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Del cinismo a la ironia Freudiana

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Inicio / Catálogo / Freudiana nº 54
Freudiana
Del cinismo a la ironía
Antoni Vicens
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Antoni Vicens
DEL CINISMO A LA
IRONÍA1
Entre lo que se puede escribir, y así hacerse realidad, y lo que
se puede borrar de lo que se ha escrito, devolviéndolo así a la
contingencia, se sitúa una reflexión de orden político como la
que intentaré presentar aquí. Analista de la Escuela, he de
hacer explícitos los recursos que he obtenido en una
experiencia psicoanalítica que me ha permitido reorganizar mi
goce, escribir nuevas letras de amor e imaginar de otra
manera mi ausencia. Aquí habla, claro está, el caso particular,
pero en un lenguaje que va más allá del fuero interno, en el
cual, si no hubiera el discurso psicoanalítico, podría quedarse
todo. Pero sin este discurso no se daría aquella experiencia,
de modo que tampoco habría entonces caso.
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Las lecciones del psicoanálisis tienen como fin el olvido de la
experiencia.
Por eso hay que volver a ellas otra vez, y en esa ocasión
esperar alguna cosa del rasgo personal y particular del
testimonio para ayudar, por la vía de una explicación vivida, a
recalcar, en tiempos de penuria como los nuestros, que existe
otra manera de conversar que no se somete a los dictados de
la propaganda, de la denuncia o de la pura cita. La base es
una política que no paga tributo ni al amo, ni a la
enciclopencia, ni a la reivindicación. Los lacanianos ya han
reconocido en esta tríada los tres discursos respecto de los
cuales el psicoanálisis se diferencia por su manera particular
de hacer vínculo social. El testimonio de un analista de la
Escuela es un acto de discurso, lo que quiere decir que no
puede calcular del todo sus efectos.
He intentado resumir mi trayecto psicoanalítico con estos dos
términos, cinismo e ironía, que se refieren a dos posiciones
morales, entre las cuales hay una tensión considerable. La
primera posición se instala en la posibilidad de dejar de lado
el discurso mismo; la segunda parte de la posibilidad de un
discurso fundamentado en el riesgo de no conseguir hacer
discurso. El cínico parece bien colocado en una posición
soberana, que no lo es tanto si nos fijamos en la necesidad
que tiene de la demostración, incluso de la exhibición pública,
en la que recupera el discurso que quería abandonar. Por su
lado, el irónico, de hecho, no existe, si tenemos en cuenta que
si deja paso a la verdadera ironía, borra todo el peso de su yo
en la enunciación de la que se hace sujeto. Creo que este
desvanecimiento, en la medida en que contrasta con nuestra
civilización de las evidencias y de las banalidades
vehiculizadas por un discurso que se pretende referencial
puro, indica un camino interesante.
La coyuntura
Los datos de la coyuntura no pueden ser cambiados, pero sí
que cambia mucho el relato que se haga de ella; y parte
fundamental del psicoanálisis es la reescritura de ese relato.
Cada una de las dos posiciones éticas mencionadas viene
acompañada por un relato. En el primer caso el reportaje trae
consigo fuertes dosis de censura, que una crítica textual
descubriría, tal como Freud nos lo enseña en su libro sobre
Moisés. La figura del padre y las elecciones que hizo en su
vida, por ejemplo, estaba cubierta por velos púdicos, y
también impúdicos, a fin de no saber nada de lo que hacía de
ese nombre algo sagrado. La lección freudiana es clara. Esto
se paga en una repetición ciega, que puede ser para el sujeto
que la sostiene una hipoteca muy pesada y de resolución
imposible, que hace de la maldición una ley, y que oscurece la
vida como si fuera un presidio.
Como el relato de una vida se hace con imágenes, la que
corresponde aquí en mi caso particular es la del presidio del
que oí hablar a mi abuelo y a mi padre, como algo para ellos
muy presente, y que estaba instalado en el denominado
Castillo de Pilatos, en Tarragona, o al pie del bien conocido
balcón del Mediterráneo, el punto más bello de la ciudad, con
su espléndida vista al mar. Mi abuelo recordaba las cuerdas
de presidiarios que iban a picar la piedra que serviría para la
construcción del muelle, y las mujeres de los presidiarios que,
desde el balcón, hablaban en signos con sus maridos
encarcelados. Mi padre evocaba también a su abuelo, hombre
de mucha fe, miembro del Patronato de Presos, a quien
acompañaba a menudo cuando iba regularmente a servir con
la caridad de un poco de ropa, o un poco de comida, o un poco
de tabaco, a los cuerpos encerrados de aquellos hombres.
Supongo que debía aprovechar para adoctrinarlos. Valga si se
quiere este recuerdo para comenzar el relato que pueda hacer
de mi historia, o sea, según la enseñanza de Lacan, de mi
histeria, en un escenario que comporta situaciones superadas,
como se suele decir, para decir que están olvidadas, pero que
pueden alimentar los fantasmas que dan sentido a un don
cuya actualidad aún no ha caducado.
Preso entonces en la fortaleza, tenía que suponer que no
había otro amo que aquél que había construido los muros de
mi síntoma. La coyuntura de mi encerramiento la deduje en mi
trayecto analítico. Lo que cuento es una ficción, cuya verdad
no dejó de tocarme en el momento de surgir. No se verifica
sino como resto incombustible, o sea menos olvidable, en el
trabajo invertido en su producción.
La realidad de la clausura me lleva al claustro materno. En la
vida de la familia materna estaba presente el recuerdo de un
hermano muerto de meningitis cuando era niño, el único
hombre de la fratría hasta la llegada tardía de un chico que
recibió el nombre exacto del difunto. Luego vino la guerra. Los
compañeros de edad de mi madre, los de la pandilla alegre del
pueblo, fueron llamados a filas, hasta la quinta del biberón.
