podía continuar, y así hice. Los abrí con unas
ganas desbordantes de saborearlo. Paseé mi lengua por su hinchada cabeza
y descendí hasta llegar a sus testículos, los cuales embadurné durante un
rato con mi saliva hasta oír cómo perdía los papeles lamida tras lamida.
Pero no podía engañarme; él tenía el control y aguantaría lo que fuese
necesario.
Me acostumbré a su longitud poco a poco, y él se perdió en un abismo
de sensaciones mientras se la chupaba con maestría. Sujetó mi cabeza y
presionó hasta el final, soltando pequeños gruñidos desde lo más profundo
de su garganta. Deseaba poder quitarme el antifaz de los ojos para verlo. Y
pareció escucharme, pues se deshizo de él con rapidez. Pero necesitaba
mis manos para tocarlo hasta que perdiera la poca cordura que tenía. Sus
impresionantes ojos me atravesaron, fundiendo su azul cristalino con el
mío destellante, diciéndonos tantas cosas y deseando otras tantas que no
tendríamos noche para llevarlas a cabo.
Se apartó ligeramente de mí y se situó detrás de mi cuerpo. Noté que las
cuerdas se aflojaban y pensé que me soltaría al fin. Aunque nada más lejos
de la realidad, pues no me dejaría tocarlo; el juego continuaba, para mi
desolación. Se colocó en la posición anterior y me quedé encajada entre su
miembro, ya tapado, y la silla. Elevó mis manos con destreza y las subió
hasta dejarlas en alto para terminar de apretar las cuerdas.
Sabía que no podía hacerlo, pero la necesidad de pasear mis manos por
su espeso cabello negro, por su hermosa barba, por su fuerte pecho, estaba
ganando la batalla. Las ganas estaban pudiendo conmigo, y de nuevo me
arrepentí de estar en la maldita silla y de aquel maldito juego. Restregué
mi nariz por su vientre, aspirando su olor por un instante, y se movió hacia
atrás gruñendo, como solía hacer siempre.
—Enma, no.
Mi nombre en sus labios sonó a amenaza; una amenaza terrible y
tentadora que no pude sostener. Me arriesgué a ser una impertinente y no
lo obedecí. Descendí mis manos atadas con rapidez, tanta que se le
escaparon de las suyas, y las paseé por su piel hasta llegar a su abultada
erección, que, en silencio, pedía a gritos ser liberada. Me levanté como un
huracán, posé mis dedos en su pecho y serpenteé por él a toda prisa.
Necesitaba acariciarlo.
Esa vez no dijo nada. Se apartó veloz, sujetó mis manos con una de las
suyas y me giró con brusquedad, de manera que quedé de cara a la silla.
Las ató con fuerza para impedir que me soltase y colocó una de mis
rodillas en el asiento. Por último, tiró de mis caderas con rudeza y
desesperación hacia atrás.
—Mal, nena, mal —me reprendió con tono mordaz.
—Edgar… —musité, llena de deseo.
De repente, desapareció de detrás de mi espalda, pero segundos después
noté su piel junto a la mía. Una piel suave, perturbadora y apetecible, la
cual deseaba que se rozara conmigo hasta desfallecer. Supe que estaba
desnudo porque su erección golpeó mi trasero con esmero. Sus manos
rozaron mi pelo, y una mordaza —efectivamente, tal y como me había
dicho antes— se colocó en mi boca con agilidad. La mordí con una sonrisa
que él notó y apreté mis dientes. Iba a ser duro, lo veía venir.
Antes de introducirse en el fondo de mis entrañas, le dio tal palmetazo a
mi cachete que como mínimo me dejaría marca durante unos días. Pero
eso no era suficiente para mí después de todo lo que había visto y vivido
con él. Necesitaba más. Contoneé mi trasero para que supiera lo que estaba
buscando, y no tardó en coger la indirecta. Otra fuerte cachetada resonó en
la austera habitación cuando me golpeó en el mismo lugar. El placentero
picor me hizo cerrar los ojos. Durante un largo rato perdí la cuenta, y dejé
de sentirlas por lo acostumbrada que estaba la zona afectada a recibir
aquellos impactos en mi piel.
Me penetró de una manera tan bestial que la silla se movió unos
milímetros. Con una de sus manos me agarró la pierna que mantenía
flexionada, y con la otra sujetó con firmeza mi cadera, clavando sus ágiles
dedos en ella hasta casi hundirlos en mi cuerpo. Me movió a una velocidad
de vértigo. Sus embestidas eran extremadamente salvajes. Mis pechos
tocaban el respaldo de la silla con golpes rudos y secos. Intenté sujetarme
a la madera, pero con el nudo que había creado alrededor de mis muñecas
me fue imposible.
Mientras bombeaba como un demente, maltratando mi sexo de tal
manera que creí que moriría de placer, me permití pensar en varias cosas.
¿Qué futuro podría tener con él? Estaba el tema de su familia, que, en
cierto modo, era una de las cosas más importantes. Pero también debía ser
consciente de que nuestros encuentros solo se reducían a cosas del trabajo
—dado que era mi jefe en Waris Luk, la cadena de cruceros más conocida
de Europa— y a las veces que follábamos como locos en cualquier parte.
Daba igual si era en su despacho, en mi casa o incluso en el aparcamiento
de la empresa. Y lo peor de toda esa situación era que mi pecho
comenzaba a quemar cuando lo veía, indicándome que un sentimiento tan
profundo como el amor estaba naciendo dentro de él.
Tuve que abandonar mi reflexión cuando un terrible orgasmo se
apoderó de mí sin darme unos minutos para procesar lo que estaba
ocurriendo. Seguía como un loco pujando, rasgándome el alma. Los rudos
y continuos palmetazos impactaban en la zona contraria de mi trasero
dolorido; sensación que no despreciaba, puesto que me llevaba hasta
límites insospechables de placer.
Después de un intenso rato en el que nuestros cuerpos no se separaron y
Edgar no me permitió tocarlo bajo ningún concepto, terminamos
satisfechos y rendidos. Desató los nudos de mis muñecas con tanta
delicadeza que me quedé hipnotizada mientras se afanaba por deshacerse
de ellos y dirigirme a la cama. Al tumbarnos, contemplé su rostrotranquilo cuando cerró los ojos durante unos instantes. Grabé en mi retina
a fuego lento cada facción suya: su fuerte y perfilado mentón; sus grandes
ojos, que te arrastraban a un abismo con tan solo mirarlos aunque
estuviesen cerrados; su pequeña nariz y sus carnosos y llamativos labios,
que me pedían a gritos que los devorara de nuevo, y aquel cabello moreno,
tan oscuro como el azabache, donde deseaba enterrar mis dedos hasta
saciarme.
En ese momento, me di cuenta de una sola cosa: no podía volver a verlo
nunca más.
Enma
 
 
 
Dos años después
 
—¡Jane! ¡Jane! Como te hagas daño, ¡tus padres me matan! —le grité,
dejándome la garganta.
Maldita fuera la hora en la que decidí quedarme con la renacuaja de
Katrina y Joan, mis mejores amigos. Solo se me ocurría a mí, sabiendo lo
terremoto que era, decirles que se marchasen a cenar, que yo cuidaba de
mi sobrina postiza. ¡Me cagaba en la leche!
—Nooo acha ada —me contestó en su media lengua, como si supiese
perfectamente lo que estaba hablando.
Tenía que intuir, según su idioma, que no pasaba nada, como si ella
fuera consciente de que subirse sobre la mesa del salón no implicaba
peligro alguno. Bufé con desesperación y di grandes zancadas hasta llegar
a ella. La sujeté por la cintura y la deposité en el suelo mientras se
dedicaba a patalear como una poseída y mi cabello rubio se estampaba en
ambos lados de mi rostro al intentar sostenerla en mis brazos.
—¡Jane! ¡No estamos haciendo natación!
—¡Étameee!
—¡No voy a soltarte! —la advertí tajante.
No podía llegar a comprender cómo siendo tan pequeña era tan lista y
loca. El teléfono sonó y, sin soltarla de mis brazos, me dirigí a la encimera
de la cocina.
—¿Sí? —pregunté con brusquedad una vez que descolgué.
—Menudo humor. —Se rieron al otro lado de la línea.
—Mira, Susan, como te rías otra vez, te mando a tu sobrina en un
paquete con un lazo —le espeté, mirando a la pequeña lagartija.
Ella puso morritos de esos que te dan ganas de comértelos a bocados y
tuve que sonreír.
—¡Oh, vamos! No seas tan exagerada. Si es un amor de niña… —se
recochineó su verdadera tía.
—¡Y una porra! —Se carcajeó a mi costa—. ¿Para qué me llamas,
bonita?
—Tienes un genio que es imposible decir que no eres española.
—Y tú tienes un pavo que es imposible decir que no eres inglesa —la
piqué.
Pero ella, como hacía siempre, volvió a reírse. Nunca imaginé que una
persona como Susan —por lo menos cuando la conocí junto con toda la
historia de Katrina, Joan y Kylian[1]— fuese a ser tan risueña en
comparación con cómo se mostraba por aquel entonces.
—Te llamaba porque mañana tenemos una reunión con uno de los
directivos de la cadena Lincón. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, claro. ¿De qué se trata?
 
