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PADRE PÍO
CONTRA
SATANÁS
HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS
Marco Tosatti
2
PADRE PÍO
CONTRA
SATANÁS
HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS
Traducción de Helena Faccia Serrano
 
Prólogo a la edición española
Lucio Ángel Vallejo Balda
 
Marco Tosatti
3
BIBLIOTHECAHOMOLEGENS
 
 
© Marco Tosatti
© Homo Legens, 2018
Calle Monasterio de las Batuecas, 21
28049 Madrid
www.homolegens.com
 
 
De la traducción: © Helena Faccia Serrano
Del prólogo: © Lucio Ángel Vallejo Balda
Colección dirigida por Gabriel Ariza
 
 
Título original: Padre Pio contro Satana: La battaglia finale (2017)
Santi indemoniati: Casi straordinari di possessione (2017)
 
 
ISBN: 978-84-17407-25-4
 
 
Maquetación y diseño de cubierta: Ignacio Cascajero Curros
 
 
Todos los derechos reservados.
Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por
escrito del editor.
 
4
ÍNDICE
PRÓLOGO
EL PADRE PÍO CONTRA SATANÁS
Una leyenda antigua
Antes del inicio
La visión
Cartas
De Pietrelcina a San Giovanni Rotondo: el demonio lo sigue
Traiciones
Complot
Exorcismos y endemoniados
Hasta el final
 
SANTOS ENDEMONIADOS
Introducción
La beata Eustoquia de Padua
Cristina de Stommeln
Mariam Baouardy
Santos varios
Bibliografía esencial sobre santos endemoniados
 
5
PRÓLOGO
El libro que tiene en sus manos ha gozado de gran éxito en Italia. Aborda un tema que
desata una gran curiosidad en el sentir popular: la existencia y la actuación del demonio.
Satanás está presente en los textos evangélicos y en toda la literatura espiritual y este
libro explica su actuación contra algunos santos que han sufrido en su vida los más duros
ataques del Maligno.
Comienza con la historia del Padre Pío. Para el público español, el Padre Pío, san Pío
de Pietrelcina, no pasa de ser un santo exótico conocido por sus llagas. En Italia es en
estos momentos el santo más popular y su devoción se ha extendido por todo el país.
Mi relación “personal” con el Padre Pío empieza en mi juventud, con un episodio
puntual e intrascendente pero que recuerdo con mucha viveza. Una mañana, en la
soledad de la capilla del Seminario de Logroño -solía llegar siempre el primero porque
era el encargado de encender la calefacción, y no tanto por grandes piedades- me
encontré sobre uno de los bancos una estampa del Padre Pío que contenía una pequeña
reliquia ex indumentis. Yo no había oído hablar de él y cuando pregunté al compañero
que vino después lo único que me dijo del Padre Pío es que era un santo que tenía llagas.
Ahí empezó y terminó mi corta relación con el Padre Pío.
Muchos años después, en tiempos recientes, viviendo en una situación personal de
gran intensidad, y, si queremos, con tintes dramáticos, se produce la visita de la reliquia
del Padre Pío a Roma con motivo del jubileo de la Misericordia. Yo no podía acercarme
físicamente a saludarlo, a pesar de lo cerca que estábamos el uno del otro, y por eso hice
el propósito de compensar mi ausencia con la lectura de alguna biografía suya. Me
recomendaron la biografía oficial de su proceso y, ciertamente, la devoré. Al tomar en
mis manos el libro de la biblioteca de la comunidad de Franciscanos Conventuales en la
que residía en ese tiempo, se cayó una estampa: la misma que había encontrado muchos
años atrás. Estampa con reliquia que me acompaña desde entonces.
Leí casi todo lo que se encontraba en esta biblioteca sobre el Padre Pío, que no era
poco, de muy desigual calidad, pero descubrí la tremenda polémica, entre sus defensores
y sus detractores, que acompañó al Padre Pío toda su vida.
Tengo una deuda con él, por tantas vivencias personales y gracias concedidas que
ahora no tiene sentido contar, y, sin duda, esta es una ocasión de agradecer al Padre Pío
y, en cierto modo, devolverle pobremente los favores recibidos.
Por razones de trabajo tuve la oportunidad de estar en varias ocasiones con el padre
Gabriele Amorth, con quien pude hablar de lo divino y de lo humano. Le despertó la
curiosidad saber que mi especialidad es la teología espiritual, y que la había cursado en
Burgos en un momento en el que contaba con profesores de máximo nivel, expertos en
los autores cumbre de la mística católica. En las conversaciones con Amorth, tuvimos la
ocasión de acercarnos a algunos textos de los grandes, san Juan y santa Teresa, que le
resultaban difíciles de comprender. Reímos con ganas cuando le intenté explicar que no
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era un problema sólo de lenguaje: hasta para un español son complicados los textos de
nuestro Siglo de Oro. Las poesías, y sobre todo las religiosas, no se dejan traducir con
facilidad. Una traducción hace que pierdan muchos matices que les aportan la riqueza
literaria de la lengua madre.
Parte de este libro de Marco Tosatti se centra en un estudio del padre Amorth sobre
la presencia del demonio en la vida del Padre Pío. El padre Amorth es considerado el
mayor especialista en exorcismos y, en nuestras conversaciones, ciertamente hablamos
del demonio -con el padre Amorth era impensable no hacerlo- pero nunca del Padre Pío,
imagino que más por mi ignorancia que por falta de interés por su parte.
Este libro tiene dos partes muy definidas. Por un lado, nos muestra la vida de tres
santos “extraños” que han llegado a sufrir en su vida episodios de auténtica posesión
diabólica y que están muy bien documentados. Es una parte histórica y algo erudita, que
nos da a conocer casos exóticos de la santidad y nos permite entender la presencia y la
forma de actuar del demonio en el mundo, que no ha cambiado mucho con el paso de los
siglos. Los tres personajes pertenecen a diferentes periodos históricos (Siglos XIII, XV y
XIX). El autor explica su decisión de no entrar en casos del primer milenio por contar
con mucha menos documentación, no por no existir.
Por otra parte, tenemos el importante capítulo sobre el Padre Pío. En este caso, no se
hace referencia a una posesión diabólica, que no la tuvo jamás, sino a los episodios de su
vida, muchos, en donde la acción del demonio era clamorosa y evidente incluso para los
que convivían con él. El Padre Pío no era un santo escritor, y no relató nunca de modo
sistemático la acción de Dios en su alma. Tosatti tiene la gran habilidad de entresacar de
sus escritos, sobre todo de las abundantes cartas personales, una riqueza de textos en los
que ciertamente hace hablar y contar al Padre Pío su historia, dando la sensación de que
el autor desaparece.
La presencia del demonio en la vida de Padre Pío era tan continua que bromeaba
frecuentemente con este hecho, le ponía motes como “barba azul” y le consideraba uno
más de la familia. Las agresiones, incluso físicas, eran frecuentes y las soportó con
alegría, sabiendo que eran el preludio de grandes gracias de Dios. Él sabía que Dios no
permitiría nada más allá de lo que pudiera soportar, y era consciente de que las muchas
gracias que continuamente recibía estaban acompañadas de terribles ataques demoniacos
que San Pío de Pietrelcina llevaba con un estupendo humor.
El más allá se hace más acá en las vidas narradas en este libro. Historias cuyos
protagonistas son personas pero que han tenido una vivencia muy especial de la
sobrenaturalidad, haciéndola muy natural y habitual en sus vidas. El Padre Pío veía de
pequeño a la virgen y no hablaba de ello porque pensaba que todos la veían, que eso era
lo normal. Así fue toda su vida en la que hizo que fuera normal lo sobrenatural, que para
el común de los mortales se muestra mucho más lejano.
Estos santos son considerados santos raros, que se salen de la regla, pero que tienen,
en vida y después de su marcha al paraíso, un gran atractivo. Lo que para los demás
necesita pruebas, para ellos se presenta como evidente. Junto a una inquietante y
misteriosa presencia del Maligno y de sus manifestaciones extraordinarias, estos
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hombres y mujeres son esas brechas de Luz Divina que se adentran en estevalle de
lágrimas para confirmar en la fe a sus hermanos.
Es un honor el poder prologar este libro salido de las manos de Marco Tosatti, uno
de los grandes vaticanistas de las últimas décadas y referencia ineludible para el que
desea estar bien informado y profundizar en las noticias de la Iglesia con un criterio y
solidez que no es habitual en la prensa. Su trayectoria como católico de primera línea y
como escritor de reconocido prestigio hace que me sienta muy satisfecho de poder
introducir su obra.
 
 
Lucio Ángel Vallejo Balda
Junio 2018 
8
Una leyenda antigua
Les contamos una historia extraordinaria, un duelo de tiempos antiguos, vivido en el
siglo que acabamos de dejar atrás; una saga legendaria, una lucha que parece increíble en
nuestro tiempo. Y que, sin embargo, es real. Es la historia de un cuerpo a cuerpo
prolongado durante toda la existencia terrena, y también más allá, entre un monje y su
Adversario. Una batalla sin exclusión de golpes, una lucha por la vida y la muerte, que
comenzó cuando el protagonista humano era un muchacho y que se cerró sólo con su
desaparición corporal. La vida de este monje, encerrado durante decenios en unos pocos
metros cuadrados, ha llenado las bibliotecas y los periódicos, ha cambiado
profundamente la existencia de centenares de miles de seres humanos. Es un misterio.
Tampoco ahora ha sido completamente revelado. Ni siquiera ahora que el Padre Pío ha
sido elevado a los honores de los altares, empujado a la canonización por la veneración
de millones de personas, compartida por un gran Papa.
Es un misterio por qué este hombre introdujo lo «extraordinario» en la existencia de
cada día, lo convirtió en normal, e hizo que caminaran juntos banalidad y
acontecimientos excepcionales, inexplicables. Con él, lo sobrenatural entró con fuerza en
el vivir cotidiano, haciendo caer la barrera entre el milagro y la vida de cada día.
