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PADRE PÍO CONTRA SATANÁS HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS Marco Tosatti 2 PADRE PÍO CONTRA SATANÁS HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS Traducción de Helena Faccia Serrano Prólogo a la edición española Lucio Ángel Vallejo Balda Marco Tosatti 3 BIBLIOTHECAHOMOLEGENS © Marco Tosatti © Homo Legens, 2018 Calle Monasterio de las Batuecas, 21 28049 Madrid www.homolegens.com De la traducción: © Helena Faccia Serrano Del prólogo: © Lucio Ángel Vallejo Balda Colección dirigida por Gabriel Ariza Título original: Padre Pio contro Satana: La battaglia finale (2017) Santi indemoniati: Casi straordinari di possessione (2017) ISBN: 978-84-17407-25-4 Maquetación y diseño de cubierta: Ignacio Cascajero Curros Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por escrito del editor. 4 ÍNDICE PRÓLOGO EL PADRE PÍO CONTRA SATANÁS Una leyenda antigua Antes del inicio La visión Cartas De Pietrelcina a San Giovanni Rotondo: el demonio lo sigue Traiciones Complot Exorcismos y endemoniados Hasta el final SANTOS ENDEMONIADOS Introducción La beata Eustoquia de Padua Cristina de Stommeln Mariam Baouardy Santos varios Bibliografía esencial sobre santos endemoniados 5 PRÓLOGO El libro que tiene en sus manos ha gozado de gran éxito en Italia. Aborda un tema que desata una gran curiosidad en el sentir popular: la existencia y la actuación del demonio. Satanás está presente en los textos evangélicos y en toda la literatura espiritual y este libro explica su actuación contra algunos santos que han sufrido en su vida los más duros ataques del Maligno. Comienza con la historia del Padre Pío. Para el público español, el Padre Pío, san Pío de Pietrelcina, no pasa de ser un santo exótico conocido por sus llagas. En Italia es en estos momentos el santo más popular y su devoción se ha extendido por todo el país. Mi relación “personal” con el Padre Pío empieza en mi juventud, con un episodio puntual e intrascendente pero que recuerdo con mucha viveza. Una mañana, en la soledad de la capilla del Seminario de Logroño -solía llegar siempre el primero porque era el encargado de encender la calefacción, y no tanto por grandes piedades- me encontré sobre uno de los bancos una estampa del Padre Pío que contenía una pequeña reliquia ex indumentis. Yo no había oído hablar de él y cuando pregunté al compañero que vino después lo único que me dijo del Padre Pío es que era un santo que tenía llagas. Ahí empezó y terminó mi corta relación con el Padre Pío. Muchos años después, en tiempos recientes, viviendo en una situación personal de gran intensidad, y, si queremos, con tintes dramáticos, se produce la visita de la reliquia del Padre Pío a Roma con motivo del jubileo de la Misericordia. Yo no podía acercarme físicamente a saludarlo, a pesar de lo cerca que estábamos el uno del otro, y por eso hice el propósito de compensar mi ausencia con la lectura de alguna biografía suya. Me recomendaron la biografía oficial de su proceso y, ciertamente, la devoré. Al tomar en mis manos el libro de la biblioteca de la comunidad de Franciscanos Conventuales en la que residía en ese tiempo, se cayó una estampa: la misma que había encontrado muchos años atrás. Estampa con reliquia que me acompaña desde entonces. Leí casi todo lo que se encontraba en esta biblioteca sobre el Padre Pío, que no era poco, de muy desigual calidad, pero descubrí la tremenda polémica, entre sus defensores y sus detractores, que acompañó al Padre Pío toda su vida. Tengo una deuda con él, por tantas vivencias personales y gracias concedidas que ahora no tiene sentido contar, y, sin duda, esta es una ocasión de agradecer al Padre Pío y, en cierto modo, devolverle pobremente los favores recibidos. Por razones de trabajo tuve la oportunidad de estar en varias ocasiones con el padre Gabriele Amorth, con quien pude hablar de lo divino y de lo humano. Le despertó la curiosidad saber que mi especialidad es la teología espiritual, y que la había cursado en Burgos en un momento en el que contaba con profesores de máximo nivel, expertos en los autores cumbre de la mística católica. En las conversaciones con Amorth, tuvimos la ocasión de acercarnos a algunos textos de los grandes, san Juan y santa Teresa, que le resultaban difíciles de comprender. Reímos con ganas cuando le intenté explicar que no 6 era un problema sólo de lenguaje: hasta para un español son complicados los textos de nuestro Siglo de Oro. Las poesías, y sobre todo las religiosas, no se dejan traducir con facilidad. Una traducción hace que pierdan muchos matices que les aportan la riqueza literaria de la lengua madre. Parte de este libro de Marco Tosatti se centra en un estudio del padre Amorth sobre la presencia del demonio en la vida del Padre Pío. El padre Amorth es considerado el mayor especialista en exorcismos y, en nuestras conversaciones, ciertamente hablamos del demonio -con el padre Amorth era impensable no hacerlo- pero nunca del Padre Pío, imagino que más por mi ignorancia que por falta de interés por su parte. Este libro tiene dos partes muy definidas. Por un lado, nos muestra la vida de tres santos “extraños” que han llegado a sufrir en su vida episodios de auténtica posesión diabólica y que están muy bien documentados. Es una parte histórica y algo erudita, que nos da a conocer casos exóticos de la santidad y nos permite entender la presencia y la forma de actuar del demonio en el mundo, que no ha cambiado mucho con el paso de los siglos. Los tres personajes pertenecen a diferentes periodos históricos (Siglos XIII, XV y XIX). El autor explica su decisión de no entrar en casos del primer milenio por contar con mucha menos documentación, no por no existir. Por otra parte, tenemos el importante capítulo sobre el Padre Pío. En este caso, no se hace referencia a una posesión diabólica, que no la tuvo jamás, sino a los episodios de su vida, muchos, en donde la acción del demonio era clamorosa y evidente incluso para los que convivían con él. El Padre Pío no era un santo escritor, y no relató nunca de modo sistemático la acción de Dios en su alma. Tosatti tiene la gran habilidad de entresacar de sus escritos, sobre todo de las abundantes cartas personales, una riqueza de textos en los que ciertamente hace hablar y contar al Padre Pío su historia, dando la sensación de que el autor desaparece. La presencia del demonio en la vida de Padre Pío era tan continua que bromeaba frecuentemente con este hecho, le ponía motes como “barba azul” y le consideraba uno más de la familia. Las agresiones, incluso físicas, eran frecuentes y las soportó con alegría, sabiendo que eran el preludio de grandes gracias de Dios. Él sabía que Dios no permitiría nada más allá de lo que pudiera soportar, y era consciente de que las muchas gracias que continuamente recibía estaban acompañadas de terribles ataques demoniacos que San Pío de Pietrelcina llevaba con un estupendo humor. El más allá se hace más acá en las vidas narradas en este libro. Historias cuyos protagonistas son personas pero que han tenido una vivencia muy especial de la sobrenaturalidad, haciéndola muy natural y habitual en sus vidas. El Padre Pío veía de pequeño a la virgen y no hablaba de ello porque pensaba que todos la veían, que eso era lo normal. Así fue toda su vida en la que hizo que fuera normal lo sobrenatural, que para el común de los mortales se muestra mucho más lejano. Estos santos son considerados santos raros, que se salen de la regla, pero que tienen, en vida y después de su marcha al paraíso, un gran atractivo. Lo que para los demás necesita pruebas, para ellos se presenta como evidente. Junto a una inquietante y misteriosa presencia del Maligno y de sus manifestaciones extraordinarias, estos 7 hombres y mujeres son esas brechas de Luz Divina que se adentran en estevalle de lágrimas para confirmar en la fe a sus hermanos. Es un honor el poder prologar este libro salido de las manos de Marco Tosatti, uno de los grandes vaticanistas de las últimas décadas y referencia ineludible para el que desea estar bien informado y profundizar en las noticias de la Iglesia con un criterio y solidez que no es habitual en la prensa. Su trayectoria como católico de primera línea y como escritor de reconocido prestigio hace que me sienta muy satisfecho de poder introducir su obra. Lucio Ángel Vallejo Balda Junio 2018 8 Una leyenda antigua Les contamos una historia extraordinaria, un duelo de tiempos antiguos, vivido en el siglo que acabamos de dejar atrás; una saga legendaria, una lucha que parece increíble en nuestro tiempo. Y que, sin embargo, es real. Es la historia de un cuerpo a cuerpo prolongado durante toda la existencia terrena, y también más allá, entre un monje y su Adversario. Una batalla sin exclusión de golpes, una lucha por la vida y la muerte, que comenzó cuando el protagonista humano era un muchacho y que se cerró sólo con su desaparición corporal. La vida de este monje, encerrado durante decenios en unos pocos metros cuadrados, ha llenado las bibliotecas y los periódicos, ha cambiado profundamente la existencia de centenares de miles de seres humanos. Es un misterio. Tampoco ahora ha sido completamente revelado. Ni siquiera ahora que el Padre Pío ha sido elevado a los honores de los altares, empujado a la canonización por la veneración de millones de personas, compartida por un gran Papa. Es un misterio por qué este hombre introdujo lo «extraordinario» en la existencia de cada día, lo convirtió en normal, e hizo que caminaran juntos banalidad y acontecimientos excepcionales, inexplicables. Con él, lo sobrenatural entró con fuerza en el vivir cotidiano, haciendo caer la barrera entre el milagro y la vida de cada día. Es en la Biblia, en las Escrituras, donde encontramos este mismo panorama, un paisaje en el que lo sobrenatural se puede desvelar con mucha naturalidad a los ojos humanos. Y detrás de esa barrera caída aparece la lucha entre enemigos eternos, una batalla que vive incluso por una extraña relación entre la fuerza divina y su criatura rebelde. Hablan –¡los enemigos!