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Y todo porque quería comerme una barrita de Snickers para calmar el hambre durante unas cuantas horas y no me apetecía desprenderme de parte del dinero que tanto me había costado ganar. Vivir en las calles de Nueva Orleans siendo un niño no era para pusilánimes. La cara oscura de esa ciudad podía devorarte y escupirte en un abrir y cerrar de ojos. «No hagas amigos. Haz aliados. Pero no te atrevas a confiar en ellos más de la cuenta.» —¡Te he pillado, chaval! ¡La policía viene de camino! ¡Esta vez no escaparás! Ernie, el dueño del supermercado donde más fácil era robar en todo el Barrio Francés, estaba decidido a mandarme al trullo sí o sí, el muy imbécil. Pero antes tenía que pillarme. Nadie conocía mejor que yo las calles de Nueva Orleans después de haber vivido tres años en ellas. Corrí entre la multitud, me interné en un callejón y me colé entre los dos barrotes doblados de una verja de hierro. El gordo de Ernie no pasaría por ese hueco tan pequeño. Corrí por un callejón adoquinado y acabé topándome con una puerta metálica. Cerrada. No era un problema para mí, joder. Trepé por ella como si fuera un mono y salté al otro lado. Ese gilipollas no me encontraría, porque estaba al otro lado de la manzana. Me metí las manos en los bolsillos y saqué las carteras que había robado antes de entrar en el supermercado de Ernie. Tenía que librarme de ellas por si acaso me pescaban. Miré a un lado y a otro de la calle, antes de darme media vuelta para abrir una de ellas. Saqué dos billetes de veinte. No estaba mal. Con eso tendría para comer durante dos semanas. Le eché un vistazo al carnet de identidad antes de tirar la cartera a la alcantarilla. Rocky Mount. Qué pardillo. ¿Cómo se le había ocurrido a alguien ponerle ese nombre a su hijo? Tan pronto como lo pensé, desterré la idea. Por lo menos se habían molestado en ponerle un nombre cuando nació. Abrí la segunda cartera y encontré un billete de cien nuevecito. Genial. Si me andaba con ojo, podría vivir tranquilo durante un par de meses. O, si quería arriesgarme, podía doblar esa cantidad. Miré el segundo carnet de identidad. Lachlan Thorpe. Mejor que Rocky Mount. Un poco mejor, por lo menos. Arrojé la segunda cartera a la alcantarilla y rasgué el envoltorio de la barrita de chocolate, que me metí entera en la boca para librarme del resto de las pruebas y mastiqué aunque se me pegara a las muelas. El vacío que tenía en el estómago pareció agrandarse en espera de lo que sabía que estaba por llegar. Intentaba no pasar más de dos días sin comer, pero a veces no podía elegir. Volví la cabeza al oír la voz de Ernie. —¡Te pillé, ladrón! Mierda. Lo vi doblar la esquina, ese corpachón seguido por dos policías, y eché a correr en la dirección contraria. Yo era más rápido. Más listo. Al menos, eso era lo que me decía mientras volaba sobre el pavimento agrietado. —¡Para, niño! Oía los pasos acercándose a mí y miré hacia atrás cuando llegué al cruce en vez de mantener la vista al frente. Error de principiante. Un Mercedes negro se saltó la señal de STOP y me arrolló. «Mierda, esto duele.» Tensé el cuerpo por el impacto, pero logré encogerme y rodar por encima del capó. Golpeé el parabrisas delantero con los codos cuando el coche frenó en seco y me envió de nuevo hacia delante. Algo me golpeó en el costado antes de caer al suelo y estrellarme contra el asfalto. «Joder, esto sí que duele.» Contuve un gemido mientras plantaba las manos en el suelo para incorporarme. Ernie y los policías, todos gritando como idiotas, corrieron hacia mí. Me puse en pie a duras penas. Si no quería que me pescaran, tenía que salir pitando. Descubrí que un tobillo me dolía horrores cuando intenté apoyar el peso en él, lo que hizo que acabara cayéndome hacia delante y me aferrara al coche en un intento por mantener el equilibrio. Me ardían las costillas por el dolor, pero apreté los dientes. No era la primera vez que me las rompía, así que sabía por experiencia que iba a pasarlo mal. Solo tenía que largarme de allí. Encontrar un sitio donde refugiarme antes de desmayarme por el dolor. Porque si llegaba a ese extremo, sería el final para mí. Las puertas del coche se abrieron. La del conductor y una de las traseras. Me aferré a la insignia doblada para mantenerme en pie y no caer de rodillas al suelo. «Joder con los ricos y sus coches caros con la mierda de los adornos estos.» —¡No te muevas de donde estás, chaval! Vas a la cárcel de cabeza ahor... Ernie dejó la frase en el aire justo cuando empezaba a ver motitas negras con mi visión periférica e intentaba enfocar la vista al frente. Tanto el dueño de la tienda como los policías que lo seguían parecían haberse quedado paralizados en mitad de la calle. —Señor Morello, lo siento mucho, señor. Quitaremos a este desgraciado de su camino ahora mismo. —Eso lo dijo uno de los policías. —Caballeros, ¿les importaría explicarme qué está pasando aquí? — preguntó una voz ronca con un leve acento italiano. Morello. Morello. Mi cerebro no funcionaba como debería, pero el nombre me sonaba. Debería conocerlo. Morello. —Solo es un ladronzuelo de los que viven en la calle. Llevo dos años intentando pillarlo. La explicación de Ernie se ganó una carcajada ronca. —O es más listo que el hambre o ustedes son unos incompetentes del copón. ¿Cuál es el motivo correcto? —El tono del hombre no transmitía el menor respeto por los policías ni por Ernie y fue entonces cuando se me encendió la bombilla. ¡Mierda! Morello era Johnny Morello, el capo de la familia Morello. La mafia que dirigía la ciudad. Los dueños de la ciudad. Lo mirara como lo mirase, la había cagado. Había abollado el coche de Morello, y su escolta seguro que me metía un tiro en la cabeza por eso, mientras los policías miraban sin decir ni pío porque ese hombre era intocable. Intocable. Y si el escolta no me mataba, me dejaría en manos de la policía y de Ernie, y no me cabía duda de que ese sería mi final. De un tiempo a esa parte trataban a los niños como adultos por cualquier cosa que hacían. Ernie lucharía con uñas y dientes para enviarme a la cárcel de por vida. Mientras seguía apoyado en el coche para poder mantenerme en pie, vi que dos lustrosos zapatos negros aparecían en mi campo de visión. Tragué saliva para no vomitar encima del Mercedes y de los zapatos, y me obligué, en cambio, a enderezar la espalda pese al dolor punzante de las costillas cada vez que respiraba. —¿Cómo te llamas, chaval? —me preguntó Morello en voz baja, pero con una autoridad inconfundible. Según tenía entendido, no era un hombre al que pudieras joder y salir con vida. Enfrenté su mirada, decidido a no demostrar miedo, que era más de lo que podía decir de Ernie y de los policías. «Seguro que se han meado encima.» Llevaba dos años viviendo sin nombre en la calle. Había dejado a Michael Arch detrás del contenedor desde donde vi cómo la asistenta social se llevaba a Hope y a Destiny del albergue de la iglesia. Nací sin nombre y había vivido sin él. Pero no podía decirle eso a Johnny Morello. Y ni de coña iba a decirle queme llamaba Michael Arch. Era posible que todavía lo buscaran por asesinato. —Jamás me repito, muchacho. Alguien me dio un empujón en la espalda y me enderecé mientras las costillas protestaban, si bien no pensaba demostrar el dolor. Los ojos negros de Morello me taladraron mientras me devanaba los sesos en busca de un nombre que decirle. Recordé los carnets de identidad que había tirado a la alcantarilla y me inventé algo sobre la marcha. —Me llamo Lachlan Mount, señor. Siento haberle abollado el coche. No ha sido mi intención. No quería faltarle el respeto. Morello me observó, sin duda percatándose de mi desastrosa apariencia, mi mirada acerada y mi cara demacrada. —Lachlan Mount. Un nombre con fuerza para un chico listo. ¿Eres un chico listo, Mount? —Sí, señor. —¿Llevas dos años dándole largas a la poli? —Entrecerró los ojos como si esperara que le mintiese. Pero Morello desconocía que yo ya no tenía nada que perder. —Sí, señor. Levantó un poco esas cejas oscuras. —Entonces hoy no te han salido bien las cosas. —No, señor. Nada bien. —Apreté los dientes porque el dolor empeoraba cuanto más rato estaba de pie. —Mount, me has jodido el coche. Así que estás en deuda conmigo. Asentí con la cabeza y me metí la mano en el bolsillo para sacar el dinero que acababa de robar. —Lo siento, señor. —Le entregué el dinero—. Esto es todo lo que tengo. Él miró los billetes que le ofrecía y se echó a reír. Una carcajada grave y estentórea que pareció reverberar en los altos edificios de ladrillo que nos rodeaban y que me habían bloqueado la huida. —Chaval, ¿sabes cuánto cuesta este coche? Porque lo que tienes en la mano ni siquiera va a arreglar el adorno del capó. —Es lo único que tengo, señor. Esperé a sentir el roce del cañón de una pistola en la nuca; porque, según tenía entendido, esos tíos de la mafia preferían asesinar a sus víctimas como si las ejecutaran, pero no pasó nada. Morello ladeó la cabeza sin dejar de observarme. —¿Cuánto has tardado en robar ese dinero? —Unos minutos. Lo pillé de camino a la tienda del gordo asqueroso ese. —¡Oye! —protestó Ernie, dispuesto a defenderse, pero Morello levantó una mano y guardó silencio al instante. Morello se frotó el bigote, que ya empezaba a lucir algunas canas, y siguió mirándome. —¿Cuántos años tienes, Mount? Cuanto más repetía el apellido que yo me había inventado, más me gustaba. Me parecía adecuado. Como si hubiera nacido con él. Cuadré los hombros, pese al insoportable dolor. Tenía orgullo, y eso era más fuerte. —Quince, casi dieciséis. —Me inventé lo último porque, en realidad, no tenía ni idea de cuándo era mi cumpleaños. Morello se apartó la mano del bigote y me atravesó con su mirada. —Mount, te voy a ofrecer tres opciones hoy, porque me siento generoso. Guardé silencio, a la espera de oír la sentencia que estaba