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Heidi Rice - El Jeque Rebelde - Gabriel Solís

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De la seducción en el desierto… ¡a estar embarazada del jeque! 
El emocionante encuentro de Kasia con el príncipe Raif le había cambiado 
la vida. Lo mismo que la propuesta de matrimonio de este. Ella le había 
entregado su inocencia después de que él la rescatase en el desierto, sí, 
pero Kasia, que era una mujer independiente, no quería ni necesitaba un 
marido. Así que había huido con la esperanza de no volver a verlo jamás. 
Hasta que, semanas más tarde, se lo había vuelto a encontrar en una fiesta, 
y no había podido ocultarle la verdad: que estaba embarazada de él. Y en 
esa ocasión le había quedado claro que Raif no iba a dejarla marchar. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 1 
 
 
 
 
 
KASIA Salah clavó los ojos entrecerrados en el horizonte, 
envuelto en una neblina de calor, y después miró el teléfono. 
No tenía cobertura. 
Contuvo la palabra malsonante que había aprendido durante su 
estancia en la Universidad de Cambridge mientras el sudor se le acumulaba 
encima del labio superior y corría por su espalda, debajo de la camiseta y 
de la voluminosa túnica que se había puesto para evitar el calor y el polvo 
del desierto. Sin lugar a dudas, de haber oído aquella palabra, su abuela la 
habría castigado. Se guardó el teléfono en el bolsillo trasero de los 
pantalones cortos, que tardó unos desesperantes segundos en encontrar 
debajo de los metros y metros de tela. Entonces clavó la vista en el motor 
del todoterreno negro y, ya sí, juró en voz alta. Al fin y al cabo, no había 
nadie que pudiese oírla en un radio de setenta kilómetros y, aunque no 
sirviese de nada, hacía que se sintiese un poco mejor. 
¿Por qué no había pensado en llevarse un teléfono por satélite antes 
de salir de palacio a investigar? ¿O a un acompañante? En especial, a 
alguien que supiese más que ella acerca de averías mecánicas. Suspiró y le 
dio una patada a una de las ruedas. 
No había imaginado que sufriría una avería en medio de la nada. 
El jeque Zane Ali Nawari Khan, esposo de su mejor amiga, 
Catherine, soberano de Narabia y, en teoría, su jefe, había trabajado mucho 
para conseguir que hubiese conexión a Internet y red telefónica 
inalámbrica en casi todo el país, pero ella debía de estar demasiado cerca 
de la frontera, además de estar en una zona aislada del desierto flanqueada 
por la región montañosa del sur, donde solo vivían los nómadas kholadis. 
Que ella recordase, los kholadis ni siquiera tenían agua corriente, así que 
las posibilidades de que necesitasen red telefónica eran escasas. 
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Utilizó la túnica para cubrirse las manos y no quemarse con el capó 
del coche, lo cerró de un golpe. Por suerte, les había dado a Cat y a Nadia, 
su asistente, el itinerario del viaje, así que cuando no volviese a casa por la 
noche, enviarían a alguien a buscarla. 
Pero eso significaba que tendría que pasar la noche allí, en el coche. 
No iba a ser divertido, sobre todo, cuando cayesen las temperaturas, 
en cuanto se pusiese el sol. 
El aire seco y caliente le salpicó el rostro de arena. Se subió el 
pañuelo que llevaba al cuello para taparse la nariz y la boca y miró hacia el 
horizonte. La nube de polvo que había visto un rato antes había crecido. 
¿Sería una tormenta de arena? 
¿Iría en aquella dirección? 
Nunca había vivido una tormenta de arena. Llevaba casi toda su vida 
encerrada en la lujosa seguridad de la zona reservada a las mujeres del 
Palacio Dorado. 
Pero había oído hablar de ellas y sabía que aterrorizaban a hombres y 
mujeres hechos y derechos. Su abuela le había hablado de ellas con respeto 
y en susurros, explicándole que habían devastado grandes superficies del 
país, convirtiendo terrenos fértiles en desierto y causando numerosas 
víctimas. 
Intentó controlar el pánico que quería apoderarse de ella. 
«No te pongas dramática». 
Aquel era uno de sus defectos. Lo vivía todo con demasiada 
intensidad. 
Su abuela, a pesar de haber sido una mujer muy sabia, también había 
sido así. Kasia había ido a vivir con ella con cuatro años y se había 
convertido en parte del personal de palacio cuando el viejo jeque había 
fallecido. Y el nuevo jeque, Zane, había contratado a Catherine Smith, 
becada por la Universidad de Cambridge, para que escribiese un libro 
acerca de su reino. 
Catherine la había contratado a ella con diecinueve años para que 
fuese su asistente y eso le había cambiado la vida. Sobre todo, cuando Cat 
se había casado con Zane y se había convertido en la reina de Narabia y le 
había abierto a Kasia los ojos al nuevo y emocionante mundo que había 
detrás de las paredes del palacio. 
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Kasia ya no era una adolescente demasiado ansiosa, imaginativa y 
romántica, sino una mujer adulta con sueños que había empezado a 
cumplir. Uno de ellos era convertirse en científica medioambiental y salvar 
el suelo agrícola de Narabia de un desierto que amenazaba con consumirlo. 
Así que por pasar una noche durmiendo en un todoterreno, en el 
desierto, no iba a ocurrirle nada. De hecho, tal vez pudiese obtener 
información útil para su estudio. 
Además, no era seguro que se tratase de una tormenta de arena. No 
habían previsto condiciones meteorológicas adversas, lo había comprobado 
antes de salir de palacio. Tal vez fuese un poco imprudente, pero no era 
tonta. 
Intentó tranquilizarse, pero no pudo apartar la mirada del horizonte. 
La nube oscura, impenetrable, siguió creciendo, bloqueando el sol. 
Era enorme y avanzaba muy deprisa. El ruido cortaba el silencio del 
desierto. Vio a varias criaturas: un lagarto, una serpiente, un roedor 
corriendo hacia ella y enterrándose en la arena. El cielo azul, 
completamente despejado, se oscureció. Kasia sintió miedo e intentó 
pensar. ¿Debía meterse dentro del coche? ¿O debajo de él? 
Entonces vio algo, un punto en el horizonte, salir de la nube como 
una bala. Y, enseguida, una silueta. 
Una persona montada a caballo, galopando deprisa. 
Se le hizo un nudo en la garganta. 
Se trataba de un hombre. Un hombre corpulento, fuerte, cuyo rostro 
iba oculto debajo de un pañuelo. El pánico se apoderó de ella al darse 
cuenta de que el jinete cambiaba de repente de dirección e iba hacia ella. 
Entonces se fijó en el rifle que llevaba colgado del pecho. 
Un bandido. No podía ser otra cosa, estando tan lejos de la 
civilización. 
«Corre, Kasia, corre». 
Un grito le retumbó en la cabeza. El viento hizo girar la arena a su 
alrededor. Entonces, oyó la voz de su abuela que le susurraba: «Tranquila. 
No tengas miedo. Es solo un hombre». 
Pero, a pesar de que intentó razonar, pensó en su madre alejándose 
de ella por última vez y no pudo evitar que se le encogiese el estómago. 
El hombre gritó en un dialecto que Kasia no reconocía. 
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Casi había llegado a su lado. 
«Haz algo, muévete, que pareces un pelele», pensó ella. «Ya no eres 
la niña pequeña que no servía para nada. Eres valiente, inteligente, una 
mujer». 
Se acercó al todoterreno, abrió la puerta del acompañante y se metió 
dentro. El sonido de la arena al chocar con los cristales la acompañó 
mientras buscaba la pistola que había en la guantera. 
Zane había insistido en que aprendiese a disparar antes de permitir 
que fuese al desierto sola, pero, cuando su mano agarró el metal, sintió que 
el corazón se le salía por la boca. 
Sabía disparar con cierta precisión, pero nunca le había disparado a 
un ser vivo. 
El caballo se detuvo muy cerca del coche. Kasia salió de él, notó la 
arena golpeándole las mejillas y levantó el arma con un dedo tembloroso 
apoyado en el gatillo. 
–Quédese ahí o le dispararé –le gritó al hombre eninglés, idioma que 
se había convertido en su primera lengua después de haber pasado cinco 
años en el Reino Unido. 
Sus ojos oscuros la fulminaron, brillantes, intensos. Y Kasia sintió 
todavía más miedo. 
El bandido desmontó con un movimiento ágil, sin hablar, 
traspasándola hasta el alma con la mirada. Ella retrocedió un paso y, sin 
querer, disparó. El estallido casi no se oyó, pero Kasia se vio despedida 
hacia atrás y vio como el hombre retrocedía también. 
¿Le habría dado? 
El caballo se puso de pie delante de ella y el hombre tiró de las 
riendas para que no la golpease contra el suelo del desierto, pero Kasia 
sintió tanto miedo que se dejó caer. 
–Váyase –gritó. 
Intentó encontrar la pistola, que se le había caído, pero la arena le 
impedía ver. Solo podía verlo a él. Unos dedos largos y fuertes la agarraron 
del brazo, la levantaron y la sentaron a lomos del caballo con tal rapidez 
que a Kasia no le dio tiempo ni a asimilar lo que acababa de ocurrir. 
Levantó una pierna para desmontar, pero el hombre ya se había 
vuelto a subir al caballo, detrás de ella. 
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Sujetaba las riendas con una mano mientras con la otra la agarraba 
por la cintura. 
Kasia dio un grito ahogado al notar su brazo justo debajo de los 
pechos y, de repente, echaron a volar, alejándose del todoterreno que ya 
casi estaba enterrado por la arena. Ella intentó gritar. 
«Te está secuestrando. Tienes que pelear. Tienes que sobrevivir». 
Pero no pudo. 
Cabalgaron durante mucho tiempo rodeados de arena, hasta que, por 
fin, agotada, Kasia dejó de sentir pánico y se sintió protegida bajo el 
cuerpo fuerte de aquel hombre. 
¿Sería el síndrome de Estocolmo? Estaba tan cansada que no podía ni 
pensar. 
Cerró los ojos, dejó sin fuerza el cuerpo y volvió a sentirse como 
cuando era pequeña. Salvo que, en esa ocasión, no estaba sola e indefensa, 
su madre no la acababa de abandonar, sino que tenía a su alrededor unos 
brazos fuertes. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 2 
 
 
 
 
 