 
—Han concertado un viaje para varias agencias y entre ellas estamos
nosotras. Lo típico: ver los nuevos trasatlánticos y sus instalaciones. Ya
sabes, unas minivacaciones de una semana.
Hacía dos años que mi vida cambió de manera radical. Me compré un
diminuto apartamento en un pueblo de Mánchester, nada que ver con el
piso que tenía antes en el centro de la ciudad, supergrande y con una
orientación que muchos envidiaban. Había pasado del lujo a algo mucho
más discreto y, sobre todo, pequeño. Me fui del trabajo sin firmar siquiera
el finiquito, y dejé una carta sobre la mesa del despacho de mi jefe, Edgar
Warren, donde me despedía de la empresa por voluntad propia. Ese mismo
día me trasladé a la casa de Katrina, donde guardaba la mudanza
esperando a que me dieran las llaves de mi nuevo hogar, y a las dos
semanas me mudé. Cambié mi número de teléfono y no volví a saber nada
ni de mis compañeros de trabajo. Si alguien se enteraba de mi paradero,
estaba segura de que Edgar vendría en mi búsqueda, y eso era lo que
intentaba evitar a toda costa.
—¿Iremos las dos? —le pregunté sin apartar los ojos de Jane, que
intentaba escapar de mis brazos.
—No creo. Recuerda que tenemos pendientes varios viajes y vendrán a
por los papeles dentro de tres días.
—¿Y cuándo se supone que debo marcharme? —me interesé.
—Pasado mañana.
—¡¿Pasado mañana?! ¿Y avisan con tan poco tiempo? —me extrañé.
—Sí, hija, ha sido todo deprisa y corriendo. Quieren lanzar las ofertas
para noviembre, y si no terminan de cerrar los trámites, es imposible que
lleguen para las campañas navideñas.
—Bien, entonces, mañana pasaré para que me des los datos y volveré a
casa a preparar la maleta.
—¡Genial! Pues nos vemos mañana, jefa.
Un año y medio más tarde, decidí montar mi propia agencia de viajes,
llamada Garlys. No era de las más reconocidas en Mánchester, pero a mí
me bastaba para poder sobrevivir y pagarle a Susan, la hermana de Joan,
que comenzó a trabajar conmigo el mismo día de la inauguración.
Enfoqué toda mi atención en la niña, quien, curiosamente, se había
calmado en mis brazos.
—Bueno, Jane, ¿quieres que juguemos a algo? ¿O vemos una peli en el
sofá con un cubo de palomitas de colores?
Alzó una ceja con picardía y moví las mías con énfasis al ver el brillo
en sus ojos. La niña aplaudió, y yo me volví loca de contenta al saber que
¡por fin! podría sentarme en el sofá durante un rato.
No supe cuánto tiempo pasó hasta que escuché el timbre de casa. Abrí
los ojos, pegados por el sueño, y miré a Jane, que descansaba
tranquilamente apoyada en mi pecho. La separé un poco, la dejé tumbada y
me levanté. Observé mi reloj: la una de la mañana. Debía ser Katrina.
En efecto, no me equivoqué cuando abrí y me encontré a un radiante
matrimonio que, con el paso de los días, evolucionaba y se profesaba el
amor que sentían el uno por el otro.
—¡Hombre, la parejita del año! —susurré, en broma, para no despertar
a Jane.
Joan se rio y Katrina depositó un beso en mi mejilla. Entraron. Su
fabuloso padre se acercó a ella sin hacer ruido, la estrechó entre sus
enormes brazos y, por último, le dio un pequeño beso en su cabecita.
—¿Cómo se ha portado? —me preguntó Katrina.
—¡Bien! —le contesté con mucha euforia—. Ya sabes cómo es. —Le
guiñé un ojo.
—No sabes cómo te lo agradezco, Enma.
—No tienes que hacerlo, para eso están las amigas. Además, lo más
seguro es que me quede como la tía de los gatos. Mejor que por lo menos
mis sobrinos vengan a verme. —Hice una mueca graciosa.
—No creo que termines quedándote como tal. El problema es que
tampoco lo buscas. —Joan rio.
—Agh. —Hice un movimiento con la mano, dándole a entender que no
me importaba, y ambos sonrieron.
—Buenas noches —se despidió Katrina.
Sonreí y les dije adiós. Di la vuelta sobre mis talones para dirigirme a
mi dormitorio. Tras quitarme el reloj, lo metí en el joyero que tenía en la
cómoda. En ese momento, un fino collar llamó mi atención al asomar por
él. Dejé que se escurriera entre mis dedos, y allí estaba.
—Debería haberme deshecho de ti hace mucho tiempo… —murmuré,
mirándolo.
El collar que Edgar me regaló con su inicial apareció para llevarse otra
noche de sufrimiento; una en las que me era imposible conciliar el sueño,
pensando en todas las veces que lo había echado de menos durante
tantísimo tiempo, y ahora que por fin había conseguido pasar página de
verdad, aparecía como si nada. Siempre dije que la inicial que llevaba era
por mi nombre, sin embargo, aunque él nunca me lo dijo, sabía de sobra
que esa E significaba la posesión que tenía sobre mí. No era por Enma,
sino por Edgar.
—Mañana te irás de mi vida para siempre —musité perdida.
Estaba claro, al día siguiente lo tiraría, aunque le hubiese costado una
pequeña fortuna.
Me levanté a la misma hora de todos los días para ir a abrir la agencia.
Cuando terminé de vestirme, cogí mi bolso junto con la agenda que siempre
me acompañaba y salí disparada hacia mi pequeño coche. No era mucha
cosa. Además, siempre había sido una persona de bienes materiales
normales, y aunque en un tiempo sí pude permitirme aquellos caprichos
como comprarme un coche de alta gama, no lo quería. Mi chatarrilla, como
yo la llamaba, era estupenda para una sola persona.
—¡Hola, hola! —saludé con efusividad a Susan.
—Buenos días, ¿quieres un café?
Me enseñó lataza y no pude evitar arrugar el entrecejo cuando la
levantó.
—¿Café solo? ¿Desde cuándo tomas café solo? ¡Si lo odias! —me
extrañé.
—Ufff —bufó, y después comenzó a soplarlo.
—Anoche estuviste de juerga —evidencié.
—Sí. —Sonrió—. Kylian me invitó a cenar, y después nos dieron las
mil y pico tomándonos una copa. —Movió su cucharilla con nerviosismo,
observando su contenido. Me crucé de brazos en silencio, esperando a que
alzase su rostro y me mirase. Al hacerlo, frunció el ceño al no saber el
motivo de mi inspección—. ¿Qué pasa?
—Susan… —Resoplé y tiré de la silla hacia atrás para sentarme frente a
ella—. Sabes que estás jugando con fuego, ¿verdad?
—¡Y dale! ¡Que yo no estoy jugando a nada!
—No me vengas con tonterías. No me trago tus cuentos, y lo sabes.
¿Cuánto va a durarte el tonteo con Kylian? —La señalé.
Desde que abrí la agencia y ella entró a trabajar, el trato que creamos
fue increíble, dando paso a una amistad verdadera, y lo que menos quería
era que sufriese por amor. De eso, yo sabía un poco.
—Enma —dejó su café y extendió su mano en mi dirección para
tocarme—, te juro que no nos hemos acostado. —Negó con la cabeza,
intentando apartar ese pensamiento de su mente—. ¡Es que no nos hemos
ni besado! Tenemos una buena relación: quedamos, nos contamos nuestras
cosas y después cada uno se marcha a su casa —terminó con hastío.
Asentí sin convencimiento, para después descruzar mis brazos y
apuntarla con el dedo.
—Muy bien. Pero que sepas que el problema no está en acostarse o no
con alguien, sino en que sé que tus sentimientos hacia él son diferentes,
aunque no lo admitas. Y recuerda —volví a señalarla con más énfasis y me
levanté de la silla para marcharme a mi despacho— que lleva tu misma
sangre.
—No del todo… —murmuró, intentando que no la oyese cuando me
giré.
Me di la vuelta y la fulminé de un solo vistazo.
—¡Es tu hermanastro! —Elevé los brazos al techo.
Ella rio y negó con la cabeza a la vez.
—Lo sé, por eso mismo no debes preocuparte. No ocurrirá nada.
Asentí. Sin embargo, en el fondo sabía que el día menos pensado se
buscaría un buen lío; o, mejor dicho, se buscarían. Porque cuando ella no
lo llamaba, lo hacía él.
—Aquí tienes todos los papeles del viaje. El recorrido es por Italia.
Espero que lo pases bien. —Sonrió.
Los ojeé de uno en uno.
—¿Sabemos cuánta gente va? —me interesé.
—Sí, sobre unas dos mil personas.
—O sea, que va vacío relativamente.
—Casi. Es una inspección, por así decirlo, con las agencias más
relevantes y demás. Lo de siempre con esta compañía.
—Perfecto.
—Aquí detrás —me indicó la última hoja— vienen también los
invitados de la competencia. Ya sabes que esto es un «A ver quién mea
más qué yo». Irán bastantes cadenas. Es una oportunidad para que saludes
a los directivos.
El corazón se me paralizó como hacía mucho tiempo que no ocurría.
Revisé la lista, desesperada, rezando para mis adentros por no encontrarme
el nombre de la persona a la que juré que nunca más volvería a ver, y
como si Susan hubiese leído mi pensamiento, dijo:
—Waris Luk está en la lista.
Por no decir: «Edgar Warren está en la lista».
 
