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Para mis padres —quienes me enseñaron a creer que las mujeres podemos salvar al mundo. Libros por Sarah J. Maas La serie Trono de Cristal The Assassin’s Blade Trono de Cristal Corona de Medianoche Heredera de Fuego Reina de Sombras Imperio de Tormentas Torre del Amanecer Reino de Ceniza I El Libro de Colorear de Trono de Cristal La serie Una Corte de Espinas y Rosas Una Corte de Espinas y Rosas Una Corte de Niebla y Furia Una Corte de Alas y Ruina Una Corte de Escarcha y Luz de Estrellas I El Libro de Colorear de Una Corte de Espinas y Rosas Sinópsis El viaje de Aelin Galathynius de esclava a asesina del rey a reina del que fue un gran reino alguna vez, alcanza su final desgarrador mientras estalla la guerra a través de su mundo… Aelin lo ha arriesgado todo para salvar a su gente, pero a un gran precio. Encerrada dentro de un ataúd de hierro por la Reina de los Fae, Aelin debe recurrir a su inque- brantable voluntad mientras soporta meses de tortura. Consciente de que ceder a Maeve condenará a aquellos a los que ama es lo que la ayuda a no desmoronarse, aunque su sanidad empieza a resquebrajarse con cada día que pasa… Con Aelin capturada, Aedion y Lysandra mantienen la última línea de defensa para proteger Terrasen de la total destrucción. Aunque pronto se dan cuenta de que los muchos aliados que habían reunido para luchar contra las hordas de Erawan podrían no ser suficientes para salvarlos. Dispersados por todo el continente y luchando con- tra el tiempo, Chaol, Manon y Dorian se ven obligados a forjar sus propios caminos para enfrentarse a sus destinos. Cualquier esperanza de salvación o de un mundo mejor pende de un hilo. Y a través del mar, sus inquebrantables compañeros a su lado, Rowan busca a su esposa y reina capturada, antes de perderla para siempre. Mientras los hilos del destino se entrelazan al fin, todos deben luchar, si quieren tener una oportunidad de futuro. Algunos lazos se harán incluso más profundos, mientras otros serán cortados para siempre en el explosivo capítulo final de la saga Trono de Cristal. Créditos Traducción • Achilles • Akira the Undaunted • Albasr11 • Aruasi Sargav • Blackbeak • Carolina • Cris • Dakya • Ella R • iAtenea • Irais • IsaCat • Liliana Hdz • Luneta • Mary A. • Nashly • Ravechelle • Reshi • Scáthach • Selkmanam • Vaughan • Venus • Viv_J • Yunn Hedz • Corrección • Akira the Undaunted • Aruasi Sargav • Cotota • Ella R • Luneta • Nix • WinterGirl • Vaughan Corrección Final • Cotota • Vaughan • Reshi Diseño Lu Na El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo final de varias personas que, sin ningún motivo de lucro, han dedicado su tiempo a traducir y corregir los capítulos del libro. El motivo por el cual hacemos esto es porque queremos que todos ten- gan la oportunidad de leer esta maravillosa saga lo más pronto posible, sin tener que esperar tanto tiempo para leerlo en el idioma en que fue hecho. Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin ningún motivo de lucro, es por eso que este libro se podrá descargar de forma gratuita y sin problemas. También les invitamos a que en cuanto este libro salga a la venta en sus países, lo compren. Recuerden que esto ayuda a la escritora a seguir publicando más libros para nuestro deleite. ¡Disfruten la lectura! https://www.facebook.com/TraduccionesIndependientes El príncipe Traducido por Vaughan Había estado buscándole desde el momento en que se la arrebataron. Su Pareja. Apenas recordaba su propio nombre. Y sólo lo recordaba porque sus tres compañe- ros lo decían mientras la buscaban a través de violentos y oscuros mares, a través de antiguos y durmientes bosques, a través de montañas barridas por tormentas ya enterradas en la nieve. Se detuvo lo suficiente para alimentar su cuerpo y permitirles a sus compañeros unas cuantas horas de sueño. Si no fuera por ellos, él hubiera despegado ya, volado muy lejos y por todas partes. Pero el necesitaría la fuerza de sus espadas y magia, necesitaría de la astucia y sabiduría de ellos antes de que esto terminara. Antes de que enfrentara a la reina oscura quien había rasgado en lo profundo de su ser, robando a su Pareja mucho antes de que ella hubiera sido encerrada en el cofre de hierro. Y después de que él terminara con ella, después de eso, él se encargaría de los dioses de sangre fría mismos, empeñados en destruir lo que pudiera quedar de su pareja. Así que se quedó con sus compañeros, incluso mientras los días pasaban. Las se- manas... Los meses. Más aun así él buscó. Aun así, él iba de cacería por ella en cada camino polvoriento y olvidado. Y algunas veces, él hablaba a través del lazo entre ellos, enviando su alma a través del viento a donde fuera que ella estaba siendo cautiva, enterrada. Te encontraré... La princesa Traducido por Vaughan El hierro la sofocaba. Había suprimido el fuego en sus venas, tan certero como si las flamas hubieran sido rociadas. Ella podía escuchar el agua, incluso en la caja de hierro, incluso con la máscara de hierro y las cadenas decorándola como listones de seda. El rugido, el interminable flujo de agua sobre piedra. Llenaba los huecos entre sus gritos. Un pedazo de isla en el corazón de un río cubierto por la niebla, no más pequeña que un suave bloque de piedra. Ahí la habían puesto. Almacenado. En un templo de piedra construido por un dios olvidado. Y ella probablemente sería olvidada. Era mejor que la alternativa: Ser recordada por su completo fracaso. Si terminara habiendo alguien que la recordara. Si terminara habiendo alguien en lo absoluto. Ella no lo permitiría. Ese fracaso. Ella no les diría lo que deseaban saber. Sin importar cuan seguido sus gritos se ahogaran por el violento río. Sin importar que tan seguido el chasquido de sus huesos rompiera entre el bramido de los rápidos. Había intentado mantener el paso de los días. Pero ella no sabía cuánto tiempo la habían mantenido en esa caja de hierro. Cuánto tiempo la habían forzado a dormir, arrullarla hacia el olvido por el dulce humo que colaban dentro de su caja mientras viajaban hacia aquí. A esta isla, a este templo del dolor. Ella no sabía cuánto tiempo habían durado las brechas entre sus gritos y el desper- tar. Entre el dolor terminando y comenzando de nuevo. Días, meses, años, se mezclaban juntos, mientras su propia sangre a veces se des- lizaba sobre el piso de piedra hacia el río mismo. Una princesa quien iba a vivir por mil años. Aún más. Esa había sido su bendición. Ahora era su maldición. Otra maldición que cargar, tan pesada como aquella puesta sobre ella antes de su nacimiento. El sacrificar su ser mismo para corregir un antiguo error. Para pagar la deuda de otro a unos dioses que habían encontrado su mundo, que habían quedado atrapados en él. Y que luego habían gobernado. Ella no sentía la cálida mano de la diosa que la había bendecido y maldecido con tan terrible poder. Se preguntaba si esa diosa de luz y fuego siquiera se preocupaba de que ahora ella yacía atrapada en esta caja de hierro, o si la inmortal había pasado sus atenciones a otra persona. Al rey quien podría ofrecerse a sí mismo en su lugar y en dar su vida, salvando este mundo. A los dioses no les importaba quien pagara la deuda. Por lo que ella sabía que no vendrían por ella, o la salvarían. Así que ella no se molestó en rezarles. Pero ella aun así se contaba a sí misma la historia, aun así, algunas veces se ima- ginaba que el río la cantaba para ella. Que la oscuridad viviendo dentro del ataúd sellado le cantaba la historia también. Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino... En lo hondo ella divagaba, profundo en la oscuridad, en el mar de fuego. Tan profundo que cuandoel látigo crujió, cuando hueso era escindido, ella algunas veces no lo sentía. La mayoría de las veces lo sentía. Era en esas horas interminables en las que ella fijaría su mirada en la de su compañero. No en la del cazador de la reina, quien podía extraer dolor como un músico persuadiendo melodía de un instrumento. Sino en la del enorme lobo blanco, encadenado por lazos invisibles. Forzado a presenciar esto. Había unos días en los que ella no podía soportar el mirar al lobo. Cuando había estado tan cerca, muy cerca, de romperse. Y sólo la historia la había retenido de hacerlo. Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino... Palabras que ella le había dicho a un príncipe. Una vez, mucho tiempo atrás. Un príncipe de hielo y viento. Un príncipe quien había sido suyo, y ella de él. Mucho antes de que el lazo entre ellos fuera sentido por ambos. Era sobre él donde la tarea de proteger ese reino alguna vez glorioso yacía ahora. El príncipe cuya esencia era besada con pino y nieve, la esencia de ese reino que ella amaba con su corazón de fuego salvaje. Incluso cuando la reina oscura tomaba el lugar del cazador, la princesa pensaba en él. Lo mantenía en su memoria como si fuera una roca en el río salvaje. La reina oscura con una sonrisa de araña intentaba manipularlo en su contra. En las telarañas de obsidiana que ella tejía, en las ilusiones y sueños que ella hilaba ante la culminación de cada punto de ruptura, la reina intentaba torcer su recuerdo de él como la clave para entrar en su mente. Se estaban volviendo borrosas. Las mentiras y verdades y memorias. El sueño y la oscuridad en el ataúd de hierro. Los días atada al altar de piedra en el centro de la habitación, o colgada de un gancho en el cielo, o atada entre cadenas anclada en una pared de piedra. Todo comenzaba a borrarse, como tinta en el agua. Así que ella se dijo a sí misma la historia. La oscuridad y la flama dentro de ella la susurraban, también, y ella les cantaba de vuelta. Encerrada en ese ataúd escondida en una isla dentro del corazón de un río, la princesa recitaba la historia, una y otra vez, y les permitía desatar una eternidad de dolor sobre su cuerpo. Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino... Capítulo 1 Traducido por Akasha Corregido por Nix Las nevadas habían llegado antes. Incluso para Terrasen, la primera de las ráfagas otoñales había arribado mucho an- tes de su llegada habitual. Aedion Ashryver no estaba completamente seguro de que fuera una bendición. Pero si mantenía a las legiones de Morath lejos de las puertas de su casa solo un poco más, se pondría de rodillas para agradecer a los dioses. Incluso si esos mismos dioses amenazaban todo lo que amaba. Si los seres de otro mundo pudieran ser considerados dioses en absoluto. Aedion supuso que tenía cosas más importantes en las que pensar, de todos modos. En las dos semanas que habían transcurrido desde que se había reunido con su ejército, no habían visto señales de las fuerzas de Erawan, ni terrestres ni aéreas. La espesa nieve comenzó a caer apenas tres días después de su regreso, lo que dificultó el proceso ya lento de transportar a las tropas de su armada al campamento de la Perdición en la Llanura de Theralis. Los barcos habían navegado por el Florine, justo al lado de la puerta de Orynth, con banderas de todos los colores ondeando en el viento de las Staghorns: el cobalto y oro de Wendlyn, el negro y carmesí de Ansel de Briarcliff, la plata reluciente de la realeza Whitethorn y sus muchos primos. Los Asesinos Silenciosos, dispersos por toda la flota, no tenían estandarte, aunque no se necesitaba ninguno para identificar- los, no con sus ropas pálidas y su variedad de hermosas y letales armas. Los barcos se reincorporarían pronto a la retaguardia que quedaba en la boca del Florine y patrullarían la costa de Ilium a Suria, pero los soldados a pie, la mayoría de ellos provenientes de las fuerzas del príncipe heredero Galan Ashryver, irían al frente. Un frente que ahora yacía enterrado bajo varias capas de nieve. Con más por venir. Escondido en un estrecho paso en las montañas Staghorns detrás de Allsbrook, Ae- dion frunció el ceño al pesado cielo. Sus pieles pálidas lo confundían con el gris y blanco del afloramiento rocoso con una capucha que ocultaba su cabello dorado. Y lo mantenía cálido. Muchas de las tropas de Galan nunca habían visto nieve, gracias al clima templado de Wendlyn. La familia real Whitethorn y su pequeña fuerza no estaban mejor. Así que Aedion había dejado a Kyllian, su comandante más confiable, a cargo de garantizar que estuvieran tan cálidos como fuera posible. Estaban lejos de casa, luchando por una reina que no conocían o en la que quizás ni creían. Ese frío gélido socavaría sus espíritus y haría que la disidencia brotara y se expandiera más rápido que el viento aullando entre estos picos. Un movimiento al otro lado del paso llamó la atención de Aedion, visible solo porque sabía dónde mirar. Ella se había camuflado mejor que él. Pero Lysandra tenía la ventaja de usar un abrigo que había sido hecho para estas montañas. No que le hubiera dicho eso. O que incluso la hubiera mirado cuando habían partido en esta misión de exploración. Al parecer, Aelin tenía asuntos secretos en Eldrys y había dejado una nota con Galan y sus nuevos aliados para explicar su desaparición. Lo que permitió a Lysandra acompañarlos en esta tarea. Nadie se había dado cuenta, en los casi dos meses que habían mantenido esta artimaña, que la Reina de Fuego no tenía una brasa que mostrar. O que ella y la cambiaformas nunca aparecían en el mismo lugar. Y nadie, ni los Asesinos Silenciosos del Desierto Rojo, ni Galan Ashryver, ni las tropas que Ansel de Briarcliff había enviado por delante de la mayor parte de su ejército, habían notado los pequeños comentarios que no pertenecían a Aelin en lo absoluto. Tampoco habían notado la marca en la muñeca de la reina, que no importaba la piel que usara, Lysandra no podía remover. Ella hacía un buen trabajo al ocultar la marca con guantes o mangas largas. Y si alguna vez aparecía un destello de piel cicatrizada, podrían ser explicadas como parte de las marcas que dejaron los grilletes. Las falsas cicatrices que también había agregado, justo donde las tenía Aelin. Junto con la risa y la sonrisa maliciosa. La arrogancia y la quietud. Aedion apenas podía mirarla. Hablar con ella. Solo lo hacía porque también tenía que mantener el engaño. Fingir que era su primo fiel, su intrépido comandante que la llevaría a ella y a Terrasen a la victoria, aunque pareciera improbable. Así que hizo su papel. Uno de los muchos que había hecho en su vida. Sin embargo, el momento en que Lysandra cambió su cabello dorado por trenzas oscuras, ojos Ashryver por unos color esmeralda, dejó de reconocer su existencia. Algunos días, el nudo de Terrasen tatuado en su pecho, los nombres de su reina y su corte tejidos entre ellos, se sentía como una marca. Especialmente su nombre. Él solo la había traído a esta misión para hacerla más fácil. Más segura. Había otras vidas además de la suya en riesgo, y aunque podría haber asignado esta tarea de exploración a algunos de la Perdición, necesitaba ponerse en acción. Les tomó más de un mes navegar desde Eyllwe con sus nuevos aliados, esquivando la flota de Morath alrededor de Rifthold, y luego estas últimas dos semanas para trasladarse tierra adentro. Habían tenido pocas batallas. Solo unas cuantas patrullas de soldados de Adarlan, sin Valg entre ellos, de los que se habían encargado rápidamente. Aedion dudaba que Erawan estuviera esperando hasta la primavera. Dudó que su tranquilidad tuviera algo que ver con el clima. Lo había discutido con sus hombres, y con Darrow y los otros señores hace unos días. Es probable que Erawan esperara hasta el finaldel invierno, cuando la movilidad fuera más difícil para el ejército de Terrasen, cuando los soldados de Aedion se encontraran débiles por los meses en la nieve, con los cuerpos rígidos por el frío. Ni siquiera la fortuna que Aelin había planeado y ganado para ellos la primavera pasada podrían evitar eso. Sí, podían comprar alimentos, mantas y ropa, pero cuando las líneas de suministro estaban enterradas bajo la nieve, ¿de qué servirían? Todo el oro en Erilea no podría detener la lenta y constante pérdida de fuerza causada por los meses en un campamento en invierno, expuesto a los despiadados climas de Terrasen. Darrow y los otros señores no creyeron en su afirmación de que Erawan atacaría en medio del invierno, ni creyeron en Ren, cuando el Señor de Allsbrook expresó su acuerdo. Erawan no era tonto, decían. A pesar de su legión de brujas voladoras, incluso los soldados Valgs que no podían cruzar la nieve cuando tenía tres metros de grosor. Habían decidido que Erawan esperaría hasta la primavera. Sin embargo, Aedion no se arriesgaría. Tampoco lo haría el Príncipe Galan, quien había permanecido en silencio en esa reunión, pero luego buscó a Aedion para darle su apoyo. Tenían que mantener a sus tropas cálidas y alimentadas, entrenados y listos para marchar en cualquier momento. Esta misión de exploración, si la información de Ren era correcta, ayudaría a su causa. Cerca de allí, una cuerda de arco gruñó, apenas audible sobre el viento. Su punta y eje habían sido pintados de blanco, y ahora era apenas visible cuando apuntaba con precisión hacia la mortal abertura del paso. Aedion llamó la atención de Ren Allsbrook desde donde el joven señor estaba escondido entre las rocas con su flecha lista para volar. Cubierto con las mismas pieles blancas y grises que Aedion con una bufanda pálida sobre su boca, Ren era poco más que un par de ojos oscuros con la insinuación de una cicatriz. Aedion hizo un gesto para que esperara. Sin apenas mirar hacia la cambiaformas, Aedion transmitió la misma orden. Dejarían que sus enemigos se acercaran. Nieve crujiente se mezcló con la dificultad para respirar. Justo a tiempo. Aedion colocó una flecha en su propio arco y se agachó en el afloramiento. Como la exploración de Ren había afirmado cuando había corrido a la tienda de guerra de Aedion hace cinco días, había seis soldados. No se molestaron en mezclarse con la nieve y la roca. Sus ropas oscuras, peludas y extrañas, bien podría haber sido un enorme faro contra el blanco deslumbrante de las Staghorns. Pero fue su olor, llevado por un viento veloz, lo que le dijo a Aedion lo suficiente. Valg. No había signos de un collar en ninguno de ese grupo, ningún indicio de un anillo oculto por sus gruesos guantes. Aparentemente, incluso a las alimañas infestadas de demonios les daba frío. O por lo menos a sus portadores mortales. Sus enemigos se adentraron más en el paso. La flecha de Ren se mantuvo firme. Deja a uno con vida, había ordenado Aedion antes de que tomaran sus posiciones. Había sido suerte adivinar que elegirían este paso, una puerta trasera casi olvidada hacia las tierras bajas de Terrasen. Solo lo suficientemente ancha como para que dos caballos pudieran viajar a la orilla, había sido ignorada durante mucho tiempo por los ejércitos conquistadores y los mercaderes que buscaban vender sus productos en el interior más allá de las Staghorns. Qué vivía allí, quién se atrevía a ganarse la vida más allá de cualquier frontera reconocida, Aedion no lo sabía. Justo como no sabía por qué estos soldados se habían aventurado tan lejos en las montañas. Pero pronto lo descubriría. El grupo de demonios pasó por debajo de ellos, y Aedion y Ren se movieron para reposicionar sus arcos. Un tiro directo al cráneo. El asentimiento de Aedion fue la única señal antes de que su flecha volara. I La sangre negra todavía calentaba la nieve cuando la lucha terminó. Había durado unos minutos. Solo unos pocos, después de que las flechas de Ren y Aedion encontraron sus objetivos y Lysandra saltara de su posición para destruir a otros tres. Y destrullera los músculos de las pantorrilas del sexto y único miembro sobreviviente. El demonio gimió cuando Aedion se acercó a él, la nieve a los pies del hombre