–, se amenazan, se informan con jactancia sobre los próximos movimientos. Y se hace referencia también a la Autoridad superior, como veremos cuando el Padre Pío le pedirá a Jesucristo que no permita que el demonio siga asustando a los monjes de Santa Ana, en Foggia. Una relación verdaderamente extraña, que hace evidentes los límites impuestos al Adversario por su Creador, y su ser, en el sufrimiento, un instrumento, sólo un instrumento, cuando sus aspiraciones son realmente otras; un instrumento misterioso, ilógico, irracional para la mente humana, pero instrumento. Job, la injusticia de su historia, tan evidente y palpable a nuestros ojos, totalmente incomprensible, que nos lleva incluso a pensar en un Dios que parece jugar con el dolor y los sufrimientos humanos, es el ejemplo que nos viene inmediatamente a la memoria. «Había en la tierra de Uz un hombre llamado Job. Era justo, honrado y temeroso de Dios y vivía apartado del mal… Era el más rico de los hombres de Oriente»1, recita el libro sapiencial, que refiere un diálogo teológicamente profundo y, al mismo tiempo, desconcertante, para una sensibilidad ajena a los misterios de los planes divinos. «Un día los hijos de Dios se presentaron ante el Señor; entre ellos apareció también Satán. El Señor preguntó a Satán: “¿De dónde vienes?”. Satán respondió al Señor: “De dar vueltas por la tierra, de andar por ella”. El Señor añadió: “¿Te has fijado en mi siervo 9 Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, que teme a Dios y vive apartado del mal”. Satán contestó al Señor: “¿Y crees que Job teme a Dios de balde? ¿No has levantado tú mismo una valla en torno a él, su hogar y todo lo suyo? Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se extienden por el país. Extiende tu mano y daña sus bienes y ¡ya verás cómo te maldice en la cara!”. El Señor respondió a Satán: “Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él ni lo toques”. Satán abandonó la presencia del Señor»2. Sabemos con cuánta abundancia de perfidia y crueldad convirtió en un infierno la vida del justo, que protestó, y con razón, pero que resumió sus sufrimientos en pocas palabras sabias: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor»3. ¿Por qué este libro nos parece tan desconcertante? Porque el demonio se presenta como uno de los “clientes” habituales de Dios, en compañía de los “hijos de Dios”. Un trato tan consolidado que el diablo está en diálogo con Dios, incluso lo desafía y apuesta con él, como se hace con los amigos, sobre la fe y la fidelidad del justo. Dios le da permiso, algo aparentemente increíble, para perseguir a Job y atacarle en todo, menos en su vida. Tal vez en esto se puede leer la imposibilidad del demonio de agredir el alma sin el consentimiento, la voluntad de la víctima. Todo el resto, sí. 4. Sigue el libro sapiencial: «El señor respondió a Satán: “Haz lo que quieras con él, pero respétale la vida”. Satán abandonó la presencia del Señor. Entonces hirió a Job con llagas malignas, desde la planta del pie a la coronilla»5. Las analogías con la epopeya del Padre Pío de Pietrelcina son evidentes. Como Job, también nuestro monje del Sannio fue herido física y espiritualmente, tentado (“pensamientos de blasfemia”), perseguido precisamente por quienes deberían haberle defendido y haberse ocupado de él; y fue atacado también en las personas que tenía cerca. Incluso después de su muerte. También sus enfermedades rezuman esta lucha. La observación que hace uno de los biógrafos más atentos del Padre Pío, Luigi Peroni, es muy acertada: «Es necesario precisar que en la vida del Padre Pío todo ese ir y venir misterioso de torturas físicas y morales, todas esas manifestaciones externas, aunque fueran apenas perceptibles, de las penas místicas, de los tormentos morales, de las preocupaciones por los hermanos que sufren, de la participación en el dolor del prójimo, de las mortificaciones penitenciales, vigilias y ayunos, de las luchas durísimas con el demonio, fueron siempre catalogadas bajo el término genérico de “enfermedad”. Así, era común que quien lo veía postrado con cara de miedo, preguntara a sus hermanos y estos le respondieran: “… el padre no se encuentra muy bien… el padre está ligeramente indispuesto…”». En la Positio se cita la opinión de un médico, el Dr. Michele Capuano, según el cual el Padre Pío, en los ochenta y un años de su vida, pasó por toda la gama de sufrimientos: «Desde el dolor ardiente de la cistitis hemorrágica al dolor de los cólicos renales, que le destrozaban; del dolor de las contusiones en los tobillos y muñecas al dolor corrosivo del epitelioma auricular; de los pinchazos lacerantes de la hernia irreducible, al dolor lancinante de las hemorroides trombosadas; de los dolores fríos de la artrosis generalizada, al brusco y punzante de las pulmonías; del dolor opresivo de la sinusitis frontal, al terebrante de la pleuritis exudativa; del dolor pruriginoso de la 10 pediculosis a los dolores pulsantes de los abscesos pasajeros; de las manifestaciones corrosivas de la úlcera gástrica a los dolores tensionales de las migrañas. Por lo tanto, una gama de manifestaciones tan amplia, compleja e inusualmente potente que hace que nos preguntemos con aprensión cómo podía soportar y afrontar, día a día, todas las tareas –a veces pesadas– de su ministerio». Una resistencia que asombró a los hermanos y fieles de este «Job del siglo XX»; asombrados de ver cómo, a pesar de todo, permanecía fiel, sin hacer concesiones, a su misión, y a una batalla que no le perdonó ni a él ni a quien estaba cerca de él. La idea de esta investigación, este estudio sobre la lucha entre el Padre Pío y el demonio, nació, en realidad, precisamente gracias aun episodio del que fue protagonista uno de los “muy fieles” del santo del Gargano. En una larga serie de conversaciones con don Gabriele Amorth, que llevó a la redacción de Inchiesta sul demonio, el gran exorcista nos relata cómo el comendador Angelo Battisti, primer administrador y primer presidente de la Casa Alivio del Sufrimiento de San Giovanni Rotondo, fue poseído por el demonio en los últimos años de su vida. Encontrarán los detalles de esta particular experiencia más adelante. Pero nos preguntamos cómo fue posible; el “porqué” de esta agresión. Examinando relatos, biografías, testimonios sobre el Padre Pío y, sobre todo, la inédita Positio, la cantidad de documentos recogidos por los postuladores de la causa del santo, hemos podido reconstruir poco a poco la trama y la urdimbre de un tapiz que ilustra la guerra combatida a lo largo de toda su vida contra el demonio. Y, sobre todo, por el demonio: un diablo a veces violento, otras con características extrañamente “hogareñas”; el diablo de las leyendas sobre san Antonio, más que el Mal personificado por Hitler, Stalin y sus partidarios en esos mismos años. Un demonio que no dudó en utilizar todos los instrumentos, también y sobre todo esos comunes, para urdir un verdadero complot contra el santo del Gargano. Dos capítulos, en nuestra opinión de enorme interés, conciernen a este argumento, con testimonios e hipótesis inquietantes. Formando este mosaico nos hemos dado cuenta, como afirma en la Positio el padre Cristoforo Maria Bove y como emerge también en la correspondencia, que existía una estrecha conexión entre las apariciones diabólicas vividas por el Padre Pío y los éxtasis y visiones celestiales. Es una advertencia necesaria, porque en realidad, por razones de espacio y para no traicionar el espíritu monográfico y la finalidad de esta pequeña obra, nos centraremos sobre todo en las primeras, dando por descontados los segundos. Pero la excepcionalidad de las manifestaciones demoníacas creemos que se debe al altísimo nivel de espiritualidad alcanzado por el monje del Gargano: donde el sol es más claro y brillante, también la sombra es más nítida. ¿Una lucha real? ¿O presente solamente en el alma y en la vida espiritual del Padre Pío? Los testimonios de hechos concretos, inexplicables, o francamente pavorosos no faltan. En la hipótesis más “laica” y racionalista, parecería obligatorio suspender, por lo menos, el juicio; para quien cree, con la Iglesia, en la existencia de esta criatura rebelde a Dios, e instrumento misterioso en un plano divino igualmente impenetrable, la lectura es mucho más clara y menos problemática. Pero desde cualquier punto de observación en el que nos situemos, creemos que no se puede evitar apreciar la grandiosidad de esta lucha, 11 el duelo épico entre dos gigantes. Si Padre Pío no fuera un sacerdote franciscano, capuchino, y santo por la Iglesia católica, sino un monje zen de un remoto monasterio japonés o un asceta sanniasi de la jungla india… pues bien, la batalla emprendida contra el espíritu del Mal no perdería nada de su belleza y nobleza. Y, por lo menos en este sentido, estamos seguros que, al relatarla, no traicionamos las expectativas de quien tendrá la paciencia de leernos. 