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Hobsbawm-_Los_destructores_de_maquinas-_Completo - Brisa Díaz

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LOS DESTRUCTORES DE MÁQUINAS 
Posted on 18 abril, 2016 by El Salariado in Historia and tagged acción directa, Hobsbawm, ludismo, luditas, sabotaje. 
Extraído de: https://elsalariado.info/2016/04/18/los-destructores-de-maquinas/ 
 
 
The Machine Breakers, Eric Hobsbawm. Past and Present nº 1 (Febrero 1952). 
 
Quizá ya va siendo hora de reconsiderar el problema de la destrucción de máquinas 
durante la temprana historia industrial de Gran Bretaña y demás países. La confusión 
que rodea a esta temprana lucha obrera aún está muy extendida, incluso entre los 
historiadores especializados. Así, un excelente trabajo, publicado en 1950, sigue 
describiendo el ludismo simplemente como una “jaquerie industrial delirante y sin 
sentido”, y una eminente autoridad, que ha contribuido más que nadie a nuestro 
conocimiento del tema, pasa por los disturbios endémicos del siglo XVIII sugiriendo que 
se trataba de torrentes de excitación y entusiasmo[1]. Esta confusión se debe, pienso, a 
la persistencia de las opiniones acerca de la introducción de la maquinaria elaboradas a 
comienzos del siglo XIX, así como a las opiniones acerca del trabajo y la historia del 
sindicalismo formuladas a finales del siglo XIX, principalmente por los Webb y sus 
discípulos fabianos. Quizá haya que distinguir entre varias perspectivas y conjeturas. En 
buena parte de los debates acerca de la destrucción de máquinas uno todavía puede 
percibir las ideas de los apologistas económicos de la burguesía del siglo XIX, sobre que 
los trabajadores deben aprender a no dirigir sus pensamientos contra la verdad 
económica, siempre desagradable; o las de los fabianos y liberales, sobre que los 
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métodos de intimidación en la actividad sindical son menos efectivos que la negociación 
pacífica; o las de ambos, sobre que el temprano movimiento obrero no sabía lo que 
estaba haciendo, sino que tan solo reaccionaba, a tientas y a ciegas, a la presión de la 
miseria, al igual que los animales en el laboratorio reaccionan a las corrientes eléctricas. 
La opinión consciente de la mayor parte de estudiosos se puede resumir así: el triunfo 
de la mecanización era inevitable. Podemos comprender y sentir simpatía por esta 
actividad de retaguardia en la que todos los obreros, excepto una minoría de 
trabajadores favorecidos, combatieron contra este nuevo sistema; pero debemos aceptar 
su vacuidad y su inevitable derrota. 
Las conjeturas implícitas son completamente debatibles. En estas perspectivas 
conscientes obviamente hay buena parte de verdad. Ambas, no obstante, esconden 
buena parte de la historia. Así pues, hacen imposible ningún verdadero estudio sobre 
los métodos de la lucha obrera en el periodo preindustrial. Sin embargo, este estudio es 
enormemente necesario. Una rápida ojeada al movimiento obrero del siglo XVIII y de la 
primera parte del XIX muestra lo peligroso que es hacerse la idea de una revuelta y 
retirada desesperadas, tan familiar entre 1815-1848, ya lejos en el tiempo. Dentro de 
sus límites (y estos eran intelectual y organizativamente muy restringidos), los 
movimientos que se desarrollaron durante el largo boom económico que terminó con 
las guerras napoleónicas no fueron insignificantes ni fracasaron completamente. Buena 
parte de su éxito quedó oscurecido por las derrotas posteriores: la potente organización 
en la industria lanera del oeste de Inglaterra declinó completamente, para no resurgir 
hasta el ascenso de los sindicatos generales durante la primera guerra mundial; las 
sociedades de oficios de los obreros de la lana belgas, lo bastante fuertes como para 
ganar virtualmente convenios colectivos en los años 1760, desaparecieron tras 1790, y 
hasta la primera década del siglo XX el sindicalismo estuvo a efectos prácticos muerto[2]. 
Sin embargo no hay excusa para pasar por alto la potencia de estos tempranos 
movimientos, sobre todo en Gran Bretaña; y a menos de que nos demos cuenta que la 
base de este poder residía en la destrucción de máquinas, los disturbios y la destrucción 
de la propiedad en general (en términos modernos, sabotaje y acción directa), no 
comprenderemos nada acerca de ellos. 
Para la mayor parte de los que no son especialistas, los términos destructor de máquinas y 
ludita son intercambiables. Es natural, pues los estallidos de 1811-13, y los de años 
posteriores del mismo periodo, atrajeron más a la opinión pública que cualquier otro, y 
se creía que requerían más fuerzas militares para eliminarlos. El Sr. Darvall[3] ha hecho 
bien en recordarnos que las 12.000 tropas desplegadas contra los luditas superaban 
con creces el tamaño del ejército que Wellington llevó a la Península en 1808. La natural 
preocupación por los luditas tiende pues a confundirse con la discusión sobre la 
destrucción de máquinas en general, que se inicia, como fenómeno serio (si es que se 
puede decir que tiene un inicio) en algún momento del siglo XVII y continúa hasta 
aproximadamente 1830. De hecho, la serie de revueltas de trabajadores agrícolas que 
se produjeron en 1830, que los Hammond bautizaron como los “últimos levantamientos 
obreros”, fueron esencialmente una gran ofensiva contra la maquinaria agrícola, aunque 
accidentalmente también se destruyera buena cantidad de equipamiento para la 
manufactura[4]. En primer lugar, el ludismo, considerado por la administración como un 
fenómeno concreto, englobó distintos tipos de destrucción de máquinas, buena parte 
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de los cuales eran independientes los unos de los otros, tanto antes como después. En 
segundo lugar, la rápida derrota del ludismo hizo que se extendiera la creencia de que 
la destrucción de máquinas nunca tuvo éxito. 
