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7 Reino de Cenizas - Sarah J Maas - Francis TheMidle

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Para mis padres —quienes me enseñaron a 
creer que las mujeres podemos salvar al mundo. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Libros por Sarah J. Maas 
La serie Trono de Cristal 
The Assassin’s Blade
Trono de Cristal
Corona de Medianoche
Heredera de Fuego
Reina de Sombras
Imperio de Tormentas
Torre del Amanecer
Reino de Ceniza
I
El Libro de Colorear de Trono de Cristal
La serie Una Corte de Espinas y Rosas
Una Corte de Espinas y Rosas
Una Corte de Niebla y Furia
Una Corte de Alas y Ruina
Una Corte de Escarcha y Luz de Estrellas
I
El Libro de Colorear de Una Corte de Espinas y Rosas
 
 
 
Sinópsis
El viaje de Aelin Galathynius de esclava a asesina del rey a reina del que fue un gran 
reino alguna vez, alcanza su final desgarrador mientras estalla la guerra a través de 
su mundo…
Aelin lo ha arriesgado todo para salvar a su gente, pero a un gran precio. Encerrada 
dentro de un ataúd de hierro por la Reina de los Fae, Aelin debe recurrir a su inque-
brantable voluntad mientras soporta meses de tortura. Consciente de que ceder a 
Maeve condenará a aquellos a los que ama es lo que la ayuda a no desmoronarse, 
aunque su sanidad empieza a resquebrajarse con cada día que pasa…
Con Aelin capturada, Aedion y Lysandra mantienen la última línea de defensa para 
proteger Terrasen de la total destrucción. Aunque pronto se dan cuenta de que los 
muchos aliados que habían reunido para luchar contra las hordas de Erawan podrían 
no ser suficientes para salvarlos. Dispersados por todo el continente y luchando con-
tra el tiempo, Chaol, Manon y Dorian se ven obligados a forjar sus propios caminos 
para enfrentarse a sus destinos. Cualquier esperanza de salvación o de un mundo 
mejor pende de un hilo.
Y a través del mar, sus inquebrantables compañeros a su lado, Rowan busca a su 
esposa y reina capturada, antes de perderla para siempre.
Mientras los hilos del destino se entrelazan al fin, todos deben luchar, si quieren 
tener una oportunidad de futuro. Algunos lazos se harán incluso más profundos, 
mientras otros serán cortados para siempre en el explosivo capítulo final de la saga 
Trono de Cristal. 
 
 
 
 
 
Créditos 
 
 
 Traducción 
• Achilles
• Akira the Undaunted
• Albasr11
• Aruasi Sargav
• Blackbeak
• Carolina
• Cris
• Dakya
• Ella R
• iAtenea
• Irais
• IsaCat
• Liliana Hdz
• Luneta
• Mary A.
• Nashly
• Ravechelle
• Reshi
• Scáthach 
• Selkmanam 
• Vaughan
• Venus
• Viv_J
• Yunn Hedz
• 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 Corrección 
• Akira the Undaunted
• Aruasi Sargav
• Cotota
• Ella R
• Luneta
• Nix
• WinterGirl
• Vaughan
 
 
 
 
 
 Corrección Final 
• Cotota
• Vaughan
• Reshi
 
 
 
 
 Diseño 
Lu Na 
 
 
 
 
 
 
 
 
El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo final de 
varias personas que, sin ningún motivo de lucro, han dedicado su tiempo 
a traducir y corregir los capítulos del libro.
El motivo por el cual hacemos esto es porque queremos que todos ten-
gan la oportunidad de leer esta maravillosa saga lo más pronto posible, sin 
tener que esperar tanto tiempo para leerlo en el idioma en que fue hecho.
Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin ningún 
motivo de lucro, es por eso que este libro se podrá descargar de forma 
gratuita y sin problemas.
También les invitamos a que en cuanto este libro salga a la venta en 
sus países, lo compren. Recuerden que esto ayuda a la escritora a seguir 
publicando más libros para nuestro deleite.
¡Disfruten la lectura!
https://www.facebook.com/TraduccionesIndependientes
El príncipe 
Traducido por Vaughan 
Había estado buscándole desde el momento en que se la arrebataron.
Su Pareja.
Apenas recordaba su propio nombre. Y sólo lo recordaba porque sus tres compañe-
ros lo decían mientras la buscaban a través de violentos y oscuros mares, a través 
de antiguos y durmientes bosques, a través de montañas barridas por tormentas ya 
enterradas en la nieve.
Se detuvo lo suficiente para alimentar su cuerpo y permitirles a sus compañeros 
unas cuantas horas de sueño. Si no fuera por ellos, él hubiera despegado ya, volado 
muy lejos y por todas partes.
Pero el necesitaría la fuerza de sus espadas y magia, necesitaría de la astucia y 
sabiduría de ellos antes de que esto terminara.
Antes de que enfrentara a la reina oscura quien había rasgado en lo profundo de su 
ser, robando a su Pareja mucho antes de que ella hubiera sido encerrada en el cofre 
de hierro. Y después de que él terminara con ella, después de eso, él se encargaría 
de los dioses de sangre fría mismos, empeñados en destruir lo que pudiera quedar 
de su pareja.
Así que se quedó con sus compañeros, incluso mientras los días pasaban. Las se-
manas... Los meses.
Más aun así él buscó. Aun así, él iba de cacería por ella en cada camino polvoriento 
y olvidado.
Y algunas veces, él hablaba a través del lazo entre ellos, enviando su alma a través 
del viento a donde fuera que ella estaba siendo cautiva, enterrada.
Te encontraré...
La princesa
 