1 Jb 1, 1; 3. [Nota del Traductor] 2 Jb 1, 6-12. [N.d.T.] 3 Jb 1, 21. [N.d.T.] 4 Jb 2, 4-4. [N.d.T.] 5 Jb 2, 6-7. [N.d.T.] 12 Antes del inicio Francesco decidió consagrarse a Dios y al bien para siempre, toda la vida, a la edad de cinco años. «Un impulso insólito para su edad –escribieron sus dos biógrafos, el padre Melchiorre da Pobladura y el padre Alessandro da Ripabottoni– y probablemente sin darse cuenta de un hecho tan comprometido y trascendental». No era un niño como los otros, si bien no fue hasta mucho más tarde cuando se dieron cuenta del mundo extraordinario en el que vivía ese cachorro humano del Sannio. «Los éxtasis y las apariciones comenzaron cuando tenía cinco años, cuando surgió en él el pensamiento de consagrarse definitivamente al Señor, y fueron continuos –afirma el padre Agostino da San Marco in Lamis–. Cuando le preguntaron por qué había ocultado estos hechos durante tanto tiempo (hasta 1915), cándidamente respondió que no había dicho nada porque creía que eran cosas normales que les sucedían a todas las almas… A los cinco años empezaron también las apariciones diabólicas». Pero tal vez, “alguien” ya sabía que en Pietrelcina había llegado al mundo una criatura que le habría creado no pocos problemas; tanto, que el propio Padre Pío cuenta, en sus recuerdos de una infancia pobre y campesina, que cuando se iba a la cama, por la noche, «mi madre apagaba la vela y aparecían muchos monstruos cerca de mí, y yo lloraba; volvía a encender la vela y yo callaba, porque los monstruos desaparecían. La volvía a apagar y, de nuevo, volvía a llorar por los monstruos…». En el Diario del padre Agostino leemos: «Los éxtasis y las apariciones empezaron a la edad de cinco años; y a esta misma edad empezaron las apariciones diabólicas que, durante casi veinte años, tuvieron siempre formas muy obscenas, humanas y, sobre todo, bestiales. Sólo casi veinte años después, por una simple coincidencia, su confesor supo de estos fenómenos sobrenaturales, iniciados muchos años antes. El padre Agostino le preguntó al Padre Pío cómo es que nunca le había hablado de las apariciones de la Virgen y este le respondió: “¿Usted no ve a la Virgen?”. El padre Agostino respondió con un “no” y Padre Pío respondió: “Usted lo dice por santa humildad”». ¿Qué veía el pequeño Francesco? Nos lo cuenta el testimonio del padre Gerardo Saldutto: «Francesco era aún un niño cuando empezaron los éxtasis y las apariciones que le acompañarían el resto de su vida. En esas visiones no sólo estaban Jesús, la Virgen, ángeles y santos, sino también figuras diabólicas y demonios enfadados. El diablo, de hecho, se le aparecía, cuando tenía tan sólo cinco años, con figuras horribles, amenazadoras y espantosas; un tormento que no le daba tregua tampoco durante la noche y “sin embargo, no tuve miedo de él”». El demonio siguió apareciéndose a Francesco durante toda su infancia y adolescencia, si bien el monje santo era reacio a hablar de sus experiencias espirituales y físicas. Pero a través de una carta dirigida a la profesora Nina Campanile, una de sus hijas espirituales, sabemos que en esa época, antes de entrar en el noviciado –estamos a caballo entre los siglos XIX y XX–, los ataques eran frecuentes e implacables. «¡Dios 13 mío! ¿A quién relatar ese martirio interno –escribía el Padre Pío– que tenía lugar dentro de mí? El simple recuerdo de esa lucha intestina, que entonces sucedía dentro de mí, me hiela la sangre en las venas, y ya han transcurrido casi veinte años. Sentía la voz del deber de obedecerte, ¡oh Dios verdadero y bueno! Pero tus enemigos y los míos, ¡me tiranizaban, me dislocaban los huesos, me escarnecían y me retorcían las vísceras!». La Positio, el conjunto de documentos, testimonios y estudios realizados para decidir si se podía incluir al Padre Pío entre los beatos y los santos, ofrece un relato preciso de esta descripción, citando los Apuntes del padre Benedetto da San Marco in Lamis: «Las vejaciones diabólicas empezaron a la edad de cinco años». Habla de «apariciones del diablo en figuras asquerosas, a menudo amenazadoras, horribles y aterradoras. Era un tormento ver que apagaban la vela y quedarse preso, todas las noches, indefectiblemente, de estas representaciones. No podía dormir. Un poco de sopor y era turbado». Escaramuzas, relámpagos lejanos de una futura tempestad. 14 La visión Toda gran misión necesita signos, un anuncio y una investidura. La guerra presupone un objetivo y un enemigo. El objetivo –es evidente por todos los comentarios, autorizados, sobre la persona del Padre Pío– era un objeto extraño para la mentalidad laica y materialista de la que estamos impregnados: el alma. La suya, ante todo, y después la de los demás, todos los demás. El enemigo es igualmente increíble para quien está acostumbrado a razonarsólo en términos físicos; si bien, a pesar de su extraordinaria astucia, de vez en cuando, por alguna misteriosa razón, deja que surja algo de su presencia, perceptible, de forma concreta, también a los ojos ofuscados por la materialidad y el dogma de la racionalidad que todo lo explica. Los signos premonitorios de la hazaña a la que Francesco Forgione, nacido en 1887, estaba destinado los veremos más adelante. El anuncio de la misión y la investidura tendrían que haber permanecido secretos al estar vinculados a hechos extraordinarios y extraordinariamente personales. En cambio, gracias a la afortunada y obligada curiosidad de los directores espirituales del Padre Pío, los conocemos, en el relato que él mismo hizo, y cuyo manuscrito está custodiado hoy, con sumo cuidado, en San Giovanni Rotondo. Es un episodio de gran belleza, que tiene a veces el ritmo de un poema épico y, otras, las características de la poesía religiosa de la Edad Media. Empezando por la frase inicial, “en nombre de Jesús”: ¿cómo no recordar que en un mundo cultural que ha conservado un rasgo formal muy cercano a nuestro pre-Renacimiento, el mundo islámico, cada gesto, ya sea beber como subirse al coche, está marcado por la fórmula bi ism allahi, “en nombre de Dios”? Y, a continuación, la “justificación” del escrito, con la petición autorizada para narrar; y el título, “primera llamada…” que hace presuponer otras; el uso de la tercera persona, como si quien escribe fuera un simple observador del contexto espiritual en el que se produce el hecho extraordinario. Una atmósfera que nos recuerda la Divina Comedia. Pero he aquí la visión “fundacional” de la vida del Padre Pío. In nomine Jesu. Amén. Todo lo que iré narrando en este pobre escrito mío, lo hago en virtud de santa obediencia. Sólo Dios puede comprender hasta el fondo con cuánta repugnancia lo hago. Y si Él no hubiera fortificado bien mi espíritu en el respeto debido a la autoridad, me habría negado con firmeza hasta llegar a la rebelión, y nunca hubiera puesto por escrito lo que estoy a punto de hacer, conociendo muy profundamente la malicia de esta alma que es premiada con tan importantes favores del cielo. Que Dios me asista y fortalezca mi espíritu, para que pueda dominar la confusión que siento dentro de mí al manifestar lo que iré narrando. Primera llamada extraordinaria hecha a esta alma para que abandone el mundo y el camino de la propia perdición para dedicarse enteramente al servicio de Dios. Esta alma sintió con fuerza, desde la más tierna infancia, la vocación al estado 15 religioso; pero al pasar los años, ¡ay de mí!, esta alma iba absorbiendo la vanidad de este mundo. Por una parte, la vocación, que se hacía sentir con fuerza en esta alma, y por la otra, el dulce pero falso goce de este mundo, empezaron a luchar entre ellos, en el corazón de esta pobre; y tal vez –y sin tal vez– los sentidos, con el paso del tiempo, habrían triunfado ciertamente sobre el espíritu y sofocado la buena semilla de la divina llamada. Pero el Señor, que quería esta alma para sí, quiso favorecerla con esta visión. Un día, mientras meditaba sobre su vocación y cómo tomar la decisión de decir adiós al mundo para dedicarse enteramente a Dios en un sagrado recinto, fue repentinamente extasiada y llevada a mirar con el ojo de la inteligencia las cosas, de manera distinta a como se ven con los ojos del cuerpo. Vio a su lado un hombre majestuoso de rara belleza, resplandeciente como el sol, que la tomó de la mano. Oyó que le decía: «Ven conmigo, porque te conviene combatir como un guerrero valeroso». La llevó a un campo abierto. Había una gran multitud, dividida en dos grupos. En un lado, vio hombres de rostros bellísimos, cubiertos con túnicas blancas, cándidas como la nieve; al otro, el segundo grupo, hombres de aspecto horrible, con hábitos negros como si fueran sombras oscuras. Entre estos dos numerosos grupos de hombres había un gran espacio, en el que el guía colocó a esta alma. El alma estaba admirando estos dos grupos de hombres cuando, de repente, avanzó en medio de ese espacio, que dividía a los dos grupos, un hombre de altura desmesurada, que parecía tocar las nubes con la frente: su rostro parecía el de un etíope, y era horrible. Al verle, la pobre alma se sintió desconcertada, sintió que la vida se detenía. Este extraño personaje avanzaba cada vez más. Su guía, que seguía a su lado, le dijo que tendría que combatir con ese individuo. Ante estas palabras la pobre palideció, se puso a temblar y estuvo a punto de caer desfallecida, tan fuerte era el terror que le causaba. El guía la sostuvo por un brazo y, cuando la pobre se hubo recuperado un poco del susto, se dirigió al guía pidiéndole que le evitara exponerla al furor de ese personaje tan extraño; porque le decía que era tan fuerte que para aterrorizarlo no bastaban todas las fuerzas de todos los hombres juntos. «Vana es toda resistencia, te conviene pelear. Ánimo: entra con confianza en la lucha, avanza con valentía que yo siempre estaré cerca; te ayudaré y no permitiré que te derrote; como premio de tu victoria te daré una espléndida corona que te adornará la frente». La pobre alma cogió fuerza y entró en el combate con ese formidable y misterioso personaje. El choque fue enorme, pero con la ayuda que le daba el guía, que nunca se separó de ella, al final lo derrotó, lo venció y lo obligó a huir. El guía, entonces, fiel a su promesa, sacó del interior de su túnica una corona de gran belleza, nunca vista, que sería inútil describir, y se la puso en la cabeza, pero enseguida la retiró diciendo: «Tengo otra más bella reservada para ti si sabes luchar bien con ese personaje con el que acabas de combatir. Volverá a atacarte para recuperar el honor perdido. Combate con valentía y no dudes de mi ayuda. Mantén los ojos abiertos, porque este personaje actuará contra ti cogiéndote por sorpresa. No te 16 asustes si te molesta, no tengas miedo de su formidable presencia, recuerda lo que te he prometido: siempre estaré cerca de ti, te ayudaré siempre, para que consigas derrotarlo». Una vez derrotado ese hombre misterioso, la gran multitud de hombres de aspecto horrible se dio a la fuga entre chillidos, imprecaciones y gritos