Es en la Biblia, en las Escrituras, donde encontramos este mismo panorama, un
paisaje en el que lo sobrenatural se puede desvelar con mucha naturalidad a los ojos
humanos. Y detrás de esa barrera caída aparece la lucha entre enemigos eternos, una
batalla que vive incluso por una extraña relación entre la fuerza divina y su criatura
rebelde. Hablan –¡los enemigos!–, se amenazan, se informan con jactancia sobre los
próximos movimientos. Y se hace referencia también a la Autoridad superior, como
veremos cuando el Padre Pío le pedirá a Jesucristo que no permita que el demonio siga
asustando a los monjes de Santa Ana, en Foggia. Una relación verdaderamente extraña,
que hace evidentes los límites impuestos al Adversario por su Creador, y su ser, en el
sufrimiento, un instrumento, sólo un instrumento, cuando sus aspiraciones son realmente
otras; un instrumento misterioso, ilógico, irracional para la mente humana, pero
instrumento.
Job, la injusticia de su historia, tan evidente y palpable a nuestros ojos, totalmente
incomprensible, que nos lleva incluso a pensar en un Dios que parece jugar con el dolor
y los sufrimientos humanos, es el ejemplo que nos viene inmediatamente a la memoria.
«Había en la tierra de Uz un hombre llamado Job. Era justo, honrado y temeroso de
Dios y vivía apartado del mal… Era el más rico de los hombres de Oriente»1, recita el
libro sapiencial, que refiere un diálogo teológicamente profundo y, al mismo tiempo,
desconcertante, para una sensibilidad ajena a los misterios de los planes divinos. «Un día
los hijos de Dios se presentaron ante el Señor; entre ellos apareció también Satán. El
Señor preguntó a Satán: “¿De dónde vienes?”. Satán respondió al Señor: “De dar
vueltas por la tierra, de andar por ella”. El Señor añadió: “¿Te has fijado en mi siervo
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Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, que teme a Dios y
vive apartado del mal”. Satán contestó al Señor: “¿Y crees que Job teme a Dios de
balde? ¿No has levantado tú mismo una valla en torno a él, su hogar y todo lo suyo?
Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se extienden por el país. Extiende tu mano y
daña sus bienes y ¡ya verás cómo te maldice en la cara!”. El Señor respondió a Satán:
“Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él ni lo toques”. Satán abandonó la presencia
del Señor»2. Sabemos con cuánta abundancia de perfidia y crueldad convirtió en un
infierno la vida del justo, que protestó, y con razón, pero que resumió sus sufrimientos
en pocas palabras sabias: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él.
El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor»3. ¿Por qué
este libro nos parece tan desconcertante? Porque el demonio se presenta como uno de los
“clientes” habituales de Dios, en compañía de los “hijos de Dios”. Un trato tan
consolidado que el diablo está en diálogo con Dios, incluso lo desafía y apuesta con él,
como se hace con los amigos, sobre la fe y la fidelidad del justo. Dios le da permiso,
algo aparentemente increíble, para perseguir a Job y atacarle en todo, menos en su vida.
Tal vez en esto se puede leer la imposibilidad del demonio de agredir el alma sin el
consentimiento, la voluntad de la víctima. Todo el resto, sí. 4. Sigue el libro sapiencial:
«El señor respondió a Satán: “Haz lo que quieras con él, pero respétale la vida”. Satán
abandonó la presencia del Señor. Entonces hirió a Job con llagas malignas, desde la
planta del pie a la coronilla»5.
Las analogías con la epopeya del Padre Pío de Pietrelcina son evidentes. Como Job,
también nuestro monje del Sannio fue herido física y espiritualmente, tentado
(“pensamientos de blasfemia”), perseguido precisamente por quienes deberían haberle
defendido y haberse ocupado de él; y fue atacado también en las personas que tenía
cerca. Incluso después de su muerte. También sus enfermedades rezuman esta lucha. La
observación que hace uno de los biógrafos más atentos del Padre Pío, Luigi Peroni, es
muy acertada: «Es necesario precisar que en la vida del Padre Pío todo ese ir y venir
misterioso de torturas físicas y morales, todas esas manifestaciones externas, aunque
fueran apenas perceptibles, de las penas místicas, de los tormentos morales, de las
preocupaciones por los hermanos que sufren, de la participación en el dolor del prójimo,
de las mortificaciones penitenciales, vigilias y ayunos, de las luchas durísimas con el
demonio, fueron siempre catalogadas bajo el término genérico de “enfermedad”. Así, era
común que quien lo veía postrado con cara de miedo, preguntara a sus hermanos y estos
le respondieran: “… el padre no se encuentra muy bien… el padre está ligeramente
indispuesto…”». En la Positio se cita la opinión de un médico, el Dr. Michele Capuano,
según el cual el Padre Pío, en los ochenta y un años de su vida, pasó por toda la gama de
sufrimientos: «Desde el dolor ardiente de la cistitis hemorrágica al dolor de los cólicos
renales, que le destrozaban; del dolor de las contusiones en los tobillos y muñecas al
dolor corrosivo del epitelioma auricular; de los pinchazos lacerantes de la hernia
irreducible, al dolor lancinante de las hemorroides trombosadas; de los dolores fríos de la
artrosis generalizada, al brusco y punzante de las pulmonías; del dolor opresivo de la
sinusitis frontal, al terebrante de la pleuritis exudativa; del dolor pruriginoso de la
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pediculosis a los dolores pulsantes de los abscesos pasajeros; de las manifestaciones
corrosivas de la úlcera gástrica a los dolores tensionales de las migrañas. Por lo tanto,
una gama de manifestaciones tan amplia, compleja e inusualmente potente que hace que
nos preguntemos con aprensión cómo podía soportar y afrontar, día a día, todas las tareas
–a veces pesadas– de su ministerio». Una resistencia que asombró a los hermanos y
fieles de este «Job del siglo XX»; asombrados de ver cómo, a pesar de todo, permanecía
fiel, sin hacer concesiones, a su misión, y a una batalla que no le perdonó ni a él ni a
quien estaba cerca de él.
La idea de esta investigación, este estudio sobre la lucha entre el Padre Pío y el
demonio, nació, en realidad, precisamente gracias aun episodio del que fue protagonista
uno de los “muy fieles” del santo del Gargano. En una larga serie de conversaciones con
don Gabriele Amorth, que llevó a la redacción de Inchiesta sul demonio, el gran
exorcista nos relata cómo el comendador Angelo Battisti, primer administrador y primer
presidente de la Casa Alivio del Sufrimiento de San Giovanni Rotondo, fue poseído por
el demonio en los últimos años de su vida. Encontrarán los detalles de esta particular
experiencia más adelante. Pero nos preguntamos cómo fue posible; el “porqué” de esta
agresión. Examinando relatos, biografías, testimonios sobre el Padre Pío y, sobre todo, la
inédita Positio, la cantidad de documentos recogidos por los postuladores de la causa del
santo, hemos podido reconstruir poco a poco la trama y la urdimbre de un tapiz que
ilustra la guerra combatida a lo largo de toda su vida contra el demonio. Y, sobre todo,
por el demonio: un diablo a veces violento, otras con características extrañamente
“hogareñas”; el diablo de las leyendas sobre san Antonio, más que el Mal personificado
por Hitler, Stalin y sus partidarios en esos mismos años. Un demonio que no dudó en
utilizar todos los instrumentos, también y sobre todo esos comunes, para urdir un
verdadero complot contra el santo del Gargano. Dos capítulos, en nuestra opinión de
enorme interés, conciernen a este argumento, con testimonios e hipótesis inquietantes.
Formando este mosaico nos hemos dado cuenta, como afirma en la Positio el padre
Cristoforo Maria Bove y como emerge también en la correspondencia, que existía una
estrecha conexión entre las apariciones diabólicas vividas por el Padre Pío y los éxtasis y
visiones celestiales. Es una advertencia necesaria, porque en realidad, por razones de
espacio y para no traicionar el espíritu monográfico y la finalidad de esta pequeña obra,
nos centraremos sobre todo en las primeras, dando por descontados los segundos. Pero la
excepcionalidad de las manifestaciones demoníacas creemos que se debe al altísimo
nivel de espiritualidad alcanzado por el monje del Gargano: donde el sol es más claro y
brillante, también la sombra es más nítida.
¿Una lucha real? ¿O presente solamente en el alma y en la vida espiritual del Padre
Pío? Los testimonios de hechos concretos, inexplicables, o francamente pavorosos no
faltan. En la hipótesis más “laica” y racionalista, parecería obligatorio suspender, por lo
menos, el juicio; para quien cree, con la Iglesia, en la existencia de esta criatura rebelde a
Dios, e instrumento misterioso en un plano divino igualmente impenetrable, la lectura es
mucho más clara y menos problemática. Pero desde cualquier punto de observación en el
que nos situemos, creemos que no se puede evitar apreciar la grandiosidad de esta lucha,
11
el duelo épico entre dos gigantes. Si Padre Pío no fuera un sacerdote franciscano,
capuchino, y santo por la Iglesia católica, sino un monje zen de un remoto monasterio
japonés o un asceta sanniasi de la jungla india… pues bien, la batalla emprendida contra
el espíritu del Mal no perdería nada de su belleza y nobleza. Y, por lo menos en este
sentido, estamos seguros que, al relatarla, no traicionamos las expectativas de quien
tendrá la paciencia de leernos.