KASIA despertó entre sacudidas. Notó frío en la cara y un peso en 
la espalda que la asfixiaba y la reconfortaba a la vez. Abrió los ojos y sintió 
que se le cortaba la respiración. 
El horizonte estaba teñido de rojo y la luz de las estrellas salpicaba el 
cielo sobre su cabeza. Varias estrellas fugaces iluminaron las dunas del 
desierto. A Kasia le temblaron las piernas y se dio cuenta de que iba 
montada a caballo. 
Entonces recordó. 
¡Estaba secuestrada! 
Secuestrada por el hombre que cuyo fuerte brazo la sujetaba por la 
cintura. Y cuyo cuerpo le transmitía calor. 
Volvieron también los sueños poco apropiados que había tenido con 
él. Intentó apartarlos de su mente y mover los brazos. 
El síndrome de Estocolmo se había terminado. 
Oyó un gruñido cerca de su oreja y fue consciente del silencio de la 
noche, del frío de la brisa. La tormenta había pasado. 
Y ella estaba sola, en medio del desierto, con un bandido que la había 
capturado. Y también la había salvado, pero ¿por qué? 
Fuese cual fuese el motivo, tenía que liberarse de él. 
Los cascos del caballo golpearon el suelo con fuerza mientras subían 
una colina. Kasia vislumbró un oasis abajo, en el valle. El caballo empezó 
a descender la cuesta con paso seguro. El agua reflejaba la puesta de sol, 
rodeada de palmeras y numerosas plantas. Oyó la respiración de su captor 
y se le aceleró el corazón. 
Se preguntó si estaba excitado. ¿Cómo iba a saberlo? Kasia nunca 
había estado entre los brazos de un hombre excitado antes. 
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«Céntrate, Kasia, por favor». 
Sintió los dedos entumecidos cuando se agarró a la silla, le ardían los 
muslos después de haber estado, probablemente, varias horas subida a 
aquel caballo. También le dolía la piel y los ojos, a los que les había 
llegado la tormenta de arena. 
Tragó saliva e intentó aclarar su mente e idear un plan. 
Si aquel hombre la había salvado de la tormenta, tal vez no quisiera 
hacerle daño, y ese podía ser un buen momento para empezar a hablarle. 
–Gracias por haberme salvado de la tormenta –le dijo, intentando 
hablar con autoridad–. Soy muy amiga de la reina y estoy segura de que le 
recompensará por llevarme de vuelta a palacio. 
Él no respondió, su cuerpo siguió pegado al de ella mientras el 
caballo se acercaba al borde del agua. Kasia vio una tienda muy grande 
entre un grupo de árboles. El caballo se detuvo delante de la tienda y ella 
pensó que se le iba a salir el corazón por la boca. 
El aroma a agua fresca disipó el hedor del caballo y el olor salado del 
hombre. Kasia lo empujó con el hombro y liberó sus brazos. 
Él volvió a gruñir, pero ella no sintió miedo. 
Era un hombre grande y muy fuerte, capaz de viajar a caballo 
muchos kilómetros para escapar de una tormenta, pero el modo en que la 
estaba sujetando no le resultaba amenazador. Kasia se sintió protegida. 
Salvo que volviese a ser por culpa del síndrome de Estocolmo. 
No había hecho ademán de lastimarla. Así que Kasia se aferró a su 
optimismo, fuese una locura o no, y repitió en narabio la promesa de una 
recompensa, pero siguió sin obtener respuesta. 
Siguieron a lomos del caballo, en silencio, Kasia muy consciente de 
cada movimiento del cuerpo que había pegado al suyo. 
Sintió deseo. ¿Cómo era posible? Si ni siquiera sabía si era una 
buena persona o no. 
Él se movió de nuevo, apartó la mano de su cintura y se dispuso a 
desmontar. 
Kasia se aferró al caballo haciendo fuerza con las rodillas y 
agarrándose a la silla. Notó cómo el hombre se deslizaba hacia el suelo y lo 
golpeaba con todo su peso. 
Ella miró hacia abajo y lo vio tumbado debajo del caballo. 
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–Tranquilo, chico –le dijo al caballo, por miedo a que este se 
asustase y le pisase la cabeza. 
¿Cómo era posible que se hubiese caído del caballo? ¿Estaría 
dormido? ¿Era ese el motivo por el que no la había respondido? Debía de 
estar todavía más cansado que ella después del recorrido. 
Se sintió aliviada y confundida a partes iguales. 
Se inclinó sobre el cuello del animal y agarró las riendas. No había 
montado a caballo desde que se había marchado de Narabia al Reino Unido 
a estudiar. Nunca había montado uno tan enorme, pero antes de golpearlo 
con los talones, volvió a mirar hacia el suelo. El hombre no se había 
movido, seguía tendido en el suelo. Ella relajó las piernas y, en vez de 
espolear al animal, se bajó de él. 
 Tal vez estuviese loca, tal vez fuese optimismo acompañado de una 
buena ración de romanticismo, pero no podía dejarlo allí solo. No después 
de haber pasado varias horas durmiendo entre sus brazos mientras él la 
apartaba del peligro. 
Aterrizó al otro lado del animal, agarró las riendas y lo apartó del 
cuerpo inerte del jinete. 
Intentó llevarlo hacia la tienda, pero el animal no se movió. 
–¿No quieres dejarlo solo, verdad? 
El animal balanceó la cabeza, como si estuviese asintiendo. 
«Por favor, Kasia. Los caballos no saben hablar». 
Soltó las riendas y se acercó al hombre con cautela a pesar de que no 
se había movido. A lomos del caballo le había parecido enorme y tumbado 
en el suelo se lo seguía pareciendo. 
Una estrella fugaz iluminó la oscuridad del cielo y Kasia dio un grito 
ahogado cuando iluminó al hombre. El pañuelo negro que cubría su 
cabeza, la nariz y la boca se le había caído. Tenía el pelo grueso y oscuro, 
empapado de sudor, y era tan guapo que su belleza le cortó la respiración. 
La imagen se le quedó clavada en las retinas mientras se volvía a 
hacer la oscuridad. Tenía los pómulos marcados, las cejas negras, la piel 
morena y unos rasgos perfectos. Una barba de varios días le cubría la parte 
baja del rostro, pero, incluso así, Kasia no había visto nunca a un hombre 
tan guapo. Ni siquiera el jeque Zane le hacía sombra. 
«¿Qué importa que parezca una estrella de cine, Kasia? Es un 
bandido». 
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Un bandido que habría podido ser una estrella de cine y que la había 
salvado. 
Hizo acopio de determinación y se arrodilló a su lado, lo 
suficientemente cerca para distinguir sus rasgos bajo la débil luz. ¿Por qué 
le resultaba tan familiar? 
Otra estrella fugaz le iluminó el rostro y a Kasia se le hizo un nudo 
en el estómago al reconocerlo. –¿Príncipe Kasim? 
Rey de Kholadi. Había asistido a la boda de Zane y Cat cinco años y 
medio antes. Kasia había oído muchos rumores acerca de aquel hombre: 
era el hijo ilegítimo del viejo jeque y una de sus concubinas, que había sido 
expulsado de palacio de niño, cuando Zane, el heredero legítimo, había 
sido apartado de su madre, que vivía en Estados Unidos, para que volviese 
a Narabia de adolescente. Contaban que Kasim había llegado a la tribu del 
desierto a la que pertenecía su madre y allí lo habían tratado con el mismo 
desdén hasta que se había ido abriendo paso en ella gracias a sus 
habilidades como guerrero, que había ido perfeccionando al tiempo que se 
hacía hombre. 
A ella le había encantado oír aquellas historias, tan emocionantes y 
dramáticas, y había visto a Kasim como a un mito, poniéndolo 
definitivamente en un pedestal tras verlo en persona por primera vez con 
diecinueve años, en la boda de Zane y Cat. 
Kasim había llegado a palacio vestido con la túnica tradicional negra, 
seguido por su guardia de honor, y había hecho que se le cortase la 
respiración a ella y a todas las chicas y mujeres del lugar. Era alto, 
arrogante, imponente, parte guerrero, jefe, todo hombre, y mucho más 
joven de lo que ella había esperado. Por aquel entonces debía de haber 
tenido unos veinticinco años, ya que se había convertido en jefe de los 
kholadis con tan solo diecisiete. Y, tras años enfrentándose a su propio 
padre, había negociado una tregua con Narabia cuando Zane había llegado 
al trono. 
Tras observarlo de lejos durante la boda y alguna otra visita oficial 
antes de marcharse a Cambridge, Kasia había llegado a obsesionarse con el 
príncipe guerrero. Sus proezas con las mujeres eran casi tan legendarias 
como su capacidad en el combate y su agilidad en la política. Kasim había 
sido un mito para ella, objeto de sus febriles deseos adolescentes, pero en 
esos momentos era solo un hombre. 
Sintió esa atracción que había estado intentando contener hasta 
entonces. 
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Si lo llamaban «el jeque rebelde era por algo. 
Lo observó, incapaz de creer que lo hubiese apuntado con una 
pistola. Menos mal que no le había disparado. A pesar de su mala 
reputación, era un príncipe del desierto. Además, la había rescatado de una 
tormenta de arena. 
Lo vio parpadear. 
Sus ojos color chocolate se clavaron en ella y Kasia sintió todavía 
más calor entre los muslos. 
–¿Principe Kasim, está bien? –le preguntó en inglés. 
Repitió la pregunta en narabio, por si acaso. 
Él volvió a gruñir y Kasia se fijó por primera vez en que estaba 
sudando y parecía aturdido. 
–Me llamo Raif –replicó–. El único que me llama por mi nombre 
narabio es mi hermano. Y no, no estoy bien. Me has disparado. 
¿La bala le había dado? 
La noche cada vez estaba más oscura, pero Kasia apartó su túnica 
para buscar en su piel, llena de cicatrices. 
Pasó los dedos por su pecho, sintió que él se ponía tenso y siguió 
recorriendo sus costillas y después sus hombros en busca de la herida. 
Tocó un líquido viscoso. Apartó la mano y se la miró horrorizada. El olor 
metálico invadió la silenciosa noche. 
Kasia volvió a jurar, utilizando la misma palabra que la había hecho 
sentirse empoderada unas horas antes, cuando se había visto sola en el 
desierto, con el todoterreno averiado. 
En esos momentos estaba sola en el desierto con un hombre herido. 
Un príncipe guerrero que la había salvado y al que ella había disparado. 
Jamás se había sentido menos empoderada en toda su vida. 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 3 
 
 
 
 
 