ahora era negro azabache por sus piernas hechas jirones. Como restos de tela en el viento. Lysandra se sentó cerca de su cabeza, con sus fauces manchadas de ébano y sus ojos verdes fijos en el pálido rostro del hombre. Garras tan afiladas como agujas brillaban en sus enormes patas. Detrás de ellos, Ren miró a los otros en busca de signos de vida. Su espada se alzó y cayó, decapitándolos antes de que el aire helado pudiera hacerlos demasiado rígidos para atravesarlos. —Sucio traidor —dijo el enfurecido demonio a Aedion con el rostro lleno de odio. El hedor llenó la nariz de Aedion, cubriendo sus sentidos como alquitrán. Aedion sacó el cuchillo que tenía a su lado, la daga larga y mortal que Rowan Whitethorn le había regalado, y sonrió con gravedad. —Si eres inteligente, esto puede ser rápido. El soldado Valg escupió sobre las botas cubiertas de nieve de Aedion. I El castillo Allsbrook había permanecido con las Staghorns a sus espaldas y el Oakwald a sus pies durante más de quinientos años. Paseando ante el fuego en una de sus muchas chimeneas de gran tamaño, Aedion pudo contar las marcas de cada brutal invierno sobre las piedras grises. También podía sentir el peso de la historia del castillo en esas piedras, los años de valor y servicio, cuando estos pasillos estaban llenos de cantos y guerreros, y los largos años de tristeza que siguieron. Ren había tomado una butaca gastada y mullida y la puso junto al fuego, con los antebrazos apoyados en los muslos mientras miraba la llama. Habían llegado tarde la noche anterior, e incluso Aedion se había agotado por la caminata a través del nevado Oakwald. Y después de lo que habían hecho esta tarde, dudaba que tuviera la energía para hacerlo ahora. El otro gran salón estaba silencioso y oscuro más allá de su fuego, y sobre ellos, los tapices y crestas descoloridas del logo de la familia Allsbrook se balanceaban en las altas ventanas que se alineaban en un lado de la cámara. Un surtido de aves anidadas en las vigas se agazapaban contra el frío letal de más allá de las antiguas murallas de la fortaleza. Y entre ellos, un halcón de ojos verdes escuchaba cada palabra. —Si Erawan está buscando un camino para entrar a Terrasen —dijo Ren finalmente—, las montañas serían una tontería —frunció el ceño hacia las bandejas de comida que habían devorado minutos antes. Estofado de cordero y verduras de raíz asadas. La mayoría estuvieron blandas, pero al menos estaban calientes—. En este lugar la tierra no perdona fácilmente. Perdería innumerables tropas solo por el clima. —Erawan no hace nada sin razón —respondió Aedion—. La ruta más fácil a Terrasen sería a través de las tierras de cultivo, en los caminos del norte. Es donde cualquiera esperaría que marchara. Ya sea allí, o que lanzara sus fuerzas desde la costa. —O ambos, por tierra y mar. Aedion asintió. Erawan había extendido su red en su deseo de aplastar la resistencia que había surgido en este continente. Se acabó el disfraz del imperio de Adarlan: desde Eyllwe hasta la frontera norte de Adarlan, desde las orillas del Gran Océano hasta la imponente muralla de montañas que partían su continente en dos, la sombra del rey Valg crecía cada día. Aedion dudaba que Erawan se detuviera antes de colocar unos collares negros alrededor de sus cuellos. Y si Erawan consiguiera las otras dos llaves del Wyrd, si pudiera abrir la puerta del Wyrd cuando quisiera y desatara hordas de Valg desde su propio reino, tal vez incluso esclavizara ejércitos de otros mundos y los usrala para la conquista... no habría posibilidad de detenerlo. En este mundo, o en cualquier otro. Toda la esperanza de evitar ese horrible destino ahora estaba con Dorian Havilliard y ManonBlackbeak. A dónde habían ido durante estos meses, qué les había ocurrido, Aedion no había escuchado un susurro. Lo que supuso era una buena señal. Su supervivencia estaba en secreto. Aedion dijo: —Por lo tanto, no es prudente que Erawan desperdicie una patrulla de exploración para encontrar pequeños pasos en la montaña —se rascó la mejilla cubierta de barba incipiente. Se habían ido antes del amanecer de ayer, y él había optado por dormir en lugar de afeitarse—. Estratégicamente, no tiene sentido. Las brujas pueden volar, por lo que es poco útil enviar exploradores para aprenderse el terreno. Pero si la información es para ejércitos terrestres... mover sus fuerzas a través de pequeños pasajes como ese llevaría meses, sin mencionar el riesgo del clima. —Su explorador solo se reía —dijo Ren, sacudiendo la cabeza. Su largo cabello hasta los hombros se movía con él—. ¿De qué nos estamos perdiendo? ¿Qué no estamos viendo? —A la luz del fuego, la cicatriz que atravesaba su rostro se veía más espantosa. Un recordatorio de los horrores que Ren había soportado y a los que su familia no había sobrevivido. —Podría ser para mantenernos en suposiciones. Para hacernos reubicar nuestras fuerzas. Aedion apoyó una mano en la repisa, el calor de la piedra se filtraba en su piel aún helada. De hecho, Ren había preparado a la Perdición los meses que Aedion había estado ausente, trabajando estrechamente con Kyllian para ubicarlos tan al sur de Orynth como la correa de Darrow lo permitiera. Resultó que apenas estaban más allá de las estribaciones que bordeaban el extremo sur de la Llanura de Theralis. Ren había cedido el control a Aedion, aunque la reunión del Señor de Allsbrook con Aelin había sido muy fría. Tan fría como la nieve que azotaba afuera, para ser exactos. Lysandra había desempeñado bien el papel, dominando la culpa y la impaciencia de Aelin. Y desde entonces, sabiamente evitaba cualquier situación en la que pudieran hablar del pasado. Aunque no era que Ren hubiera demostrado un deseo de recordar los años anteriores a la caída de Terrasen. O los acontecimientos del invierno pasado. Aedion solo podía esperar que Erawan también permaneciera inconsciente de que ya no tenían a la Portadora de Fuego con ellos. Lo que las propias tropas de Terrasen dirían o harían cuando se dieran cuenta de que la llama de Aelin no los protegería en la batalla, no quería considerarlo. —También podría ser una verdadera maniobra que tuvimos la suerte de descubrir —reflexionó Ren—. Entonces, ¿nos arriesgamos a mover tropas a los pasos? Ya hay algunas en las Staghorns detrás de Orynth, y en las planicies del norte más allá. Un movimiento inteligente por parte de Ren: convencer a Darrow de que le permitiera ubicar parte de la Perdición detrás de Orynth, si Erawan navegaba hacia el norte y atacaba desde allí. No pondría nada más allá del bastardo. —No quiero que la Perdición se expanda demasiado —dijo Aedion, estudiando el fuego. Tan diferente… esta llama era tan diferente al fuego de Aelin. Como si el que estaba delante de él fuera un fantasma comparado con el ser vivo que era la magia de su reina—. Todavía no tenemos suficientes tropas de sobra. Incluso con las maniobras desesperadas y audaces de Aelin, los aliados que había ganado no se acercaban al máximo poder de Morath. Y todo ese oro que había acumulado hizo poco para comprarles más, no cuando quedaban pocas cosas con las que atraer para unirse a su causa. —Aelin no parecía muy preocupada cuando se fue a Eldrys —murmuró Ren. Por un momento, Aedion estaba sobre arena abrasadora empapada de sangre. Una caja de hierro. Maeve la había azotado y puesto en un verdadero ataúd. Y navegó hacia Mala-sabía-dónde, con un sádico inmortal con ellos. —Aelin —dijo Aedion, arrastrando las palabras lo mejor que pudo, incluso mientras la mentira lo ahogaba—, tiene sus propios planes que solo nos dirá cuándo sea el momento adecuado. Ren no dijo nada. Y aunque Ren creía que la reina que había regresado era una ilusión, Aedion agregó: —Todo lo que hace es por Terrasen. Él le había dicho cosas horribles ese día que ella había matado al ilken. ¿Dónde están nuestros aliados? Había exigido. Todavía estaba tratando de perdonarse por ello. Por todo. Todo lo que tenía era esta única oportunidad de hacer lo correcto, de hacer lo que ella le había pedido y salvar su reino. Ren miró las espadas gemelas que había dejado en la antigua mesa detrás de ellos. —Aun así, se fue —no hablaba de Eldrys, sino de hace diez años. —Todos hemos cometido errores en la última década —los dioses sabían que Aedion tenía mucho que expiar. Ren se tensó, como si las elecciones que lo habían perseguido le hubieran mordido la espalda. —Nunca le conté —dijo Aedion en voz baja, para que el halcón que estaba sentado en las vigas no pudiera oír—, sobre la casa de opio en Rifthold. Sobre el hecho de que Ren había conocido a la dueña y había frecuentado mucho el establecimiento de la mujer antes de la noche en que Aedion y Chaol habían arrastrado a un Ren casi inconsciente para esconderse de los hombres del rey. —Puedes llegar a ser un verdadero imbécil, ¿sabías? —La voz de Ren se volvió ronca. —Nunca usaría eso contra ti —Aedion sostuvo la furiosa mirada del joven Lord, dejando que Ren sintiera la lenta furia creciente en su mirada—. Lo que quería decir, antes de que te salieras de tus casillas —agregó cuando la boca de Ren se abrió de nuevo—, era que Aelin te ofreció un lugar en esta corte sin conocer esa parte de tu pasado —un músculo hizo clic en la mandíbula de Ren—. Pero incluso si lo hubiera hecho, Ren, todavía te habría hecho esa oferta. Ren estudió el piso de piedra bajo sus botas. —No existe una corte. —Darrow puede gritar todo lo que quiera, pero me permito disentir —Aedion se deslizó en el sillón frente al de Ren. Si Ren realmente respaldaba a Aelin, con Elide Lochan ahora de regreso, y Sol y Ravi de Suria probablemente apoyándola, le daban a su reina tres votos a su favor. Contra los cuatro que se oponían. Había pocas esperanzas de que el voto de Lysandra, como Señora de Caraverre, fuera reconocido. La cambiaformas no había pedido ver la tierra que iba a ser su hogar si sobrevivían