Vamos a considerar el primer punto. Hay al menos dos tipos de destrucción de 
máquinas, al margen de la destrucción accidental, los disturbios acostumbrados contra 
los elevados precios y demás causas de descontento (como fue el caso de algunas 
destrucciones en Lancashire en 1811 y en Wiltshire en 1826[5]). El primer tipo no 
conlleva especial hostilidad contra las máquinas en sí mismas, sino que es un medio de 
presionar en ciertas situaciones a los patronos o los putters-out. Hay quien ha señalado 
acertadamente que en el caso de Nottinghamshire, Leicestershire y Derbyshire, los 
luditas “atacaban a las máquinas, nuevas o viejas, para obligar a sus patrones a que les 
garantizaran ciertas concesiones referentes a los salarios y otras cuestiones”[6]. Este 
tipo de destrucción era una parte tradicional e instituida de todo conflicto industrial en 
el periodo del sistema doméstico y manufacturero, y en las primeras etapas de la minería 
y la industria. No iba dirigido solo contra las máquinas, sino también contra las materias 
primas, los productos acabados, o incluso contra la propiedad privada de los patronos, 
dependiendo de qué tipo de destrozo les causara más daño. Así, en los tres meses de 
agitación de 1802 los tundidores de Wiltshire quemaron los pajares, graneros y perreras 
de los fabricantes impopulares, talaron sus árboles, destruyeron montones de tela y 
atacaron y destruyeron sus molinos[7]. 
La prevalencia deesta “negociación colectiva mediante disturbios” está bien 
documentada. Así, ciñéndonos solo a los oficios textiles del oeste de Inglaterra, los 
pañeros se quejaban ante el Parlamento en 1718 y 1724 de que los tejedores 
“amenazaban con echar abajo sus casas y quemar sus productos a menos que 
aceptemos sus términos”[8]. Las disputas de 1726-27 en Somerset, Wiltshire y 
Gloucestershire, así como en Devon, las protagonizaron tejedores “que penetraban en 
las casas (de los maestros y esquiroles), echando a perder la lana, destruyendo las piezas 
de los telares y las herramientas de trabajo”[9]. Todo terminó en una especie de convenio 
colectivo. Los grandes motines de obreros textiles de Melksham en 1738 empezaron 
cuando los trabajadores “cortaron todas las correas de los telares que pertenecían al Sr. 
Coulthurst… por haber bajado los precios”[10]; y tres años después los inquietos 
patronos de la misma zona escribían a Londres pidiendo protección ante las 
reivindicaciones de los operarios, que exigían que no se contratara a ningún forastero, 
so pena de destruir los telares[11]. Y se produjeron cosas parecidas durante todo el 
siglo. 
Y de nuevo, allí donde los mineros de carbón lograban dirigir sus demandas contra los 
patronos del trabajo, empleaban la técnica de la destrucción. En su mayor parte, desde 
luego, los disturbios de los mineros aún iban dirigidos contra los altos precios de la 
comida, de los que se responsabilizaba a los especuladores. Así, en las minas de 
Northumberland, la quema de la maquinaria de la cantera constituyó una parte de los 
disturbios de la década de 1740, que llevaron a un considerable aumento de salario[12]. 
Y también se dañaron máquinas y se incendió carbón en los disturbios de 1765, que 
dieron libertad a los mineros para elegir patrón al finalizar el contrato anual[13]. Las 
leyes parlamentarias contra el incendio de minas se sucedieron intermitentemente 
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durante la última parte del siglo[14]. Incluso en 1831 los huelguistas de Bedlington 
(Durham) también llegaron a destruir una máquina de extracción[15]. 
La historia de la destrucción de bastidores en la industria calcetera de East Midlands es 
bastante conocida como para volver a ella[16]. Ciertamente, la destrucción de máquinas 
fue el arma más importante que se empleó en los famosos disturbios de 1778 
(antecesores del ludismo), que esencialmente formaban parte de un movimiento contra 
la reducción de salarios. 
En ningunos de estos casos –y podríamos mencionar otros– se trataba de hostilidad a 
las máquinas en sí mismas. La destrucción era simplemente una técnica sindical en el 
periodo anterior a la Revolución Industrial, y durante sus primeras fases. El hecho de 
que los sindicatos organizados apenas existiesen como tales en los oficios involucrados, 
no resta valor al argumento. Ni tampoco el hecho de que, con la llegada de la Revolución 
Industrial, la destrucción adquiriera nuevas funciones. Era más útil cuando había que 
presionar intermitentemente a los patronos que cuando había que mantener una presión 
constante: cuando los salarios y las condiciones cambiaban de repente, como entre los 
obreros textiles, o cuando había que renovar los contratos anuales simultáneamente, 
como entre los mineros y marineros, más que por ejemplo allí donde la entrada al 
mercado debía restringirse constantemente. Podían emplearla todo tipo de personas, 
desde los pequeños productores independientes, pasando por las formas intermedias 
tan típicas del sistema de trabajo doméstico, hasta quienes más o menos eran 
completamente asalariados. En general estaba ligada a los conflictos que surgían a partir 
de las típicas relaciones sociales de producción capitalista, entre los empresarios 
empleadores y los hombres que dependían, directa o indirectamente, de la venta de su 
fuerza de trabajo; aunque esta relación se desplegaba bajo formas primitivas, que se 
mezclaban con las relaciones de la pequeña producción independiente. Merece la pena 
tener en cuenta que los disturbios y las destrucciones de este tipo parecen haber sido 
más frecuentes durante el siglo XVIII en Gran Bretaña, que había pasado por su 
revolución “burguesa”, que en Francia[17]. Ciertamente los movimientos de estos 
tejedores y mineros difieren mucho de las superficiales actividades de corte sindical de 
las asociaciones de oficiales de muchas de las viejas regiones continentales[18]. 
El valor de esta técnica era obvio, tanto como medio de presionar a los patronos como 
a la hora de garantizar la necesaria solidaridad entre los trabajadores. 
El primer punto queda admirablemente reflejado en una carta de un funcionario 
municipal de Nottingham en 1814[19]. Los tejedores de trama, informaba, estaban en 
huelga contra la empresa de J. y George Ray. Como esta firma empleaba sobre todo a 
operarios que eran dueños de su propio telar, eran muy sensibles a cualquier parón en 
el trabajo. La mayor parte de las empresas, no obstante, alquilaban los telares a los 
tejedores, “y así pasaban a controlar completamente a sus obreros. Quizá la manera más 
efectiva de presionar mediante la coalición era su vieja forma de luchar mediante la 
destrucción de sus bastidores”. En un sistema de industria doméstica donde pequeños 
grupos de operarios, u operarios aislados, vivían dispersos en numerosos pueblos 
y cottages, en cualquier caso, no era fácil concebir otro método que garantizara un paro 
efectivo. Es más, contra los relativamente pequeños patronos locales, la destrucción de 
la propiedad (o la constante amenaza de destrucción) debía ser bastante efectiva. Allí 
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donde, como en la industria del paño, tanto la materia prima como el producto acabado 
eran artículos bastante caros, quizá era preferible destruir la lana y el paño que los 
telares[20]. Pero en las industrias semi-rurales el incendio de los pajares, graneros y las 
casas de los patronos podía afectar seriamente a su balance de pérdidas-beneficios. 