Muchos no volvían. Alguno le gustaba más que los demás, y
éste fue de los desaparecidos. El amor quedó hipotecado por
un duelo nunca hecho, por un tiempo que nunca existió. Un
rápido matrimonio ayudó a la censura. Se hizo costoso tener
un hijo, los restos de uno que nació muerto están en la tumba
familiar; pero, finalmente, llegaba el deseado, mi hermano
mayor. Estamos en la dura postguerra franquista: vigilancia,
acusaciones, miedo, terror, embargos injustificados,
relaciones humanas marcadas por la miseria forzada por el
régimen. Pero el primogénito cumple todas las expectativas, y
saldrá adelante. Mis padres toman precauciones para impedir
una nueva gestación: había poco donde escoger, entre la misa
dominical, la información paupérrima, los prejuicios
provincianos y el imperio de la culpa. Lo único permitido era
contar los días. Una noche de angustia, oprimido como me
encontraba entre la perspectiva de un deshaucio de mi
domicilio y la falta de sostén generalizada con la que tenía
que hacer frente a una situación que me superaba, el
inconsciente se hizo presente con un mensaje casi oracular
que mi analista de la época me lanzaba en un sueño:»¡Usted
nació por un error burocrático!» Esta ocurrencia demuestra lo
que Freud enseña, la proximidad entre la estructura del sueño
y el chiste. Mi vida se debe a una ironía de la vida. Ahora me
hace reír, porque amo la vida. En aquel momento, la revelación
resultó cuando menos operativa, me ayudó a salir del apuro y,
por añadidura, me dio una idea de la presencia del analista,
que es formación del analizante. Más valioso que la culpa de
haber nacido es el discurso del Otro, hecho de nudos y
deslices en el lenguaje: aquí se sitúa la acción posible.
Con aquellas palabras se historiaba el drama de mis
progenitores. Un hijo no del todo deseado se presentaba, yen
unos momentos de dificultades económicasy prácticas, y
también simbólicas. La cuestión se plantea sobre todo del
lado de la embarazada: ¿cómo amar a ese ser enclaustrado?
¿Qué clase de don podía constituir para el padre? ¿Y para qué
padre? La descendencia masculina ya estaba realizada. Para
el segundo imaginaba tres destinos. El primero era que fuera
mujer; con lo que la serie de sus hermanas se prolongaría con
una más, un don para un padre muerto, además de hija. Pero
ésto tampoco saturaba las expectativas. El segundo de los
destinos era nacer muerto; ya había pasado con un primer
engendrado, que repetía la presencia siempre silenciada de
aquel hermanito muerto. Este pensamiento no es horrible en
sí; tiene más consecuencias su censura y el esfuerzo hecho
para olvidarlo. Siempre tuve problemas con el saber de la
historia, hasta que descubrí otra manera de hacerla. Quedaba
la tercera opción, más complicada y más reprimida. Para
explicarla hay que entrar en un nuevo escenano.
La disposición del dormitorio tenía la fijeza de los tiempos en
que nadie pensaba en redecorar su vida, y el mobiliario era tan
fijo como la piedra. Una puerta lateral comunicaba con la otra
parte de la casa. Esta puerta tenía vidrios opacos, con la
excepción de una franja que los circundaba. Por aquí llegaba,
desde la otra parte, la mirada obscena y llena de curiosidad
del padre de mi padre, que escudriñaba la intimidad de su hijo.
Déspota como un padre de otro siglo, caprichoso como un
niño malcriado, viudo de libido avinagrada, su presencia, de
una inercia injustificada, daba a la familia un aire
dostoyevskiano, patético y anacrónico. ¡Cuántas veces me
hice oyente de las quejas de uno u otro, a veces interminables!
fui aprendiendo hasta dónde podía llegar el discurso de la
impotencia y, con esto, un poco de historia, en el sentido de
que las fuerzas humanas raramente llegan a la altura de las
circunstancias que les toca vivir. De aquí venía mi tercer
sentido, la tercera forma de falo a mi alcance: ni falo en ser, ni
falo muerto: sostenedor de un falo de combate, que pusiera
freno al capricho de aquel Otro, intimidatorio para tantos. y así
fue: fui el único que le dijo que no, que le hizo frente, una
especie de Sigfrido de andar por casa. Ahora bien, una vez el
padre del padre estuvo muerto, una vez organizada la
herencia, no quedaba gran cosa que hacer en aquella familia;
con el muerto yo también era despachado. Me quedaban
algunas pequeñas cosas entre las manos: un poco de gusto
por la belleza, un poco de curiosidad por la cultura y, por el
resto, me encontraba sin programa y sin oriente. Me fui.
También me llevaba en el zurrón un cierto conocimiento de la
lengua francesa, en la que me habían llegado algunas
palabras que nunca me hubieran venido de la educación que
recibí en mi lengua. Palabras banales ahora, pero en su
momento verdaderas bombas de efecto retardado. Citaré dos,
que provienen de ejercicios de dictado: la stupidité de mon
éducation, o je me laissais aller et dériver lentement au gré de
l’eau. Por lo demás, no sabía cómo hacerlo con la letra, no
sabía cómo hacerlo con el dinero, no sabía qué hacer con el
otro sexo: salía al mundo con experiencia pero sin instrucción.
Para mis progenitores yo era alguien a quien no le faltaba,
precisamente; era supuestamente instruido.
Irse era lo que había que hacer. Pero al hacerlo cargaba con la
angustia que suponía el desconocimiento de la obediencia
que guardaba a un mandato superyoico que destruía mi deseo
hasta que, como explicaré, con los años de mi trayecto
analítico pude irlo descifrando como una voz objetivada. Me
iba llevándome las cosas que he dicho, y algunas más. La
pulsión parecía atraída por los sonidos ligados a la soledad y
a la muerte, como alguna de las Suites para violoncelo solo de
Bach, en ejecución de Pau Casals, o algún verso de Salvador
Espriu que me hablaba del tiempo muerto, de las voces
infantiles oscurecen el solo del ruido del azadón tras el
cercado del cementerio. Además de eso, en una deriva que
con el tiempo demostraría ser una orientación, había pasado,
provinciano y profano, una semanas en un París en el que aún
resonaban las voces del mayo sesenta y ocho, y donde
aprendí que mi saber era paupérrimo.