a esta guerra. Solo se había convertido en un halcón durante la caminata hasta aquí y se había ido por un tiempo. Cuando regresó, no dijo nada, aunque sus ojos verdes estaban brillantes. No, Caraverre no sería reconocido como un territorio, no hasta que Aelin tomara su trono. Hasta que Lysandra fuera coronada reina, si la suya no regresaba. Ella regresaría. Tenía que hacerlo. Una puerta se abrió en el otro extremo del pasillo, seguida de apresurados pasos ligeros. Se levantó un instante antes de que un alegre ¡Aedion!, retumbara sobre las piedras. Evangeline estaba radiante, vestida de pies a cabeza con ropas de lana verde bordeada con pelaje blanco, con el cabello rojo dorado colgando en dos trenzas. Como las chicas de las montañas de Terrasen. Sus cicatrices se estiraron cuando sonrió, y Aedion abrió los brazos justo antes de que ella se lanzara sobre él. —Dijeron que llegaste tarde anoche, pero te fuiste antes del amanecer, y estaba preocupada de extrañarte de nuevo. Aedion le dio un beso en la cabeza. —Parece que has crecido medio metro desde la última vez que te vi. Los ojos citrinos de Evangeline brillaron mientras miraba entre él y Ren. —¿Dónde está…? Un destello de luz, y allí estaba ella. Brillante. Lysandra parecía estar brillando mientras pasaba una capa alrededor de su cuerpo desnudo, la prenda dejada en una silla cercana precisamente para este propósito. Evangeline se arrojó a los brazos de la cambiaformas, medio sollozando de alegría. Los hombros de Evangeline se sacudieron, y Lysandra sonrió, profunda y cálidamente, acariciando la cabeza de la niña. —¿Estás bien? Para todo el mundo, la cambiaformas habría parecido tranquila, serena. Pero Aedion la conocía, conocía su estado de ánimo, sus secretos. Sabíaque el ligero temblor en sus palabras era una prueba del furioso torrente bajo la hermosa superficie. —Oh, sí —dijo Evangeline, alejándose para dirigirse hacia Ren—. Él y Lord Murtaugh me trajeron aquí poco después. Ligera está con él, por cierto. Con Murtaugh, quiero decir. Le agrada él más que yo porque le da golosinas todo el día. Ahora está más gorda que un gato casero perezoso. Lysandra se echó a reír, y Aedion sonrió. La niña había sido bien cuidada. Como si se diera cuenta, Lysandra murmuró a Ren, su voz era un suave ronroneo. —Gracias. Las mejillas de Ren se tiñeron de rojo cuando se puso de pie. —Pensé que estaría más segura aquí que en el campo de batalla. Más cómoda, al menos. —Oh, es el lugar más maravilloso, Lysandra —dijo Evangeline, tomando la mano de Lysandra entre las suyas—. Murtaugh me llevó a Caraverre una tarde, antes de que empezara a nevar, quiero decir. Tienes que verlo. Las colinas y ríos y bonitos árboles, todo con las montañas al fondo. Pensé que había visto a un leopardo fantasma escondido sobre las rocas, pero Murtaugh dijo que era una alucinación. Pero te juro que era uno, ¡incluso más grande que tú! ¡Y la casa! Es la casa más bonita que he visto, con un jardín amurallado en la parte de atrás que Murtaugh dice que estará lleno de verduras y rosas en el verano. Por un instante, Aedion no pudo soportar la emoción en la cara de Lysandra cuando Evangeline le contaba sus grandes planes para la finca. El dolor de anhelar una vida que probablemente sería arrebatada antes de que ella tuviera la oportunidad de reclamarla. Aedion se volvió hacia Ren, la mirada del señor se fijó en Lysandra. Como lo hacía siempre que ella tomaba su forma humana. Luchando contra el impulso de apretar la mandíbula, Aedion dijo: —Entonces reconoces Caraverre. Evangeline continuó su alegre parloteo, pero los ojos de Lysandra se deslizaron hacia ellos. —Darrow no es el Señor de Allsbrook —fue todo lo que dijo Ren. En efecto. ¿Y quién no querría una vecina tan bonita? Es decir, cuando ella no viviera en Orynth bajo la piel y corona de otra persona, usando a Aedion para engendrar una falsa línea de sangre real. Poco más que un semental para reproducirse. Lysandra asintió de nuevo, y el rubor de Ren se intensificó. Como si no hubieran pasado todo el día caminando a través de la nieve y matando Valgs. Como si el olor a maldad no se adhiriera a ellos todavía. De hecho, Evangeline olfateó la capa que Lysandra mantenía envuelta alrededor de sí y frunció el ceño. —Apestas. Todos apestan. —Modales —regañó Lysandra, pero se echó a reír. Evangeline puso sus manos en sus caderas en un gesto que Aedion había visto a Aelin hacer tantas veces que su corazón dolía al verla. —Me pediste que te dijera si alguna vez apestabas. Especialmente tu aliento. Lysandra sonrió, y Aedion luchó contra el tirón de su propia boca. —Lo hice. Evangeline tiró de la mano de Lysandra, tratando de arrastrar a la cambiaformas por el pasillo. —Podemos compartir mi habitación. Allí hay un baño —Lysandra dio un paso. —Una habitación fina para un invitado —murmuró Aedion a Ren, alzando las cejas. Tenía que ser una de las mejores aquí, si tenía su propio baño. Ren agachó la cabeza. —Perteneció a Rose. Su hermana mayor. Quién había sido asesinada junto con Rallen, el medio hermano de Allsbrook, en la academia de magia a la que estaban asistiendo. Cerca de la frontera con Adarlan, la escuela había estado directamente en el camino de las tropas invasoras. Incluso antes de que cayera la magia, habrían tenido pocas defensas contra diez mil soldados. Aedion no se permitía recordar a menudo la matanza de Devellin, esa escuela legendaria. En cuántos niños habían estado allí. En cómo ninguno había escapado. Ren había sido cercano a sus dos hermanas mayores, pero sobre todo a la alegre Rose. —Le hubiera gustado —aclaró Ren, sacudiendo su barbilla hacia Evangeline. Con cicatrices, se dio cuenta Aedion, como Ren. La marca en la cara que Ren se había ganado mientras escapaba de los cuchillos en la carnicería, las vidas de sus padres, el costo de la distracción que los sacó a él y a Murtaugh. Las cicatrices de Evangeline provenían de un tipo diferente de escape, evitando por poco la vida infernal que la cortesana habría soportado. Aedion tampoco se dejaba recordar a menudo ese hecho. Evangeline continuó alejando a Lysandra, ajena a la conversación. —¿Por qué no me despertaste cuando llegaste? Aedion no escuchó la respuesta de Lysandra mientras se dejaba conducir desde el pasillo. No mientras la mirada de la cambiaformas se encontraba con la suya. Ella había tratado de hablar con él estos últimos dos meses. Muchas veces. Docenas de veces. Él la había ignorado. Y cuando por fin llegaron a las costas de Terrasen, ella se había rendido. Ella le había mentido. Lo engañó tanto que cualquier momento entre ellos, cualquier conversación... no sabía si había sido real. No quería saberlo. No quería saber si ella sintió algo de eso, cuando él tan estúpidamente había dejado todo a sus pies. Había creído que esta era su última cacería. Que él podría tomarse su tiempo con ella, mostrarle todo lo que Terrasen tenía para ofrecer. Muéstrale todo lo que él tenía que ofrecer, también. Perra mentirosa, la había llamado. Se lo había gritado. Había reunido suficiente razonabilidad para avergonzarse de ello. Pero la rabia se mantenía. Los ojos de Lysandra eran desconfiados, como si le preguntaran: ¿No podemos, en este raro momento de felicidad, hablar como amigos? Aedion solo regresó la vista al fuego, bloqueando sus ojos color esmeralda, su exquisito rostro. Ren podía tenerla. Incluso si el pensamiento le hacía querer golpear algo. Lysandra y Evangeline desaparecieron por el pasillo, la chica seguía hablando. El peso de la decepción de Lysandra se mantuvo como un toque fantasma. Ren se aclaró la garganta. —¿Quieres decirme qué está pasando entre ustedes dos? Aedion le lanzó una mirada que habría hecho a cualquier hombre correr. —Consigue un mapa. Quiero volver a ver los pasos. Ren, para su crédito, fue en busca de uno. Aedion miró el fuego, tan pálido sin la chispa de magia de su reina. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el viento que aullaba fuera del castillo fuera reemplazado por el aullido de las bestias de Erawan? I Aedion obtuvo su respuesta al amanecer del día siguiente. Sentado en un extremo de la larga mesa en el Gran Comedor, Lyssandra y Evangeline desayunaban tranquilamente en el otro extremo, Aedion dominó el temblor en sus dedos cuando abrió la carta que el mensajero había entregado momentos antes. Ren y Murtaugh, sentados a su alrededor, se abstuvieron de exigir respuestas mientras él leía. Una vez. Dos veces. Aedion al fin dejó la carta. Respiró hondo mientras fruncía el ceño hacia la luz gris y acuosa que se filtraba por las ventanas en lo alto de la pared. En la mesa, el peso de la mirada de Lysandra lo presionaba. Sin embargo, ella se quedó donde estaba. —Es de Kyllian —dijo Aedion con voz ronca—. Las tropas de Morath tocaron tierra en la costa, en Eldrys. Ren juró. Murtaugh se quedó en silencio. Aedion se mantuvo sentado, ya que parecía probable que sus rodillas no lo sostuvieran. —Destruyó la ciudad. La convirtió en escombros sin desatar una sola tropa. Porqué el rey oscuro había esperado tanto tiempo, Aedion solo podía hacer suposiciones. —¿Las torres de las brujas? —preguntó Ren. Aedion le había contado todo lo que Manon Blackbeak había revelado en su viaje a través de los Stone Marshes. —No dice —dudaba que Erawan hubiera manejado las torres, ya que eran lo suficientemente masivas como para requerir ser transportadas por tierra, y los exploradores de Aedion seguramente habrían notado una torre de treinta metros siendo arrastrada por su territorio—. Pero las explosiones arrasaron la ciudad. —¿Aelin? —La voz de Murtaugh era casi un susurro. —Se encuentra bien —mintió Aedion—. Salió de regreso al campamento Orynthel día antes de que sucediera —Por supuesto, no mencionó su paradero en la carta de Kyllian, pero su comandante principal había especulado que ya que no había ningún cuerpo ni enemigo que la