a punto de pronunciar. —La primera, te entrego a la policía y ellos te tratan como a un adulto y te envían a la cárcel. Dudo mucho que pase un solo día antes de que alguien te convierta en su juguete preferido. Me obligué a no reaccionar, aunque sus palabras me provocaron unas ganas enormes de vomitar, porque sabía que tenía razón. —La segunda, Frankie te pega un tiro aquí mismo por haber jodido mi coche preferido y después te tiramos a una cuneta, que seguramente es donde siempre has pensado que acabarías. No se equivocaba mucho, pero no dije ni mu. —La tercera, te subes al coche, te llevamos al médico para que te eche un vistazo y trabajas para pagarme la deuda que me debes por la reparación del coche. Si no la cagas, a lo mejor encajas y hasta consigues un trabajo de verdad en vez de ir por ahí robándoles a los turistas. Uno de los policías por fin le echó huevos y dijo: —Señor Morello, si no le importa, nosotros nos encargaremos de él. No es necesario que usted se moleste... Morello lo miró al instante y lo interrumpió. —Si quisiera tu opinión, so cerdo, te la pediría. Cierra la puta boca. Su mirada regresó a mi cara mientras oía que alguien desenfundaba una pistola. Supuse que era Frankie, el escolta de Morello, preparándose para llevar a cabo la segunda opción o para matar a un policía a plena luz de día. Me cagué por dentro, pero no lo demostré. Y tomé la única decisión posible. —La tercera, señor. Elijo la tercera opción. Morello asintió con la cabeza. —Me lo imaginaba, porque no eres tan tonto como esos gilipollas. — Señaló a los policías con un gesto de la cabeza antes de mirar por encima de mi hombro—. Mételo en el coche. Llama al médico y avísalo para que se prepare. Tan pronto como me puso las manos encima, me di media vuelta y apreté los dientes para no soltar un grito de dolor. —Puedo subir al coche solo. Un brillo jocoso apareció en los ojos de Frankie. —Siéntate delante, chaval. Cojeé hasta la puerta, la abrí y prácticamente me derrumbé sobre el asiento antes de cerrarla de nuevo. Por suerte, nadie pudo oírme sisear por el dolor, porque Morello y Frankie seguían fuera, hablando con Ernie y los policías. Sus voces se oían altas y claras porque la puerta trasera estaba abierta. —Señor, sin ánimo de ofender... —Jamás habéis oído el nombre de Lachlan Mount. Nunca lo repetiréis. Nunca lo habéis visto. Olvidaréis que existe. Ahora forma parte de mi organización, y como se os ocurra ir a por él, le ordenaré a mi gente que os despelleje vivos y yo me reiré a carcajadas mientras gritáis como los cerdos que sois. ¿Os gusta la idea? Los tres hombres, incluyendo los dos vestidos con uniforme, asintieron con la cabeza como idiotas y balbucearon sus respuestas. —Entendido, señor. —No lo he visto en la vida. —No sé de quién está hablando, señor Morello. Ahora mismo volvemos a la comisaría. El miedo que les provocaba Morello era evidente, como si fuera un mal olor que emanaba de sus cuerpos. O a lo mejor uno de ellos se había cagado en los pantalones. A juzgar por el temblor de los policías, no me extrañaría. Además, estaba la mancha húmeda que se extendía por los pantalones de Ernie. Se había meado encima. Joder, qué fuerte. Claro que tampoco me sorprendía. El porte de Morello era severo. Sus órdenes, absolutas. No me cabía duda de que los habría matado a todos allí mismo y habría cumplido todo lo que había dicho al pie de la letra. Nunca había visto antes ese tipo de poder en acción. Nunca había visto ese miedo en la cara de un policía. Me dejó fascinado. ¿Qué se sentiría al ostentar semejante respeto? Morello se sentó en el asiento trasero del Mercedes y Frankie cerró la puerta. —Mount, no hagas que me arrepienta de esto, porque te aseguro que te enterraré vivo si me traicionas o traicionas a los míos, joder. —Entendido, señor. No se arrepentirá. —Bien. Frankie se sentó al volante y arrancó el coche que me había salvado la vida. En algún momento del accidentado trayecto hasta el lugar al que nos dirigíamos, me desmayé por el dolor. 2 Keira En la actualidad El dolor me consume cuando recupero el conocimiento. La puerta del coche se abre de repente, y la fuerza de la gravedad hace que me caiga de lado. Unos fuertes brazos detienen mi caída. —Te tengo. Abre los ojos, fierecilla. Abre los ojos por mí, joder. Me cago en la puta, no te voy a perder ahora. Esa voz. Grave. Ronca. Pecaminosa. Era la voz del diablo, pero ha dejado de serlo. Ahora es la voz del hombre que me enfurecía no poder retener una vez de regreso en Nueva Orleans. Parpadeo y tengo la sensación de que tengo una brecha en la cabeza, donde me golpeé contra la ventanilla cuando giramos en la esquina y nos estampamos contra la farola. El dolor me martillea las sienes. Cuando enfrento esos ojos oscuros que conozco tan bien, su temor se transforma en alivio. La ardiente pasión que veía en esos ojos solía provocarme escalofríos de pánico, pero ahora me da fuerzas. —Joder, gracias a Dios. —Su frente roza la mía, y aspiro su olor cítrico y amaderado. —¿Crees que te ibas a librar de mí tan fácilmente? —Hablo con lengua de trapo, arrastrando las palabras, sin la seguridad que quería transmitir. Intento sentarme, perosiento un dolor lacerante en el costado. —Joder, me duele. ¿Qué ha pasado? —No importa. Te vas a poner bien. Te juro por mi vida que te vas a poner bien. Su forma de decirlo, con una convicción absoluta y enfatizando las palabras, hace que lo crea. Aparto la mirada de sus ojos y me percato de la sangre que me cubre la ropa y de que hay cristales por todas partes. —Ay, mierda. Me toma la cara entre sus fuertes manos y me obliga a mirarlo de nuevo a los ojos, pero no antes de que vea la sangre que le mancha la ropa también a él. —Ay, Dios, necesitamos ayuda. —No nos va a pasar nada. ¿Me entiendes? Tienes que mantener la cabeza fría. ¿Serás capaz? Asiento con la cabeza aunque tengo la sensación de que me va a estallar por el dolor. La bilis me sube por la garganta. —No pienses en el dolor, Keira. Puedes hacerlo. Trago un poco de saliva y me estremezco. —Puedo hacerlo —le aseguro, aunque no sé si estoy mintiendo o no. —Muy bien. —Se quita la chaqueta y me la pega al costado—. Aprieta con esto como si te fuera la puta vida en ello. ¿Me entiendes? Cuando Lachlan Mount dice que hagas algo como si te fuera la vida en ello, tal vez sea así. Recuerdo el miedo que he visto en sus ojos hace un momento. —¿Me estoy muriendo? —En vez de tristeza, la rabia me consume. «No estoy preparada. No he terminado con este mundo. No he terminado con este hombre», me digo. —No te estás muriendo, joder. No pienso permitirlo —dice, imprimiéndoles a las palabras una voluntad férrea y una tenacidad feroz. —Vale. —Me pego la chaqueta con más fuerza sobre el lugar donde más me duele en el costado derecho al tiempo que él me rodea la espalda con un brazo. —Vamos a largarnos de aquí cagando leches. Mi gente viene de camino. Agárrate fuerte. Asiento de nuevo con la cabeza y se me nubla la vista con cada movimiento mientras Lachlan me saca del coche, agazapado en todo momento, antes de rodearlo para detenerse entre el capó destrozado y el edificio contra el que ha quedado. Se tambalea con un gruñido, y esa muestra de sufrimiento me duele más que mis heridas. —Para. Estás herido. No... —No hasta que estés a salvo. No pienso permitir que corras ningún riesgo, joder. ¿Dónde coño se han metido? —Mueve la cabeza de un lado a otro mientras la oscuridad amenaza con engullirme de nuevo. ¿Qué me pasa en la cabeza? Me obligo a mantenerme despierta, porque ni de coña pienso perder el conocimiento otra vez. Soy más fuerte. Le doy un apretón en la mano para llamar su atención. —Yo tampoco pienso perderte. ¿Me entiendes? Deja de ser tan cabezón, joder. Me mira a los ojos, y toda muestra de dolor desaparece cuando esboza una sonrisilla torcida. —Trato hecho. Oímos el chirrido de unas ruedas en el asfalto y vuelvo la cabeza, aunque hago una mueca cuando el dolor me invade las sienes. Sin embargo, no puedo ver nada porque Lachlan gira el cuerpo y me estrecha con fuerza hasta darle la espalda al coche que se avecina. ¡Está haciendo de escudo humano! —No te atrevas a... —Cierra la boca, Keira. En lo que a ti respecta, haré todo lo que tenga que hacer. —Una fuerte mano me sujeta por la nuca y me pega la cabeza a su pecho. Otro coche se detiene en seco, y el ruido de las puertas al abrirse se abre paso en mi dolorida cabeza. Los pasos resuenan sobre el asfalto mientras Lachlan vuelve la cara. —Joder, menos mal —susurra, y su cuerpo se relaja al tiempo que se da la vuelta, y por fin veo a Cicatriz. Otra cara que hasta hace poco solo me inspiraba miedo ahora me provoca un enorme alivio. Cicatriz corre hacia nosotros, tan silencioso como de costumbre, pero lleva la furia escrita en la cara. Lachlan me pega con más fuerza a su pecho. —Llévatela. Enciérrala. Tu vida por la suya. ¿Me entiendes? Cicatriz asiente con la cabeza en silencio, y Lachlan afloja los brazos. —Joder, Keira, no se te ocurra morirte. Te juro que echaré abajo las puertas del Cielo con mis propias manos y que iré a buscarte. Los brazos de Cicatriz me rodean, y es una sensación que conozco muy bien, pero mis dedos se niegan a soltar el cuello de Lachlan. La tela de la camisa se abre cuando Cicatriz se aleja, obligándome a soltarla. —¡No pienso dejarte! —Me debato entre los brazos de Cicatriz, aunque cada movimiento hace que el estómago se me revuelva y que mi cuerpo pida a gritos que me quede quieta—. Suéltame. Me quedo con él. Cicatriz me gruñe al oído, y clavo la mirada en la camisa que lleva Lachlan. Tiene el costado izquierdo empapado de algo rojo. Al principio, creo que la sangre es mía, pero la tela desgarrada y la hemorragia constante me indican que me equivoco. —¡Déjame! ¡Sálvalo a él! Él te necesita más que yo. Las lágrimas me caen por la cara mientras Cicatriz me sujeta con más fuerza, sin que mis débiles