La técnica tenía además otra ventaja. El hábito de la solidaridad, que es la base de un 
efectivo sindicalismo, cuesta tiempo aprenderlo, incluso allí donde parece que asoma de 
manera natural, como en las minas de carbón. Y aún requiere más tiempo llegar a formar 
parte del incuestionable código ético de la clase obrera. El hecho de que los tejedores 
de trama dispersos por East Midlands lograran organizar huelgas eficaces contra las 
empresas de los patronos, por ejemplo, revela un alto nivel de “moral sindical”; mayor 
de lo que podría esperarse en aquel periodo de industrialización. Es más, entre hombres 
y mujeres mal pagados que carecen de fondos para la huelga, el riesgo de esquirolaje 
es siempre alto. La destrucción de máquinas era un método que permitía contrarrestar 
esta debilidad. Al destruir la máquina extractora de una mina de Northumbria, o el alto 
horno de una forja de Gales, almenos tenían la seguridad de que durante un tiempo la 
planta no podría operar[21]. Simplemente era un método, que además no se podía 
aplicar en todas partes. Y todo el conjunto de actividades que los administradores del 
siglo XVIII y XIX llamaron “disturbios”, tenía el mismo propósito. Todo el mundo está 
familiarizado con esas bandas de militantes o huelguistas de un centro de trabajo o 
localidad que recorren la región, llamando a los pueblos, talleres y fábricas con una 
mezcla de ruegos y de coacciones (aunque en las primeras etapas de la lucha eran pocos 
los trabajadores que necesitaban que les insistieran)[22]. Las manifestaciones masivas 
y las asambleas continuaron formando parte esencial de los conflictos laborales durante 
mucho tiempo, no solo para intimidar a los patronos, sino para mantener a los hombres 
unidos y con buen ánimo. Los periódicos motines de los marineros del noreste, cuando 
llegaba la época de concertar los contratos, son un buen ejemplo[23]; las huelgas de los 
modernos estibadores, otro[24]. Claramente, la técnica ludita estaba bien adaptada a 
esta fase de la guerra industrial. Si bien los tejedores británicos del siglo XVIII (o los 
leñadores norteamericanos del siglo XX) constituían un grupo de hombres 
proverbialmente alborotador, había razones técnicas para que se comportaran así. 
A este respecto, también tenemos la confirmación de un moderno líder sindical, quien 
cuando era niño vivió la transición del sistema doméstico al sistema fabril en la industria 
lanera. “Hay que recordar”, escribe Rinaldo Rignola[25], “que en aquellos tiempos pre-
socialistas la clase obrera era una multitud, no un ejército. Las huelgas preparadas, 
ordenadas y burocráticas eran imposibles [R. es un líder sindical extremadamente 
conservador]. Los obreros sólo podían luchar mediante manifestaciones, gritos, ánimos 
y abucheos, intimidación y violencia. El ludismo y el sabotaje, aunque no se elevaron a 
la categoría de doctrinas, formaban necesariamente parte de los métodos de lucha”. 
Ahora debemos echar un vistazo al segundo tipo de destrucción, generalmente 
considerado como una expresión de la hostilidad de la clase obrera hacia las nuevas 
máquinas de la revolución industrial, sobre todo a las que ahorraban trabajo. Por 
supuesto, no hay duda de que hubo un gran sentimiento de oposición a estas nuevas 
máquinas; un sentimiento bien fundado, en opinión nada menos que de una autoridad 
como Ricardo[26]. Aun así habría que hacer tres observaciones. Primero, esta hostilidad 
no era tan indiscriminada ni tan específica como se supone a menudo. Segundo, salvo 
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excepciones locales o parciales, en la práctica fue sorprendentemente débil. Y por 
último, en absoluto estaba circunscrita a los trabajadores, sino que era compartida por 
la gran masa de la opinión pública, incluso por muchos fabricantes. 
1) El primer punto queda claro en cuanto consideramos el problema tal y como lo 
encaraba el trabajador. A él le preocupaba, no el progreso técnico en abstracto, sino dos 
problemas relacionados, prevenir el desempleo y mantener el estándar de vida 
acostumbrado, lo que incluía factores no monetarios como la libertad y la dignidad, 
además de los salarios. Así, sus objeciones no eran contra la máquina como tal, sino 
contra la amenaza que suponía (y ante todo la amenaza que representaba para él todo 
el cambio en las relaciones sociales de producción). El que esta amenaza procediera de 
la máquina o de cualquier otro lado, dependía de las circunstancias. Los tejedores de 
Spitalfields se amotinaron en 1675 contra las máquinas con las que “un hombre puede 
hacer lo mismo […] que casi veinte sin ellas”; contra los que utilizaban calicós 
estampados en 1719; contra los inmigrantes que trabajaban por debajo de la tarifa en 
1736; y destruyeron telares contra la reducción de las tarifas en la década de 1760[27]: 
pero el objetivo estratégico de estos movimientos era el mismo. Hacia 1800 los tejedores 
y los tundidores del oeste se pusieron en movimiento al mismo tiempo; los primeros, 
organizados contra la saturación del mercado de trabajo por la llegada de nuevos 
obreros, los segundos, contra las máquinas[28]. Sin embargo, su objetivo era el mismo, 
controlar el mercado de trabajo. Y a la inversa, cuando el cambio no desfavorecía a los 
trabajadores en absoluto, no hallamos especial hostilidad hacia las máquinas. Entre los 
impresores, la adopción de prensas automáticas a partir de 1815 parece que no causó 
muchos problemas. Fue la posterior revolución en la linotipia la que, en la medida que 
implicaba un empeoramiento indiscriminado, desató la lucha[29]. Entre principios del 
siglo XVIII y mediados del siglo XIX la mecanización y los nuevos artefactos fueron 
aumentando la productividad del minero de carbón; por ejemplo, la introducción de los 
explosivos. Sin embargo, mientras estos iban perdiendo su posición de artesanos 
intocables, no tenemos noticia de ningún movimiento importante de resistencia a los 
cambios técnicos, aunque los mineros eran proverbialmente ultra-conservadores y 
alborotadores. La regulación de la producción llevada a cabo por los trabajadores de las 
empresas privadas es una cuestión completamente distinta. Podía producirse, y de 
hecho así ocurría, en todas las industrias no mecanizadas (por ejemplo, en los oficios 
de la construcción); tampoco dependía de movimientos abiertos, organizaciones o 
estallidos. 