 
Traducido por Vaughan 
 
El hierro la sofocaba. Había suprimido el fuego en sus venas, tan certero como si las 
flamas hubieran sido rociadas.
Ella podía escuchar el agua, incluso en la caja de hierro, incluso con la máscara de 
hierro y las cadenas decorándola como listones de seda. El rugido, el interminable 
flujo de agua sobre piedra. Llenaba los huecos entre sus gritos.
Un pedazo de isla en el corazón de un río cubierto por la niebla, no más pequeña 
que un suave bloque de piedra. Ahí la habían puesto. Almacenado. En un templo de 
piedra construido por un dios olvidado.
Y ella probablemente sería olvidada. Era mejor que la alternativa: Ser recordada por 
su completo fracaso. Si terminara habiendo alguien que la recordara. Si terminara 
habiendo alguien en lo absoluto.
Ella no lo permitiría. Ese fracaso.
Ella no les diría lo que deseaban saber.
Sin importar cuan seguido sus gritos se ahogaran por el violento río. Sin importar que 
tan seguido el chasquido de sus huesos rompiera entre el bramido de los rápidos.
Había intentado mantener el paso de los días.
Pero ella no sabía cuánto tiempo la habían mantenido en esa caja de hierro. Cuánto 
tiempo la habían forzado a dormir, arrullarla hacia el olvido por el dulce humo que 
colaban dentro de su caja mientras viajaban hacia aquí. A esta isla, a este templo 
del dolor.
Ella no sabía cuánto tiempo habían durado las brechas entre sus gritos y el desper-
tar. Entre el dolor terminando y comenzando de nuevo.
Días, meses, años, se mezclaban juntos, mientras su propia sangre a veces se des-
lizaba sobre el piso de piedra hacia el río mismo.
Una princesa quien iba a vivir por mil años. Aún más.
Esa había sido su bendición. Ahora era su maldición.
Otra maldición que cargar, tan pesada como aquella puesta sobre ella antes de su 
nacimiento. El sacrificar su ser mismo para corregir un antiguo error. Para pagar la 
deuda de otro a unos dioses que habían encontrado su mundo, que habían quedado 
atrapados en él. Y que luego habían gobernado.
Ella no sentía la cálida mano de la diosa que la había bendecido y maldecido con tan 
terrible poder. Se preguntaba si esa diosa de luz y fuego siquiera se preocupaba de 
que ahora ella yacía atrapada en esta caja de hierro, o si la inmortal había pasado 
sus atenciones a otra persona. Al rey quien podría ofrecerse a sí mismo en su lugar 
y en dar su vida, salvando este mundo.
A los dioses no les importaba quien pagara la deuda. Por lo que ella sabía que no 
vendrían por ella, o la salvarían. Así que ella no se molestó en rezarles.
Pero ella aun así se contaba a sí misma la historia, aun así, algunas veces se ima-
ginaba que el río la cantaba para ella. Que la oscuridad viviendo dentro del ataúd 
sellado le cantaba la historia también.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña 
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino...
En lo hondo ella divagaba, profundo en la oscuridad, en el mar de fuego. Tan profundo 
que cuandoel látigo crujió, cuando hueso era escindido, ella algunas veces no lo 
sentía.
La mayoría de las veces lo sentía.
Era en esas horas interminables en las que ella fijaría su mirada en la de su compañero.
No en la del cazador de la reina, quien podía extraer dolor como un músico 
persuadiendo melodía de un instrumento. Sino en la del enorme lobo blanco, 
encadenado por lazos invisibles. Forzado a presenciar esto.
Había unos días en los que ella no podía soportar el mirar al lobo. Cuando había 
estado tan cerca, muy cerca, de romperse. Y sólo la historia la había retenido de 
hacerlo.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña 
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino...
Palabras que ella le había dicho a un príncipe. Una vez, mucho tiempo atrás.
Un príncipe de hielo y viento. Un príncipe quien había sido suyo, y ella de él. Mucho 
antes de que el lazo entre ellos fuera sentido por ambos.
Era sobre él donde la tarea de proteger ese reino alguna vez glorioso yacía ahora.
El príncipe cuya esencia era besada con pino y nieve, la esencia de ese reino que 
ella amaba con su corazón de fuego salvaje.
Incluso cuando la reina oscura tomaba el lugar del cazador, la princesa pensaba en 
él. Lo mantenía en su memoria como si fuera una roca en el río salvaje.
La reina oscura con una sonrisa de araña intentaba manipularlo en su contra. En las 
telarañas de obsidiana que ella tejía, en las ilusiones y sueños que ella hilaba ante 
la culminación de cada punto de ruptura, la reina intentaba torcer su recuerdo de él 
como la clave para entrar en su mente.
Se estaban volviendo borrosas. Las mentiras y verdades y memorias. El sueño y la 
oscuridad en el ataúd de hierro. Los días atada al altar de piedra en el centro de la 
habitación, o colgada de un gancho en el cielo, o atada entre cadenas anclada en 
una pared de piedra. Todo comenzaba a borrarse, como tinta en el agua.
Así que ella se dijo a sí misma la historia. La oscuridad y la flama dentro de ella la 
susurraban, también, y ella les cantaba de vuelta. Encerrada en ese ataúd escondida 
en una isla dentro del corazón de un río, la princesa recitaba la historia, una y otra 
vez, y les permitía desatar una eternidad de dolor sobre su cuerpo.
Érase una vez, en una tierra hacía ya tiempo reducida a cenizas, una pequeña 
princesa que vivía ahí, quien amaba a su reino... 
Capítulo 1
Traducido por Akasha
Corregido por Nix
Las nevadas habían llegado antes.
Incluso para Terrasen, la primera de las ráfagas otoñales había arribado mucho an-
tes de su llegada habitual.
Aedion Ashryver no estaba completamente seguro de que fuera una bendición. Pero 
si mantenía a las legiones de Morath lejos de las puertas de su casa solo un poco 
más, se pondría de rodillas para agradecer a los dioses. Incluso si esos mismos 
dioses amenazaban todo lo que amaba. Si los seres de otro mundo pudieran ser 
considerados dioses en absoluto.
Aedion supuso que tenía cosas más importantes en las que pensar, de todos modos.
En las dos semanas que habían transcurrido desde que se había reunido con su 
ejército, no habían visto señales de las fuerzas de Erawan, ni terrestres ni aéreas. 
La espesa nieve comenzó a caer apenas tres días después de su regreso, lo que 
dificultó el proceso ya lento de transportar a las tropas de su armada al campamento 
de la Perdición en la Llanura de Theralis.
Los barcos habían navegado por el Florine, justo al lado de la puerta de Orynth, con 
banderas de todos los colores ondeando en el viento de las Staghorns: el cobalto 
y oro de Wendlyn, el negro y carmesí de Ansel de Briarcliff, la plata reluciente de la 
realeza Whitethorn y sus muchos primos. Los Asesinos Silenciosos, dispersos por 
toda la flota, no tenían estandarte, aunque no se necesitaba ninguno para identificar-
los, no con sus ropas pálidas y su variedad de hermosas y letales armas.
Los barcos se reincorporarían pronto a la retaguardia que quedaba en la boca del 
Florine y patrullarían la costa de Ilium a Suria, pero los soldados a pie, la mayoría 
de ellos provenientes de las fuerzas del príncipe heredero Galan Ashryver, irían al 
frente.
Un frente que ahora yacía enterrado bajo varias capas de nieve. Con más por venir.
Escondido en un estrecho paso en las montañas Staghorns detrás de Allsbrook, Ae-
dion frunció el ceño al pesado cielo.
Sus pieles pálidas lo confundían con el gris y blanco del afloramiento rocoso con una 
capucha que ocultaba su cabello dorado. Y lo mantenía cálido. Muchas de las tropas 
de Galan nunca habían visto nieve, gracias al clima templado de Wendlyn. La familia 
real Whitethorn y su pequeña fuerza no estaban mejor. Así que Aedion había dejado 
a Kyllian, su comandante más confiable, a cargo de garantizar que estuvieran tan 
cálidos como fuera posible.
Estaban lejos de casa, luchando por una reina que no conocían o en la que quizás ni 
creían. Ese frío gélido socavaría sus espíritus y haría que la disidencia brotara y se 
expandiera más rápido que el viento aullando entre estos picos.
Un movimiento al otro lado del paso llamó la atención de Aedion, visible solo porque 
sabía dónde mirar.
Ella se había camuflado mejor que él. Pero Lysandra tenía la ventaja de usar un 
abrigo que había sido hecho para estas montañas.
No que le hubiera dicho eso. O que incluso la hubiera mirado cuando habían partido 
en esta misión de exploración.
Al parecer, Aelin tenía asuntos secretos en Eldrys y había dejado una nota con Galan 
y sus nuevos aliados para explicar su desaparición. Lo que permitió a Lysandra 
acompañarlos en esta tarea.
Nadie se había dado cuenta, en los casi dos meses que habían mantenido esta 
artimaña, que la Reina de Fuego no tenía una brasa que mostrar. O que ella y la 
cambiaformas nunca aparecían en el mismo lugar. Y nadie, ni los Asesinos Silenciosos 
del Desierto Rojo, ni Galan Ashryver, ni las tropas que Ansel de Briarcliff había 
enviado por delante de la mayor parte de su ejército, habían notado los pequeños 
comentarios que no pertenecían a Aelin en lo absoluto. Tampoco habían notado la 
marca en la muñeca de la reina, que no importaba la piel que usara, Lysandra no 
podía remover.
Ella hacía un buen trabajo al ocultar la marca con guantes o mangas largas. Y si 
alguna vez aparecía un destello de piel cicatrizada, podrían ser explicadas como 
parte de las marcas que dejaron los grilletes.
Las falsas cicatrices que también había agregado, justo donde las tenía Aelin. Junto 
con la risa y la sonrisa maliciosa. La arrogancia y la quietud.
Aedion apenas podía mirarla. Hablar con ella. Solo lo hacía porque también tenía 
que mantener el engaño. Fingir que era su primo fiel, su intrépido comandante que 
la llevaría a ella y a Terrasen a la victoria, aunque pareciera improbable.
Así que hizo su papel. Uno de los muchos que había hecho en su vida.
Sin embargo, el momento en que Lysandra cambió su cabello dorado por trenzas 
oscuras, ojos Ashryver por unos color esmeralda, dejó de reconocer su existencia. 
Algunos días, el nudo de Terrasen tatuado en su pecho, los nombres de su reina y 
su corte tejidos entre ellos, se sentía como una marca. Especialmente su nombre.
Él solo la había traído a esta misión para hacerla más fácil. Más segura. Había otras 
vidas además de la suya en riesgo, y aunque podría haber asignado esta tarea de 
exploración a algunos de la Perdición, necesitaba ponerse en acción.
Les tomó más de un mes navegar desde Eyllwe con sus nuevos aliados, esquivando 
la flota de Morath alrededor de Rifthold, y luego estas últimas dos semanas para 
trasladarse tierra adentro.
Habían tenido pocas batallas. Solo unas cuantas patrullas de soldados de Adarlan, 
sin Valg entre ellos, de los que se habían encargado rápidamente.
Aedion dudaba que Erawan estuviera esperando hasta la primavera. Dudó que su 
tranquilidad tuviera algo que ver con el clima. Lo había discutido con sus hombres, 
y con Darrow y los otros señores hace unos días. Es probable que Erawan esperara 
hasta el finaldel invierno, cuando la movilidad fuera más difícil para el ejército de 
Terrasen, cuando los soldados de Aedion se encontraran débiles por los meses en 
la nieve, con los cuerpos rígidos por el frío. Ni siquiera la fortuna que Aelin había 
planeado y ganado para ellos la primavera pasada podrían evitar eso.
Sí, podían comprar alimentos, mantas y ropa, pero cuando las líneas de suministro 
estaban enterradas bajo la nieve, ¿de qué servirían? Todo el oro en Erilea no 
podría detener la lenta y constante pérdida de fuerza causada por los meses en un 
campamento en invierno, expuesto a los despiadados climas de Terrasen.
Darrow y los otros señores no creyeron en su afirmación de que Erawan atacaría 
en medio del invierno, ni creyeron en Ren, cuando el Señor de Allsbrook expresó 
su acuerdo. Erawan no era tonto, decían. A pesar de su legión de brujas voladoras, 
incluso los soldados Valgs que no podían cruzar la nieve cuando tenía tres metros 
de grosor. Habían decidido que Erawan esperaría hasta la primavera.
Sin embargo, Aedion no se arriesgaría. Tampoco lo haría el Príncipe Galan, quien 
había permanecido en silencio en esa reunión, pero luego buscó a Aedion para darle 
su apoyo. Tenían que mantener a sus tropas cálidas y alimentadas, entrenados y 
listos para marchar en cualquier momento.
Esta misión de exploración, si la información de Ren era correcta, ayudaría a su 
causa.
Cerca de allí, una cuerda de arco gruñó, apenas audible sobre el viento. Su punta y 
eje habían sido pintados de blanco, y ahora era apenas visible cuando apuntaba con 
precisión hacia la mortal abertura del paso.
Aedion llamó la atención de Ren Allsbrook desde donde el joven señor estaba 
escondido entre las rocas con su flecha lista para volar. Cubierto con las mismas 
pieles blancas y grises que Aedion con una bufanda pálida sobre su boca, Ren era 
poco más que un par de ojos oscuros con la insinuación de una cicatriz.
Aedion hizo un gesto para que esperara. Sin apenas mirar hacia la cambiaformas, 
Aedion transmitió la misma orden.
Dejarían que sus enemigos se acercaran.
Nieve crujiente se mezcló con la dificultad para respirar.
Justo a tiempo.
Aedion colocó una flecha en su propio arco y se agachó en el afloramiento.
Como la exploración de Ren había afirmado cuando había corrido a la tienda de 
guerra de Aedion hace cinco días, había seis soldados.
No se molestaron en mezclarse con la nieve y la roca. Sus ropas oscuras, peludas 
y extrañas, bien podría haber sido un enorme faro contra el blanco deslumbrante de 
las Staghorns. Pero fue su olor, llevado por un viento veloz, lo que le dijo a Aedion 
lo suficiente.
Valg. No había signos de un collar en ninguno de ese grupo, ningún indicio de un anillo 
oculto por sus gruesos guantes. Aparentemente, incluso a las alimañas infestadas 
de demonios les daba frío. O por lo menos a sus portadores mortales.
Sus enemigos se adentraron más en el paso. La flecha de Ren se mantuvo firme.
Deja a uno con vida, había ordenado Aedion antes de que tomaran sus posiciones.
Había sido suerte adivinar que elegirían este paso, una puerta trasera casi olvidada 
hacia las tierras bajas de Terrasen. Solo lo suficientemente ancha como para que dos 
caballos pudieran viajar a la orilla, había sido ignorada durante mucho tiempo por los 
ejércitos conquistadores y los mercaderes que buscaban vender sus productos en el 
interior más allá de las Staghorns.
Qué vivía allí, quién se atrevía a ganarse la vida más allá de cualquier frontera 
reconocida, Aedion no lo sabía. Justo como no sabía por qué estos soldados se 
habían aventurado tan lejos en las montañas.
Pero pronto lo descubriría.
El grupo de demonios pasó por debajo de ellos, y Aedion y Ren se movieron para 
reposicionar sus arcos.
Un tiro directo al cráneo.
El asentimiento de Aedion fue la única señal antes de que su flecha volara.
 