celebrara, la reina había conseguido salir. Murtaugh se relajó en su asiento, y Ligera apoyó su cabeza dorada sobre su muslo. —Gracias a Mala por esa misericordia. —No le agradezcas todavía —Aedion metió la carta en el bolsillo de la gruesa capa que vestía contra las corrientes de aire que provenían del pasillo. No le agradezcas en absoluto, casi agregó—. En su camino hacia Eldrys, Morath destruyó diez de los buques de guerra de Wendlyn cerca de Ilium, y envió al resto huyendo por el Florine. Murtaugh se frotó la mandíbula. —¿Por qué no darles caza y seguirlos por el río? —¿Quién sabe? —Aedion lo pensaría más tarde—. Erawan fijó su mirada en Eldrys, y ahora ha tomado la ciudad. Parece inclinado a lanzar algunas de sus tropas desde allí. Si no lo detenemos, llegarán a Orynth en una semana. —Tenemos que regresar al campamento —dijo Ren, con un gesto—. A ver si podemos hacer que nuestra flota vuelva a bajar por el Florine y atacar con Rolfe desde el mar. Mientras atacamos desde tierra. Aedion no tuvo ganas de recordarles que no habían oído de Rolfe más que vagos mensajes sobre su búsqueda de los micenios y su legendaria flota. Las probabilidades de que Rolfe emergiera para salvar sus traseros eran tan escasas como la legendaria Tribu del Lobo en el extremo más alejado de las Montañas Anascaul. O que los Fae que huyeron de Terrasen hace una década y regresaran de donde habían huido para unirse a las fuerzas de Aedion. La calma calculadora que había guiado a Aedion a través de la batalla y la carnicería se instaló en él, tan sólida como la capa de piel que llevaba. La velocidad sería su aliado ahora. Velocidad y claridad. Las líneas tienen que mantenerse, ordenó Rowan antes de que partieran. Cómpranos todo el tiempo que puedas. Cumpliría esa promesa. Evangeline se quedó en silencio mientras la atención de Aedion se deslizaba hacia la cambiaformas al otro lado de la mesa. —¿A cuántos puedes llevar en tu forma de wyvern? Capítulo 2 Traducido por Yun Hdez Corregido por Nix Elide Lochan una vez había esperado viajar a lo largo y ancho, a un lugar donde nadie hubiera oído hablar de Adarlan o Terrasen, tan distante que Vernon no tuviera oportunidad de encontrarla. Ella no había anticipado que eso realmente podría suceder. De pie en el polvoriento y antiguo callejón de una ciudad igualmente polvorienta, en un reino al sur de Doranelle, Elide se maravilló con las campanas del mediodía que resonaban en el cielo despejado, el sol pintando las pálidas piedras de los edifi- cios, el viento seco barriendo a través de las estrechas calles entre ellos. Ella había aprendido el nombre de esta ciudad tres veces, y aún no podía pronunciarlo. Supuso que no importaba. No estarían aquí por mucho tiempo. Al igual que no se habían detenido en ninguna de las ciudades que por las que habían pasado, ni en los bosques o montañas o tierras bajas. Reino tras reino, el ritmo implacable estable- cido por un príncipe que parecía apenas capaz de recordar hablar, y mucho menos alimentarse. Elide hizo una mueca ante las desgastadas ropas de brujas que todavía llevaba, su deshilachada capa gris y sus desgastadas botas, y luego miró a sus dos acom- pañantes en el callejón. De hecho, todos habían visto días mejores. —En cualquier momento —murmuró Gavriel con un ojo en la entrada del callejón. Una imponente y oscura figura se fundió en las escasas sombras por el arco medio derrumbado, observando la bulliciosa calle más allá. Elide no observó demasiado esa figura. Había sido incapaz de soportar estas inter- minables semanas. Incapaz de soportarlo, o el insufrible dolor en su pecho. Elide frunció el ceño hacia Gavriel. —Deberíamos habernos detenido para el almuerzo. Él movió su barbilla hacia la bolsa gastada que estaba contra la pared. —Hay una manzana en mi bolsa. Mirando hacia el edificio que se alzaba sobre ellos, Elide suspiró y alcanzó la bolsa, pasando por la ropa de repuesto, la cuerda, las armas y diversos suministros hasta que sacó la manzana gorda roja-y-verde. La última de las muchas que habían arran- cado de un huerto en un reino vecino. Sin palabras Elide la compartió con el Señor de las Hadas. Gavriel arqueó una dorada ceja. Elide reflejó el gesto. —Puedo escuchar tu estómago gruñir. Gavriel soltó una carcajada y tomó la manzana con una inclinación de cabeza antes de limpiarla con la manga de su pálida chaqueta. —En efecto, lo está. En el callejón, Elide podría haber jurado que la figura oscura se puso rígida. Ella no le prestó atención. Gavriel mordió la manzana, sus caninos brillando. El padre de Aedion Ashryver… el parecido era asombroso, aunque las similitudes se detenían en la apariencia. En los breves días que había pasado con Aedion, él había demostrado ser lo opuesto al macho pensativo y de suave voz. Se preocupó, después de que Asterin y Vesta los dejaron a bordo del barco con el que habían navegado hasta allí, de que podría haberse equivocado al elegir viajar con tres machos inmortales. Que sería pisoteada. Pero Gavriel había sido amable desde el principio, asegurándose de que Elide co- miera lo suficiente y tuviera mantas en las noches frías, enseñándole a montar los caballos en los que habían gastado preciosas monedas para comprar porque Elide no tendría la oportunidad de mantenerse al trote con ellos, con su tobillo o no. Y para los momentos en que tenían que llevar a sus caballos por un terreno complicado, Gavriel había reforzado su pierna con su magia, su poder era una brisa cálida de verano contra su piel. Ella ciertamente no permitiría que Lorcan lo hiciera. Nunca olvidaría la imagen de él arrastrándose detrás de Maeve una vez que la rei- na había roto el juramento de sangre. Arrastrándose tras Maeve como un amante rechazado, como un quebrantado perro desesperado por su amo. Aelin había sido maltratada, su ubicación traicionada por Lorcan a Maeve, y aun así trató de seguirla. A través de la arena todavía húmeda con la sangre de Aelin. Gavriel se comió la mitad de la manzana y le ofreció a Elide el resto. —También deberías comer. Frunció el ceño ante el morado debajo de los ojos de Gavriel. Igual que debajo de los suyos, no lo dudaba. Su ciclo, al menos, había llegado cada mes, a pesar del duro viaje que quemó cualquier reserva de comida en su estómago. Eso había sido particularmente mortificante. Explicarle lo que necesitaba a los tres guerreros que ya podían oler la sangre. Más paradas frecuentes. No había mencionado los calambres que le torcían las tripas, la espalda y azotaban sus muslos. Había seguido cabalgando, con la cabeza baja. Sabía que se habrían detenido. Incluso Rowan se habría detenido para dejarla descansar. Pero cada vez que hacían una pausa, Elide veía ese ataúd de hierro. Veía el látigo brillando con sangre, mientras chasqueaba en el aire. Escuchaba los gritos de Aelin. Se había ido para que no se llevaran a Elide. No había dudado en ofrecerse en lugar de Elide. El solo pensamiento mantuvo a Elide a horcajadas sobre su yegua. Esos pocos días se hicieron un poco más fáciles con las limpias tiras de lino que Gavriel y Rowan le proporcionaron, sin duda, de sus propias camisas. Cuándo los cortaron, ella no tenía ni idea. Elide mordió la manzana, saboreando la dulce y agria frescura. Rowan había dejado algunas monedas de cobre de un suministro que disminuía rápidamente como cuen- ta de la fruta que habían tomado. Pronto tendrían que robar sus cenas. O vender sus caballos. Un golpe sonó desde detrás de las ventanas selladas un nivel arriba, salpicado de amortiguados gritos masculinos. —¿Creen que tendremos mejor suerte esta vez? —preguntó Elide en voz baja. Gavriel estudió las contraventanas pintadas de azul, talladas en una intrincada ce- losía. —Espero que sí. La suerte sehabía agotado en estos días. Habían tenido muy poca desde la maldita playa en Eyllwe, cuando Rowan sintió un tirón en el vínculo entre él y Aelin, el vínc- ulo de apareamiento, y había seguido su llamada a través del océano. Sin embargo, cuando llegaron a estas orillas después de varias semanas terribles en aguas tan salvajes como tormentas, no había nada más que rastrear. No había rastro de la restante armada de Maeve. Ningún susurro del barco de la reina, el Ruiseñor, atracado en cualquier puerto. Sin noticias del regreso a su trono en Doranelle. Los rumores eran todo lo que habían tenido para continuar, llevándolos a través de montañas llenas de nieve, a través de densos bosques y secas llanuras. Hasta el reino anterior, la ciudad anterior, las calles llenas de parranderos celebran- do Samhuinn, para honrar a los dioses cuando el velo entre los mundos era más delgado. No tenían idea de que esos dioses no eran más que seres de otro mundo. Que cual- quier ayuda que los dioses ofrecían, cualquier ayuda que Elide había recibido de esa pequeña voz sobre su hombro, había sido con un objetivo en mente: regresar a casa. Peones… eso es todo lo que Elide, Aelin y los demás eran para ellos. Estaba confirmado por el hecho de que Elide no había escuchado un susurro de la guía de Anneith desde aquel horrible día en Eyllwe. Solo empujones durante los largos días, como si fueran recordatorios de su presencia. Que alguien estaba ob- servando. Que, si tuvieran éxito en su búsqueda para encontrar a Aelin, esperaban que la joven reina pagara el precio final a esos dioses. Si Dorian Havilliard y Manon Blackbeak pudieran recuperar la tercera y última Llave del Wyrd. Si el joven rey no se ofrecía como sacrificio en lugar de Aelin. Así que Elide soportó esos empujones ocasionales, negándose a contemplar qué tipo de criatura se había interesado tanto en ella. En todos ellos. Elide había descartado esos pensamientos mientras examinaban las calles, escu- chando cualquier susurro de la ubicación de Maeve. El sol se había puesto, Rowan gruñía con cada hora que pasaba que no daba con nada. Como todas las demás ciudades que habían