 
El día llegó, y a las dos de la tarde estaba con el gran maletón turquesa y la
bolsa de mano —que más bien era otra maleta pero en pequeño— en el
puerto de Barcelona. Dirigí mis pasos hacia los controles que había antes
de entrar y llegué al final de la estancia, donde un gran photocall se alzaba
para todas las personas del barco. Algunos venían con la familia al
completo, y yo, como de costumbre, iba sola.
Avancé por delante de los fotógrafos y de la gente que esperaba la cola
y escuché que uno de ellos me llamaba:
—Señorita, ¿no quiere un recuerdo?
Me giré en dirección a la voz y negué con la cabeza, dándole las gracias
en silencio. Cuando estuve a punto de continuar con mi paso, una mano
firme me sujetó de la cintura, girándome.
—¡Hola, hola! —me saludó con euforia.
—¡¡Luke!!
Nos fundimos en un gran abrazo lleno de risas. Antes de despegarnos,
observé que estaba más fuerte de lo que recordaba. Verlo allí fue un soplo
de aire fresco que necesitaba para afrontar aquel viaje. El apasionante
Luke Evanks, amigo y confidente en algunos casos, había aparecido de la
nada provocándome la mayor sorpresa que habría podido imaginar.
Analicé su esculpido cuerpo durante unos segundos, dándole un repaso que
el agradeció con media sonrisa en sus bonitos y finos labios mientras me
atravesaba con aquellos ojos tan oscuros como la noche. Elevé mi rostro
para poder mirarlo mejor, pues era bastante más alto que yo.
—¡Vaya! Estás machacándote bien, ¿eh? —lo halagué, tocando su
brazo.
—En algo tendré que invertir las vacaciones.
Alcé una ceja de forma interrogante, pero no le pregunté por el motivo
en cuestión. Imaginé que ya me lo contaría con más tranquilidad.
—Vamos, hagámonos una foto de recuerdo. Hace dos años que no te
veo. —Me guiñó un ojo, sin borrar esa espectacular sonrisa que siempre
poseía.
Reí. Con su mano en mi cintura, nos dirigimos hacia el dichoso
photocall, donde el fotógrafo sonrió por haberlo conseguido de una
manera u otra. Segundos después accedimos al puerto, y no pude evitar
soltar un murmuro de sorpresa:
—Madre mía… No sé si habrá alguno que pueda superarlo.
—Ejem… —carraspeó—, gracias. —Me miró mal.
—No digo que los tuyos sean malos, pero esto… —musité anonadada.
—Es una enorme máquina, las cosas como son.
Luke también tenía una cadena de cruceros, llamada Evanks, que más o
menos se creó a la misma vez que las del señor Lincón, el dueño del gran
trasatlántico que teníamos delante. A Luke lo conocí cuando trabajaba
para Waris Luk, con Edgar, quien en ciertas ocasiones programaba viajes a
medias con su empresa.
Sin palabras, admiré cada detalle del barco. Sus catorce plantas
ocasionaron que una especie de vértigo se apoderase de mí, y tuve que
bajar la vista para no marearme. Era de color blanco, con algunos adornos
en las líneas que separaban las plantas de color naranja, y toda la cubierta
era de un azul tan intenso como el mar de noche.
—No es apto para cardíacos —me aseguró con una sonrisa de oreja a
oreja.
—No, desde luego que no lo es —le respondí de la misma forma.
—¿Vamos?
Extendió su mano para que pasase delante de él y así lo hice,
mostrándole un gesto de agradecimiento. Él solo llevaba una simple
maleta de mano pequeña. Le lancé un vistazo a mi gran equipaje, haciendo
una mueca con los labios.
—Me da la sensación de que he venido para quedarme más de una
semana —musité con desgana.
—No te fijes en mi maleta. Cabe más de lo que te imaginas.
En la entrada, dos hombres de la tripulación escanearon nuestros
equipajes y después pasaron el detector por los papeles con el código de
acceso que nos habían facilitado. Un hermoso vestidor con una
iluminación bestial se abrió paso ante nuestras miradas sorprendidas. Me
dio tiempo a contar siete ascensores que tardaban dos segundos en llenarse
hasta las trancas, y frente a ellos, una gran escalera tan ancha que podrían
caber quince personas de lado, como mínimo. Los suelos estaban cubiertos
de una moqueta de color rojo, con una gran hilera en los filos de un oro
intenso. Contemplé el plano en una de las columnas, sorprendiéndome al
ver la cantidad de cosas que tenía, muy similares a otros. Pero eso sí, con
todo lujo de detalles.
—Bien, señorita, dejamos las maletas y ¿adónde vamos? ¿Prefieres
tomarte una copa en la terraza o quizá bañarte en la piscina olímpica, o tal
vez sentarte en los taburetes de la otra piscina? —Hizo un gesto de
indiferencia—. No sé, hay tantas cosas que está empezando a dolerme la
cabeza.
Solté una carcajada por su comentario. Luke siempre fue un loco
risueño de la vida, y eso no había cambiado en los dos años que no nos
veíamos.
—La verdad es que no lo tengo muy claro, pero primero —volví mis
ojos a las maletas— vamos a dejar el equipaje.
—¡Pues andando!
Esperamos pacientes el ascensor, sin hacer ningún comentario fuera de
lugar. La gente que se subió minutos después con nosotros eran familiares,
amigos o conocidos del resto de losdueños de otras cadenas que también
estaban en el barco. Llegamos a la cuarta planta y, de casualidad, Luke
tenía la habitación de al lado.
—Cinco minutos. —Me señaló—. Tenemos que hablar de muchas
cosas.
Sonreí.
—¡Oído cocina!
Pasé la tarjeta por el lector y la puerta se abrió, mostrándome una
habitación gigantesca con una cama de al menos dos metros de ancho,
vestida con unas sábanas blanquecinas y una colcha a juego con los cojines
de un rojo intenso. Disponía de un cabecero de color negro de la misma
medida, y junto a él había unas amplias cortinas de diversos tonos un poco
más apagados que dejaban entrever una diminuta terraza con una mesa y
dos sillas de diseño.
Tras inspeccionar la habitación con minuciosidad, dejé la maleta a un
lado y me permití tirarme en la cama. Todavía me quedaban dos minutos.
Sonreí al comprobar mi reloj. Echaba de menos a Luke, pero jamás fui
capaz de ponerme en contacto con él por miedo a que le revelase a Edgar
mi paradero. Y ahora solo rezaba para que no hubiese acudido al crucero, o
el tiempo y el esfuerzo que había puesto por apartarme de todo lo que se
relacionaba con él se irían al traste de un plumazo. Por mucho que
intentara convencerme de que mis sentimientos hacia él ya no existían, en
el fondo sabía que era mentira.
Salí de la habitación y Luke lo hizo a la vez. Me observó con cara de
interesante, y no pude evitar soltar una carcajada cuando en su boca se
mostró una perfecta O, indicándome el lujazo que teníamos alrededor.
—Voy a tener que empezar a plantearme el diseño de mis barcos de otra
manera.
—¡Oh, vamos! No seas tonto, tus barcos son estupendos. Solo que este
es nuevo y tiene más chorradas. Además, no puede competir con tus
precios. —Le guiñé un ojo.
Bajamos las escaleras andando con tal de no esperar a que los ascensores
llegasen y nos paramos en la cubierta tres, donde se encontraba el
restaurante. Cogimos una mesa para dos y enseguida las cartas tomaron
posición en nuestras manos.
—Me comería la mesa con las dos sillas —comentó.
—Ya somos dos.
A lo tonto a lo tonto, nos dieron las tres y media de la tarde, y el
estómago nos rugía con fuerza. Le pedimos nuestras comidas al camarero,
quien nos atendió con amabilidad. Cuando se fue, Luke apoyó sus codos
encima de la mesa y me miró con intensidad.
—¿Por qué no trabajas conmigo?
—Ya tengo trabajo —le contesté, y le pegué un sorbo a mi copa de vino.
—Eso ya lo sé. Me refiero al motivo por el cual no me has llamado para
concertar mis cruceros.
Dejé la copa en la mesa, notando cómo se me iba un color y me venía