1 Jb 1, 1; 3. [Nota del Traductor]
2 Jb 1, 6-12. [N.d.T.]
3 Jb 1, 21. [N.d.T.]
4 Jb 2, 4-4. [N.d.T.]
5 Jb 2, 6-7. [N.d.T.]
12
Antes del inicio
Francesco decidió consagrarse a Dios y al bien para siempre, toda la vida, a la edad de
cinco años. «Un impulso insólito para su edad –escribieron sus dos biógrafos, el padre
Melchiorre da Pobladura y el padre Alessandro da Ripabottoni– y probablemente sin
darse cuenta de un hecho tan comprometido y trascendental». No era un niño como los
otros, si bien no fue hasta mucho más tarde cuando se dieron cuenta del mundo
extraordinario en el que vivía ese cachorro humano del Sannio. «Los éxtasis y las
apariciones comenzaron cuando tenía cinco años, cuando surgió en él el pensamiento de
consagrarse definitivamente al Señor, y fueron continuos –afirma el padre Agostino da
San Marco in Lamis–. Cuando le preguntaron por qué había ocultado estos hechos
durante tanto tiempo (hasta 1915), cándidamente respondió que no había dicho nada
porque creía que eran cosas normales que les sucedían a todas las almas… A los cinco
años empezaron también las apariciones diabólicas».
Pero tal vez, “alguien” ya sabía que en Pietrelcina había llegado al mundo una
criatura que le habría creado no pocos problemas; tanto, que el propio Padre Pío cuenta,
en sus recuerdos de una infancia pobre y campesina, que cuando se iba a la cama, por la
noche, «mi madre apagaba la vela y aparecían muchos monstruos cerca de mí, y yo
lloraba; volvía a encender la vela y yo callaba, porque los monstruos desaparecían. La
volvía a apagar y, de nuevo, volvía a llorar por los monstruos…».
En el Diario del padre Agostino leemos: «Los éxtasis y las apariciones empezaron a
la edad de cinco años; y a esta misma edad empezaron las apariciones diabólicas que,
durante casi veinte años, tuvieron siempre formas muy obscenas, humanas y, sobre todo,
bestiales. Sólo casi veinte años después, por una simple coincidencia, su confesor supo
de estos fenómenos sobrenaturales, iniciados muchos años antes. El padre Agostino le
preguntó al Padre Pío cómo es que nunca le había hablado de las apariciones de la
Virgen y este le respondió: “¿Usted no ve a la Virgen?”. El padre Agostino respondió
con un “no” y Padre Pío respondió: “Usted lo dice por santa humildad”».
¿Qué veía el pequeño Francesco? Nos lo cuenta el testimonio del padre Gerardo
Saldutto: «Francesco era aún un niño cuando empezaron los éxtasis y las apariciones que
le acompañarían el resto de su vida. En esas visiones no sólo estaban Jesús, la Virgen,
ángeles y santos, sino también figuras diabólicas y demonios enfadados. El diablo, de
hecho, se le aparecía, cuando tenía tan sólo cinco años, con figuras horribles,
amenazadoras y espantosas; un tormento que no le daba tregua tampoco durante la noche
y “sin embargo, no tuve miedo de él”».
El demonio siguió apareciéndose a Francesco durante toda su infancia y
adolescencia, si bien el monje santo era reacio a hablar de sus experiencias espirituales y
físicas. Pero a través de una carta dirigida a la profesora Nina Campanile, una de sus
hijas espirituales, sabemos que en esa época, antes de entrar en el noviciado –estamos a
caballo entre los siglos XIX y XX–, los ataques eran frecuentes e implacables. «¡Dios
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mío! ¿A quién relatar ese martirio interno –escribía el Padre Pío– que tenía lugar dentro
de mí? El simple recuerdo de esa lucha intestina, que entonces sucedía dentro de mí, me
hiela la sangre en las venas, y ya han transcurrido casi veinte años. Sentía la voz del
deber de obedecerte, ¡oh Dios verdadero y bueno! Pero tus enemigos y los míos, ¡me
tiranizaban, me dislocaban los huesos, me escarnecían y me retorcían las vísceras!».
La Positio, el conjunto de documentos, testimonios y estudios realizados para decidir
si se podía incluir al Padre Pío entre los beatos y los santos, ofrece un relato preciso de
esta descripción, citando los Apuntes del padre Benedetto da San Marco in Lamis: «Las
vejaciones diabólicas empezaron a la edad de cinco años». Habla de «apariciones del
diablo en figuras asquerosas, a menudo amenazadoras, horribles y aterradoras. Era un
tormento ver que apagaban la vela y quedarse preso, todas las noches, indefectiblemente,
de estas representaciones. No podía dormir. Un poco de sopor y era turbado».
Escaramuzas, relámpagos lejanos de una futura tempestad.
 
14
La visión
Toda gran misión necesita signos, un anuncio y una investidura. La guerra presupone un
objetivo y un enemigo. El objetivo –es evidente por todos los comentarios, autorizados,
sobre la persona del Padre Pío– era un objeto extraño para la mentalidad laica y
materialista de la que estamos impregnados: el alma. La suya, ante todo, y después la de
los demás, todos los demás. El enemigo es igualmente increíble para quien está
acostumbrado a razonarsólo en términos físicos; si bien, a pesar de su extraordinaria
astucia, de vez en cuando, por alguna misteriosa razón, deja que surja algo de su
presencia, perceptible, de forma concreta, también a los ojos ofuscados por la
materialidad y el dogma de la racionalidad que todo lo explica. Los signos premonitorios
de la hazaña a la que Francesco Forgione, nacido en 1887, estaba destinado los veremos
más adelante. El anuncio de la misión y la investidura tendrían que haber permanecido
secretos al estar vinculados a hechos extraordinarios y extraordinariamente personales.
En cambio, gracias a la afortunada y obligada curiosidad de los directores espirituales
del Padre Pío, los conocemos, en el relato que él mismo hizo, y cuyo manuscrito está
custodiado hoy, con sumo cuidado, en San Giovanni Rotondo.
Es un episodio de gran belleza, que tiene a veces el ritmo de un poema épico y, otras,
las características de la poesía religiosa de la Edad Media. Empezando por la frase
inicial, “en nombre de Jesús”: ¿cómo no recordar que en un mundo cultural que ha
conservado un rasgo formal muy cercano a nuestro pre-Renacimiento, el mundo
islámico, cada gesto, ya sea beber como subirse al coche, está marcado por la fórmula bi
ism allahi, “en nombre de Dios”? Y, a continuación, la “justificación” del escrito, con la
petición autorizada para narrar; y el título, “primera llamada…” que hace presuponer
otras; el uso de la tercera persona, como si quien escribe fuera un simple observador del
contexto espiritual en el que se produce el hecho extraordinario. Una atmósfera que nos
recuerda la Divina Comedia. Pero he aquí la visión “fundacional” de la vida del Padre
Pío.
In nomine Jesu. Amén.
Todo lo que iré narrando en este pobre escrito mío, lo hago en virtud de santa
obediencia. Sólo Dios puede comprender hasta el fondo con cuánta repugnancia lo
hago. Y si Él no hubiera fortificado bien mi espíritu en el respeto debido a la autoridad,
me habría negado con firmeza hasta llegar a la rebelión, y nunca hubiera puesto por
escrito lo que estoy a punto de hacer, conociendo muy profundamente la malicia de esta
alma que es premiada con tan importantes favores del cielo. Que Dios me asista y
fortalezca mi espíritu, para que pueda dominar la confusión que siento dentro de mí al
manifestar lo que iré narrando.
Primera llamada extraordinaria hecha a esta alma para que abandone el mundo y el
camino de la propia perdición para dedicarse enteramente al servicio de Dios.
Esta alma sintió con fuerza, desde la más tierna infancia, la vocación al estado
15
religioso; pero al pasar los años, ¡ay de mí!, esta alma iba absorbiendo la vanidad de
este mundo. Por una parte, la vocación, que se hacía sentir con fuerza en esta alma, y
por la otra, el dulce pero falso goce de este mundo, empezaron a luchar entre ellos, en el
corazón de esta pobre; y tal vez –y sin tal vez– los sentidos, con el paso del tiempo,
habrían triunfado ciertamente sobre el espíritu y sofocado la buena semilla de la divina
llamada. Pero el Señor, que quería esta alma para sí, quiso favorecerla con esta visión.
Un día, mientras meditaba sobre su vocación y cómo tomar la decisión de decir
adiós al mundo para dedicarse enteramente a Dios en un sagrado recinto, fue
repentinamente extasiada y llevada a mirar con el ojo de la inteligencia las cosas, de
manera distinta a como se ven con los ojos del cuerpo.
Vio a su lado un hombre majestuoso de rara belleza, resplandeciente como el sol,
que la tomó de la mano. Oyó que le decía: «Ven conmigo, porque te conviene combatir
como un guerrero valeroso». La llevó a un campo abierto. Había una gran multitud,
dividida en dos grupos. En un lado, vio hombres de rostros bellísimos, cubiertos con
túnicas blancas, cándidas como la nieve; al otro, el segundo grupo, hombres de aspecto
horrible, con hábitos negros como si fueran sombras oscuras.
Entre estos dos numerosos grupos de hombres había un gran espacio, en el que el
guía colocó a esta alma. El alma estaba admirando estos dos grupos de hombres
cuando, de repente, avanzó en medio de ese espacio, que dividía a los dos grupos, un
hombre de altura desmesurada, que parecía tocar las nubes con la frente: su rostro
parecía el de un etíope, y era horrible.
Al verle, la pobre alma se sintió desconcertada, sintió que la vida se detenía. Este
extraño personaje avanzaba cada vez más. Su guía, que seguía a su lado, le dijo que
tendría que combatir con ese individuo. Ante estas palabras la pobre palideció, se puso
a temblar y estuvo a punto de caer desfallecida, tan fuerte era el terror que le causaba.
El guía la sostuvo por un brazo y, cuando la pobre se hubo recuperado un poco del
susto, se dirigió al guía pidiéndole que le evitara exponerla al furor de ese personaje tan
extraño; porque le decía que era tan fuerte que para aterrorizarlo no bastaban todas las
fuerzas de todos los hombres juntos.