esfuerzos por liberarme le impidan alejarme cada vez más de Lachlan. Otros dos hombres se acercan corriendo a él, pero no los conozco. —¡Mátalos! —le grito, sin reconocer mi propia voz—. ¡No lo toquéis, cabrones! Lachlan se tambalea y los hombres lo sujetan, uno a cada lado. —Ponla a salvo... —Lachlan deja la frase en el aire cuando su cuerpo se queda laxo entre los dos desconocidos. —¡No! —grito, pero Cicatriz sigue hacia el coche sin prestar atención a lo que acaba de suceder—. ¡Para! ¡Tienes que volver a por él! Intento zafarme de sus manos, le araño los hombros y me da igual el dolor agónico que me recorre de la cabeza a los pies. El espanto anula el dolor al ver cómo se llevan el cuerpo inconsciente de Lachlan a un coche que no reconozco, mientras Cicatriz se acerca a uno que sí me suena. —¡Suéltame! —chillo, pero se me quiebra la voz cuando me deja en el asiento trasero y cierra de un portazo para silenciar mis protestas. Intento abrir la puerta, desesperada por impedir que esos hombres se lleven a Lachlan, pero Cicatriz ya está al volante. Activa los seguros de las puertas antes de poner en marcha el coche y salir disparado por una calle del Barrio Francés. Hace unas semanas, me habría encantado que me llevaran a toda leche en la dirección contraria adonde se encontrara Lachlan Mount, pero eso fue antes. Lo que ha dicho en el hangar es cierto: «Todo ha cambiado». Las lágrimas me bañan la cara mientras me vuelvo para mirar por el parabrisas trasero tintado. Cada vez más lejos, veo cómo los dos hombres meten a un inconsciente Lachlan en el asiento trasero de otro coche. Me quedo ronca de tanto gritarle a Cicatriz para que dé la vuelta, pero al doblar en una esquina, lo pierdo de vista por completo. —¡No! 3 Keira No recuerdo haberme desmayado, pero al despertarme en una habitación de paredes blancas, suelo gris industrial y olor a desinfectante, sé que en algún momento perdí el conocimiento. Me incorporo en la cama del hospital y miro a un lado y a otro. Mala idea. El dolor empeora, y lo veo todo más borroso todavía. Pero, pese a la falta de claridad, consigo atisbar otra cama situada a escasa distancia de la mía. ¿Dónde está Lachlan? Recuerdo a dos desconocidos llevándoselo a rastras, y me parece una pesadilla. Tengo que encontrarlo. Tengo cables pegados al pecho, y me los arranco. El pitido estable de una máquina se convierte en una alarma. Me han colocado una vía intravenosa, pero me arranco el esparadrapo y me preparo para quitármela. La puerta se abre en ese momento, y aparece una desconocida. —No. Si se la quita, tendremos que ponerle otra. Ha insistido en que no corramos ningún riesgo con usted. Yo creo que exagera, pero como no pinto nada... —¿Dónde está? —Me aferro al tubo de plástico como si fuera una paciente de un psiquiátrico, amenazando con rajarme una muñeca—. Dímelo o me quito esto antes de que puedas acercarte más. La mujer retrocede un paso al oír la vehemencia de mi amenaza. —Los médicos lo están atendiendo ahora mismo. No hace falta que se haga daño ni que haga que se cabree conmigo. Suelto el tubo de plástico. —¿Lo están atendiendo? ¿Es grave? —Recuerdo el agujero de su camisa y la sangre que manaba de la herida del costado—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? Mis recuerdos son todavíamás confusos que los de la noche de la borrachera en Dublín. La noche que bailé con Lachlan en un pub. La mujer responde a mis preguntas sin seguir el orden. —Está usted en la clínica del complejo. Somos autosuficientes. Mount ha recibido un disparo, pero es una herida limpia, con orificio de entrada y de salida. Usted tiene una conmoción cerebral de las buenas además de laceraciones superficiales, hematomas y un buen corte en el costado derecho. Tiene suerte de que no haya sido más profundo. No ha necesitado puntos de sutura, solo adhesivo tópico. Hemos limpiado las heridas y le hemos hecho unas cuantas pruebas. Se pondrá bien. Miro el pijama azul de hospital que llevo como si pudiera ver a través de la tela. —¿Laceraciones, hematomas y una conmoción cerebral? ¿No debería sentirme más dolorida? La mujer, que a esas alturas supongo que es médico o enfermera, se ríe. —Le hemos chutado tal dosis de calmantes que seguro que se siente como nueva. Pero... no se arranque la vía. Va a montar un estropicio, y ya hemos limpiado bastante sangre por hoy. Ya vale de hablar de mí. —¿Cuánto tardará en volver? ¿Ha sido grave el disparo? Va a ponerse bien, ¿verdad? Me dijo que se pondría bien. Me lo prometió. La mujer me mira como si yo fuera una especie de animal salvaje y, ahora mismo, así es como me siento. —Ha perdido mucha más sangre que usted. Ni siquiera se molestó en intentar detener la hemorragia, y él no es tan tonto como para hacer eso. Tengo el recuerdo borroso de Lachlan dándome su chaqueta para detener mi hemorragia. Seguramente a costa de poner en riesgo su propia vida. —No va a morir. —No es una pregunta. Es imposible que muera, porque si no, me da algo. Pero la enfermera o la doctora, o lo que quiera que sea, me da la razón. —No, es cierto. No va a morir. Es demasiado testarudo. Hasta el diablo lo mandaría de vuelta. Una punzada de alivio se cuela entre el pánico que me atenaza el pecho. —¿Estás segura? Ella asiente con la cabeza. —Ahora mismo lo están atendiendo un par de eminencias médicas. Solo lo mejor para Mount. Pero ese idiota testarudo no permitió que lo tocaran hasta que acabaron de atenderla a usted. —¿Cómo? —Se me quiebra la voz. —Incluso los amenazó con una pistola. Eso parece típico del hombre que yo conozco y amo. Un momento. ¿El hombre al que amo? Ese pensamiento me atraviesa el cerebro como la bala que al parecer había resquebrajado el parabrisas delantero del coche. ¿Es posible siquiera? Me dejo caer de nuevo en la cama, sin fuerzas de repente, y la mujer se acerca. —¿Está bien, señora Kilgore? ¿Estoy bien? No sé qué contestar. Ahora mismo estoy intentando asimilar la revelación más sorprendente, pero más obvia, de mi vida. Me estoy enamorando de Lachlan Mount. No, tiempo verbal incorrecto. Me he enamorado de Lachlan Mount. —¿Señora Kilgore? ¿Le pasa algo? ¿Le duele en algún sitio? Niego con la cabeza. —No, es que... acabo de... Sus ojos me miran con simpatía. —¿Shock postraumático? —Es posible. —Apoyo la cabeza en la almohada y clavo la mirada en el techo mientras acabo por aceptar la verdad. He oído decir que las experiencias traumáticas pueden tener un efecto muy potente en el cerebro, pero ¿cómo es posible que no me haya dado cuenta de lo que se cocía bajo la superficie? «Baila conmigo, Lachlan. Baila conmigo en Dublín.» La sonrisa que esbozó aquella noche aparece en mis recuerdos. ¿Fue entonces cuando sucedió? ¿Qué más da? —Permítame ponerle otra vez esto para poder controlar sus constantes vitales. Estoy segura de que me matará con sus propias manos si dejo que le pase algo. Me vuelve a poner el esparadrapo sobre la vía y después se acerca a la máquina, coge los cables que me he arrancado del pecho y me los pone de nuevo, aunque yo no le presto la menor atención. De ahí que no me dé cuenta hasta que habla de que me ha inyectado algo por la vía intravenosa. —Necesita descansar —me dice mientras retira la jeringuilla. —¿Qué has hecho? —Inyectarle una cosa que la va a ayudar a descansar. Me pesan los párpados de repente, y abro la boca para protestar, pero es imposible luchar contra lo que sea que me haya inyectado. —Mount estará aquí cuando se despierte. 4 Mount Los gritos de Keira resuenan en mi cabeza sin parar mientras me sacudo entre las sábanas y salgo de un inquieto sueño. ¿Qué coño me han dado? Les dije que no quería mierdas. Que necesitaba mantenerme despierto. Alerta. Hay una sola idea que se repite en mi cabeza desde que esa puta bala atravesó el parabrisas. «No puedo perderla. No me la vais a quitar, joder.» —¿Dónde está? —Me parece que hablo con voz demasiado ronca cuando por fin me sale, pero es imposible no captar la desesperación de la pregunta —. ¿Keira está bien? —Estoy aquí. Su pequeña mano se cierra sobre la mía. La tensión me abandona al sentir su caricia, aunque el olor a desinfectante me inunda las fosas nasales. —Los he obligado a que me pusieran más cerca de ti, porque amenazaron con esposarme a la cama para que me quedara quieta si no dejaba de intentar acercarme. Habla con un hilo de voz que apenas oigo por encima de los pitidos de las máquinas, pero sus palabras me envuelven y me tranquilizan todavía más. No tengo ni idea de cómo me he ganado su lealtad. Pero no pienso permitir que la pierda. Examino cada centímetro de su cuerpo, desde la melena revuelta hasta el pijama de hospital azul que lleva. Ya no veo ni rastro de sangre. Está de una pieza y en su cara no veo reflejado el dolor. —Joder, dime que estás bien. En mi pesadilla, ella gritaba porque se estaba muriendo y yo no podía salvarla. Esos gritos eran peores que el dolor de las balas que me han metido en el cuerpo. Un millón de veces peores que el atropello de aquel Mercedes hace tantos años. Peor que cualquier puñalada o cualquier otra herida que haya recibido o que me haya imaginado. —Estoy bien. Y tú te vas a poner bien. Los dos nos pondremos bien, joder, porque si no, te juro por Dios que iré a por quienquiera que lo haya hecho y lo mataré con mis propias manos. —Una gélida determinación respalda sus palabras. «Mi fierecilla sedienta de sangre. Mi desafiante reina.» No debería hacerme gracia, pero nada relacionado con esta mujer sigue las leyes de la lógica. Ha salido de una burbuja, de un mundo en el que yo nunca he vivido. Cuando la arrastré a las sombras y a la oscuridad, no pensé en las consecuencias de mis actos, más allá de la satisfacción que su sumisión me brindaría. Soy egoísta. Me conozco lo suficiente para aceptarlo. No hago más que tomar, tomar y tomar. Eso era lo que quería hacer con Keira Kilgore. Hacerla mía hasta saciarme. Pero esta noche lo único que quería era tomar su dolor y hacerlo mío, sin importarme si eso me mataba. Nunca he creído en el altruismo. Siempre me ha parecido una leyenda urbana. Pero en lo tocante a Keira Kilgore, he cambiado de parecer. Todo ha cambiado. La vida me enseñó a no encariñarme con nada, porque nada en este mundo es permanente. Todo es transitorio. Ya no acepto esa premisa en lo referente a ella. Es mía. Se queda conmigo. Ni siquiera mi ennegrecido corazón soportaría perderla. La mantendré a salvo con mi último aliento si llega el caso. He evitado tener una debilidad de la misma forma que otros hombres evitaban al demonio... o a mí. Pero mandé a la mierda las debilidades cuando pensé que podía perderla. En ese momento se hizo la luz: perder a Keira sería como perder mi fuerza. Esta fierecilla pelirroja, con los chispeantes ojos verdes, ha cambiado los cimientos de mi mundo. —Creía que te había perdido —me dice, y a sus ojos asoma la angustia—. No quiero volver a sentir algo parecido. —Nunca. Ni el diablo me quiere. —Prométemelo. «Nada es permanente», me recuerda la voz de mi conciencia. Pero soy Lachlan Mount, joder, y pongo las reglas y las cambio a mi antojo. —Te lo prometo. Me da otro apretón en la mano. —Vale. —Debería dejarte marchar. Enviarte a algún lugar seguro, tan lejos de mí como sea posible, pero... —Tú inténtalo y verás... —Keira levanta la barbilla con gesto obstinado.