otro. Nadie tenía constancia de mi pequeña agencia, por eso mismo no
trabajaba con ninguna persona con la que lo hubiese hecho con
anterioridad.
—¿Cómo…? —Casi me atraganté.
—¿Qué haces aquí, Enma?
Miró a su alrededor con una sonrisa de oreja a oreja y, con dos de sus
dedos, señaló la estancia. Me había pillado.
—Viajar. Obvio.
—Sabes que esto es una comprobación preliminar de las instalaciones,
¿no?
«Detalle que habías pasado por alto», me dijo mi mente.
—¿Y? A veces invitan a personas que no tienen nada que ver con el
mundillo. Eso también lo sabes. Tú mismo lo haces con las promociones
—disimulé, y le di otro sorbo a mi copa.
—A este tipo de viajes no suelen invitar a personas que no tengan nada
que ver, Enma. Ni promociones ni sorteos ni pollas.
Aguanté la risilla que a punto estuvo de salirme por su tono.
—Algunas veces sí, y lo sabes. No sé a qué viene tanta tontería.
Dejé mi copa en la mesa y lo miré fijamente, sin titubear y segura de
poder salir de aquella trampa mortal. Me observó juguetón al ver mi gesto,
pues sabía que estaba engañándolo. El juego terminó cuando añadió:
—¿Pensabas que era un secreto que tenías una agencia de viajes desde
hace un año y medio? —Alzó una ceja con interés.
—¿Y cómo sabes eso? —Puse mi habitual gesto de confusión: juntar
mis manos en mi regazo acompañado de un rostro sorprendido; aunque,
esa vez, enfurruñado más bien.
—¡Todos lo sabemos! O por lo menos todos los que trabajamos de vez
en cuando con Warren.
El cuerpo me dio una fuerte sacudida que por suerte pude controlar.
—¿Que… qué? —Puso cara de no entender qué era lo que le
preguntaba, así que opté por dejarme de tonterías y continué; a fin de
cuentas, me había pillado—: No te llamé porque quería empezar de nuevo,
y tampoco iba a usar los contactos de Waris Luk para mi beneficio. Eso
sería una desfachatez por mi parte después de llevar ocho años allí —me
excusé.
—¡Vamos, Enma! Todo el mundo sabe que cuando te marchas de un
trabajo, y más si montas una agencia de viajes, ¡usas los contactos que
tengas! —evidenció con una mueca graciosa—. Y tú más, que eras la que
hablabas con todos los gerentes constantemente para cerrar los acuerdos.
Tragué saliva, intentando canalizar el nudo que estaba creándose con
lentitud en mi garganta, sin dejarme respirar, asfixiándome.
—¿Y tú…? ¿Cómo…? —titubeé, temiendo la respuesta.
—No es malo que hayas querido forjar un futuro de manera
independiente. Warren es un capullo, eso lo sabemos todos.
Ni por asomo se imaginaba cuánto.
Luke nunca estuvo al tanto de nuestra supuesta «relación». En realidad,
nadie lo supo. Por parte de los dos fuimos lo más discretos que pudimos, y
creí que, hasta entonces, nadie sospechaba. La discreción fue esencial y
nadie fue consciente de lo contrario. Lo que sí sabía era que Luke tenía un
trato especial con Edgar y eran íntimos amigos desde hacía muchísimos
años, aunque en los negocios siguieran siendo rivales.
—No es eso. Es que no sé cómo te has enterado estando tan lejos y
siendo una agencia tan pequeña y poco llamativa. Me ha sorprendido, nada
más.
Traté de no darle importancia al tema.
—Pues muy sencillo. —Le presté suma atención—. El día de tu
desaparición y tras esa carta de despedida que le dejaste a tu exjefe sobre
la mesa, comenzó un reto personal para el señor Warren. —Esas palabras
me alteraron, y se me notó—. Comenzó a buscarte hasta debajo de las
piedras, incluso me pidió que si sabía de tu paradero lo avisara. Pero,
obviamente, no le hizo falta. Ya sabes que él tiene su propia liga de
contactos.
—¿Y… se supone que me encontró?
—¡Claro que te encontró!, ¡por Dios, Enma! ¿Acaso se le escapa algo
de las manos? No sé ni cómo me haces esa pregunta. Edgar tiene oídos en
el mundo entero.
No podía creérmelo…
Todo ese tiempo había sabido dónde estaba, que tenía mi propia agencia
de viajes, y jamás de los jamases vino a por mí. ¿Y yo con una
preocupación que me asfixiaba?
—En cuanto inauguraste, lo llamaron. Tiene amigos, o enemigos,
llámalo como quieras, por todos sitios. Y eso también lo sabes.
—¿Te dijo algo? —le pregunté ansiosa.
—¡Qué va! Me enteraba a retazos de las cosas, pero lo hacía. Dos días
después de que te marcharas, fui a su despacho para ofrecerle un nuevo
trato, y al no verte, me extrañé. —Se echó hacia atrás en la silla, como si
el tema que estábamos tratando no tuviese importancia—. Si te digo la
verdad, nunca lo había visto tan desquiciado. —Intenté no abrir mis ojos
más de la cuenta por la impresión que en ese instante sentía. «Lo sabía…
Sabía dónde estabas y no te buscó… Estúpida»—. He de decir que le ha
costado bastante que otra persona ocupe tu puesto. No era lo mismo, y
tampoco daba pie con bola a la hora de cerrar los acuerdos, por lo menos
los primeros días. Pero al final imagino que terminó acostumbrándose. —
Hizo un gesto de indiferencia.
—¿Es alguien que ya trabajaba en Waris Luk?
—Para no querer saber nada, estás preguntona —bromeó.
Negué con la cabeza e instalé una falsa sonrisa en mis labios, restándole
importancia.
—Creo que se llama David, si no recuerdo mal. —Hizo un gesto como
de pensar—. Sí, David era. Ya se ha acostumbrado, pero al principio tenía
a Warren desquiciado. No sabes cómo gritaba y se enfadaba cuando las
cosas salían mal.
Pues sí, sí que lo sabía, aunque no se lo diría a él. Conocía de sobra el
carácter que Edgar manejaba en los negocios, y algunas veces era tan
exigente que daba miedo llevarle la contraria, indistintamente de quea mí
eso no me amilanaba cuando tenía que decirle dónde estaba fallando.
—No he tenido contacto con nadie, como te decía —traté de cambiar el
foco de la conversación—, por eso mismo no sabía nada. He estado
trabajando con compañías más pequeñas. Mi agencia no es que sea
famosísima, pero funcionamos bien.
—También lo sé. —En ese momento, sí que tuve que abrir los ojos,
tanto como el plato que tenía frente a mí—. Edgar lo tiene todo muy
controlado. —Se rio—. Volviendo al tema de antes, si quisieras trabajar
para mi compañía, estaría dispuesto a enfrentarme al mayor enemigo del
mercado —terminó con una sonrisa risueña.
—Estoy bien ahora, pero gracias por la propuesta. Lo meditaré.
El camarero terminó de servirnos la comanda y ambos nos sumimos en
la comida; eso sí, sin dejar de hablar.
—He de reconocer que esta vez don Lincón —comentó con retintín,
refiriéndose al dueño del transatlántico— se ha superado con todo esto. —
Señaló el restaurante con el tenedor en la mano haciendo círculos, y lo
observé confundida.
—¿A qué te refieres?
Me miró sin entenderme.
—Enma, estás un poco espesa hoy. Lincón y Warren son socios. Todo
esto es de los dos. Se unieron para el proyecto hace cosa de un año.
Paralizada y con la mandíbula que casi me llegaba al suelo, no supe qué
responder, ni mucho menos qué hacer. Miré a mi alrededor cuando un
extraño calambrazo me atravesó, seguido de un escalofrío nada más y nada
menos que aterrador. Guie mis ojos por el salón, y justamente en una de
las mesas del fondo lo vi. Sus cristalinos ojos brillaban más de lo normal
mientras me penetraba con tal intensidad que mi cuerpo comenzó a
temblar. Su gesto rígido y autoritario ocasionó que mi boca se secase y que
fuera incapaz de apartar mi mirada de él. Paseó una de sus enormes
manos, esas que tanto me habían tocado, por su espeso cabello negro. Su
camisa se apretó más a su pecho cuando cogió aire copiosamente, dejando
que desde mi posición atisbara aquel pequeño detalle que indicaba que
estaba enfadado.
Me había visto, y lo peor era que lo sabía todo.
Y no hizo nada.
2
 