«Vana es toda resistencia, te conviene pelear. Ánimo: entra con confianza en la
lucha, avanza con valentía que yo siempre estaré cerca; te ayudaré y no permitiré que te
derrote; como premio de tu victoria te daré una espléndida corona que te adornará la
frente».
La pobre alma cogió fuerza y entró en el combate con ese formidable y misterioso
personaje. El choque fue enorme, pero con la ayuda que le daba el guía, que nunca se
separó de ella, al final lo derrotó, lo venció y lo obligó a huir.
El guía, entonces, fiel a su promesa, sacó del interior de su túnica una corona de
gran belleza, nunca vista, que sería inútil describir, y se la puso en la cabeza, pero
enseguida la retiró diciendo: «Tengo otra más bella reservada para ti si sabes luchar
bien con ese personaje con el que acabas de combatir. Volverá a atacarte para
recuperar el honor perdido. Combate con valentía y no dudes de mi ayuda. Mantén los
ojos abiertos, porque este personaje actuará contra ti cogiéndote por sorpresa. No te
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asustes si te molesta, no tengas miedo de su formidable presencia, recuerda lo que te he
prometido: siempre estaré cerca de ti, te ayudaré siempre, para que consigas
derrotarlo».
Una vez derrotado ese hombre misterioso, la gran multitud de hombres de aspecto
horrible se dio a la fuga entre chillidos, imprecaciones y gritos que aturdían, mientras
que de los pechos de la otra multitud de hombres de bellísimo aspecto salían voces de
aplauso y de alabanza hacia ese hombre maravilloso y más luminoso que el sol, que
había ayudado de manera tan magnifica en esa dura batalla a la pobre alma.
Así acabó la visión.
Dentro de esa pobre alma permaneció tal valor por esta visión, que rompió
eternamente con el mundo, como si de mil años se trataran, para dedicarse por entero al
servicio divino en algún instituto religioso.
Esta alma comprende el significado de esta visión, pero no con total claridad. Sin
embargo, el Señor quiso manifestar el significado de esta simbólica visión con otra
visión pocos días antes de entrar en el convento. Digo pocos días antes, porque ella ya
había pedido permiso para entrar a ese superior provincial, que le había dado una
respuesta afirmativa, cuando el Señor le dignó con otra visión, que fue puramente
intelectual.
Era el día de la Circuncisión de Nuestro Señor, cinco días antes de que esta alma
saliera de la casa paterna. Ya había comulgado y mientras estaba en oración con su
Señor, una luz sobrenatural interior la cubrió de repente. Por medio de esta purísima
luz comprendió, de manera fulminante, que su entrada en la orden para dedicarse al
Rey celestial no era otra cosa sino exponerse a la lucha con este misterioso hombre
infernal con el que había sostenido la batalla en la visión precedente.
Comprendió entonces, y esto le dio valor, que si bien los demonios estarían
presentes en el combate para reírse de sus derrotas, no tenía nada que temer porque los
ángeles la ayudarían en sus combates para aplaudir las derrotas de Satanás.
Unos y otros estaban simbolizados en los dos grupos de hombres que había visto en
la otra visión. Comprendió, además, que no debía temer al enemigo con el quetenía que
luchar, aunque era terrible, porque Él mismo, Jesucristo, representado por ese hombre
luminoso que le había hecho de guía, la ayudaría y estaría siempre cerca de ella para
ayudarla y premiarla en el Paraíso por las victorias que conseguiría siempre que,
confiada la lucha sólo a él, hubiera combatido con generosidad.
Esta visión fortaleció a esta alma en su último adiós al mundo. Pero no hay que
creer que esta alma no sufrió al abandonar a su familia, a la que estaba muy unida. Le
dolían incluso los huesos al separarse de ella y este dolor era tan agudo que estuvo a
punto de desfallecer.
A medida que se acercaba el día de su partida, este sufrimiento aumentaba. La
última noche que pasó con su familia el Señor la consoló con otra visión. Vio a Jesús y a
Su Madre que, en toda su majestad, le dieron ánimos y garantizaron su predilección.
Después, Jesús puso su mano sobre su cabeza y esto bastó para darle fuerza en la parte
superior del alma, por lo que no derramó una sola lágrima en la dolorosa separación, a
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pesar del sufrimiento que le desgarraba el alma y el cuerpo.
La visión lleva fecha 1 de enero de 1903. Veintiún días más tarde, Francesco
Forgione abandonaba para siempre el nombre con el que había nacido y asumió, en el
noviciado de Morcone, el de Padre Pío de Pietrelcina, y se ponía el hábito franciscano y
capuchino.
Eligió ese nombre porque en la pequeña iglesia de Pietrelcina una urna contiene los
restos de un mártir del que no se sabe nada más, traídos aquí desde Roma a mediados del
siglo XVIII, como regalo de la Santa Sede al príncipe Carafa, feudatario del territorio
pietrelcinés. Este cristiano de los tiempos antiguos se convirtió, con el nombre de san
Pío, en el copatrono del pueblo. El día de la “vestición”, Francesco Forgione asumió su
nombre, sin imaginarse que Pietrelcina añadiría, en el nuevo milenio, otro san Pío.
Cuatro años y cinco días más tarde, el 27 de enero de 1903, en el convento de Sant‘Elia a
Pianisi, firma el pacto de consagración. La guerra se ha iniciado.
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Cartas
Si es verdad, como sostiene don Gabriele Amorth y como efectivamente es evidente por
los testimonios que hemos encontrado en la Positio, que el Padre Pío fue objeto de todo
tipo de ataques por parte del demonio a lo largo de su vida, hasta pocos días antes de su
muerte, no hay duda que la batalla fue especialmente dura, dinámica y profunda durante
el difícil periodo transcurrido en Pietrelcina, antes que el monje santo entrase en el
perdido, aislado y paupérrimo convento de San Giovanni Rotondo. Un periodo difícil,
atormentado, en el que el deseo de abrazar plenamente la regla de san Francisco parecía
chocar con un impedimento físico constante. Cada vez que el hermano Francesco
Forgione intentaba formar parte de la vida monástica, su salud empeoraba, hasta el punto
que los superiores se sentían obligados a enviarlo de vuelta a casa, con la esperanza que
el aire de su pueblo natal lo ayudase a restablecerse. O para que pudiera pasar a mejor
vida estando en familia. El Padre Pío vivía en la “torrecilla”, una habitación rústica y
pobre en la que estudiaba y rezaba. Era una casa que pertenecía a su familia y hay
testimonios indirectos sobre la presencia del Padre Pío en ese lugar de retiro, y de los
hechos extraordinarios que allí ocurrían. Giovannina Iadanza, una paisana del Padre Pío,
terciaria franciscana, que vivía precisamente frente a la “torrecilla”, en un edificio que
siempre ha pertenecido a su familia, le contó al padre Gerardo Saldutto que su abuela
«difícilmente nos hablaba de los episodios que sucedían en la “torrecilla” cuando vivía
en ella el Padre Pío, para no asustarnos. Pero he oído a algunos paisanos hablar de los
“ruidos” que procedían de allí.
Algunos contaban que a menudo el tío Giuseppe pedía poder ir a curiosear a través
del ojo de la cerradura (y puesto que en esa época las llaves eran muy grandes, se podía
ver bien lo que sucedía al otro lado de la puerta) para atribuir a esos rumores hechos
reales. Los relatos que sucedían en esa habitación eran terribles: el Padre Pío recibía
verdaderos ataques del maligno, caía al suelo, todo lo que había en la habitación volaba
por los aires. Pero el Padre Pío, a pesar de ser objeto de los ataques del maligno, en esa
“torrecilla” estudió, escribió cartas y, de alguna manera, descansó».
Vejaciones y tormentos diabólicos forman parte del tejido del que están vestidos
muchos santos. Sin embargo, a veces las huellas son mínimas, porque los interesados no
quieren dar a conocer ese particular recorrido de purificación. En el caso del Padre Pío,
debemos estar especialmente agradecidos a sus directores espirituales de ese periodo, el
padre Agostino da San Marco in Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis,
que le mandaron escribir con detalle lo que le sucedía.
De su epistolario podemos darnos cuenta del amplio abanico de agresiones al que
estaba sometido el joven fraile. El 6 de julio de 1910 escribía al padre Benedetto:
«…detrás de las innumerables tentaciones, a las que estoy sujeto cada día,
permanece en mi mente una duda que me atormenta: si verdaderamente las he
expulsado…
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La pluma no puede describir lo que pasa por mi alma en estos momentos de
ocultación de Jesús. El maligno acentúa la incertidumbre de haber expulsado o no las
tentaciones cuando me acerco a la santísima comunión. Son momentos, padre mío, de
gran batalla. Y ¡cuánta fuerza me debo dar para no privarme de tanto consuelo! Y
usted, padre, ¿qué piensa de todo esto? ¿Es el demonio el que suscita todo esto o me
engaño a mí mismo? Dígame cómo debo comportarme».
En la carta siguiente al padre Benedetto, fechada el 17 de agosto de 1910, el Padre
Pío nos da una indicación del tipo de tentaciones a las que estará sometido toda su vida:
«…Sin embargo, también es verdad que el demonio no puede darse tregua para
hacerme perder la paz del alma y, así, disminuir en mí toda la confianza que tengo en la
divina misericordia. Y esto intenta obtenerlo, sobre todo, mediante tentaciones
continuas contra la santa pureza, que va suscitando en mi imaginación y, a veces,
sencillamente mirando cosas que no digo que son santas, pero al menos indiferentes».