—Si fuera mejor persona, eso es lo que haría. Me mira con expresión enfurruñada y los dientes apretados. —Pues menos mal que no lo eres. La puerta se abre y entra uno de los médicos cuyo nombre no atino a recordar. —Señor Mount, ¿cómo se encuentra? Mi primer impulso es soltarle la mano a Keira para asegurarme de que no ve lo colado que estoy por ella, porque eso sería admitir una debilidad. Sin embargo, no lo hago. De hecho, entrelazo nuestros dedos y lo miramos como un frente unificado. —Como si me hubieran pegado un puto tiro y luego me hubieran cosido. —Puedo decirle a la enfermera que le aumente la dosis de calmantes. En ese caso, no sentirá nada. Retrocede hasta la puerta, pero lo detengo. —No. Ya me han dado más de la cuenta. No quiero nada más. Quiero sentirlo todo. Quiero sentir hasta el último segundo de dolor. No pienso permitir que vuelvan a drogarme. —Lachlan... —Keira habla en voz baja y me aprieta los dedos con fuerza. Cuando le devuelvo el apretón, se queda callada. —Asegúrate de que la señora Kilgore tiene todos los calmantes y lo que sea que necesite, pero a mí me dejas tranquilo. Dile a V que entre en cuanto te vayas. El médico asiente con la cabeza y se vuelve para marcharse, aunque no aparta la vista de nuestras manos entrelazadas. —Como digas una sola palabra de lo que ha sucedido esta noche... —No lo haría jamás, señor. Pulse el botón para avisarnos si alguno de los dos necesita algo. Estamos a su servicio todo el tiempo que sea necesario. En cuanto sale de la habitación, Keira se suelta de mi mano. Quiero volver a cogérsela, pero está demasiado ocupada meneando un dedo delante de mis narices. —Ni se te ocurra soportar el dolor como un capullo cabezota. Acepta los calmantes. Me vuelvo hacia ella, aunque el cuerpo protesta cuando me muevo, porque necesito verle la cara para hacerle entender por qué he rechazado los calmantes. —Si estoy inconsciente, no puedo protegerte, y eso no es una opción. Estás ligada a mí. Tu seguridad, tu vida, está en mis manos, y eso no es algo que vaya a poner en peligro así como así solo por ahorrarme unas horas de sufrimiento. —¿Unas horas? —Resopla—. Te han disparado. No estamos hablando de que te haya salido un padrastro. —No es la primera vez. Y seguramente no sea la última. Keira gruñe, y es evidente que el miedo que me tenía antes, aunque intentara ocultarlo, ha desaparecido. —Ni se te ocurra volver a recibir un disparo. —Eso no te lo puedo prometer. —Pues miénteme. Dame algo. Una carcajada ronca brota de mi pecho. Es única. Ya lo sabía, pero me lo ha demostrado todos los días desde que la conozco. Mentiras. Siempre han salido de mis labios sin problemas. Como algo innato. Como la primera opción. Pero, en este caso, soy incapaz. —Se acabaron las mentiras. No habrá mentiras entre nosotros. Ya no. Keira echa la cabeza hacia atrás con la sorpresa pintada en la cara. —¿Eso quiere decir que me vas a contar tus secretos si te pregunto? Clavo la vista en el techo. Pues claro que tenía que ir por ahí. No sería la pareja que sabía que yo quería, aunque no supiera que la necesitaba, si no lo hubiera hecho. Suelto un largo suspiro, aunque una parte de mí no termina de creerse que vaya a hacer lo que estoy a punto de hacer. Pero, tal como he descubierto hace poco, todo ha cambiado. —¿Qué quieres saber? 5 Keira Venga ya. No tiene intención de darme carta blanca para que le pregunte cualquier cosa ni me va a decir la verdad, ¿o sí? La sinceridad de esos ojos oscuros es innegable. Claro que también lo es el cansancio evidente en sus rasgos. Antes habría aprovechado al instante la oportunidad de aplicarle el tercer grado a ese hombre y así conseguir las respuestas a todas las preguntas que tengo acumuladas, pero ahora mismo no puedo hacerlo. Lo que me preocupa es él y que se recupere pronto. Porque la salud y la seguridad de Lachlan ocupan ahora el primer puesto en mi lista de prioridades, desde que vi cómo lo alejaban de mí en la calle. —Necesitas dormir. Descansar. Porque tienes que reducir la ciudad a cenizas para que todos sepan que nadie le toca un pelo a Lachlan Mount ni a su mujer. Me mira de nuevo asombrado y me observa como si jamás me hubiera visto. A lo mejor tiene razón. Porque nunca me he sentido como me siento ahora. —¿Mi mujer? Lo miro con los ojos entrecerrados. —Eras tú quien querías que admitiera que eres mi dueño. Y resulta que las experiencias que te dejan al borde de la muerte tienen el efecto de aclarar las cosas de repente. Lachlan cierra los ojos antes de hablar. —Es el efecto de los calmantes. Cuando salgas de esa cama, empezarás a protestar otra vez y a exigirme que te deje marchar. Hago un mohín con los labios y cruzo los brazos por delante del pecho, aunque disimulo el respingo de dolor que ni siquiera los calmantes que llevo en el cuerpo logran evitar. ¿Es el efecto de dichos calmantes? Me niego a creerlo. El afán posesivo que sentí y las ganas de aniquilar todo lo que se pusiera en mi camino cuando lo alejaron de mi lado no fueron efecto de los calmantes. De la adrenalina, tal vez. Pero fueron emociones sinceras. —Bueno, ya veremos quién tiene razón. Porque yo ya sé cómo va a acabar esto exactamente. —¿Y cómo acaba? —me pregunta él, pero la puerta se abre antes de que pueda responderle. 6 Mount En cuanto V entra en la habitación, veo en su cara todo lo que necesito saber. Está muy mal la cosa. Pero chunga de verdad. Hace mucho que aprendí que, a menos que nos comunicáramos a través de mensajes de texto, la única manera de conseguir respuestas era hacer preguntas que se respondan con un sí o con un no. Y como no tengo ni idea de dónde está mi móvil, ese tipo de preguntas son mi única opción. —¿Han encontrado al tirador? —No hizo falta que diera la orden. J empezaría a buscarlo nada más enterarse de lo que había pasado. V menea la cabeza. —¿Se han encargado de la policía? —Seguro que alguien avisó del accidente, y necesito que los primeros polis que llegasen al escenario antes de que lo limpiaran se olvidaran de lo que habían visto. Nadie puede saber lo que ha pasado. El equilibrio de poder se desestabilizará si corre la voz de que alguien ha tenido los huevos de intentar quitarme de en medio. Por suerte, muchos policías de la ciudad responden ante mí y no al revés. V asiente con la cabeza. —¿Se llevaron el coche y se limpió el escenario? Asiente otra vez con la cabeza. —¿Han recuperado la bala? Levanta la mano, con dos dedos separados unos dos centímetros. Eso quiere decir que todavía no, pero que están a punto. —Desmonta el coche. La bala tiene que estar dentro. No vi orificio de salida. Averigua de dónde coño salió y busca al tirador. Tenemos que descubrir quién cojones es tan tonto como para hacer algo así. Asiente de nuevo con la cabeza y se da la vuelta para marcharse, pero lo detengo. —Lo has hecho bien. Su seguridad es tu máxima prioridad... con independencia de todo lo demás. Siempre te encargarás de ella primero, como lo has hecho. Keira interrumpe la conversación. —Ah, no, de eso nada. La miro de reojo. —No tienes voz ni voto. No pienso negociar con esto. —No a costa de tu seguridad. No me obligues a cargar con eso. El precio es demasiado alto. V nos mira a uno y a otro, sin duda alucinado por el tema de la discusión. —¿Quién te da las órdenes, V? —mascullo, obligándolo a mirarme de nuevo. Cuando me señala, obediente, miro a Keira—. Da igual lo que digas, aquí se hace lo que diga yo. —Pues te digo que es una gilipollez. —Qué pena. V me mira a los ojos de nuevo y me dirijo a él. —Monta guardia. Nadie entra a menos que sea una urgencia médica, y solo si el personal tiene permiso para hacerlo. Me han dicho que tengo que descansar para poder desatar toda mi furia sobre la ciudad y sobre quienquiera que haya hecho esto. —Miro a Keira con una sonrisa torcida. V asiente con la cabeza y se va hacia la puerta. Una vez que se cierra tras él, el cansancio hace mella en mis músculos, pero extiendo el brazo para cogerle la mano a Keira, y ella me da un apretón. Todoeste asunto, de que no discuta conmigo ni intente escapar, es surrealista. Al igual que mi voluntad de seguir sus órdenes. —No voy a dejar que... La interrumpo con una mirada. —Creía que querías que descansara para poder vengarme. Levanta las cejas con expresión sorprendida. —¿De verdad me vas a hacer caso? —Con una condición. —Desembucha —me ordena sin titubear. —Que tú también descanses. Tuerce el gesto de forma desafiante, pero por un motivo totalmente distinto al habitual. —Yo haré guardia. Tú descansa. —V está haciendo guardia fuera. Nadie va a pasar con él ahí. Así que, descansa, joder. Te necesito de una pieza, sana. Tengo muchos planes para ti, que lo sepas. Keira me observa un buen rato antes de replicar: —¿Y descansarás si yo lo hago? —Sí. —Trato hecho. Extiende la mano y yo se la estrecho para sellar el trato. De alguna manera, en mitad de todo este caos, nuestras posturas han cambiado. Ya no soy quien la obliga a plegarse a mis deseos porque no tiene más remedio. Ahora somos iguales. Compañeros. Es una sensación novedosa y difícil, una sensación que debería acojonarme, pero que de ninguna manera me parece una debilidad. De hecho, nunca me he sentido más fuerte. Me duermo con los dedos entrelazados con los suyos. 