TÚ NO ERES mi hijo, no eres el hijo de nadie. Solo eres un 
parásito, una rata, nacido por error». 
El recuerdo hizo que Raif se sacudiese. Volvió a ver el rostro de su 
padre, la cruel curva de sus labios, el desprecio de sus ojos negros, la 
frialdad de las únicas palabras que le había dirigido en toda su vida. 
«Te he alimentado y te he vestido durante diez años. Ya eres un 
hombre, ya no eres mi responsabilidad. 
Vete». 
–No… –gritó desesperado. 
La bofetada de su padre le resonó como el disparo de un fusil, 
aunque en esa ocasión no le dolió en la mejilla, sino en el brazo. Cambió 
de postura, intentando escapar de las crueles palabras, de los amargos 
recuerdos. 
–Shhh… Está teniendo una pesadilla, príncipe Raif. Todo va bien, de 
verdad, es solo una herida superficial. 
Él se quedó dormido mientras alguien le susurraba en inglés. 
–No soy un príncipe, soy una rata –respondió en el mismo idioma. 
La noche olía a jazmín, a especias y a sudor femenino. Él intentó 
concentrarse en la sensación de placer, permitió que fluyese por su cuerpo, 
que aliviase el dolor que siempre le provocaba en el corazón aquella 
pesadilla. 
«No eres una rata. Eres un príncipe… Y un hombre, no un niño al 
que no quieren». 
Intentó enterrar sus propios pensamientos, consciente, a pesar del 
agotamiento, de que no debía admitir su debilidad delante de nadie. 
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Unos dedos suaves le tocaron la barbilla. Entonces, algo frío se 
apretó contra sus labios. 
La mujer volvió a hablar, pero él no pudo oír lo que le decía porque 
tenía un zumbido en los oídos. El sabor a agua fresca invadió todos sus 
sentidos. Abrió la boca y el líquido alivió su garganta seca. –Despacio o te 
atragantarás –le advirtió la voz con menos suavidad, con firmeza y 
seriedad, lo que le gustó todavía más. 
Entonces, dejó de darle agua. 
Él abrió los ojos con dificultad porque los párpados le pesaban como 
si tuviese dos piedras pegados a ellos. 
Y el placer fue a parar a su ingle. 
–¿Quién eres? –le preguntó en kholadí. 
La visión era exquisita, parecía un ángel, con las mejillas sonrosadas, 
el pelo oscuro y unos enormes ojos del color del ámbar. 
«Te deseo». 
¿Lo había dicho en voz alta? 
–No puedo entenderle, príncipe Raif. No hablo kholadí –él no 
entendió que la mujer mezclase su título de Narabia con su nombre tribal. 
–Eres bella –susurró en inglés. 
Deseó tocar su piel y ver si era tan suave como parecía, deseó 
agarrarla de la barbilla y hacer que sus labios tocasen los de él, pasar la 
lengua por el arco de Cupido de su labio superior, pero levantó la mano y 
sintió un dolor punzante en el brazo. 
–Túmbese y duerma, todavía no es de día, príncipe Raif. 
«¿Príncipe Raif? ¿Quién es ese? Yo no soy príncipe de Kholadi, soy 
su jefe». 
Apretó los dientes al notar los dedos fríos de la mujer en el pecho, un 
oasis en medio de la cálida noche. –No eres un ángel… –dijo, intentando 
mantener la consciencia, queriendo aferrarse a ella para que la pesadilla no 
volviera–. Sino una hechicera. 
Entonces la maravillosa visión desapareció bajo el peso de sus 
párpados y se quedó dormido. 
Kasia miró al hombre junto al que llevaba varias horas tumbada. 
«Me ha dicho que soy bella», pensó. Tomó el paño que había dentro de un 
cuenco de agua caliente junto a la cama, lo escurrió y se lo puso en el 
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pecho. Rozó el contorno de sus músculos al hacerlo y volvió a sentir la ya 
familiar punzada de deseo mientras le pasaba el paño por la piel hasta 
llegar al hombro. 
La serpiente roja y negra que tenía tatuada en la clavícula y que le 
cubría el hombro brilló bajo la luz de las lámparas de queroseno que Kasia 
había encendido. 
Parpadeó y se obligó a mantenerse erguida y centrada. El príncipe 
tenía las mejillas encendidas, pero no tenía fiebre, afortunadamente. Sin 
duda, lo que lo había despertado había sido una pesadilla. 
Pero después se había vuelto a dormir y su respiración se había 
hecho más profunda.En esa ocasión, había conseguido beber más agua. 
Kasia volvió a mojar el paño y continuó pasándoselo por el ancho 
pecho, estudiando con la mirada las cicatrices que la habían sobrecogido 
cuando le había quitado la túnica manchada de sangre la noche anterior. 
¿Cómo era posible que hubiese podido soportar tanto dolor? ¿Cómo 
había sobrevivido? 
Kasia sintió calor mientras limpiaba con el paño mojado una cicatriz 
que recorría la línea de vello que bajaba por su vientre y desaparecía por 
debajo de los pantalones. 
Se fijó en el prominente bulto que se marcaba bajo la tela negra de la 
única prenda que no se había atrevido a quitarle. 
Empapados en sudor, los pantalones no dejaban mucho a la 
imaginación, pegándose a los largos músculos de sus piernas y a aquel 
bulto en el que Kasia había posado varias veces la mirada durante las 
últimas horas. 
Visión que la aliviaba y perturbaba en igual medida. No podía estar 
demasiado malherido con aquella impresionante erección, pero ¿qué clase 
de hombre se excitaba después de que le hubiesen disparado, por 
superficial que fuese la herida? 
«Aparta la mirada de la erección. Tal vez sea normal en un hombre 
agotado. ¿Cómo lo vas a saber? No te has acostado nunca con un hombre, 
ni tampoco habías disparado antes». 
Se ruborizó mientras volvía a mojar el paño y se concentraba en 
limpiar otro surco de sudor de su piel y en no bajar la vista más allá de su 
cintura. 
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Se obligó a mirar la parte superior de su torso. El vendaje que le 
había puesto unas horas antes estaba seco. 
Dio gracias de que la bala solo le hubiese rozado la parte superior del 
brazo. Sus habilidades como enfermera no eran suficientes para realizar 
una operación de emergencia en una tienda. Además, había perdido su 
teléfono cuando él le había rescatado y no había encontrado nada parecido 
a un equipo de comunicación en aquella tienda. 
Aunque llamar tienda a aquel lugar no le hiciese justicia porque era 
bastante lujoso, más que adecuado para un príncipe del desierto. 
Ricas sedas cubrían paredes de la habitación en la que estaba la cama 
más grande y también había un impresionante equipo de caza, arcones 
llenos de productos enlatados y secos, ropa e incluso una nevera conectada 
a unas baterías con carne y otros productos perecederos. Por suerte, 
también había encontrado medicamentos, que había utilizado para limpiar 
y vendar la herida. Incluso había encontrado una cabra en la parte trasera 
del campamento, donde había un corral y un refugio para el caballo y un 
pequeño poni. 
¿Cuánto tiempo llevaría el príncipe Raif, o Kasim, como había oído 
que lo llamaban en palacio, viviendo allí? ¿Y por qué vivía solo? ¿O sería 
aquel un lugar en el que refugiarse cuando alguien de la tribu se quedaba 
atrapado y solo en el desierto? 
«Deja de hacerte preguntas a las que no puedes responder». 
Metió el paño en el cuenco con agua y se sentó. El cansancio hizo 
que, de repente, se sintiese aturdida. 
Examinó a su paciente, le tocó la frente. Suspiró. No parecía tener 
fiebre. 
Tras varias horas junto a aquel hombre, siendo testigo de sus 
pesadillas, no tenía ningún deseo de hacerle más daño del que ya le había 
hecho. 
Se había sentido culpable al principio, pero tras varias horas allí, la 
vigilia había tenido en ella un efecto extrañamente catártico. 
El príncipe Raif la fascinaba, ya lo había hecho en la distancia, pero 
en esos momentos la fascinaba todavía más, vendado y casi desnudo, con 
las mejillas encendidas, agotado y con aquellas cicatrices y el tatuaje como 
prueba de su mortalidad. Cada vez la atraía más. 
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Un chasquido en la fogata que había fuera de la tienda la sobresaltó. 
Kasia sacudió la cabeza e intentó salir del estado de aturdimiento en el que 
estaba entrando. 
Él la había llamado hechicera y, a pesar de que tenía motivos para 
pensarlo, después de que le hubiese disparado, también la había mirado 
con deseo. Un deseo que a ella la había inquietado y excitado. 
La intimidad que se había creado entre ambos durante ese tiempo era 
solo una ilusión. 
El príncipe Raif era famoso, o más bien infame, por seducir a 
cualquier mujer que le gustase para después dejarla. 
El fuego volvió a crepitar y sacó a Kasia de sus pensamientos. 
«Te estás precipitando, Kaz». 
Era más sensato pensar en cómo le iba a explicar por qué le había 
disparado cuando se despertase, que en cómo resistirse a sus intentos de 
seducción. 
Se obligó a apartar la mirada de su cautivador cuerpo y a clavarla en 
el desierto. Estaba empezando a amanecer. 
El desierto era otro mundo, salvaje, bello y sofisticado a su manera, 
pero era un mundo del que ella nunca había formado parte. Siempre había 
vivido encerrada en el palacio del jeque y, después, en Cambridge. 
No había conocido nunca a un hombre como el príncipe Raif. 
Se obligó a ponerse en pie, salió a tropezones de la tienda y absorbió 
la gloriosa belleza de otro amanecer en el desierto. Entonces, fue hasta el 
corral, dio de beber al caballo y tomó algo de leña. Alimentó el fuego 
porque sabía que la temperatura no subiría hasta que el sol no estuviese 
mucho más alto en el cielo. 
Al volver a la tienda, clavó la vista en el pecho del príncipe, que 
subía y bajaba a un ritmo regular. Las pesadillas ya no lo atormentaban. 
Se sintió aliviada. Iba a ponerse bien. No le había hecho tanto daño. 
Parecía tranquilo en esos momentos, todo lo tranquilo que podía 
parecer un hombre tan grande y fuerte. 
Kasia se tumbó hecha un ovillo a su lado y se echó una manta sobre 
la camiseta y los pantalones cortos con los que llevaba ya casi veinticuatro 
horas al notar que el frío de la noche le había ido calando hasta los huesos. 
 