 
 
 
 
 
—Si me disculpas un momento, necesito ir a mi habitación. He olvidado
una cosa.
Luke asintió y me levanté a toda prisa para abandonar la sala, tanta que
hice un tremendo ruido al arrastrar la silla hacia atrás. Edgar dejó su lugar
en la barra y encaminó sus pasos de manera intimidante y decidida hacia
nuestra mesa. Bajé los dos escalones que me separaban de la puerta
principal del comedor y, antes de salir, vi que llegaba y estrechaba la mano
de Luke con fuerza. Sin darle importancia, giró su rostro en mi dirección
con la misma intensidad que antes. Ese simple gesto provocó que mis
piernas corrieran a más velocidad.
Sin detenerme.
Sin pensar.
Con el corazón en la boca y torpemente, pasé la tarjeta por el lector de
la puerta. Si Luke le revelaba la habitación en la que estaba, no dudaría en
preguntarle cual era la mía, e iba a ser prácticamente imposible evitarlo,
porque ya me quedaba claro que si no me había buscado en todo el tiempo
pasado, ahora no iba a hacerlo, ¿o sí? Igualmente, no quería quedarme para
descubrirlo. No quería caer de nuevo.
Pensé en la posibilidad de bajarme y largarme lejos antes de que fuese
demasiado tarde, pero cuando me fijé en la terraza, comprobé que ya
habíamos zarpado. ¡Maldita fuera! Sujeté mi teléfono y llamé a Katrina
con urgencia. Contestó al segundo tono, para mi alivio.
—¡Hola! —me saludó con euforia.
—Katrina… —murmuré nerviosa—. No puedes imaginarte lo que
acaba de ocurrirme.
—¿Estás bien? Te noto muy acelerada.
—Es que… Es que…
Un miedo atroz recorrió mis venas. Balbuceé, sin conseguir que se
entendiese nada de lo que intentaba contarle. Respiré con profundidad
varias veces antes de continuar, y miré incesantemente la puerta, rezando
para que nadie llamase. Una cosa era saber todo lo que Luke me había
contado y otra muy distinta poder contener los nervios que me recorrían la
piel cada vez que su simple nombre pasaba por mi cabeza y, lo peor, cada
vez que lo veía. No. Desde luego que eran dos cosas completamente
distintas. ¿Sabéis esa sensación que traspasa tu cuerpo cuando anhelas
tanto a alguien que al recordarlo o verlo no puedes evitar notar una extraña
sensación en el estómago? Pues así me sentí yo.
—Enma, tranquilízate, ¿qué sucede?
Escuché que Joan hablaba por detrás y le preguntaba. Le respondí de
manera atropellada:
—Katrina, Edgar está aquí. Está en el barco.
—Dios mío…
La última vez que lo había visto fue un mes antes de que mi amiga diera
a luz. Ella se pensaba que estaba engañándola cuando le dije que no
volvería a saber nada de él por decisión propia, y mi cura fue uno de los
motivos por los cuales estuve tan distante al final de su embarazo.
Necesitaba pensar las cosas con claridad y tomar una decisión cuanto
antes. Poco después del nacimiento de Jane, le conté lo ocurrido con Edgar
durante todos esos años.
—Cuéntame qué ha pasado. Pero, por favor, cálmate. —Le expliqué lo
que Luke me había contado, sumándole la aparición de Edgar en el
restaurante. ¿Cómo no pude darme cuenta de que estaba allí?—. Lo
primero, Enma —comenzó cuando acabé mi relato—, es que ese tío ha
sabido dónde estabas desde el minuto uno y no se ha molestado en
buscarte. ¿A qué vienen tantos nervios?
Suspiré con pesadez e histeria.
—¡No lo sé, Katrina! Pero sé que no puedo…, que no quiero estar cerca
de él. Parezco una gilipollas que se contradice. ¡No sé explicarte por qué
tiemblo al verlo!
—¿Le tienes miedo?
—¡No! —le respondí convencida—. No es miedo. Lo que no quiero es
volver a pasar por lo mismo de hace años. ¿Sabes cuánto tiempo lloré
todas las noches, Katrina? ¿Sabes cuántas veces fantaseé con que dejaría a
su mujer?
Un silencio se hizo al otro lado de la línea. Nadie mejor que ella me
entendía. Nadie mejor que ella sabía por lo que había pasado. Y no quería
volver atrás como los cangrejos. No quería promesas, no quería súplicas,
no quería nada de aquel irresistible hombre.
Porque era malo.
Porque era el demonio en persona.
Porque él era el problema.
—¿No puedes bajarte del barco? —me preguntó con voz firme,
dispuesta a encontrar una solución meramente viable.
—No. Hemos zarpado ya.
Me senté en la cama, dejándome caer, agotada. ¿Por qué tenía que estar
él allí y no cualquier persona de Waris Luk? ¿Por qué no me había
enterado antes de ese supuesto trato con el señor Lincón? Mis dudas se
acrecentaban por segundos, y supe en aquel instante de meditación que, si
yo estaba allí, había sido porque la mano de Edgar tenía algo que ver.
¿Acaso estaba riéndose a mi costa? Dejé mis pensamientos a un lado
cuando mi amiga habló:
—Pues bájate en el próximo puerto, coge un avión y vuelve a casa si no
puedes soportarlo. No te martirices, Enma. A veces, las cosas se superan
sin más; otras necesitan más tiempo del que creemos.
Exhalé un fuerte suspiro. ¿Desde cuándo había sido tan cobarde? Si
tenía claro que mi corazón ya no le pertenecía y sabía que no volvería a
caer en sus redes, ¿por qué no era capaz de afrontarlo sin más?
—Puede que esta sea la prueba de fuego que tenía que llegar algún día.
Si no, debería haberme dedicado a la moda —le aseguré con desgana.
—Entonces, amiga, solo son siete días y, de nuevo, no volverás a verlo
nunca más. Piensa antes de caer en la trampa que sabía dónde te
encontrabas y no ha hecho ni el amago por verte. Por lo tanto, ya sabes que
solo eras su capricho. Su polvo pasajero y su amante cuando a él le
apetecía.
Y tenía razón, aunque me doliese.
—Te llamaré si tengo novedades.
Tras eso, me despedí y colgamos el teléfono. Extendí mis brazos hacia
atrás, dejando que el sueño me atrapase durante unas cuantas horas.
Un buen rato después, escuché unos fuertes golpes en la puerta. Abrí los
ojos con pesadez y los dirigí hacia el sonido. Había anochecido.
—¡Enma! ¡Enma!
La voz de Luke me alivió, y respiré profundamente antes de llegar hasta
la puerta. La abrí con lentitud, asomando mi cabeza para asegurarme de
que no había nadie más con él. Efectivamente, estaba solo.
—¿Quéhaces? Te has dejado la comida entera y al menda. —Puso
morritos, señalándose.
Me reí. Se notaba en exceso que seguía teniendo expresiones de su
madre española.
—Lo siento. No sé qué me ha pasado, pero he empezado a marearme y
al tumbarme me he quedado dormida. —Le puse carita de niña buena.
Negó con la cabeza y apoyó las manos en su cintura.
—En una hora es la cena de gala con el capitán. A ver si vas a quedarte
dormida también —renegó, sin creerse mucho mi excusa—. Te espero en
el pasillo, ¿vale?
Asentí con una sonrisa que él imitó y se dio la vuelta para dirigirse a su
habitación.
Cerré, dejé caer mi cuerpo sobre la puerta y me pasé una mano por la
cara. Tendría que ignorarlo si se acercaba a mí, y en el caso de que
quisiese entablar una conversación, la eludiría. Fui a por mi maleta, saqué
toda la ropa y la puse sobre la cama, hasta que di con el vestido de color
verde oliva que había escogido para la ocasión. Entré en el baño con
rapidez para darme una ducha y me arreglé el pelo. Cuando estaba
terminando de maquillarme, contemplé la hora: me quedaban quince
minutos. A toda prisa, metí mis pies por el bajo del vestido y me lo subí
hasta arriba. Sin embargo, ¿qué pasa cuando no llegas a la cremallera?
Pues que la cagas.
Me calcé los tacones y cogí el bolso de mano antes de salir. Al abrir, me
encontré a un radiante Luke con un traje de chaqueta negro y su pajarita a
juego. Sonreí al ver lo elegante que iba, y él hizo lo mismo silbando con
descaro.
—Si tu marido te escuchase… —dije con media sonrisa.
—Me divorcié hace un año.
Mi cara de asombro no pasó desapercibida para él.
—Ah…
—Tranquila —se rio—, lo tengo más que superado. Era un cretino.
Vaya… El mundo estaba lleno de ellos, por lo que se veía. Me giré con
urgencia para indicarle con mi mano la cremallera y de esa manera echar
al olvido la metedura de pata que creí haber tenido.
—¿Me la subes, por favor?
—Claro.
Se puso manos a la obra, y antes de lo esperado, tenía el vestido ceñido
a mi cuerpo. Bajamos por las escaleras hasta llegar a la cubierta donde se
encontraba el gran escenario de espectáculos y desde el que en unos
minutos saldría la tripulación al completo, dando paso al discurso del
capitán.
—Mi amigo Dexter ha sufrido un desengaño hace poco también. Espero
que lo hayas podido superar mejor que él.
Hacía cosa de seis meses, Dexter, el amigo de Katrina y mío, se
encontró al que era su amor platónico pegándosela con una mujer, nada
más y nada menos. El pobre se hundió de tal manera que Katrina y yo
tuvimos que acogerlo cada una un mes en casa.
—No fue nada que no esperara. Estaba dedicándose a robarme todo lo
que podía para dárselo a su otra pareja —me miró e hizo una mueca de
disgusto—, pero nada que no pudiera resolverse con una buena demanda.
Solté un suspiro cuando dijo lo último.
Antes de entrar en la gran estancia, nos sacaron otra foto. Sujeté uno de
los cócteles que los camareros servían y me senté en una de las butacas de
la séptima fila. La poca luz que las iluminaba me hacía imposible ver
quién había en la sala. Alisé mi vestido cuando mi trasero tocó la suave
tela aterciopelada del butacón mientras contemplaba el enorme escenario
que tenía delante. Las pequeñas luces de neón brillaban en exceso y las
figuras de las personas que ya estaban en la sala iban de un lado a otro,
riendo, bebiendo, hablando, pero yo sentía un nudo en el estómago difícil
de digerir.
—Ah, mira. —Me señaló a alguien dos filas más abajo—. Ese de allí es
David, el que te comentaba antes que ocupa ahora tu puesto en Waris Luk.
—¿Y Edgar?
Me observó alzando una ceja. No tenía claro si él era consciente de
algo, pero sí sabía que de tonto no tenía ni un pelo, y tarde o temprano se
daría cuenta de muchas cosas.
«Siete días».
Eran siete días.
—Si no te conociera, te diría que me ha dado la impresión de que has
salido corriendo por él.
Y allí estaba el gran adivino de Luke. Aunque también debía decir que
mis gestos desquiciados no dejaban lugar a dudas. Mentalmente, me pedí
tranquilizarme como fuese. Estaba dando demasiado la nota. Se rio, y yo lo
acompañé para que no se diera cuenta de que era verdad. ¡Claro que era