que aturdían, mientras que de los pechos de la otra multitud de hombres de bellísimo aspecto salían voces de aplauso y de alabanza hacia ese hombre maravilloso y más luminoso que el sol, que había ayudado de manera tan magnifica en esa dura batalla a la pobre alma. Así acabó la visión. Dentro de esa pobre alma permaneció tal valor por esta visión, que rompió eternamente con el mundo, como si de mil años se trataran, para dedicarse por entero al servicio divino en algún instituto religioso. Esta alma comprende el significado de esta visión, pero no con total claridad. Sin embargo, el Señor quiso manifestar el significado de esta simbólica visión con otra visión pocos días antes de entrar en el convento. Digo pocos días antes, porque ella ya había pedido permiso para entrar a ese superior provincial, que le había dado una respuesta afirmativa, cuando el Señor le dignó con otra visión, que fue puramente intelectual. Era el día de la Circuncisión de Nuestro Señor, cinco días antes de que esta alma saliera de la casa paterna. Ya había comulgado y mientras estaba en oración con su Señor, una luz sobrenatural interior la cubrió de repente. Por medio de esta purísima luz comprendió, de manera fulminante, que su entrada en la orden para dedicarse al Rey celestial no era otra cosa sino exponerse a la lucha con este misterioso hombre infernal con el que había sostenido la batalla en la visión precedente. Comprendió entonces, y esto le dio valor, que si bien los demonios estarían presentes en el combate para reírse de sus derrotas, no tenía nada que temer porque los ángeles la ayudarían en sus combates para aplaudir las derrotas de Satanás. Unos y otros estaban simbolizados en los dos grupos de hombres que había visto en la otra visión. Comprendió, además, que no debía temer al enemigo con el quetenía que luchar, aunque era terrible, porque Él mismo, Jesucristo, representado por ese hombre luminoso que le había hecho de guía, la ayudaría y estaría siempre cerca de ella para ayudarla y premiarla en el Paraíso por las victorias que conseguiría siempre que, confiada la lucha sólo a él, hubiera combatido con generosidad. Esta visión fortaleció a esta alma en su último adiós al mundo. Pero no hay que creer que esta alma no sufrió al abandonar a su familia, a la que estaba muy unida. Le dolían incluso los huesos al separarse de ella y este dolor era tan agudo que estuvo a punto de desfallecer. A medida que se acercaba el día de su partida, este sufrimiento aumentaba. La última noche que pasó con su familia el Señor la consoló con otra visión. Vio a Jesús y a Su Madre que, en toda su majestad, le dieron ánimos y garantizaron su predilección. Después, Jesús puso su mano sobre su cabeza y esto bastó para darle fuerza en la parte superior del alma, por lo que no derramó una sola lágrima en la dolorosa separación, a 17 pesar del sufrimiento que le desgarraba el alma y el cuerpo. La visión lleva fecha 1 de enero de 1903. Veintiún días más tarde, Francesco Forgione abandonaba para siempre el nombre con el que había nacido y asumió, en el noviciado de Morcone, el de Padre Pío de Pietrelcina, y se ponía el hábito franciscano y capuchino. Eligió ese nombre porque en la pequeña iglesia de Pietrelcina una urna contiene los restos de un mártir del que no se sabe nada más, traídos aquí desde Roma a mediados del siglo XVIII, como regalo de la Santa Sede al príncipe Carafa, feudatario del territorio pietrelcinés. Este cristiano de los tiempos antiguos se convirtió, con el nombre de san Pío, en el copatrono del pueblo. El día de la “vestición”, Francesco Forgione asumió su nombre, sin imaginarse que Pietrelcina añadiría, en el nuevo milenio, otro san Pío. Cuatro años y cinco días más tarde, el 27 de enero de 1903, en el convento de Sant‘Elia a Pianisi, firma el pacto de consagración. La guerra se ha iniciado. 18 Cartas Si es verdad, como sostiene don Gabriele Amorth y como efectivamente es evidente por los testimonios que hemos encontrado en la Positio, que el Padre Pío fue objeto de todo tipo de ataques por parte del demonio a lo largo de su vida, hasta pocos días antes de su muerte, no hay duda que la batalla fue especialmente dura, dinámica y profunda durante el difícil periodo transcurrido en Pietrelcina, antes que el monje santo entrase en el perdido, aislado y paupérrimo convento de San Giovanni Rotondo. Un periodo difícil, atormentado, en el que el deseo de abrazar plenamente la regla de san Francisco parecía chocar con un impedimento físico constante. Cada vez que el hermano Francesco Forgione intentaba formar parte de la vida monástica, su salud empeoraba, hasta el punto que los superiores se sentían obligados a enviarlo de vuelta a casa, con la esperanza que el aire de su pueblo natal lo ayudase a restablecerse. O para que pudiera pasar a mejor vida estando en familia. El Padre Pío vivía en la “torrecilla”, una habitación rústica y pobre en la que estudiaba y rezaba. Era una casa que pertenecía a su familia y hay testimonios indirectos sobre la presencia del Padre Pío en ese lugar de retiro, y de los hechos extraordinarios que allí ocurrían. Giovannina Iadanza, una paisana del Padre Pío, terciaria franciscana, que vivía precisamente frente a la “torrecilla”, en un edificio que siempre ha pertenecido a su familia, le contó al padre Gerardo Saldutto que su abuela «difícilmente nos hablaba de los episodios que sucedían en la “torrecilla” cuando vivía en ella el Padre Pío, para no asustarnos. Pero he oído a algunos paisanos hablar de los “ruidos” que procedían de allí. Algunos contaban que a menudo el tío Giuseppe pedía poder ir a curiosear a través del ojo de la cerradura (y puesto que en esa época las llaves eran muy grandes, se podía ver bien lo que sucedía al otro lado de la puerta) para atribuir a esos rumores hechos reales. Los relatos que sucedían en esa habitación eran terribles: el Padre Pío recibía verdaderos ataques del maligno, caía al suelo, todo lo que había en la habitación volaba por los aires. Pero el Padre Pío, a pesar de ser objeto de los ataques del maligno, en esa “torrecilla” estudió, escribió cartas y, de alguna manera, descansó». Vejaciones y tormentos diabólicos forman parte del tejido del que están vestidos muchos santos. Sin embargo, a veces las huellas son mínimas, porque los interesados no quieren dar a conocer ese particular recorrido de purificación. En el caso del Padre Pío, debemos estar especialmente agradecidos a sus directores espirituales de ese periodo, el padre Agostino da San Marco in Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis, que le mandaron escribir con detalle lo que le sucedía. De su epistolario podemos darnos cuenta del amplio abanico de agresiones al que estaba sometido el joven fraile. El 6 de julio de 1910 escribía al padre Benedetto: «…detrás de las innumerables tentaciones, a las que estoy sujeto cada día, permanece en mi mente una duda que me atormenta: si verdaderamente las he expulsado… 19 La pluma no puede describir lo que pasa por mi alma en estos momentos de ocultación de Jesús. El maligno acentúa la incertidumbre de haber expulsado o no las tentaciones cuando me acerco a la santísima comunión. Son momentos, padre mío, de gran batalla. Y ¡cuánta fuerza me debo dar para no privarme de tanto consuelo! Y usted, padre, ¿qué piensa de todo esto? ¿Es el demonio el que suscita todo esto o me engaño a mí mismo? Dígame cómo debo comportarme». En la carta siguiente al padre Benedetto, fechada el 17 de agosto de 1910, el Padre Pío nos da una indicación del tipo de tentaciones a las que estará sometido toda su vida: «…Sin embargo, también es verdad que el demonio no puede darse tregua para hacerme perder la paz del alma y, así, disminuir en mí toda la confianza que tengo en la divina misericordia. Y esto intenta obtenerlo, sobre todo, mediante tentaciones continuas contra la santa pureza, que va suscitando en mi imaginación y, a veces, sencillamente mirando cosas que no digo que son santas, pero al menos indiferentes». Una situación de verdadero acorralamiento, como podemos leer en una carta posterior, del 1 de octubre de 1910: «…No sé cómo dar las gracias al amado Jesús, que tanta fuerza y valor me da para soportar no sólo las enfermedades que me manda, sino las continuas tentaciones, que él por desgracia permite y que día a día se van multiplicando. Estas tentaciones me hacen temblar de la cabeza a los pies ante la idea de ofender a Dios. Espero que en el futuro sea, por lo menos, parecido al pasado, es decir, no permanecer víctima. Padre mío, esta pena es demasiado fuerte para mí». Unos meses más tarde, vemos que además de las tentaciones, el adversario del monje santo abre otro frente, el de la duda. El 2 de junio de 1911 escribe al padre Benedetto desde la “torrecilla”: «… Nuestro común enemigo sigue haciéndome la guerra y hasta ahora no ha dado señal alguna de querer retirarse y darse por vencido. Quiere que me pierda a toda costa; me presenta el cuadro doloroso de mi vida y, lo que es peor, me insinúa pensamientos de desesperación. Pero siento la obligación, ante nuestra Madre María, de rechazar estas insidias del enemigo. Dele también usted las gracias a esta buena Madre por dichas gracias singularísimas, que poco a poco me va impetrando; mientras tanto, le pido que me sugiera algún nuevo modo para que pueda complacer en todo a esta bienaventurada Madre». El “baffettone”6 lo llama el Padre Pío a finales de diciembre de 1911, y es en este periodo cuando empezamos a saber de verdaderas agresiones y trastornos de origen probablemente diabólico. Se habla de ello en la carta al padre Benedetto del 13 de enero de 1912: «En cuanto al estado físico, si exceptuamos la vista, que no quiere volver, estoy bastante bien. Respecto al estado moral, sólo le digo que el ogro7 no quiere dejarme para nada; al contrario, me causa cadavez más dificultades. Pero también es verdad que Jesús está conmigo. Permítame la frase que estoy a punto de usar: tengo una continua indigestión de consolación». 