El imperativo al que obedecía, «¡vete!», circulaba entre todo
eso, a la vez que daba sentido a la esperanza de otro discurso,
o daba discurso a la esperanza de otro sentido. Otro que no
había de ser sino el mismo, pero reescrito. Sabía, y eso lo
sabía de manera cierta, que la tarea más grande que me
tocaba hacer en mi vida, y que podía ser que me superase, y
que yo sucumbiera, pero era la única oportunidad que tenía
para ser viable, era tener un concepto claro y distinto del
deseo de mi madre. Alguna cosa he ido escribiendo sobre
esto y probablemente por ello estoy aquí. El análisis me hizo
descubrir una oscuridad en el concepto de la vida que aquella
mujer podía dar. La concepción le era algo extraño, y el
producto de la luz que ella podía dar tenía un punto
enigmático. Si el primer hijo fue deseado como don para el
padre que, a su modo, lo esperaba; si el segundo, que soy yo,
entró en la vida en las condiciones que he mencionado; el
tercero lo hizo afectado de una enfermedad que se iría
desarrollando bajo la forma de un retardo mental. El primer
libro lacaniano que leí fue El niño retardado y su madre de
Maud Mannoni; ni qué decir tiene el impacto que me causó.
fuera como fuere, ambas cosas, la coincidencia del problema
de la concepción con la manera como el concepto de
inteligencia se planteaba negativamente, me llevaron a elegir
los estudios de filosofía, donde encontré, sí, una cierta teoría
de la concepción, y lo que me parecía una vía rápida para salir
de la ignorancia crasa en la que me había criado. Pero eso
incluía la presencia de un saber amenazador; en particular el
contenido en las obras de Freud, que mantuve en una
estantería constantemente durante mis estudios y sin
poderlas abrir.
Eso sí, ya hice mi primera experiencia como psicoanalizante,
durante la cual mi analista me dio una primera interpretación,
sobre el papel que en las dificultades para edificar una
metáfora del amor representaba la proximidad del amor
cerrado entre mi madre y mi hermano pequeño. Aquella
experiencia duró lo que dura ahora un tratamiento en el CPCT,
y salí de ella con una primera relación amorosa con una mujer.
El síntoma obsesivo no fue tocado, y seguía arrastrándolo sin
creer merecer más que la servidumbre de la destrucción. En el
síntoma estaba comprendida mi ineptitud para darme un
concepto de la vida. Ciertamente, para todo el mundo la vida
es real, y no todo su fundamento entra en lo que se puede
pensar; hacemos suplencia de ello con las formas diversas
del amor, que entre otras cosas puede ser metáfora de todo lo
que el concepto de falo no enjuga. Es una de las enseñanzas
de la psicosis, el peso o la ligereza que la vida puede llegar a
adquirir para un sujeto. El síntoma obsesivo hacía de ella para
mí una sombra pesada, que se manifestaba con las formas
diversas y pegajosas -¡Ah, las interminables enseñanzas de la
religión!- de la culpa y el castigo. El Otro hacía de mí un
sacrificado para nada, con ninguna otra esperanza que la de
seguir arrastrando un peso inexistente.
La primera construcción del
síntoma
El síntoma me salvaba de la maldición; a la vez que me hacía
pagar caro cualquier cosa que la vida pudiera darme. Y
cuando la conquista era exitosa, un fracaso, o un extravío,
alimentaba una creencia más fuerte en el Otro que me había
de dar lo que yo -un yo fuerte de neurótico- no tenía. Huelga
insistir en la fuerza de ese nudo; es mejor revelar el resorte
secreto que lo hacía consistente.
Como viático para la vida me había pues construido un
síntoma, en efecto; el análisis me iba mostrando el peso de
los objetos que constituian su núcleo. En el mismo proceso de
desciframiento se fueron desprendiendo las proposiciones
que guiaban mi conducta y que, siendo consecuencia estricta
del síntoma, me parecían las leyes de mi libertad, cuando de
hecho eran los muros de lafortaleza en la que vivía.
Ciertamente suelen ser muros de papel, pero las más de las
veces, cuando intentaba destruirlos a cabezazos, encontraba
uno de los montantes rígidos del decorado.
La clínica lacaniana enseña a localizar los objetos
fundamentales implicados en el síntoma, de los cuales me
referiré a la mirada y a la voz. El análisis fue modificando la
configuración de estos dos objetos.
La mirada pareció siempre algo de un peso especial. Mi
dificultad para mirar a las personas a los ojos era una
manifestación de la potencia letal de la mirada del Otro, a la
vez que la suposición de una omnipotencia de mi mirada
respecto de no se sabe qué realidad o qué destrucción. La
pintura fue una vocación primera que parecía domesticar y
proporcionar la mirada del Otro. Llegué hasta un cierto punto
en esta carrera, lo suficiente para darme cuenta de que no
conseguía construir una obra, es decir, crear nada en lo que yo
mismo me reconociera, ni tampoco entrar a formar parte del
mundo del arte. Ahora el goce de la contemplación estética se
me prolonga a veces en la travesía de la censura que la
belleza misma hace caer sobre la propuesta de goce que el
artista ha puesto sobre la tela sin saberlo.