7 Keira Incluso drogada por los calmantes, soy la primera en despertar. Creo que he obligado a mi cuerpo a recuperar la consciencia porque necesitaba asegurarme de que Lachlan sigue respirando. Ahora me importan una mierda mis heridas. Él me preocupa muchísimo más. El dolor es evidente en su cara, incluso dormido. Juré que lo odiaría hasta mi último aliento. Que nunca le daría lo que quería. Que erigiría un muro impenetrable alrededor de mi corazón, aunque me comiera la cabeza y obligara a mi cuerpo a traicionarme. Lachlan Mount ha destruido esos muros. Cuando le dio la espalda al coche, sirviéndome de escudo humano, quedó patente cuál era mi lugar en su vida, y eso fue antes de que supiera que le habían disparado. Sin embargo, para ser sincera, no fue en ese momento cuando mis muros empezaron a derrumbarse. No, el cemento empezó a resquebrajarse cuando me di cuenta de que me llevaba a Dublín, haciendo realidad un sueño dorado para mí, aunque él no se jugaba nada. Aunque no haya podido preguntarle lo que quiero, me apostaría lo que fuera a que actuar de forma tan altruista es una novedad para Lachlan Mount. La puerta de la habitación se abre de nuevo y entra V. Otro cambio, pero ya no pienso en él como en «Cicatriz». Ya no es el hombre que facilita y controla mi cautiverio, sino alguien dispuesto a entregar su vida por la mía. —¿Va todo bien? —le pregunto en un susurro. Sé que no me va a contestar, y aunque Magnolia me dijo que es porque Lachlan le cortó la lengua, estoy convencidísima de que se equivoca. La lealtad que demuestra V no nace del miedo ni de la intimidación. Nace del respeto. V asiente con la cabeza, pero me ofrece algo. Mi bolso. ¿Y en la otra mano? Mi móvil. Deja ambas cosas en la cama, a mi lado, y mira con insistencia el móvil. Le echo un vistazo a la pantalla y veo varias llamadas perdidas de mi padre y varios mensajes de texto de Temperance. Mierda... Es la una de la tarde, y un día después de lo que suponía. He dormido más de lo que creía. Tampoco me ayuda el haber perdido la noción del tiempo con todo el lío del cambio horario por el vuelo, de los calmantes y de la ausencia de reloj en la habitación. Desbloqueo el móvil y leo primero los mensajes. TEMPERANCE: Los teléfonos no dejan de sonar. Tu padre. La prensa. La junta de turismo. Los distribuidores. Todos quieren saber del premio de la convención. Sé que fue algo de última hora, pero tengo que decirles algo, jefa. Échame una mano. TEMPERANCE: ¿Estás bien? ¿Dónde estás? TEMPERANCE: Keira, joder, contéstame. Tu padre dice que mañana se monta en el primer avión para venir. El último mensaje es de hace una hora. Joder. No quiero que mi padre se acerque siquiera a Nueva Orleans ahora mismo. No con el lío en el que estoy metida. Lachlan me juró que mantendría a mi familia a salvo y lo creo, pero no los quiero aquí. Al comprobar la cobertura, me doy cuenta de que no tengo. Miro a V. —Necesito hacer unas llamadas y mandar algunos mensajes. Ayúdame. Tengo que impedir que mi padre venga. V mira a Lachlan, que sigue dormido en su cama, y luego me mira a mí. Es evidente que tiene un dilema. —Solo necesito unos minutos. Por favor. Es importante. En serio, si no lo fuera de verdad, no me alejaría de él. Mis palabras o mi tono de voz han debido de dar en la diana, porque asiente con la cabeza y levanta un dedo. Es el gesto universal para «espera un segundo». Sale de la habitación y vuelve poco después con la enfermera que me dijo que no me arrancara la vía de la mano. —¿Necesita algo? ¿Qué pasa? —La enfermera nos mira a Lachlan y a mí. —Necesito que me quite esto. Tengo que hacer unas llamadas. Es urgentísimo. Me mira con los ojos entrecerrados. —¿Mount lo aprueba? —¿Quieres explicarle tú por qué no has seguido una orden tan sencilla? Porque, llegados a este punto, te aseguro que considerará que negarte a cumplir una orden mía será como negarte a cumplir una suya. —Mi voz no deja lugar a la discusión, y respaldo mis palabras con un aire autoritario y seguro. Mis palabras hacen que titubee, y las sopesa durante menos de un minuto. —Deme un segundo para quitárselo todo. El respeto que transmite su voz es inconfundible. Sus manos se mueven, firmes y rápidas, mientras me quita los electrodos del pecho y también la vía. —Ya no lo necesita, pero será mejor que se lo diga a él o me enfrentaré a las consecuencias. —No te preocupes. Ya me ocupo yo de él. —Miro a V mientras él me espera en silencio—. Elige a alguien que ocupe tu lugar fuera de la habitación. Alguien en quien puedas confiarle su vida. —Señalo a Lachlan, que sigue dormido. V asiente con la cabeza al recibir la orden y vuelve a levantar un dedo antes de desaparecer. Estoy de pie, más temblorosa de lo que me gustaría admitir, cuando vuelve para acompañarme fuera de la habitación. Al principio, no reconozco a los dos hombres que hay en la puerta, pero sé que los he visto antes. Son los que sujetaron a Lachlan cuando se desplomó. —Como lo dejéis solo un segundo siquiera, os mato con mis propias manos. ¿Entendido? —Suelto la amenaza sin titubear, y la sorpresa que veo en sus caras casi resulta graciosa. De alguna manera, me sorprende menos haber dado la orden que lo bien que sienta hacerlo. A estas alturas, estoy dispuesta a hacer un montón de cosas que en otro tiempo ni se me habrían pasado por la cabeza. Vendí mi cuerpo para mantener a salvo a mi familia y a mis amigos. Ahora vendería mi alma con tal de proteger a Lachlan de todo mal. —Sí, señora. Nadie pasará —me asegura uno de ellos. Me despido de ambos con un gesto de la cabeza y ellos me lo devuelven con respeto. El cambio acaba de comenzar. Ya no soy una prisionera. Soy la reina consorte. —¿Dónde coño te has metido? Llevo una eternidad intentando hablar contigo —me suelta Temperance a modo de saludo. Me duele la cabeza mientras sujeto el móvil contra la oreja, pero me desentiendo del dolor. —He sufrido un retraso imprevisible en el viaje de vuelta de Dublín. Siento no haber podido hablar contigo hasta ahora. —Me enorgullece lo profesional que parece mi excusa y el hecho de que no me tiemble la voz. —¿Un retraso imprevisible? —Su voz delata escepticismo, siendo optimista. —Dime qué está pasando para analizarlo todo y luego te digo un par de cosas. Cosas que no puedes contarle a nadie. Y con nadie, me refiero a absolutamente a nadie. Mi asistente se queda callada. —Keira, ¿tiene algo que ver con el chófer que te has buscado desde hace unas semanas? No me sorprende que se haya dado cuenta de que V me hace de chófer, pero sí que no haya sacado el tema hasta este momento. —Sí, pero antes las cosas de la empresa. Luego te contaré todo lo demás. Temperance comienza con la lista de temas que requieren mi atención, todo a raíz del prestigioso premioque el Espíritu de Nueva Orleans se lleva a casa. Un premio cuyo trofeo, ahora que lo pienso, creo que me ha salvado del impacto frontal de la bala después de que esta saliera del cuerpo de Mount. Es lo que más sentido tiene, sobre todo por el corte que me han cosido en el costado derecho, que era donde llevaba la botella de cristal, que seguramente siga en el coche destrozado. Claro que no pienso decirle nada de eso a Temperance. —Bueno, la prensa quiere un comunicado oficial y la fecha de venta al público. La junta de turismo quiere saber cuándo podemos empezar con las visitas guiadas debido al interés de la prensa. Tu padre quiere saber de dónde coño has sacado el dinero para ir a la convención. Ah, y todos nuestros distribuidores quieren saber cuándo van a poder echarle el guante. Tomo una honda y lenta bocanada de aire, consciente de lo débil que me encuentro, y me doy dos segundos para asimilar toda la información y volver a asumir mi papel de directora general. —Redacta un comunicado de prensa. Diles a los medios de comunicación que el Espíritu de Nueva Orleans saldrá a la venta como un producto exclusivo y de edición limitada en breve, y que les enviaremos botellas antes de la fecha de salida para que puedan realizar sus críticas. —Hago una pausa —. Dile a Jeff Doon que estamos haciendo cambios basados en las fantásticas ideas que he sacado de una destilería que hace visitas guiadas en Dublín, y que en cuanto hayamos implementado las medidas de seguridad necesarias, estaremos preparados para empezar. Dile también que esperamos que nos ayude a coordinar los eventos con los medios de comunicación, de modo que sean los primeros en vivir la nueva experiencia disponible en Nueva Orleans. —Me gusta, jefa. Estoy tomando notas. —Vale. En cuanto a los distribuidores... asegúrate de que reciben el mismo comunicado de prensa y diles que empezaremos a aceptar pedidos anticipados, pero que queremos la mitad del pago por adelantado como señal, ya que esperamos vender las primeras remesas en poquísimo tiempo. —Oooh. Despiadada. Eso me gusta todavía más. Estoy a punto de decirle que he aprendido del mejor, pero me muerdo la lengua. En cambio, me tomo otro momento para admitir lo mucho que Lachlan me ha cambiado. El aumento de seguridad en mí misma y mi aire de autoridad no son coincidencias. Ha conseguido que crea en mí, y eso ha sido otra mella en los muros que me