20 Encontramos casi los mismos conceptos en la carta al padre Agostino, cinco días más tarde, pero con detalles decididamente inquietantes: «…De salud estoy bastante bien, pero la vista no quiere volver. El ogro no se quiere dar por vencido. Ha adoptado casi todas las formas. Desde hace varios días viene a visitarme con otros satélites suyos armados con bastones y artefactos de hierro y, lo que es peor, se presentan con su propia forma. ¡Cuántas veces me habrá echado de la cama arrastrándome por la habitación! Pero, ¡paciencia! Jesús, la Madre, el Ángel, san José y el padre san Francisco están casi siempre conmigo…». El Padre Pío no consideraba su permanencia en Pietrelcina como unas vacaciones, todo lo contrario; y de todas formas, había alguien que estaba haciendo de todo para conseguir que fuera menos agradable. Veamos, por ejemplo, qué escribía al padre Agostino en enero de 1912: «¡Cuándo terminará mi penitencia en este lugar! Si usted fuera libre de emprender un viaje, no dudaría en dirigirle en esta carta una cálida invitación a dejar todo por un momento y venir a consolarme en mi exilio. Pero, ¡que se haga la voluntad de Dios, que quiere que prolongue mi penitencia en este lugar! En este día especialmente estoy haciendo una suma y prolongada indigestión de divina consolación. El ogro, con muchos de sus iguales, con excepción del miércoles, no deja de luchar contra mí, diría incluso, a muerte… De jueves a sábado sufro bastante. Se me ofrece todo el espectáculo de la Pasión y se puede usted imaginar si hay consolación en medio de todo esto. En estos días, más que nunca, nuestro común enemigo hace todo lo posible para perderme y destruirme, como me repite siempre». El padre Agostino responde inmediatamente, en latín y en francés: «…Gaudeo quoque quod linguam gallicam etiam cognoscere coepisti. Optime! Très bien petit enfant! Dieu te bénie! Au revoir, mon très chéri petit enfant»8. Una particularidad que volveremos a ver debida a la convicción, tal vez ingenua, que si escribe en francés, en latín y en griego provocaría una segura irritación en el demonio. El padre Agostino se preguntaba cómo era posible que el Padre Pío conociera una lengua que no había estudiado nunca: «…Que el buen Jesús sea en ti glorificado y no temas las insidias y los combates a los que te somete el enemigo: siempre triunfarás para gloria de Dios… ¿Quién te ha enseñado el francés?». La batalla continúa. El 28 de febrero de 1912, el fraile le escribe al padre Agostino: «…las visitas de estos personajes habituales siguen y son cada vez más frecuentes, las batallas no cesan. A veces me parece que esos cosacci9 se la toman más con las personas que me aman que conmigo. Pero se me asegura que no debo temer nada». Agresiones que son paralelas a una mayor participación de los tormentos de la Pasión. «Desde el jueves por la noche hasta el sábado, como también el martes, es una tragedia dolorosa para mí. Es tanto el dolor que siento que parece que mi corazón, manos y pies están atravesados por una espada. El demonio, mientras tanto, no deja de aparecer ante mí con sus formas horribles, golpeándome de manera terrible» (Pietrelcina, 21 de marzo 21 de 1912). Y el 31 del mismo mes, el Padre Pío le cuenta al padre Agostino: «… En estos santos días el ogro me aflige más que nunca. Le ruego que me encomiende al Señor, para que no caiga víctima de este común enemigo», que decide pasar a la acción, como cuenta el 18 de abril de 1912: «… estaba aún en la cama cuando me visitaron esos cosacci, que me pegaron bárbaramente; considero una gracia haber podido soportar los golpes sin morir, una prueba, padre mío, que era muy superior a mis fuerzas… El demonio no hará posible que nos veamos antes del capítulo, pero no importa si consigue que no nos abracemos físicamente». Es una presión continua: «… El demonio sigue aterrorizándome. Y después de que usted me escribiera que tal vez a mediados de este mes nos volveremos a ver, me atemoriza aún más diciéndome que tiene que destruirme. ¿Se lo permitirá Jesús? Oh, padre mío, estoy preparado para todo; pero espero que Jesús no le dé este permiso» (1 de mayo de 1912). Pero se le debió dar algún tipo de permiso, porque el 28 de junio de 1912 el Padre Pío escribía al padre Agostino: «Padre queridísimo, es necesario que le explique qué me ha sucedido estas dos últimas noches. La otra noche la pasé fatal: desde las diez que me fui a la cama hasta las cinco de la mañana ese cosaccio me pegó continuamente. Las sugestiones diabólicas que ponía en mi cabeza fueron muchas: pensamientos desesperados, de desconfianza hacia Dios. Pero ¡viva Jesús!, porque me protegí repitiéndole a Jesús: vulnera tua merita mea10. Creía realmente que esa iba a ser mi última noche de vida; y si no moría, que perdería la razón. Pero bendito sea Jesús, nada de esto ha sucedido. A las cinco de la mañana, cuando ese cosaccio se fue, un frío invadió toda mi persona. Empecé a temblar de la cabeza a los pies, como una caña ante una tormenta. Duró un par de horas. Expulsé sangre por la boca. Al final vino el Niño Jesús, al que le dije que sólo haría su voluntad. Me consoló y alivió mis sufrimientos de la noche». Entonces empezó otra forma de perturbación: cortar los “abastecimientos” espirituales necesarios con que el joven fraile capuchino, encerrado en su “torrecilla”, contaba para no ceder a los asaltos. Una verdadera y propia estrategia bélica, consistente en impedir los contactos del Padre Pío con sus directores espirituales. Al comienzo de la guerra –el religioso aún no ha llegado a San Giovanni Rotondo–, vemos que los impedimentos son muy primitivos, podríamos casi decir brutales, como se lee en la carta enviada al padre Agostino desde Pietrelcina el 9 de agosto de 1912: «Hace tiempo que deseaba escribiros, pero el ogro me lo ha impedido. He dicho que me lo ha impedido porque cada vez que estaba a punto de escribiros, me sobrevenía un fortísimo dolor de cabeza, que parecía que se me iba a partir en dos, acompañado por un dolor muy agudo en el brazo derecho, que me imposibilitaba mantener la pluma en la mano». Las agresiones diabólicas tienen, sin embargo, una contrapartida: «…Estaba en la iglesia dando gracias por la misa cuando, de repente, sentí que un fuego muy vivo y ardiente hería mi corazón. Pensaba que me moría… El alma, víctima de estos consuelos, se queda muda. Me parecía que una fuerza invisible me sumergía totalmente en ese fuego. ¡Dios mío, qué fuego! ¡Qué dulzura! 22 … Sin embargo, no crean que el ogro me deja en paz. Son tales los tormentos que inflige a mi cuerpo que les dejo imaginar los consuelos divinos a los que está sujeta mi alma. Viva siempre el dulcísimo Jesús, que me da tanta fuerza para poder reírme en la cara de ese cosaccio». La riqueza de los episodios contados por el joven franciscano a sus guías espirituales constituye un verdadero tesoro para los estudiosos de las relaciones entre santidad y presencias diabólicas, un tesoro que, tal vez, no ha sido examinado aún con la debida atención para comprender de qué modo estos dos caminos, aparentemente tan divergentes, en realidad se cruzan a menudo, o marchan de manera paralela de modo que llegan a ser familiares. Y, de nuevo, no podemos dejar de mencionar, para subrayar este “contacto recurrente” entre el santo y el Diablo, algunos ejemplos bíblicos, como el Libro de Job o el diálogo en los Evangelios entre Jesús y el Tentador, con una punta de ironía característica de la región de Campania, como leemos el 14 de octubre de 1912, en las palabras dirigidas al padre Agostino: «Estimadísimo padre: Mi débil existencia continúa en esta vida en medio de la batalla. ¿Sabe lo que ha intentado el diablo? Él no quería que en la última carta que le he enviado le informara de la guerra que sostiene contra mí. Y como yo, tal como es habitual, no quise escucharle, empezó enseguidaa sugerirme: “Gustarías más a Jesús si rompieras la relación con tu padre; él es para ti un ser bastante peligroso, es un objeto de gran distracción para ti. El tiempo es muy valioso, no lo malgastes en esta peligrosa correspondencia con este padre; utilízalo en rezar por tu salud, que está en peligro. Si sigues en este estado, te aviso que el infierno siempre está abierto para ti”. A esta diabólica sugerencia respondí de manera evidentemente sarcástica: “Tengo que confesarle mi error. Hasta ahora he estado viviendo una falsa suposición, no creía que era tan bueno en la dirección espiritual. Me duele no poder asumirle como mi director, porque este padre mío ejerce este papel desde hace mucho tiempo y nuestra relación ha llegado a tal punto que es imposible para mí romperla de golpe. Vaya, vaya, seguro que encuentra otras almas que le asumirán como director de su espíritu al ser usted tan bueno en dicha materia”. No recibí respuesta de ellos (digo ellos porque eran más de uno, aunque el que hablaba era sólo uno) porque se echaron encima de mí, maldiciéndome y diciendo que me destruirían si no cambiaba de idea respecto a nuestra relación. Ésta es la guerra que tengo que combatir a día de hoy. Quiere que cese totalmente cualquier tipo de relación y comunicación con usted. Y si no hago lo que me pide, amenaza con hacerme cosas que la mente humana nunca podría imaginar. Padre mío, es verdad que me siento bastante débil, pero no temo. ¿Acaso Jesús no ve mi angustia y el peso que me oprime?». El Padre Pío, aislado en su refugio de Pietrelcina, sentía una gran necesidad de contacto con sus directores espirituales. Una necesidad que surgía con más fuerza en el periodo atormentado de la “noche oscura”. Hay quien intenta menoscabar esta relación hasta romperla; el resultado se obtendrá más adelante, paradójicamente, gracias a una de 23 las visitas apostólicas. Pero en esta fase los intentos de aislamiento son realizados aún de manera directa: «…Estoy seguro que a estas alturas el padre Evangelista ya os ha informado de la nueva fase de la guerra que esos apóstatas impuros lanzan contra mí. Estos, padre mío, al no poder