Logo Studenta

El anillo del Escoces- Miranda Bouzo - Gabo SFl

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

EL ANILLO
DEL ESCOCÉS
 
MIRANDA BOUZO
 
 
 
 
© Todos los derechos reservados
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por
grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos
mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código
Penal).
 
Título: El anillo del Escocés
© Miranda Bouzo
 
Edición publicada en junio de 2020
 
Diseño de portada y contraportada: Alexia Jorques
Maquetación: Alexia Jorques
 
 
 
 
 
 
 
Para Michael,
porque cuando soñamos,
lo hacemos siempre juntos.
 
“El amor no mira con los ojos,
sino con el alma”
 
William Shakespeare
 
— Índice —
 
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
La leyenda de Rose Gregor
 
Prólogo
 
 
Cuando eres niño y creas tus recuerdos, estos funcionan con sus propios olores y tacto, la
mente tiene la capacidad de moldearlos a tu gusto e incluso de olvidar lo desagradable de esos
momentos que pasaron hace tanto. Taylor podía recordar la vieja sala de estar del castillo, los
enormes sofás de cuero y el olor a turba que traía el invierno a Escocia.
Y de todos esos instantes robados al tiempo, su favorito era cuando su madre dejaba que se
sentase en su regazo mientras le contaba historias de sus antepasados, los Gregor. Los miembros
del clan eran, tiempo atrás, no muy diferentes a los de este siglo, y Taylor sonreía cuando le
hablaba de su terquedad, su instinto para meterse en las peleas y su valentía. Mairi, su amiga del
colegio, se sentaba frente a ellas con un cojín de terciopelo azul amarrado entre los brazos y abría
los ojos atenta a las palabras de Mary Gregor. Les gustaba ese enorme cojín porque, al final, se
quedaban dormidas sobre él mientras oían las historias que ella les contaba con su voz suave.
Mairi era su mejor y única amiga, su padre era el guarda de la finca, trabajaba en el turno de
noche y eso hacía que muchas veces se quedara a dormir con ellas. De todo su pequeño y
confortable mundo, dentro del ancestral castillo en que vivía y con el pequeño pueblo a sus pies,
era su momento favorito: frente al fuego, acurrucada en los brazos de su madre, oyendo su voz,
mecida por el olor a vainilla de su pelo y el brillo de sus ojos. Esa noche Mairi y ella se habían
confabulado para hacer que contara la historia de Rose Gregor.
—¡Por favor, mamá! —suplicó Taylor con sus enormes ojos verdes—. Prometiste que nos la
contarías antes de irnos a la cama.
Mairi sonrió cuando la madre de Taylor chasqueó la lengua haciendo que estaba enfadada y las
niñas sonrieron sabiendo que habían ganado. Lo percibieron con el instinto innato de los niños,
por como entornaba los ojos y la forma en que ladeaba la cabeza, arrepentida por haber cedido.
—No entiendo por qué os gusta, es tan, tan triste. Un amor destinado a ser imposible.
—¡Pero por eso odiamos a los malditos Campbell! Lanzaron una maldición para que ningún
Gregor pudiera enamorarse nunca y mataron a Rose Gregor —gritó Taylor con la vehemencia de
una niña de ocho años mientras Mairi la coreaba.
Mary Gregor volvió la vista al bebé, de apenas unas semanas, que dormía en su cestillo. Temía
que Taylor hubiera despertado a su hermana. Al ver que su carita morena aún dormía rio con ganas
por las ocurrencias de su hija. Comprendía que eran apenas unas niñas y ni siquiera sabían en sus
pequeñas cabecitas egoístas qué era realmente amar a alguien con todo el corazón, el sufrimiento
de no poder tener lo que anhelas, sacrificar tu alma y el resto de tu vida por un amor verdadero.
—¿No preferís uno de hadas o con un bonito final? —dijo al mirar a su preciosa hija de cara
angelical y cabello color canela. Con su sonrisa era lo más parecido a la reina de un pequeño país
de cuento—. ¿No os gustaría ser un hada?
—Yo no quiero ser un hada, mamá, son aburridas. Además, Callum me dijo que yo no podía
ser una de ellas porque tengo pecas.
—¡Yo sí!¡Y una princesa! —gritó Mairi, un año más pequeña. Se alisó el pijama, con dibujos
de estrellas, y las sonrió desde abajo, apoyada en la rodilla de Mary.
—¡Taylor! ¿Por qué no quieres ser un hada como el resto de las niñas? ¿No te gustaría saber
hacer magia? —Se preguntaba si su hija no pasaba demasiado tiempo con su hermano mayor y en
la destilería rodeada de adultos.
—La magia es una tontería, mamá, no existe, si no Rose Gregor la hubiera usado para que no la
mataran los Campbell, ¿no crees? Yo nunca me enamoraré, el amor es para tontos —sentenció
Taylor con los brazos cruzados y la barbilla rozando el pecho.
Mary, horrorizada por las palabras de su hija, se prometió que aquella sería la última vez que
contaría aquella vieja leyenda que los Gregor tomaban como una historia verdadera y que había
acabado hacía siglos con la vida de Rose. Pero Taylor no la olvidaba. La había guardado en algún
lugar de su subconsciente y la había mantenido viva durante años, tantos que cuando su madre
murió, y ella se preguntaba si la maldición no sería cierta, se reafirmó ante su decisión, nunca,
nunca, se enamoraría. El dolor de su familia y la impotencia que sintió al perder a su madre
hicieron que la pequeña Taylor encerrara la vieja leyenda en el cajón de su mente, igual que todo
aquello que Mary se había esforzado en enseñarle. Si la magia, en la cual creía su madre, existía,
se preguntaba por qué no había hecho nada para vencer su enfermedad, mientras su cuerpo y su
corazón se fueron consumiendo. La mente de Taylor puso un cártel enorme que decía «recuerda
olvidar eso» y, sin lágrimas, se puso el anillo que ella siempre había llevado consigo. El resto lo
borró de sus recuerdos, su madre la había enseñado a creer en la magia, a soñar y se había
llevado con ella todo aquello que quiso perpetuar en su hija.
 