resultado en nada. Elide los había hecho seguir paseando por las alegres calles, inadvertidos e inmacu- lados. Le recordaba a Rowan cada vez que él mostraba sus dientes que había ojos en cada reino, en cada tierra. Y si se corriera la voz de que un grupo de guerreros Hada estaban aterrorizando a las ciudades en su búsqueda de Maeve, seguramente llegaría a la Reina de las Hadas en poco tiempo. Había caído la noche, y en las colinas doradas que se extendían más allá de las murallas de la ciudad, se habían encendido las fogatas. Rowan finalmente había dejado de gruñir ante la vista. Como si hubieran tirado de algún hilo en su memoria de dolor. Pero luego pasaron junto a un grupo de soldados Hada que estaban bebiendo y Rowan se quedó quieto. Había evaluado a los guerreros de esa manera fría y calcu- ladora que le dijo a Elide que había elaborado algún plan. Cuando se metieron en un callejón, el príncipe hada lo había expuesto en términos crudos y brutales. Una semana después, y aquí estaban. Los gritos crecieron en el edificio de arriba. Elide hizo una mueca cuando la madera resquebrajada ahogó las campanas de la ciudad. —¿Deberíamos ayudar? Gavriel se pasó una tatuada mano por su dorado cabello. Los nombres de los guer- reros que habían caído bajo su mando, le había explicado cuando finalmente se atrevió a preguntar la semana pasada. —Ya casi termina. De hecho, incluso Lorcan ahora fruncía el ceño con impaciencia ante la ventana en- cima de Elide y Gavriel. Cuando las campanas del mediodía terminaron de sonar, las persianas se abrieron de golpe. Destrozadas era una mejor palabra mejor para eso ya que dos machos salieron vo- lando a través de ellas. Uno de ellos, moreno y ensangrentado, gritó mientras se caía. El príncipe Rowan Whitethorn no dijo nada mientras caía con él. Mientras mantenía su agarre en el macho, y mostraba sus dientes. Elide se hizo a un lado, dándoles un amplio espacio mientras se estrellaban contra la pila de cajas en el callejón, haciendo volar astillas y escombros. Sabía que una ráfaga de viento evitó que la caída fuera fatal para el hombre de hom- bros anchos, a quien Rowan tiró de los restos del cuello de su túnica azul. No les servía de nada que estuviera muerto. Gavriel sacó un cuchillo y se mantuvo al lado de Elide cuando Rowan golpeó al ex- traño contra la pared del callejón. No había nada amable en el rostro del príncipe. Nada acogedor. Solo un depredador de sangre fría. Empeñado en encontrar a la reina dueña de su corazón. —Por favor —espetó el macho. En lengua común. Entonces Rowan lo había encontrado. No podían tener la esperanza de rastrear a Maeve, Rowan se había dado cuenta de eso en Samhuinn. Sin embargo, encontrar a los comandantes que servían a Maeve, quienes se despelgaban a través de varios reinos como préstamo a los gobernantes mortales, eso es lo que podían hacer. Y el macho al que Rowan gruñía, sus propios labios sangrando, era un comandan- te. Un guerrero, desde la anchura de sus hombros hasta sus musculosos muslos. Rowan todavía lo empequeñecía. Gavriel y Lorcan también. Como si, incluso entre las hadas, los tres fueran una raza completamente diferente. —Así es como va ir esto —dijo Rowan al comandante que lloriqueaba, con una voz terriblemente suave. Una sonrisa brutal agraciaba la boca del príncipe, dejando cor- rer la sangre de su labio partido—. Primero te rompo las piernas, tal vez una parte de tu columna para que no puedas arrastrarte. —Señaló con un dedo ensangrentado el callejón. Hacia Lorcan—. Sabes quién es, ¿verdad? Como si respondiera, Lorcan salió de las sombras. El comandante comenzó a tem- blar. ―La pierna y la columna, tu cuerpo eventualmente se curaría —continuó Rowan mientras Lorcan seguía al acecho—. Pero lo que Lorcan Salvaterre te hará… —Sol- tó una risa baja y triste—… no te recuperarás de eso, amigo. El comandante miró frenéticamente hacia Elide, hacia Gavriel. La primera vez que eso había sucedido, hace dos días, Elide no había podido ob- servar. Ese comandante en particular no poseía ninguna información que valiera la pena compartir, y dado en el tipo indecible de burdel en el que lo habían encontrado, Elide no había lamentado que Rowan hubiera dejado su cuerpo en un extremo del callejón. Su cabeza en el otro. Pero hoy, esta vez... observa. Observa, siseó una pequeña voz en su oído. Escucha. A pesar del calor y el sol, Elide se estremeció. Apretó los dientes, aguantando todas las palabras que se alzaron dentro de ella. Encuentren a alguien más. Encuentren una manera de usar sus propios poderes para forjar la Cerradura. Encuentren una manera de aceptar que su destino es quedarse atrapados en este mundo, así no necesitaremos pagar una deuda que, para empezar, no era nuestra. Sin embargo, si ahora Anneith hablaba cuando solo la había presionado durante estos meses... Elide tragó esas furiosas palabras. Como se esperaba que todos los mortales hicieran. Por Aelin, podría someterse. Como Aelin finalmente se sometería. El rostro de Gavriel no mostraba piedad, solo una practicidad sombría mientras mi- raba al tembloroso comandante colgando de la mano de hierro de Rowan. —Dile lo que quiere saber. Solo lo empeoraras para ti. Lorcan casi los había alcanzado, un viento oscuro se arremolinaba sobre sus largos dedos. No había nada del macho que había venido a conocer en su severo rostro. Al menos del macho que había conocido antes de esa playa. No, esta era la máscara del que había visto por primera vez en Oakwald. Insensible. Arrogante. Cruel. El comandante vio el poder acumulado en la mano de Lorcan, pero logró burlarse de Rowan, con la sangre cubriendo sus dientes. —Ella los matará a todos —Un ojo morado ya formándose, su parpado completa- mente cerrado. El aire pulsó en las orejas de Elide cuando Rowan cerró un escudo de vientoa su alrededor. Sellando todo el sonido—. Maeve matará a cada uno de ustedes, traidores. —Puede intentarlo —fue la suave respuesta de Rowan. Observa, susurró Anneith de nuevo. Cuando el comandante comenzó a gritar esta vez, Elide no apartó la mirada. Y mientras Rowan y Lorcan hacían para lo que habían sido entrenados, ella no podía decidir si la orden de Anneith había sido de ayuda, o un recordatorio de lo que los dioses podrían hacer si les desobedecían. Capítulo 3 Traducido por Yun Hedz Corregido por Nix Los Staghorns estaban ardiendo, y Oakwald con ellas. Los poderosos y antiguos árboles eran poco más que cáscaras carbonizadas y es- pesas cenizas como nieve cayendo. Las brasas flotaban en el viento, una burla de cómo una vez se habían balanceado en su camino como luciérnagas mientras ella corría a través de las hogueras de Beltane. Tantas llamas, el calor sofocante, el aire mismo chamuscando sus pulmones. Tú hiciste esto, tú hiciste esto, tú hiciste esto. La grieta de los árboles moribundos gemían las palabras, las gritaban. El mundo estaba bañado en fuego. Fuego, no oscuridad. Un movimiento entre los árboles llamó su atención. El Señor del Norte estaba frenético, salvaje por la agonía, mientras galopaba hacia ella. Mientras humo salía de su blanco pelaje, el fuego devoraba sus poderosas as- tas, no la llama inmortal que sostenía entre ellas en su propio sello, la llama inmortal de los sagrados ciervos de Terrasen y de Mala Portadora de Fuego antes de eso. Sino verdaderas y viciosas llamas. El Señor del Norte pasó al lado de ella, ardiendo, ardiendo, ardiendo. Ella extendió una mano hacia él, invisible e intrascendente, pero el orgulloso ciervo se desmoronó, gritos saliendo de su boca. Esos gritos horribles e implacables. Como si el corazón del mundo estuviera siendo destrozado. No podía hacer nada cuando el ciervo se arrojó a una pared de llamas que se exten- día como una red entre dos robles en llamas. Él no emergió. I El lobo blanco la estaba observando de nuevo. Aelin Ashryver Whitethorn Galathynius pasó un dedo acorazado sobre el borde del altar de piedra sobre el que estaba acostada. Tanto movimiento como podía lograr. Cairn la había dejado aquí esta vez. No se había molestado en moverla al ataúd de hierro contra la pared adyacente. Un raro alivio. No despertar en la oscuridad, sino a la luz del fuego parpadeante. Los braseros se estaban muriendo, haciendo señas en el húmedo frío que presionaba sobre su piel. La que no estaba cubierta por el hierro. Ella había tirado de las cadenas tan silenciosamente como podía. Pero se mantuvieron firmes. Habían agregado más hierro. Sobre ella. Empezando por guantes de hierro. No recordaba cuándo había sucedido. Dónde había sucedido. Entonces solo había existido el ataúd. El sofocante ataúd de hierro. Lo había probado en busca de debilidades, una y otra vez. Antes de que enviaran ese humo de olor dulzón para dejarla inconsciente. No sabía cuánto tiempo había dormido después de eso. Cuando despertó allí, no había más humo. Lo había examinado en busca de debilidades, una y otra vez. Tanto como el hierro lo permitía. Empujando con sus pies, sus codos, sus manos contra el implacable metal. Ella no tenía suficiente espacio para darse vuelta. Para aliviar el dolor de las cadenas que se clavaban en ella. Irritándola. Las heridas del látigo grabadas profundamente en su espalda se habían desvanecido. Las que habían desgarrado su piel hasta el hueso. ¿O eso también había sido un sueño? Se había dejado llevar por la memoria, hasta los años de entrenamiento bajo la custodia de un asesino. Hasta las lecciones donde la habían dejado encadenada en sus propios desechos, hasta que había descubierto cómo quitarlas. Pero había estado vinculada mentalmente con ese entrenamiento. Nada de lo que había intentado en la estrecha oscuridad había funcionado. El metal del guante raspó la piedra oscura, apenas audible sobre los silbantes braseros, el río rugiente más allá de ellos. Dónde quiera que estuvieran. Ella, y el lobo. Fenrys. Ninguna cadena lo ataba. No era