verdad!
—No lo he visto todavía —mentí—. ¿Y Morgana? —le pregunté por su
mujer, aunque me repatease hacerlo. Era la única forma de despistar.
—Ah, no, ella no ha venido. Nunca la trae a estas cosas. Ya sabes cómo
es de reservado.
Lo dijo con ironía, haciendo dos cuernos con su mano. Si él supiera…
Enfoqué mi atención en el público en cuanto el presentador anunció que
el capitán y la tripulación saldrían al escenario. Minutos después, una
hilera de personas con sus trajes de gala descendió las escaleras hasta
llegar al escenario, donde se juntaron. El capitán tomó el poder del
micrófono, dándonos las gracias por aceptar el viaje, y todos los asistentes
aplaudieron efusivos. Luke me pidió un segundo con la mano y vi cómo
bajaba agachado, para no quitarle la visión al resto del público, hacia la
fila cercana que me había señalado cuando entramos. Se sentó junto a una
mujer que no conocía y empezaron una conversación.
Tomé un sorbo de mi cóctel mientras le prestaba suma atención al
capitán. Justo a mi lado, escuché una voz ronca, sexy y tan varonil que te
deshacía solo con oírla:
—Tu finiquito sigue en el cajón de mi despacho.
Con lentitud, me quité la copa de los labios, intentando que el pulso no
me temblara. Noté mis piernas convirtiéndose en gelatina, subidas a esos
dos grandes andamios, los cuales odié en ese instante por habérmelos
puesto; con ellos era imposible salir corriendo. Mi cuerpo se tensó al
contemplar de reojo que me observaba con fijación.
—No lo quiero. Puedes quedártelo —le contesté, recuperando la voz.
Seguí con la vista fija en el escenario, ignorándolo, haciendo como que
no estaba, y escuché un fuerte suspiro salir de su nariz. Quizá parezca una
tontería, pero cuando tienes al lado al hombre por el que has bebido los
vientos durante tanto tiempo, es difícil poder controlar las sensaciones
extrañas que recorren tus entrañas sin ningún permiso. Traté con todas mis
fuerzas de no mirarlo, sintiendo que mi corazón desbocado quería salir por
mi garganta. Su perfume se coló de lleno por mis fosas nasales,
mareándome.
—¿Por qué? —me preguntó de repente tras un breve silencio.
Comenzó a temblarme el brazo de lo histérica que estaba poniéndome.
De forma alternada, lo miré de reojo a él y a la salida, la cual, ¡maldita
fuera, se encontraba muy lejos! Suspiré con fuerza antes de preguntarle,
haciéndome la tonta:
—¿Por qué qué?
Se revolvió incómodo en su asiento. Para poder mirarme a la cara,
incorporó su llamativo cuerpo hacia delante, provocando que su chaqueta
y su camisa se tensaran y dejaran ver los perfectos músculos bajo la tela.
Tuve la intención de cerrar los ojos. Recé para desmayarme allí mismo,
para que me despertase al día siguiente en mi habitación sola y poder
pensar que aquello había sido un sueño, pero no. Su excitante voz volvió a
sonar, esa vez con más fuerza:
—Enma, mírame —me ordenó.
—Estoy viendo el…
No me dejó terminar de hablar, como acostumbraba a hacer:
—Me importa una mierda que estés viendo el discurso. ¡Mírame, joder!
—me exigió.
Giré mi rostro con lentitud cuando la gente comenzó a aplaudir. El
tiempo se detuvo. Se detuvo al fijarme en aquellos ojos cristalinos que
echaban fuego. Debido a la poca luz que iluminaba la sala, aprecié cómo
brillaban más de la cuenta tratando de descifrar alguna parte de mí, de
meterse en mi cabeza. Deslicé los míos hasta sus labios, su mentón
perfilado, su cuerpo tan tenso a punto de reventar el traje… Sentí cómo mi
pecho se movía de forma inquietante porque no conseguía tranquilizarlo.
Colocó dos de sus dedos en aquel arrebatador mentón y los pasó con pausa
por su incipiente barba. Llevaba su oscuro cabello hacia atrás; un poco
más largo de lo que recordaba, pero muy poco. El aspecto que mostraba,
de tipo temible e implacable, me resecó la garganta. Su aroma, ese tan
fuerte, tan apasionante, tan elegante, volvió a atravesar de plenomis fosas
nasales, dejándome aturdida durante unos segundos.
—¿Qué? —le pregunté altiva, tratando de sostener mi mentón todo lo
alto que pude.
—¿Por qué cojones me abandonaste? —rugió como un animal.
Abrí mi boca para contestarle, pero al final terminé cerrándola de la
misma forma. Enfoqué mi mirada de nuevo en el escenario e intenté llenar
mis pulmones de aire. La gente se levantaba con rapidez, y yo, para no
arrepentirme y contestarle algo que no debía, traté de abandonar la sala.
No obstante, antes de que pudiese llevar a cabo mi cometido, sujetó mi
mano con firmeza. Contemplé su piel tocando la mía, aferrándose a mi
muñeca. Acto seguido, Luke llegó como una salvación, aunque eso no
quitó que una extraña conexión nos invadiera. No solo a mí, sino a los dos.
Me observó con tanta intensidad que por muy poco no me desmayé. Nos
observó con cara interrogante. Edgar no apartó sus ojos de mí de aquella
manera que lo caracterizaba tanto y que me ponía la piel de gallina. Su
mano fue aflojando la presión que ejercía hasta dejar la mía libre y,
tratando de olvidarme de aquel breve contacto, moví mi muñeca.
—Eeeh…, ¿interrumpo? —nos preguntó Luke, pensativo.
—No —le respondí con demasiado énfasis.
Edgar lo hizo al unísono, solapando mi respuesta:
—Sí.
Intenté tranquilizar mis nervios buscando esa paz interior que todos
tenemos en algún sitio, la misma que yo no encontraba, hasta que escuché
a Luke hablar:
—Si queréis, os espero fuera y ahora nos ve…
Lo corté a toda prisa sin darle tiempo a terminar, poniendo una mano en
su brazo:
—No, ya nos íbamos.
Pasé por delante de él a la carrera, subiendo los escalones con dificultad
pero con premura para llegar la primera a la salida. Una vez que lo
conseguí, separé a la gente que estaba en medio impidiéndome avanzar,
pues notaba que Edgar me pisaba los talones.
—¡¡Enma!!
Me giré al escuchar la voz de Luke, situado al lado de mi maldita
pesadilla. Respiré siete veces seguidas antes de acercarme a él, que me
observaba como si hubiese perdido la cabeza.
—¿Adónde vas? —Sonrió—. El restaurante está por allí. Desde luego,
en este viaje estás sembrada. Los dos años apartada de la civilización te
han pasado factura —bromeó.
Pero yo no me reí. No me hizo ni puta gracia.
Y a Edgar tampoco.
Asentí sin mirar a la persona que acompañaba a Luke, pues, sin hacerlo,
intuía que sus ojos estaban fijos en mí; en mis gestos, en mis excusas
baratas. Y lo que más me jodía era saber que era consciente de lo que me
provocaba cuando lo tenía cerca. Y lo hacía aposta.
—Perdona. Con tanta gente, me agobio —me excusé.
Iban a ser los siete días en los que más excusas diría.
—No pasa nada. ¿Vienes entonces? ¿O tampoco tienes hambre?
Alzó una ceja y creí que moriría. Después extendió un poco su brazo
izquierdo con caballerosidad para que pudiera introducir el mío por el
hueco e ir cogida a él. Acepté, y comprobé de reojo cómo a Edgar estaban
a punto de saltarle todos los dientes por la manera en la que apretaba la
mandíbula.
—Señor Lincón —lo saludó Luke con un fuerte apretón de manos.
—Hola, Luke, ¿cómo estás? Me alegro mucho de verte por aquí, tan
bien acompañado. —Sonrió en mi dirección—. Señorita. —Hizo una
inclinación de cabeza. Luego, cogió mi mano y depositó un beso en ella.
Lo miré con una sonrisa forzada y me imitó el gesto con entusiasmo—.
Después de cenar, si queréis, podéis venir conmigo y os enseño el barco a
fondo. Así no os perderéis ningún detalle.
—Oh, eso sería fantástico —añadí con sarcasmo, sin pretenderlo.
Luke me dio un pequeño codazo sin que lo notase nadie, excepto Edgar,
que estaba detrás y al que dudaba mucho que se le hubiese escapado ese
detalle. Era de esas personas que aunque estuviese en cuatro conversaciones
se enteraba de todas.
—Pues no se hable más, ¿verdad, Warren?
Luke se volvió en su dirección, y al hacerlo, como estaba cogida de su
brazo, también me vi obligada a girar, lo que provocó que casi chocara con
el impactante cuerpo de Edgar, quien, alterado, respiró con dificultad
debido a ese simple roce. Mis manos comenzaban a temblar al haberme
quedado codo con codo junto al hombre que tanto tiempo robó mis sueños.
Por otro lado, Lincón esperaba una respuesta que no llegaba. Tampoco
apartaba su mirada de mí.
—¿Warren? —lo llamó.
Sus cristalinos ojos me atravesaron hasta lo más hondo de mi ser, y fue
entonces, después del segundo toque de atención, cuando los posó sobre su
socio y asintió con desagrado. Seguidamente, dio media vuelta y se
marchó, perdiéndose entre la multitud. Pude respirar con tranquilidad, la
misma que se esfumó como el viento en el instante en el que los ojos de
Luke cayeron sobre mí.
—Este hombre y su carácter endemoniado. —Lincón rio.
—Sí, Edgar siempre ha tenido ese pequeño defecto —secundó Luke, sin
quitarme la vista de encima.
—O virtud, depende de cómo se mire.
El señor Lincón le guiñó un ojo, se despidió de nosotros con la mano y
se alejó para hablar con el resto de las personas que lo esperaban. En
silencio, nos dirigimos hacia la planta del restaurante, donde por ser la
cena de gala y en honor a que al día siguiente atracaríamos en puerto
italiano, había montones y montones de pasta en las bandejas. Me senté en
la silla y cuatro personas que no conocía lo hicieron a nuestro lado en la
mesa que escogimos, porque no había ninguna vacía para dos. Luke se
levantó el primero para servirse y yo fui tras él a coger un plato.
Contempló por encima todas las bandejas plateadas que había sobre la
encimera, sin saber muy bien qué elegir.
—El risotto está de escándalo —me informó.
—Gracias por la recomendación, pero creo que cogeré algo de pasta.
—Tú misma, pues. —Sonrió y se llenó el plato de arroz.
Avancé por el pasillo contrario y esperé en la cola de la multitud de
personas que intentaba llenarse los platos de comida. El hombre que había
delante de mí se apartó con una sonrisa para dejarme paso. Cuando fui a
coger el cucharón para servirme, una mano se colocó sobre la mía.
—Perdón —le dije sin saber de quién se trataba. Levanté la vista y me
encontré con el chico que en ese instante ocupaba el que fue mi puesto—.
¿David?
—Sí, ¿te conozco?
El muchacho era muy joven, y me compadecí de él. Tenía toda la pinta