La estructura libidinal de la mirada se me fue descubriendo en
el análisis a partir de un sueño de mi infancia, en el que mi
ambición de adelantar a mi hermano mayor en el orden del
nacimiento, y de precederlo en el orden de la sucesión de los
saberes, acababa haciendo surgir de la oscuridad una mirada
terrorífica que me arrojaba al agujero de la existencia. Era mi
mirada cuando, desde la cuna, anhelaba ver la escena
primitiva, en la que pretendía encontrar razón para la
contingencia del sexo y de la existencia, sin saber que era
repetida por la mirada obscena del padre del padre a la que
me he referido más arriba. fuese cual fuese su banalidad, la
construcción psicoanalítica de este objeto permitió escribir
las proposiciones imperativas que el nudo del objeto mantenía
en la opacidad. El análisis del objeto mirada se fue
desplegando a partir de tres frases, que siguen el tiempo
lógico tal como Lacan nos ha enseñado a entenderlo. En el
instante de la mirada, el sujeto es la mirada misma; en mi
caso aquella que ha visto lo que no debía ver. En el segundo
está el tiempo para comprender la diferencia sexual, y para
hacerse con un saber cómo tratarla cuando no existe la
escritura que organizará su razón. Este segundo tiempo fue
largo, particularmente, porque las mujeres son complicadas,
porque mi instrucción era muy precaria, y porque no me
resignaba a lo real de la diferencia. Hice muchas pruebas, que
implicaron recorrer personalmente todas las posturas -en el
sentido sadiano de la expresión- que el cuadro contemplado
en la escena primitiva me presentaba a la imaginación. Todo
hubo de ir cayendo, incluso mi resolución, de hecho veleidad,
de creer en mi capacidad perversa de ser actor de la escena.
También este tiempo significó la búsqueda de una nueva
domesticación de la mirada, ligada a la contemplación, no del
cuadro, sino de la Idea, a través de la filosofía. La filosofía es
cosa pasada, seguro; pero a mí me dio como beneficio
secundario una cierta guía en mi formación intelectual, en el
tiempo sin futuro del tardofranquismo y en el tiempo de
abolición de la memoria durante la transición. Nada de lo que
en ella he encontrado me ha sido hostil; puedo decir que me
ha hecho de remedo de padre en mi discordia con el saber.
Hasta que llegó el momento de concluir: en aquella supuesta
escena primitiva no había visto nada. No había nada que ver,
propiamente nada. La mirada era vacía, como lo es el objeto a
visto desde su lado real.
Y también había la voz. En el primer tiempo, la voz era el
propio imperativo del goce. El «¡mira!» se mantenía en silencio,
pero no menos efectivo que el «¡goza!» en el que se puede
traducir inmediatamente. Lo que había visto, había de callarlo.
Por lo tanto, mi vida era un silenciamiento, a pesar de la voz.
El segundo tiempo del análisis que he mencionado a
propósito de la mirada tenía también un aspecto ligado a la
palabra: habiendo visto algo, sabía algo. Entonces mi voz fue
tomando un lugar en el escenario, y mi posición de enseñante
me permitió responder al segundo mandamiento, que sucedía
al de callar: «Eso que has visto, has de decirlo; te está
permitido; más todavía: debes hacerlo.» Recuperaba aquí una
tradición familiar: en todas las ramas de la red que configura
mi parentela hay enseñantes, aunque no sea el caso de mis
padres. Así pues, venga a explicar a llenar espacios con mi
voz, que así se iba domesticando, es decir, tomando el valor
de la voz del Otro.
Hasta que llegó el momento de concluir el tercer tiempo de la
voz. En las últimas sesiones de mi análisis, reducidas todas
las asociaciones libres a banalidad, apareció, destacándose
sola en la oscuridad, una voz áfona que respondía a aquel «no
has visto nada», y que me decía «¡vete!» Era el nódulo duro de
mi síntoma; y, al decirlo, toda palabra se tornaba ligera, porque
a partir de entonces no podía referirse sino a la contingencia.
Ligera, sí, la palabra, pero más responsable en la medida en
que proviene de lo que Lacan denominaba «la insondable
decisión del ser». El ser y la palabra se hacen una sola cosa,
un vuelo de pluma y el rastro que deja, la caricia de un pincel
que se desliza guiado por la mano inconsciente de quien ha
olvidado la pesadez del cuerpo, y con la permanencia de una
piedra líquida, conforme a la lección de los calígrafos
orientales.
El objeto voz es el más difícil de alcanzar, pues es el que más
nos acerca a la experiencia del inconsciente (véase el
Seminario XI de Lacan), pero a la vez el que más familiar nos
hace su ausencia en la psicosis, según las lecciones clínicas
de Séglas y de Clérambault leídos por Lacan. Para mí fue la
puerta de salida del análisis, y el comienzo de un nuevo goce
revestido por un nuevo amor, encontrado,justamente, durante
la fiesta de la música.
El cinismo
Pero antes de hablar de la fiesta de la música quiero hablar de
la ética soportada por un síntoma tan opaco como lo era
hasta entonces. El tiempo que esto comprende abarca tanto
el tiempo de construcción del síntoma, hasta la primera
demanda de análisis, como el de su desconstrucción, que
llega hasta la salida del análisis. Durante todo ese tiempo la
sustancia de los objetos mencionados tenía para mí la
consistencia de una dictadura superyoica, que naturalmente
iba aflojando su tenaza a medida que el análisis demostraba
la inconsistencia de su aparente rigidez mineral.
Tal como dice el título que he dado a este testimonio, fueron
tiempos de cinismo. Con la mirada opaca de la culpa, podía
seguir creyendo que la muerte podía verme, y que si quería ver
alguna cosa había de verle antes el rostro. También la voz se
había mineralizado en un mensaje de muerte, resistente a la
dialéctica. Ya he hablado de la domesticación de la mirada por
la pintura. También he mencionado la filosofía como
domesticación de la voz. En ésta encontraba, por fortuna,
algunas lecciones de dialéctica que me demostraban que
aunque hablase mal, o que hablase groseramente, no hablaba
solo. La voz no estaba falta de dialéctica. Qué suerte que
Lacan nos haya enseñado a oír en la voz de Sócrates la
presencia de su interlocutor, Alcibíades, el amo descarado.