I 
La sangre negra todavía calentaba la nieve cuando la lucha terminó.
Había durado unos minutos. Solo unos pocos, después de que las flechas de Ren 
y Aedion encontraron sus objetivos y Lysandra saltara de su posición para destruir 
a otros tres. Y destrullera los músculos de las pantorrilas del sexto y único miembro 
sobreviviente.
El demonio gimió cuando Aedion se acercó a él, la nieve a los pies del hombre ahora 
era negro azabache por sus piernas hechas jirones. Como restos de tela en el viento.
Lysandra se sentó cerca de su cabeza, con sus fauces manchadas de ébano y sus 
ojos verdes fijos en el pálido rostro del hombre. Garras tan afiladas como agujas 
brillaban en sus enormes patas.
Detrás de ellos, Ren miró a los otros en busca de signos de vida. Su espada se alzó 
y cayó, decapitándolos antes de que el aire helado pudiera hacerlos demasiado 
rígidos para atravesarlos.
—Sucio traidor —dijo el enfurecido demonio a Aedion con el rostro lleno de odio. El 
hedor llenó la nariz de Aedion, cubriendo sus sentidos como alquitrán.
Aedion sacó el cuchillo que tenía a su lado, la daga larga y mortal que Rowan 
Whitethorn le había regalado, y sonrió con gravedad. 
—Si eres inteligente, esto puede ser rápido.
El soldado Valg escupió sobre las botas cubiertas de nieve de Aedion.
 
I 
El castillo Allsbrook había permanecido con las Staghorns a sus espaldas y el 
Oakwald a sus pies durante más de quinientos años.
Paseando ante el fuego en una de sus muchas chimeneas de gran tamaño, Aedion 
pudo contar las marcas de cada brutal invierno sobre las piedras grises. También 
podía sentir el peso de la historia del castillo en esas piedras, los años de valor y 
servicio, cuando estos pasillos estaban llenos de cantos y guerreros, y los largos 
años de tristeza que siguieron.
Ren había tomado una butaca gastada y mullida y la puso junto al fuego, con los 
antebrazos apoyados en los muslos mientras miraba la llama. Habían llegado tarde 
la noche anterior, e incluso Aedion se había agotado por la caminata a través del 
nevado Oakwald. Y después de lo que habían hecho esta tarde, dudaba que tuviera 
la energía para hacerlo ahora.
El otro gran salón estaba silencioso y oscuro más allá de su fuego, y sobre ellos, 
los tapices y crestas descoloridas del logo de la familia Allsbrook se balanceaban 
en las altas ventanas que se alineaban en un lado de la cámara. Un surtido de aves 
anidadas en las vigas se agazapaban contra el frío letal de más allá de las antiguas 
murallas de la fortaleza.
Y entre ellos, un halcón de ojos verdes escuchaba cada palabra.
—Si Erawan está buscando un camino para entrar a Terrasen —dijo Ren finalmente—, 
las montañas serían una tontería —frunció el ceño hacia las bandejas de comida 
que habían devorado minutos antes. Estofado de cordero y verduras de raíz asadas. 
La mayoría estuvieron blandas, pero al menos estaban calientes—. En este lugar la 
tierra no perdona fácilmente. Perdería innumerables tropas solo por el clima.
—Erawan no hace nada sin razón —respondió Aedion—. La ruta más fácil a Terrasen 
sería a través de las tierras de cultivo, en los caminos del norte. Es donde cualquiera 
esperaría que marchara. Ya sea allí, o que lanzara sus fuerzas desde la costa.
—O ambos, por tierra y mar.
Aedion asintió. Erawan había extendido su red en su deseo de aplastar la resistencia 
que había surgido en este continente. Se acabó el disfraz del imperio de Adarlan: 
desde Eyllwe hasta la frontera norte de Adarlan, desde las orillas del Gran Océano 
hasta la imponente muralla de montañas que partían su continente en dos, la sombra 
del rey Valg crecía cada día. Aedion dudaba que Erawan se detuviera antes de 
colocar unos collares negros alrededor de sus cuellos.
Y si Erawan consiguiera las otras dos llaves del Wyrd, si pudiera abrir la puerta 
del Wyrd cuando quisiera y desatara hordas de Valg desde su propio reino, tal vez 
incluso esclavizara ejércitos de otros mundos y los usrala para la conquista... no 
habría posibilidad de detenerlo. En este mundo, o en cualquier otro.
Toda la esperanza de evitar ese horrible destino ahora estaba con Dorian Havilliard y 
ManonBlackbeak. A dónde habían ido durante estos meses, qué les había ocurrido, 
Aedion no había escuchado un susurro. Lo que supuso era una buena señal. Su 
supervivencia estaba en secreto.
Aedion dijo:
—Por lo tanto, no es prudente que Erawan desperdicie una patrulla de exploración 
para encontrar pequeños pasos en la montaña —se rascó la mejilla cubierta de barba 
incipiente. Se habían ido antes del amanecer de ayer, y él había optado por dormir 
en lugar de afeitarse—. Estratégicamente, no tiene sentido. Las brujas pueden volar, 
por lo que es poco útil enviar exploradores para aprenderse el terreno. Pero si la 
información es para ejércitos terrestres... mover sus fuerzas a través de pequeños 
pasajes como ese llevaría meses, sin mencionar el riesgo del clima.
—Su explorador solo se reía —dijo Ren, sacudiendo la cabeza. Su largo cabello 
hasta los hombros se movía con él—. ¿De qué nos estamos perdiendo? ¿Qué no 
estamos viendo? —A la luz del fuego, la cicatriz que atravesaba su rostro se veía 
más espantosa. Un recordatorio de los horrores que Ren había soportado y a los 
que su familia no había sobrevivido.
—Podría ser para mantenernos en suposiciones. Para hacernos reubicar nuestras 
fuerzas. Aedion apoyó una mano en la repisa, el calor de la piedra se filtraba en su 
piel aún helada.
De hecho, Ren había preparado a la Perdición los meses que Aedion había estado 
ausente, trabajando estrechamente con Kyllian para ubicarlos tan al sur de Orynth 
como la correa de Darrow lo permitiera. Resultó que apenas estaban más allá de las 
estribaciones que bordeaban el extremo sur de la Llanura de Theralis.
Ren había cedido el control a Aedion, aunque la reunión del Señor de Allsbrook 
con Aelin había sido muy fría. Tan fría como la nieve que azotaba afuera, para ser 
exactos.
Lysandra había desempeñado bien el papel, dominando la culpa y la impaciencia de 
Aelin. Y desde entonces, sabiamente evitaba cualquier situación en la que pudieran 
hablar del pasado. Aunque no era que Ren hubiera demostrado un deseo de recordar 
los años anteriores a la caída de Terrasen. O los acontecimientos del invierno pasado.
Aedion solo podía esperar que Erawan también permaneciera inconsciente de que 
ya no tenían a la Portadora de Fuego con ellos. Lo que las propias tropas de Terrasen 
dirían o harían cuando se dieran cuenta de que la llama de Aelin no los protegería en 
la batalla, no quería considerarlo.
—También podría ser una verdadera maniobra que tuvimos la suerte de descubrir 
—reflexionó Ren—. Entonces, ¿nos arriesgamos a mover tropas a los pasos? Ya 
hay algunas en las Staghorns detrás de Orynth, y en las planicies del norte más allá.
Un movimiento inteligente por parte de Ren: convencer a Darrow de que le permitiera 
ubicar parte de la Perdición detrás de Orynth, si Erawan navegaba hacia el norte y 
atacaba desde allí. No pondría nada más allá del bastardo.
—No quiero que la Perdición se expanda demasiado —dijo Aedion, estudiando el 
fuego. Tan diferente… esta llama era tan diferente al fuego de Aelin. Como si el que 
estaba delante de él fuera un fantasma comparado con el ser vivo que era la magia 
de su reina—. Todavía no tenemos suficientes tropas de sobra.
Incluso con las maniobras desesperadas y audaces de Aelin, los aliados que había 
ganado no se acercaban al máximo poder de Morath. Y todo ese oro que había 
acumulado hizo poco para comprarles más, no cuando quedaban pocas cosas con 
las que atraer para unirse a su causa.
—Aelin no parecía muy preocupada cuando se fue a Eldrys —murmuró Ren.
Por un momento, Aedion estaba sobre arena abrasadora empapada de sangre.
Una caja de hierro. Maeve la había azotado y puesto en un verdadero ataúd. Y 
navegó hacia Mala-sabía-dónde, con un sádico inmortal con ellos.
—Aelin —dijo Aedion, arrastrando las palabras lo mejor que pudo, incluso mientras 
la mentira lo ahogaba—, tiene sus propios planes que solo nos dirá cuándo sea el 
momento adecuado.
Ren no dijo nada. Y aunque Ren creía que la reina que había regresado era una 
ilusión, Aedion agregó:
—Todo lo que hace es por Terrasen.
Él le había dicho cosas horribles ese día que ella había matado al ilken. ¿Dónde 
están nuestros aliados? Había exigido. Todavía estaba tratando de perdonarse por 
ello. Por todo. Todo lo que tenía era esta única oportunidad de hacer lo correcto, de 
hacer lo que ella le había pedido y salvar su reino.
Ren miró las espadas gemelas que había dejado en la antigua mesa detrás de ellos.
—Aun así, se fue —no hablaba de Eldrys, sino de hace diez años.
—Todos hemos cometido errores en la última década —los dioses sabían que Aedion 
tenía mucho que expiar.
Ren se tensó, como si las elecciones que lo habían perseguido le hubieran mordido 
la espalda.
—Nunca le conté —dijo Aedion en voz baja, para que el halcón que estaba sentado 
en las vigas no pudiera oír—, sobre la casa de opio en Rifthold.
Sobre el hecho de que Ren había conocido a la dueña y había frecuentado mucho 
el establecimiento de la mujer antes de la noche en que Aedion y Chaol habían 
arrastrado a un Ren casi inconsciente para esconderse de los hombres del rey.