En algunos casos, de hecho, la resistencia a la máquina era una resistencia consciente a 
la máquina en manos del capitalista. Los destructores de máquinas de Lancashire de 
1778-80 distinguían claramente entre las spinning-jenny de 24 husos o menos, que no 
tocaban, y las que tenían más, solo aptas para su empleo en fábricas, que destruían[30]. 
No hay duda de que en Gran Bretaña, que estaba más familiarizada con unas relaciones 
sociales de producción que anticipan las del capitalismo industrial, este tipo de 
comportamiento sorprende menos que en otras partes. Pero esto hay que interpretarlo 
con cuidado. Los oficiales de 1760 aún estaban a un gran trecho de comprender la 
naturaleza del sistema económico al que se enfrentaban. No obstante, está claro que no 
se trataba de una lucha contra el progreso técnico en sí mismo. 
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Si consideramos las máquinas como un problema aislado, tampoco existen diferencias 
fundamentales entre la etapa temprana del industrialismo y la tardía, en lo que respecta 
a la actitud de los trabajadores hacia ellas. Es cierto que en la mayoría de las industrias 
el objetivo de evitar la introducción de máquinas no deseadas dio paso, con la llegada 
de la completa mecanización, al plan de “capturarlas” para que los trabajadores pudieran 
disfrutar de unas ciertas condiciones y normas sindicales; mientras al mismo tiempo se 
tomaban todas las medidas posibles para minimizar el desempleo tecnológico. Esta 
política parece haber sido adoptada de manera irregular a partir de la década de 
1840[31] y durante la Gran Depresión [del siglo XIX], y de manera más general a partir 
de mediados de la década de 1890[32]. No obstante, incluso hoy en día hay muchos 
ejemplosde hostilidad directa a las máquinas que amenazan con crear desempleo o con 
degradar el trabajo[33]. Dado el funcionamiento normal de una economía de empresa 
privada, las razones que llevaban a los obreros a desconfiar de las nuevas máquinas en 
1810 siguen presentes en 1950. 
2) El debate podría hasta cierto punto ayudar a explicar por qué, después de todo, la 
resistencia a las máquinas fue tan pequeña. Esta realidad no se suele reconocer, pues la 
mitología de la primera época del industrialismo, que reflejaron hombres como Banes o 
Samuel Smiles, ha magnificado los motines que se produjeron. A los hombres de 
Manchester les gustaba considerarse no solo como un ejemplo de emprendimiento y de 
sabiduría económica, sino también –tarea más difícil– como héroes. Wadsworth y Mann 
ha reducido los disturbios de Lancashire del siglo XVIII a unas proporciones más 
modestas[34]. De hecho, solo tenemos registro de unos pocos movimientos de 
destrucción verdaderamente extendidos, como el de los trabajadores agrícolas, que 
probablemente destruyeron casi todas las trilladoras de las zonas afectadas[35], o las 
especializadas campañas del pequeño cuerpo de tundidores de Gran Bretaña y demás 
regiones[36], y quizás los motines contra los telares mecánicos en 1826[37]. Las 
destrucciones de Lancashire de 1778-80 y de 1811 se limitaron a zonas concretas y a 
un número concreto de fábricas (los movimientos más amplios de 1811-12 en East 
Midlands no estaban en absoluto dirigidos contra la nueva maquinaria). Esto no solo se 
debe al hecho de que cierto tipo de mecanización se considerase inofensiva. Como ya 
se ha señalado[38], la mayor parte de las máquinas tendían a introducirse en épocas de 
creciente prosperidad, cuando el empleo aumentaba y la resistencia, aún no 
completamente movilizada, desaparecía por un tiempo. Cuando llegaban los problemas, 
el momento estratégico para oponerse a los nuevos aparatos ya había pasado. Los 
nuevos obreros que los manejaban ya habían sido contratados, los viejos operarios 
manuales estaban en la calle, y solo podían destruir aleatoriamente a sus competidores, 
sin ser capaces ya de imponerse a las máquinas (a menos, desde luego, que tuvieran la 
suficiente suerte como para conocer un oficio especializado que no se hubiese visto 
afectado por la producción mecánica, como los zapateros manuales y los sastres en las 
décadas de 1870 y 1880). Una de las razones que hizo que la destrucción de los 
tundidores fuera más persistente y seria que el resto es que estos altamente 
especializados y organizados oficiales conservaron bastante control sobre el mercado 
laboral, incluso tras la mecanización parcial[39]. 
3) La mitología de los fabricantes pioneros también ha oscurecido la apabullante 
simpatía compartida por todas las capas de la población hacia los destructores de 
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máquinas. En Nottinghamshire no se denunció ni a un solo ludita, aunque muchos 
pequeños maestros debían saber perfectamente quién destrozó sus bastidores[40]. En 
Wiltshire, donde era conocida la simpatía de los “cortadores” independientes y los 
pequeños maestros hacia los tundidores[41], los verdaderos terroristas de 1802 no 
pudieron ser descubiertos[42]. Los propios mercaderes y fabricantes de lana de 
Rossendale aprobaron resoluciones contra los telares mecánicos algunos años antes de 
que los operarios los destrozaran[43]. En el levantamiento obrero de la década de 1830, 
el funcionario de los magistrados de Hildon, Wiltshire, informaba de que “allí donde la 
multitud no ha destruido la maquinaria, han sido los granjeros quienes la han expuesto 
para que la destruyan”[44], y Lord Melbourne se vio obligado a enviar una escueta 
circular a los magistrados que “en muchos casos habían recomendado que se dejaran 
de emplear temporalmente las máquinas para triturar grano y demás propósitos”. “Las 
máquinas”, argumentaba, “tienen tanto derecho a la protección legal como cualquier 
otra clase de propiedad”[45]. 