necesario. Maeve le había ordenado que se quedara, que se retirara, y así lo hacía. Durante largos minutos, se miraron el uno al otro. Aelin no reflexionó sobre el dolor que la había llevado a la inconsciencia. Incluso cuando el recuerdo de huesos rompiéndose hizo que su pie se contrajera. Las cadenas sonaron. Pero no había un destello de la agonía que debería haber sido rampante. Ni un susurro de incomodidad en sus pies. Bloqueó la imagen de cómo ese macho, Cairn, los había separado. Cómo había gritado hasta que su voz había fallado. Podría haber sido un sueño. Uno de la interminable horda que la cazaba en la oscuridad. Un ciervo ardiendo, huyendo entre los árboles. Horas en este altar, sus pies destrozados bajo antiguas herramientas. Un príncipe de cabello plateado cuyo olor era el de su hogar. Se difuminaron y se desvanecieron, hasta este momento, mirando al lobo blanco tendido contra la pared frente al altar, podrían ser un fragmento de una ilusión. El dedo de Aelin rasguñó otra vez el borde curvo del altar. El lobo parpadeó ante ella, tres veces. En los primeros días, meses, años de esto, habían creado un silencioso código entre ellos. Usando los pocos momentos que había sido capaz de hablar, susurrando a través de los agujeros casi invisibles en el ataúd de hierro. Un parpadeo para sí. Dos para no. Tres para ¿Estás bien? Cuatro para Estoy aquí, estoy contigo. Cinco para Esto es real, estás despierta. Fenrys de nuevo parpadeó tres veces. ¿Estás bien? Aelin tragó contra el grosor de su garganta, su lengua separándose del paladar de su boca. Ella parpadeó una vez. Sí. Ella contó sus parpadeos. Seis. Él lo había inventado. Mentirosa, o algo así. Ella se negaba a reconocer ese código en particular. Ella parpadeó una vez más. Sí. Ojos oscuros la examinaron. Él lo había visto todo. Cada momento de ello. Si se le permitiera cambiar de forma, él podría decirle qué era inventado y qué era real. Si algo de eso hubiera sido real. No había ninguna herida cuando se despertaba. Sin dolor. Solo el recuerdo de ello, de la cara sonriente de Cairn mientras la cortaba una y otra vez. Debió haberla dejado en el altar porque iba a regresar pronto. Aelin se movió lo suficiente para tirar de las cadenas, la cerradura de la máscara clavándose en la parte posterior de su cabeza. El viento no había rozado sus mejillas, ni la mayor parte de su piel en... no lo sabía. Lo que no estaba cubierto de hierro estaba cubierto con un vestido blanco sin mangas que llegaba hasta la mitad del muslo. Dejando las piernas y los brazos al descubierto para los cuidados de Cairn. Había días, recuerdos, de que el vestido había desaparecido, de cuchillos que raspaban su abdomen. Pero cada vez que despertaba, el vestido permanecía intacto. Sin tocar. Sin ninguna mancha. Las orejas de Fenrys se levantaron, retorciéndose. Toda la alerta que Aelin necesitaba. Odiaba el temblor que comenzaba a enrollarse alrededor de sus huesos mientras pisadas se aproximaban más allá de la cuadrada habitación y la puerta de hierro. La única forma de entrar. Sin ventanas. El pasillo de piedra más allá que a veces vislumbraba estaba igualmente sellado. Solo el sonido del agua entraba a ese lugar. Se hizo más fuerte cuando la puerta de hierro se abrió y gimió al abrirse. Se obligó a no temblar cuando el macho de cabello castaño se acercó. —¿Despierta tan pronto? No debí haber trabajado lo suficiente. Esa voz. Odiaba esa voz por encima de todas las demás. Melodiosa y fría. Llevaba un atuendo de guerrero, pero ningún arma de guerrero colgaba del cinturón en su delgada cintura. Cairn notó dónde caían sus ojos y palmeó el pesado martillo que colgaba de su cadera. —Tan ansiosa por más. No había ninguna llama para animarla. Ni una sola brasa. Él se dirigió a la pequeña pila de troncos al lado de un brasero y alimentó con unos pocos al fuegoagonizante. Se arremolinó y crujió, saltando sobre la madera con dedos hambrientos. Su magia ni siquiera parpadeó en respuesta. Todo lo que comía y bebía a través de la pequeña ranura en la boca de la máscara estaba mezclada con hierro. Lo había rechazado al principio. Había probado el hierro y lo había escupido. Ella había llegado al borde de la muerte por la falta de agua cuando la forzaron por su garganta. Luego la dejaron morir de hambre, morir de hambre hasta que se quebraba y devorara lo que pusieran delante de ella, con hierro o no. No pensaba a menudo en ese momento. Esa debilidad. Lo emocionado que Cairn había estado al verla comer, y cuánto se enfurecía cuando aún no le daba lo que quería. Cairn cargó el otro brasero antes de chasquear sus dedos hacia Fenrys. —Puedes ir a ocuparte de tus necesidades en el pasillo y regresa aquí inmediatamente. Como si un fantasma lo alzara, el enorme lobo se fue. Maeve había considerado incluso eso, concediéndole poder a Cairn para ordenar cuándo Fenrys comía y bebía, cuándo orinaba. Sabía que Cairn lo olvidaba deliberadamente en ocasiones. Los quejidos caninos de dolor la habían alcanzado, incluso en el ataúd. Real. Eso había sido real. El macho ante ella, un guerrero entrenado en todo menos en honor y espíritu, examinó su cuerpo. —¿Cómo vamos a jugar esta noche, Aelin? Odiaba el sonido de su nombre en su lengua. Sus labios se curvaron hacia atrás sobre sus dientes. Rápido como una serpiente, Cairn agarró su garganta lo suficientemente fuerte como para dejar un moretón. —Cuánta ira, incluso ahora. Ella nunca la dejaría ir, la ira. Incluso cuando se hundía en ese mar ardiente dentro de ella, incluso cuando le cantaba a la oscuridad y a las llamas, la ira la guiaba. Los dedos de Cairn se clavaron en su garganta, y ella no pudo detener el ruido ahogado que salió de esta. —Todo esto puede terminar con unas pocas palabras, princesa —ronroneó, bajando lo suficiente hasta que su aliento rozó su boca—. Unas pocas palabras, y tú y yo nos separaremos para siempre. Nunca las diría. Nunca haría el juramento de sangre a Maeve. Jurarlo, y entregar todo lo que sabía, todo lo que era. Ser una esclava eterna. Y marcar el fin del mundo. El agarre de Cairn en su cuello se aflojó, y ella inhaló profundamente. Pero sus dedos se demoraron en el lado derecho de su garganta. Sabía exactamente en qué lugar, qué cicatriz, sus dedos rozaban. Las pequeñas marcas gemelas en el espacio entre su cuello y hombro. —Interesante —murmuró Cairn. Aelin apartó bruscamente la cabeza y volvió a mostrar los dientes. Cairn la golpeó. No en su rostro, cubierta por hierro que rasgaría sus nudillos. Sino a su desprotegido estómago. El aliento salió de ella, y el hierro sonó mientras intentaba y fallaba en acurrucarse de lado. Con sus silenciosas patas, Fenrys volvió a subir y tomó su lugar contra la pared. La preocupación y la furia se encendieron en sus oscuros ojos de lobo mientras jadeaba buscando aire, mientras sus encadenadas extremidades intentaban enroscarse alrededor de su abdomen. Pero Fenrys solo pudo caer al suelo una vez más. Cuatro parpadeos. Estoy aquí, estoy contigo. Cairn no lo vio. No hizo ningún comentario sobre su único parpadeo en respuesta cuando él sonrió ante los pequeños mordiscos en su cuello, sellados con la sal de las cálidas aguas de la Bahía de la Calavera. La marca de Rowan. La marca de un compañero. Ella no se permitió pensar en él por mucho tiempo. No mientras Cairn liberaba con el pulgar el martillo de cabeza pesada y lo sopesaba en sus amplias manos. —Si no fuera por la orden de amordazarte de Maeve —reflexionó el macho, examinando su cuerpo como un pintor que evalúa un lienzo vacío—. Pondría mis propios dientes en ti. A ver si la marca de los Whitethorn resiste. El miedo se enroscó en sus entrañas. Ella había visto la evidencia de lo que las largas horas aquí demandaban de él. Sus dedos se curvaron, raspando la piedra como si fuera el rostro de Cairn. Cairn movió el martillo a una mano. —Supongo que esto debería ser suficiente —pasó su otra mano a lo largo de su torso, y ella se sacudió contra las cadenas por el posesivo toque. Él sonrió—. Muy receptiva —agarró su rodilla desnuda, apretando suavemente—. Empezamos con los pies anteriormente. Vamos más alto esta vez. Aelin se preparó. Tomó respiraciones profundas que la llevarían lejos de aquí. De su cuerpo. Nunca dejaría que la rompieran. Nunca haría ese juramento de sangre. Por Terrasen, por su gente, a quien ella había dejado para soportar su propio tormento durante diez largos años. Les debía esto. Profundo, profundo, profundo ella fue, como si pudiera escapar lo que vendría, como si pudiera esconderse de ello. El martillo brilló a la luz del fuego cuando se alzó sobre su rodilla, el aliento de Cairn entrecortándose, anticipación y placer mezclándose en su rostro. Fenrys parpadeó, una y otra y otra vez. Estoy aquí, estoy contigo. No impidió que el martillo cayera. O el grito que salió de su garganta. Capítulo 4 Traducido por Yun Hedz Corregido por Aruasi Sargav —Este campamento ha estado abandonado por meses. Manon se apartó del acantilado cubierto de nieve donde había estado vigilando el borde occidental de las Montañas Colmillos Blancos. Hacia los Wastes. Asterin permaneció agazapada sobre los restos medio enterrados de un pozo de fuego, la peluda piel de cabra colgaba sobre sus hombros agitándose en el viento helado. Su Segunda continuó: —Nadie ha estado aquí desde principios de otoño. Manon también lo había sospechado. Las Sombras habían visto el sitio una hora antes en su patrulla del terreno por delante, de alguna manera notando las irregula- ridades hábilmente escondidas en el lado de sotavento de la rocosa cima. La Madre sabía que la propia Manon podría haber volado justo sobre ella. Asterin se puso de pie, sacudiéndose la nieve de la piel de sus rodillas. Incluso el grueso material no era suficiente para protegerse del brutal frío. De ahí las pieles de cabra montés que habían recurrido a usar. Buena para mezclarse