rodeaban el corazón. Sonrío, sintiéndome más como una directora general de lo que me he sentido desde que el despacho del sótano se convirtió en mío. Lo que me lleva al siguiente problema. —Yo me encargo de mi padre. No quiero que ni él, ni mi madre ni mis hermanas vengan por ningún motivo. Temperance se queda en silencio al otro lado del teléfono. —¿Tiene que ver con lo otro que tienes que contarme? Por un instante, me pregunto si es sensato decirle lo que estoy a punto de contarle, pero Temperance debe estar sobre aviso. A juzgar por lo que sé de Lachlan Mount, mientras haya una amenaza potencial contra él que pueda volverse contra mí también, ni de coña va a dejarme volver a mi vida normal, ni siquiera a una vida medianamente normal. —Sí. Y tienes que jurarme por lo más sagrado que no vas a soltar prenda. Pero ni una palabra. Hablar de algo de lo que te voy a contar puede costarte la vida, literalmente. Temperance se queda callada un buen rato en vez de acribillarme a preguntas, tal como había esperado que hiciera. De estar en su lugar, yo preguntaría si llamaba desde un manicomio y si ese es el motivo de que no haya podido ponerse en contacto conmigo, pero Temperance no lo hace. En cambio, me sorprende. —Sé que tú ves la vida en blanco y negro, Keira, pero para algunos de nosotros, hay muchos matices de gris. Lo que me cuentes, sea lo que sea, se quedará entre nosotras. Sé un montón de cosas que podrían mandarme al otro barrio y también sé cómo mantener la boca cerrada. No es la primera vez que mi vida, o que la vida de un ser querido, depende de mi silencio. No me esperaba esa respuesta, pero desde luego que me alegro de oírla. —Algún día me contarás qué quieres decir con eso, pero ahora mismo no hay tiempo. —Trato hecho, jefa. Vamos al meollo. —No iré al trabajo durante un tiempo. —Ahora me están entrando ganas de tener un código para que me digas si te han secuestrado o algo. Se me escapa una carcajada al oírla, y el cuerpo protesta por el dolor que me provoca. —Sí, seguramente nos haga falta, pero hoy no. Me he visto involucrada en una especie de accidente y hay una amenaza de seguridad... Temperance me interrumpe, aterrada. —¿Un accidente? ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? —Estoy bien, pero... las consecuencias del accidente tienen más implicaciones además de mi persona. No puedo contarte mucho, solo que necesito que des un paso al frente y te conviertas en mi nueva directora de operaciones. Tienes que ocuparte de todo en persona mientras yo trabajo a distancia. Un siseo es su primera respuesta. —Estoy leyendo entre líneas, Keira, y no me gusta. Trago saliva y me olvido del dolor que me recorre el cuerpo, decidida a ocuparme de todo como la jefa que soy. —Estoy a salvo y también estoy segura de que no me va a pasar nada. Pero para que siga siendo así, necesito que hagas todo lo que te digo. —Vale. Nada de preguntas. Sé que menos es más. Dime lo que quieres que haga. Me paso otros cinco minutos dándole órdenes a Temperance, además de concederle el aumento que le prometí. —Lo tendrás en tu próxima nómina. —¿Estás segura? —Sí. Me da igual que el dinero de Lachlan financie el aumento temporalmente, porque Seven Sinners está a punto de subir escalafones en el mundo del whisky irlandés, gracias a él. ¿O por fin estoy comportándome como la líder que Lachlan ha conseguido que viera en mí? Otro cambio... —Ya tengo lo que necesito. Menos... ¿te importa que te diga que tengas cuidado? Sé que no me lo estás contando todo, pero capto lo suficiente para saber que estás metida en un buen lío. Y si tiene que ver con lo que creo que tiene que ver, quiero que te asegures de que sabes muy bien lo que haces. —Lo tengo controlado, pero gracias. Se queda callada otro rato. —Vale. Será mejor que llames a tu padre. —A eso voy ahora. Gracias por escucharme... y por leer entre líneas. —Insisto en un código para avisar de un secuestro. —Te prometo que se me ocurrirá algo con las palabras «chardonnay» o «prosecco». A Temperance se le escapa una carcajada. —Si lo haces, sabré que el lío es de los gordos. —Eso mismo. Después de cortar la comunicación, miro el móvil mientras me pregunto cómo narices voy a lidiar con la siguiente llamada. 8 Mount —¿Dónde coño está? Cuando abro los ojos y veo la cama de al lado vacía y el tubo del suero, colgando del gancho, se me va la pinza y no me da reparo admitirlo. La puerta se abre al instante, y Z y D entran a la carrera. —¿Dónde está? —exijo saber, y ambos reconocen la amenaza implícita en mi voz. —Con V. Tenía que hacer unas llamadas. A la empresa. A la familia. Mi primer instinto es ponérmela en el regazo para azotarle el culo por haberme dejado sin avisar, pero lo reprimo. Un poco. La cabra siempre tira al monte. —¿Dónde? —Arriba, porque aquí abajo seguimos aislados y sin cobertura. Órdenes tuyas, jefe. V sabe que el castigo si a Keira le pasa algo mientras está bajo su vigilancia es la muerte, y el hombre ya ha demostrado su disposición a morir por mí. Espero que se muestre igual de dispuesto con ella. —Tráela ahora mismo. —Pero, jefe, la señora Kilgore nos ha dicho que no lo dejáramos sin protección. Nos ha dicho que... Al ver que Z deja la frase en el aire, lo animo a continuar. —¿Qué ha dicho la señora Kilgore? —Que nos matará con sus propias manos si lo dejamos solo. Una sonrisa pugna por aparecer en mis labios. Que Keira les esté dando órdenes a mis empleados es toda una sorpresa. Una parte de mí no estaba del todo segura de que las cosas que me había dicho poco antes no fueran producto de los calmantes, la adrenalina y el shock, pero parece que me equivocaba. Keiraestá asumiendo un papel que yo no estaba seguro de que acabara aceptando y lo está haciendo sin que yo mueva un dedo. —Y la habéis creído. Ambos asienten con la cabeza. —Lo decía en serio, jefe. Me permito sonreír. Mi fierecilla. —Envía a alguien para que le diga que se requiere su presencia aquí abajo. La puerta, que seguía entreabierta, se abre del todo. —¿Se requiere mi presencia? Eso suena como muy oficial. Incluso ataviada con un pijama de hospital del color de un pitufo, dos tallas más grande que la suya, sigue teniendo el porte de una reina. Les hace un gesto con la cabeza a los hombres, y estos salen de la habitación y cierran la puerta mientras ella echa a andar hasta el hueco que hay entre su cama y la mía. —¿Te has ocupado de lo que tenías que ocuparte? —Sí. Hasta cierto punto. He delegado mucho en Temperance. Será la directora de operaciones en mi ausencia y he usado el chantaje emocional, de forma descarada, lo admito, para que mi padre no venga hasta que yo me sienta preparada para enfrentarlo. La mención de su padre me deja helado. —No es un buen momento para que tu familia venga a Nueva Orleans. —Lo sé. Y no van a venir. ¿Todavía tienes a gente protegiéndolos? ¿A todos ellos? —Sí. Estarán bajo mi protección hasta que yo dé la orden de que dejen de estarlo. Algo que no tengo intención de hacer. Pienso cumplir la promesa que te hice. Keira se detiene entre nuestras camas. Sé que está agotada después de haber estado de un lado para otro. Yo soy capaz de funcionar pese al dolor, pero eso es porque nunca he tenido alternativa. Ella no tiene necesidad de hacerlo. —Gracias. —No las merece. —Extiendo un brazo para cogerle una mano—. Ven aquí. —La acerco con cuidado a mi cama, haciendo caso omiso del dolor de la herida de bala. —No hay espacio para los dos. —Y una mierda. En su cara aparece una expresión obstinada, pero me obedece de todas formas, y ambos nos acomodamos en la medida que la cama nos lo permite. La cara de Keira está a escasos centímetros de la mía cuando vuelvo a hablar. —Me dijiste que no me abandonarías y cuando despierto, descubro que estoy solo. —Una emergencia. Me aseguré de que estuvieras vigilado. Niego con la cabeza. —Ese no es tu trabajo. —¿Tú no harías lo mismo por mí? —Eso es distinto. Me mira con los ojos entrecerrados. —No, no lo es. No sé cómo hemos acabado metidos en este lío, pero tengo claro que voy a superarlo a tu lado. «Cómo hemos acabado.» En plural. Siento una opresión en el pecho. Nunca he formado parte de una pareja. Pero su forma de decirlo, más la reacción que ha demostrado desde que las cosas se han puesto feas, hace que me dé cuenta de que es la única mujer que puede estar a mi lado. —Puedes darles órdenes a mis empleados, pero nunca si eso pone en riesgo tu propia seguridad. Esa es una línea roja que no permitiré que cruces. —Vale —dice con obvia renuencia. —Tengo otro trato que discutir contigo. Me da un apretón en la mano y me reconozco un adicto a sus caricias voluntarias y naturales. —Estoy lista para oír tus condiciones, Lachlan. Sonrío de nuevo al oírla usar mi nombre, algo que últimamente hago más de la cuenta, pero a lo mejor algún día me acostumbro al gesto. O quizá puedo ordenar que corran ríos de sangre en las calles y así equilibro la balanza. —Condiciones. A menos que yo no esté disponible, que esté inconsciente o en peligro, yo soy quien les da órdenes a mis empleados. —Al ver que abre la boca para protestar, sigo hablando antes de que pueda pronunciar una sola palabra—. Pero dejaré claro que cualquier orden tuya tiene el mismo peso que las mías. La veo apretar los labios un segundo antes de replicar: —Eso me vale. —Además, si te ordeno hacer algo que garantice tu seguridad, hazlo de inmediato. Creo que ya te has dado cuenta de que tu vida puede correr serio peligro si formas parte de la mía. —Entendido. Que no discuta ni proteste hace que aflore una nueva emoción en mi pecho. Esperanza por el futuro. —Y por último... en la cama sigo mandando yo. Keira alza la barbilla, ese gesto obstinado que ya conozco tan bien. —¿Vas a mentirme y a decirme que no te gusta? Ella niega con la cabeza. —No, pero de vez en cuando me podrías ceder el control. —Ya veremos. En esa ocasión, esboza una sonrisa ladina. —Una cosa más. —¿Qué? —pregunta con un deje jocoso. —Bésame. Se muerde el labio y se inclina hacia delante para rozarme los labios con los suyos. Yo respondo con la misma delicadeza. Cuando me aparto, llevo su sabor en la lengua. —No vas a dar ninguna orden hasta que estés totalmente recuperado —me advierte. —Hasta que tú estés recuperada —la contradigo. —Trato hecho. Respiro hondo, muy despacio. No quiero cambiar el tema de conversación, pero ha llegado el momento. Antes de que acabe embriagándome con su presencia y con las posibilidades que presenta el futuro, necesito responder a sus preguntas y contarle la verdad. Ha llegado el momento de que Keira sepa lo negra que es mi alma y de comprobar si va a salir corriendo en dirección contraria. Que es exactamente lo que debería hacer. 