de ser noble, y comparado con lo tirano que podía llegar a ser Edgar
cuando se lo proponía, no podía hacerme a la idea de cómo había
aguantado en el trabajo más de dos días.
—Soy Enma —me presenté, y le extendí mi mano—. La que estaba
antes en tu puesto de Waris Luk, hace dos años.
—¡Oh, ya sé quién eres! —Dejó su plato sobre la encimera para
estrechar mi mano con fuerza—. No te conocía en persona, pero casi te
cojo hasta manía —me confesó con una tímida sonrisa.
—¿Y puedo preguntar por qué?
—Bueno, no es por nada. A ver, que… —balbuceó. Yo lo miré de forma
interrogante—. Es que… No sabes lo que es que tu jefe esté
constantemente con Enma en la boca.
Alcé una ceja por la sorpresa.
—¿Edgar está con mi nombre en la boca siempre? —le pregunté con
incredulidad.
—¿Edgar? —Me observó—. ¡Ah, el señor Warren! Jamás se me ha
ocurrido tutearlo, perdona mi torpeza.
—No te preocupes. Y espero no haberte causado muchos problemas.
La señora que esperaba detrás carraspeó, indicándonos que nos
moviésemos para hablar en otro sitio o que cogiésemos la santa comida y
nos fuésemos a nuestra mesa. David rio por lo bajo e imité su gesto. Nos
servimos y avanzamos cada uno hasta nuestras mesas; en concreto, él
donde se encontraba su dichoso jefe y yo a la mía con Luke.
—Hablaremos en otro momento si quieres —le dije antes de sentarme.
—Sí, cuando lo desees, Enma.
Cuando tomé asiento, vi que Luke no me había esperado para comer.
—Puedes empezar. —Señalé su plato al ver que casi lo había terminado.
—Estaba esperándote, pero estos de la mesa son un poco raritos y no
conozco a nadie —murmuró para que no lo oyesen.
Me reí por su comentario y, sobre todo, por la cara del que estaba a mi
lado, que se enteró de lo que había dicho. Le di un pequeño codazo en el
costado y se llevó la mano a esa zona con exageración. Elevémis ojos en
una ocasión, sin saber por qué motivo, buscándolo. Y allí estaba, con el
plato sobre la mesa, sin prestar atención a nada de lo que el capitán, su
socio o sus mismos trabajadores le decían. Como si una extraña señal se
hiciera eco entre nosotros, volvió su rostro hacia mí. Sus ojos me
abrasaban, amenazantes, lascivos y también dolidos, y sentí que mi apetito
menguaba de manera considerable. Me traspasó con profundidad buscando
una respuesta muda a su pregunta de antes.
¿Qué tendría que decirle? ¿La verdad? No. Ya no volvería a caer en la
tentativa de desproteger mi frágil corazón.
—Esperaré paciente a que quieras contarme el rollo que te llevas con
Edgar.
Aparté mi mirada del susodicho con confusión y posé mis ojos en el
moreno que tenía al lado devorando lo que quedaba de su plato como si la
bomba que acababa de soltar por su boca no significara nada.
—¿Cómo dices? —disimulé.
Bebió un sorbo de su copa de vino y me observó después de pasarse la
servilleta por los labios con una lentitud desquiciante.
—Come, que va a enfriársete.
—No tengo hambre. —Lo aparté con un pequeño gesto,
enfurruñándome. Me contempló durante unos segundos. Después asintió y
siguió comiendo mientras lo observaba a la espera de que hablase. Pero no
lo hizo, sino que ignoró mi mirada acusatoria, aunque sabía que la culpa la
había tenido yo por mostrar mis pensamientos de manera involuntaria—.
Luke, no es lo que estás pensando —añadí sin poder aguantar la tensión
que se creó entre los dos.
Alzó sus oscuros ojos y los posó sobre los míos.
—Ya.
No se lo creía, y pensé que no era para menos. Edgar tampoco había
dejado mucho lugar a la imaginación con su comportamiento.
—¿Ya qué? —le espeté, comenzando a enfadarme.
Todo me cabreaba, y Luke no tenía la más mínima culpa. ¿Por qué
demonios tenía esa suerte? ¿Es que dos años de sufrimiento no habían
bastado?
—Enma, no tienes que darme explicaciones, pero si seguís
comportándoos de esa forma, todo el mundo se dará cuenta de que algo no
cuadra.
«¡El impertinente es él!», me dieron ganas de gritarle. Lo que nunca
hizo en el pasado, estaba sudándole las pelotas en aquel instante. No lo
entendía.
—No tengo nada que esconder, Luke. No saques conclusiones, o te
equivocarás.
Se metió la última cucharada de arroz en la boca y me miró de nuevo.
—¿Vas a comértelo? —me preguntó, señalando mi plato.
Negué sin quitarle los ojos de encima. Cogió el contenido y lo vertió en
el suyo, dejando el mío más limpio que un jaspe. Hice una mueca cuando
sentí que mi estómago pesaba, dando por concluida la cena que ni había
probado.
—Me ha dicho Lincón que dejaremos la visita por el barco para mañana
después de desayunar. ¿Podrás venir?
—Claro. De momento, no tengo planes —ironicé.
Luke me contempló con cara de pilluelo y se fijó en la mesa a la que
había mirado yo hacía pocos minutos. Volví mi rostro y me topé con sus
intensos ojos aniquiladores. Solté un pequeño suspiro al escuchar que
Luke se reía por lo bajo y después arrugué el entrecejo.
—Me voy. Mañana nos vemos —le espeté incómoda y enfadada por la
situación.
—Vale, buenas noches. —Sonrió mientras bebía de su copa, sin darle
más importancia.
Dejé la servilleta sobre la mesa de malas maneras. Antes de irme,
renegué:
—Esto es increíble.
Salí del salón con rapidez, sin molestarme siquiera en volver la vista
hacia Edgar. Toqué el pulsador del ascensor varias veces, hasta que un
instante después se abrió. Pulsé el botón de la planta de mi habitación con
urgencia y alguien entró detrás de mí cuando las puertas estaban
cerrándose.
Era él.
Joder, era él.
—Te veo muy cómoda con Luke —me dijo con retintín.
—A ti no debe importarte una mierda con quién esté —le contesté
malhumorada, presionando el botón de la cuarta planta con más énfasis.
Edgar se aproximó a mí por la espalda. Me estremecí, aunque traté de
controlar los temblores. Cuando creí que las puertas se abrirían en mi
planta, le dio al botón de stop. Elevé mis ojos llenos de cólera hacia él,
sintiendo que mi sexo clamaba las atenciones de alguien que no debía.
—¿Qué coño haces? —le pregunté con rabia.
Pulsé el número de mi planta, rozando su mano, pero no se movió. ¡Me
cagaba en la leche!
—¿Por qué te fuiste? Si no me contestas a eso, nos queda un largo rato
en el ascensor. Explícamelo —me exigió.
Se miró el reloj con chulería, para después meterse las manos en los
bolsillos y dar un par de pasos hacia atrás, quedándose apoyado en la pared
del ascensor y sin dejar de mirarme. Noté mis mejillas encenderse de la
rabia que sentía, y no fui incapaz de controlar mis impulsos cuando le
grité:
—¡Me fui porque me dio la gana! ¡¿Acaso tengo que darte
explicaciones de cada paso que doy en mi vida?!
No me dio tiempo siquiera a que terminara la pregunta cuando ya estaba
contestándome con una afirmación rotunda:
—Sí.
Estupefacta, lo miré sin saber cómo reaccionar, y antes de decir cosas
de las que luego me arrepentiría, aporreé el botón como una descosida.
Necesitaba salir de allí, dejar de respirar su aire, dejar de estar cerca de
aquel maldito demonio.
—Pon el puto ascensor en funcionamiento, Edgar. Estás cabreándome
de mala manera —bufé, mostrando una fuerza que no sentía ni por asomo.
Su cuerpo se pegó a mi espalda, y tuve que cerrar los ojos para tratar de
tranquilizar mi respiración. De nuevo, aquel olor masculino, tan atrayente
y perturbador, me nubló. Suspiré de manera casi imperceptible y solté con
lentitud el aire que había estado aguantando.
—Te he echado de menos…
Me quedé paralizada al escuchar aquellas palabras de sus labios.
Metió su rostro entre la curvatura de mi cuello y aspiró mi olor, de tal
manera que mi sexo comenzó a humedecerse. Escuché que inhalaba con
fuerza, que rozaba cada centímetro de mi piel, erizándola, quemándome
a una velocidad de vértigo.
—Edgar… —musité en un susurro apenas audible—. Abre el ascensor,
por favor.
Mi tono salió casi suplicante, y sentí en mi cuello una leve sonrisa
asomar por sus maravillosos labios. Maldito fuera mil veces, porque sabía
perfectamente lo que provocaba en mí. Su tono de voz, tan ronco,
excitante y sensual, me desarmó:
—Oblígame. —Y esa simple palabra me llevó a un tiempo que no quise
recordar, que juré enterrar para siempre. Me llevó a dos años atrás, cuando
en ocasiones yo era la dueña y señora de su cuerpo y de todos sus sentidos
—. ¿A qué estás esperando? —me susurró de nuevo, retándome.
Me aparté de él como si quemara, consiguiendo ponerme en la otra
esquina del ascensor. No pude explicarme cómo. Desde la distancia que
nos separaba, lo miré con mala cara y grité:
—¡Ayuda!
De una sola zancada llegó hasta mí, tapó mi boca con su gran mano e
hizo que su nariz quedase prácticamente pegada a la mía.
—No hagas eso, nena. —Volver a escuchar ese apelativo de sus labios
refiriéndose a mí ocasionó que ardiese como una llamarada sin control.
Intenté zafarme de él, pero me fue imposible. Sujetó mi cadera con una
mano, ejerciendo una notable presión en mi vientre, donde noté el gran
bulto que emergía de entre sus piernas. Sus ojos me traspasaron y los míos
trataron de esquivarlos, sin éxito—. Estoy esperando —volvió al ataque.
Lo miré sin pestañear, notando aquella humedad en mis ojos que tanto
odiaba. Su mano destapó mi boca y, con su dedo pulgar, delineó mi labio
inferior, rozándolo con delirio, con pasión. Su labios quedaron tan cerca de
los míos que tuve que contener todo el aire para no morir mientras pensaba
que su maldita boca me devoraría de un momento a otro. Las piernas
comenzaron a flojearme, y supe que el gran muro que había forjado solo
para él estaba resquebrajándose sin remedio. Justo cuando creí que mis
defensas terminarían por romperse, se separó de mí con lentitud como si no
hubiese pasado nada y marcó un pequeño código para que el ascensor
continuase.
En cuanto las puertas se abrieron, salí como un huracán, con los ojos
emborronados debido a las lágrimas que se agolparon en ellos, dispuesta a
no abandonar mi habitación en toda la noche. Sin embargo, justo antes de
detenermea pensar en el motivo de todo lo que había ocurrido, me giré
para observarlo.
Las puertas del ascensor se cerraban.
Él estaba apoyado en la barandilla de metal, con sus manos extendidas,
mirándome.
Sonriendo con picardía.
3
 