Qué suerte que se le pueda encontrar una continuidad con la
dialéctica hegeliana, donde la voz es la del amo moderno, el
del capitalismo.
Pero yo quería demostrar mi desvinculación. Era un trabajo
perdido, que me bloqueaba el camino del amor. Amores tuve,
no siempre muertos, pero con la presencia del amor muerto
en el fondo del decorado. En el orden de la vida era el desierto,
el trabajo forzado, el aislamiento robinsoniano, la experiencia
pesada de la letra muerta. El único vínculo realizado provenía
de la demostración de que el Otro no existe; pero en esa
demostración misma estaba el nudo indisoluble del goce
sintomático: había que mostrarse ante un Otro, aunque fuese,
y sobre todo por eso,para decirle que no me hacía ninguna
falta. Denominamos a esta actitud cinismo, porque se liga en
efecto a la demostración antigua del que quiere desvincularse
de la política. En efecto, si la ética toma una pendiente hacia
la animalidad, el único grupo es el rebaño y no queda otro
vínculo social que el gregarismo, rechazable como tal. Un
rechazo así de la alienación puede aparecer como la mayor de
las victorias y como la mejor realización de la libertad.
Rechaza el amor tal como rechaza el alimento cocido; se
come las sobras, sin darse cuenta de que hace falta un
banquete de calidad para que haya sobras. Mata el hambre tal
como mata el deseo. No quiere conocer nada de lo que hace
al orden del mundo, sobre todo de lo que lo ha hecho cínico.
Es un escenógrafo, que trabaja para lo que considera la idiotez
de lo real. De hecho, la política de nuestro tiempo quiere
presentar a menudo el cinismo como la salida al malestar de
la civilización. Podríamos encontrar un reflejo de ello en la
situación de nuestra alimentación, por ejemplo. Jean-Claude
Milner ha hablado de la política de las cosas. 2 Pe ter
Sloterdijk resume la situación con una sentencia de Gottfried
Benn: «Ser idiota y tener trabajo, esto es la felicidad.» 3
El problema -y no me alejo del testimonio que pretendo dar- es
que, puestos a ser perros, rápidamente nos invade la
consciencia de la raza, y con un poco más nos ponemos a la
tarea de purificarla. Cuando uno cree que el amo le ha soltado,
es cuando más poderoso se muestra su mandato letal.
He hablado de una voz que atronaba en el silencio de mi
desierto. Yo la oía en alguna parte. Pero también la ignoraba,
pues traía con ella una historia. Revelarla fue una tarea
analítica que contribuyó al derrumbe del cinismo. Les daré un
par de imágenes, que en su momento tuvieron para mí valor
de despertador. La televisión emitió una serie de reportajes de
la guerra civil española, realizados para los noticiarios de la
BBC de la época. Vi por primera vez la mirada de uno de los
exiliados que subían por los caminos de los Pirineos, en los
meses de invierno, vestidos como podían, el hombre con un
niño al cuello, la mujer con un paquete que contenía la poca
carga que aún les quedaba de todo lo que habían ido
abandonando por el camino. La otra fue el film de Jean Renoir
This Land is Mine, donde el maestro cobarde bajo la ocupación
nazi, que había cedido a la hora de arrancar las páginas de los
libros de historia, recuperaba su dignidad de hombre y su
relación con la Ley en un acto de resistencia, haciendo pesar
la palabra frente a una madre que quería continuar
sosteniendo la debilidad del padre muerto.
He mencionado el imperativo «¡vete!» Siempre tenía detrás
suyo su contrario. «[No te vayas a ningún ejército!», decía mi
madre. «[No te vayas siguiendo el camino de tu deseo!», decía
mi abuelo a su hijo que volvía de la guerra con toda clase de
expectativas. «[No te vayas! Estáte en el lugar del muerto.»
Pero yo me fui, a fin de recuperar la parte de humanidad que
me toca, incluido el exterminio. Decir que Auschwitz
representa el abandono de todo mandato superyoico, incluso
del más letal, es aún pensarlo dentro de los límites estrictos
de la neurosis obsesiva y como prolongación del miedo
sintomático del abandono del amor del superyó. La frase de
Hanna Arendt, dies hdtte nie geschehen düifen, «eso no hubiera
debido ocurrir» 4 remite a un cinismo del más alto vuelo, y
que nos enseña que no es nada fácil tener el pensamiento
adecuado a la experiencia del pueblo judío. Algunas lecciones
de Jean-Claude Milner son aquí preciosas.
Mi cinismo era más de andar por casa. Mi síntoma me creaba
puertas por dónde salir, ventanas a las que asomarme, y
también falsas ventanas contra las cuales topaba de cabeza
en mi precipitación para concluir. El tiempo que denomino
aquí de cinismo fue largo. O, más bien, el tiempo de
exploración de sus Incongruencias.
En primer lugar, hube de verificar el infantilismo -para hablar
freudianamente- de mis teorías sexuales. Nada lograba por
este camino, y mis palabras resultaban siempre amordazadas
por lo que no quería ver, por lo que no sabía escuchar, por lo
que no me atrevía a escribir de mi fantasma. Sólo el análisis
se excluía de eso. Por lo demás, siempre quedaba una
desvinculación con la vida que me producía terror a la vez que
me orientaba hacia Otra cosa. La palabra «morir» no
encontraba pretexto en el que disolverse, el Otro sexo se
confundía con ella, o tomaba el sentido de una locura que
resultaba casi equivalente. Pero poco a poco iba
transcribiendo las letras de mi síntoma.
A la vez había un discurso posible, el del analista, que,
irónicamente, es el discurso de lo imposible. De este trabajo
extraía un producto que, progresivamente, me alejaba de la
letra muerta como única perspectiva de lo que creía poder
crear. También me permitía hacer una enseñanza que no
estuviera atada a la idiotez como única esperanza. Además
del trabajo institucional al que obliga la presencia en el mundo
del discurso psicoanalítico y su necesidad de una garantía
propia.