—Puedes llegar a ser un verdadero imbécil, ¿sabías? —La voz de Ren se volvió 
ronca.
—Nunca usaría eso contra ti —Aedion sostuvo la furiosa mirada del joven Lord, 
dejando que Ren sintiera la lenta furia creciente en su mirada—. Lo que quería decir, 
antes de que te salieras de tus casillas —agregó cuando la boca de Ren se abrió de 
nuevo—, era que Aelin te ofreció un lugar en esta corte sin conocer esa parte de tu 
pasado —un músculo hizo clic en la mandíbula de Ren—. Pero incluso si lo hubiera 
hecho, Ren, todavía te habría hecho esa oferta.
Ren estudió el piso de piedra bajo sus botas. 
—No existe una corte.
—Darrow puede gritar todo lo que quiera, pero me permito disentir —Aedion se 
deslizó en el sillón frente al de Ren. Si Ren realmente respaldaba a Aelin, con Elide 
Lochan ahora de regreso, y Sol y Ravi de Suria probablemente apoyándola, le daban 
a su reina tres votos a su favor. Contra los cuatro que se oponían.
Había pocas esperanzas de que el voto de Lysandra, como Señora de Caraverre, 
fuera reconocido.
La cambiaformas no había pedido ver la tierra que iba a ser su hogar si sobrevivían 
a esta guerra. Solo se había convertido en un halcón durante la caminata hasta aquí 
y se había ido por un tiempo. Cuando regresó, no dijo nada, aunque sus ojos verdes 
estaban brillantes.
No, Caraverre no sería reconocido como un territorio, no hasta que Aelin tomara su 
trono.
Hasta que Lysandra fuera coronada reina, si la suya no regresaba.
Ella regresaría. Tenía que hacerlo.
Una puerta se abrió en el otro extremo del pasillo, seguida de apresurados pasos 
ligeros. Se levantó un instante antes de que un alegre ¡Aedion!, retumbara sobre las 
piedras.
Evangeline estaba radiante, vestida de pies a cabeza con ropas de lana verde 
bordeada con pelaje blanco, con el cabello rojo dorado colgando en dos trenzas. 
Como las chicas de las montañas de Terrasen.
Sus cicatrices se estiraron cuando sonrió, y Aedion abrió los brazos justo antes de 
que ella se lanzara sobre él. 
—Dijeron que llegaste tarde anoche, pero te fuiste antes del amanecer, y estaba 
preocupada de extrañarte de nuevo.
Aedion le dio un beso en la cabeza. 
—Parece que has crecido medio metro desde la última vez que te vi.
Los ojos citrinos de Evangeline brillaron mientras miraba entre él y Ren.
—¿Dónde está…?
Un destello de luz, y allí estaba ella.
Brillante. Lysandra parecía estar brillando mientras pasaba una capa alrededor de 
su cuerpo desnudo, la prenda dejada en una silla cercana precisamente para este 
propósito. Evangeline se arrojó a los brazos de la cambiaformas, medio sollozando 
de alegría. Los hombros de Evangeline se sacudieron, y Lysandra sonrió, profunda 
y cálidamente, acariciando la cabeza de la niña. 
—¿Estás bien?
Para todo el mundo, la cambiaformas habría parecido tranquila, serena. Pero Aedion 
la conocía, conocía su estado de ánimo, sus secretos. Sabíaque el ligero temblor en 
sus palabras era una prueba del furioso torrente bajo la hermosa superficie.
—Oh, sí —dijo Evangeline, alejándose para dirigirse hacia Ren—. Él y Lord Murtaugh 
me trajeron aquí poco después. Ligera está con él, por cierto. Con Murtaugh, quiero 
decir. Le agrada él más que yo porque le da golosinas todo el día. Ahora está más 
gorda que un gato casero perezoso.
Lysandra se echó a reír, y Aedion sonrió. La niña había sido bien cuidada.
Como si se diera cuenta, Lysandra murmuró a Ren, su voz era un suave ronroneo.
—Gracias.
Las mejillas de Ren se tiñeron de rojo cuando se puso de pie. 
—Pensé que estaría más segura aquí que en el campo de batalla. Más cómoda, al 
menos.
—Oh, es el lugar más maravilloso, Lysandra —dijo Evangeline, tomando la mano de 
Lysandra entre las suyas—. Murtaugh me llevó a Caraverre una tarde, antes de que 
empezara a nevar, quiero decir. Tienes que verlo. Las colinas y ríos y bonitos árboles, 
todo con las montañas al fondo. Pensé que había visto a un leopardo fantasma 
escondido sobre las rocas, pero Murtaugh dijo que era una alucinación. Pero te juro 
que era uno, ¡incluso más grande que tú! ¡Y la casa! Es la casa más bonita que he 
visto, con un jardín amurallado en la parte de atrás que Murtaugh dice que estará 
lleno de verduras y rosas en el verano.
Por un instante, Aedion no pudo soportar la emoción en la cara de Lysandra cuando 
Evangeline le contaba sus grandes planes para la finca. El dolor de anhelar una vida 
que probablemente sería arrebatada antes de que ella tuviera la oportunidad de 
reclamarla.
Aedion se volvió hacia Ren, la mirada del señor se fijó en Lysandra. Como lo hacía 
siempre que ella tomaba su forma humana.
Luchando contra el impulso de apretar la mandíbula, Aedion dijo:
—Entonces reconoces Caraverre.
Evangeline continuó su alegre parloteo, pero los ojos de Lysandra se deslizaron 
hacia ellos.
—Darrow no es el Señor de Allsbrook —fue todo lo que dijo Ren.
En efecto. ¿Y quién no querría una vecina tan bonita?
Es decir, cuando ella no viviera en Orynth bajo la piel y corona de otra persona, 
usando a Aedion para engendrar una falsa línea de sangre real. Poco más que un 
semental para reproducirse.
Lysandra asintió de nuevo, y el rubor de Ren se intensificó. Como si no hubieran 
pasado todo el día caminando a través de la nieve y matando Valgs. Como si el olor 
a maldad no se adhiriera a ellos todavía.
De hecho, Evangeline olfateó la capa que Lysandra mantenía envuelta alrededor de 
sí y frunció el ceño. 
—Apestas. Todos apestan.
—Modales —regañó Lysandra, pero se echó a reír.
Evangeline puso sus manos en sus caderas en un gesto que Aedion había visto a 
Aelin hacer tantas veces que su corazón dolía al verla.
—Me pediste que te dijera si alguna vez apestabas. Especialmente tu aliento.
Lysandra sonrió, y Aedion luchó contra el tirón de su propia boca. 
—Lo hice.
Evangeline tiró de la mano de Lysandra, tratando de arrastrar a la cambiaformas por 
el pasillo. 
—Podemos compartir mi habitación. Allí hay un baño —Lysandra dio un paso.
—Una habitación fina para un invitado —murmuró Aedion a Ren, alzando las cejas. 
Tenía que ser una de las mejores aquí, si tenía su propio baño.
Ren agachó la cabeza.
—Perteneció a Rose.
Su hermana mayor. Quién había sido asesinada junto con Rallen, el medio hermano 
de Allsbrook, en la academia de magia a la que estaban asistiendo. Cerca de la 
frontera con Adarlan, la escuela había estado directamente en el camino de las 
tropas invasoras.
Incluso antes de que cayera la magia, habrían tenido pocas defensas contra diez 
mil soldados. Aedion no se permitía recordar a menudo la matanza de Devellin, esa 
escuela legendaria. En cuántos niños habían estado allí. En cómo ninguno había 
escapado.
Ren había sido cercano a sus dos hermanas mayores, pero sobre todo a la alegre 
Rose.
—Le hubiera gustado —aclaró Ren, sacudiendo su barbilla hacia Evangeline. Con 
cicatrices, se dio cuenta Aedion, como Ren. La marca en la cara que Ren se había 
ganado mientras escapaba de los cuchillos en la carnicería, las vidas de sus padres, 
el costo de la distracción que los sacó a él y a Murtaugh. Las cicatrices de Evangeline 
provenían de un tipo diferente de escape, evitando por poco la vida infernal que la 
cortesana habría soportado.
Aedion tampoco se dejaba recordar a menudo ese hecho.
Evangeline continuó alejando a Lysandra, ajena a la conversación.
—¿Por qué no me despertaste cuando llegaste?
Aedion no escuchó la respuesta de Lysandra mientras se dejaba conducir desde el 
pasillo. No mientras la mirada de la cambiaformas se encontraba con la suya.
Ella había tratado de hablar con él estos últimos dos meses. Muchas veces. Docenas 
de veces. Él la había ignorado. Y cuando por fin llegaron a las costas de Terrasen, 
ella se había rendido.
Ella le había mentido. Lo engañó tanto que cualquier momento entre ellos, cualquier 
conversación... no sabía si había sido real. No quería saberlo. No quería saber si ella 
sintió algo de eso, cuando él tan estúpidamente había dejado todo a sus pies.
Había creído que esta era su última cacería. Que él podría tomarse su tiempo con 
ella, mostrarle todo lo que Terrasen tenía para ofrecer. Muéstrale todo lo que él tenía 
que ofrecer, también.
Perra mentirosa, la había llamado. Se lo había gritado.
Había reunido suficiente razonabilidad para avergonzarse de ello. Pero la rabia se 
mantenía.
Los ojos de Lysandra eran desconfiados, como si le preguntaran: ¿No podemos, en 
este raro momento de felicidad, hablar como amigos?
Aedion solo regresó la vista al fuego, bloqueando sus ojos color esmeralda, su 
exquisito rostro.
Ren podía tenerla. Incluso si el pensamiento le hacía querer golpear algo.
Lysandra y Evangeline desaparecieron por el pasillo, la chica seguía hablando.
El peso de la decepción de Lysandra se mantuvo como un toque fantasma.
Ren se aclaró la garganta. 
—¿Quieres decirme qué está pasando entre ustedes dos?
Aedion le lanzó una mirada que habría hecho a cualquier hombre correr. 
—Consigue un mapa. Quiero volver a ver los pasos.
Ren, para su crédito, fue en busca de uno.
Aedion miró el fuego, tan pálido sin la chispa de magia de su reina.
¿Cuánto tiempo pasaría hasta que el viento que aullaba fuera del castillo fuera 
reemplazado por el aullido de las bestias de Erawan?
 