Capítulo 1
 
 
«En el corazón de Escocia, a pocos kilómetros del mar del Norte, entre los densos bosques y
las praderas verdes que llegan hasta los grandes castillos, existe una región llamada el Speyside,
la cuna del auisge beta, o el agua de la vida, como la llamaban los antiguos monjes en gaélico.
Una región de arroyos de agua transparente, montañas fértiles y caballos salvajes. Viejas
costumbres, leyendas de luchas entre clanes y seres mitológicos aguardan al viajero tras cada
árbol. La tradición de una familia, de un clan…».
Taylor sonrió curvando los labios con cierta ironía ante la descripción que sonaba, mientras
una imagen final de la botella de Glencoigh, su whisky, aparecía en la pantalla. Frunció el ceño al
ver el castillo de Eilean Donan, que quedó impreso mientras las luces se encendían y el publicista
de su nueva campaña asentía satisfecho. Lionel, el encargado del equipo de publicidad, era
americano, algo que no le había gustado desde un principio, pero una nueva visión, otra
perspectiva, no les venía mal. Las ventas de whisky habían descendido ante la producción de
marcas modernas y más atrayentes, y aquel muchacho no mucho mayor que ella y de aspecto
puramente americano parecía tener el aire que la vieja destilería de su familia necesitaba.
Glamour americano lo había llamado Callum. Sus ojos marrones la miraron con la arrogancia
típica yanqui y pudo imaginarlo protagonizando el anuncio de alguna marca de tabaco americano a
lomos de su caballo pardo y con un sombrero vaquero.
—Señorita Gregor, ¿hay algo que no le gusta?
Se miró un momento las manos y el anillo de su familia, lo giró en un gesto habitual en ella
cuando pensaba algo. El anillo arrojó destellos verdes debido a la luz del sol que entraba por los
ventanales de la sala de reuniones y la distrajopor un momento. Su padre le decía que era del
mismo color que sus ojos, herencia de las mujeres MacGregor.
—¿Lionel, sabe dónde está el castillo de Eilean Donan? No pertenece al Speyside.
—Entiendo que le parezca raro, pero si quiere que la distribución internacional despegue, éste
es el mejor icono que podemos utilizar, todo el mundo reconoce la imagen de ese castillo —
contestó exasperado. Aquella mujer le llevaba al límite sus nervios, era la tercera campaña que le
presentaban y por esa razón habían decidido desplazarse hasta Escocia para convencer a Taylor
Gregor de que aquel era el anuncio definitivo—. Desde Europa a Asia todo el mundo lo identifica
con Escocia por la televisión y las series.
—También podemos utilizar la imagen de una escocesa con un kilt muy corto, tocando la gaita
—añadió su hermano con una sonrisa que pronto se tornaría en carcajada entre sus labios—. Y
una vaca, y tal vez un highlander empuñando una espada claymore…
—Callum, no sigas —pidió Tay a su hermano con una sonrisa, antes de que su nuevo equipo de
publicistas se sintiera ofendido, o ella misma, llegado el momento, ante todos esos eufemismos de
la vida escocesa. Lionel los miraba, al igual que las dos chicas que lo acompañaban en la
presentación, como si estuvieran locos. Taylor suponía que esperaban enfrentarse a dos jóvenes
palurdos y consentidos, vestidos con trajes de Armani que asentirían a la primera de cambio ante
sus novedosas propuestas.
—¿Y el slogan, el reclamo? —les preguntó intentando no ver las caras que ponía su hermano,
demasiado expresivo para no ver sus intenciones.
—«El agua de la vida» Glencoigh.
Callum se echó a reír sin ninguna vergüenza y Taylor se puso roja ante la osadía de su
hermano. Era irremediablemente irreverente y lo adoraba, el mayor de la familia y el niño mimado
de los Gregor. Callum y ella se parecían tanto que a veces los tomaban por gemelos, a pesar de
llevarse dos años: el mismo pelo castaño y ojos verdes aceituna de su madre, pero el carácter
enrevesado y cabezota de su padre, Alistair Gregor. Nada que ver con Bethany, la pequeña, tan
especial y protegida por todos, con su aire intelectual y su amor por el arte, tan diferente de todos
que siempre iba a su aire. La echaba de menos en su primer año de internado en Londres, frente a
la presencia atronadora de su padre y los desmadres de Callum. Su hermana pequeña era el punto
de equilibrio ante la fuerza Gregor como a veces los llamaba.
—Señorita Taylor. —La joven de cabello rubio y mirada lánguida se dirigió a ella con tono
molesto. ¿Caroline se llamaba? A Tay no acababa de caerle bien, sobre todo porque la miraba de
arriba abajo desde las botas altas. Llevaba la palabra pueblerina escrita en sus ojos cada vez que
la miraba. A veces le gustaría ser la increíble y sofisticada hija de sir Alistair Gregor, aparecer en
las reuniones chascando los dedos y que alguien pusiera un café en sus manos, altos tacones
Blahnik y una falda de tubo a juego con el color rouge de sus labios, que los hombres se giraran a
su paso y suspiraran, pero Taylor admitía desde hacía tiempo que sin sus camisetas de colores y
sus vaqueros no sería nada, pero, sobre todo, le gustaba la agradable rutina de su vida, en el
vestir, en trabajar y en su mundo en la destilería. La presencia de extraños perturbaba todas
aquellas cosas—. Tal vez debería indicarnos alguna directriz sobre cómo le gustaría que
cambiáramos el spot y la cartelería. ¿Señorita Taylor?
—Prefiero que me llame solo Tay, como el río escocés —la corrigió saliendo de sus
pensamientos, no le gustaba aquella mujer y acababa de tocar su punto débil. En el internado, el
resto de las compañeras se reían con desprecio porque tenía nombre de chico, todo culpa de su
padre. Al registrar su nacimiento el cura se negó a llamar como un famoso río escocés a una niña
adorable de cabellos rubios y rostro angelical. Algo tan pagano, no era un nombre católico, alegó
en su defensa, y Alistair Gregor, en su cabezonería, le dio el primer nombre que se le ocurrió en
ese momento, porque si era cierto lo que se decía, ella había sido engendrada en un pequeño
recoveco en sus orillas tras una noche loca de sus padres. Y ese nombre de chico, con los años, se
convirtió en su seña de identidad, en su defensa en un mundo de hombres, desde los trabajadores
de la destilería, rudos escoceses de anchas espaldas, hasta la junta de una de las más antiguas
empresas familiares de Escocia, Glencoigh, su amada destilería y la de sus hermanos, ahora que
su padre quería jubilarse.
—Disculpe —dijo Brenda, la publicista más joven de los tres, con su acento de masticar
chicle sureño—. Creo que Lionel podría darle cien razones por las que el castillo debe aparecer
en el anuncio.
«Te apuesto a que no», pensó Taylor con una sonrisa.
—A mi hermana no le gusta. Nosotros pagamos, nosotros decidimos —aseveró Callum, por
primera vez serio y tajante. El inequívoco brillo de sus ojos al hablar no engañó a Tay, su hermano
no tardaría en salir de la sala y ligarse a la americana de acento suave y carita redonda, si es que
no lo había hecho ya. Lo miró una vez más con los ojos entornados, se había puesto especialmente
elegante con unos pantalones de vestir y camisa azul. Mairi, ahí fuera, desde su mesa, lo
contemplaba a través de los cristales con la cara absorta, si seguía golpeando el lápiz contra la
madera iba a agujerear la mesa.
—Quizá Sir Gregor debería ser quien decidiera… —insinuó el americano, Lionel, como si
nada, apelando al título de su padre para imponer su criterio.
Tay se levantó como un resorte y sonrió con frialdad, ya no le caía tan bien el cowboy
americano.
—Si quiere hablar con mi padre, hágalo, pero he de advertirle que si ve el anuncio no lo
aprobará, igual que hemos hecho Callum y yo. Le falta chispa, es bastante común y obvio, no es el
anuncio de una cuenta millonaria, señores. Seguro que en esas cabezas pueden gestar algo
moderno y al mismo tiempo tradicional, sin tener que recurrir a castillos de películas ni fantasmas.
¿Han probado nuestro whisky? Debería ser algo así: «Permanece en la boca y calienta el
paladar». Pruébenlo y den un paseo por la destilería, hablen, si quieren, con nuestros trabajadores,
algo que les ofrezca una idea acerca de lo único que es. —Tay amaba esa forma de vida, la rutina
de la fábrica, el sonido relajante de los alambiques cuando removían la cebada, el aroma a turba
quemada, el crujido de las barricas al llenarse de líquido, e intentaba que los demás también lo
amaran de la misma forma que ella.
—Hemos terminado, dos semanas es el tiempo que tienen para traernos algo bueno —afirmó
Callum al levantarse, en su papel de director de la empresa. Ambos hermanos se guiñaron un ojo,
era el ultimátum a los de publicidad que habían acordado antes de la reunión si el anuncio no les
gustaba—. Si no, podemos organizar un concurso abierto a otras agencias y que gane el mejor.
Tienen hasta la carrera de las Cinco Regiones, si no sale nada aprovechable antes del diecinueve
de mayo, están despedidos.
—Tenemos un contrato por dos años, no pueden hacer eso —alegó Lionel, viendo cómo la
mayor cuenta de Barson & Campbell se les escapaba de las manos y probablemente su puesto de
trabajo en la agencia.
—Podemos hacerlo y lo haremos si no traen algo interesante —afirmó Alistair Gregor
interrumpiendo la reunión—. Hasta el diecinueve de mayo, señores.
Los americanos recogieron sus cosas y comenzaron a salir un tanto ofendidos. Tay sonrió a su
padre, apoyado en la puerta con expresión seria; su pelo estaba cano desde hacía tiempo, las
arrugas surcaban su rostro cada vez más profundas, pero su aire de autoridad aún era palpable en
su forma de hablar. Era el dueño de la mayor y más antigua destilería de whisky del Speyside,
había heredado el negocio de sus antepasados, luchado contra plagas que amenazaron la
producción de cebada, desastres económicos e igual que su padre antes que él se había enfrentado
a la producción americana e irlandesa. Los publicistas desaparecieron de la sala con la cabeza
gachay Tay se acercó a por un vaso de agua hasta la pequeña mesa de catering, su padre tosía de
nuevo. Alistair Gregor fue hasta ellos y se detuvo junto a Callum. Él mismo se acercó a la mesa y
pulsó el reproductor para ver el anuncio de nuevo. Taylor esperó silenciosa a que lo visionara y
después emitiera su juicio. Cuando la imagen de Eilean Donan quedó marcada en la pantalla, solo
con mirarlo Callum y ella supieron que no lo aprobaba.
—Hija, eres la directora de marketing de Glencoigh, ¿qué les has dicho?
Tay sintió cómo el orgullo llenaba su pecho, su padre pedía su opinión antes de emitir un
juicio. Sus ojos verdes teñidos de admiración se clavaron en los de su padre.
—No me gusta, papá, no es escocés, aunque se empeñen en sacar castillos y escenarios de
leyendas. Le falta carácter y fuerza, no representa lo que hacemos aquí.
—¿Y tú, Callum? ¿Qué opinas? Algún día estarás al frente de nuestra familia y de nuestra
empresa.
—Estoy de acuerdo con mi hermana.
Taylor creyó ver en los ojos de su padre una mirada de decepción hacia su hermano, mirada
que olvidó una vez que él comenzó a toser otra vez.
 
Capítulo 2
 
 
Lionel salió de la sala entendiendo a la perfección lo que los hijos de Alistair Gregor decían y
no compartía. No tenían visión de lo que llamaba la atención en el mercado americano. Lo que de
verdad les haría vender su alcohol sería la visión de aquellos castillos y sus kilt, el peso de sus
tradiciones y leyendas.
Se despidió de sus compañeras y, una vez fuera del edificio, llamó a la central de su empresa,
Barson & Campbell, la más prometedora agencia de publicidad del último año, según Forbes.
Debía de ser de madrugada en casa, imaginó en ese momento a Michael Campbell ante las vistas
de su despacho, el fatídicamente recortado skyline de Nueva York, el bullicio de la Gran
Manzana, y bajo sus pies, piso tras piso de administrativos, creativos, jefes de cuentas y
secretarias. Al primer tono descolgaron el teléfono, su jefe esperaba la llamada.
—Dime que lo has conseguido, Lionel.
Resopló y tomó fuerzas con los pulmones llenos.
—No, señor, esa chica, la hija de Alistair Gregor, es dura de pelar, nos lo ha puesto difícil. La
campaña no le gusta. —Un silenció acompañó a su declaración y, al otro lado de la línea, sonó un
joder poco propio de su jefe—. Nos ha dado un ultimátum, tenemos hasta una fecha, una especie
de competición entre las cinco regiones productoras de whisky para rehacer la campaña…
—El diecinueve de mayo —afirmó Michael Campbell con seguridad.
—Sí, perdone, jefe, pero ¿cómo sabe la fecha?
—Soy escocés, Lionel, conozco todas esas estúpidas tradiciones que rigen mi país, mi familia
estará allí participando en el Speyside. Forma parte del evento que cada cinco años reúne a las
grandes destilerías del país en una antigua confrontación «amigable». Juegos tradicionales y no
una, sino la carrera de caballos del año. El ganador se convierte en el proveedor real y su
destilería recibe un galardón muy importante además de una subvención considerable.
Exactamente tal y como Lionel lo imaginaba, Michael Campbell estaba apoyado en la mesa de
su despacho con las piernas cruzadas y el manos libres, observando las vistas de la ciudad que
dormía. Se quitó la chaqueta del traje a medida y soltó la corbata que comenzaba a ahogarlo. No
soportaba los trajes, prefería la comodidad de unos buenos vaqueros y una camiseta, pero acababa
de tener una reunión con una marca de cosméticos francesa que quería entrar en el mercado
americano.
—Escucha, Lionel, por fin tenemos a los de los cosméticos, no hagáis nada, cogeré un avión a
Inverness. —Debería haberse implicado antes en el proyecto y no ser tan reticente a cualquier
acción que le recordara su antigua vida. Esta cuenta, Glencoigh, tiene que ser nuestra si queremos
incluir entre nuestros clientes a empresas tradicionales de Europa… Es un caramelo… Callum
Gregor es amigo mío desde hace años, intentaré hablar con él.
—Entiendo, señor, desarrollaremos unas cuentas ideas para adelantar trabajo y esperaremos.
Le advierto que venga cargado de paciencia, los Gregor son difíciles de tratar.
Michael ni siquiera se despidió, colgó el móvil preocupado, no por conseguir la cuenta en sí
misma, sino porque debía volver a Escocia después de tantos años alejado y tenía que coincidir
con el año en que se corría el Cinco Regiones. Después de enfrentarse a su familia y a sus
tradiciones ancladas en el pasado, había estudiado en Stanford en contra de los deseos de su
padre, que siempre quiso que lo hiciera en su tierra y, para más decepción de los Campbell, no
demostró ningún interés ni por los negocios de la familia ni por los caballos. Entró a formar parte
del equipo de la universidad, jugando en lugar de al rugby, un deporte de caballeros como lo
llamaban en Escocia e Inglaterra al futbol americano, el deporte de grandes masas y encanto
televisivo. Incluso estuvo a punto de jugar en la Liga Americana, pero una lesión en su último año
de universidad lo apartó del juego. Mientras escalaba puestos en Barsons, la relación con su
padre se enfrió tanto que hacía años que no se hablaban. A veces, y solo a veces, Michael echaba
de menos las grandes extensiones de montañas y prados verdes, el olor a naturaleza y aire puro, el
sonido de los ríos al romper contra el mar en el estuario. Añoraba cabalgar entre los senderos e ir
hasta los bosques del norte, la soledad que Nueva York le negaba. Era hora de volver, hacerse con
la maldita cuenta de Glencoigh y mantener su empresa en la lista de las agencias de publicidad
más influyentes de Nueva York, demostrarse que aquel no era ya su hogar y, por qué no, llevar la
publicidad de los enemigos de su padre.
 