Tampoco es sorprendente. Los empresarios capitalistas completamente desarrollados 
constituían una pequeña minoría, incluso entre aquellos cuya posición era técnicamente 
la de acaparadores de beneficios. El pequeño tendero o el maestro local no querían una 
economía de expansión ilimitada, acumulación y revolución técnica, esa ley de la jungla 
en la que los débiles estaban condenados a la quiebra y a pasar al estatus de asalariados. 
Su ideal era ese sueño secular de los “hombres pequeños”, que ha quedado 
periódicamente reflejado en el radicalismo de los levellers, los jeffersonianos y los 
jacobinos: una sociedad a pequeña escala de modestos propietarios y 
asalariados acomodados, sin grandes distinciones de poder o riqueza, pero que sin 
duda, poco a poco, cada vez serían más ricos y vivirían más cómodos. Era un ideal 
irrealizable, sobre todo en unas sociedades que evolucionaban tan rápidamente. 
Recordemos, no obstante, que durante la primera parte del siglo XIX europeo aquellos 
a quienes apelaban constituían la mayor parte de la población, y al margen de industrias 
como la del algodón, también de la clase patronal[46]. Y es que incluso el genuino 
empresario capitalista podía tener opiniones contradictorias sobre las máquinas. La 
creencia de que debía impulsar inevitablemente el progreso técnico por su propio interés 
personal no tiene fundamento alguno, aunque la posterior experiencia del capitalismo 
francés y del capitalismo británico tardío no estuviera disponible. Al margen de la 
posibilidad de hacer más dinero sin máquinas que con ellas (en mercados protegidos, 
etc.), era raro que las máquinas respondieran a claros e inmediatos propósitos 
monetarios. 
En la historia de cualquier artefacto técnico, hay un “umbral de beneficio” que se cruza 
más bien tarde, tanto más tarde cuanto mayor es el capital que hay que invertir en la 
máquina. Quizá sea esta la causa de los proverbiales fracasos en los negocios de los 
inventores, que invirtieron su dinero y el ajeno en sus proyectos cuando aún eran 
inevitablemente imperfectos y en absoluto superiores a sus rivales no mecanizados[47]. 
Desde luego, la economía de libre empresa superaría estos obstáculos. Lo que se ha 
descrito como el “vasto boom secular” de 1775-1875 creó situaciones, aquí y allá, a 
partir de las cuales surgirían empresarios en algunas industrias (como la del algodón) 
con el ímpetu suficiente como para traspasar ese “umbral”[48]. El propio mecanismo de 
la acumulación de capital en una sociedad que pasa por una revolución suministró otras 
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tantas. A medida en que operaba la concurrencia, los avances técnicos de los pioneros 
se fueron extendiendoampliamente. Pero no debemos olvidar que los pioneros eran una 
minoría. La mayor parte de los capitalistas acogieron en un primer momento las nuevas 
máquinas no como armas ofensivas, para hacer beneficios, sino como arma defensiva, 
para protegerse de la bancarrota que amenazaba a los competidores rezagados. No nos 
sorprende encontrarnos en 1834 a E.C. Tufnell acusando a “muchos maestros del gremio 
del algodón […] del desafortunado comportamiento de instigar a los obreros a que la 
emprendan contra aquellos fabricantes que habían ampliado sus mules”[49]. El pequeño 
productor y el empresario común y corriente estaban en una posición ambigua, pero sin 
la independencia suficiente para poder cambiarla. Quizá no les gustara su necesidad de 
nuevas máquinas, bien porque éstas alterasen su modo de vida o porque, según sus 
cálculos racionales, en aquel momento no fuesen buen negocio. En cualquier caso, veían 
que fortalecía la posición del empresario que se había modernizado, el principal rival. 
Las revueltas obreras contra las máquinas dieron a estos hombres una oportunidad; y 
muchos la aprovecharon. Se puede dar la razón al estudioso de los destructores de 
máquinas franceses que afirma que “a veces el estudio detallado de los incidentes locales 
demuestra que el movimiento ludita era menos una agitación obrera que un aspecto de 
la competencia entre los fabricantes o dueños de taller atrasados y los más 
avanzados”[50]. 
 
 
Si el empresario innovador tenía toda la opinión pública en su contra, ¿cómo logró 
imponerse? Gracias al Estado. Ya hay quien ha señalado que en Gran Bretaña la 
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revolución de 1640-60 supone un punto de inflexión en la actitud del Estado frente a la 
maquinaria. A partir de 1660 la tradicional hostilidad hacia los aparatos que quitaban el 
pan de la boca a los hombres honrados dio paso al estímulo de la empresa que genera 
beneficios, sea cual sea el coste social[51]. Este es uno de los hechos que nos permite 
considerar la revolución del siglo XVII como el auténtico comienzo político del moderno 
capitalismo británico. Durante el siguiente periodo, el aparato del Estado centralizado 
tendió, si no a situarse contra la opinión pública en materia económica, al menos sí a 
estar más dispuesto a considerar las demandas de los empresarios completamente 
capitalistas (excepto, por supuesto, cuando estas chocaban con otros intereses 
establecidos más viejos y más grandes). Los Squire Western de algunos condados bien 
podían seguir brindando por los vestigios de una jerarquía feudal desaparecida, en una 
sociedad inmóvil: no hay ningún rastro significativo de política feudal en los gobiernos 
whig, sobre todo a partir de 1688. Las simpatías de Londres revelarían su inestimable 
valor para los nuevos industriales cuando estos empezaron su meteórico ascenso en el 
último tercio del siglo. En las cuestiones de política agraria, comercial o financiera, 
Lancashire podía enfrentarse a Londres, pero no en lo que atañe a la cuestión de la 
fundamental supremacía del patrón con ánimo de lucro. Fue el Parlamento no reformado 
en su periodo más ferozmente conservador el que introdujo el laisser faire en las 
relaciones entre patronos y obreros. La economía clásica de libre empresa dominaba los 
debates. Y Londres tampoco dudaba en golpear con los nudillos a sus representantes 
locales más sentimentales y chapados a la antigua si no conseguían “conservar y 
defender los derechos de cualquier tipo de propiedad contra la violencia y la 
agresión”[52]. 