9 Keira —Ahora sí puedes preguntarme lo que quieras. El cambio de tema de Lachlan después de haber estado negociando me resulta chocante, y lo primero que hago es intentar descubrir por qué ahora. Pero no se lo pregunto. Tengo la impresión de conocer la respuesta. Esto es una prueba. La que determinará si me aferro con uñas y dientes a mi nueva realidad y a la posición que estoy preparada para reclamar o si, por el contrario, salgo corriendo por la puerta sin mirar atrás. A estas alturas, estoy segura de que si se lo exijo, Lachlan me liberará del trato inicial. Algo ha cambiado también en él. Lo percibo. —¿Tienes miedo de que salga corriendo cuando me respondas? —le pregunto. —¿Esa es tu primera pregunta? —Su tono de voz es mordaz, pero percibo la nota subyacente. —La preliminar. Solo quiero asegurarme de saber por qué ahora. Los ojos oscuros de Lachlan se clavan en los míos. —No te confundas, Keira. No soy un buen hombre. Si esperas una respuesta virtuosa a cualquier pregunta que me hagas, vas a llevarte un chasco. La primera impresión conmigo siempre es la acertada. Esas palabras me recuerdan precisamente la primera impresión que me causó cuando lo vi en mi despacho. Miedo, pero también algo más. Despertó todos mis sentidos, me puso en alerta por completo. Su reputación me aterraba, pero irradiaba una energía que me atrajo de inmediato, antes incluso de saber que estaba en peligro. En realidad, esa no fue mi primera impresión. Porque eso sucedió antes de saber quién era. La noche del baile de máscaras. La noche que cambió el rumbo de mi vida sin que yo lo supiera. Mi primera impresión sobre Lachlan Mount, la verdadera, fue la siguiente: Este es el hombre que llevo esperando toda la vida, y el que quiero a mi lado para los restos. Así que, me diga lo que me diga, me aferraré a ese recuerdo y a todas las cosas que ha hecho desde entonces y que han demostrado que yo tenía razón. —Puedo soportarlo —le digo sin titubear. —Pues pregunta. Es casi como si quisiera retarme a que mi resolución flaqueara, algo que aumenta mi testarudez. A lo mejor es psicología inversa. A lo mejor es otro jueguecito mental. Pero no lo creo. Estoy segura de que Lachlan se está abriendo en la medida que le resulta posible. —Vale. Empezaré con una fácil. ¿Le pagaste a mi marido para que desapareciera y fingiera su muerte? No hay remordimiento alguno cuando contesta: —Sí, pero ya lo sabías. —¿Lo mataste? Lachlan guarda silencio y me pregunto si va a contestar o no. Lo hace al cabo de unos segundos. —Nunca te diré si maté o no maté a alguien. No porque no confíe en ti, sino porque jamás te pondré en la tesitura de que cargues con ese peso en tu conciencia o de que te obliguen a testificar sobre algo que yo haya dicho. Me muerdo el labio, porque esa no es la respuesta que esperaba en absoluto. Suponía que sería un cortante sí. Pero esta respuesta es mucho más compleja. Tan sincera como podía esperar y, en cierto modo, me hacesentir más segura que si me hubiera contestado tal como yo esperaba. Y entonces se me enciende la bombilla. Lachlan Mount no solo está protegiendo mi cuerpo. Está tratando de proteger mi alma de los pecados que han mancillado la suya. Una oleada de emoción me abruma mientras asimilo esa revelación. Afirma no ser un buen hombre, pero es mil veces mejor que el otro de cuya muerte acabo de preguntarle si es responsable. No me cabe la menor duda al respecto. Pero necesito saber si Brett va a volver o si se ha ido para siempre. Necesito esa certeza. Necesito saber si puedo seguir con mi vida sin temor de que el pasado vuelva para torturarme otra vez. —¿Keira? —lo oigo decir y soy consciente de que llevo en silencio más tiempo del que pensaba—. ¿Vamos a quedarnos solo con la primera pregunta? Niego con la cabeza con un gesto casi imperceptible. —No. Solo estaba... pensando. —¿Y? —Necesito saber si va a volver. No quiero detalles. Solo confirmación. Lachlan me dice con gesto solemne: —No tendrás que preocuparte por él nunca más. Mis entrañas se convierten en una vorágine de revelaciones y emociones, y la respuesta de Lachlan añade una sana dosis de alivio a la mezcla. —Gracias —susurro. Él parece sorprendido por mi reacción. —¿Por qué me lo agradeces? —Porque no quería volver a verle la cara en la vida. —Nunca lo harás. Siguiente pregunta. Guardamos silencio un momento mientras decido qué preguntarle a continuación. Puesta a pensarlo, hay una duda que me corroe desde el principio. La noche que decidí que era el único hombre para mí, el que llevaba toda la vida esperando. Sigo sin comprender cómo pudo suceder. Da la impresión de que fue obra del destino, pero necesito saber la verdad. —¿Cómo te llegó mi nota el día del baile de máscaras? —Cuando descubrí que era Lachlan y no Brett, no reaccioné bien y lo culpé a él, pero ahora no tengo intención de hacerlo. Fuera como fuese, necesito saberlo. —No es el cómo, sino el quién —responde con tiento, y las posibilidades se me acumulan en la cabeza. Cada segundo que pasa aumenta la ansiedad en mi interior. —¿Quién? —Magnolia Maison. 10 Mount Al ver que Keira se queda blanca como la pared, me gustaría haberle ocultado la verdad, pero le prometí que se habían acabado las mentiras. Además, es un detalle que tiene que saber, con independencia de lo mucho que me gustaría protegerla del sentimiento de traición que sin duda la recorre ahora mismo. —¿Magnolia te dio la nota? ¿Cómo? ¿Por qué? No entiendo por qué hizo algo así. Dijiste que creías que yo era un regalo. No tiene sentido. Ojalá tuviera respuestas más adecuadas, pero no he ordenado que me llevaran a Magnolia para sonsacárselas. —No sé qué motivos tenía para hacerlo, pero desde luego que fue ella quien lo hizo. —Pero... «Destrozada», esa es la única manera de describir la expresión de Keira. Entrelazo nuestros dedos y le doy un apretón, porque no quiero arriesgarme a que esto abra una brecha entre nosotros. —Magnolia es una madama. Llegó a la cima porque tenía a las mejores chicas y porque es capaz de garantizar la satisfacción de cualquier cliente, pida lo que pida. —Pero ¿por qué me metió a mí en todo eso? —La voz de Keira está rota de dolor y baja la mano al tiempo que se queda boquiabierta. Se incorpora con una mueca por el dolor y echa los pies al suelo antes de que pueda detenerla. Quiero estrecharla entre mis brazos y evitar que se mueva, sobre todo porque detesto verla sufrir, pero así es como asimila las cosas. Es algo que he aprendido, de modo que se lo permito. Al menos, durante un momento. Ojalá pudiera evitarle todo esto... pero no puedo. Se merece saber la verdad. —Magnolia sabía que la nota era para Brett. Ella me... —Deja la frase en el aire, y ya veo adónde va. —¿Te sugirió que la escribieras? Keira asiente con la cabeza, como si le fallaran las palabras, y la confusión y el resto de emociones quedan bien patentes en su cara. Quiero dejarle una cosa clarísima antes de que termine la conversación: lo agradecido que estoy por haber recibido la nota. Extiendo el brazo y le cojo la mano, estrechándosela. —Mírame, Keira. Me mira a los ojos. —Me da igual cómo o por qué lo hizo, pero recibir esa nota ha sido lo mejor que me ha pasado en la puta vida. Te puso en mi radar. Sin la nota, nunca habría sabido de tu existencia. Traga saliva y asiente con la cabeza. —Eso no es lo que me desquicia. De verdad. No borraría absolutamente nada de aquella noche. —Me da un apretón en la mano. Sus palabras y el fuerte apretón de sus dedos me dan más esperanzas para el futuro. Somos más fuertes que esta situación. Más fuertes que las circunstancias que nos han reunido. Los motivos de Magnolia ya no me importan, pero sé que a Keira sí, y entiendo por qué necesita respuestas. Por desgracia, no puedo ofrecerle respuestas si no las poseo. Lo que sí tengo es algo más de información, un detalle que espero que no le provoque más dolor. —La nota me la entregó un mensajero, y me intrigó. Magnolia me dijo que una persona anónima me ofrecía a alguien especial como un regalo que sabía que me gustaría. Me garantizó que nunca encontraría a una mujer comparable, y tenía razón. Eres incomparable. Inolvidable. 