Capítulo 3
 
 
Tay detuvo el coche bajo el viejo roble del aparcamiento de personal de Glencoigh, formaba
parte de su rutina habitual. Salió aspirando el olor a tierra mojada y pinos, de nuevo estaba
lloviendo, una fina llovizna que no tenía que ver con las inesperadas lluvias torrenciales de
primavera. Con las manos en los bolsillos del pantalón, admiró el paisaje sobre el lago que
descansaba a sus pies, las finas gotas sobre el agua turbia y la cortina gris que amenazaba el
horizonte, enmarcado por las montañas, y algo se encogió en su interior ante la grandeza que la
rodeaba. Eran esos de días de increíble belleza en su tierra en que se levantaba sonriendo y los
colores verdes de los campos eran más fuertes. Daban ganas de contener toda la extensión de
Escocia en sus ojos y el corazón latía deprisa sin explicación. Siguió con la mirada la línea de las
montañas rodeadas de bruma. En la colina más cercana se veía su casa, con sus dos enormes
torres cuadradas, rodeada de árboles y, a sus pies, el pueblo que se llenaba de actividad a estas
horas. El aparcamiento de visitantes ya estaba lleno de turismos alquilados y alguna que otra
caravana, cuando un autobús ascendió por la carretera. Esperó un poco más y no pudo evitar
sonreír cuando los primeros pasajeros bajaron y vieron las vistas con los ojos muy abiertos y
expresiones de sorpresa, el valle les producía esa sensación. Le encantaba ver sus rostros
emocionados, cómo miraban su tierra con admiración y comentaban entre ellos la visita. La gran
mayoría no tenían ni idea de dónde se fabricaba el whisky, pero era visita obligada de las
turoperadoras. Dos años le había costado a Taylor remodelar la vieja fábrica para que el
Patrimonio Histórico les permitiera abrir sus puertas a los turistas. La inversión había sido tan
alta que la economía de la propia destilería se balanceaba hacia el abismo, necesitaban ingresos
de manera urgente.
Se giró hacia la colina boscosa que engullía Glencoigh en las primeras nieblas de la mañana.
Notó el bajo de sus vaqueros húmedos y el chubasquero empapado y fue hasta la entrada de la
destilería. Por el camino, al resguardo de las copas de los árboles, se cruzó con varias empleadas
que la saludaron con una sonrisa, al igual que los guías que acudían a recibir a los turistas. En ese
momento varios grupos comenzaban sus visitas.Un revoltijo de idiomas a su alrededor, inglés,
español, alemán, francés y últimamente muchos rusos. Callum se había quejado porque había
tenido que contratar en Edimburgo a dos nuevas guías que supieran el idioma. Esa era la parte
visible, la cara al público, la destilería pequeña, la de las visitas y los alambiques de cobre
limpios y brillantes, la siempre ordenada productora de whisky en pequeñas proporciones.
Mientras Tay rodeaba la miniatura de su negocio, el rumor del arroyo la hizo detenerse en el
puente de madera. A pocos centímetros bajo sus pies, el agua discurría con rapidez, transparente
sobre su lecho de piedra y granito, con cierto olor a whisky y color caramelo de las sustancias que
arrojaba la cebada al procesarse tan cerca del agua. Era el final de la visita turística, «Hasta los
ríos son de whisky en Escocia», solían decir con una sonrisa los guías para finalizar la visita.
Agua pura, ese era el secreto de Glencoigh, cuanto más limpia, mejor era el resultado; sin
alteraciones ni químicos, solo depurada, como se venía haciendo desde hacía siglos. Como
siempre que sus pies hacían crujir la madera antigua de ese puente, un escalofrío le recorría la
espalda. Apretó el paso para deshacerse de esa sensación que hoy era más fuerte. Una desazón se
ancló en su cuerpo, como siempre pensó que deberían derribar el viejo puente y hacer uno más
moderno. Nunca había creído en supersticiones a pesar de las firmes convicciones de su madre.
Recordaba que en las estanterías siempre hubo libros de viejas leyendas, tratados acerca de los
celtas y la magia druida, tomos de herbología y botánica junto a los de brujas y trasgos. Tay
siempre los ignoró por mucho que Mary Gregor creyera en ellos. Cuando Mary murió y se llevó
toda su magia con ella, los tiró todos, enfadada porque la hubiera abandonado tan pronto. Hay
mucha gente que renuncia a su fe al sentir una pérdida, Taylor renunció al recuerdo de su madre y
sus creencias.
Anduvo con la capucha puesta hasta llegar a la entrada de la verdadera fábrica, fea pero
funcional, en la que pasaba todas sus horas. Subió las escaleras de dos en dos hacia las oficinas.
El trabajo era controlado por Kenneth, el maestro destilador, como lo llamarían en una destilería
de varios siglos atrás, el jefe de producción de este siglo. Sobre una de las plataformas seguía,
con los brazos cruzados y actitud pensativa, cada parte del proceso, automatizado casi en su
totalidad. Tay no se sorprendió al ver a su padre junto a su prometido y subió los últimos peldaños
que la separaban de ellos.
Kenneth se giró al sentir su presencia, sus ojos azules la sonrieron antes que su boca, era poco
mayor que ella y había heredado el puesto de su padre, todo se hacía así en Glencoigh, de padres
a hijos.
—Hola, papá. Buenos días, Kenneth —dijo Tay mientras como ellos se apoyaba en la
barandilla sin quitarse aún el chubasquero empapado. Con vergüenza le dio un suave beso a
Kenneth en los labios inclinada hasta él.
—¿Sigue en pie lo de esta noche, Tay?
Sonrío con timidez ante la mirada esperanzada de Kenneth. Era atractivo, de anchos hombros y
complexión atlética y, según Callum, uno de los solteros más codiciados de Elgain porque Tay no
se decidía, dos años juntos y mil proposiciones de matrimonio de las que hasta ahora había
conseguido escapar.
—¡Claro! —contestó con rapidez.
—Te habías olvidado…
Demasiado tarde, había contestado demasiado tarde y él lo vio en sus ojos. No es que Kenneth
no le gustara, debía gustarle, las chicas de la fábrica y del pueblo andaban siempre a su alrededor
con sus coqueteos, pero a veces lo veía solo como el amigo que conocía desde la infancia.
Siempre todos alrededor, su familia y amigos supusieron que acabarían saliendo y casándose.
Todos suspiraban como si de un cuento de hadas se tratara, el jefe de la fábrica y la hija de
Alistair Gregor.
—¡No seas tonto! Esta noche en el pub, a las nueve. ¿Ves cómo no lo he olvidado? Toca ese
amigo tuyo, Jeremy… Bueno, perdonad, debo irme o el jefe me despedirá —bromeó Tay mientras
la seguía la sonrisa de su padre al besarle en la mejilla. A Alistair Gregor no le cupo la menor
duda de que, a última hora, Tay alegaría tener mucho trabajo o estar demasiado cansada para salir
con Kenneth esa noche.
—Mejor te recojo en casa, Tay —advirtió Kenneth con una sonrisa pícara—. Así no tendrás
excusa.
—¡No hace falta! No tardo ni diez minutos en bajar la colina en coche. —Los ojos verdes de
Tay se abrieron esperanzados.
Kenneth sonrió y negó con la cabeza, iría a buscarla. A veces no la escuchaba en absoluto,
prefería bajar sola cuando quisiera, pero él no lo permitiría. ¿Que si era controlador? Sin duda.
¿Que a veces se sentía dirigida por sus deseos? También, quizá Kenneth se parecía demasiado a su
padre, nadie había dicho que una relación podía ser fácil.
Tay suspiró al verse atrapada y asintió. Cuando ninguno de los dos podía ver su gesto encogió
los hombros e hizo una mueca de disgusto, no le apetecía en absoluto salir aquella noche.
Mientras caminaba hacia las oficinas pensaba en que a sus veintiocho años solo había tenido a
Kenneth como novio. Tal vez había estado demasiado ocupada con los estudios, con la destilería,
apoyando siempre a Callum, en estar a la altura de la familia. La verdad era que su situación no
había cambiado mucho, excepto por Coigh. Hacía un año todo la asfixio tanto que se fue unas
semanas de vacaciones con la tía Millicent, a un pequeño pueblo al sur de Londres, donde
encontró a su nuevo campeón de carreras, Coigh, un hermoso caballo pura sangre negro que había
corrido en competiciones locales y ganado a sementales mayores. Fue el flechazo de su vida.
Cuando lo vio se enamoró de él, de su pelaje negro y sus ojos tristones, y la tía insistió en
regalárselo ante la conexión que se creó entre jinete y animal. Coigh era su baza para ganar al fin
la carrera de las Cinco Regiones. Los Campbell llevaban más de quince años con el título a
«proveedores oficiales de Su Majestad», eso vendía en el extranjero, y mucho. Ahora les tocaba a
ellos. Tal vez, si ganaban, Callum y ella podrían convencer a su padre para que dejara la
destilería en sus manos y descansara al fin, cada vez lo veía más envejecido y enfermo. Su padre
necesitaba un hecho relevante que le hiciera darse cuenta de que estaban preparados para asumir
la responsabilidad y el control de la destilería.
—Tay, buenos días —la interceptó Mairi, su ayudante y amiga, antes de entrar en su despacho.
—Le echó un vistazo a su chubasquero y las horquillas del mismo color y bufó a la vez que ponía
los ojos en blanco—. Creí que debía avisarte, un hombre te esperaba en la sala de visitantes.
—¿Tenía cita?
—Oh no —sonrió Mairi con picardía en sus grandes ojos marrones, uno de ellos se cerró en un
guiño mientras se colocaba el pelo rubio tras las orejas en un gesto coqueto—. No creo al menos.
No adivinarías nunca quien es, quizá quieres alguna pista.
—¡Mairi!, ¡suéltalo ya, no puedo con tus intrigas! —bromeó con ella, segura de que luego
resultaría ser alguien del pueblo. Mairi era así, todo en su vida tenía chispa por sí solo.
Al ver a su ayudante y amiga mirar hacia atrás y señalar con la barbilla hacia los ventanales
del pasillo se giró para asomarse al exterior y ver cómo Callum desaparecía con un hombre casi
tan alto como él, vestido con un sobrio traje azul marino. No podía ver el rostro del desconocido,
pero tenía el pelo negro y anchas espaldas bajo el corte de la chaqueta.
—¿No has dicho que venía a verme a mí, Mairi?
—Y a Callum, se habrán cansado de esperarte —explicó alisándose la falda, tan corta que
Taylor se preguntó si no sería de su hermana pequeña.
—Bueno ¿y quién es? —A veces Mairi era exasperante.
—No lo te lo vas a creer. ¡El hijo pródigo de los Campbell, Michael Campbell! ¿Has oído la
historia? —preguntó Mairi mientras la cogía del brazo en tono confidencial—. Sí, claro, es amigo
de Callum, tu hermano te habrá contado. Dejó la destilería de su familia para irse a estudiar a
Estados Unidos justo después de ganar él mismola carrera, dejó tirado a su padre y la empresa…,
jugó al rugby en América…
Tay no siguió escuchando a Mairi y su torrente de información. Sabía, como todos, la historia
de Michael Campbell. Llevada por la curiosidad se deshizo de su brazo y anduvo todo lo deprisa
que pudo. Bajó las escaleras de incendios, deshizo el paso del puente, rodeó el viejo edificio
lleno de turistas, lo que la retuvo aún más; así que, cuando llegó al aparcamiento, se encontró con
que el coche de Callum desaparecía en la curva. Tendría que guardarse su curiosidad para más
adelante. La historia de Michael Campbell había sido la comidilla de las grandes familias de
Escocia, un hijo que no deseaba continuar la tradición de su padre, que abandonaba su país para
irse a jugar al fútbol americano. De pie, bajo la lluvia, frunció el ceño. ¿Por qué no iría a correr la
carrera para los Campbell? El Cinco Regiones era en apenas una semana y este año era en sus
dominios, en el Speyside. Se celebraba desde hacía siglos, cuando el abuelo de Isabel II para
evitar enfrentamientos entre los clanes escoceses propuso que el ganador del torneo llevaría el
sello de suministrador de la Casa Real Británica. Eso encantaba a los compradores y
distribuidores americanos, beber el mismo whisky que la reina. Cada cinco años, en la carrera a
campo abierto, desde las afueras de Dufftown al campo de Dubh, se decidía de nuevo quién
llevaría la etiqueta. Durante los últimos encuentros los Campbell habían tenido ese privilegio.
Ella era solo una niña cuando Michael ganó e inauguró la racha vencedora de los Campbell, hacía
ya más de quince años de eso, y nunca olvidaría la mirada derrotada en ojos de su padre aquel
día. Un dolor lo atravesó durante un tiempo, cosa que nunca comprendió bien Tay, solo era una
carrera. Viejas rencillas, decía su padre, pero lo cierto era que los Gregor siempre quedaban
segundos. Durante siglos su clan había elegido mal sus aliados. La fortuna y el poder que antes los
acompañaban se habían ido diluyendo a lo largo de las generaciones hasta que, como muchas
antiguas familias, hubo un momento, en tiempos del bisabuelo Gregor, en que debieron adaptarse y
sobrevivir, crear nuevos negocios e intentar mantener el exiguo patrimonio que aún les quedaba.
Cómo hubiera deseado competir en la carrera, pero, claro, eso era imposible. Estaban
prohibidos los jinetes profesionales, debía ser un miembro de la destilería y Callum esperaba
ganarlo, habían entrenado mucho este año y Coigh, su caballo, estaba en plena forma, la vuelta de
Michael Campbell podía ser un problema.
 