Una situación de verdadero acorralamiento, como podemos leer en una carta
posterior, del 1 de octubre de 1910:
«…No sé cómo dar las gracias al amado Jesús, que tanta fuerza y valor me da para
soportar no sólo las enfermedades que me manda, sino las continuas tentaciones, que él
por desgracia permite y que día a día se van multiplicando. Estas tentaciones me hacen
temblar de la cabeza a los pies ante la idea de ofender a Dios. Espero que en el futuro
sea, por lo menos, parecido al pasado, es decir, no permanecer víctima. Padre mío, esta
pena es demasiado fuerte para mí».
Unos meses más tarde, vemos que además de las tentaciones, el adversario del monje
santo abre otro frente, el de la duda. El 2 de junio de 1911 escribe al padre Benedetto
desde la “torrecilla”:
«… Nuestro común enemigo sigue haciéndome la guerra y hasta ahora no ha dado
señal alguna de querer retirarse y darse por vencido. Quiere que me pierda a toda
costa; me presenta el cuadro doloroso de mi vida y, lo que es peor, me insinúa
pensamientos de desesperación.
Pero siento la obligación, ante nuestra Madre María, de rechazar estas insidias del
enemigo. Dele también usted las gracias a esta buena Madre por dichas gracias
singularísimas, que poco a poco me va impetrando; mientras tanto, le pido que me
sugiera algún nuevo modo para que pueda complacer en todo a esta bienaventurada
Madre».
El “baffettone”6 lo llama el Padre Pío a finales de diciembre de 1911, y es en este
periodo cuando empezamos a saber de verdaderas agresiones y trastornos de origen
probablemente diabólico. Se habla de ello en la carta al padre Benedetto del 13 de enero
de 1912:
«En cuanto al estado físico, si exceptuamos la vista, que no quiere volver, estoy
bastante bien. Respecto al estado moral, sólo le digo que el ogro7 no quiere dejarme
para nada; al contrario, me causa cadavez más dificultades. Pero también es verdad
que Jesús está conmigo. Permítame la frase que estoy a punto de usar: tengo una
continua indigestión de consolación».
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Encontramos casi los mismos conceptos en la carta al padre Agostino, cinco días
más tarde, pero con detalles decididamente inquietantes:
«…De salud estoy bastante bien, pero la vista no quiere volver. El ogro no se quiere
dar por vencido. Ha adoptado casi todas las formas. Desde hace varios días viene a
visitarme con otros satélites suyos armados con bastones y artefactos de hierro y, lo que
es peor, se presentan con su propia forma. ¡Cuántas veces me habrá echado de la cama
arrastrándome por la habitación! Pero, ¡paciencia! Jesús, la Madre, el Ángel, san José
y el padre san Francisco están casi siempre conmigo…».
El Padre Pío no consideraba su permanencia en Pietrelcina como unas vacaciones,
todo lo contrario; y de todas formas, había alguien que estaba haciendo de todo para
conseguir que fuera menos agradable. Veamos, por ejemplo, qué escribía al padre
Agostino en enero de 1912:
«¡Cuándo terminará mi penitencia en este lugar! Si usted fuera libre de emprender
un viaje, no dudaría en dirigirle en esta carta una cálida invitación a dejar todo por un
momento y venir a consolarme en mi exilio. Pero, ¡que se haga la voluntad de Dios, que
quiere que prolongue mi penitencia en este lugar!
En este día especialmente estoy haciendo una suma y prolongada indigestión de
divina consolación. El ogro, con muchos de sus iguales, con excepción del miércoles, no
deja de luchar contra mí, diría incluso, a muerte…
De jueves a sábado sufro bastante. Se me ofrece todo el espectáculo de la Pasión y
se puede usted imaginar si hay consolación en medio de todo esto. En estos días, más
que nunca, nuestro común enemigo hace todo lo posible para perderme y destruirme,
como me repite siempre».
El padre Agostino responde inmediatamente, en latín y en francés:
«…Gaudeo quoque quod linguam gallicam etiam cognoscere coepisti. Optime! Très
bien petit enfant! Dieu te bénie! Au revoir, mon très chéri petit enfant»8.
Una particularidad que volveremos a ver debida a la convicción, tal vez ingenua, que
si escribe en francés, en latín y en griego provocaría una segura irritación en el demonio.
El padre Agostino se preguntaba cómo era posible que el Padre Pío conociera una lengua
que no había estudiado nunca:
«…Que el buen Jesús sea en ti glorificado y no temas las insidias y los combates a
los que te somete el enemigo: siempre triunfarás para gloria de Dios… ¿Quién te ha
enseñado el francés?».
La batalla continúa. El 28 de febrero de 1912, el fraile le escribe al padre Agostino:
«…las visitas de estos personajes habituales siguen y son cada vez más frecuentes,
las batallas no cesan. A veces me parece que esos cosacci9 se la toman más con las
personas que me aman que conmigo. Pero se me asegura que no debo temer nada».
Agresiones que son paralelas a una mayor participación de los tormentos de la Pasión.
«Desde el jueves por la noche hasta el sábado, como también el martes, es una tragedia
dolorosa para mí. Es tanto el dolor que siento que parece que mi corazón, manos y pies
están atravesados por una espada. El demonio, mientras tanto, no deja de aparecer ante
mí con sus formas horribles, golpeándome de manera terrible» (Pietrelcina, 21 de marzo
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de 1912). Y el 31 del mismo mes, el Padre Pío le cuenta al padre Agostino: «… En estos
santos días el ogro me aflige más que nunca. Le ruego que me encomiende al Señor,
para que no caiga víctima de este común enemigo», que decide pasar a la acción, como
cuenta el 18 de abril de 1912: «… estaba aún en la cama cuando me visitaron esos
cosacci, que me pegaron bárbaramente; considero una gracia haber podido soportar los
golpes sin morir, una prueba, padre mío, que era muy superior a mis fuerzas… El
demonio no hará posible que nos veamos antes del capítulo, pero no importa si consigue
que no nos abracemos físicamente». Es una presión continua: «… El demonio sigue
aterrorizándome. Y después de que usted me escribiera que tal vez a mediados de este
mes nos volveremos a ver, me atemoriza aún más diciéndome que tiene que destruirme.
¿Se lo permitirá Jesús? Oh, padre mío, estoy preparado para todo; pero espero que
Jesús no le dé este permiso» (1 de mayo de 1912).
Pero se le debió dar algún tipo de permiso, porque el 28 de junio de 1912 el Padre
Pío escribía al padre Agostino: «Padre queridísimo, es necesario que le explique qué me
ha sucedido estas dos últimas noches.
La otra noche la pasé fatal: desde las diez que me fui a la cama hasta las cinco de la
mañana ese cosaccio me pegó continuamente. Las sugestiones diabólicas que ponía en
mi cabeza fueron muchas: pensamientos desesperados, de desconfianza hacia Dios.
Pero ¡viva Jesús!, porque me protegí repitiéndole a Jesús: vulnera tua merita mea10.
Creía realmente que esa iba a ser mi última noche de vida; y si no moría, que
perdería la razón. Pero bendito sea Jesús, nada de esto ha sucedido.
A las cinco de la mañana, cuando ese cosaccio se fue, un frío invadió toda mi
persona. Empecé a temblar de la cabeza a los pies, como una caña ante una tormenta.
Duró un par de horas. Expulsé sangre por la boca.
Al final vino el Niño Jesús, al que le dije que sólo haría su voluntad. Me consoló y
alivió mis sufrimientos de la noche».
Entonces empezó otra forma de perturbación: cortar los “abastecimientos”
espirituales necesarios con que el joven fraile capuchino, encerrado en su “torrecilla”,
contaba para no ceder a los asaltos. Una verdadera y propia estrategia bélica, consistente
en impedir los contactos del Padre Pío con sus directores espirituales. Al comienzo de la
guerra –el religioso aún no ha llegado a San Giovanni Rotondo–, vemos que los
impedimentos son muy primitivos, podríamos casi decir brutales, como se lee en la carta
enviada al padre Agostino desde Pietrelcina el 9 de agosto de 1912: «Hace tiempo que
deseaba escribiros, pero el ogro me lo ha impedido. He dicho que me lo ha impedido
porque cada vez que estaba a punto de escribiros, me sobrevenía un fortísimo dolor de
cabeza, que parecía que se me iba a partir en dos, acompañado por un dolor muy agudo
en el brazo derecho, que me imposibilitaba mantener la pluma en la mano».
Las agresiones diabólicas tienen, sin embargo, una contrapartida: «…Estaba en la
iglesia dando gracias por la misa cuando, de repente, sentí que un fuego muy vivo y
ardiente hería mi corazón. Pensaba que me moría… El alma, víctima de estos consuelos,
se queda muda. Me parecía que una fuerza invisible me sumergía totalmente en ese
fuego. ¡Dios mío, qué fuego! ¡Qué dulzura!
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… Sin embargo, no crean que el ogro me deja en paz. Son tales los tormentos que
inflige a mi cuerpo que les dejo imaginar los consuelos divinos a los que está sujeta mi
alma. Viva siempre el dulcísimo Jesús, que me da tanta fuerza para poder reírme en la
cara de ese cosaccio».
La riqueza de los episodios contados por el joven franciscano a sus guías espirituales
constituye un verdadero tesoro para los estudiosos de las relaciones entre santidad y
presencias diabólicas, un tesoro que, tal vez, no ha sido examinado aún con la debida
atención para comprender de qué modo estos dos caminos, aparentemente tan
divergentes, en realidad se cruzan a menudo, o marchan de manera paralela de modo que
llegan a ser familiares. Y, de nuevo, no podemos dejar de mencionar, para subrayar este
“contacto recurrente” entre el santo y el Diablo, algunos ejemplos bíblicos, como el
Libro de Job o el diálogo en los Evangelios entre Jesús y el Tentador, con una punta de
ironía característica de la región de Campania, como leemos el 14 de octubre de 1912, en
las palabras dirigidas al padre Agostino:
«Estimadísimo padre:
Mi débil existencia continúa en esta vida en medio de la batalla.