Así pues, hasta la última parte del siglo XVIII, el apoyo del Estado a los empresarios 
innovadores no fue desdeñable. El sistema político británico entre 1660 y 1832 estaba 
diseñado para servir a los fabricantes en la medida en que estos estuvieran dispuestos 
a circunscribirse al conjunto de intereses de viejo cuño ya establecidos (terratenientes 
de mentalidad comercial, mercaderes, financieros, nabab, etc.). Como mucho podían 
esperar que les dejaran chupar una parte del bote proporcional a la presión que ejercían, 
pero a principios del siglo XVIII los fabricantes “modernos” se reducían únicamente a 
unos grupos esporádicos en las provincias. Por tanto a veces hubo cierta neutralidad por 
parte del Estado en cuestiones laborales, al menos hasta pasada la mitad del siglo 
XVIII[53]. Los pañeros del oeste se quejaban amargamente de que la mayor parte de los 
jueces de paz tenían prejuicios contra ellos[54]. La actitud del gobierno nacional ante 
los disturbios de los tejedores en 1726-27 contrasta de manera impresionante con la 
del Home Office en la década de los 1790. Londres se lamentaba de que los fabricantes 
encolerizaban sin necesidad a los hombres al detener a los amotinados; los argumentos 
de que se trataba de rebeldes no se tenían en cuenta; se sugería que ambas partes 
debían negociar amigablemente, para poder hacer la petición pertinente al Parlamento 
y que éste pudiera actuar[55]. Cuando esto sucedió, el Parlamento sancionó un acuerdo 
colectivo que concedió a los oficiales buena parte de lo que reclamaban, aún a costa de 
hacer así “apología de los pasados disturbios”[56]. De nuevo, la frecuencia de la 
legislación ad hoc durante el siglo XVIII[57] tiende a demostrar que no hubo ningún 
intento sistemático, consistente y general de hacerla cumplir. A medida que avanzaba el 
siglo, la voz de los fabricantes se fue convirtiendo progresivamente en la voz del 
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gobierno en estas cuestiones; pero antes los oficiales aún podían hacer frente de vez en 
cuando a una parte de los maestros en un contexto más o menos imparcial. 
Llegamos así al último y más complicado problema: ¿qué efectividad tenía la destrucción 
de máquinas? Creo que es justo decir que la negociación colectiva mediante disturbios 
era al menos tan efectiva como cualquier otro medio de presión sindical, y 
probablemente más efectiva que el resto medios disponibles para estos grupos de 
tejedores, marineros y mineros antes de la época de los sindicatos nacionales. Esto 
tampoco es decir mucho. Quienes no disfrutaban de la protección natural que ofrecía el 
pequeño número y los escasos conocimientos que aportaba el aprendizaje, protección 
que se podía conservar restringiendo la entrada al mercado y mediante el monopolio de 
la contratación, estaban en cualquier caso obligados a ponerse a la defensiva. Su éxito, 
por tanto, hay que medirlo a partir de su capacidad para conservar unas condiciones 
estables (por ejemplo, tablas salariales estables) frente al perpetuo y bien percibido 
deseo de los maestros de reducirlos al nivel de la inanición[58]. Esto requería de un 
combate incesante y eficaz. Se puede argumentar que en principio esta estabilidad se 
vio constantemente minada por la baja inflación durante el siglo XVIII, que no dejó de 
afectar a los asalariados[59]; pero pretender que las actividades propias del siglo XVIII 
se hicieran cargo de este tipo de fenómenos es pedir demasiado. Dentro de unos límites, 
es difícil negar que los tejedores de seda de Spitalfields sacaron provecho de sus 
disturbios[60]. Los conflictos de los barqueros, marineros y mineros del noreste, de los 
cuales tenemos constancia, terminaban muchas veces en victorias o compromisos 
aceptables. Es más, al margen de los enfrentamientos individuales, losdisturbios y la 
destrucción de máquinas suministraban en todo momento valiosas reservas a los 
trabajadores. El maestro del siglo XVIII era perfectamente consciente de que una 
demanda intolerable produciría, no ya una pérdida temporal de beneficios, sino la 
destrucción de los bienes de equipo. En 1829, el Comité de los Lores preguntó a un 
destacado magnate de la industria minera si una reducción de los salarios en las minas 
del Tyne y Wearside podría “llevarse a cabo sin poner en peligro la intranquilidad del 
distrito, o arriesgar la destrucción de todas las minas, con toda la maquinaria, y el valioso 
stock almacenado en ellas”. Respondió que no[61]. El patrón que debía enfrentarse a 
estos peligros de manera irremediable, se detenía antes de provocarlos, por temor a que 
“su propiedad y quizá su vida corrieran peligro con ello”[62]. “Muchos más maestros de 
los que uno se imagina”, anotaba Sir John Clapham con sorpresa injustificada, apoyaban 
las regulaciones de las Leyes de los Tejedores de Seda de Spitalfields, pues con ellas, 
argumentaba, “el distrito vive en estado de quietud y reposo”[63]. 
¿Podían los disturbios y la destrucción de máquinas, no obstante, contener el avance del 
progreso técnico? Desde luego no pudieron contener el triunfo del capitalismo industrial 
en su conjunto. A pequeña escala, sin embargo, no era en absoluto el arma inútil y 
desesperada que algunos han pretendido. Así, el miedo a los tejedores de Norwich 
parece que evitó que se introdujeran máquinas allí[64]. El ludismo de los tundidores de 
Wiltshire en 1802 ciertamente pospuso la difusión de la mecanización; una petición de 
1816 señala que “en la época de la guerra no había ni giggs ni frames en Trowbridge, pero 
es triste constatar que ahora aumentan cada día”[65]. Paradójicamente, la destrucción 
de los desamparados trabajadores agrícolas en 1830 parece que fue la más efectiva de 
todas. Aunque las concesiones salariales se perdieron pronto, las trilladoras no volvieron 
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a emplearse en la misma escala que antes[66]. En qué medida estos éxitos se deben a 
los operarios, y en qué medida al ludismo latente o pasivo de los propios patronos, no 
es posible determinarlo. No obstante, sea cual sea la verdad, la iniciativa vino de los 
operarios, hasta tal punto que pueden reclamar una buena porción de estos triunfos. 