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Necesitaba dormir. Y por frívola o romántica que pudiese parecer la 
idea, quería quedarse a su lado, solo por si tenía otra de aquellas terribles 
pesadillas. 
Apoyó una mano en su corazón. Asimiló su ritmo constante y la 
punzada de deseo. Tal vez no quisiese quedarse a su lado solo por él, pero 
¿qué daño le podía hacer? 
Jamás tendría otra oportunidad de tocarlo así y tal vez se lo 
mereciese, después de todas las horas que se había pasado encerrada, 
leyendo y estudiando. 
–Que duerma bien, príncipe Raif –susurró. 
Cerró los ojos, se quedó profundamente dormida, y tuvo varios 
sueños eróticos muy intensos, asombrosos y embriagadores, pero eso ya no 
la perturbó. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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20 
Capítulo 4 
 
 
 
 
 
RAIF se despertó de repente, entonces, volvió a cerrar los ojos 
porque tuvo la sensación de que el sol que entraba a la tienda le quemaba 
las retinas. 
¿Qué hacía en la cama a mediodía? 
En cuanto se movió sintió dolor en el brazo y recordó. La tormenta, 
el disparo, el olor a jazmín y a sudor mientras galopaba interminablemente 
para llegar a un lugar seguro, el agotamiento y las pesadillas, el sonido de 
voces: la de su padre que lo trataba con desprecio y la de un ángel que le 
pedía que estuviese quieto, que bebiese, pero no demasiado deprisa… 
Un ángel autoritario, pensándolo mejor. 
Un ángel, no, una hechicera. Había intentado matarlo. Sonrió de 
medio lado y gimió porque tenía los labios agrietados. 
Cerró los ojos y se concentró en su propio cuerpo, proceso que había 
aprendido de niño, tras una experiencia brutal, para evaluar sus heridas. 
Tenía el brazo un poco entumecido, pero no tanto como cuando su 
semental, Zarak, le había dado una patada la semana anterior, cuando había 
vuelto por primera vez en cinco meses a las tierras de la tribu. 
Había estado demasiado tiempo fuera y, al verlo llegar, su semental, 
que siempre había tenido mucho carácter, había tenido una rabieta. 
Zarak lo había echado de menos, aunque no tanto como él al animal, 
al paisaje, la cultura y la gente que lo había salvado de niño y lo había visto 
convertirse enhombre. 
Había sido un viaje lleno de sorpresas. Tras dejar el campamento del 
desierto, situado a las afueras de las tierras de la tribu, para pasar tiempo en 
su oasis privado y disfrutar del reto de volver a ser un hombre, en vez de 
ser el jefe, un príncipe, o un magnate, se había desatado la tormenta. 
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Movió el brazo para probar sus límites. Ya no le dolía el brazo, sino 
la entrepierna. 
Un suspiro acarició el pelo de su pecho e hizo que su excitación 
aumentase. Parpadeó, dejó que sus ojos se ajustasen a la luz y se giró para 
volver a ver a la mujer de la noche anterior. 
Era ella. Un ángel. La hechicera. 
Estaba tumbada a su lado, profundamente dormida. Estaba 
despeinada, con el pelo recogido en una coleta que acentuaba su exquisita 
belleza. Tenía los pómulos marcados, unos labios deliciosos, los ojos 
grandes, cerrados. 
¿Cuántos años tendría? ¿Poco más de veinte? Sin duda, no era una 
niña sino una mujer. Una mujer lo suficientemente audaz como para 
apuntarlo con una pistola. 
¿De dónde era? La sucia camiseta que se pegaba a sus pechos tenía la 
insignia de la misma universidad británica en la que había estudiado 
Catherine, la reina de Narabia. Por el color de su piel, la joven parecía de 
aquella parte del mundo, pero iba vestida como una estudiante de Los 
Ángeles o de Londres. 
Su erección creció al examinar sus tonificados muslos. 
A ella le cambió de repente la respiración y sus ojos se movieron 
bajo los párpados, como si estuviese soñando. ¿Habría sentido que la 
observaban? 
Él tuvo que contener una sonrisa cuando la oyó gemir. ¿Estaría 
soñando con él? Esa era su esperanza, porque él también había soñado con 
ella. 
Balbució algo en sueños, cambió de postura y alargó la mano, que 
había estado descansando sobre la cama, para apoyarla en su pecho. Él 
apretó los dientes mientras notaba las puntas de sus dedos en la piel. 
Entonces, de repente, la vio darse la vuelta, ofreciéndole unas agradables 
vistas a su parte trasera. 
Raif se humedeció los labios e intentó no sentirse decepcionado 
porque ya no lo tocaba. 
Se había sentido igual la noche anterior, cuando, tras una pesadilla, 
se había aferrado a su compasión. 
Él no era así. No necesitaba la ternura de nadie. 
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Había estado toda su vida solo, le habían disparado muchas veces y 
había sobrevivido a situaciones mucho peores que una tormenta de arena. 
Y había decidido no confiar jamás en la bondad de nadie. La vida le había 
enseñado, tanto de niño en el desierto como de hombre en Manhattan, que 
no podía confiar en nadie, que la vida era brutal y que lo único que 
importaba era sobrevivir. Que la debilidad te destruía. 
Apartó la vista de la curva de la espalda de aquella chica y se 
incorporó. Respiró hondo y aspiró su propio olor. 
Olía peor que Zarak después de una larga cabalgata. El estómago le 
rugió con tanta fuerza que le sorprendió no haber despertado a la chica. 
Tenía que comer y lavarse. Y tenía que atender a Zarak, a la cabra y al poni 
de carga. Después decidiría qué hacer con la mujer. Si procedía del Palacio 
Dorado, sede del poder de su hermano Zane en el país vecino de Narabia, 
tendría que devolverla allí en algún momento. 
Apartó la manta que lo tapaba y estuvo a punto de sonreír de nuevo 
ante la evidencia de su erección. Se había visto obligado a salvar a la mujer 
al verla perdida junto al todoterreno, pero tal vez no fuese tan mala idea 
tenerla allí. Había querido pasar aquellos días a solas para escapar del peso 
del liderazgo, para reconectar con los aspectos básicos de la vida, que no 
había podido disfrutar desde que, más de una década antes, con diecisiete 
años, se había convertido en jefe de Kholadi. 
Su papel como jefe había sido mucho más complicado y arduo cinco 
años antes, cuando la decisión de explotar los yacimientos minerales había 
enriquecido a su pueblo. Pero había habido que gestionar e invertir aquella 
riqueza para proporcionar a su tribu una existencia más tranquila y segura. 
Había sido su misión utilizarla para aliviar la dura vida del desierto y dar a 
los jóvenes oportunidades que no habían tenido hasta entonces, pero llevar 
a Kholadi al siglo XXI al tiempo que protegía sus tradiciones había sido 
todo un acto de malabarismo, que se había complicado todavía más al estar 
en el extranjero, apartado de la tierra que lo había definido y apoyado. 
¿Qué mejor manera de relajarse y escapar de aquellas pesadas losas 
que perdiéndose en una mujer, si ella estaba de acuerdo? ¿Cuánto tiempo 
hacía que no había disfrutado de una piel tan suave, de explorar los 
placeres de un ángel? ¿O de una hechicera? 
Se puso en pie y salió de la tienda. Mientras respiraba el aire seco del 
desierto y el sol bruñía su piel, sintió que recuperaba su habitual vitalidad. 
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En cuanto se bañase y comiese, haría suya a la chica. Y descubriría si 
estaba tan dispuesta como él a divertirse un poco antes de que la llevase de 
vuela al palacio. 
Kasia se despertó lentamente, aturdida. 
¿Dónde estaba el príncipe? 
La cama estaba vacía a su lado y el sol entraba en la enorme tienda. 
Se levantó de la cama y fue corriendo a la entrada. ¿La habría dejado 
allí sola? ¿Se habría ido a pasear? 
¿Cuánto tiempo había dormido? 
Volvió a sentirse culpable al recordar cómo le había vendado el 
brazo, cómo lo había oído gritar en sueños, y cómo se había fijado en su 
erección. 
Se hizo sombra en los ojos mientras se dirigía hacia el corral en 
busca de su salvador. 
El semental levantó la cabeza y relinchó antes de volver a beber 
agua. Al menos, estaba allí. 
Oyó caer el agua sobre las rocas rojizas del oasis y, tras darle una 
palmadita al caballo en el hocico, se dirigió a través del camino bordeado 
de palmeras hacia la piscina de agua azul que había entre las rocas. 
Primero vio la venda, tirada en el suelo y manchada de sangre seca 
que hizo que se le encogiera el estómago. Después, los pantalones negros 
colgados de un matorral. Se acercó más, sus pies se clavaron en la arena 
húmeda de la orilla y buscó con la mirada en el agua. 
Sintió calor por todo el cuerpo al descubrir a su paciente bajo la 
cascada. 
Se le irguieron los pezones y le temblaron las piernas. 
El príncipe Raif estaba de espaldas a ella, metido en el agua, y era su 
fantasía de adolescencia hecha realidad. Todo músculos, con la serpiente 
tatuada en el hombro, la herida en el brazo, junto a otras cicatrices. 
Y pensó que era todavía más impresionante desnudo que con la ropa 
de ceremonia que había llevado para la boda de Zane y Cat. 
Kasia se quedó paralizada a pesar de saber que debía marcharse y 
dejar que se bañase tranquilo. ¿Acaso no le había causado ya suficientes 
problemas? 
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Pero siguió mirándolo, entusiasmada por la belleza de su fuerte y 
masculino cuerpo. Era la primera vez que veía a un hombre desnudo. Le 
habían pedido salir durante sus años en Cambridge, pero siempre había 
evitado cualquier cosa que la apartase de sus estudios. No había salido 
mucho de fiesta porque había querido volver a Narabia con una formación 
que pudiese aportar algo a su país. 
Cat y Zane habían invertido una fortuna en su educación. Cat 
siempre había insistido en que el dinero no era importante, que Kasia se 
había ganado aquella oportunidad después de sus años en el palacio, pero 
ella había querido que mereciese la pena la inversión. Era la primera mujer 
de Narabia que había conseguido esa oportunidad. Y pretendía que hubiese 
muchas más. Pero el hecho de haber sido muy estudiosa no le había 
parecido nunca un lastre, hasta entonces. 
No sabía qué hacer con una atracción física tan intensa que la 
asustaba. 
Siempre había sentido curiosidad por el sexo y había estado 
dispuesta a explorarlo… cuando llegase el momento, pero al ver el 
musculoso trasero del príncipe al inclinarse a echarse más agua por la 
cabeza, se preguntósi era posible estar tan excitada. Demasiado excitada. 
Porque la tensión de sus pechos, la debilidad de sus piernas y la humedad 
entre sus muslos le estaba resultando dolorosa. Y el corazón le latía tan 