El fantasma se fue escribiendo. El lugar de la castración fue
inscribiéndose en las fantasías que creaba, hasta que al final
surgió de ahí un nuevo amor. Era y es nuevo porque se ha
transformado regularmente y ha tomado figuras que lo han
renovado, de una manera muy parecida a lo que
denominamos la vida. Este nuevo amor nació a partir del
mismo momento en que pude imaginar la pulsión de muerte
como algo poderoso y macizo, a la vez que invisible e
impalpable, que sólo nos persigue cuando huimos de ella y
que sólo nos atrapa cuando la hemos olvidado. Estamos
solos ante ella, como ante el amor.
Mi responsabilidad era entonces hacer la topología del
agujero. Más aún: vivirla como ética. La clínica psicoanalítica
se fundamenta para mí en esta topología; habiendo accedido
a ese lugar en el que hago de psicoanalista, me autorizo a
estar en el lugar del agujero y a representar la Otra respuesta
que el psicoanalizante está a punto de encontrar. Me autorizo
a no tener nada que decir ni nada que saber ante las figuras
que el analizante me presenta como su práctica de la danza
de los significantes, cuando provienen de su fantasma; a la
vez que me autorizo a responder en nombre de una palabra
que no se vende al discurso corriente, a la paranoia ordinaria,
una palabra que no se propone completar nada, sino que
relanza el discurso en la medida en que lo lleva a su propio
borde. Ésta es también otra forma de un nuevo amor, cuya
práctica deliberé de sostener.
Esta salida del cinismo era también mi final de análisis. Ya
hacía tiempo que practicaba un nuevo amor, físico también,
con la presencia del Otro sexo y la ausencia de monotonía de
una sublimación que no da nada por hecho.
Ya he dicho la manera cómo de la fijación de una mirada pasé
a escuchar el mandato superyoico que la sostenía y que le
daba el valor de borde: la baranda de mi cuna, la barandilla de
la escalera que delimitaba el ojo dentro del cual me
precipitaba al huir de la mirada que me fijaba en la pesadilla.
Oído el mandato expreso, su vanidad se hizo presente al
instante, sin menoscabo de la obediencia que le había tenido.
Me había salvado pasando del padre a lo peor; había
encontrado el camino para reconciliarme con la Ley, a pesar
de la até, la fatalidad o el extravío que eso comportaba. Había
preferido, siendo fiel a lo incomprensible, el camino de
Antígona a la amarthia de un Creonte. Sólo me quedaba
saberlo explicar.
Una vez explicado, un pequeño lapsus me hizo verificar que
así era. En el análisis dije, en la última sesión: «No puedo
deshacerme de la sensación que esta sesión será la última Ya
no necesito la destrucción por el pensamiento para amar la
vida. La vida trae su destrucción -la vida, ella misma.» Como
eso se desarrollaba en francés, mi lengua de la diferencia, la
vie, elle-méme podía escucharse de dos modos; la primera era
la de mi intención. La segunda, «la vida me ama», me decía el
amor que la vida tenía para mí. Si no hubiese sido un lapsus,hubiera sido el axioma de un síntoma erotomaníaco. Ahora
que, después de todo, si paranoia ordinaria hay, quizá ésta
sea, en resumidas cuentas, una que «se puede recomendar a
todo el mundo como lo mejor». (volveremos sobre esta
expresión).
Este lapsus se mostraba seguidamente como una ironía de mi
análisis. Si mi miedo era estar loco, ¿no era ésta una
expresión cristalinamente loca? Es por aquí que me mostraba
la salida del cinismo y la entrada en la vida por la puerta de la
ironía.
El éxtasis
Pero antes de hablar de la ironía quiero hablar de otro espacio
ético que se me abrió con el final del análisis. Durante muchos
años, los años de construcción de mi síntoma, yo había
estado determinado por la angustia, había luchado con ella
constantemente, aun sin conocer su nombre, hasta que
encontré un primer psicoanalista. Vivía en la angustia y no lo
sabía, como no sabía nada de la serie de los demás
sentimientos. Era una situación de pobreza, incluso de miseria
simbólica que acercaba mi vida a una esclavitud patética.
Ésta es una situación que no se vive sin consecuencias.
Encontrar la palabra para la vía estrecha permite practicarla, y
salir de ella. Pero queda la pregunta sobre el valor de la
angustia misma, cuando ella ha sido el punto de certeza,
incluso el flotador que ha hecho insumergible al sujeto,
protegiéndolo de la depresión e incluso del suicidio. La
angustia está cerca de lo irrepresentable. Toda representación
se queda a distancia de aquello de que se trata. De aquí el
surgimiento, al final del análisis, de una reflexión sobre el
éxtasis. En efecto, la experiencia de la angustia enseña -y no
es ninguna parodia del libro del Tao, sino una manera de
entenderlo en algún sentido- que todo goce que tiene nombre
es un goce fálico. E intentamos entonces no dejarnos
sobornar por el poder de las palabras, por la parte maldita que
no es más que el tributo pagado por cada discurso al lenguaje
como tal, a la palabra. La risa, el heroísmo, el éxtasis, el
sacrificio, la poesía, el erotismo, serían excesos necesarios
para mantener un orden social que el lenguaje no garantiza
por sí. Y por lo tanto es preciso defenderlos como lo más
propio de lo humano, aún sabiendo que no sostienen ningún
dios, sino su propia incompletud. Demuestran el semblante
como estructura del mundo. No queda ninguna revelación que
esperar sino del lenguaje; la vía del escepticismo está
igualmente cerrada; también la de la salvación: aunque el
lenguaje nos lleve necesariamente a la mala dicción,
buscamos decir más, decir aún. y también cuando el lenguaje
es tan maltratado como lo es en nuestro tiempo.