derrotar mi constancia en informaros de sus insidias, se han agarrado a este otro extremo: desearían atraparme en sus redes privándome de sus consejos, que usted me da a través de sus cartas, único consuelo mío. Y yo lo soportaré para gloria de Dios y para confusión suya. ¿No le dije a usted que Jesús quiere que sufra sin consuelo? ¿Acaso no me ha pedido y elegido para ser una de sus víctimas? Y el dulcísimo Jesús me ha hecho comprender, por desgracia, todo el significado de víctima. Es necesario, estimado padre, llegar al consummatum est y al in manus tuas. No le cuento de qué manera me golpean esos desgraciados. A veces siento que estoy a punto de morir. El sábado me pareció que querían realmente acabar conmigo, ya no sabía qué santo implorar; me dirijo a mi ángel y después de hacerse esperar un buen rato, helo aquí al final aleteando a mi alrededor y con su angélica voz cantar himnos a la divina Majestad. Sucedió una escena que es habitual: le grité con dureza por haberse hecho esperar durante tanto tiempo, mientras yo no dejaba de pedir su ayuda…» (Pietrelcina, 5 de noviembre de 1912). Mientras tanto, la batalla sobre las cartas continúa, a un nivel que podríamos definir casi infantil. El padre Agostino escribe a su discípulo (es el 6 de noviembre de 1912) en francés, convencido de pagar con la misma moneda al diablo: «Mon très chéri fils en Jésus-Christ, c’est avec plaisir que j’apprends la nouvelle phase de la guerre que te fait continuellement notre très laid ennemi: n’aie pas peur de lui, car il sera toujours entièrement vaincu. N’importe qu’il vient avec ses troupes, parce que toute l’armée de l’enfer obéit a la permission de Dieu. Conserve toujours la sainte humilité à la divine volonté, car le superbe tentateur tremble par l’humilité des fils de Dieu… La bataille finira et celle-la aura le triomphe immortel… Je salue de tout coeur ton bon petit ange et, si bien le voudra, je lui commande au nom de Jésus de ne pas permettre dans l’avenir que les ennemis déchirent mes lettres, mais plutôt vouloir qu’ils se consomment dans leur rage: c’est pur cela que je t’écrive en français: puis quand j’aurai le temps, je t’écrirai en grec». (Queridísimo hijo en Jesucristo: Es con gran placer que vengo en conocimiento de la nueva fase de la guerra de nuestro feo enemigo contra ti: no le temas, porque siempre será derrotado. No importa si viene con su tropa, porque todo el ejército del infierno obedece al permiso de Dios… Saludo de todo corazón a tu angelito y, si quiere, le ordeno en nombre de Jesús que no permita en futuro que los enemigos rompan mis cartas, sino que se consuman en su rabia. Es por este motivo por el que te escribo en francés. Cuando tenga tiempo, te escribiré en griego). El “angelito” del Padre Pío debe haber escuchado, por lo menos en parte, el llamamiento del maestro y del discípulo, porque el 18 de noviembre el Padre Pío escribe: «…El que siempre está cerca de mí ha venido, por fin, a derrotar al enemigo 24 infernal para que yo le pueda escribir estas pocas líneas. Pero estoy bastante débil. El enemigo ya no quiere abandonarme, toca a mi puerta continuamente. Intenta envenenar mi vida con sus insidias infernales. Le disgusta sumamente que se lo cuente. Me sugiere que deje de contarle lo que pasa entre él y yo, y me insinúa que os narre las visitas buenas al ser, dice él, las únicas que pueden gustaros y edificaros. …El arcipreste, consciente de la batalla de estos apóstatas impuros respecto a sus cartas, me aconsejó que cuando me llegara su primera carta, fuera a abrirla a su casa. Así hice cuando recibí vuestra última misiva. Pero cuando la abrimos la encontramos toda manchada de tinta. ¿Habría sido también esto una venganza del ogro? No puedo creer que usted me la haya enviado así, porque usted bien conoce mi “cecocenzia”11. Lo que había escrito nos pareció ilegible, pero cuando le pusimos encima el crucifijo, este arrojó un poco de luz, lo suficiente para poder leerla, aunque con dificultad. Esta carta está bien conservada». Entra en escena, en este momento, otro personaje religioso, un sacerdote residente en Pietrelcina. Como escribe el padre Gerardo Saldutto: «Durante su larga estancia en Pietrelcina, los directores espirituales del Padre Pío, el padre Agostino da San Marco in Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis, aun siguiendo su relación epistolar con él, le aconsejaron encomendarse a un director espiritual y confesor in loco, que lo ayudase a afrontar y resolver sus problemas internos más urgentes. Para esta tarea se dirigió al arcipreste de Pietrelcina, don Salvatore Pannullo, que de este modo fue en esos años copartícipe espiritual, pero también testigo objetivo de muchos acontecimientos inexplicables». La batalla, mientras tanto, se había desplazado a las cartas, de manera muy decidida. El padre Agostino se lamenta, desde San Giovanni Rotondo, el 8 de diciembre de 1912: «… No te he escrito antes porque estaba ocupado en muchas tareas. Escribo en griego a pesar del enemigo, cuya lucha es ridícula. ¿Qué quiere y qué hace destruyendo mis cartas? ¿Acaso no conoce el poder de Dios? No escuches al maligno ni te preocupes de su guerra». Entonces se planteó el problema de leer las cartas que, misteriosamente, llegaban en blanco o cubiertas de manchas de tinta. Escribe el Padre Pío el 13 de diciembre de 1912: «… Con la ayuda del buen angelito, el pérfido plan del cosaccio ha fracasado; he podido leer su carta. El angelito me había sugerido que cuando llegara una carta suya la rociara con agua bendita antes de abrirla. Así hice con su última carta. ¡Qué rabia ha debido sentir el ogro! Su deseo es acabar conmigo a toda costa. Está utilizando todas sus artimañas diabólicas. Pero será aplastado. El angelito me lo ha garantizado, el paraíso está con nosotros». Desaires aparte, continuaban los trucos ya experimentados precedentemente: «Laotra noche se me presentó con el aspecto de uno de nuestros padres, transmitiéndome una orden muy severa del padre provincial de no volver a escribirle, porque es contrario a la pobreza e impedimento grave a la perfección. Confieso mi debilidad, padre mío, lloré amargamente, creyendo que esto era una realidad. Nunca habría podido sospechar mínimamente que esto era un engaño del 25 ogro, si el angelito no me hubiera revelado el ardid. Sólo Jesús sabe lo que se necesita para persuadirme. El compañero de mi infancia intenta eliminar el dolor que me infligen estos apóstatas impuros, meciendo el espíritu en un sueño de esperanza. Yo estoy tranquilo, resignado a todo, y me atrevo a esperar que estos artificios diabólicos no produzcan los efectos desastrosos que durante un tiempo me asustaron». Una vez que su director espiritual le envió una carta escrita en francés “para fastidiar al demonio”, cuando el Padre Pío la abrió, en presencia del arcipreste don Salvatore Pannullo, encontró una gran mancha de tinta, aunque consiguió hacerla legible. Don Salvatore dejó un testimonio escrito del hecho: «25 de agosto de 1919 Yo, el abajo firmante, arcipreste de Pietrelcina, testifico bajo la santidad del juramento, que la presente, abierta en mi presencia, llegó tan manchada que era del todo ilegible. Una vez puesto encima el crucifijo, rociada con agua bendita y recitados los santos exorcismos, se pudo leer como consta. De hecho, llamé a mi sobrina Grazia Pannullo, maestra…» que sabía francés, «… que la leyó en presencia del Padre Pío y mía, ignorando los rituales que había realizado antes de llamarla». En otra ocasión, manteniendo la promesa dada, el padre Agostino escribió en griego, con la ingenua esperanza de que Satanás no conociera esta lengua (olvidándose, evidentemente, que la glosolalia es uno de los posibles indicios de presencia diabólica en una persona). Pero tampoco el Padre Pío conocía el griego y le reveló al arcipreste que su Ángel Custodio le había explicado todo, como testimonia el párroco: «Certifico que yo, el abajo firmante arcipreste de Pietrelcina, bajo la santidad del juramento, tras haber recibido la presente me explicó literalmente el contenido. Al preguntarle cómo había podido leerla y explicarla no conociendo el alfabeto griego, me respondió: “¿Sabe? El Ángel Custodio me ha explicado todo”». Ése fue un momento duro para el joven capuchino que, además, parecía estar muy convencido de estar cerca del final de su existencia terrenal. De las cartas de este periodo nos damos cuenta de la presencia, además, de vejaciones y malestares físicos y no se puede excluir que también estos puedan atribuirse a una influencia diabólica. Entre diciembre de 1912 y enero de 1913, el Padre Pío escribe: «…esos cosacci intentan atormentarme de todas las maneras posibles. Por esto me lamento a Jesús y oigo que me repite: “Valor, que después de la batalla viene la paz”. Estoy dispuesto a todo, con tal de hacer su voluntad. Rece por mí, se lo suplico, que el resto de vida que me quede lo dedique a su gloria y que este tiempo que quede corra de tal modo que se propague la luz». De nuevo: «… Jesús, además de la prueba de los temores y temblores espirituales con una pizca de desolación, va añadiendo también esa larga y variada prueba del malestar físico, sirviéndose para esto de esos feos cosacci. Vea lo que tuve que sufrir hace unas noches por culpa de esos apóstatas impuros. A altas horas de la noche empezaron su asalto con un ruido endiablado y, aunque al principio no veía nada, comprendí quién hacía este extraño rumor. Y en vez de asustarme, me preparé al combate con una sonrisa irónica en los labios. Entonces sí que aparecieron ante mí en las formas más abominables. Y para 26 hacerme prevaricar empezaron a tratarme con guante blanco; pero gracias al cielo les grité con todas mis fuerzas, tratándoles por lo que valen. Y cuando vieron que todos sus esfuerzos se desvanecían, se lanzaron contra mí, me tiraron al suelo y me golpearon con fuerza, lanzando almohadas, libros, sillas, emitiendo al mismo tiempo gritos desesperados y pronunciando palabras soeces. Por suerte, las habitaciones cerca de la mía y la que está debajo están deshabitadas. Me quejé al angelito y este, tras echarme un sermón, añadió: “Dale gracias a Jesús por tratarte como elegido para que le sigas de cerca por la cuesta del Calvario… ¿Crees que no estaría tan contento, si no te viera tan abatido?