¿Sabe lo que ha intentado el diablo? Él no quería que en la última carta que le he
enviado le informara de la guerra que sostiene contra mí. Y como yo, tal como es
habitual, no quise escucharle, empezó enseguidaa sugerirme: “Gustarías más a Jesús si
rompieras la relación con tu padre; él es para ti un ser bastante peligroso, es un objeto
de gran distracción para ti. El tiempo es muy valioso, no lo malgastes en esta peligrosa
correspondencia con este padre; utilízalo en rezar por tu salud, que está en peligro. Si
sigues en este estado, te aviso que el infierno siempre está abierto para ti”.
A esta diabólica sugerencia respondí de manera evidentemente sarcástica: “Tengo
que confesarle mi error. Hasta ahora he estado viviendo una falsa suposición, no creía
que era tan bueno en la dirección espiritual. Me duele no poder asumirle como mi
director, porque este padre mío ejerce este papel desde hace mucho tiempo y nuestra
relación ha llegado a tal punto que es imposible para mí romperla de golpe. Vaya, vaya,
seguro que encuentra otras almas que le asumirán como director de su espíritu al ser
usted tan bueno en dicha materia”.
No recibí respuesta de ellos (digo ellos porque eran más de uno, aunque el que
hablaba era sólo uno) porque se echaron encima de mí, maldiciéndome y diciendo que
me destruirían si no cambiaba de idea respecto a nuestra relación.
Ésta es la guerra que tengo que combatir a día de hoy. Quiere que cese totalmente
cualquier tipo de relación y comunicación con usted. Y si no hago lo que me pide,
amenaza con hacerme cosas que la mente humana nunca podría imaginar.
Padre mío, es verdad que me siento bastante débil, pero no temo. ¿Acaso Jesús no
ve mi angustia y el peso que me oprime?».
El Padre Pío, aislado en su refugio de Pietrelcina, sentía una gran necesidad de
contacto con sus directores espirituales. Una necesidad que surgía con más fuerza en el
periodo atormentado de la “noche oscura”. Hay quien intenta menoscabar esta relación
hasta romperla; el resultado se obtendrá más adelante, paradójicamente, gracias a una de
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las visitas apostólicas. Pero en esta fase los intentos de aislamiento son realizados aún de
manera directa:
«…Estoy seguro que a estas alturas el padre Evangelista ya os ha informado de la
nueva fase de la guerra que esos apóstatas impuros lanzan contra mí. Estos, padre mío,
al no poder derrotar mi constancia en informaros de sus insidias, se han agarrado a este
otro extremo: desearían atraparme en sus redes privándome de sus consejos, que usted
me da a través de sus cartas, único consuelo mío. Y yo lo soportaré para gloria de Dios
y para confusión suya.
¿No le dije a usted que Jesús quiere que sufra sin consuelo? ¿Acaso no me ha
pedido y elegido para ser una de sus víctimas? Y el dulcísimo Jesús me ha hecho
comprender, por desgracia, todo el significado de víctima. Es necesario, estimado
padre, llegar al consummatum est y al in manus tuas.
No le cuento de qué manera me golpean esos desgraciados. A veces siento que estoy
a punto de morir. El sábado me pareció que querían realmente acabar conmigo, ya no
sabía qué santo implorar; me dirijo a mi ángel y después de hacerse esperar un buen
rato, helo aquí al final aleteando a mi alrededor y con su angélica voz cantar himnos a
la divina Majestad. Sucedió una escena que es habitual: le grité con dureza por haberse
hecho esperar durante tanto tiempo, mientras yo no dejaba de pedir su ayuda…»
(Pietrelcina, 5 de noviembre de 1912).
Mientras tanto, la batalla sobre las cartas continúa, a un nivel que podríamos definir
casi infantil. El padre Agostino escribe a su discípulo (es el 6 de noviembre de 1912) en
francés, convencido de pagar con la misma moneda al diablo:
«Mon très chéri fils en Jésus-Christ, c’est avec plaisir que j’apprends la nouvelle
phase de la guerre que te fait continuellement notre très laid ennemi: n’aie pas peur de
lui, car il sera toujours entièrement vaincu. N’importe qu’il vient avec ses troupes, parce
que toute l’armée de l’enfer obéit a la permission de Dieu.
Conserve toujours la sainte humilité à la divine volonté, car le superbe tentateur
tremble par l’humilité des fils de Dieu… La bataille finira et celle-la aura le triomphe
immortel… Je salue de tout coeur ton bon petit ange et, si bien le voudra, je lui
commande au nom de Jésus de ne pas permettre dans l’avenir que les ennemis déchirent
mes lettres, mais plutôt vouloir qu’ils se consomment dans leur rage: c’est pur cela que
je t’écrive en français: puis quand j’aurai le temps, je t’écrirai en grec».
(Queridísimo hijo en Jesucristo: Es con gran placer que vengo en conocimiento de
la nueva fase de la guerra de nuestro feo enemigo contra ti: no le temas, porque siempre
será derrotado. No importa si viene con su tropa, porque todo el ejército del infierno
obedece al permiso de Dios… Saludo de todo corazón a tu angelito y, si quiere, le
ordeno en nombre de Jesús que no permita en futuro que los enemigos rompan mis
cartas, sino que se consuman en su rabia. Es por este motivo por el que te escribo en
francés. Cuando tenga tiempo, te escribiré en griego).
El “angelito” del Padre Pío debe haber escuchado, por lo menos en parte, el
llamamiento del maestro y del discípulo, porque el 18 de noviembre el Padre Pío escribe:
«…El que siempre está cerca de mí ha venido, por fin, a derrotar al enemigo
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infernal para que yo le pueda escribir estas pocas líneas. Pero estoy bastante débil. El
enemigo ya no quiere abandonarme, toca a mi puerta continuamente. Intenta envenenar
mi vida con sus insidias infernales.
Le disgusta sumamente que se lo cuente. Me sugiere que deje de contarle lo que
pasa entre él y yo, y me insinúa que os narre las visitas buenas al ser, dice él, las únicas
que pueden gustaros y edificaros.
…El arcipreste, consciente de la batalla de estos apóstatas impuros respecto a sus
cartas, me aconsejó que cuando me llegara su primera carta, fuera a abrirla a su casa.
Así hice cuando recibí vuestra última misiva. Pero cuando la abrimos la
encontramos toda manchada de tinta. ¿Habría sido también esto una venganza del
ogro? No puedo creer que usted me la haya enviado así, porque usted bien conoce mi
“cecocenzia”11.
Lo que había escrito nos pareció ilegible, pero cuando le pusimos encima el
crucifijo, este arrojó un poco de luz, lo suficiente para poder leerla, aunque con
dificultad. Esta carta está bien conservada».
Entra en escena, en este momento, otro personaje religioso, un sacerdote residente en
Pietrelcina. Como escribe el padre Gerardo Saldutto: «Durante su larga estancia en
Pietrelcina, los directores espirituales del Padre Pío, el padre Agostino da San Marco in
Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis, aun siguiendo su relación epistolar
con él, le aconsejaron encomendarse a un director espiritual y confesor in loco, que lo
ayudase a afrontar y resolver sus problemas internos más urgentes. Para esta tarea se
dirigió al arcipreste de Pietrelcina, don Salvatore Pannullo, que de este modo fue en esos
años copartícipe espiritual, pero también testigo objetivo de muchos acontecimientos
inexplicables». La batalla, mientras tanto, se había desplazado a las cartas, de manera
muy decidida. El padre Agostino se lamenta, desde San Giovanni Rotondo, el 8 de
diciembre de 1912: «… No te he escrito antes porque estaba ocupado en muchas tareas.
Escribo en griego a pesar del enemigo, cuya lucha es ridícula. ¿Qué quiere y qué hace
destruyendo mis cartas? ¿Acaso no conoce el poder de Dios? No escuches al maligno ni
te preocupes de su guerra».
Entonces se planteó el problema de leer las cartas que, misteriosamente, llegaban en
blanco o cubiertas de manchas de tinta. Escribe el Padre Pío el 13 de diciembre de 1912:
«… Con la ayuda del buen angelito, el pérfido plan del cosaccio ha fracasado; he
podido leer su carta. El angelito me había sugerido que cuando llegara una carta suya
la rociara con agua bendita antes de abrirla. Así hice con su última carta. ¡Qué rabia
ha debido sentir el ogro! Su deseo es acabar conmigo a toda costa. Está utilizando todas
sus artimañas diabólicas. Pero será aplastado. El angelito me lo ha garantizado, el
paraíso está con nosotros». Desaires aparte, continuaban los trucos ya experimentados
precedentemente: «Laotra noche se me presentó con el aspecto de uno de nuestros
padres, transmitiéndome una orden muy severa del padre provincial de no volver a
escribirle, porque es contrario a la pobreza e impedimento grave a la perfección.
Confieso mi debilidad, padre mío, lloré amargamente, creyendo que esto era una
realidad. Nunca habría podido sospechar mínimamente que esto era un engaño del
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ogro, si el angelito no me hubiera revelado el ardid. Sólo Jesús sabe lo que se necesita
para persuadirme. El compañero de mi infancia intenta eliminar el dolor que me
infligen estos apóstatas impuros, meciendo el espíritu en un sueño de esperanza.
Yo estoy tranquilo, resignado a todo, y me atrevo a esperar que estos artificios
diabólicos no produzcan los efectos desastrosos que durante un tiempo me asustaron».