Capítulo 4
 
 
—¡Tay! ¡Estás preciosa!
Ella se giró con una sonrisa al verlo con sus vaqueros favoritos y un jersey color azul, Kenneth
estaba guapísimo. La esperaba junto a su todoterreno, apoyado en el capó rojo tomate, lo
suficientemente llamativo para que todos en el pueblo lo reconocieran en cualquier parte. Con una
sonrisa y un movimiento de la mano la llamó hacia él y Tay se acercó para colocarse entre sus
piernas con descaro.
—No entiendo por qué nunca entras. Mi padre te adora, lo sabes. Le encanta contarte sus
nuevas aventuras de casi jubilado y enseñarte fotos.
Kenneth la acogió entre sus brazos con suavidad, como siempre, como si se tratara de un
enorme tesoro al que podía romper.
—Tu casa me intimida, ¡joder, Tay, es un castillo! No me gusta, espero que cuando nos
casemos solo tengamos que venir los domingos, prefiero una casa y no un mausoleo, de esas
modernas con suelos radiantes... Y luego está lo de los turistas paseando por todas partes, no
entiendo…
Tay se separó un poco de él con expresión seria.
—Te lo he dicho, me gusta pasar tiempo en la casa, es mi hogar no solo una atracción turística.
Si la hemos abierto al público es porque no podemos mantener la propiedad, ¿sabes lo que cuesta
todo esto? —dijo señalando la fachada en forma de «L» de piedra negra, las decenas de
ventanales en forma de arco, las torres a ambos lados. El tejado necesitaba reparaciones y la
calefacción del siglo pasado apenas funcionaba, por no hablar de la falta de personal para
ayudarles a mantenerlo, pero cada día al amanecer el sol se reflejaba en su fachada y en la
enredadera de flores moradas que subía hasta su habitación. Las paredes llenas de retratos le
hablaban de todos los Gregor que habían vivido allí. Su madre estaba en algún lugar entre
aquellas viejas piedras, su espíritu alegre y sus absurdas pero maravillosas pinturas de paisajes
los acompañaban a la hora de cenar en el comedor. Su padre no había dudado ante la idea de Tay,
la única forma de salvar el hogar de sus antepasados era abrir la mitad de la edificación al
público. Era gracioso atravesar una puerta y, de repente, encontrarse con unos desconocidos
admirando el orinal de la bisabuela Claire. Pero también irritante, como si hubieran perdido parte
de su hogar, así que trasladaron todo lo que tenía significado para ellos a una sola ala del edificio
y se prepararon para recibir a los turistas con cierta intimidad para ellos.
—No entiendo por qué el viejo no la vende al Patrimonio Histórico o algo así… esta forma de
vida ya no es de este siglo.
—Kenneth ya basta, por favor —suplicó Tay ante la misma discusión de siempre. Él no
entendía que «eso» eran ellos, su apellido, su hogar ancestral, su destilería. Era una Gregor y
mantendría su casa y forma de vida costase lo que costase—. Vamos a cenar.
—No te enfades con este pobre ignorante, venga, Tay. Sabes que si la vendierais tendríamos la
solución a todos nuestros problemas, el viejo podría jubilarse y llevar nosotros la destilería.
—Callum, dirigirá la destilería —le rectificó Taylor, arqueando una ceja.
—¡Vamos, Tay! —rogó él rozando sus labios y provocando un cosquilleo en la fina piel—. Si
me dieras de una vez el «sí quiero» no andaría tan susceptible. ¿Sabes que hacen apuestas en la
destilería sobre si me aceptarás?
Antes de que Kenneth abriera la puerta del coche, Tay lo miró intentando no enfadarse más. Si
todos apostaban esas tonterías era porque él se había dedicado a esparcir los rumores sobre la
boda en su propio beneficio y obligarla a que aceptara su proposición de una vez por todas. No le
gustaba sentirse obligada, ni presionada.
Tay se apoyó un momento en la puerta y miró a Kenneth cansada.
—Dame tiempo, ¿vale? Una vez que mi padre se jubile y Callum tome el mando de la empresa,
¿de acuerdo? Bethany cumple quince años y empieza a ser una pequeña adulta tendré ayuda y ella
ya no dependerá tanto de mí… Entonces podremos casarnos.
—Recuerda tu promesa, Taylor, una vez que tu padre no esté.
 