 
I 
 
Aedion obtuvo su respuesta al amanecer del día siguiente.
Sentado en un extremo de la larga mesa en el Gran Comedor, Lyssandra y Evangeline 
desayunaban tranquilamente en el otro extremo, Aedion dominó el temblor en sus 
dedos cuando abrió la carta que el mensajero había entregado momentos antes.
Ren y Murtaugh, sentados a su alrededor, se abstuvieron de exigir respuestas 
mientras él leía. Una vez. Dos veces.
Aedion al fin dejó la carta. Respiró hondo mientras fruncía el ceño hacia la luz gris y 
acuosa que se filtraba por las ventanas en lo alto de la pared.
En la mesa, el peso de la mirada de Lysandra lo presionaba. Sin embargo, ella se 
quedó donde estaba.
—Es de Kyllian —dijo Aedion con voz ronca—. Las tropas de Morath tocaron tierra 
en la costa, en Eldrys.
Ren juró. Murtaugh se quedó en silencio. Aedion se mantuvo sentado, ya que parecía 
probable que sus rodillas no lo sostuvieran. 
—Destruyó la ciudad. La convirtió en escombros sin desatar una sola tropa.
Porqué el rey oscuro había esperado tanto tiempo, Aedion solo podía hacer 
suposiciones.
—¿Las torres de las brujas? —preguntó Ren. Aedion le había contado todo lo que 
Manon Blackbeak había revelado en su viaje a través de los Stone Marshes.
—No dice —dudaba que Erawan hubiera manejado las torres, ya que eran lo 
suficientemente masivas como para requerir ser transportadas por tierra, y los 
exploradores de Aedion seguramente habrían notado una torre de treinta metros 
siendo arrastrada por su territorio—. Pero las explosiones arrasaron la ciudad.
—¿Aelin? —La voz de Murtaugh era casi un susurro.
—Se encuentra bien —mintió Aedion—. Salió de regreso al campamento Orynthel 
día antes de que sucediera —Por supuesto, no mencionó su paradero en la carta de 
Kyllian, pero su comandante principal había especulado que ya que no había ningún 
cuerpo ni enemigo que la celebrara, la reina había conseguido salir.
Murtaugh se relajó en su asiento, y Ligera apoyó su cabeza dorada sobre su muslo. 
—Gracias a Mala por esa misericordia.
—No le agradezcas todavía —Aedion metió la carta en el bolsillo de la gruesa capa 
que vestía contra las corrientes de aire que provenían del pasillo. No le agradezcas 
en absoluto, casi agregó—. En su camino hacia Eldrys, Morath destruyó diez de los 
buques de guerra de Wendlyn cerca de Ilium, y envió al resto huyendo por el Florine.
Murtaugh se frotó la mandíbula.
—¿Por qué no darles caza y seguirlos por el río?
—¿Quién sabe? —Aedion lo pensaría más tarde—. Erawan fijó su mirada en Eldrys, 
y ahora ha tomado la ciudad. Parece inclinado a lanzar algunas de sus tropas desde 
allí. Si no lo detenemos, llegarán a Orynth en una semana.
—Tenemos que regresar al campamento —dijo Ren, con un gesto—. A ver si podemos 
hacer que nuestra flota vuelva a bajar por el Florine y atacar con Rolfe desde el mar. 
Mientras atacamos desde tierra.
Aedion no tuvo ganas de recordarles que no habían oído de Rolfe más que vagos 
mensajes sobre su búsqueda de los micenios y su legendaria flota. Las probabilidades 
de que Rolfe emergiera para salvar sus traseros eran tan escasas como la legendaria 
Tribu del Lobo en el extremo más alejado de las Montañas Anascaul. O que los Fae 
que huyeron de Terrasen hace una década y regresaran de donde habían huido para 
unirse a las fuerzas de Aedion.
La calma calculadora que había guiado a Aedion a través de la batalla y la carnicería 
se instaló en él, tan sólida como la capa de piel que llevaba. La velocidad sería su 
aliado ahora.
Velocidad y claridad.
Las líneas tienen que mantenerse, ordenó Rowan antes de que partieran. Cómpranos 
todo el tiempo que puedas.
Cumpliría esa promesa.
Evangeline se quedó en silencio mientras la atención de Aedion se deslizaba hacia 
la cambiaformas al otro lado de la mesa.
—¿A cuántos puedes llevar en tu forma de wyvern?
Capítulo 2
 
Traducido por Yun Hdez
Corregido por Nix 
 
Elide Lochan una vez había esperado viajar a lo largo y ancho, a un lugar donde 
nadie hubiera oído hablar de Adarlan o Terrasen, tan distante que Vernon no tuviera 
oportunidad de encontrarla.
Ella no había anticipado que eso realmente podría suceder.
De pie en el polvoriento y antiguo callejón de una ciudad igualmente polvorienta, 
en un reino al sur de Doranelle, Elide se maravilló con las campanas del mediodía 
que resonaban en el cielo despejado, el sol pintando las pálidas piedras de los edifi-
cios, el viento seco barriendo a través de las estrechas calles entre ellos. Ella había 
aprendido el nombre de esta ciudad tres veces, y aún no podía pronunciarlo.
Supuso que no importaba. No estarían aquí por mucho tiempo. Al igual que no se 
habían detenido en ninguna de las ciudades que por las que habían pasado, ni en 
los bosques o montañas o tierras bajas. Reino tras reino, el ritmo implacable estable-
cido por un príncipe que parecía apenas capaz de recordar hablar, y mucho menos 
alimentarse.
Elide hizo una mueca ante las desgastadas ropas de brujas que todavía llevaba, 
su deshilachada capa gris y sus desgastadas botas, y luego miró a sus dos acom-
pañantes en el callejón. De hecho, todos habían visto días mejores.
—En cualquier momento —murmuró Gavriel con un ojo en la entrada del callejón. 
Una imponente y oscura figura se fundió en las escasas sombras por el arco medio 
derrumbado, observando la bulliciosa calle más allá.
Elide no observó demasiado esa figura. Había sido incapaz de soportar estas inter-
minables semanas. Incapaz de soportarlo, o el insufrible dolor en su pecho.
Elide frunció el ceño hacia Gavriel. 
—Deberíamos habernos detenido para el almuerzo.
Él movió su barbilla hacia la bolsa gastada que estaba contra la pared. 
—Hay una manzana en mi bolsa.
Mirando hacia el edificio que se alzaba sobre ellos, Elide suspiró y alcanzó la bolsa, 
pasando por la ropa de repuesto, la cuerda, las armas y diversos suministros hasta 
que sacó la manzana gorda roja-y-verde. La última de las muchas que habían arran-
cado de un huerto en un reino vecino. Sin palabras Elide la compartió con el Señor 
de las Hadas.
Gavriel arqueó una dorada ceja.
Elide reflejó el gesto. 
—Puedo escuchar tu estómago gruñir.
Gavriel soltó una carcajada y tomó la manzana con una inclinación de cabeza antes 
de limpiarla con la manga de su pálida chaqueta. 
—En efecto, lo está.
En el callejón, Elide podría haber jurado que la figura oscura se puso rígida. Ella no 
le prestó atención.
Gavriel mordió la manzana, sus caninos brillando. El padre de Aedion Ashryver… el 
parecido era asombroso, aunque las similitudes se detenían en la apariencia. En los 
breves días que había pasado con Aedion, él había demostrado ser lo opuesto al 
macho pensativo y de suave voz.
Se preocupó, después de que Asterin y Vesta los dejaron a bordo del barco con el 
que habían navegado hasta allí, de que podría haberse equivocado al elegir viajar 
con tres machos inmortales. Que sería pisoteada.
Pero Gavriel había sido amable desde el principio, asegurándose de que Elide co-
miera lo suficiente y tuviera mantas en las noches frías, enseñándole a montar los 
caballos en los que habían gastado preciosas monedas para comprar porque Elide 
no tendría la oportunidad de mantenerse al trote con ellos, con su tobillo o no. Y para 
los momentos en que tenían que llevar a sus caballos por un terreno complicado, 
Gavriel había reforzado su pierna con su magia, su poder era una brisa cálida de 
verano contra su piel.
Ella ciertamente no permitiría que Lorcan lo hiciera.
Nunca olvidaría la imagen de él arrastrándose detrás de Maeve una vez que la rei-
na había roto el juramento de sangre. Arrastrándose tras Maeve como un amante 
rechazado, como un quebrantado perro desesperado por su amo. Aelin había sido 
maltratada, su ubicación traicionada por Lorcan a Maeve, y aun así trató de seguirla. 
A través de la arena todavía húmeda con la sangre de Aelin.
Gavriel se comió la mitad de la manzana y le ofreció a Elide el resto. 
—También deberías comer. 
Frunció el ceño ante el morado debajo de los ojos de Gavriel. Igual que debajo de los 
suyos, no lo dudaba. Su ciclo, al menos, había llegado cada mes, a pesar del duro 
viaje que quemó cualquier reserva de comida en su estómago.
Eso había sido particularmente mortificante. Explicarle lo que necesitaba a los tres 
guerreros que ya podían oler la sangre. Más paradas frecuentes.
No había mencionado los calambres que le torcían las tripas, la espalda y azotaban 
sus muslos. Había seguido cabalgando, con la cabeza baja. Sabía que se habrían 
detenido. Incluso Rowan se habría detenido para dejarla descansar. Pero cada vez 
que hacían una pausa, Elide veía ese ataúd de hierro. Veía el látigo brillando con 
sangre, mientras chasqueaba en el aire. Escuchaba los gritos de Aelin.
Se había ido para que no se llevaran a Elide. No había dudado en ofrecerse en lugar 
de Elide.
El solo pensamiento mantuvo a Elide a horcajadas sobre su yegua. Esos pocos días 
se hicieron un poco más fáciles con las limpias tiras de lino que Gavriel y Rowan le 
proporcionaron, sin duda, de sus propias camisas. Cuándo los cortaron, ella no tenía 
ni idea.
Elide mordió la manzana, saboreando la dulce y agria frescura. Rowan había dejado 
algunas monedas de cobre de un suministro que disminuía rápidamente como cuen-
ta de la fruta que habían tomado.
Pronto tendrían que robar sus cenas. O vender sus caballos.
Un golpe sonó desde detrás de las ventanas selladas un nivel arriba, salpicado de 
amortiguados gritos masculinos. 
—¿Creen que tendremos mejor suerte esta vez? —preguntó Elide en voz baja.
Gavriel estudió las contraventanas pintadas de azul, talladas en una intrincada ce-
losía.
—Espero que sí.
La suerte sehabía agotado en estos días. Habían tenido muy poca desde la maldita 
playa en Eyllwe, cuando Rowan sintió un tirón en el vínculo entre él y Aelin, el vínc-
ulo de apareamiento, y había seguido su llamada a través del océano. Sin embargo, 
cuando llegaron a estas orillas después de varias semanas terribles en aguas tan 
salvajes como tormentas, no había nada más que rastrear.
No había rastro de la restante armada de Maeve. Ningún susurro del barco de la 
reina, el Ruiseñor, atracado en cualquier puerto. Sin noticias del regreso a su trono 
en Doranelle.
Los rumores eran todo lo que habían tenido para continuar, llevándolos a través de 
montañas llenas de nieve, a través de densos bosques y secas llanuras.
Hasta el reino anterior, la ciudad anterior, las calles llenas de parranderos celebran-
do Samhuinn, para honrar a los dioses cuando el velo entre los mundos era más 
delgado.
No tenían idea de que esos dioses no eran más que seres de otro mundo. Que cual-
quier ayuda que los dioses ofrecían, cualquier ayuda que Elide había recibido de 
esa pequeña voz sobre su hombro, había sido con un objetivo en mente: regresar a 
casa. Peones… eso es todo lo que Elide, Aelin y los demás eran para ellos.
Estaba confirmado por el hecho de que Elide no había escuchado un susurro de 
la guía de Anneith desde aquel horrible día en Eyllwe. Solo empujones durante los 
largos días, como si fueran recordatorios de su presencia. Que alguien estaba ob-
servando.
Que, si tuvieran éxito en su búsqueda para encontrar a Aelin, esperaban que la joven 
reina pagara el precio final a esos dioses. Si Dorian Havilliard y Manon Blackbeak 
pudieran recuperar la tercera y última Llave del Wyrd. Si el joven rey no se ofrecía 
como sacrificio en lugar de Aelin.
Así que Elide soportó esos empujones ocasionales, negándose a contemplar qué 
tipo de criatura se había interesado tanto en ella. En todos ellos.
Elide había descartado esos pensamientos mientras examinaban las calles, escu-
chando cualquier susurro de la ubicación de Maeve. El sol se había puesto, Rowan 
gruñía con cada hora que pasaba que no daba con nada. Como todas las demás 
ciudades que habían resultado en nada.
Elide los había hecho seguir paseando por las alegres calles, inadvertidos e inmacu-
lados. Le recordaba a Rowan cada vez que él mostraba sus dientes que había ojos 
en cada reino, en cada tierra. Y si se corriera la voz de que un grupo de guerreros 
Hada estaban aterrorizando a las ciudades en su búsqueda de Maeve, seguramente 
llegaría a la Reina de las Hadas en poco tiempo.
Había caído la noche, y en las colinas doradas que se extendían más allá de las 
murallas de la ciudad, se habían encendido las fogatas.
Rowan finalmente había dejado de gruñir ante la vista. Como si hubieran tirado de 
algún hilo en su memoria de dolor.
Pero luego pasaron junto a un grupo de soldados Hada que estaban bebiendo y 
Rowan se quedó quieto. Había evaluado a los guerreros de esa manera fría y calcu-
ladora que le dijo a Elide que había elaborado algún plan.
Cuando se metieron en un callejón, el príncipe hada lo había expuesto en términos 
crudos y brutales.
Una semana después, y aquí estaban. Los gritos crecieron en el edificio de arriba.
Elide hizo una mueca cuando la madera resquebrajada ahogó las campanas de la 
ciudad. 
 —¿Deberíamos ayudar?
Gavriel se pasó una tatuada mano por su dorado cabello. Los nombres de los guer-
reros que habían caído bajo su mando, le había explicado cuando finalmente se 
atrevió a preguntar la semana pasada. 
—Ya casi termina.
De hecho, incluso Lorcan ahora fruncía el ceño con impaciencia ante la ventana en-
cima de Elide y Gavriel.
Cuando las campanas del mediodía terminaron de sonar, las persianas se abrieron 
de golpe.
Destrozadas era una mejor palabra mejor para eso ya que dos machos salieron vo-
lando a través de ellas.
Uno de ellos, moreno y ensangrentado, gritó mientras se caía.
El príncipe Rowan Whitethorn no dijo nada mientras caía con él. Mientras mantenía 
su agarre en el macho, y mostraba sus dientes.
Elide se hizo a un lado, dándoles un amplio espacio mientras se estrellaban contra 
la pila de cajas en el callejón, haciendo volar astillas y escombros.
Sabía que una ráfaga de viento evitó que la caída fuera fatal para el hombre de hom-
bros anchos, a quien Rowan tiró de los restos del cuello de su túnica azul.
No les servía de nada que estuviera muerto.
Gavriel sacó un cuchillo y se mantuvo al lado de Elide cuando Rowan golpeó al ex-
traño contra la pared del callejón. No había nada amable en el rostro del príncipe. 
Nada acogedor.
Solo un depredador de sangre fría. Empeñado en encontrar a la reina dueña de su 
corazón.
—Por favor —espetó el macho. En lengua común.
Entonces Rowan lo había encontrado. No podían tener la esperanza de rastrear a 
Maeve, Rowan se había dado cuenta de eso en Samhuinn. Sin embargo, encontrar 
a los comandantes que servían a Maeve, quienes se despelgaban a través de varios 
reinos como préstamo a los gobernantes mortales, eso es lo que podían hacer.
Y el macho al que Rowan gruñía, sus propios labios sangrando, era un comandan-
te. Un guerrero, desde la anchura de sus hombros hasta sus musculosos muslos. 
Rowan todavía lo empequeñecía. Gavriel y Lorcan también. Como si, incluso entre 
las hadas, los tres fueran una raza completamente diferente.
—Así es como va ir esto —dijo Rowan al comandante que lloriqueaba, con una voz 
terriblemente suave. Una sonrisa brutal agraciaba la boca del príncipe, dejando cor-
rer la sangre de su labio partido—. Primero te rompo las piernas, tal vez una parte de 
tu columna para que no puedas arrastrarte. —Señaló con un dedo ensangrentado el 
callejón. Hacia Lorcan—. Sabes quién es, ¿verdad?
Como si respondiera, Lorcan salió de las sombras. El comandante comenzó a tem-
blar.
―La pierna y la columna, tu cuerpo eventualmente se curaría —continuó Rowan 
mientras Lorcan seguía al acecho—. Pero lo que Lorcan Salvaterre te hará… —Sol-
tó una risa baja y triste—… no te recuperarás de eso, amigo.
El comandante miró frenéticamente hacia Elide, hacia Gavriel.
La primera vez que eso había sucedido, hace dos días, Elide no había podido ob-
servar. Ese comandante en particular no poseía ninguna información que valiera la 
pena compartir, y dado en el tipo indecible de burdel en el que lo habían encontrado, 
Elide no había lamentado que Rowan hubiera dejado su cuerpo en un extremo del 
callejón. Su cabeza en el otro.
Pero hoy, esta vez... observa. Observa, siseó una pequeña voz en su oído. Escucha.
A pesar del calor y el sol, Elide se estremeció. Apretó los dientes, aguantando todas 
las palabras que se alzaron dentro de ella. Encuentren a alguien más. Encuentren 
una manera de usar sus propios poderes para forjar la Cerradura. Encuentren una 
manera de aceptar que su destino es quedarse atrapados en este mundo, así no 
necesitaremos pagar una deuda que, para empezar, no era nuestra.
Sin embargo, si ahora Anneith hablaba cuando solo la había presionado durante 
estos meses... Elide tragó esas furiosas palabras. Como se esperaba que todos los 
mortales hicieran. Por Aelin, podría someterse. Como Aelin finalmente se sometería.
El rostro de Gavriel no mostraba piedad, solo una practicidad sombría mientras mi-
raba al tembloroso comandante colgando de la mano de hierro de Rowan. 
—Dile lo que quiere saber. Solo lo empeoraras para ti. 
Lorcan casi los había alcanzado, un viento oscuro se arremolinaba sobre sus largos 
dedos.
No había nada del macho que había venido a conocer en su severo rostro. Al menos 
del macho que había conocido antes de esa playa. No, esta era la máscara del que 
había visto por primera vez en Oakwald. Insensible. Arrogante. Cruel.
El comandante vio el poder acumulado en la mano de Lorcan, pero logró burlarse de 
Rowan, con la sangre cubriendo sus dientes. 
—Ella los matará a todos —Un ojo morado ya formándose, su parpado completa-
mente cerrado. El aire pulsó en las orejas de Elide cuando Rowan cerró un escudo 
de vientoa su alrededor. Sellando todo el sonido—. Maeve matará a cada uno de 
ustedes, traidores.
—Puede intentarlo —fue la suave respuesta de Rowan.
Observa, susurró Anneith de nuevo.
Cuando el comandante comenzó a gritar esta vez, Elide no apartó la mirada.
Y mientras Rowan y Lorcan hacían para lo que habían sido entrenados, ella no podía 
decidir si la orden de Anneith había sido de ayuda, o un recordatorio de lo que los 
dioses podrían hacer si les desobedecían.
Capítulo 3 
 