11 Keira La mano de Lachlan me da un fuerte apretón. Acepto la fuerza que me ofrece, aunque tenga que afrontar la innegable impresión del engaño de Magnolia. Hasta este momento desconocía que fuera posible verse dividida por dos emociones tan opuestas. Agradezco que Magnolia me pusiera en el camino de Lachlan, pero la puñalada trapera que me ha dado es innegable. Me pintó la imagen de un hombre más temible que el mismísimo diablo y, sin embargo, me empujó a su camino. Sin saber cómo acabarían las cosas. ¿O acaso lo sabía? Yo... No entiendo nada, joder. —No sé si mi mejor amiga estaba haciendo de casamentera o si me estaba prostituyendo. Lachlan me da otro apretón y extiende el otro brazo para aferrarme la barbilla. —Ni se te ocurra decir eso de ti misma, joder. Nos la ha jugado a los dos, Keira. Ha sido una jugada magistral. Te dije que era la mejor en lo suyo por una razón. Me conocía. Sabía lo que me gustaba, a lo mejor lo sabía mejor que yo. Y te puso en mi camino. A la mujer que sabría que desearía de inmediato. Porque tú eres la droga a la que no me puedo resistir. Apostó a que me engancharía a ti con solo probarte una vez y ganó. Me quedo boquiabierta de nuevo en lo que me parece la enésima vez durante los últimos minutos, y no porque yo no sienta lo mismo con respecto a aquella noche. Ansiaba más. Necesitaba más. Joder, si hasta me casé al día siguiente con el tío que pensaba que era él. —Pero no entiendo su motivación. Eso es lo que no tiene sentido. —Y esa es la parte que me tiene perpleja. ¿Es este otro ejemplo de «Magnolia, la sabelotodo»? ¿O estaba jugando a la ruleta rusa con mi vida? —Ojalá pudiera ofrecerte una respuesta, pero no la tengo. Magnolia Maison no ha llegado adonde está haciendo cosas sin motivo. Es lista. Astuta. Siempre la he respetado. Pero hay otra cosa importante que debes saber. Me preparo para otra confesión que no sé si podré aguantar. —¿El qué? La mirada oscura de Lachlan se suaviza mientras me acaricia la mejilla con el pulgar. —Dos días después del baile de máscaras, seguía sin poder dejar de pensar en ti. En lo increíble que eras. En tu forma de exigir lo que deseabas y de entregarte a la vez. Sus palabras despiertan un deseo palpitante en mi interior mientras rememoro los recuerdos, y eso consigue que la sensación de traición se diluya al concentrarme en lo que realmente importa: el lugar al que he llegado gracias a su intervención. —Fui a ver a Magnolia y le dije que quería estar contigo otra vez. A largo plazo. Y de forma exclusiva. —¿Eso hiciste? —le pregunto, alucinada. Lachlan asiente con la cabeza. —Claro que lo hice. Lo que exigiste y lo que me entregaste era único. Magnolia consiguió su objetivo. Sabía que me engancharía. La confusión me invade de nuevo. —¿Crees que esperaba que empezase a trabajar para ella? —No losé, pero cuando le pregunté por las condiciones y por la forma en la que podría adquirirte... El término hace que ponga cara de asco, y él frunce el ceño. —Fierecilla, así era yo y eso hacía. Las mujeres eran bienes. Que poseer. Que usar. Y que apartar de mi mente en cuanto me corría. No puedo cambiar eso. —Pero esa parte no tiene por qué gustarme. Su mirada me atraviesa. —Así era yo hasta que te conocí —afirma, enfatizando cada palabra—. No podía dejar de pensar en ti. Te colaste en mi vida. Lo cambiaste todo. Su confesión me alivia, pero no cambia el hecho de que Magnolia me mintiera. Claro que Lachlan no tenía la culpa, y yo no podía hacer que cargara con ella. —¿Y qué pasó cuando le preguntaste? —Magnolia me dijo que eras mujer de una sola vez. Que habías dejado la profesión. Que necesitabas el dinero y que solo habías accedido a hacerlo una noche. La opresión que siento en el pecho disminuye un poco. —Así que no planeaba ofrecerme a sus clientes. Lachlan niega con la cabeza. —No. No entiendo por qué lo hizo, pero creo que fue sincera al decir que no podía repetirse. Ansío creerlo, pero ahora mismo no sé qué pensar de mi mejor amiga. Jamás la habría creído capaz de algo así, de modo que me resulta difícil confiar en ella ahora mismo. —¿Cómo puedo estar segura de eso? —Porque le ofrecí una fortuna por otra noche y siguió negándose. De nuevo, las palabras de un hombre que antes me daba miedo consiguen aliviar el dolor de la traición de una confesión que ha agitado mis cimientos. Y entonces es cuando se me ocurre que Magnolia no tenía más alternativa que decirle que no. —No podía ofrecerte otra noche, porque yo me fugué con Brett. Me casé al día siguiente por lo que había pasado durante el baile de máscaras. Creí que tú eras él. La única decisión impulsiva de mi vida y... Lachlan contiene el aliento. —Ojalá hubiera ido a verla aquella misma mañana. Podrías haber sido mía desde aquella noche en adelante. Cuando me dijo que te habías casado con otro y que estabas fuera de mi alcance... No, sus palabras exactas fueron: «No forma parte de tu mundo». Me cabreé mucho. —No me habría casado con él de haber sabido que... Su otro brazo me rodea con cuidado la cintura y me pega a él. Me acerca la cara a la suya para besarme en los labios. —No te lo habría permitido, joder. Ni de coña. Sus labios capturan los míos y me dejo llevar, empapándome de su calidez y de su sinceridad. Este hombre cambió el rumbo de mi vida sin saber siquiera que lo había hecho. Lo miro a los ojos una vez que me suelta la barbilla. —Si tuviste que renunciar a mí por Brett... —digo antes de hacer un gesto que nos abarca a ambos—, ¿cómo es posible que haya pasado esto? Lachlan me mira más orgulloso que arrepentido. —Keira, no hay nada fuera de mi alcance. Nada. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no sonreír por su arrogancia. Sumida en esta vorágine de emociones y confusión, hay una cosa que tengo muy clara: Lachlan Mount no dudó ni un momento de lo que deseaba. Que era yo. Las piezas empiezan a encajar. —Así que... hiciste que sucediera esto. Todo lo que pasó desde entonces lo hiciste tú manejando los hilos. —Por supuesto. Cuando el trofeo es el adecuado, el fin justifica los medios. Ni siquiera puedo echárselo en cara. ¿Cómo si no habría conseguido que me enamorara de él? No acabo de imaginar otro camino que nos hubiera conducido al lugar donde estamos ahora mismo. Y eso aumenta la confusión. Recuerdo que Magnolia me dijo que le plantara cara y no le permitiera pisotearme. Que me mantuviera en mis trece. ¿Sabía que de esa manera aumentaría el interés de Lachlan por mí? A estas alturas no me fío de nada de lo que me ha dicho. Mientras yo reflexiono al respecto, Lachlan sigue hablando. —La obligué a decirme tu nombre. Te localicé, descubrí con quién te habías casado. Empecé a vigilarte desde aquel día. Hice mis indagaciones. Descubrí las debilidades de Brett. Y averigüé que te había estafado. Y esperé... Guarda silencio, y me deja desesperada por saber adónde va a llegar. —¿A qué? —A que te dieras cuenta por ti misma de lo que era Brett. Me obligué a apartarme hasta que tú cortaras todos los lazos con él. —¿Por qué esperaste? No me parece propio de ti. —Intento encontrar una explicación lógica, pero no doy con ella. —A lo mejor no es habitual, pero contigo es distinto. —Ladea la cabeza. Todavía confundida, le pregunto: —¿Porque necesitabas que yo tocara fondo para poder abalanzarte sobre mí? Él niega con la cabeza. —No. Te necesitaba más fuerte que nunca. —Pero si me estaba desintegrando... —No, eso no es cierto. Te estabas forjando. No me digas que no necesitaste echarle valor para tomar la decisión final. Parpadeo dos veces. Tiene razón. La decisión de ponerle fin a mi matrimonio no fue una que tomara a la ligera. Fue muy meditada. Aunque fuera un matrimonio tan corto, me dolió admitir que me había equivocado tanto. —Así que me observaste y esperaste. Lo que explica que aparecieras en el momento adecuado. Cuando busqué un abogado. Cuando conseguí el apartamento. Cuando puse las cosas en marcha. —Me presiono una sien con dos dedos a medida que las piezas van encajando. De no haber tenido un dolor de cabeza, la repentina revelación me lo habría provocado—. Y ese desgraciado accedió a aceptar tu dinero y a largarse, aun sabiendo que tú me lo exigirías después. Lachlan no intenta siquiera negarlo. —Hice lo que tenía que hacer para conseguir lo que quería. —Así que todo esto que ha pasado, desde el principio, no tenía nada que ver con el dinero... —digo con voz asombrada, porque acabo de descubrir la verdad más impactante. Lachlan levanta una mano y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja. —No, Keira. Aquí lo importante siempre has sido tú. 12 Keira «Lo importante siempre has sido tú.» La forma en la que lo dice me provoca escalofríos por todo el cuerpo, pero no por el miedo. Nunca volverán a ser por culpa del miedo. El motivo es muy distinto: la certeza de que nadie me ha deseado como me desea este hombre. Él mismo lo ha admitido. Era su adicción. Podría haber aparecido con su capucha y sus secuaces para llevarme a su complejo el día que descubrió que me había casado con Brett, pero no lo hizo. Lachlan Mount no solo es implacable, también es la personificación de la perseverancia. Ha dicho que Magnolia era astuta, pero él es un auténtico estratega. No puedo protestar por el resultado, pero debo reconocer que solo he sido un peón en un juego mucho mayor del que creía. —Has estado jugando al ajedrez con mi vida, y yo ni siquiera sabía que estaba en el tablero. —No lo digo con rabia. Solo intento desentrañar el misterio que representa este hombre. —La vida es una partida de ajedrez, Keira. Todos los días haces un puto movimiento que decide tu futuro. —Y Magnolia me convirtió en un peón. —No. —Lachlan niega con la cabeza, despacio, y vuelve a acariciarme la mejilla—. Ahí te equivocas, fierecilla. Nunca has sido un peón. Siempre has sido la reina. La pieza más poderosa del puto tablero. —¿Cómo? —De repente, deseo haber prestado más atención al ajedrez cuando mi padre intentó enseñarme a jugar de pequeña. —El rey es la pieza de más valor, pero sin una reina, tiene muchísimo menos poder. Juntos aumentan sus posibilidades de victoria. —Se queda callado un momento mientras me acaricia la mejilla como si yo fuera lo más valioso que ha tocado jamás—. Me he pasado la vida evitando cogerles cariño a las personas porque creía que eso sería una debilidad que mis enemigos aprovecharían. No me di cuenta de lo equivocado que estaba hasta que te conocí. Tú me das fuerza, y juro por Dios que no dejaré que nadie te aleje de mí. La vehemencia de sus palabras debería asustarme, pero me resulta reconfortante. Y luego dice algo que me llega más hondo si cabe: —Y aunque nunca dejaré que nadie te aleje de mí, ahora mismo te ofrezco la posibilidad de hacerme todas las preguntas que quieras. Júzgame. Toma una decisión por ti misma. Necesito saber si eres capaz de vivir a mi lado, Keira, porque
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