 
[1] J. H. Plumb, England in the Eighteenth Century, 150; T. S. Ashton, The Industrial Revolution, 
154. 
[2] L. Dechesne, L’Avènement du Régime Syndical à Verviers (Paris, 1908) 51-64 y passim. 
[3] F. O. Darvall, Popular Disturbance and Public Order in Regency England (London 1934), 1. 
[4] Por ejemplo, las máquinas de lana y seda en Wiltshire, las máquinas de papel en 
Buckinghamshire, las de hierro en Berkshire. (Public Record Office, Home Office Papers, 
HO 13/57, PP- 68-9, 107, 177; Assizes 25/21 passim). J. L. y B. Hammond, The Village 
Labourer (varias ediciones) es la Fuente más accesible. Ver también dos tesis no 
publicadas: N. Gash, The Rural Unrest in England in 1830 (Oxford Examination Schools) y Alice 
Colson, The Revolt of the Hampshire Agricultural Labourers (London University Library). 
[5] Sobre la discusión de los disturbios por los altos precios, T. S. Ashton y J. Sykes, The 
Coal Industry of the 18th Century (Manchester 1929), cap. VIII, A. P. Wadsworth y J. de L. 
Mann, The Cotton Trade and Industrial Lancashire (Manchester I93I), 355 ff. 
[6] Darvall, chap. VIII passim. 
[7] Bonner and Middleton’s Bristol Journal, 31-7-1802. Algunos disturbios surgieron por 
conflictos laborales corrientes, otros por la oposición a las nuevas máquinas. Ver J. L. y 
B. Hammond, The Skilled Labourer, para un resumen de este movimiento, y A. Aspinall 
(ed.), The Early English Trade Unions (London 1949), 41-69 para consultar algunos 
documentos. 
[8] House of Commons Journals, xviii, 715 (1718); xx, 268 (1724). 
[9] House of Commons Journals, xx, 598-9 (1726) ; Salisbury Assize Records en Wiltshire 
Times 25-1-1919 (Wiltshire Notes & Queries). 
[10] Gentleman’s Magazine, 1738, 658. 
[11] Public Record Office, State Papers Domestic Geo. 2, 1741, 56 : 82-3. 
[12] E. Welbourne, The Miners’ Unions of Northumberland and Durham (Cambridge, 1923), 21. 
[13] Ashton and Sykes, 89-91. 
[14] 10 Geo. 2, c.32, 17 Geo. 2, c.40, 24 Geo. 2, c.57, 31 Geo 2, c.42 (E. R. Turner, The 
English Coal Industry in the 17th and 18th centuries, Amer. Hist. Rev. XXVII p. 14). Turner 
parece haber descuidado 13 Geo. 2, C.21, 9 Geo. 3, c.29, 39 y 40 Geo. 3, c.77, 56 Geo. 
3, c.125 que también iban dirigidas contra la destrucción en las minas. (Burn’s Justice of 
the Peace, ed. Chitty, 1837 edn., vol. Ill, 643 if.). 
[15] Welbourne, 31. 
[16] W. Felkin, A History of the Machine-wrought Hosiery and Lace Manufactures (London 1867) es 
una autoridad sobre la materia. 
[17] Para las minas francesas cf. M. Rouff, Les mines de charbon en France au XVIIle siècle (Paris 
1922). 
[18] E. M. Saint-Léon, Le Compagnonnage (Paris 1901), I, chap. 5. 
[19] Aspinall, 175. 
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[20] Los hombres de Bolton alegaron en 1826 haber planeado la destrucción de todo el 
algodón listo para exportar, así como de las máquinas. (Public Record Office, Home 
Office Papers HO 40/19, Fletcher to Hobhouse 20 April 1826). 
[21] Cf. la discusión de estos problemas en E. Pouget, Le Sabotage (Paris n.d.) 45 ff. 
[22] Por ejemplo, los metalúrgicos galeses en 1816 (The Times, 26 Oct. 1816), la huelga 
general de 1842 (F. Peel, The Risings of the Luddites, Chartists and Plug drawers, Heckmondwike 
1888, 341-7), y los mineros alemanes en 1889 (P. Grebe, Bismarcks Sturz u.d. 
Bergarbeiterstreik vom Mai 1889, Hist. Ztschr. CLVII, 91). 
[23] Aspinall, 196 : “No puedo dejar de pensar que las asambleas de madrugada y las 
listas forman hoy el vínculo del sindicato.” 
[24] H. L. Smith and V. Nash, The Story of the Dockers’ Strike (London 1889),passim. 
[25] R. Rigola, Rinaldo Rigola e il Movimento Operaio nel Biellese (Bari 1930), 19. R. no registra 
destrucción por parte de los tejedores, sólo de los sombrereros. 
[26] Ver el capítulo sobre la “Maquinaria” en sus Principios. Incluido sólo en la tercera 
edición, ver Sraffa and Dobb, Works and Correspondence of David Ricardo, (Cambridge 1951) 
I, p. lvii-lx. 
[27] M. D. George, London Life in the 18th Century (London 1925) 187-8, 180. 
[28] Parl. Papers 1802, Report fr. Committee on Woollen Clothiers’ Petition, 247, 249, 
254-5. Rules and Articles of … the Woollen-Cloth Weavers’ Society … 1802 (British Mus. 
906.k.14(1)). 
[29] E. Howe and H. Waite: The London Compositor (London 1948) 226-33. 
[30] Wadsworth and Mann, 499-500. 
[31] S. y B. Webb, Industrial Democracy (London 1898), chap. VIII: New Processes and 
Machinery. 
[32] Para los cambios en la política de los tipógrafos, cf. Howe and Waite; mecánicos, J. 
B. Jefferys, The Story of the Engineers (London 1945) 142-3, 156-7; obreros de la hojalata, 
J. H. Jones, The Tinplate Industry (London 1914), 183-4, cap. IX. 
[33] J. Lofts, The Printing Trades (New York 1942) sobre la larga lucha de los tipógrafos 
norteamericanos contra la revolución técnica en los pasados 15 años. 
[34] Op. cit. 412. Ver también el detallado análisis sobre el destino de Hargreaves, 476 
ff. 
[35] Sel. Ctee. on Agriculture, 1833, 64 estima —sin duda exagerando un poco— que solo 
el 1% de las trilladoras existentes antes de 1830 se empleaban a la sazón en Wilts, and 
Berks. 