deprisa que tenía miedo a desmayarse. 
Respiró, intentó relajarse, pero entonces el príncipe se giró y empezó 
a andar hacia ella. 
Lo devoró con la mirada. 
Se le cortó la respiración. 
Tenía el pecho tan ancho y musculado como se lo había visto la 
noche anterior, pero en esos momentos su piel brillaba, parecía lleno de 
salud y vitalidad. Tenía la cabeza agachada para ver por dónde andaba para 
no hacerse daño con las piedras, así que Kasia aprovechó para seguir 
disfrutando con las vistas. 
Era mucho más alto que ella, y la mirada de Kasia recorrió sus 
hombros anchos, sus músculos abdominales, y siguió bajando. 
No estaba excitado, pero su miembro viril no la decepcionó, 
completaba la impresionante imagen de la masculinidad. 
Parpadeó, consciente de repente de que había dejado de andar. 
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25 
Levantó la vista a su rostro, sintiendo que el calor de su pecho le 
subía por el cuello y le explotaba en las mejillas. 
 –Buenas tardes, pequeña hechicera –le dijo él, mirándola como si la 
situación lo divirtiese–. ¿Estás evaluando los daños? 
–Yo… –balbució ella. 
Tragó saliva, y se cruzó de brazos para controlar el dolor que sentía 
en los pechos, pero no lo consiguió. 
–Siento haberle disparado, príncipe Raif. 
«Y haber invadido su privacidad devorándolo con la mirada mientras 
se bañaba». 
Se guardó aquella última parte de la disculpa. A él no parecía 
molestarle que lo viese desnudo, de hecho, emanaba arrogancia y 
seguridad. 
–¿Cómo me has llamado? –le preguntó él, esbozando una media 
sonrisa. 
–Príncipe Raif –repitió ella, confundida. 
¿No se había dirigido correctamente a él? ¿No era así como él mismo 
le había pedido que lo llamase? En vista de su gesto, debía de haberlo 
entendido mal. ¿Se suponía que debía arrodillarse como había hecho en 
otra época ante Zane, porque era jeque? 
Pero mientras aquel hombre terminaba de llegar a la orilla y se 
detenía delante de ella, resistió el impulso de arrodillarse. 
Él no parecía particularmente indignado por aquella infracción de las 
formas y, además, si se arrodillaba quedaría a la altura de su… Kasia 
levantó la barbilla. 
«No vuelvas a mirar hacia abajo. Ya has sido suficientemente 
irrespetuosa». 
–Solo Raif –la corrigió él–. No soy príncipe en Kholadi. Solo jefe. 
Cuando pasó por su lado, Kasia inhaló su olor a tomillo del desierto 
y a sal en vez de a sudor. Lo vio secarse el pecho y el pelo con los 
pantalones de algodón antes de volver a ponérselos. 
Kasia suspiró y consiguió relajar por fin los músculos de su nuca al 
ver que se vestía. 
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–Mi hermano me otorgó el título de príncipe Kasim cuando llegamos 
a un acuerdo hace diez años –le explicó él–, pero eso no significa nada en 
el desierto. 
Le habló con naturalidad, pero Kasia detectó cierta tensión en su voz. 
Ella sabía que ambos países habían estado en guerra durante varias 
años antes de que el viejo rey, Tariq se hubiese quedado incapacitado por 
un infarto cerebral. En cuanto Zane había llegado al trono, había negociado 
una tregua con su hermanastro y ambos países habían vivido en armonía 
desde entonces. 
Pero al parecer la relación fraternal no era del todo fluida. A Kasia se 
le detuvo el corazón al pensar en las numerosas cicatrices que tenía por 
todo el cuerpo y en las pesadillas que lo habían acuciado por la noche. 
Como todo el mundo, ella había oído la historia de cómo lo habían echado 
de palacio siendo un niño para dejar paso a su hermano, que sí era hijo 
legítimo, para que se muriese en el desierto. 
Lo que no sabía era qué parte de la historia era verdad. Y nunca 
había pensado en los traumas que aquello podía haberle causado, porque 
las leyendas acerca de cómo había sobrevivido el príncipe Kasim y las 
batallas que lo habían erigido en líder de Kholadi habían sido solo eso, 
leyendas. Cuentos. Un mito. 
Pero en esos momentos el mito parecía tan real y tan brutal como las 
cicatrices que cubrían su cuerpo. Era normal que la relación con su 
hermano fuese tensa, tras haber sido rechazado tan cruelmente por su 
padre. 
Tal vez pareciese fuerte e invencible, pero se le podía hacer daño 
como a cualquier otra persona. 
Sintió compasión por él al ver la cicatriz que ella misma le había 
causado. 
–Debería volver a vendarle el brazo –le dijo, pero cuando alargó la 
mano para tocarlo, él se la agarró por la muñeca. 
–No es necesario –le respondió. 
–¿Y si vuelve a sangrar? –insistió Kasia con los ojos húmedos. 
Podía sentir él la velocidad a la que le latía el corazón, podía sentir su 
estado de excitación. 
Raif volvió a sonreír de medio lado y a ella se le aceleró el pulso 
todavía más. 
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«Lo sabe». 
–Es solo un arañazo –le dijo, soltándola–. He sobrevivido a heridas 
mucho peores. 
–No causadas por mí –le dijo ella, consternada al pensar en el resto 
de las cicatrices de su cuerpo–. Me siento fatal por haberle disparado. 
–Pero no me diste, fallaste. Y, además, estabas asustada. Te estabas 
defendiendo. Es una reacción natural. 
–No, no lo es –le contestó ella–. Nunca le había disparado a nadie. 
Aquello no pareció conmoverlo. 
«Porque debe de vivir en otro mundo. Un mundo duro y cruel en el 
que las personas se disparan primero y preguntan después». 
–¿Me permite al menos que le mire la herida, príncipe Kasim? –le 
preguntó, intentando parecer tranquila–. Me haría sentir mucho mejor. 
Él pasó un dedo por su rostro. 
–Puedes mirarme la herida solo si accedes a llamarme Raif –le dijo 
él, apartando entonces la mano–. 
Teniendo en cuenta cómo me has visto ya, no tiene sentido que 
guardemos las formas. 
Kasia sacudió la cabeza, hipnotizada por su voz de tenor. 
Cinco minutos después, mientras él se sentaba de nuevo en la cama 
para permitirle que le vendase la herida, se dio cuenta de su error. 
Porque el recuerdo de su cuerpo, mojado y desnudo, hizo que estar 
allí con él, aspirando el embriagador olor de su cuerpo, fuese todavía más 
abrumador. 
Tanto, que ya no supo si aquello estaba ocurriendo de verdad, porque 
tenía la sensación de que era una de sus fantasías de adolescente hecha 
realidad. 
 –¿Cómo te llamas? –le preguntó Raif porque necesitaba distraerse 
mientras los dedos de la chica le tocaban el bíceps al vendárselo. 
Llevaba dos minutos ocupándose de él y para Raif estaba resultando 
muy complicado controlar su excitación. 
¿Lo sabía ella? Seguro que sí. 
–Kasia. Kasia Salah –le dijo, concentrada en el vendaje. 
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Pero él se dio cuenta de que se ruborizaba. 
–¿Eres de Narabia? 
¿Por qué le importaba aquello? Se había acostado con mujeres de 
muchas nacionalidades y no las juzgaba por ello, sino por cuánto las 
deseaba. Y a aquella la deseaba mucho. 
–Sí, crecí en el Palacio Dorado. Mi abuela trabajaba en él como 
cocinera y yo formaba parte del personal doméstico. 
Eso lo removió por dentro. Así que era de origen humilde, no como 
él. –Hasta que me convertí en asistente de Cat –añadió Kasia en tono 
orgulloso. –¿Cat? ¿Quién es Cat? 
–Catherine Smith, que ahora es la reina Catherine Ali Nawari Khan, 
ya sabes, la esposa del jeque –le explicó–. Es mi mejor amiga. Gracias a 
ella he podido estar cinco años estudiando en el extranjero. 
–¿No ha sido gracias a ti misma? –le preguntó él, molesto por la 
intención de Kasia de otorgarle el mérito a otra persona. 
La esposa de Zane era una mujer muy bella, pero no tanto como ella. 
La única diferencia era que Catherine Khan no había tenido que luchar por 
su educación como debía de haberlo hecho Kasia. 
La muchacha lo fulminó con la mirada, como si el comentario la 
hubiese molestado. –Por supuesto, sí –le dijo–, pero yo quise tener esa 
educación gracias a Cat. Zane yella… Se sentó sobre los talones y apartó 
las manos de su bíceps. 
–Hicieron posible que yo estudiase en el extranjero, en un lugar 
llamado Universidad de Cambridge. ¿Un lugar llamado Universidad de 
Cambridge? ¿Acaso pensaba que no había oído hablar de aquella 
institución británica? ¿Lo tomaba por un salvaje? 
Se sintió herido en su orgullo, pero contuvo el impulso de corregirla. 
Si había estado cinco años fuera de casa, lo único que sabría de él era 
que se trataba del hijo bastardo del jeque, un guerrero primitivo, un 
mujeriego sin escrúpulos. 
Los rumores habían tenido parte de verdad, en especial, cuando había 
sido más joven, cuando le había gustado alentarlos porque eso le daba un 
poder y un misticismo del que se podía aprovechar en la política, en los 
negocios y en la cama. 
¿Por qué no aprovecharlos también con Kasia? Raif nunca se había 
sentido avergonzado de aquel niño al que no habían querido, que había 
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sido lo suficientemente fuerte para sobrevivir a la sed y al hambre del 
desierto, ni del adolescente que había sido lo suficientemente salvaje para 
vencer a los mejores guerreros de Kholadi y convertirse en jefe. Su pasado 
lo había convertido en el hombre que era. ¿Acaso no había vuelto al 
desierto precisamente para volver a conectar con aquellas facetas de él? 
Sintió la adrenalina correr por sus venas. Aquella mujer lo había 
visto indefenso, algo que lo había incomodado, pero si volvía a ser el 
caudillo mujeriego recuperaba el poder. 
Ella sacó un antiséptico del botiquín. 
–Me he fijado en que tienes unos arañazos en la espalda, de cuando 
te caíste del caballo –le dijo, abriendo el tubo–. Gírate y te pondré un poco 
de esto en ellos antes de que se te infecten. 
–Basta –le dijo él, agarrándola de la muñeca, satisfecho al notar que 
se le aceleraba el pulso. 
–Deberías tratarte esos arañazos –le respondió ella. 
–No es la espalda lo que me duele –la interrumpió él. 
Kasia captó el mensaje y bajó la mirada a sus pantalones. Estaba tan 
excitado como durante las pesadillas. 
Levantó la cabeza. 
–Entiendo… lo que quieres decir –balbució, ruborizándose. 
–Ya hemos tenido suficientes juegos preliminares –sentenció Raif. 
Prefería ser sincero y honesto con las mujeres. Cuando se trataba de 
sexo, no le gustaban los juegos. –Si me deseas tanto como yo a ti, podemos 
calmar ese dolor –le sugirió, acariciándole la mejilla–. Si no, te 
acompañaré de vuelta al palacio. 
Bajó la mano. No solía ser tan brusco con las mujeres, pero aquella 
tenía algo que le impedía ser sutil acerca de sus necesidades. 
–¿Qué eliges? 
 