 
 
 
 
 
A la mañana siguiente me levanté con una imagen grabada en mi retina:
un hombre que condenaba el resto de mis días a la soledad.
Durante el tiempo que me alejé de él intenté rehacer mi vida en varias
ocasiones, pero nunca dio su fruto ni tuve una mínima posibilidad.
Siempre se me escapaba de las manos y me sabía a poco todo en general:
los besos de otra persona, el carácter, incluso la cosa más simple como lo
era un piropo. Y el problema solo tenía un nombre: ninguno era Edgar.
Ninguno tenía su voz, sus facciones o su actitud a la hora de volverme
loca. Y un millón de veces me pregunté si era así como pretendía pasar
página. Totalmente ofuscada, me dejaba llevar por las situaciones
cotidianas, y lo único que hacía era blindar mi corazón de forma
permanente.
Y, ahora, la persona que tenía la llave se encontraba en ese mismo
barco. Por ende, era a la que más intentaba evitar, porque tenía claro que,
con él, seguiría siendo el segundo plato por el resto de mis días. Sería «la
otra». No tenía ni puñetera idea de cómo trataría a su mujer y tampoco me
importaba, pero me daba rabia. Mucha. Solo la vi una vez en una gala
benéfica de Waris Luk, y con eso me bastó para odiarla el resto de mi vida.
Porque, aunque era yo la que estaba metiéndose dentro de una familia, era
ella la que se lo llevaba todas las noches a su cama, la que recibía sus
buenos días o el simple beso mañanero que ansiaba.
Edgar nunca se quedó a dormir conmigo. Perdí la cuenta de las veces
que nos habíamos acostado cuando solo llevábamos «juntos» dos meses, o
como quisiera llamarse esa relación, si es que podía catalogarse como tal.
Quizá el problema no radicaba solo en que él estaba obsesionado conmigo.
Quizá el problema era que yo también estaba obsesionada con él. Ya no
sabía qué pensar.
Pegué un manotazo en las sábanas y después me tapé la cara con la
almohada, desesperada. ¿Tanto tiempo para esto?, ¿para que en solo un día
derribase las pocas defensas que tenía? Porque sabía de sobra que si el
suceso del ascensor se repetía, no sería capaz de contenerme ni aunque mi
conciencia estuviera chillándome. Y así era mi vida: una puta montaña
rusa de emociones que ni yo misma podía controlar. Y lo peor era cómo
cojones pensaba afrontar una semana con esos ojos clavándose en mí a
todas horas.
Apoyé mis pies en el suelo, obligándome a ir a desayunar por la cuenta
que me traía, o me tiraría los siete días metida en la cama; que, por cierto,
ganas no me faltaban. Quizá sería una manera de evitarlo a toda costa,
aunque la idea estúpida me trajese peores consecuencias de las que
imaginaba. ¿Y si me dejaba llevar solo esos días?
No. No. No. Y mil veces no.
Si conseguía caer en las redes de Edgar, sí sería verdad que estaría
perdida durante otros dos años más hasta que consiguiera despegar su olor
de mi cuerpo.
Me puse un vestido de color crema y debajo un bikini azul marino que
tenía guardado en el cajón desde hacía bastante tiempo. Quizá un baño en
alguna de las piscinas me iría bien después de hacer la visita por el barco.
Visita a la que esperaba que Edgar no acudiese.
Quince minutos después detuve mi paso en la entrada de la cafetería
adaptada para el desayuno. Busqué con la mirada a Luke y lo encontré en
la zona de las tortitas.
—Buenos días —lo saludé con una sonrisa.
Se giró para contemplarme y esbozó una gran sonrisa.
—Buenos días, dormilona. ¿Quieres tortitas? —Me señaló una de ellas
y puse cara de asco—. ¡Pues vas a perder diez kilos cuando llegues a
Mánchester! —exageró.
—Lo dulce no es uno de mis puntos fuertes —le aseguré.
—Pues allí tienes lo salado —me indicó con la mano mientras me
giraba en la dirección que estaba señalando—. Claro que, si quieres
cogerte algo de allí, tendrás que compartir turno con el maravilloso Edgar.
El pecho se me oprimió de nuevo y miré con mala cara a Luke, que hizo
un gesto de no haber dicho nada malo.
—¿Te crees que le tengo miedo? —le pregunté ofuscada.
—Yo no he dicho tal cosa. —Alzó una ceja con diversión.
—Voy a enseñarte yo a ti el miedo que le tengo a tu amigo —me
envalentoné.
Sujeté el plato con fuerza, aunque por dentro estaba como una jodida
gelatina. Encaminé mis pasos hasta él y, con cara arrogante, le lancé una
mirada a Luke, que me sonreía de oreja a oreja desde la distancia. Cuando
se dio la vuelta, cambié mi gesto de manera radical y el puñetero pánico se
apoderó de mí. Edgar se giró al notar una presencia tras él. Al verme, su
rictus se tensó. Pasé mi mano por encima de su brazo sin llegar a tocarlo y
después me serví un par de cosas más para marcharme de allí cuanto antes.
—Espero que recuerdes que tienes una visita guiada por el barco con
Lincón en media hora.
Lo miré de reojo, contemplando cómo cruzaba sus poderosos brazos en
el pecho. Iba vestido de manera informal, con camiseta básica y
pantalones de deporte, y verlo de esa forma hizo que temblase de pies a
cabeza. Era tan… condenadamente sexy. Tragué el nudo de la garganta y,
con toda la decisión que encontré, le contesté:
—No hace falta que vengas tú a recordármelo. Tengo memoria.
Me escrutó con la mirada de una forma temeraria, y eso ocasionó que
las piernas me cimbrearan como una hoja. Intenté mantenerme firme,
aunque supe que no lo aguantaría si seguía así durante más tiempo cerca
de él. Fui a darme la vuelta para irme, pero lo escuché decir:
—Y también te recuerdo que tienes una conversación conmigo, y no te
bajarás de este barco hasta que me lo expliques.
Sin mirarlo, moví mi rostro un poco hacia la derecha.
—No creo que deba darte explicaciones sobre por qué hago las cosas.
Cuando tuve la intención de dar un paso para marcharme, se colocó
delante de mí y me detuvo.
—¡Sí que me las debes! —bufó furioso sin llegar a gritar, aunque, en el
fondo, sabía que estaba deseándolo.
Lo observé altiva. Sin añadir nada más, pasé por su lado, dejándolo
como una estatua en medio del salón. Me senté en la mesa para dos en la
que Luke estaba desayunando y dejé mi plato con un fuerte golpe que
resonó en toda la cafetería.
—Si quieres pasar desapercibida, lo has conseguido —se mofó.
—Ja, ja, qué gracioso eres —me enfadé.
—No aguantas una broma. Estas más arisca de lo que te recordaba.
Suspiré y tomé asiento.
—Lo siento, es que… —Al darme cuenta del gran error que estaba a
punto de cometer, paré de hablar. Me pasé las manos por la cara para
intentar despejarme—. No he dormido bien. Solo es eso —me excusé.
—Ya. —No se lo creía—. Pues yo, ayer por la noche, estuve de copas
con Warren en la cubierta. —Alcé mis ojos hacia él cuando pronunció su
apellido, y pude apreciar que estaba sonriendo como un bellaco—.
¡Tranquila! No pregunté nada que no debiera, por supuesto. Y mucho
menos le hablé de ti.
—No estoy preguntándote ni recriminándote nada.
Alzó una ceja con ironía.
—Se te nota en la mirada. No te digo más.
Negué con la cabeza y me dispuse a desayunar, por lo menos. Al
terminar, dejé la taza de mi café solo encima del plato y noté que alguien
posaba su mano en el respaldo de mi silla.
—¿Nos vamos?
La ronca y varonil voz de Edgar me hizo revolverme incómoda en mi
asiento. No miré hacia atrás, sabiendo que estaba a mi espalda, y Luke en
ningún momento cometió la impertinencia de observarme para ponerme
más nerviosa. Luke tenía que encajar pocas piezas: el comportamiento de
Edgar, el mío al verlo, los comentarios… Por mucho que siguiera
ocultándolo, tarde o temprano lo descubriría.
—Sí, claro. Si me das unos segundos, voy a por una botella de agua.
Edgar no contestó, pero supe que había asentido cuando Luke le lanzó el
pulgar hacia arriba en señal de aprobación. Cuando se marchó, no fui
capaz de levantarme de la silla, hasta que, en mi oído, escuché un leve
susurro seguido del tacto de sus labios, muy muy pegados a mi piel:
—La última vez que te follé hasta volverme loco

Continuar navegando

Materiales relacionados

202 pag.
276 pag.
AMOR ENTRE JEFES_VICTORIA QUINN PDF

Gimn Comercial Los Andes

User badge image

estren22

147 pag.
Luna-Azul

Escola Colegio Estadual Barao Do Rio Branco

User badge image

Oliveira