Capítulo 5
 
 
El sitio era demasiado pequeño y el bullicio de la gente acabó en una ovación cuando un grupo
salió a tocar al pequeño escenario. Michael dio un trago a la cerveza, no sabía igual que la
americana, era más fuerte y amarga, mucho más de lo que recordaba y, al ver como los amigos de
Callum apuraban una tras otra, pensó que no sería buena idea seguirles el ritmo, acabaría borracho
en media hora. El pub más grande de Dufftown estaba lleno, la gente entraba y salía, no quedaba
una sola mesa vacía y las colas del baño eran espectaculares, casi tanto como las de la barra.
«Prohibido ocupar el espacio de la barra una vez servida su consumición», a nadie en Nueva York
se le ocurriría poner ese cartel y, aun menos, el de «Bebe para olvidar lo que no puedes curar»,
profundamente incitador, pensó Michael. Extraño para una persona que cada día veía limitado su
trabajo como publicista por culpa de las estrictas reglas acerca del alcohol en Nueva York.
El ambiente se oscureció aún más cuando la banda local se puso a tocar y empezaron los
aplausos. Las luces se bajaron hasta lo mínimo y el escenario se iluminó bajo las ovaciones de un
público entregado.
—Eh, tío, ¿todo bien? —le preguntó Callum Gregor—. ¿A que en América no tienen estos
pubs, tan buena música y guapas chicas escocesas? Por cierto, mi hermana anda por aquí con su
novio, si quieres habla con ella de la publicidad, ella odia estos sitios y te escuchará con tal de no
tenerque divertirse.
—No la conozco, Callum —alzó la voz para superar el ruido que los rodeaba. La verdad es
que a él tampoco le atraían demasiado esos pub, prefería los pequeños donde podías mantener una
conversación sin gritar.
—Sí, Taylor ha crecido —afirmó Callum con el ceño fruncido—. Pero es inconfundible,
búscala, es una chica pecosa con mi mismo color de pelo que lleva el enorme cinturón que me
enviaste con la bandera americana, ¡ese tan horrible! Tay sigue igual que siempre, viste fatal —
gritó antes de coger de la mano a una chica que pasaba junto a él y tirar de ella para que le
prestara atención. La chica se giró y al ver quién era se acercó a Callum con una sonrisa pícara.
Michael sonrió por cortesía porque el jetlag lo estaba matando de sueño. Callum le caía bien,
era un tío bastante enrollado pese a que su padre era un tipo severo y eran propietarios de una
gran destilería que envidiaba su propia familia. Se dio la vuelta para dejar la jarra sobre la
madera agrietada cuando, en el otro extremo, aparecía una chica de pelo largo y liso, casi hasta la
cintura. Sonaban los acordes de una gaita antes de la explosión que prometía ser la canción, y
Michael se giró al percibir el movimiento de su mano al llamar al camarero. Llevaba una blusa
negra de media manga y su enorme cinturón sobre los vaqueros quedó oculto por la altura de la
barra. Parecía aburrida, incluso se le abrió la boca esperando que el camarero le sirviera una
cerveza. Había docenas de chicas más llamativas por allí, como las que acompañaban al grupo de
Callum, pero se fijó justo en ella y sus gestos. Apoyada sobre los codos en la barra, siguiendo con
el dedo sus marcas, bajo la tenue luz de la esquina no se veía el color de sus ojos y su rostro
quedaba entre las sombras. Lo sintió al instante cuando ella, tal vez sintiéndose observada,
levantó la mirada hacia él. Fue como si alguien tirara de una soga sujeta a su pecho que le
obligaba a seguir mirando a aquella simple chica, capaz de crear una tormenta en su interior con
un movimiento de su mano. Ella hizo un gesto para apartarse el pelo detrás de la oreja y el anillo
que llevaba brilló captando los reflejos. Quedó atrapado, como un fogonazo, como si ella lo
hubiera hechizado y el resto del mundo quedara en silencio. Le resultaba tan familiar esa manera
de moverse que se preguntó si no la conocería. Entonces, ella levantó de nuevo la mirada en la
penumbra y por un breve instante quedaron enlazados por el único vínculo de sus ojos. Esa chica
parecía haber capturado la poca luz del local y Michael dejó de respirar. Lo sintió. Lo mismo que
una vez en una inmersión en el mar del Norte, siendo niño. La nada, el peso del agua y la
ingravidez de sentirse libre por unos instantes, lo atraía hacia el fondo. Su cuerpo percibió lo
mismo con aquella mirada, profunda y directa, el deseo de hundirse cuanto antes en esa corriente
de calor, una llamada silenciosa a encontrarse con ella. Soltó las manos de la barra para ir a su
encuentro con el único pensamiento de saber quién era esa chica.
Callum le tocó el hombro y llamó su atención cogiendo su brazo para presentarle al resto de
sus amigos. Michael se soltó resistiéndose, pero al girar la chica ya no estaba allí, demasiado
tarde. Recorrió con la mirada el sitio y no la vio por ninguna parte, había desaparecido entre la
gente.
Tay pensó que algo no funcionaba bien en el mundo cuando en tres minutos le habían servido la
bebida y llevaba en la cola del baño un cuarto de hora. Se puso a ojear los mensajes del móvil
mientras esperaba, no tenía ni idea de dónde se había metido Kenneth, tardaría un siglo en
encontrarle entre tanta gente. Mandó un mensaje esperando que él lo leyera antes de que empezara
la actuación de su amigo. Levantó la vista cuando avanzó un lugar en la fila y se puso de puntillas
para ojear el jaleo de la pequeña pista. Cerca del escenario estaba Callum, el sinvergüenza de su
hermano llamaba la atención fuera donde fuese, nadie podía ser tan descarado como para coger a
la camarera que recogía los vasos y agarrar su cintura para bailar con ella sobre el escenario. Tay
sonrió por su culpa y movió la cabeza resignada mientras la gente a su alrededor le hacía sitio
para ver cómo la chica reía mientras él la hacía girar sin tirar las jarras. A un lado, de espaldas a
ellos, un chico alto con el pelo negro más largo de lo habitual sostenía su cerveza y la de su
hermano. Ese debía de ser Michael Campbell. Al parecer su hermano y él no se habían separado
desde por la mañana. No podía verlo bien, la luz que iluminaba a Callum le envolvía a él en la
oscuridad.
—¡Eh! Te toca —gritaron en la fila un grupo de chicas. Contenta de que llegara su turno miró
una vez más al sitio donde estaba el nuevo amigo de Callum, él había desaparecido.
Michael barría el local con la mirada, por si veía a la hermana de Callum, aquel encuentro
informal podía servir para hacer entrar a Taylor Gregor en razón sobre la propuesta de Lionel.
Ahora no era el momento de distraerse con chicas misteriosas, sino centrarse en encontrar a la
hermana de Callum.
—Kenneth, me voy, estoy muy cansada. —Tay al fin lo encontró sentado en una de las mesas de
la planta superior, en un rincón entre sus amigos del pueblo y se inclinó para hablar a su oído.
—Espera, cariño, acabo mi cerveza y te llevo —contestó Kenneth mientras volvía a hablar con
su amigo Andrew. El amigo de Kenneth le guiñó un ojo y ladeó la cabeza asomándose al escote de
su blusa.
—No, déjalo, busco a Callum, mi hermano anda por ahí. Me vuelvo con él —insistió Tay al
ver cómo había bebido su novio—. Has bebido demasiado, Kenneth, no sé por qué insistes en que
te acompañe a estos sitios para luego emborracharte —le dijo enfadada, ni de broma le dejaría
ponerse al volante de su preciado todoterreno así que prefería volver andando, no quería discutir
con el lado neanderthal de Kenneth acerca de que él debía conducir.
—Sí, sí, ahora nos vamos, Tay, siéntate un poco —volvió a decir Kenneth sin escucharla.
No le estaba haciendo ni caso, así que se recogió el pelo con las manos en una coleta y se
agachó para ponerse a la altura de Kenneth.
—¡A veces eres idiota! —susurró, pero él siguió hablando con los demás como si nada.
Kenneth no fue tan ajeno a sus palabras, una cosa es que se hiciera el tonto y otra plegarse a los
caprichos de Taylor en cuanto ella chasqueara los dedos. Últimamente estaba distraída y
combativa, le llevaba la contraria con esa maldita tozudez de los Gregor y no hacía caso a sus
consejos. Vio cómo desaparecía escaleras abajo mientras Andrew, su amigo la seguía con la
mirada.
Taylor respiró al salir al exterior, allí fuera había casi tanta gente como dentro, con las copas y
cervezas en la mano. Se escabulló intentando pasar desapercibida entre los corros de gente y
anduvo alejándose del estruendo del pub donde sonaba Cold Play interpretado por un grupo; los
pobres se desgañitaban por encima de las voces sin que apenas se les escuchara. Desenrolló de su
cintura el pañuelo de lana negra sujeto con el cinturón y se cubrió los brazos ante el frío de la
noche, quedó envuelta en la lana virgen mientras el sonido de sus tacones la acompañaba por el
empedrado de la calle. A veces el aire traía el frío de la costa y la humedad se dejaba notar, era
imposible hasta verano ponerse algo que no fueran unos cálidos pantalones. Comenzó a dar
vueltas sobre la organización del Cinco Regiones, todo estaba dispuesto, la cena del día anterior y
la carrera del domingo. Callum decía que este año la competición estaría muy igualada, «nuestros
enemigos serán de nuevo los Campbell, pero vamos a ganarlos». Y la publicidad, el spot, no había
vuelto a saber nada de Lionel y su equipo de arpías, tal vez se habían rendido. Quizá sería mejor
esperar y tener la etiqueta dorada para sus anuncios.
—¡Taylor!
Su nombre la detuvo, sorprendida, estaba tan absorta con sus pensamientos que no había oído
que alguien venía corriendo detrás. Se dio la vuelta con una sonrisa pensando que tal vez se
trataba de Kenneth, queal fin se había dado cuenta de que se había ido sin esperarle, cuando vio
que era Andrew quien se acercaba.
—Hola, Andrew —dijo mientras se daba la vuelta para seguir su camino. No le gustaba el
amigo de Kenneth, había algo en su mirada que la perturbaba, siempre pendiente de dónde estaba,
de lo que hablaba con los demás. El guiño de antes, cuando intentaba hablar con Kenneth, había
estado fuera de lugar, como inclinarse para ver más allá del cuello de su camisa—. ¿Qué haces
aquí? ¿Y Kenneth?
—No está bien que te ignore, Tay —contestó poniéndose a la misma altura para seguir su ritmo
al andar. Sus ojillos azules la miraron y sintió un escalofrío de aprensión al ver a Andrew
relamiéndose los labios.
Miró a su alrededor, estaban solos, era de madrugada y no había nadie en esa parte de la calle.
—No me ignora, creí que estabais hablando de algo importante, ¿dónde está?, ¿se ha quedado
en el pub?
En el momento en que la agarró del brazo supo que estaba en problemas. Debería haber
buscado a su hermano, que la llevase a casa. No tenía sentido forcejear. Andrew era enorme y de
complexión grande, de hecho, era el lateral del equipo de rugby del pueblo.
—¿Qué haces, Andrew? Suéltame.
—No, Tay, ¿crees que no veo cómo me miras? Siempre intentando llamar mi atención.
Si se lo repitiera no estaría más sorprendida.
—Tú eres tonto, vuelve al pub. Estás borracho.
Pero no la soltó. Aunque tiró con fuerza del brazo, los dedos de Andrew se clavaron más en su
brazo, como si la gruesa capa de lana no la protegiera de sus zarpas pegajosas.
—He dicho que me sueltes, idiota —gritó al ver en la mirada de esos ojos azules algo muy
peligroso.
—No seas tonta, yo sí que sé cómo tratarte, no como Kenneth. Solo quiero un beso, Taylor —
afirmó tirando del codo y haciendo que chocara con su torso como si se tratara de un muro. Atrapó
su boca con los labios pastosos y el regusto a whisky del malo le provocó arcadas. Intentó huir de
los brazos de Andrew que la presionaban sin tregua.
Hizo lo que Callum le había enseñado cuando apenas eran unos niños, esperó el momento y
levantó la rodilla con todas sus fuerzas. El poco espacio que había entre ambos no le dejó bastante
margen y, aun así, supo que le había hecho daño cuando él se retorció y la empujó hacia atrás. El
dolor se le pasó y Taylor supo que ahora sí lo había enfadado.
Los frenos de un coche chirriaron al otro extremo de la calle y Andrew le dio una pequeña
tregua que Tay aprovechó para separarse de él, aún en el suelo.
Una sombra se deslizó entre los dos, Tay ni siquiera sabía de dónde había salido. Andrew
retrocedió y miró al hombre de espaldas a ella y, antes de que su boca pudiera articular las
palabras para preguntar quién era ese extraño, recibió el golpe que le vino de la nada, con la
rapidez de una bala contra la mandíbula. Él encajó el golpe y se preparó para defenderse con una
mueca de dolor. Delante había un tipo que no conocía, alto, con unos ojos negros que lo
taladraron. Desconcertado lo miró sin saber qué hacer.
—¿Quién narices eres tú?
Con otro empujón hizo que el cuerpo de Andrew trastabillara.
—¡Vete! —ordenó la voz grave.
—No te metas, no tienes ni idea, esta tía, la conozco, no para de calentarme, ella quería que la
siguiera…
Otro puñetazo directo impactó en el rostro de Andrew por parte de aquel desconocido,
haciéndolo callar, y Tay se incorporó antes de que aquel extraño lo matase. Estaba segura, a pesar
de la complexión ligera del desconocido, de que le había roto la nariz al amigo de Callum.
—¡Para, por favor! Deja que se vaya, ya lo ha entendido —gritó Taylor elevando su mano para
posarla sobre el hombro de él. Sintió un calambre al tocarlo y lo achacó al golpe contra el suelo.
La mano del desconocido se posó sobre la suya, tenía las manos grandes y suaves. Andrew
aprovechó el desconcierto del hombre para huir en dirección contraria a la carrera.
—¿Y dónde está tu novio? ¿Te deja volver sola a casa?
Fue entonces cuando ese extraño que la había defendido se giró, por fortuna estaba aún sujeta a
su hombro porque cuando su salvador se dio la vuelta y sus ojos negros y profundos cayeron sobre
ella la cabeza empezó a latir como si toda la sangre de su cuerpo comenzara a bombear con
rapidez en dirección al corazón. Una sola imagen se instaló en su cerebro, el puente, el sonido del
río y los relinchos de caballos. Un dolor golpeó a Tay en el pecho como si algo la hubiera
atravesado con fuerza y todo empezó a difuminarse a su alrededor, el olor a bosque, la angustia de
estar en peligro y un sentimiento tan fuerte que la dobló de dolor. Se aferró a su anillo de manera
instintiva y lo notó caliente antes de desvanecerse en la tinieblas.
 