Una vez que su director espiritual le envió una carta escrita en francés “para fastidiar
al demonio”, cuando el Padre Pío la abrió, en presencia del arcipreste don Salvatore
Pannullo, encontró una gran mancha de tinta, aunque consiguió hacerla legible. Don
Salvatore dejó un testimonio escrito del hecho:
«25 de agosto de 1919
Yo, el abajo firmante, arcipreste de Pietrelcina, testifico bajo la santidad del
juramento, que la presente, abierta en mi presencia, llegó tan manchada que era del
todo ilegible. Una vez puesto encima el crucifijo, rociada con agua bendita y recitados
los santos exorcismos, se pudo leer como consta. De hecho, llamé a mi sobrina Grazia
Pannullo, maestra…» que sabía francés, «… que la leyó en presencia del Padre Pío y
mía, ignorando los rituales que había realizado antes de llamarla».
En otra ocasión, manteniendo la promesa dada, el padre Agostino escribió en griego,
con la ingenua esperanza de que Satanás no conociera esta lengua (olvidándose,
evidentemente, que la glosolalia es uno de los posibles indicios de presencia diabólica en
una persona). Pero tampoco el Padre Pío conocía el griego y le reveló al arcipreste que
su Ángel Custodio le había explicado todo, como testimonia el párroco: «Certifico que
yo, el abajo firmante arcipreste de Pietrelcina, bajo la santidad del juramento, tras haber
recibido la presente me explicó literalmente el contenido. Al preguntarle cómo había
podido leerla y explicarla no conociendo el alfabeto griego, me respondió: “¿Sabe? El
Ángel Custodio me ha explicado todo”».
Ése fue un momento duro para el joven capuchino que, además, parecía estar muy
convencido de estar cerca del final de su existencia terrenal. De las cartas de este periodo
nos damos cuenta de la presencia, además, de vejaciones y malestares físicos y no se
puede excluir que también estos puedan atribuirse a una influencia diabólica. Entre
diciembre de 1912 y enero de 1913, el Padre Pío escribe: «…esos cosacci intentan
atormentarme de todas las maneras posibles. Por esto me lamento a Jesús y oigo que me
repite: “Valor, que después de la batalla viene la paz”. Estoy dispuesto a todo, con tal
de hacer su voluntad. Rece por mí, se lo suplico, que el resto de vida que me quede lo
dedique a su gloria y que este tiempo que quede corra de tal modo que se propague la
luz». De nuevo: «… Jesús, además de la prueba de los temores y temblores espirituales
con una pizca de desolación, va añadiendo también esa larga y variada prueba del
malestar físico, sirviéndose para esto de esos feos cosacci.
Vea lo que tuve que sufrir hace unas noches por culpa de esos apóstatas impuros. A
altas horas de la noche empezaron su asalto con un ruido endiablado y, aunque al
principio no veía nada, comprendí quién hacía este extraño rumor. Y en vez de
asustarme, me preparé al combate con una sonrisa irónica en los labios.
Entonces sí que aparecieron ante mí en las formas más abominables. Y para
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hacerme prevaricar empezaron a tratarme con guante blanco; pero gracias al cielo les
grité con todas mis fuerzas, tratándoles por lo que valen. Y cuando vieron que todos sus
esfuerzos se desvanecían, se lanzaron contra mí, me tiraron al suelo y me golpearon con
fuerza, lanzando almohadas, libros, sillas, emitiendo al mismo tiempo gritos
desesperados y pronunciando palabras soeces.
Por suerte, las habitaciones cerca de la mía y la que está debajo están deshabitadas.
Me quejé al angelito y este, tras echarme un sermón, añadió: “Dale gracias a Jesús por
tratarte como elegido para que le sigas de cerca por la cuesta del Calvario… ¿Crees
que no estaría tan contento, si no te viera tan abatido?… Jesús permite estos asaltos al
demonio porque su piedad hace que te ame y quiere que te parezcas a Él en las
angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Tú defiéndete, aleja siempre y desprecia
las insinuaciones malignas y si tus fuerzas no te bastan, no te aflijas, amado de mi
corazón, yo estoy cerca de ti”».
Pero, ¿realmente estaban deshabitados los alrededores de la “torrecilla” donde el
fraile, siguiendo la estela de muchos otros santos y eremitas de la historia cristiana,
llevaba a cabo su paso por el desierto? A este respecto escribe el padre Gerardo Saldutto,
que ha llevado a cabo una valiosa serie de entrevistas entre los paisanos del lugar: «A
veces, el estruendo de esas luchas misteriosas era tan fuerte que despertaba a la gente del
vecindario, que a la una o dos de la madrugada salía de casa para ver lo que estaba
pasando allí arriba. Conmueve la preocupación amorosa de la madre del Padre Pío,
mamá Peppa, que cada mañana iba a la habitación de su hijo para ver cómo estaba y
encontraba todo hecho un caos: colchón, silla, cama y a él tan trastornado y agotado que
casi no conseguía hablar. Entonces le preguntaba, desgarrada: “Hijo mío, ¿cómo vas a
poder seguir adelante así?” y él la consolaba y le decía que no se preocupara, que
siempre tenía a su lado a la Virgen que le daba fuerza y lo ayudaba».
Su hermano Michele, años más tarde, contaba que después de la marcha definitiva
del Padre Pío desde Pietrelcina, primero para ir a Foggia y, después, para San Giovanni
Rotondo, se seguían oyendo en la “torrecilla” ruidos terribles y horripilantes. El maligno
estaba al acecho esperando el retorno del Padre que, después de la última visita en 1916,
no volvería nunca más. Cuando Michele le contó esto a su hermano, este le aconsejó que
llamara a un sacerdote para que bendijera la casa, porque esos cosacci aún no se habían
ido. Michele Forgione hizo exorcizar la habitación y cesaron los rumores, el lanzamiento
y la destrucción de objetos. Estos extraños episodios confirmaron a todos que el joven
capuchino verdaderamente era el objeto de los tormentos del diablo, que quería
obstaculizar su misión y que en este periodo parecía estar interesado, sobre todo, en
romper el vínculo entre el Padre Pío y sus directores espirituales, probablemente –es
nuestra hipótesis– para hacer más eficaces los ataques sucesivos de las tentaciones y las
dudas, que continuaron aún durante mucho tiempo. Las peticiones en este sentido
parecían concretas. Escribe el morador de la “torrecilla” el 1 de febrero de 1913: «…Esos
cosacci, al recibir su carta, antes de abrirla me dijeron que la rompiera o que la
quemara. Si hacía esto se irían para siempre y no me molestarían nunca más.
Yo permanecí mudo, sin darles ninguna respuesta, aunque en mi corazón les
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despreciaba. Entonces añadieron: “Pedimos esto sencillamente como condición para
retirarnos. Al hacer esto, no lo haces como desprecio a nadie”. Les respondí que nada
me movería de mi propósito.
Se lanzaron contra mí como tigres hambrientos, maldiciéndome y amenazándome,
diciendo que me lo harían pagar. Padre mío, ¡han mantenido su palabra! A partir de
ese día me pegan diariamente. Pero no me asusto. ¿Acaso no tengo en Jesús a un
padre? ¿Acaso no es verdad que siempre seré su hijo?».
Asombra la “fisicidad” de los ataques, aunque es precisamente en esta época cuando
el Padre Pío empieza a expresar claramente que su batalla personal se encuadra en el
gran fresco de una lucha nacida inmediatamente después de la creación.
«Amadísimo padre:
Estoy bastante contento. Jesús no deja de amarme, a pesar de nomerecerlo, porque
no evita que esos feos tortazos me aflijan. Han pasado ya veintidós días desde que Jesús
les permitió desahogar su ira sobre mí. Mi cuerpo, padre mío, está todo él magullado
por la gran cantidad de golpes que hasta el presente nuestros enemigos me han dado.
En más de una ocasión han llegado incluso a quitarme el camisón y a golpearme en
ese estado. Ahora dígame, ¿no ha sido tal vez Jesús quien me ha ayudado en estos
momentos tan tristes en los que, privado de todo, los demonios han intentado destruirme
y perderme? Añada además que después de que estos se hayan ido, me quedaba
desvestido durante mucho tiempo, porque no podía moverme, en esta estación tan fría.
¡Cuántas dolencias debería tener si nuestro dulcísimo Jesús no me hubiera ayudado!
Ignoro lo que me sucederá; sin embargo, sé con certeza una sola cosa y es que el
Señor nunca faltará a su promesa: “No temas, te haré sufrir, pero te daré también la
fuerza –me repite Jesús–. Deseo que tu alma, con martirio diario y oculto, sea
purificada y probada; no te asustes si permito que el demonio te tiente, que el mundo te
desagrade, que las personas que tú más amas te aflijan, porque nada prevalecerá contra
aquellos que gimen bajo la cruz por amor mío, ya que he obrado para protegerlos”»
(Pietrelcina, 13 de febrero de 1913).
Esta conciencia hace que el aislamiento y la dureza de la lucha sean menos arduos.
Hace tres años que el Padre Pío vive en Pietrelcina, aunque su deseo sería entrar en el
convento. Y las agresiones no cesan. Relata el 8 de abril de 1913: «… Esos cosacci no
cesan de golpearme, de arrojarme a veces de la cama, llegando también a quitarme el
camisón y a golpearme en ese estado. Pero ya no me dan miedo. Jesús es siempre muy
amoroso conmigo, a veces incluso me levanta del suelo y me deposita en la cama». En
esos días, da también algún paso en falso, que hace que su condición sea aún más
precaria: «… Por desgracia, tengo que confesar, ante mi confusión, que el efecto
esperado no se ha alcanzado, porque esta Madre santa se enfureció por mi atrevimiento
de pedir nuevamente dicha gracia, que me había prohibido severamente.
He pagado a caro precio mi involuntaria desobediencia. A partir de ese día se retiró
de mí junto a los otros personajes celestes.
Y ahora, padre mío, ¡quién podría narrarle todo lo que he tenido que soportar! ¡He
estado solo durante la noche y solo durante el día! Una guerra muy dura tiene lugar
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desde ese día con esos feos cosacci. Querían que creyera que había sido rechazado por
Dios. ¡Y quién no lo habría creído, visto el modo demasiado descortés con el que fui
alejado por Jesús y María! Pero doy gracias a Jesús, porque si bien me ha quitado todo
al alejarse de mí, no me ha quitado la esperanza en Él» (18 de mayo de 1913).