 
Traducido por Yun Hedz
Corregido por Nix 
 
Los Staghorns estaban ardiendo, y Oakwald con ellas.
Los poderosos y antiguos árboles eran poco más que cáscaras carbonizadas y es-
pesas cenizas como nieve cayendo.
Las brasas flotaban en el viento, una burla de cómo una vez se habían balanceado 
en su camino como luciérnagas mientras ella corría a través de las hogueras de 
Beltane.
Tantas llamas, el calor sofocante, el aire mismo chamuscando sus pulmones.
Tú hiciste esto, tú hiciste esto, tú hiciste esto.
La grieta de los árboles moribundos gemían las palabras, las gritaban.
El mundo estaba bañado en fuego. Fuego, no oscuridad.
Un movimiento entre los árboles llamó su atención.
El Señor del Norte estaba frenético, salvaje por la agonía, mientras galopaba hacia 
ella. Mientras humo salía de su blanco pelaje, el fuego devoraba sus poderosas as-
tas, no la llama inmortal que sostenía entre ellas en su propio sello, la llama inmortal 
de los sagrados ciervos de Terrasen y de Mala Portadora de Fuego antes de eso. 
Sino verdaderas y viciosas llamas.
El Señor del Norte pasó al lado de ella, ardiendo, ardiendo, ardiendo.
Ella extendió una mano hacia él, invisible e intrascendente, pero el orgulloso ciervo 
se desmoronó, gritos saliendo de su boca.
Esos gritos horribles e implacables. Como si el corazón del mundo estuviera siendo 
destrozado.
No podía hacer nada cuando el ciervo se arrojó a una pared de llamas que se exten-
día como una red entre dos robles en llamas.
Él no emergió.
 