 
 
 
 
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Capítulo 5 
 
 
 
 
 
TE ELIJO a ti». 
–Yo… –balbució Kasia. 
La audaz propuesta del príncipe Kasim parecía ser auténtica. 
El príncipe Kasim, no, Raif. Se corrigió. Porque en aquellos 
momentos era de todo menos un príncipe. Ni siquiera un príncipe del 
desierto. 
No se daba aires de grandeza, no se comportaba con formalidad ni 
seguía protocolos. Su deseo era básico y descarado, y eso la atraía todavía 
más, se exhibía en la tensión de su mandíbula, en su mirada directa y en su 
erección. 
–No sé qué decir –espetó, desconcertada por su propio deseo. 
Había coqueteado con hombres antes, incluso había besado a alguno, 
pero nunca había sentido aquello por ninguno. 
Él hizo una mueca. 
–Te lo voy a poner más fácil. ¿Me deseas, Kasia? Porque yo he 
soñado con hacerte mía. 
La salvaje declaración le sacudió el corazón a Kasia. 
Él le tocó la mejilla y se le cortó la respiración, el roce de sus 
callosos dedos hizo que sintiese todavía más calor entre los muslos. 
Su dedo pulgar le recorrió el pómulo, bajó por el cuello. 
–Quiero hacerte gemir de placer –añadió Raif, llegando a la curva del 
pecho–. Hacer que tus pezones se endurezcan con las caricias de mi 
lengua. 
A ella se le endurecieron los pezones como si ya hubiese sentido la 
caricia. Respiró con dificultad bajo su intensa mirada. 
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Raif se echó a reír, arrogante, y tan sexy que Kasia pensó que iba a 
explotar como un volcán. 
–Dime que me deseas, Kasia. 
–Sí –le respondió ella sin pensarlo–. Te deseo. 
Aquello no podía estar mal. Habían sobrevivido a una tormenta de 
arena. Eran jóvenes y estaban vivos. 
Tal vez procediesen de dos mundos muy diferentes, pero estaban allí, 
juntos, y deseaban lo mismo. 
Ella volvería al palacio aquel mismo día. Cat y Zane debían de estar 
muy preocupados, ya que llevaba más de veinticuatro horas perdida. 
Regresaría a Cambridge a finales de mes. No tenía intención de volver al 
desierto sola después de aquello, así que era poco probable que lo volviese 
a ver. 
¿Por qué no disfrutar del momento? ¿Y qué mejor persona para 
iniciarla que un hombre al que tenía idealizado? ¿Un hombre que se 
suponía que era un amante increíble? ¿Un hombre cuyas «herramientas» 
había estado apreciando casi toda la noche? 
Él asintió, aceptando su rendición como si no hubiese esperado otra 
cosa. Entonces dijo algo en su propio dialecto. 
Kasia no necesitó traducción, le bastó con su intensa mirada. 
Raif se puso en pie y la ayudó a levantarse. Tomó su rostro con 
ambas manos y pasó la lengua por sus labios, que ella separó 
instintivamente. Fue un beso firme, convincente. Kasia había esperado que 
la devorase, pero sus lenguas realizaron juntas una danza sensual. 
Pero según fue aumentando la excitación, el beso cambió y se hizo 
más frenético. 
Raif metió las manos por debajo de su camiseta y le desabrochó el 
sujetador. Ella se aferró a sus hombros, abrumada por la sensación al notar 
que le acariciaba los pechos y jugaba con sus pezones hasta hacerla gemir 
contra su boca. 
Él levantó la cabeza y la miró a los ojos. 
–Te quiero desnuda, Kasia. 
Ella asintió porque ya no era capaz de hablar con coherencia. 
Retrocedió y él le quitó la camiseta por la cabeza, le quitó el 
sujetador. 
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32 
Kasia se cruzó de brazos, avergonzada. 
–No –le dijo él, agarrándola por las muñecas–. No te escondas. Eres 
preciosa. 
Y ella se sintió preciosa y se obligó a relajarse. 
El sol hacía brillar el musculoso pecho de Raif y su erección 
levantaba el pantalón de algodón de tal modo que a Kasia se le hizo la boca 
agua solo de imaginárselo desnudo, pero, para su sorpresa, lo que hizo Raif 
fue arrodillarse ante ella. Le desabrochó el pantalón corto, se lo bajó, y le 
acarició las piernas desnudas antes de pegar el rostro a su sexo. 
Kasia se aferró a sus hombros anchos, sólidos, para no caerse 
mientras él le separaba las piernas y pasaba la lengua por su interior. 
Ella se estremeció. Sus jadeos inundaron la tienda mientras él seguía 
acariciándola íntimamente, mientras la sujetaba con firmeza y lamía, 
chupaba y exploraba la esencia de su placer. 
Por fin capturó la vulva henchida de su clítoris y chupó con fuerza. 
 El clímax sacudió todo su cuerpo. Kasia se apoyó en sus hombros 
mientras se sentía como en una impenetrable nube de placer. 
–Más –gruñó él, poniéndose en pie y tomándola en brazos. 
Unos segundos después la había dejado en la cama y se cernía sobre 
ella, tapándole la luz del sol. 
Raif se quitó los pantalones y ella lo devoró con la mirada, 
excitándose de nuevo al ver su enorme erección. 
–Necesito estar dentro de ti –le dijo él, cubriéndola con su cuerpo. 
–Sí. 
Ella también quería tenerlo dentro, quería volver a vivir aquella 
maravillosa sensación. 
Raif la ayudó a poner una pierna alrededor de su cintura para abrirla 
a él y se apretó contra su cuerpo. Una punzada de dolor hizo que Kasia se 
pusiese tensa y diese un grito ahogado mientras intentaba asimilar la 
sobrecogedora sensación de tenerlo en su interior. 
Él juró, se quedó inmóvil. Su expresión era indescifrable porque 
estaba a contraluz, pero Kasia sintió su sorpresa. 
–¿Eras virgen? –inquirió Raif. 
–Lo siento –le respondió ella–. Tenía que habértelo dicho. 
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–Sí, pero ahora ya es demasiado tarde. 
Ella no supo lo que significaba aquello. ¿Estaba enfadado? No 
parecía enfadado, solo sorprendido. 
Le acarició la mejilla. 
–¿Te estoy haciendo daño? 
A Kasia le dolía un poco, pero no quería que Raif saliese de ella. 
–No –le respondió–. Quiero volver a sentir el placer. 
Él enterró el rostro en su cuello, le dio un beso debajo de la oreja y, 
al mismo tiempo, le acarició un pecho. 
–Si te hago daño, dímelo –le pidió mientras la agarraba por las 
caderas y empezaba a moverse en su interior. 
El movimiento se fue haciendo más profundo y más rápido, y fue 
creando un nuevo tsunami de sensaciones. 
Kasia sollozó. El placer la dominó, la hizo gritar mientras él la 
rodeaba con su cuerpo como durante la tormenta de arena. 
Gritó al llegar al abismo y sentir que su cuerpo estallaba de felicidad. 
Lo oyó gritar a él también justo antes de derrumbarse sobre su 
cuerpo y derramar su semilla en ella. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 6 
 
 
 
 
 