Capítulo 6
 
 
—¡Tay! Despierta —la voz de su hermano le llegó como si se tratara de un eco lejano y se
removió inquieta entornando los ojos para encontrarse cara a cara con Callum. Sus ojos la
miraban con preocupación, intentó incorporarse despacio y comprobó con alivio que la cabeza ya
no latía y veía bien. Estaba en casa, sobre el sofá de la sala. Los techos altos de madera, las
estanterías llenas de libros ajados por el paso del tiempo. La foto de sus padres sobre la mesas.
Era como si todo la resultase extraño, como si hubiera viajado lejos y volviera a verlo todo con
nuevos ojos, la curiosidad de un niño ante un lugar nuevo. Reparó en detalles ante los que cada
día pasaba y no veía, como las grietas de la piel de los sofás o los colores de los cuadros, las
cortinas de complicados brocados bordados que su madre había traído de Londres hacía años y
las armas que su padre guardaba en las vitrinas. Era como si todos sus sentidos se encontraran
alerta y percibiera todo con mayor nitidez.
—¿Qué ha pasado, Callum? —consiguió decir mientras su hermano colocaba un paño frío
sobre la frente.
—¿No recuerdas nada? Ha debido ser por la impresión, menos mal que Michael estaba allí, si
no hubiera estrangulado a Andrew con mis propias manos hasta matarlo. Él fue quien me llamó y
te trajimos a casa, me tenías asustado.
—Michael Campbell … —susurró Tay. Había sido al ver sus ojos negros, su rostro serio de
marcada mandíbula, hermoso y extrañado al mirarla, su ceja arqueada, primero mirándola
enfadado y después como ella, con sorpresa.
—Sí, Tay, me ayudó a traerte, al caer creo que te has golpeado la cabeza, debería llevarte al
médico.
—No, estoy bien, no es nada, me desmayé. Andrew solo me asustó un poco, pero hubiera
reaccionado y le habría dado una buena patada.
—Espero que se vaya del pueblo o le patearé el culo —empezó a farfullar Callum mientras se
levantaba. Comenzó a dar paseos de un lado a otro y Taylor aprovechó para sentarse, coger el frío
paño entre las manos y pasarlo por su frente para despejarse.
—¿Ese hombre? Era tu amigo del colegio, ¿verdad, Michael?
Callum se giró con una mueca impaciente.
—¡Pues claro! Le conoces, compartimos habitación en el colegio y, a pesar de que a papá no le
hacía mucha gracia, estuvo aquí unas vacaciones de verano.
—No, Callum, yo no conocía a Michael Campbell —repitió segura de lo que decía.
—En serio, voy a llevarte al médico —afirmó serio—. ¿Cómo no vas a conocerlo? Venías con
mamá a verme una vez al mes al internado, en algún momento te lo presentaría. Te digo que estuvo
aquí de vacaciones, en esta casa… ¡No, espera! Es verdad, fue el año que pasaste las vacaciones
en Edimburgo con la prima Millicent…
—No me he dado demasiado fuerte, te digo que no le conocía hasta hoy, nunca lo vi contigo. —
Dudó si contarle a su hermano la visión que había tenido. Ese hombre y ella estaban a punto de
besarse en mitad de un puente, el murmullo del agua era tan real que hasta había olido la humedad
y escuchado el chocar de la corriente contra las piedras. Ambos llevaban ropas antiguas, de
cuidados brocados, y su pelo, el de él era más largo, quizá más castaño…
—¡Qué raro, enana! Michael y yo somos amigos desde los diez años. De todas formas, le
agradezco que le rompiera la nariz al cabrón de Andrew, según me ha contado estaba
propasándose contigo. Aunque no sé si enfadarmemás con él o con Kenneth por dejarte volver
sola. Con el Cinco Regiones tan cerca hay un montón de desconocidos en la ciudad, si no hubiera
sido él cualquiera podía haberte hecho daño. Hasta que pase todo prefiero que no vayas sola por
la noche, hermanita.
—Puedo cuidarme sola, además no ha sido un desconocido, ha sido Andrew y creo que ha
aprendido la lección.
—De todas formas, hablaré con él. Michael me ayudó a traerte y después dijo que se iba,
estaba un poco raro, supongo que no es la mejor manera de volver a casa… rompiendo la nariz a
un tío. ¡Ey, Tay! ¡Estás alelada! Si estás bien me voy a la cama —dijo con una sonrisa—. Creo que
he bebido demasiado y, por favor, no vuelvas asustarme así, con desmayos, borrachos
persiguiéndote, ni con nada.
Su hermano era su otra mitad y no le gustaba ocultarle las cosas, pero no podía contarle que
había algo extraño en su amigo de la infancia, aún se le ponía la carne de gallina al recordar su
rostro.
—Prometido, ahora vete a dormir, en un rato subo yo también.
—Taylor, debes dar las gracias a Michael por lo que hizo. No te dejes llevar por todas esas
absurdas desavenencias entre antiguos clanes y las manías de papá, es un buen tío.
Tay asintió y hundió la cara en los cojines hasta que su hermano salió de la sala.
Inconscientemente se llevó la mano al anillo, por un momento lo sintió como en la calle, caliente y
vivo, como si un latido propio se hubiera adueñado de la joya. Recordó todas y cada una de las
veces que, desde esa noche hacia atrás en el tiempo, alguien le había señalado a Michael
Campbell y ella se había girado para verlo solo de perfil, de espaldas, en la lejanía, saliendo de
una habitación o entrando en un coche. Estaba convencida de que aquella noche lo había visto en
las mismas circunstancias al menos un par de veces, incluso cuando fue a buscar a Callum a la
destilería, hasta esa noche… y luego estaban aquellos retazos de recuerdos de ambos, imágenes
que aparecían y desaparecían, como si algo se hubiera despertado en su interior al conocer a
Michael. ¿Ahora creía en esas cosas? Un escalofrío le recorrió el cuello. Tenía que dormir, ya
empezaba a desvariar. Rememoró cada rasgo de su salvador, sus ojos negros, su cabello corto y
ese mechón irregular que sombreaba su intensa mirada. La línea de su mandíbula, recién afeitada,
y el tono dorado de su piel. Vio sobre la mesa el vaso que Callum había abandonado a medias y se
lo bebió acariciando el grueso cristal. Era su whisky, un Glencoigh. Poco a poco las emociones
del día le fueron pasando factura y los párpados empezaron a pesarle con la imagen de Campbell
grabada en sus pupilas.
 
De todos los hombres del salón, los ojos de Rose Gregor volvían una y otra vez hacia él,
Michael Campbell se llamaba, tenía el rostro de uno de los míticos guerreros celtas de los que
hablaban los bardos. Su pelo negro y largo atado en una cinta de cuero, los ojos negros del
color de la turba y la complexión de un luchador. Había llegado al amanecer con sus hombres
para llegar a un acuerdo con su padre sobre unas tierras al sur y, al verlo, Rose había caído en
su hechizo, porque solo podía ser eso lo que aceleraba su corazón y hormigueaba en su
estómago. Nunca se había fijado a sus dieciséis años en ningún hombre, pero al verlo a él, el
mundo se había detenido para ella.
En su mano derecha llevaba un anillo, con una esmeralda incrustada, que brillaba a la luz
del fuego mientras inclinaba su copa. Michael era el heredero del laird Campbell y todo su
porte, orgulloso y masculino, así lo clamaba. ¿Pero qué era ella? Solo una niña a sus ojos
mientras las mujeres mayores y maduras lo rodeaban con sus encantos y agasajos. El salón
adusto de los Gregor, sin tapices ni grandes alardes de plata y oro, parecía brillar con las risas
de la fiesta. Viandas y bebida, las mejores para alardear ante sus enemigos, los Campbell. Rose
se llevó la copa de vino a los labios con resignación y apenas bebió un sorbo, demasiado fuerte
para ella. Estuvo tentada de escupir de nuevo el contenido en la copa cuando sintió una mirada
sobre su rostro, al levantar los ojos vio la sonrisa que Michael Campbell le dedicaba. Se reía
de ella, pero sus ojos eran cálidos y pícaros. Para su sorpresa, él guiñó un ojo y Rose sintió las
mejillas del mismo color que el vino.
Fue más tarde, sin apartar el uno la mirada del otro, cuando se encontraron en el centro del
salón para bailar. En el momento que sus manos se tocaron, enlazando el anillo, y él agarraba
su cintura, Rose supo que nada ni nadie sería capaz de separarlos nunca más.
 