I 
El lobo blanco la estaba observando de nuevo.
Aelin Ashryver Whitethorn Galathynius pasó un dedo acorazado sobre el borde del 
altar de piedra sobre el que estaba acostada.
Tanto movimiento como podía lograr.
Cairn la había dejado aquí esta vez. No se había molestado en moverla al ataúd de 
hierro contra la pared adyacente.
Un raro alivio. No despertar en la oscuridad, sino a la luz del fuego parpadeante.
Los braseros se estaban muriendo, haciendo señas en el húmedo frío que presionaba 
sobre su piel. La que no estaba cubierta por el hierro.
Ella había tirado de las cadenas tan silenciosamente como podía. Pero se mantuvieron 
firmes.
Habían agregado más hierro. Sobre ella. Empezando por guantes de hierro. 
No recordaba cuándo había sucedido. Dónde había sucedido. Entonces solo había 
existido el ataúd.
El sofocante ataúd de hierro.
Lo había probado en busca de debilidades, una y otra vez. Antes de que enviaran 
ese humo de olor dulzón para dejarla inconsciente. No sabía cuánto tiempo había 
dormido después de eso.
Cuando despertó allí, no había más humo.
Lo había examinado en busca de debilidades, una y otra vez. Tanto como el hierro 
lo permitía. Empujando con sus pies, sus codos, sus manos contra el implacable 
metal. Ella no tenía suficiente espacio para darse vuelta. Para aliviar el dolor de las 
cadenas que se clavaban en ella. Irritándola. 
Las heridas del látigo grabadas profundamente en su espalda se habían desvanecido. 
Las que habían desgarrado su piel hasta el hueso. ¿O eso también había sido un 
sueño?
Se había dejado llevar por la memoria, hasta los años de entrenamiento bajo la 
custodia de un asesino. Hasta las lecciones donde la habían dejado encadenada en 
sus propios desechos, hasta que había descubierto cómo quitarlas.
Pero había estado vinculada mentalmente con ese entrenamiento. Nada de lo que 
había intentado en la estrecha oscuridad había funcionado.
El metal del guante raspó la piedra oscura, apenas audible sobre los silbantes 
braseros, el río rugiente más allá de ellos. Dónde quiera que estuvieran.
Ella, y el lobo.
Fenrys.
Ninguna cadena lo ataba. No era necesario.
Maeve le había ordenado que se quedara, que se retirara, y así lo hacía.
Durante largos minutos, se miraron el uno al otro.
Aelin no reflexionó sobre el dolor que la había llevado a la inconsciencia. Incluso 
cuando el recuerdo de huesos rompiéndose hizo que su pie se contrajera. Las 
cadenas sonaron.
Pero no había un destello de la agonía que debería haber sido rampante. Ni un 
susurro de incomodidad en sus pies. Bloqueó la imagen de cómo ese macho, Cairn, 
los había separado. Cómo había gritado hasta que su voz había fallado.
Podría haber sido un sueño. Uno de la interminable horda que la cazaba en la 
oscuridad. Un ciervo ardiendo, huyendo entre los árboles. Horas en este altar, sus 
pies destrozados bajo antiguas herramientas. Un príncipe de cabello plateado cuyo 
olor era el de su hogar.
Se difuminaron y se desvanecieron, hasta este momento, mirando al lobo blanco 
tendido contra la pared frente al altar, podrían ser un fragmento de una ilusión.
El dedo de Aelin rasguñó otra vez el borde curvo del altar.
El lobo parpadeó ante ella, tres veces. En los primeros días, meses, años de esto, 
habían creado un silencioso código entre ellos. Usando los pocos momentos que 
había sido capaz de hablar, susurrando a través de los agujeros casi invisibles en el 
ataúd de hierro.
Un parpadeo para sí. Dos para no. Tres para ¿Estás bien? Cuatro para Estoy aquí, 
estoy contigo. Cinco para Esto es real, estás despierta.
Fenrys de nuevo parpadeó tres veces. ¿Estás bien?
Aelin tragó contra el grosor de su garganta, su lengua separándose del paladar de 
su boca. Ella parpadeó una vez. Sí.
Ella contó sus parpadeos.
Seis.
Él lo había inventado. Mentirosa, o algo así. Ella se negaba a reconocer ese código 
en particular.
Ella parpadeó una vez más. Sí.
Ojos oscuros la examinaron. Él lo había visto todo. Cada momento de ello. Si se le 
permitiera cambiar de forma, él podría decirle qué era inventado y qué era real. Si 
algo de eso hubiera sido real.
No había ninguna herida cuando se despertaba. Sin dolor. Solo el recuerdo de ello, 
de la cara sonriente de Cairn mientras la cortaba una y otra vez.
Debió haberla dejado en el altar porque iba a regresar pronto.
Aelin se movió lo suficiente para tirar de las cadenas, la cerradura de la máscara 
clavándose en la parte posterior de su cabeza. El viento no había rozado sus mejillas, 
ni la mayor parte de su piel en... no lo sabía.
Lo que no estaba cubierto de hierro estaba cubierto con un vestido blanco sin mangas 
que llegaba hasta la mitad del muslo. Dejando las piernas y los brazos al descubierto 
para los cuidados de Cairn.
Había días, recuerdos, de que el vestido había desaparecido, de cuchillos que 
raspaban su abdomen. Pero cada vez que despertaba, el vestido permanecía intacto. 
Sin tocar. Sin ninguna mancha.
Las orejas de Fenrys se levantaron, retorciéndose. Toda la alerta que Aelin necesitaba.
Odiaba el temblor que comenzaba a enrollarse alrededor de sus huesos mientras 
pisadas se aproximaban más allá de la cuadrada habitación y la puerta de hierro. 
La única forma de entrar. Sin ventanas. El pasillo de piedra más allá que a veces 
vislumbraba estaba igualmente sellado. Solo el sonido del agua entraba a ese lugar.
Se hizo más fuerte cuando la puerta de hierro se abrió y gimió al abrirse.
Se obligó a no temblar cuando el macho de cabello castaño se acercó.
—¿Despierta tan pronto? No debí haber trabajado lo suficiente.
Esa voz. Odiaba esa voz por encima de todas las demás. Melodiosa y fría.
Llevaba un atuendo de guerrero, pero ningún arma de guerrero colgaba del cinturón 
en su delgada cintura.
Cairn notó dónde caían sus ojos y palmeó el pesado martillo que colgaba de su 
cadera. 
—Tan ansiosa por más.
No había ninguna llama para animarla. Ni una sola brasa.
Él se dirigió a la pequeña pila de troncos al lado de un brasero y alimentó con unos 
pocos al fuegoagonizante. Se arremolinó y crujió, saltando sobre la madera con 
dedos hambrientos.
Su magia ni siquiera parpadeó en respuesta. Todo lo que comía y bebía a través de 
la pequeña ranura en la boca de la máscara estaba mezclada con hierro.
Lo había rechazado al principio. Había probado el hierro y lo había escupido.
Ella había llegado al borde de la muerte por la falta de agua cuando la forzaron 
por su garganta. Luego la dejaron morir de hambre, morir de hambre hasta que se 
quebraba y devorara lo que pusieran delante de ella, con hierro o no.
No pensaba a menudo en ese momento. Esa debilidad. Lo emocionado que Cairn 
había estado al verla comer, y cuánto se enfurecía cuando aún no le daba lo que 
quería.
Cairn cargó el otro brasero antes de chasquear sus dedos hacia Fenrys. 
—Puedes ir a ocuparte de tus necesidades en el pasillo y regresa aquí inmediatamente.
Como si un fantasma lo alzara, el enorme lobo se fue.
Maeve había considerado incluso eso, concediéndole poder a Cairn para ordenar 
cuándo Fenrys comía y bebía, cuándo orinaba. Sabía que Cairn lo olvidaba 
deliberadamente en ocasiones. Los quejidos caninos de dolor la habían alcanzado, 
incluso en el ataúd.
Real. Eso había sido real.
El macho ante ella, un guerrero entrenado en todo menos en honor y espíritu, 
examinó su cuerpo. 
—¿Cómo vamos a jugar esta noche, Aelin?
Odiaba el sonido de su nombre en su lengua.
Sus labios se curvaron hacia atrás sobre sus dientes.
Rápido como una serpiente, Cairn agarró su garganta lo suficientemente fuerte como 
para dejar un moretón. 
—Cuánta ira, incluso ahora.
Ella nunca la dejaría ir, la ira. Incluso cuando se hundía en ese mar ardiente dentro 
de ella, incluso cuando le cantaba a la oscuridad y a las llamas, la ira la guiaba.
Los dedos de Cairn se clavaron en su garganta, y ella no pudo detener el ruido 
ahogado que salió de esta. 
—Todo esto puede terminar con unas pocas palabras, princesa —ronroneó, bajando 
lo suficiente hasta que su aliento rozó su boca—. Unas pocas palabras, y tú y yo nos 
separaremos para siempre.
Nunca las diría. Nunca haría el juramento de sangre a Maeve.
Jurarlo, y entregar todo lo que sabía, todo lo que era. Ser una esclava eterna. Y 
marcar el fin del mundo.
El agarre de Cairn en su cuello se aflojó, y ella inhaló profundamente. Pero sus 
dedos se demoraron en el lado derecho de su garganta.
Sabía exactamente en qué lugar, qué cicatriz, sus dedos rozaban. Las pequeñas 
marcas gemelas en el espacio entre su cuello y hombro.
—Interesante —murmuró Cairn.
Aelin apartó bruscamente la cabeza y volvió a mostrar los dientes.
Cairn la golpeó.
No en su rostro, cubierta por hierro que rasgaría sus nudillos. Sino a su desprotegido 
estómago.
El aliento salió de ella, y el hierro sonó mientras intentaba y fallaba en acurrucarse 
de lado.
Con sus silenciosas patas, Fenrys volvió a subir y tomó su lugar contra la pared. La 
preocupación y la furia se encendieron en sus oscuros ojos de lobo mientras jadeaba 
buscando aire, mientras sus encadenadas extremidades intentaban enroscarse 
alrededor de su abdomen. Pero Fenrys solo pudo caer al suelo una vez más.
Cuatro parpadeos. Estoy aquí, estoy contigo.
Cairn no lo vio. No hizo ningún comentario sobre su único parpadeo en respuesta 
cuando él sonrió ante los pequeños mordiscos en su cuello, sellados con la sal de 
las cálidas aguas de la Bahía de la Calavera.
La marca de Rowan. La marca de un compañero.
Ella no se permitió pensar en él por mucho tiempo. No mientras Cairn liberaba con 
el pulgar el martillo de cabeza pesada y lo sopesaba en sus amplias manos.
—Si no fuera por la orden de amordazarte de Maeve —reflexionó el macho, 
examinando su cuerpo como un pintor que evalúa un lienzo vacío—. Pondría mis 
propios dientes en ti. A ver si la marca de los Whitethorn resiste.
El miedo se enroscó en sus entrañas. Ella había visto la evidencia de lo que las 
largas horas aquí demandaban de él. Sus dedos se curvaron, raspando la piedra 
como si fuera el rostro de Cairn.
Cairn movió el martillo a una mano. 
—Supongo que esto debería ser suficiente —pasó su otra mano a lo largo de su 
torso, y ella se sacudió contra las cadenas por el posesivo toque. Él sonrió—. Muy 
receptiva —agarró su rodilla desnuda, apretando suavemente—. Empezamos con 
los pies anteriormente. Vamos más alto esta vez.
Aelin se preparó. Tomó respiraciones profundas que la llevarían lejos de aquí. De su 
cuerpo.
Nunca dejaría que la rompieran. Nunca haría ese juramento de sangre.
Por Terrasen, por su gente, a quien ella había dejado para soportar su propio tormento 
durante diez largos años. Les debía esto.
Profundo, profundo, profundo ella fue, como si pudiera escapar lo que vendría, como 
si pudiera esconderse de ello.
El martillo brilló a la luz del fuego cuando se alzó sobre su rodilla, el aliento de Cairn 
entrecortándose, anticipación y placer mezclándose en su rostro.
Fenrys parpadeó, una y otra y otra vez. Estoy aquí, estoy contigo.
No impidió que el martillo cayera.
O el grito que salió de su garganta.
Capítulo 4 
 