QUÉ HAS hecho?». 
Raif intentó calmar los latidos de su corazón y se obligó a soltar las 
caderas de Kasia. 
Se sentía avergonzado y horrorizado a pesar de que todavía estaba 
aturdido después del clímax. 
Clímax al que había llegado dentro de ella, a pesar de no haber 
pretendido hacerlo. Y lo que era mucho peor, nada más hacerse con su 
virginidad, los había obligado a ambos a un solemne pacto que no podrían 
romper. 
¿Por qué no había tomado precauciones, como hacía siempre, y se 
había informado acerca de la historia de aquella mujer? ¿Por qué no le 
había hecho las preguntas que los habrían protegido a ambos? 
Porque había estado desesperada por tenerla. No había podido pensar 
en otra cosa desde que había salido del agua esa mañana y la había 
sorprendido observándolo, con la mirada clavada en su erección. O, tal 
vez, incluso antes. Lo había estado volviendo loco desde que había puesto 
los ojos en ella, junto al todoterreno, con su mirada ambarina brillando con 
miedo y rebeldía. O cuando había despertado de la pesadilla y había oído 
su dulce voz. 
En cualquier caso, había despertado a la bestia y la destrucción que 
eso había causado en sus vidas, en las de los dos, ya no se podía evitar. 
En vez de pánico o resentimiento, lo único que sentía era 
aturdimiento y emociones encontradas acerca de las inevitables 
repercusiones. 
Tumbado boca arriba, estudió el techo de la tienda, las ricas telas, los 
reflejos del sol. Todo parecía igual que cuando se había despertado una 
hora antes, pero toda su vida, y la de ella, habían cambiado para siempre. 
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Raif sabía que no era la primera vez que jugaba con su destino, 
siendo siempre consciente de los riesgos, pero con Kasia ni se le había 
pasado por la cabeza. ¿Podía reconfortarse pensando que había sido su 
destino? 
–¿Estás bien? 
Raif se giró y se encontró a Kasia observándolo, con las manos 
unidas a la altura del pecho, los anillos de sus dedos, brillando. 
Volvió a desearla a pesar de ser consciente de las consecuencias de 
lo que acababa de ocurrir. Examinó su expresión ingenua, buscando en ella 
algún signo de falsedad. 
¿Habría planeado aquello para atrapar a un príncipe? 
A Raif le parecía poco probable, pero factible, hasta que recordó la 
tormenta. 
No, eso no podía haberlo planeado. Tal vez hubiese visto una 
oportunidad y la hubiese aprovechado. Sintió náuseas, pero se las tragó. En 
cualquier caso, él tenía parte de la culpa de lo que había ocurrido allí. Era 
dueño de su libido. 
Él había decidido seducirla sin saber lo suficiente acerca de su 
persona. Y había perdido completamente el control en cuanto había 
enterrado el rostro entre sus muslos. 
Fuese cual fuese la motivación de Kasia, las consecuencias eran 
duras e inevitables. 
Se puso de lado, apoyó una mano en su mejilla y estudió su pelo 
oscuro. 
–No debería haberte hecho mía sin protección –le dijo, sintiéndose 
humillado de nuevo por su falta de autocontrol–. No tengo excusa. Aunque 
un embarazo tampoco me importa, ahora que tenemos que casarnos. 
Ella abrió los ojos como platos. Se sentó en la cama y frunció el 
ceño. 
–¿Qué has dicho? –inquirió sorprendida. 
Interesante. O era la mejor actriz que Raif había conocido, o no tenía 
planeado engañarlo para que se casase con ella. 
Eso lo consoló en cierto modo. No había sido el único en perderse en 
la intensidad del acto sexual. Apoyó la cabeza en una mano y siguió 
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estudiándola con la mirada. Estaba sorprendida de verdad, y su gesto era 
encantador. 
–Eras virgen, Kasia –le dijo, porque ella parecía esperar una 
explicación–. Aunque soy bastardo, la sangre de la casa real de Nawari 
corre por mis venas, así que nos tenemos que casar. 
–Pero yo no puedo casarme contigo. Ni siquiera te conozco. No es 
posible que me haya quedado embarazada, estoy al principio del ciclo 
menstrual. 
Él frunció el ceño. Ya no parecía sorprendida, sino más bien 
asustada. 
–El embarazo no es el motivo, sino el honor –continuó, sintiendo que 
se le cerraba la garganta con aquella palabra crucial. 
El honor. Lo único que su padre no había conseguido arrebatarle. Su 
honor siempre lo había sostenido, en la soledad, en el dolor, en el hambre, 
en la sed, y en todos los momentos de humillación que había implicado ser 
un niño sin hogar. El honor lo había hecho sobrevivir y luchar hasta 
triunfar. 
El honor lo era todo para Raif y no podía hacer concesiones, ni 
siquiera consigo mismo. 
 –Eras virgen y, para mantener mi honor, tengo que hacerte mi 
esposa, mi consorte. 
–Pero eso es… 
Kasia respiró hondo varias veces antes de continuar. 
–No puedes estar hablando en serio. 
Raif la miró fijamente, con el ceño fruncido, todavía más guapo. Y 
ella lo deseó de nuevo. 
–Por supuesto que hablo en serio –le respondió él–. No tengo 
elección. 
–No seas ridículo. Siempre hay elección. 
–Kasia –le dijo él, acariciándole la mejilla, excitándola todavía más–. 
Cálmate, estás respirando demasiado deprisa. 
Ella echó la cabeza hacia atrás. No podía mantener una conversación 
con él mientras la miraba de aquella manera. 
Había oído hablar de la ley del matrimonio de los jeques, escrita en 
pergaminos. Había leído esos viejos pergaminos con Cat años atrás. Había 
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oído a sus compañeras de colegio hablar del tema entre susurros. Había 
oído decir que era la manera de hacer un sueño realidad, de que alguien 
como ellas pudiese convertirse en reina. 
Pero en esos momentos no le parecía un sueño, sino una pesadilla. 
No se había acordado del tema cuando se le había olvidado 
mencionarle su virginidad a Raif. Había estado demasiado inmersa en el 
momento como para pensar en nada. ¡Ni siquiera en la contracepción! 
Se puso en pie, tomó su camiseta y se la puso. No podía quedarse allí 
a mantener aquella conversación. 
Tardó en encontrar las mangas porque no paraba de temblar. 
¿Por qué no había pensado antes en las repercusiones de acostarse 
con Raif? Era un hombre claramente autoritario y arrogante. 
Ella no quería casarse con un extraño. Se suponía que iba a volver a 
Cambridge. Había hecho aquel viaje para recoger datos antes de empezar 
con su doctorado acerca de los ecosistemas del desierto de Narabia. 
Raif quería preservar su honor, pero ¿qué pasaba con el de ella? Ella 
también era persona y tenía su propia voluntad. Él no podía decidir acerca 
de su futuro solo porque Kasia se hubiese dejado llevar y se le hubiese 
olvidado advertirle de su virginidad. 
Siempre había pensado que cuando se casase, si se casaba, lo haría 
por amor. Quería el mismo cuento de hadas que habían vivido Zane y Cat. 
Jamás se casaría por obligación o por honor. Mucho menos con un hombre 
que no parecía conocer la diferencia entre honor, obligación y amor. 
Tomó los pantalones, desesperada de repente por escapar de la 
asfixiante tienda.Se dio cuenta de que su error había sido acostarse con un hombre al 
que no conocía. Y aquello le hizo pensar en su madre. 
«Ya no puedo ser tu madre, Kasia. Tu abuela se ocupará muy bien de 
ti». 
Su madre la había abandonado porque no había soportado vivir como 
madre soltera, pero Kasia no lo había pasado mejor. Durante años, había 
tenido que superar las inseguridades causadas por la ausencia de su madre, 
y todo porque la tradición castigaba los amores mal escogidos. 
Se abrochó el pantalón con manos temblorosas. 
Pero cuando iba a salir de la tienda, Raif la agarró del brazo. 
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–¿A dónde vas? –le preguntó. 
–Necesito tomar el aire. Y pensar. Y lavarme. 
Él también se había puesto los pantalones, afortunadamente, pero 
Kasia vio su pecho y volvió a sentir deseo. 
¿Cómo había podido entregarse a él sin pensar en las consecuencias? 
–Kasia, no tengas miedo –le dijo él–. Aunque entiendo que lo tengas. 
Debes saber que es una decisión que yo tampoco habría tomado, pero a la 
que ahora estamos obligados los dos. 
Había una determinación férrea en su voz. 
Pero aquello era una locura. 
¿Por qué iban a seguir unas normas dictadas muchos años antes de 
que ambos hubiesen nacido? 
–Necesito estar a solas un rato –le pidió ella. 
Él la soltó y asintió. 
–De acuerdo, ve a bañarte. Mientras, yo recogeré aquí. Debemos 
salir hacia el Palacio Dorado antes de que caiga la noche, para hablar con 
tu familia. 
A ella se le hizo un nudo en la garganta. 
–No tengo familia. Mi abuela falleció. Tal vez, si no se lo contamos a 
nadie… 
–No podemos mentir, eso sería atentar todavía más contra el honor –
la interrumpió él, frunciendo el ceño todavía más–. Si no tienes familia, le 
pediré tu mano a mi hermano, que es para quien trabajas, ¿verdad? 
Raif iba demasiado deprisa. Kasia no quería que Zane y Cat supiesen 
lo que había hecho. Y no quería meterlos en aquella situación. Ellos, sin 
duda, apoyarían su decisión. No eran unos bárbaros, como Raif. 
«Respira, respira. Y no seas más dramática de lo estrictamente 
necesario». 
–¿A qué distancia estamos de palacio? –preguntó, empezando a idear 
un plan. 
–A un día a caballo, hacia el norte –le respondió él. 
«Gracias a Dios». 
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–De acuerdo –contestó ella, sintiéndose tranquila de repente–. No 
tardaré. 
Raif volvió a agarrarla del brazo. 
–No desesperes, Kasia. Encontraremos la manera de hacerlo 
funcionar. 
 Ella asintió. No podía hablar. Discutir con él no tenía sentido y 
jamás se le había dado bien ocultar sus sentimientos. 
Salió de la tienda y fue directa hacia el corral. No perdió el tiempo en 
ensillar al semental. 
No había montado desde hacía cinco años, pero había sido una buena 
amazona y sabía montar con y sin silla. Rezó porque su cuerpo recordase 
lo aprendido mientras lo espoleaba. 
Entonces oyó un grito y vio como Raif salía corriendo de la tienda, 
sorprendido, y furioso al ver echar a galopar a su semental. 
Kasia siguió espoleándolo, se agachó para pegarse a su cuello y lo 
dirigió hacia el norte. 
Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no miró atrás. 
No podía. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Capítulo 7 
 
 
 
 
 