… Jesús permite estos asaltos al demonio porque su piedad hace que te ame y quiere que te parezcas a Él en las angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Tú defiéndete, aleja siempre y desprecia las insinuaciones malignas y si tus fuerzas no te bastan, no te aflijas, amado de mi corazón, yo estoy cerca de ti”». Pero, ¿realmente estaban deshabitados los alrededores de la “torrecilla” donde el fraile, siguiendo la estela de muchos otros santos y eremitas de la historia cristiana, llevaba a cabo su paso por el desierto? A este respecto escribe el padre Gerardo Saldutto, que ha llevado a cabo una valiosa serie de entrevistas entre los paisanos del lugar: «A veces, el estruendo de esas luchas misteriosas era tan fuerte que despertaba a la gente del vecindario, que a la una o dos de la madrugada salía de casa para ver lo que estaba pasando allí arriba. Conmueve la preocupación amorosa de la madre del Padre Pío, mamá Peppa, que cada mañana iba a la habitación de su hijo para ver cómo estaba y encontraba todo hecho un caos: colchón, silla, cama y a él tan trastornado y agotado que casi no conseguía hablar. Entonces le preguntaba, desgarrada: “Hijo mío, ¿cómo vas a poder seguir adelante así?” y él la consolaba y le decía que no se preocupara, que siempre tenía a su lado a la Virgen que le daba fuerza y lo ayudaba». Su hermano Michele, años más tarde, contaba que después de la marcha definitiva del Padre Pío desde Pietrelcina, primero para ir a Foggia y, después, para San Giovanni Rotondo, se seguían oyendo en la “torrecilla” ruidos terribles y horripilantes. El maligno estaba al acecho esperando el retorno del Padre que, después de la última visita en 1916, no volvería nunca más. Cuando Michele le contó esto a su hermano, este le aconsejó que llamara a un sacerdote para que bendijera la casa, porque esos cosacci aún no se habían ido. Michele Forgione hizo exorcizar la habitación y cesaron los rumores, el lanzamiento y la destrucción de objetos. Estos extraños episodios confirmaron a todos que el joven capuchino verdaderamente era el objeto de los tormentos del diablo, que quería obstaculizar su misión y que en este periodo parecía estar interesado, sobre todo, en romper el vínculo entre el Padre Pío y sus directores espirituales, probablemente –es nuestra hipótesis– para hacer más eficaces los ataques sucesivos de las tentaciones y las dudas, que continuaron aún durante mucho tiempo. Las peticiones en este sentido parecían concretas. Escribe el morador de la “torrecilla” el 1 de febrero de 1913: «…Esos cosacci, al recibir su carta, antes de abrirla me dijeron que la rompiera o que la quemara. Si hacía esto se irían para siempre y no me molestarían nunca más. Yo permanecí mudo, sin darles ninguna respuesta, aunque en mi corazón les 27 despreciaba. Entonces añadieron: “Pedimos esto sencillamente como condición para retirarnos. Al hacer esto, no lo haces como desprecio a nadie”. Les respondí que nada me movería de mi propósito. Se lanzaron contra mí como tigres hambrientos, maldiciéndome y amenazándome, diciendo que me lo harían pagar. Padre mío, ¡han mantenido su palabra! A partir de ese día me pegan diariamente. Pero no me asusto. ¿Acaso no tengo en Jesús a un padre? ¿Acaso no es verdad que siempre seré su hijo?». Asombra la “fisicidad” de los ataques, aunque es precisamente en esta época cuando el Padre Pío empieza a expresar claramente que su batalla personal se encuadra en el gran fresco de una lucha nacida inmediatamente después de la creación. «Amadísimo padre: Estoy bastante contento. Jesús no deja de amarme, a pesar de nomerecerlo, porque no evita que esos feos tortazos me aflijan. Han pasado ya veintidós días desde que Jesús les permitió desahogar su ira sobre mí. Mi cuerpo, padre mío, está todo él magullado por la gran cantidad de golpes que hasta el presente nuestros enemigos me han dado. En más de una ocasión han llegado incluso a quitarme el camisón y a golpearme en ese estado. Ahora dígame, ¿no ha sido tal vez Jesús quien me ha ayudado en estos momentos tan tristes en los que, privado de todo, los demonios han intentado destruirme y perderme? Añada además que después de que estos se hayan ido, me quedaba desvestido durante mucho tiempo, porque no podía moverme, en esta estación tan fría. ¡Cuántas dolencias debería tener si nuestro dulcísimo Jesús no me hubiera ayudado! Ignoro lo que me sucederá; sin embargo, sé con certeza una sola cosa y es que el Señor nunca faltará a su promesa: “No temas, te haré sufrir, pero te daré también la fuerza –me repite Jesús–. Deseo que tu alma, con martirio diario y oculto, sea purificada y probada; no te asustes si permito que el demonio te tiente, que el mundo te desagrade, que las personas que tú más amas te aflijan, porque nada prevalecerá contra aquellos que gimen bajo la cruz por amor mío, ya que he obrado para protegerlos”» (Pietrelcina, 13 de febrero de 1913). Esta conciencia hace que el aislamiento y la dureza de la lucha sean menos arduos. Hace tres años que el Padre Pío vive en Pietrelcina, aunque su deseo sería entrar en el convento. Y las agresiones no cesan. Relata el 8 de abril de 1913: «… Esos cosacci no cesan de golpearme, de arrojarme a veces de la cama, llegando también a quitarme el camisón y a golpearme en ese estado. Pero ya no me dan miedo. Jesús es siempre muy amoroso conmigo, a veces incluso me levanta del suelo y me deposita en la cama». En esos días, da también algún paso en falso, que hace que su condición sea aún más precaria: «… Por desgracia, tengo que confesar, ante mi confusión, que el efecto esperado no se ha alcanzado, porque esta Madre santa se enfureció por mi atrevimiento de pedir nuevamente dicha gracia, que me había prohibido severamente. He pagado a caro precio mi involuntaria desobediencia. A partir de ese día se retiró de mí junto a los otros personajes celestes. Y ahora, padre mío, ¡quién podría narrarle todo lo que he tenido que soportar! ¡He estado solo durante la noche y solo durante el día! Una guerra muy dura tiene lugar 28 desde ese día con esos feos cosacci. Querían que creyera que había sido rechazado por Dios. ¡Y quién no lo habría creído, visto el modo demasiado descortés con el que fui alejado por Jesús y María! Pero doy gracias a Jesús, porque si bien me ha quitado todo al alejarse de mí, no me ha quitado la esperanza en Él» (18 de mayo de 1913). Es un periodo en el que parece que el joven fraile se opone al aguijón. Nos parece interesante, y de gran valor, para captar un atisbo de la compleja relación existente entre los actores de esta trágica escena: «… Por el modo de hablar del Señor no quise decirle el resto por consideración con usted, porque soy consciente del mal que habría causado en el espíritu. Pero como usted me ordenó que lo llevase a cabo, quise hacer la prueba antes de decirle el resto; pero el Señor, que se sirve de esos cosacci para impedir el mal, quiso utilizarlos esta vez para hacerlo. Hice la prueba varias veces y esos apóstatas impuros siempre han sido violentos conmigo. Me quejé con Jesús y estos me agredieron severamente y Jesús me hizo comprender con firmeza que él ha tenido que utilizar a sus enemigos para impedir que sus órdenes no fueran transgredidas por este mezquino. Y al decirle yo, bastante crispado, que tenía que obedecer porque me lo ordenaba un superior, Él, sin ofenderse de esta respuesta un poco resentida, me ha sonreído dulcemente: “¿Lo quieres, me has dicho, hijo mío? Pruébalo, te doy permiso. No recibirás más violencia de los demonios”. Feliz de haber conseguido este permiso, me senté a la mesa para escribir. Pero, ¡imposible! La clara locución, que tan vivamente tenía grabada en la mente, se alejó del todo y no recordé nada. Sospeché entonces, aunque el ánimo tranquilo me decía lo contrario, que tal vez también esto fuera una broma de los feos demonios. Abandoné momentáneamente mi intención de escribir. Me levanté y me puse a pasear por la habitación. ¡Qué extraño! La locución está claramente grabada en mi mente. Me siento de nuevo, agarro la pluma para escribir y el fenómeno se repite. Exasperado por esto, caigo de rodillas ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, consumiéndome en lágrimas y lamentos con el dulce Señor, porque había permitido a esos cosacci no sólo que fueran violentos de nuevo, sino que me engañaran». ¿Son estas las nubes que empiezan a amontonarse en el cielo espiritual del monje santo y que en los meses y años siguientes cubrirán todo su horizonte, cerrándolo en la “noche del alma”? Es una hipótesis que no nos parece irreal. Y también en esta difícil travesía de lugares oscuros se advierte la presencia de un compañero temible. «… Sin embargo, no le escondo las estrecheces que siente mi corazón al ver tantas almas que apostatan de Jesús; y lo que más me hiela la sangre en mi corazón es ver que muchas almas se alejan de Dios, fuente de agua viva, por el solo motivo que están en ayunas de la palabra divina. Las mieses son muchas y pocos los trabajadores. ¿Quién recogerá las mieses del campo de la Iglesia, que están ya todas a punto? ¿Se dispersarán por la tierra debido a la escasez de trabajadores? ¿Las recogerán los emisarios de Satanás, que por desgracia son muchísimos y están muy activos? … Hay algunos momentos en los que el cielo de mi alma se cubre de nubes tan oscuras y tenebrosas que no dejan entrever un débil rayo de sol. Es plena noche para la pobre alma. Todo el infierno cae sobre ella con sus rugidos cavernosos, toda la mala 29 vida pasada y, lo que es más espantoso, es que la propia alma con su fantasía y su imaginación parece estar volcada a conjurar contra ella. Los hermosos días pasados a la sombra de Su Señor desaparecen