con la nieve, Edda había afirmado, la Sombra incluso había dejado que el tinte oscuro para el cabello que ella prefería se lavará estas semanas para revelar el blanco lunar de su tono natural. El tono de Manon. Briar había conser- vado el tinte. Una de ellas era necesaria para explorar por la noche, la otra Sombra había afirmado. Manon examinó a las dos Sombras cuidadosamente acechando a través del cam- pamento. Quizás ya no sean Sombras, sino más bien las dos caras de la luna. Una oscura, una de luz. Uno de los muchos cambios a Las Trece. Manon dejó escapar un suspiro, el viento destruyendo el soplo caliente. —Están ahí fuera —murmuró Asterin para que las demás no pudieran escuchar de- sde dónde estaban reunidas, junto a la roca que las protegía del viento. —Tres campamentos —dijo Manon con la misma tranquilidad. —Todos abandonados hace tiempo. Estamos cazando fantasmas. El cabello dorado de Asterin se desprendió de su trenza, soplando hacia el oeste. Hacia la patria que era muy posible que nunca vieran. —Los campamentos son la prueba de que son de carne y hueso. Ghislaine cree que podrían ser de las cazas de fines de verano. —También podrían ser de los hombres salvajes de estas montañas. Aunque Manon sabía que no lo eran. Ella había cazado suficientes Crochans du- rante los últimos cien años para poder detectar su estilo de hacer fogatas, sus pe- queños y ordenados campamentos. Todas Las Trece lo habían hecho. Y todas ellas rastrearon y mataron a tantos hombres salvajes de los Colmillos Blancos a principios de este año en nombre de Erawan, que también conocían sus hábitos. Los ojos negros con manchas doradas de Asterin se posaron en ese borroso hori- zonte. —Las encontraremos. Pronto. Tenían que encontrar al menos a algunas de las Crochans pronto. Manon sabía que tenían métodos de comunicación, dispersas como estaban. Formas de pedir una llamada deayuda. Una llamada de auxilio. El tiempo no estaba de su lado. Habían pasado casi dos meses desde aquel día en la playa de Eyllwe. Desde que supo del terrible costo que la Reina de Terrasen debía pagar para poner fin a esta locura. El costo que otro con la línea de sangre de Mala también podría pagar, si era necesario. Manon resistió la tentación de mirar por encima del hombro hacia donde se encon- traba el Rey de Adarlan entre el resto de sus Trece, entreteniendo a Vesta invocando llamas, agua y hielo en su ahuecada palma. Una pequeña muestra de una terrible y maravillosa magia. Hizo que las tres espirales de los elementos bailaran perezosa- mente entre sí, y Vesta arqueó una ceja impresionada. Manon había visto la forma en que la centinela pelirroja lo miraba, había notado que Vesta sabiamente se ab- stenía de actuar sobre ese deseo. Aunque Manon no le había dado tales órdenes. No le había dicho nada a Las Trece sobre qué era exactamente el rey humano para ella. Nada, quiso decir ella. Alguien tan libre como ella. Tan silenciosamente enojado. Y presionado por tiempo. Encontrar la tercera y última Llave del Wyrd había resultado fútil. Las dos que el rey llevaba en su bolsillo no ofrecieron ninguna guía, solo su olor sobrenatural. Donde Erawan la ocultaba, no tenían el más mínimo indicio. Buscar en Morath o cualquiera de sus otros puestos de avanzada sería un suicidio. Así que dejaron de cazar, después de semanas de búsqueda infructuosa, a favor de encontrar a las Crochans. El rey había protestado inicialmente, pero cedió. Sus aliados y amigos en el Norte necesitarían tantos guerreros como pudieran reunir. Encontrar a las Crochans... Manon no rompería su promesa. Ella podía ser la repudiada Heredera del Clan Blackbeak, podía ahora comandar solo una docena de brujas, pero aún así podría cumplir con su palabra. Así que ella encontraría a las Crochans. Las convencería de volar a la batalla con Las Trece. Con ella. Su última Reina de las Crochan viva. Incluso si a todas ellas las condujera directamente al abrazo de la Oscuridad. El sol se arqueaba más alto, su luz sobre la nieve casi cegadora. Persistir era imprudente. Habían sobrevivido estos meses con fuerza e ingenio. Por- que mientras cazaban a las Crochans, ellas mismas habían sido cazadas. Por Yel- lowlegs y Bluebloods, en su mayoría. Todas patrullas de exploración. Manon había dado la orden de no participar, de no matar. Una patrulla desapareci- da de Ironteeth solo señalaría su ubicación. Aunque Dorian podría haberles roto el cuello sin levantar un dedo. Era una pena que no hubiera nacido brujo. Pero con mucho gusto aceptaría a un aliado tan letal. Al igual que Las Trece. —¿Qué vas a decir? —reflexionó Asterin. —¿Cuándo encontremos a las Crochans? Manon lo había considerado una y otra vez. Si las Crochans supieran quién era Lothian Blackbeak, que ella había amado al padre de Manon, un Príncipe Crochan de raro nacimiento. Que sus padres habían soñado, habían creído que habían crea- do una hija para romper la maldición de las Ironteeth y unir a sus pueblos. Una hija no de guerra, sino de paz. Pero esas eran palabras extrañas en su lengua. Amor. Paz. Manon pasó un enguantado dedo sobre el trozo de tela roja que ataba el extremo de su trenza. Un trozo de la capa de su media hermana. Rhiannon. Llamada así por la última Reina Bruja. Cuyo rostro Manon de alguna manera tenía. Manon dijo: —Le pediré a las Crochans que no disparen, supongo. La boca de Asterin se torció hacia una sonrisa. —Me refiero a sobre quién eres. Rara vez retrocedía ante algo. Rara vez le temía a algo. Pero diciendo las palabras, esas palabras... —No lo sé —admitió Manon. —Veremos si llegamos tan lejos. El Demonio Blanco. Así es como la llamaban las Crochans. Ella estaba en la parte superior de su lista para matar. Una bruja que todas las Crochan debían matar a simple vista. Sólo ese hecho decía que no sabían quién era ella para ellas. Sin embargo, su media hermana lo había descubierto. Y entonces Manon le había cortado la garganta. Manon Asesina de Brujas, su abuela se había burlado. La Matrona probablemente había saboreado cada corazón de Crochan que Manon le había traído a la Fortaleza Blackbeak durante los últimos cien años. Manon cerró los ojos, escuchando la hueca canción del viento. Detrás de ellas, Abraxos dejó escapar un gemido impaciente y hambriento. Sí, todos tenían hambre estos días. —Te seguiremos, Manon —dijo Asterin en voz baja. Manon se volvió hacia su prima. —¿Merezco ese honor? La boca de Asterin se convirtió en una apretada línea. El ligero golpe en su nariz, Manon se lo había dado. La había roto en el comedor Omega por pelearse con las charlatanas Yellowlegs. Asterin nunca se había quejado de eso. Parecía haber usado el recordatorio de la paliza que Manon le dio como una insignia de orgullo. —Sólo tú puedes decidir si lo mereces, Manon. Manon dejó que las palabras se asentaran cuando ella cambió su mirada hacia el horizonte occidental. Tal vez ella merecería ese honor si tuviera éxito en traerlas de vuelta a un hogar en el cual nunca habían puesto sus miradas. Si sobrevivían a esta guerra y todas las cosas terribles que debían hacer antes de que terminara. I No fue fácil, escapar de trece durmientes brujas y sus wyverns. Sin embargo Dorian Havilliard las había estado estudiando, sus turnos, quién dormía más profundamente, quién podía informar que lo habían visto alejarse de su pe- queño fuego y quién mantendría la boca cerrada. Semanas y semanas, desde que se había decidido por esta idea. Este plan. Acamparon en el pequeño afloramiento donde encontraron fríos rastros de las Cro- chans, refugiándose debajo de la roca que sobresalía, los wyverns una pared de calidez correosa alrededor de ellos. Tenía minutos para hacer esto. Él había estado practicando durante semanas, sin hacer ruido cuando se levantaba en medio de la noche, no más que un hombre soñoliento disgustado de tener que enfrentarse a los frígidos elementos para satisfa- cer sus necesidades. Dejando que las brujas se acostumbraran a sus movimientos nocturnos. Dejando que Manon también se acostumbrara a ello. Aunque no había declarado nada entre ellos, sus sacos de dormir terminaban en- rollados uno al lado del otro cada noche. No es que un campamento lleno de brujas ofreciera algún tipo de oportunidad para enredarse con ella. No, para eso, habían recurrido a los desnudos bosques de invierno y pases nevados, sus manos en busca de cualquier pedazo de piel desnuda que se atrevieran a exponer al aire frío. Sus acoplamientos eran breves, salvajes. Dientes y uñas y gruñidos. Y no solo de Manon. Pero después de un día de búsqueda infructuosa, poco más que una guardia glorifi- cada contra los enemigos que los perseguían mientras sus amigos sangraban para salvar sus tierras, necesitaba la liberación tanto como ella. Nunca lo discutieron, lo que los acosaba. Lo que estaba bien para él. Dorian no tenía idea de en qué tipo de hombre lo convertía. La mayoría de los días, si era honesto, él sentía poco. Había sentido poco durante meses, a excepción de esos salvajes momentos robados con Manon. Y a excepción de los momentos en que entrenaba con Las Trece y una especie de rabia lo impul- saba a seguir blandiendo su espada, a seguir levantándose cuando lo derribaban. Juego de espadas, tiro con arco, trabajo con cuchillos, rastreo, le enseñaron todo lo que pidió. Junto con el sólido peso de Damaris, un cuchillo de bruja colgaba ahora del cinturón de su espada. Sorrel se lo había regalado cuando había logrado golpear a la Tercera cuyo rostro era de piedra. Hace dos semanas. Más cuando terminaron las lecciones, cuando se sentaban alrededor de la pequeña fogata que se atrevían a arriesgar cada noche, se preguntaba si las brujas podrían oler la inquietud que le pisaba los talones. Si ahora podían oler que no tenía intención de orinar en la fría noche mientras se abría paso entre sus sacos de dormir,
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