Taylor despertó aún en el sofá donde Callum la había dejado, sudorosa y perdida. Se incorporó
intentando tranquilizar su corazón que galopaba sin sentido ante el sueño que acababa de tener.
Era él, solo podía ser él, Michael Campbell, más fornido y el pelo más largo, ambos atrapados en
otra época, en el mismo salón de aquella casa, pero tan diferente y antiguo, y el anillo… era su
anillo, pero la gema parecía más brillante, más preciosa, y en manos de los Campbell. ¿Qué había
sido eso? Un sueño tan real que su corazón, al igual que el de Rose, latió con fuerza cuando él
entrelazó su mano con la suya. Se sintió igual de atraída por ese Michael antiguo y fanfarrón como
por el de mirada esquiva, que había aparecido en su siglo, en mitad de la calle. Taylor escondió su
rostro entre los cojines, la sensación de rozar aquel duro cuerpo curtido, lleno de músculos y
cicatrices. ¡Si hasta se había sentido excitada ante él en el sueño! Se rio de sí misma, por estar
asustada, por sentir cosas que no comprendía, más allá de sus creencias escépticas. Se levantó con
dificultad, el sueño la había dejado exhausta y con un desasosiego en el corazón. Ella sabía cómo
acabaría la historia de Rose y Michael, de una manera trágica e inesperada para ambos. Y Rose…
era tan joven en su sueño, apenas de la edad de Bethany, su hermana pequeña, a la que, si tuviera a
su lado y se lo contara, abriría los ojos con sorpresa y le diría que quizá Rose Gregor la hablaba
en sueños, que la magia existía y ¿por qué no?, que tal vez las leyendas formaran parte de ellos
desde siempre.
 
Capítulo 7
 
 
Michael se tiró sobre el colchón, cayó de espaldas aún vestido y cerró los ojos para no ver la
fría habitación del hotel. Cuando recordaba Escocia, tan lejos de su hogar, añoraba el olor a viejo
de la casona en la que se crio, una enorme casa victoriana propiedad de los Campbell, el antiguo
castillo se había quemado hacía siglos debido a las rencillas con sus vecinos, los Gregor. Sus
antepasados construyeron entonces la agradable mansión en la que había crecido. Su padre,
siempre obsesionado con los negocios, odiaba a los Gregor por pura costumbre ancestral, todo
fruto de una vieja historia en la cual un miembro de su clan había matado a la hija de la otra
familia. Como represalia, los Gregor aprovecharon una noche de fiesta en el castillo para
quemarlo todo. Cuando su padre se enteró de que había cambiado su habitación en el colegio para
estar cerca de su amigo Callum Gregor, quiso sacarlo de allí, pero durante años los dos se las
apañaron para seguir siendo amigos, una amistad que, a pesar de llevar viviendo diez años en
Nueva York, seguía intacta. Era cierto que su idea, al llegar, era convencer a Callum de que su
agencia era la mejor para llevar la publicidad de la destilería, pero se había dado cuenta de que la
amistad con él aún permanecía y lo apreciaba sinceramente. De los negocios pasaron a recordar
sus años juntos, sus correrías de niños y adolescentes escapando de los castigos arcaicos de sus
profesores. Lejos de sus familias, en el internado, se creaban vínculos fuertes y duraderos, muchas
veces fueron el uno para el otro el único lazo afectivo que les quedaba. El día que murió la madre
de Callum, cuando aún estaban en el internado, él estuvo ahí para escaparse al pueblo y beberse
juntos la primera cerveza, y el día que él le contó sus planes de marcharse a Stanford fue Callum
quien lo animó a perseguir sus sueños. Se dio cuenta de que,mientras sus vidas pasaban y oía
nombrar mil veces a la hermana de su amigo, nunca la había visto como esa noche, cara a cara.
Recordó a la rubia pecosa de las fotos de la habitación del internado que no tenían nada que ver
con la dulce y hermosa chica que había conocido esa noche. Taylor Gregor era un misterio hasta
dormida, con los parpados cerrados y un rostro precioso con pequeñas pecas disimuladas por el
suave maquillaje. Su respiración, agitada al principio, se había vuelto lenta entre sus brazos
mientras llamaba a Callum para que fuera a buscarlos. Cuando colgó, sin apartar la vista de ella
un segundo, se le ocurrió una locura, miró alrededor como si de un cazador furtivo se tratara e
inclinó la cabeza. Rozó sus labios apenas un segundo, cálidos y suaves y se apartó avergonzado.
¿Besando a una chica inconsciente? Se levantó despacio, con toda su fuerza de voluntad puesta en
dejar de acariciar el pelo y deslizar sus mechones entre los dedos, olvidar el sabor de sus labios.
Había sido una suerte que reconociera el cinturón que ella llevaba para ceñir los vaqueros a su
cintura, como el que le regaló a Callum Gregor hacía años. Eso y el curioso pelo color de la
canela, como el de su amigo, lo hicieron ir tras ella al ver que ese tío la seguía al salir del bar. No
le dio buena espina su manera sospechosa de mirarla y la actitud de él, a varios metros sin dejar
de observarla.
Apretó los puños contra las sabanas, de nuevo furioso, como si estuviera frente al idiota que la
intentó besar, le hubiera vuelto a romper la nariz cincuentas veces por tocarla. Michael hubiera
querido despertarla al caer desmayada, ver de nuevo sus ojos grandes y verdes. La expresión
dulce de su ceño al no reconocerlo, ¿podía ser cierto que nunca se habían visto en todos estos
años? ¿Y ella era el tiburón al que Lionel no podía convencer? Su jefe de Grandes Cuentas estaría
desconcertado con la pequeña escocesa de suaves labios.
 