del todo de la mente. El tormento que siente la pobre alma es tal, que no sabría diferenciarlo de las penas atroces que sufren los condenados del infierno» (20 de abril de 1914). Es un momento en el que el Padre Pío siente que su cuerpo está agotado; y este agotamiento se difunde a las cualidades espirituales, hasta el punto que teme sucumbir ante el enemigo: «… ¡Dios mío!, esos espíritus malignos, padre mío, hacen todo lo posible para que me pierda; quieren derrotarme con la fuerza, parece que se aprovechan de mi debilidad física para lanzar contra mí su ira y ver si así pueden arrancarme del pecho esa fe y esa fortaleza que procede del Padre de las Luces. Hay momentos en que me veo en el borde del precipicio. Parece entonces que la pugna es para burlar a esos sinvergüenzas; todo me causa estremecimiento, una agonía mortal atraviesa mi pobre espíritu, afectando también a mi pobre cuerpo; siento que todos mis miembros se entumecen. Veo la vida delante de mí como detenida, suspendida» (30 de octubre de 1914). Es precisamente entonces cuando el joven fraile reacciona, dedicándose a la guía espiritual de una mujer a la que podríamos casi definir como una “proto-hija espiritual”, la primera de una cadena infinita de almas. Asistimos entonces al desarrollo de otro “modelo” de batalla: el ataque a las personas cercanas y amigas del Padre Pío. Escribe al padre Agostino el 16 de febrero de 1915: «… No sabría decirle cuánta rabia siente hacia mí ese bruto animal de Satanás por la dirección provisional que llevo a cabo en esa alma. Me hace de todo, también a esa pobre le está haciendo la guerra y entre los muchos agravios que le ha hecho, uno es este: cuando lee mis cartas intenta perturbar su imaginación y una de las veces, al leer una de mis cartas, oyó que le gritaba al oído: “No escuches a ese mentiroso”. Pero esa alma de Dios, sin inmutarse, se rio con fuerza en su cara y al ser descubierto se dio a la fuga.Por desgracia, esa fea bestia está convencida que no puede ganarla para sí y, por lo tanto, al no poder vencer, hace todos los esfuerzos para impedirle una mayor perfección». Pero ya está en plena “noche oscura”. He aquí dos cartas, escritas ambas el 1 de abril de 1915, la primera al padre Benedetto y la segunda al padre Agostino: «¿Recibió mi última carta, fechada el 18 del mes pasado? Le ruego que no me niegue su ayuda, no me niegue su enseñanza, sabiendo que el demonio, más que nunca, se ensaña con la pequeña barca de mi pobre espíritu. Padre mío, ya no puedo más, no tengo más fuerzas; la batalla está en su último estadio, me parece que de un momento a otro me voy a ahogar con las aguas de la tribulación. ¡Ay de mí! ¿Quién nos salvará? Estoy solo en este combate, de día y de noche, contra un enemigo demasiado fuerte y poderoso. ¿Quién vencerá? ¿A quién le sonreirá la victoria? Se combate hasta el último extremo por ambas partes, padre mío: si medimos la fuerza de ambas partes, me veo débil, agotado ante las filas enemigas, estoy a punto de ser aplastado, de ser reducido a la 30 nada». «… La lucha contra el infierno ha llegado a tal punto que no puedo seguir adelante. La pequeña barca de mi espíritu está a punto de ser sumergida por las olas del océano. Padre mío, realmente ya no puedo más; siento que la tierra desaparece bajo mis pies y mis fuerzas disminuyen; muero y saboreo todas las muertes juntas en cada instante de mi vida… La lucha es extrema desde ambos lados; al medir las fuerzas de ambas partes me aterrorizo ante las filas enemigas, me siento aplastado por fuerzas infernales, temo ser reducido a la nada de un momento a otro». Una batalla llevada a cabo no sólo con medios espirituales, como ya se ve en el informe que el Padre Pío le hace al padre Benedetto en el que relata dos días de persecuciones, soportados para poder continuar la dirección espiritual iniciada: «… He aquí, padre, la carta para esa alma de Barletta. Escribir esta carta ha sido un esfuerzo: el demonio, enfadadísimo, ha utilizado todas las malas artes posibles para impedírmelo. Me ha martirizado de muchas maneras y durante dos larguísimos días he tenido que aguantar su furia para poder escribir lo que, con la ayuda de Jesús, he conseguido escribir. No quiere darse por vencido. Que el Señor me guarde de escucharle y de ceder a su vergonzoso objetivo. Verdaderamente hay momentos, y no son raros, en los que me siento aplastado bajo la poderosa fuerza de este triste cosaccio. No sé a qué agarrarme; rezo, pero a veces la luz tarda en llegar. ¿Qué debo hacer? Ayúdeme, se lo ruego, ¡no me abandone! Padre mío, tal vez el demonio se entromete porque lo permite Dios». Es tal vez el periodo de mayor sufrimiento, y las confesiones del joven fraile asumen un tono que recuerdan al Antiguo Testamento: «… Los enemigos se sublevan, oh padre, continuamente contra la barca de mi espíritu y todos a la vez me gritan: “Matémosle, aplastémosle, porque está débil y no podrá resistir mucho tiempo”. Ay, padre mío, ¿quién me liberará de estos leones que rugen y que están dispuestos a devorarme?» (9 de mayo de 1915). En esta delicadísima fase de su formación el Padre Pío recibe del padre Agostino una regla que seguirá de manera férrea toda su vida. Le escribe desde San Marco la Catola el 29 de enero de 1916: «… La autoridad se podrá equivocar: la obediencia nunca se equivoca. Dios mismo nunca ha dispensado a ningún santo de la obediencia a la autoridad. El provincial, en tu caso, dice que tu espíritu es víctima de una ilusión diabólica y que deberías derrotarla». La “noche oscura” experimentada por muchos grandes místicos, y también por sacerdotes y cristianos, parece que tuvo en el caso del Padre Pío una dificultad añadida, a saber: la lucha constante, bajo todas las formas posibles, con el demonio. Una prueba evidente la leemos en la carta que envió el 13 de agosto de 1916 al padre Benedetto: «¿Qué quiere que le diga de las pruebas que el Señor ha querido enviarme? Las tinieblas en las que vive mi alma crecen cada vez más y, en lugar de ver surgir el alba, la pobre sólo ve cómo la noche sigue avanzando. El alma ve a Dios lejos y lo ve revistiéndose, no sabría decir de qué, pero si se puede comparar a una figura, diría que es similar a esa bruma que suele cubrir ciertas mañanas un río; una bruma que cuando es muy densa impide ver el río que fluye debajo de ella. 31 … La guerra que sostengo con el enemigo de nuestra salud es indescriptible. La lucha apremia directamente entre espíritu y espíritu. ¡Qué agonía, qué terror para la pobre alma! Casi nunca estoy libre de ella, el enemigo quiere tomar la fortaleza, la pequeña ciudadela. Quiere dominar el alma utilizando todas las estratagemas posibles, que sólo él es capaz de encontrar. Y vista la continua resistencia y la guerra que hay siempre en marcha, sucede que, de vez en cuando, en los asaltos más violentos, surja ese trastorno que afecta también al físico y que exteriormente se manifiesta con abundante sudor frío, no causados por efectos naturales, sino por la lucha que hierve en el espíritu, no importa si la estación del año es cálida y, menos aún, si es fría. Tiemblo por esto, que no acabe siendo infiel a Dios. Que Él me haga morir antes de permitir una desventura tal». Y a la misma persona, unos meses más tarde, el 8 de noviembre de 1916, el fraile capuchino le confesaba haber llegado al extremo de sus recursos espirituales: «… Tenga la bondad de escuchar cuál es mi actual estado, prometo hacerlo de manera resumida. La batalla es más feroz aún, si cabe. Mi espíritu, desde hace días, está sumergido en las tinieblas más oscuras. Reconozco que me es imposible practicar el bien, me encuentro en un estado de extremo abandono: mucha molestia en el estómago espiritual, mucha amargura en la boca interior, lo que hace que me sepa a hiel el vino más dulce de este mundo12. Pensamientos de blasfemia atraviesan continuamente mi mente y, más aún, sugestiones, infidelidades, descreimiento… El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre voluntad. En este estado no puedo hacer nada más que decir, con firme resolución, pero sin sentimiento: Viva Jesús. Yo creo… Pero, ¿quién puede decir cómo pronuncio estas santas expresiones? Las pronuncio con timidez, sin fuerza y sin valor, y haciendo gran violencia sobre mí mismo. …. Las tinieblas más oscuras reinan sobre todo lo que hago. Una duda perenne atraviesa mi alma en todas mis acciones». De esa situación, en la que «… la niebla que me rodea es tan densa que no deja pasar mi mirada, siempre fija en ella intentado ver a Aquél a quien busca mi alma. ¡Pobre de mí! Me rodean continuamente espinas y la oscuridad más absoluta, no sé cómo podré salir de esta situación» (4 de diciembre de 1916), hay quien intenta aprovecharse. El Padre Pío, que se encuentra en San Giovanni Rotondo, escribe por primera vez al padre Benedetto el 16 de julio de 1917: «… Hay momentos en que me asaltan violentas tentaciones contra la fe. Estoy seguro de que la voluntad se posa, pero la fantasía es tan viva y la tentación tiene colores tan claros, que en la mente aparece el pecado no sólo como una cosa indiferente, sino incluso agradable. De aquí nacen todos esos pensamientos de desconsuelo, desconfianza, desesperación e, incluso, –le ruego padre que no se horrorice–, de blasfemia. Me asusto ante tanta lucha, tiemblo y me esfuerzo, y estoy seguro que no caigo por gracia de Dios». Está inmerso en una oscuridad espiritual que no le da tregua, ni paz; se ahoga en la 32 oscuridad que lo rodea, con este efecto: «En ella sólo veo el movimiento de las fieras que me amenazan con ser su presa; mi oído sólo escucha el rugir incesante de dichas fieras, que me causan tal miedo que me da la sensación que voy a morir». Sigue: «Continuos pensamientos de blasfemia atraviesan mi mente; también sugestiones, infidelidades y descreimiento… El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre voluntad». (Tras una experiencia de éxtasis particularmente delicada…):
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