[36] Sobre la agitación de los tundidores extranjeros, F. R. Manuel, The Luddite 
Movement in France, Journ. Mod. Hist. 1938, 180 ff.; id., L’Introduction des Machines en 
France et les Ouvriers, Rev. d’Hist. Mod. N.S. XVIII, 212-5. De hecho el ludismo en Francia 
parece haber quedado limitado a los tundidores, con menos éxito que en Gran Bretaña, 
aunque las intenciones luditas a veces también eran expresadas por otros. Ver los 
documentos en G. and H. Bourgin, Le Régime de l’Industrie en France de 1814 à 1830 (Paris 
1912-41), 3 vols. 
[37] Hammonds, Skilled Labourer, 127. 
[38] Manuel, J. Mod. H. 187, Darvall, passim. Ver también la nota de Tufnell, Character, 
Objects and Effects of Trade Unions (1834), 17 sobre la reticencia de los obreros que 
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trabajaban con máquinas a la hora de unirse a la huelga contra ellas. Pero T. admite que 
lo hicieron, amenazados o persuadidos por sus compañeros en paro. 
[39] Los tundidores (cortadores) levantaban las fibras de lanilla del paño acabado y las 
cortaban con unas pesadas tijeras de hierro. Debían ser fuertes y habilidosos. 
[40] Darvall, 207. 
[41] Aspinall, 57-8. 
[42] Thomas Helliker, ejecutado por ello en 1803, generalmente se cree que fue 
inocente. 
[43] G. H. Tuphng, Economic History of Rossendale (Manchester 1927), 214. 
[44] M.S. Correspondencia de M. Cobb, funcionario de los Jueces de Salisbury, en Library 
of Wiltshire Archæol & Nat. Hist. Soc., Devizes: 26 Nov. 1830. 
[45] Printed Circular 8 Dec. 1830. Hay referencias a ésta en Hammonds, Village 
Labourer (Guild Books edn.) II, 71-2. 
[46] Ver el brillante análisis de la “pequeña burguesía democrática” en la Circular al 
Comité Central de la Liga de los Comunistas, de Marx. Works of Marx & Engels. II, 160-1. 
[47] El término“umbral de beneficio” es de S. G. Gilfillan’s (Invention as a Factor in 
Economic History, Supp. to Journ. Econ. Hist., Dec. 1945). 
[48] Les ayudó el bajo precio de las nuevas máquinas. Un pañero del oeste 
instaló jennies de 70-90 husos por 9 libras esterlinas la pieza en 1804. De ahí la 
posibilidad de una mecanización gradual. 
[49] Tufnell, 18. 
[50] Manuel, J. Mod. H., 186. 
[51] E. Lipson, Econ. Hist. of England (4th edn.) II, p. cxxxv-vi, III, p. 300, 313, 324-7. Sir 
John Clapham, Concise Econ. Hist. of Britain, 301, señala directamente que “una vena de 
insensibilidad parece estar presente en la vida pública en la época de la Restauración”. 
[52] Ver nota 45 más arriba. 
[53] Para los “cambios revolucionarios” de este periodo, S. y B. Webb, Hist. of Trade 
Unionism (1894) 44 ff. Pero estos procedimientos parlamentarios pueden dar una 
impresión equivocada. El curso normal de los acontecimientos era que el laisser-
faire progresara silenciosamente, habiendo quedado obsoleta la vieja legislación, a no 
ser que los trabajadores desplegaran una campaña especialmente activa o efectiva. Cf. 
la revocación de las clausulas salariales en el Estatuto de los Artificieros en 1813 (W. 
Smart, Econ. Annals of the 19th Century, 1801-20, 368). 
[54] Philalethes, The Case as it now stands between the Clothiers, Weavers and other Manufacturers 
with regard to the late Riot, in the County of Wilts, London, 1739 (Cambridge Univ. Lib., Acton 
d. 25.1005), 7. En cualquier caso, en 17 Geo. 3, c.55 los sombrereros lograron una ley 
que prohibía a cualquier maestro sentarse en el banquillo durante las disputas que les 
afectaban a ellos, que es más de lo que consiguieron los trabajadores agrícolas. 
[55] Public Record Office: State Papers Domestic Geo. I, 63: 72, 82, 93-4. 64: 1-6, 9-10 
(esp. 2-4). 
[56] Journals of the House of Commons, xx, 747. 
[57] Burns’ Justice of the Peace, ed. cit., Ill, 643 ff., V, 485 ff., 552 ff., aporta un somero 
resumen de esta masa de leyes no coordinadas y fragmentadas. 
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[58] W. Sombart, Der Moderne Kapitalismus, I, ii, 803 para una bibliografía; K. Marx, Capital 
I (1938 ed.) 259-63. “The Case as it now stands . . . . ” (Nota 54 arriba) 29, 41, aporta los 
argumentos típicos. 
[59] E. J. Hamilton, The Profit Inflation and the Industrial Revolution 1751- 1800, Q. 
Journ. Econ., 56 (1942), 256. 
[60] Hammonds, Skilled Labourer. La observación de M. D. George, op. cit. 190 acerca de 
que el aumento de los precios del tejido con estas Acts no era comparable al de otros 
oficios en el mismo periodo, quizá sea cierto. Más significativo es el colapso drástico de 
los precios tras la derogación de las Acts (ibid, 374). 
[61] Hammonds, Skilled Labourer, 26. 
[62] William Stark sobre las razones que evitaron el empleo de maquinaria en el oficio 
del estambre de Norwich, y la resistencia a las reducciones de salario. (Handloom 
Weavers’ Commission, 1838 Ass. Commrs. Report II). 
[63] J. H. Clapham, The Spitalfields Acts, 1773-1824, Econ. Journ. XXVI, 463, 464. 
[64] Hammonds, Skilled Labourer, 142. J. H. Clapham, The Transference of the Worsted 
Industry from Norfolk to the West Riding, Econ. Journ. XX, discute la cuestión con más 
detalle. 
[65] Hammonds, ibid, 188. 
[66] Clutterbuck, The Agriculture of Berkshire (London & Oxford 1861), 41-2. 
 
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	Hobsbawm -Los destructores de máquinas.pdf
	Hobsbawm- machinebreakers.pdf

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