Están entonces los enunciados, pero sobre todo está aquello
que los enunciados han callado; y no lo habrían callado si no
hubiesen sido enunciados. Somos servidores de las palabras,
estamos sometidos a ellas, pero sólo en esa sujeción
podemos ejercer alguna soberanía. Lacan exploró la
soberanía del deseo, y también la del goce. «Deseo» y «goce»
son palabras que no admiten la negación. Recordemos la
frase del Seminario XI: no querer desear es aún desear; y sólo
hay una manera de no gozar, nada deseable.
La experiencia de la angustia habría dejado pues un rastro, la
existencia de lo sagrado, de lo intocable, de lo invisible, de lo
indecible, sí, pero sin ninguna especie de esperanza como la
que Heidegger aún sostenía cuando decía: «Sólo nos puede
salvar aún un Dios». El Nombre del Padre es un nombre del
nombre, y no es ese nombre lo que salva, sino las palabras.
No esperamos pues ninguna salvación. Pero queda esa parte
maldita que es la angustia misma, incluso el vacío de su
desaparición. Georges Bataille hizo de eso el punto de partida
de una sociología y, más interesante aún, del primer análisis
del fascismo escrito en Europa. Con esto apuntaba a una
dimensión de lo sagrado, no compendiada en el Nombre-del-
Padre, sino que parte de la presencia de lo humano como tal,
en sus relaciones con el erotismo, con el sacrificio, con la
muerte y con el éxtasis. Creo que Lacan discute con él en su
Seminario La ética del psicoanálisis. Quizá resume su
resultado en una frase que encontramos en el Seminario
Encore: el éxtasis es la constatación de que el goce siempre
es goce del Otro. El goce es acéfalo; y no hace falta que
corramos a darle nuestra cabeza.
Digamos mejor que esta vía del éxtasis equivale a la
constatación de que el goce, que queremos domesticar para
hacerlo nuestro, que queremos convertir en mercancía para
ser sus propietarios, que llegamos a condensar en objetos
que están al alcance de nuestra mano, es del Otro. Ya
conocen el cuento de Cortázar:
«No te regalan un reloj, tú eres el regalado.» 5 No te ofrecen
un cuerpo, tú eres dado a un cuerpo. Entonces no hay ninguna
experiencia que no conduzca al extravío, y el no saber guía la
conducta. Pero el no saber es muy raro; se da muy
discretamente. Se encuentra en textos que presentan una
experiencia que no se basa en ninguna autoridad, en ninguna
otra autoridad que no sea la experiencia misma. Prescinden
del Nombre del Padre, pero usan el rastro que deja su paso
por la lógica del discurso muerto de la filosofía. Hasta que
introducimos el valor extático de la angustia, que lleva al
pensamiento a un fuera que demuestra que la verdadera
soberanía no reside en el pensamiento sino en aquello que lo
supera como inteligencia.
La ironía
Un trozo de real, en mi caso, es la vida misma; la imprevisión
de mi nacimiento me impide olvidar todo el tiempo la
contingencia en una necesidad mítica. Construí un síntoma
porque no me atrevía, solo, a constatar que el ciframiento no
recubre todo el misterio de la existencia. Creía que el nombre
de lo indescifrable era la muerte; hasta que supe que era la
vida. Fíjense en la ironía de la situación: en la dimensión de lo
real, no hay contracepción, porque la vida no es una opción
entre otras. A ningún sujeto la vida le llega como una elección.
No haber nacido es imposible. La muerte no resuelve el
enigma de la vida. La vida hace surgir el fondo sobre el cual
ella se habría inscrito. Pero ese fondo no la preexiste.
La cuestión es cómo vivir, con ésto. Naturalmente, la vía del
éxtasis es interesante, pero no sale de lo privado. N o es una
privacidad, ni una privación que se comparta fácilmente,
porque nadie está seguro de haber comprendido toda su
sabiduría; precisamente porque borra los rastros de la
formación que deja, no resulta transmisible, si no es en
condiciones muy excepcionales, y en el espacio de un amor
sin condiciones. Sólo en las condiciones de un encuentro, que
puede darse o no, encuentra ese camino una cierta razón. Se
precisa la poesía, el amor, un uso del lenguaje incondicionado,
y al final nadie puede quedar convencido de haber hecho ni un
trozo del camino.
Mirémonoslo desde otro punto de vista. Un vínculo social
basado en la escritura lacaniana del significante que significa
la falta del Otro es como tal contradictorio: si negamos al
Otro, ¿qué vínculo podemos esperar? El obsesivo pone ahí un
Otro muerto. Pero si queremos escuchar la lección de un
síntoma no construido como el armazón de un fantasma, si
tomamos el síntoma como algo fabricado a partir de la
materia prima del lenguaje y del cuerpo, entonces percibimos
en la lógica de la psicosis otra lógica, de la cual podemos
extraer una lección, muy adecuada para la vida ordinaria.
La ironía comienza como una figura de retórica: consiste en
decir lo contrario de lo que uno quiere dar a entender. Es una
manera de dar énfasis y de ligar el goce del descubrimiento
con la presencia de un interlocutor. Si el objeto de la frase
irónica es el interlocutor, éste queda ligado al mensaje y a la
nada. Decirle, a alguien que ha cometido una pifia: «¡Hoy sí
que te has lucido!» lo deja ante el vacío de su inoperancia. La
ironía evita el rencor; pero puede fallar, y la relación cambia.
Este es el punto de la ironía: que puede fallar, puede crear un
malentendido, y un vínculo social imprevisto. En el mundo
griego la ironía estaba cerca de la disimulación, y así la
caracterizaba Teofrasto.Pero Sócrates cambió su sentido.