Traducido por Yun Hedz
Corregido por Aruasi Sargav
 
—Este campamento ha estado abandonado por meses.
Manon se apartó del acantilado cubierto de nieve donde había estado vigilando el 
borde occidental de las Montañas Colmillos Blancos. Hacia los Wastes.
Asterin permaneció agazapada sobre los restos medio enterrados de un pozo de 
fuego, la peluda piel de cabra colgaba sobre sus hombros agitándose en el viento 
helado. Su Segunda continuó: 
—Nadie ha estado aquí desde principios de otoño.
Manon también lo había sospechado. Las Sombras habían visto el sitio una hora 
antes en su patrulla del terreno por delante, de alguna manera notando las irregula-
ridades hábilmente escondidas en el lado de sotavento de la rocosa cima. La Madre 
sabía que la propia Manon podría haber volado justo sobre ella.
Asterin se puso de pie, sacudiéndose la nieve de la piel de sus rodillas. Incluso el 
grueso material no era suficiente para protegerse del brutal frío. De ahí las pieles de 
cabra montés que habían recurrido a usar.
Buena para mezclarse con la nieve, Edda había afirmado, la Sombra incluso había 
dejado que el tinte oscuro para el cabello que ella prefería se lavará estas semanas 
para revelar el blanco lunar de su tono natural. El tono de Manon. Briar había conser-
vado el tinte. Una de ellas era necesaria para explorar por la noche, la otra Sombra 
había afirmado.
Manon examinó a las dos Sombras cuidadosamente acechando a través del cam-
pamento. Quizás ya no sean Sombras, sino más bien las dos caras de la luna. Una 
oscura, una de luz.
Uno de los muchos cambios a Las Trece.
Manon dejó escapar un suspiro, el viento destruyendo el soplo caliente.
—Están ahí fuera —murmuró Asterin para que las demás no pudieran escuchar de-
sde dónde estaban reunidas, junto a la roca que las protegía del viento.
—Tres campamentos —dijo Manon con la misma tranquilidad.
—Todos abandonados hace tiempo. Estamos cazando fantasmas.
El cabello dorado de Asterin se desprendió de su trenza, soplando hacia el oeste. 
Hacia la patria que era muy posible que nunca vieran.
—Los campamentos son la prueba de que son de carne y hueso. Ghislaine cree que 
podrían ser de las cazas de fines de verano.
—También podrían ser de los hombres salvajes de estas montañas.
Aunque Manon sabía que no lo eran. Ella había cazado suficientes Crochans du-
rante los últimos cien años para poder detectar su estilo de hacer fogatas, sus pe-
queños y ordenados campamentos. Todas Las Trece lo habían hecho. Y todas ellas 
rastrearon y mataron a tantos hombres salvajes de los Colmillos Blancos a principios 
de este año en nombre de Erawan, que también conocían sus hábitos.
Los ojos negros con manchas doradas de Asterin se posaron en ese borroso hori-
zonte.
—Las encontraremos.
Pronto. Tenían que encontrar al menos a algunas de las Crochans pronto. Manon 
sabía que tenían métodos de comunicación, dispersas como estaban. Formas de 
pedir una llamada deayuda. Una llamada de auxilio.
El tiempo no estaba de su lado. Habían pasado casi dos meses desde aquel día en 
la playa de Eyllwe. Desde que supo del terrible costo que la Reina de Terrasen debía 
pagar para poner fin a esta locura. El costo que otro con la línea de sangre de Mala 
también podría pagar, si era necesario.
Manon resistió la tentación de mirar por encima del hombro hacia donde se encon-
traba el Rey de Adarlan entre el resto de sus Trece, entreteniendo a Vesta invocando 
llamas, agua y hielo en su ahuecada palma. Una pequeña muestra de una terrible y 
maravillosa magia. Hizo que las tres espirales de los elementos bailaran perezosa-
mente entre sí, y Vesta arqueó una ceja impresionada. Manon había visto la forma 
en que la centinela pelirroja lo miraba, había notado que Vesta sabiamente se ab-
stenía de actuar sobre ese deseo.
Aunque Manon no le había dado tales órdenes. No le había dicho nada a Las Trece 
sobre qué era exactamente el rey humano para ella.
Nada, quiso decir ella. Alguien tan libre como ella. Tan silenciosamente enojado. Y 
presionado por tiempo. Encontrar la tercera y última Llave del Wyrd había resultado 
fútil. Las dos que el rey llevaba en su bolsillo no ofrecieron ninguna guía, solo su olor 
sobrenatural. Donde Erawan la ocultaba, no tenían el más mínimo indicio. Buscar en 
Morath o cualquiera de sus otros puestos de avanzada sería un suicidio.
Así que dejaron de cazar, después de semanas de búsqueda infructuosa, a favor 
de encontrar a las Crochans. El rey había protestado inicialmente, pero cedió. Sus 
aliados y amigos en el Norte necesitarían tantos guerreros como pudieran reunir. 
Encontrar a las Crochans... Manon no rompería su promesa.
Ella podía ser la repudiada Heredera del Clan Blackbeak, podía ahora comandar 
solo una docena de brujas, pero aún así podría cumplir con su palabra.
Así que ella encontraría a las Crochans. Las convencería de volar a la batalla con 
Las Trece. Con ella. Su última Reina de las Crochan viva.
Incluso si a todas ellas las condujera directamente al abrazo de la Oscuridad.
El sol se arqueaba más alto, su luz sobre la nieve casi cegadora.
Persistir era imprudente. Habían sobrevivido estos meses con fuerza e ingenio. Por-
que mientras cazaban a las Crochans, ellas mismas habían sido cazadas. Por Yel-
lowlegs y Bluebloods, en su mayoría. Todas patrullas de exploración.
Manon había dado la orden de no participar, de no matar. Una patrulla desapareci-
da de Ironteeth solo señalaría su ubicación. Aunque Dorian podría haberles roto el 
cuello sin levantar un dedo.
Era una pena que no hubiera nacido brujo. Pero con mucho gusto aceptaría a un 
aliado tan letal. Al igual que Las Trece.
—¿Qué vas a decir? —reflexionó Asterin.
—¿Cuándo encontremos a las Crochans?
Manon lo había considerado una y otra vez. Si las Crochans supieran quién era 
Lothian Blackbeak, que ella había amado al padre de Manon, un Príncipe Crochan 
de raro nacimiento. Que sus padres habían soñado, habían creído que habían crea-
do una hija para romper la maldición de las Ironteeth y unir a sus pueblos.
Una hija no de guerra, sino de paz.
Pero esas eran palabras extrañas en su lengua. Amor. Paz.
Manon pasó un enguantado dedo sobre el trozo de tela roja que ataba el extremo de 
su trenza. Un trozo de la capa de su media hermana. Rhiannon. Llamada así por la 
última Reina Bruja. Cuyo rostro Manon de alguna manera tenía. Manon dijo: 
—Le pediré a las Crochans que no disparen, supongo.
La boca de Asterin se torció hacia una sonrisa. 
—Me refiero a sobre quién eres.
Rara vez retrocedía ante algo. Rara vez le temía a algo. Pero diciendo las palabras, 
esas palabras... 
—No lo sé —admitió Manon.
—Veremos si llegamos tan lejos.
El Demonio Blanco. Así es como la llamaban las Crochans. Ella estaba en la parte 
superior de su lista para matar. Una bruja que todas las Crochan debían matar a 
simple vista. Sólo ese hecho decía que no sabían quién era ella para ellas.
Sin embargo, su media hermana lo había descubierto. Y entonces Manon le había 
cortado la garganta.
Manon Asesina de Brujas, su abuela se había burlado. La Matrona probablemente 
había saboreado cada corazón de Crochan que Manon le había traído a la Fortaleza 
Blackbeak durante los últimos cien años.
Manon cerró los ojos, escuchando la hueca canción del viento.
Detrás de ellas, Abraxos dejó escapar un gemido impaciente y hambriento. Sí, todos 
tenían hambre estos días.
—Te seguiremos, Manon —dijo Asterin en voz baja.
Manon se volvió hacia su prima. 
—¿Merezco ese honor?
La boca de Asterin se convirtió en una apretada línea. El ligero golpe en su nariz, 
Manon se lo había dado.
La había roto en el comedor Omega por pelearse con las charlatanas Yellowlegs. 
Asterin nunca se había quejado de eso. Parecía haber usado el recordatorio de la 
paliza que Manon le dio como una insignia de orgullo.
—Sólo tú puedes decidir si lo mereces, Manon.
Manon dejó que las palabras se asentaran cuando ella cambió su mirada hacia el 
horizonte occidental. Tal vez ella merecería ese honor si tuviera éxito en traerlas de 
vuelta a un hogar en el cual nunca habían puesto sus miradas.
Si sobrevivían a esta guerra y todas las cosas terribles que debían hacer antes de 
que terminara.
 
 
I 
 
No fue fácil, escapar de trece durmientes brujas y sus wyverns.
Sin embargo Dorian Havilliard las había estado estudiando, sus turnos, quién dormía 
más profundamente, quién podía informar que lo habían visto alejarse de su pe-
queño fuego y quién mantendría la boca cerrada. Semanas y semanas, desde que 
se había decidido por esta idea. Este plan.
Acamparon en el pequeño afloramiento donde encontraron fríos rastros de las Cro-
chans, refugiándose debajo de la roca que sobresalía, los wyverns una pared de 
calidez correosa alrededor de ellos.
Tenía minutos para hacer esto. Él había estado practicando durante semanas, sin 
hacer ruido cuando se levantaba en medio de la noche, no más que un hombre 
soñoliento disgustado de tener que enfrentarse a los frígidos elementos para satisfa-
cer sus necesidades. Dejando que las brujas se acostumbraran a sus movimientos 
nocturnos.
Dejando que Manon también se acostumbrara a ello.
Aunque no había declarado nada entre ellos, sus sacos de dormir terminaban en-
rollados uno al lado del otro cada noche. No es que un campamento lleno de brujas 
ofreciera algún tipo de oportunidad para enredarse con ella. No, para eso, habían 
recurrido a los desnudos bosques de invierno y pases nevados, sus manos en busca 
de cualquier pedazo de piel desnuda que se atrevieran a exponer al aire frío.
Sus acoplamientos eran breves, salvajes. Dientes y uñas y gruñidos. Y no solo de 
Manon.
Pero después de un día de búsqueda infructuosa, poco más que una guardia glorifi-
cada contra los enemigos que los perseguían mientras sus amigos sangraban para 
salvar sus tierras, necesitaba la liberación tanto como ella. Nunca lo discutieron, lo 
que los acosaba. Lo que estaba bien para él.
Dorian no tenía idea de en qué tipo de hombre lo convertía.
La mayoría de los días, si era honesto, él sentía poco. Había sentido poco durante 
meses, a excepción de esos salvajes momentos robados con Manon. Y a excepción 
de los momentos en que entrenaba con Las Trece y una especie de rabia lo impul-
saba a seguir blandiendo su espada, a seguir levantándose cuando lo derribaban.
Juego de espadas, tiro con arco, trabajo con cuchillos, rastreo, le enseñaron todo lo 
que pidió. Junto con el sólido peso de Damaris, un cuchillo de bruja colgaba ahora 
del cinturón de su espada. Sorrel se lo había regalado cuando había logrado golpear 
a la Tercera cuyo rostro era de piedra. Hace dos semanas.
Más cuando terminaron las lecciones, cuando se sentaban alrededor de la pequeña 
fogata que se atrevían a arriesgar cada noche, se preguntaba si las brujas podrían 
oler la inquietud que le pisaba los talones.
Si ahora podían oler que no tenía intención de orinar en la fría noche mientras se 
abría paso entre sus sacos de dormir,

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