KASIA, si te ocurriese algo, por traumático que fuese, sabes que 
siempre puedes llamarme, ¿verdad? 
Kasia dejó de doblar la ropa que tan poco tiempo hacía que había 
sacado de la maleta para volver a meterla en ella. Su mejor amiga, 
Catherine Ali Nawari Khan, estaba con la espalda pegada a la puerta de su 
habitación y la miraba con preocupación. 
Ella asintió, decidida a hablar con voz tranquila. Todo lo tranquila 
que podía estar a pesar de la vergüenza que había sentido desde que había 
llegado a palacio, una hora antes, que había ido en aumento desde que 
había galopado por las dunas, lejos del campamento de Raif. 
–Es solo que… necesito volver a Cambridge. 
Sabía que era una cobarde, pero era la decisión que había tomado 
durante el trayecto. 
Había cometido un grave error, no solo por acostarse con Raif, sino 
por no advertirle de que era virgen. Y había hecho que ambos se 
encontrasen en una complicada situación, una situación que podría tener 
consecuencias institucionales para ambos países si Raif se empeñaba en 
casarse con ella. Así que la única solución era marcharse. Marcharse 
rápidamente, antes de que él llegase al palacio. 
Había tenido la suerte de encontrarse con el convoy de todoterrenos 
que habían enviado en su búsqueda una hora después de marcharse del 
campamento. Había vuelto con ellos al palacio, donde Zane y Cat habían 
estado esperándola. Al llegar había recibido besos y abrazos, lágrimas de 
alegría y de alivio, pero después habían llegado las preguntas. ¿Qué le 
había ocurrido? ¿Cómo había sobrevivido después de que su vehículo 
fuese enterrado por la arena? ¿Estaba bien? ¿Necesitaba un médico? 
Ella les había contado una historia deliberadamente vaga. Que la 
había rescatado un miembro de una tribu, que la había llevado a su 
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campamento y después le había prestado su caballo para volver al palacio 
después de la tormenta de arena, pero en cuanto Zane había sugerido 
ponerse en contacto con él para darle las gracias, Kasia había sabido que su 
historia no se sostendría ante un examen más profundo. Además, 
sospechaba que Zane sabía que no estaba contando toda la verdad. Había 
empezado a hacer preguntas: ¿Por qué no le había dado el hombre la silla 
de montar? ¿Dónde estaban sus zapatos? ¿A dónde tenían que llevar un 
caballo tan valioso como aquel? Y entonces Cat había intervenido, 
insistiendo en que Kasia necesitaba darse un baño, comer algo y descansar, 
pero solo había sido cuestión de tiempo que fuese a verla y expresase su 
preocupación. 
A Kasia se le llenaron los ojos de lágrimas y Cat se acercó a ella. 
–Kasia… sabía que te pasaba algo –le dijo, abrazándola, dándole un 
beso en la frente–. ¿Te hizo algo el hombre que te rescató, es eso? ¿Qué 
ocurrió? En cualquier caso, no es culpa tuya. No tienes que marcharte. 
Encontraremos una solución. 
Kasia sacudió la cabeza y se limpió las lágrimas. No se merecía la 
preocupación de Cat ni sus palabras reconfortantes. E iba a tener que darle 
una explicación. Iba a tener que admitir los humillantes errores que había 
cometido al mismo tiempo que protegía a todo el mundo, a Raif, de las 
consecuencias. 
–No, no me hizo nada. De hecho, fue más bien al contrario, fui yo la 
que le disparé. 
Cat arqueó las cejas. 
–¿Está muerto? –preguntó directamente. 
–No, no. Está bien, lo herí en el brazo. 
–Bueno, entonces, bien. Supongo. 
Kasia se echó a reír. 
–¿Cómo que bien? Le disparé. 
–¿Y qué? Seguro que se lo merecía –comentó Cat en tono 
pragmático. 
Y Kasia sintió que los ojos se le volvían a llenar de lágrimas. 
–No, no se lo merecía, me estaba rescatando de la tormenta de arena. 
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–Y ambos sobrevivisteis, así que todo bien –continuó Cat, agarrando 
a Kasia de los brazos–, pero ocurrió algo más, ¿verdad? Algo que ha hecho 
que quieras marcharte. Y eso no… 
–Me acosté con él y ahora insiste en que nos casemos porque yo era 
virgen –dijo Kasia rápidamente, haciendo que Cat se quedase en silencio. 
Su amiga arqueó una ceja. 
–Entiendo. ¿Y seguro que no te obligó a acostarte con él? –preguntó. 
–No. 
–¿Estás segura, Kaz? –insistió su amiga en tono amable?–. Si era tu 
primera vez, tal vez… 
–No, no, yo lo deseaba, y mucho –murmuró Kasia–. Pasamos la 
noche juntos. Él estaba agotado y tuvo una terrible pesadilla y yo… estuve 
mirándolo porque es un hombre impresionante. 
Se ruborizó. 
–Y me gustó mucho acostarme con él. De hecho, tuve dos orgasmos. 
No habría podido tener una mejor primera vez, pero después… 
Se sentó en la cama, se pasó ambas manos por el rostro, intentando 
borrar el recuerdo de su rostro, indomable, orgulloso, inquebrantable, y tantierno al mismo tiempo. 
–Insistió en que teníamos que casarnos, en que era una cuestión de 
honor. 
Por un instante, lo había pensado. A pesar de la sorpresa, una parte 
de ella se había sentido halagada y emocionada. 
Pero sabía que casarse con el príncipe Kasim, o con cualquier otro 
hombre, en esas circunstancias, no estaba bien. Por impresionante que 
fuese, por muchos orgasmos que pudiese producirle. Habían estado juntos 
por casualidad y, sí, había química entre ambos, pero nada más. No se 
conocían. 
Además, ella tenía un plan en su vida, un plan que había ido 
cambiando y evolucionando desde que era niña. Y ese plan no incluía un 
matrimonio de conveniencia con un hombre cuyo honor era más 
importante que el futuro de ella, o el suyo propio. 
–No puede obligarte a que te cases con él –le dijo Cat, tomando sus 
manos–. Aunque te entregases a él voluntariamente y no le dijeses que eras 
virgen. Si te sigue hasta aquí e intenta insistir, Zane hará que sus 
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consejeros le expliquen cuál es la ley. No tendrás que volver a verlo si no 
quieres. Y no tienes que volver a Inglaterra para evitar esa confrontación. 
–Lo sé –le respondió ella, girando las manos para agarrar las de Cat. 
Kasia pensó que era el momento perfecto para contarle a Cat toda la 
verdad y revelar la identidad del hombre con el que se había acostado. Y 
que el motivo por el que quería casarse con ella era su propia 
responsabilidad. 
Pero no podía hacerlo. 
No solo estaba muy avergonzada por su comportamiento, sino que, si 
se lo contaba a Cat y, por extensión, a Zane, sabía que estos seguirían 
apoyándola, pero eso los pondría a ellos en una situación muy complicada. 
Sobre todo, teniendo en cuenta la tensión que había entre Zane y Raif. 
Ella había cometido un error y era la única que podía encontrar la 
solución. Si volvía a Reino Unido, Raif no la seguiría hasta allí. Ambos 
quedarían libres y Raif ya no se vería obligado a casarse con ella. Seguro 
que su honor no lo obligaría a dejar el desierto y a su pueblo para 
aventurarse en un nuevo mundo del que no sabía nada para seguir a la 
mujer con la que se había acostado una noche. 
–De todos modos, prefiero volver al Reino Unido –le respondió–. Y 
olvidarme de esto. 
Aunque sabía que jamás lo podría olvidar. 
–¿Estás segura? –le preguntó Cat con preocupación. 
–Sí, estoy segura. Si él me sigue hasta aquí… 
Siempre existía la posibilidad de que Raif no fuese al Palacio 
Dorado. 
–Lo más sencillo será que yo no esté aquí. Sé que soy una cobarde, 
pero… 
–Deja de decir eso, Kasia. No eres una cobarde. Entiendo que quieras 
evitar a ese tipo –añadió–. Te ayudaré a hacer la maleta. Y pediré un coche 
para que te lleve al aeropuerto de Kallah. Podemos comprarte un billete en 
el vuelo de esta noche. 
–Gracias –le dijo Kasia, sonriendo a su amiga–. ¿Y a Zane le 
parecerá bien? 
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–Hará preguntas, supongo –admitió Cat–, pero confía en mi criterio y 
confía en ti también, Kasia. Y no te va a obligar a enfrentarte a ese tipo si 
no quieres hacerlo, ¿de acuerdo? 
Kasia asintió. 
–Gracias. 
Cat sonrió. 
–Al menos es bueno saber que le sacaste dos orgasmos. 
Kasia se obligó a sonreír también. 
–Y la verdad es que fueron espectaculares. 
Cat se echó a reír. 
–Bueno, eso nunca está mal. 
Pero Kasia se sintió triste cuando Cat se marchó a organizar su viaje 
y la dejó sola con la maleta. 
Zane confiaba en las decisiones de Cat porque adoraba a su reina. Su 
relación era la que Kasia siempre había querido tener algún día. Y era uno 
de los motivos por los que no había tenido ninguna relación con ningún 
chico en Cambridge. 
La relación de Zane y Cat estaba basada en la confianza y en la 
honestidad, algo en lo que ella había fallado siempre que la habían puesto a 
prueba. 
Y dudaba que Zane volviese a confiar en ella cuando se enterase de 
con quién se había acostado. De hecho, tal vez incluso la odiase un poco si 
había alguna consecuencia política derivada de aquel embrollo. 
Era posible que Kasia hubiese estropeado para siempre su relación 
con el jeque, un hombre al que siempre había admirado y cuyo respeto le 
importaba mucho. 
¿Por qué le dolía tanto pensar que la persona que debía de odiarla 
más era Raif? 
 
 
 
 
 
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Capítulo 8 
 
 
 
 
 
KASIA Sahal. Necesito hablar con ella. Ahora. 
Raif controló la ira que llevaba creciendo en su interior desde hacía 
cuatro días mientras la mujer que había al otro lado de la verja del Palacio 
Dorado temblaba visiblemente, pero se negaba a abrirle. 
Él no hostigaba a las mujeres, pero aquello era intolerable. Llevaba 
quince minutos allí y todavía no había podido localizar a Kasia. 
Tras un breve trayecto montando y una larga caminata hasta el 
campamento Kholadi más cercano, había tenido que pasar la noche 
descansando antes de poder emprender el viaje de dos días a caballo hasta 
Zafari. 
Durante el viaje había empezado a dolerle el costado derecho y había 
tenido que detenerse varias veces para recuperarse, por lo que, al final, en 
vez de dos días había tardado tres. Por si la situación no era ya lo 
suficientemente complicada, al parecer también tenía un virus estomacal. 
Debía haber esperado a estar completamente recuperado antes de 
emprender el viaje, pero el afán por encontrar a Kasia había sido más 
fuerte que su sentido común. 
Kasia había huido de él. Le había robado el caballo. Todo ello, tras 
prometerle que consideraría su propuesta de matrimonio. Raif pensó que 
tenía que habérselo imaginado. Nadie era tan ingenuo como parecía. No 
tenía que haber confiado en ella. 
–Lo siento, príncipe Kasim, pero no está aquí –le dijo la chica. 
–¿Y se puede saber dónde demonios está? –inquirió él en tono 
furioso. 
–Kasim, acaban de informarme de tu llegada. No te esperábamos. 
Raif se giró y vio a su hermano, que avanzaba por el patio seguido de 
dos de sus consejeros. 
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«Estupendo. Justo lo que necesitaba, una delegación política para 
ralentizar el proceso todavía más». 
Su hermano le apretó la mano con fuerza y Raif sintió dolor en el 
estómago, pero intentó disimular. 
–Me alegro verte, como siempre, hermano –añadió Zane con una 
sonrisa tensa, pero que parecía sincera. 
Debía de estar preguntándose qué hacía él delante de la verja de la 
zona de palacio en la que se alojaban las mujeres, gritando a una de sus 
criadas. 
Y Raif estaba demasiado enfadado para fingir una afabilidad 
fraternal que en realidad no sentía. Respetaba a su hermanastro y durante 
los últimos diez años se había visto obligado a admitir que era un buen 
jeque, pero no eran amigos. Si bien Zane podía ignorar la diferencia que 
había habido entre sus dos infancias, él no. 
Por algún motivo, Zane siempre se había comportado como si su 
terrible pasado no hubiese tenido lugar. 
La única ocasión en la que Raif había conseguido sacar de sus 
casillas a Zane había sido cinco años antes, cuando este había llegado al 
campamento Kholadi acompañado por la académica a la que había 
contratado para que escribiese un libro acerca del reino. Raif había sentido 
la atracción que había entre Zane y Catherine Smith y había decidido 
divertirse a expensas de su hermano coqueteando abiertamente con la 
joven durante la cena que habían compartido y asignándole la misma 
tienda que a Zane para dormir pese que su hermano había insistido en 
dormir en tiendas separadas. Zane se había puesto furioso con él, pero 
había tenido que disimular. Tres semanas después se habían casado y 
Catherine se había convertido en la reina de Zane. 
Desde entonces, y por motivos diplomáticos, Raif se había esforzado 
en comportarse de manera civilizada con su hermano, pero en esos 
momentos solo quería ver a Kasia, hablar con ella, averiguar por qué había 
huido y hacerle entender la realidad de su situación. Y también quería que 
dejase de dolerle el estómago.

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