Quintiliano dice, aludiendo a él, que la ironía puede
caracterizar una vida entera (vita universa). GregoryVlastos 6
considera que Sócrates creó una forma de vida nueva que,
malentendida a su vez, dio el cinismo de la secta del perro
(como la denomina García Cual). 7
Digamos que a partir de Sócrates el sentido de la ironía no es
tanto, como se le atribuye, simular ignorancia, sino que «no
todo se puede decir». Lacan nos ha enseñado a leer la histeria
de Sócrates, y con ello a relativizar el valor de esa ironía, por
tanto como apela, aunque sea secretamente, y a través de
todos los recursos de la seducción y de la intriga, al falo que
anhela y respecto del cual se muestra refractario, hasta
extraerlo del cuerpo como un alma, hasta el sacrificio.
Para eso nos hace falta considerar el lenguaje irónico como
un lenguaje sin tópicos, sin sentido común -sin otro sentido
común que la ausencia de sentido de la ausencia del Otro.
Freud parte, para caracterizar la ironía, del monólogo de
Antonio en el Julio César de Shakespeare, con el cual, diciendo
lo contrario de lo que simula decir, provoca un cambio de
situación política. Y explica cómo «la ironía sólo es aplicable
cuando el otro está preparado para escuchar lo contrario, de
modo que no puede dejar de presentarse su inclinación a
contradecir». 8 La proximidad con el malentendido, la falta de
toda garantía que finalmente sea entendida hace el valor de la
ironía. Se requiere que el interlocutor esté cerca del discurso
del Otro y de su ausencia, y que se dé el trabajo de leer entre
líneas. El precio es la inteligencia precisamente, que reúne en
su término tanto el espacio vacío que la escritura suscita
como lo que indica la expresión «tener inteligencias con el
enemigo».
Jacques-Alain Miller situó de una manera extraordinariamente
clara la situación de la ironía en sus relaciones con el discurso
psicoanalítico. La continuación que dio a la conferencia que
tituló hace veinte años «Clínica irónica» 9 nos la muestra
como la condición necesaria para la vida del psicoanálisis. Se
trata de aprender la lección del irónico por excelencia, el
esquizofrénico, para quien lo simbólico es real. La vida del
esquizofrénico, para quien las palabras son, no solamente
cosas, sino la Cosa misma, y para quien el lenguaje es una red
eléctrica sin aislantes, donde la chispa puede saltar en
cualquier momento, y también el incendio, nos da el modelo a
seguir en nuestra clínica. Naturalmente, la primera objeción es
la del discurso: ¿cómo puede dar el modelo de un discurso un
síntoma que precisamente se muestra como fuera de todo
discurso? Para responder a esta pregunta hay que tener en
cuenta que el decir del esquizofrénico siempre fundamenta la
inexistencia del Otro, de modo que, si establece un vínculo
social, es irónico en el sentido de que sabe que todo vínculo
social se establece en nombre de un semblante. El Otro no
sabe nada; no hay ningún saber supuesto que guíe: ¿no es
ésta la situación al final del análisis?
Jacques-Alain Miller caracteriza de una manera irónicamente
perfecta la situación de aquellos que integran las sociedades
psicoanalíticas: entra a formar parte de ellas aquél que no se
ha curado aún del psicoanálisis. Por mi parte, no he
encontrado aún ningún discurso ni ningún ofrecimiento de
sentido que me oriente mejor en los extravíos del goce en
nuestra época. Acepto pues la ironía de nuestro discurso, una
lección constante que me permite encontrar inteligencias
superiores entre quienes se explican, en los libros de mi
biblioteca, en los amores que me es dado encontrar en el
mundo, en lo que dicen mis analizantes y en toda otra clase
de afinidades que pueda encontrar.
Cuando la Gestapo autorizó a Freud y a su familia a
abandonar Viena, le presentó un documento, para que lo
firmase, donde se certificaba que siempre lo habían tratado
bien. La escena es conocida: Freud dijo que no solamente
firmaba, sino que quería añadir unas palabras: Ich kann die
Gestapo jedermann auf das beste empfehlen, «Puedo
recomendar la Gestapo a todo el mundo como lo mejor». El
valor irónico de esta frase alcanza unas cimas difícilmente
alcanzables para la gente corriente, cuando nos enteramos de
que Freud estaba parodiando el eslógan de unos grandes
almacenes de Viena. Más o menos como si estuviera
mencionando «la semana fantástica del Corte Inglés.» ¡Qué
uso soberano de la lengua del imperio! La Gestapo no es el
Otro, y sus integrantes harían bien en probar su propia
medicina.
Pero no es frecuente encontrar hombres y mujeres que sepan
que, sin el Otro, los actos son aún más comprometidos. He
tenido la fortuna de encontrar algunos. Y estoy seguro de
seguir encontrándolos.
Con ejemplos como éste último se hacen superfluas, o
redundantes, mis explicaciones. Más vale pues condensar, y
presentar lo que quizá sería el más breve de mis testimonios.
Dice así: «Yo no podía llegar a ninguna decisión firme en la
vida ni en el amor; hasta que me di cuenta de que había
decidido firmemente ser un neurótico obsesivo.»
antonivicens@arrakis.es
Notas
1 Testimonio realizado, en Barcelona, el 27 de
Septiembre de 2008.
2 Jean-Claude Milner, La politique des choses, París,
Navarin, 2005.
3 Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, Madrid,
Taurus, 1989.
4 Frase pronunciada en una entrevista de 1964 en
la televisión alemana. Citada por Jean-Claude Milner
en Le juif de savoir, París, Grasset, 2006, pág. 144,
nota 1.
5 Julio Cortázar, «Preámbulo a las instrucciones
para dar cuerda al reloj», en Historias de cronopios y
de Jamas, 1963.
6 Gregory Vlastos, «Socratic Irony», en Socrates.
Ironis t and Moral Philosopher, Cambridge u.a, 1991.
7 Carlos García Gual, La secta del perro, Madrid,
Alianza, 1987.
8 Sigmund Freud, El chiste y su relación con lo
inconsciente (1905), Buenos Aires, Amorrortu, 1976,
págs. 166-167.
mailto:antonivicens@arrakis.es
9 Jacques-Alain Miller, «Clinique ironique», en La
CauseJreudienne 23, 1993.
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