Capítulo 8
 
 
Taylor aquella mañana aparcó frente al edificio nuevo de la destilería en lugar de su sitio
habitual para observar a los turistas desde otro lado; todo para no pasar por el viejo puente de
madera, allí donde la leyenda de Rose había tenido un trágico final. Bastante había tenido con el
sueño de la noche anterior, ¿por qué ahora? Jamás en su vida había soñado con los cuentos de su
madre y ahora parecía vivirlos con un realismo que la asustaba. Tal vez el estrés y la mala
situación económica de la destilería, la carrera, Kenneth, que la presionaba para casarse cuanto
antes. Se concentró en el sonido de sus botas al crujir sobre la gravilla húmeda, pronto la
primavera pasaría y con ella esas repentinas lluvias que dejaban todo perlado de gotas. Caminaba
por el sendero, acogida por la bóveda que formaban las ramas de los árboles, y lo vio. Michael
Campbell, apoyando los codos sobre la barandilla de madera del puente, como si hubiera sentido
su presencia, se giró para mirarla.
Michael se quedó quieto, un segundo, dos, tres, observando a Taylor. Su pelo castaño y
húmedo sobre los hombros; sus ojos verdes, curiosos y asustados, se abrieron por la sorpresa al
verlo allí. La había estado esperando, vio a la chica dudar si acercarse, como si temiera ir por el
puente. Al fin ella suspiró y fue a su encuentro contoneando sin intención sus caderas bajo el
chubasquero azul. Sin pretenderlo, todo en ella era color y luz en un día de lluvia. Su sonrisa
enorme y esas horquillas de niña pequeña con las que pretendía apartar el pelo de su rostro, el
color azul de su chubasquero sobre los vaqueros… Al acercarse, vio cómo Taylor sujetaba su
mochila como si no supiera qué hacer con las manos. Al fin respiró hondo y fue directa hacia él.
—¡Hola! Quería agradecerte lo de ayer… Callum me contó que lo llamaste para que fuera a
recogerme. —Volvía a tener catorce años y ponerse colorada ante un chico guapo. Michael
Campbell era atractivo, de mirada penetrante y facciones angulosas, su media sonrisa ladeada era
tímida y encantadora, pero sus ojos estaban lejos, sumidos en una tristeza fría. Su complexión
parecía fuerte bajo la ropa informal y sus hombros anchos y rectos llenaban la fina cazadora que
llevaba.
Michael la miró con esa media sonrisa, sorprendido por su timidez y la forma en que se
apagaba cuando se ponía nerviosa.
—No fue nada, pero ten cuidado con tus amigos, ese tío no parecía rendirse fácilmente.
—Conozco a Andrew desde hace tiempo, solo había bebido demasiado. Vino a disculparse
esta mañana a mi casa. —Miró a Michael hundiéndose un poco más en sus ojos negros, del color
de la turba—. ¡No puedo creer que seas amigo de mi hermano desde pequeños y jamás nos
hubiéramos visto! —soltó Tay de golpe, sin respirar, de manera atropellada.
—Yo tampoco —afirmó Michael. Sintió el corazón bombear deprisa, la voz de Taylor era
dulce y suave, sus oídos la reconocían como si durante años hubiera suspirado por oír un susurro
suyo al oído—. Es decir, nunca en persona, Callum tenía una foto de los dos en una playa, pero
entonces tenías la cara llena de pecas y un enorme lazo rojo en la cabeza—. Siempre le había
gustado aquella foto de su amigo con su hermana, no tendrían más de diez años y, mientras Callum
exhibía su sonrisa pícara, la niña a su lado sonreía con inocencia atrapada en un vestido
demasiado ostentoso para jugar en la playa, lleno de lazos que acentuaban su cara de ángel. Pero
Taylor no era un ángel, no podía serlo con esos labios llenos y las curvas de su cuerpo, tampoco
con aquella mirada que lo había escrutado de arriba abajo.
—Por fortuna ya no me hacen vestir de rosa ni llevar lazos. —Sonrió más para sí misma que
para él al recordar el día que su madre les hizo a Callum y a ella esa foto en la playa.
A Taylor se le escapó un suspiró profundo, uno frente al otro, de pie, los ojos negros de
Michael clavados en los suyos y los brazos detenidos en los costados. Nunca se había comportado
así con nadie, tan tímida y parca en palabras, solo los dos, como si los guías que los rodeaban
para no tropezar o el grupo de turistas no los hubiera engullido hacía rato. Taylor no sabía si
miraba al Michael del presente o solo intentaba buscar en él al caballero escocés de sus sueños.
Allí permanecían, el tiempo detenido entre ambos sin saber qué decir para relajar la tensión que
crecía entre ellos. Fueron conscientes de lo cerca que estaban el uno del otro cuando un flash
iluminó el rostro de él y la magia desapareció. Una oriental con una sonrisa de oreja a oreja les
saludó con una breve inclinación y se fue tras sacar la foto de un verdadero escocés.
—No te ofendas, lo fotografían todo. Sienten curiosidad por nosotros.
—No lo hago, Taylor.
—Solo Tay, por favor, no soporto que me llamen Taylor.
—Es tu nombre…
—¿Querrías que te llamara Micky?
Recordó cómo Callum le contaba las burlas de las compañeras en el internado por culpa del
nombre que su padre le había puesto a su hermana pequeña. Una sonrisa franca le llegó hasta los
ojos negros y extendió la mano en son de paz.
—Tay, entonces.
—Michael.
Tay estrechó la mano que le tendía con temor, se movió empujada por unos niños. Cuando la
piel de uno y otro se rozaron, los dedos se cerraron en la mano del otro para sostenerse. Lo sintió:
una corriente de calor y frío la recorrió, recuerdos de cuerpos desnudos, él acariciando su
espalda, siguiendo el recorrido de su columna con besos. Tay agarrada a sus brazos desnudos
mientras los gemidos se escapaban de sus labios y él la besaba…
—¡Señor Campbell!
Se separaron con el aliento entrecortado y el deseo cosquilleando sus cuerpos. Si no les
hubieran interrumpido, Tay estaba segura de que Michael la habría besado, tan cerca sus rostros
que el olor a menta entre sus labios firmes y exigentes casi la rozó, quizá después un dulce
mordisco sobre la sensible carne, aferrarse a sus brazos… Recuerdos que no eran suyos y tan
reales, sin embargo.
—¡Lionel!
Michael se giró molesto por la interrupción, la hubiera besado allí mismo, esta vez de verdad y
consciente, sin esperar a cruzar ni otras dos palabrasporque no podía apartarse de Taylor, porque
conocía el sabor dulce de sus labios, el tacto de su lengua sobre la piel y el calor de sus
recovecos de mujer. No podía explicarlo de manera racional, pero sentía a Tay suya desde el
momento que la vio, en aquella barra del bar cuando aún no sabía ni quién era, ni había podido
ver su rostro con claridad. ¿Estaba loco?
—Lo busqué en el hotel, pero me dijeron que ya había salido. Señorita Gregor —saludó su jefe
de campañas publicitarias.
—¿Os conocéis? —preguntó Tay liberándose del embrujo de Michael Campbell, con los
brazos en jarras y la ceja formando un arco perfecto.
—Soy el socio mayoritario de la agencia publicitaria que te presentó el proyecto… —intentó
explicarse Michael.
—¡Claro, Barson & Campbell! —Tay frunció el ceño, eso complicaba las cosas, Callum no se
negaría a que la empresa en la que trabajaba su mejor amigo les hiciera la publicidad. Se preguntó
si los motivos de Michael no eran demasiado limpios. Ante el primer obstáculo con la campaña,
se había presentado para reanudar la amistad con su hermano—. Qué casualidad que vuelvas a
Escocia solo para encontrarte con mi hermano justo cuando tenemos problemas con tus anuncios,
¿no crees?
Michael rio al verla ponerse en jarras y aplastar el chubasquero azul que le llegaba hasta las
rodillas, se formó un globo en su pecho que ella intentó aplastar.
—Vine porque necesito vuestra cuenta y Callum es mi amigo, ya se lo dije antes de llegar. No
oculto nada a tu hermano.
—Por lo menos eres sincero. Y dime, Lionel, ¿habéis hecho progresos? —pinchó al americano
que miraba embebido a Michael como si fuera un dios pagano colmado de dones.
—Podremos presentarle las nuevas propuestas antes de su carrera. A instancias del señor
Campbell, eliminamos la imagen del castillo y…
—Ya hablaremos de eso, Lionel —interrumpió Michael ante la vehemencia de Lionel. Era uno
de los mejores directores de cuentas, pero en su presencia parecía perder el sino de sus palabras,
se ponía nervioso—. Cuando esté terminado. Ahora vamos, Callum quiere enseñarme la destilería
y no te vendrá mal conocer los secretos de nuestros clientes, si quieres conquistar a los Gregor.
Michael y ella se miraron como despedida. Taylor no podía albergar rencor contra su
caballero de brillante armadura y sonrisa torcida. Por un momento lo sonrío sin darse cuenta y se
preguntó si él habría sentido lo mismo; si, como ella, intuía lo maravilloso que sería besarse y
sentir su piel. Lionel carraspeó impaciente tras comprobar que ella no parecía realmente
enfadada. Michael lo siguió. ¿Por qué no?, se dijo para infundirse valor y se giró bruscamente
para volver junto a ella.
—Escucha, Tay, hace mucho que no estoy por aquí y tu hermano tenía planes para después.
¿Quieres comer conmigo? Me gustaría llevarte a un sitio —dijo en voz baja para asegurarse de
que Lionel seguía su camino y no oía su invitación.
Tay quiso sonreír al ver la timidez con que él esbozaba una sonrisa, mientras el pelo le caía
sobre los ojos, ocultando su color negro como la turba. Miró sus manos, metidas en los bolsillos
de los vaqueros y el inequívoco balanceo de sus pies, ¿estaba nervioso? ¿Por ella? Se lo debía,
pensó Tay, el día anterior se había portado como un caballero, no había nada de malo en aceptar
su invitación, era el mejor amigo de su hermano.
—¡Buena idea! Iremos todos —exclamó la voz de Kenneth apareciendo de la nada como si
hubiera estado acechando su conversación—. Tú eres… sí, el amigo de Callum, Michael
Campbell ¿no?
A Tay la voz de su novio se le antojó irónica, cargada de desprecio por el Campbell, como si
se burlara de él o lo menospreciara. Sin quitar su doble sonrisa, Kenneth la cogió de la cintura y
la besó brevemente los labios.
—Sí —contestó con voz seca Michael—. ¿Y tú?
—El prometido de Tay, Kenneth y el responsable de todo lo que ves. Acepta la invitación,
hombre, te llevaremos a un sitio muy agradable cerca de aquí. No conoces esta parte del país,
¿verdad?
—Sí, la verdad es que sí, pero no me importa rememorar viejos recuerdos —contestó Michael
con sequedad.
—Genial —afirmó Tay para deshacer al tensión que comenzaba a respirarse en el ambiente.
¿Por qué tenía que ser tan desagradable Kenneth? ¿Solo porque Michael era un Campbell?—.
Cuando acabes la visita ven a buscarme, Michael, estaré en las oficinas, pregunta por mí en la
recepción, espera, te haré un mapa…
Los tres se giraron a la vez al oír unos gritos y la sirena de la antigua destilería al unísono. Una
de las guías sacaba a su grupo a toda prisa ante el estupor de los otros turistas que estaban a punto
de entrar. Se creó un pequeño caos entre los grupos de diferente nacionalidad. Tay empujó a
Kenneth para ver lo que ocurría. El ulular de la alarma de incendios provocó un estrépito que iba
en aumento. Michael reaccionó enseguida, echó a correr hacia los turistas, alejándolos del
edificio y señalando a los siguientes grupos hacia el aparcamiento. Taylor no se dejó llevar por el
pánico, no había más que dos pequeños alambiques llenos de whisky en el interior, pero si era
fuego prenderían para después explotar en el viejo recipiente de cobre. Había ocurrido en Dublín,
una pequeña destilería había explotado en pleno centro urbano provocando decenas de heridos;
desde entonces las medidas de seguridad eran similares a las de los edificios públicos.
Taylor fue tras Michael y lo ayudó a despejar el lugar, se giró para buscar a Kenneth para que
los ayudara, pero en un momento había desaparecido.
—¿Es la alarma de incendios? —gritó Michael dirigiéndose a ella por encima del estruendo
mientras ordenaba a Lionel ocuparse de los más rezagados y llevarlos hasta el camino del parking.
—Sí, pero no lo entiendo, no se permite salir del recorrido ahí dentro y los fuegos están
apagados. Solo se encienden un rato por la mañana para mostrar a los turistas la fabricación, no
entiendo… Quizá un cortocircuito o una falsa alarma —afirmó desconcertada.
—No importa, voy dentro por si queda alguien. Espera aquí, Taylor, por favor —dijo Michael
aferrando su brazo. Su mirada se clavó en la de ella con desconcierto.
—¡No! —contestó Tay al reaccionar—. Michael, espera a los bomberos, no tardaran en llegar
—gritó llevada por el miedo, una angustia comenzó a crecer en su pecho e inmediatamente
recordó el día que era—. ¡Mi padre hoy revisa las instalaciones! ¡Estará dentro!
Él se deshizo de su mano con una sonrisa que pretendía tranquilizarla y entró a la carrera. Tay
lo vio alejarse mientras una columna de humo negro crecía a espaldas de la destilería. Cuando la
figura de Michael se perdió al atravesar la puerta, se oyó una débil explosión en el interior.
Salieron dos guías más con los últimos visitantes y el personal del edificio grande acudió curioso
a la explanada, entre ellos Kenneth.
—He sacado a todos de la destilería mayor… Debemos alejarnos hacia un sitio seguro, Tay, no
sabemos lo grande que es el incendio, todo puede explotar en cuestión de minutos.
—No, Kenneth, Michael ha entrado ahí dentro —susurró llevada por el pánico, ¿dónde estaban
los bomberos? Sabía que apenas habían pasado unos minutos, pero parecía que llevaba horas
esperando ver salir a su padre y a Michael—. Papá está dentro —aseveró quizá esperando que
Kenneth saliera en su ayuda, pero él en cambio solo mantuvo la mirada fija en la puerta de entrada
a la destilería y los brazos cruzados.
La alarma comenzaba a cundir entre la gente y el humo negro comenzó a ser más denso. Todos
los trabajadores y turistas, ajenos al desastre que podría producirse, se concentraban juntos en el
parking cuando Michael salió. Debió de quitarse dentro la chaqueta y tenía la cara cubierta de
negro, el pelo y la camiseta empapados por el agua del sistema antiincendios. A su lado, su padre
se apoyaba en su hombro. En un momento, se deshizo del brazo de Kenneth y avanzó hasta ellos
intentando recuperar su habitual compostura.
—¡Papá! ¡Qué demonios hacías dentro, estás loco! ¡No oíste la alarma!
—Tranquila, Taylor, todos los lunes reviso los alambiques

Otros materiales