Es un periodo en el que parece que el joven fraile se opone al aguijón. Nos parece
interesante, y de gran valor, para captar un atisbo de la compleja relación existente entre
los actores de esta trágica escena: «… Por el modo de hablar del Señor no quise decirle
el resto por consideración con usted, porque soy consciente del mal que habría causado
en el espíritu. Pero como usted me ordenó que lo llevase a cabo, quise hacer la prueba
antes de decirle el resto; pero el Señor, que se sirve de esos cosacci para impedir el mal,
quiso utilizarlos esta vez para hacerlo. Hice la prueba varias veces y esos apóstatas
impuros siempre han sido violentos conmigo.
Me quejé con Jesús y estos me agredieron severamente y Jesús me hizo comprender
con firmeza que él ha tenido que utilizar a sus enemigos para impedir que sus órdenes
no fueran transgredidas por este mezquino. Y al decirle yo, bastante crispado, que tenía
que obedecer porque me lo ordenaba un superior, Él, sin ofenderse de esta respuesta un
poco resentida, me ha sonreído dulcemente: “¿Lo quieres, me has dicho, hijo mío?
Pruébalo, te doy permiso. No recibirás más violencia de los demonios”.
Feliz de haber conseguido este permiso, me senté a la mesa para escribir. Pero,
¡imposible! La clara locución, que tan vivamente tenía grabada en la mente, se alejó del
todo y no recordé nada. Sospeché entonces, aunque el ánimo tranquilo me decía lo
contrario, que tal vez también esto fuera una broma de los feos demonios.
Abandoné momentáneamente mi intención de escribir. Me levanté y me puse a
pasear por la habitación. ¡Qué extraño! La locución está claramente grabada en mi
mente. Me siento de nuevo, agarro la pluma para escribir y el fenómeno se repite.
Exasperado por esto, caigo de rodillas ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús,
consumiéndome en lágrimas y lamentos con el dulce Señor, porque había permitido a
esos cosacci no sólo que fueran violentos de nuevo, sino que me engañaran».
¿Son estas las nubes que empiezan a amontonarse en el cielo espiritual del monje
santo y que en los meses y años siguientes cubrirán todo su horizonte, cerrándolo en la
“noche del alma”? Es una hipótesis que no nos parece irreal. Y también en esta difícil
travesía de lugares oscuros se advierte la presencia de un compañero temible. «… Sin
embargo, no le escondo las estrecheces que siente mi corazón al ver tantas almas que
apostatan de Jesús; y lo que más me hiela la sangre en mi corazón es ver que muchas
almas se alejan de Dios, fuente de agua viva, por el solo motivo que están en ayunas de
la palabra divina. Las mieses son muchas y pocos los trabajadores. ¿Quién recogerá las
mieses del campo de la Iglesia, que están ya todas a punto? ¿Se dispersarán por la
tierra debido a la escasez de trabajadores? ¿Las recogerán los emisarios de Satanás,
que por desgracia son muchísimos y están muy activos?
… Hay algunos momentos en los que el cielo de mi alma se cubre de nubes tan
oscuras y tenebrosas que no dejan entrever un débil rayo de sol. Es plena noche para la
pobre alma. Todo el infierno cae sobre ella con sus rugidos cavernosos, toda la mala
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vida pasada y, lo que es más espantoso, es que la propia alma con su fantasía y su
imaginación parece estar volcada a conjurar contra ella. Los hermosos días pasados a
la sombra de Su Señor desaparecen del todo de la mente. El tormento que siente la
pobre alma es tal, que no sabría diferenciarlo de las penas atroces que sufren los
condenados del infierno» (20 de abril de 1914).
Es un momento en el que el Padre Pío siente que su cuerpo está agotado; y este
agotamiento se difunde a las cualidades espirituales, hasta el punto que teme sucumbir
ante el enemigo: «… ¡Dios mío!, esos espíritus malignos, padre mío, hacen todo lo
posible para que me pierda; quieren derrotarme con la fuerza, parece que se
aprovechan de mi debilidad física para lanzar contra mí su ira y ver si así pueden
arrancarme del pecho esa fe y esa fortaleza que procede del Padre de las Luces.
Hay momentos en que me veo en el borde del precipicio. Parece entonces que la
pugna es para burlar a esos sinvergüenzas; todo me causa estremecimiento, una agonía
mortal atraviesa mi pobre espíritu, afectando también a mi pobre cuerpo; siento que
todos mis miembros se entumecen. Veo la vida delante de mí como detenida,
suspendida» (30 de octubre de 1914).
Es precisamente entonces cuando el joven fraile reacciona, dedicándose a la guía
espiritual de una mujer a la que podríamos casi definir como una “proto-hija espiritual”,
la primera de una cadena infinita de almas. Asistimos entonces al desarrollo de otro
“modelo” de batalla: el ataque a las personas cercanas y amigas del Padre Pío. Escribe al
padre Agostino el 16 de febrero de 1915:
«… No sabría decirle cuánta rabia siente hacia mí ese bruto animal de Satanás por
la dirección provisional que llevo a cabo en esa alma. Me hace de todo, también a esa
pobre le está haciendo la guerra y entre los muchos agravios que le ha hecho, uno es
este: cuando lee mis cartas intenta perturbar su imaginación y una de las veces, al leer
una de mis cartas, oyó que le gritaba al oído: “No escuches a ese mentiroso”. Pero esa
alma de Dios, sin inmutarse, se rio con fuerza en su cara y al ser descubierto se dio a la
fuga.Por desgracia, esa fea bestia está convencida que no puede ganarla para sí y, por lo
tanto, al no poder vencer, hace todos los esfuerzos para impedirle una mayor
perfección».
Pero ya está en plena “noche oscura”. He aquí dos cartas, escritas ambas el 1 de abril
de 1915, la primera al padre Benedetto y la segunda al padre Agostino: «¿Recibió mi
última carta, fechada el 18 del mes pasado? Le ruego que no me niegue su ayuda, no me
niegue su enseñanza, sabiendo que el demonio, más que nunca, se ensaña con la
pequeña barca de mi pobre espíritu. Padre mío, ya no puedo más, no tengo más fuerzas;
la batalla está en su último estadio, me parece que de un momento a otro me voy a
ahogar con las aguas de la tribulación. ¡Ay de mí! ¿Quién nos salvará? Estoy solo en
este combate, de día y de noche, contra un enemigo demasiado fuerte y poderoso.
¿Quién vencerá? ¿A quién le sonreirá la victoria? Se combate hasta el último extremo
por ambas partes, padre mío: si medimos la fuerza de ambas partes, me veo débil,
agotado ante las filas enemigas, estoy a punto de ser aplastado, de ser reducido a la
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nada».
«… La lucha contra el infierno ha llegado a tal punto que no puedo seguir adelante.
La pequeña barca de mi espíritu está a punto de ser sumergida por las olas del océano.
Padre mío, realmente ya no puedo más; siento que la tierra desaparece bajo mis pies y
mis fuerzas disminuyen; muero y saboreo todas las muertes juntas en cada instante de
mi vida… La lucha es extrema desde ambos lados; al medir las fuerzas de ambas partes
me aterrorizo ante las filas enemigas, me siento aplastado por fuerzas infernales, temo
ser reducido a la nada de un momento a otro».
Una batalla llevada a cabo no sólo con medios espirituales, como ya se ve en el
informe que el Padre Pío le hace al padre Benedetto en el que relata dos días de
persecuciones, soportados para poder continuar la dirección espiritual iniciada: «… He
aquí, padre, la carta para esa alma de Barletta. Escribir esta carta ha sido un esfuerzo:
el demonio, enfadadísimo, ha utilizado todas las malas artes posibles para impedírmelo.
Me ha martirizado de muchas maneras y durante dos larguísimos días he tenido que
aguantar su furia para poder escribir lo que, con la ayuda de Jesús, he conseguido
escribir. No quiere darse por vencido. Que el Señor me guarde de escucharle y de ceder
a su vergonzoso objetivo.
Verdaderamente hay momentos, y no son raros, en los que me siento aplastado bajo
la poderosa fuerza de este triste cosaccio. No sé a qué agarrarme; rezo, pero a veces la
luz tarda en llegar. ¿Qué debo hacer? Ayúdeme, se lo ruego, ¡no me abandone!
Padre mío, tal vez el demonio se entromete porque lo permite Dios».
Es tal vez el periodo de mayor sufrimiento, y las confesiones del joven fraile asumen
un tono que recuerdan al Antiguo Testamento: «… Los enemigos se sublevan, oh padre,
continuamente contra la barca de mi espíritu y todos a la vez me gritan: “Matémosle,
aplastémosle, porque está débil y no podrá resistir mucho tiempo”. Ay, padre mío,
¿quién me liberará de estos leones que rugen y que están dispuestos a devorarme?» (9
de mayo de 1915). En esta delicadísima fase de su formación el Padre Pío recibe del
padre Agostino una regla que seguirá de manera férrea toda su vida. Le escribe desde
San Marco la Catola el 29 de enero de 1916: «… La autoridad se podrá equivocar: la
obediencia nunca se equivoca. Dios mismo nunca ha dispensado a ningún santo de la
obediencia a la autoridad. El provincial, en tu caso, dice que tu espíritu es víctima de una
ilusión diabólica y que deberías derrotarla».
La “noche oscura” experimentada por muchos grandes místicos, y también por
sacerdotes y cristianos, parece que tuvo en el caso del Padre Pío una dificultad añadida, a
saber: la lucha constante, bajo todas las formas posibles, con el demonio. Una prueba
evidente la leemos en la carta que envió el 13 de agosto de 1916 al padre Benedetto:
«¿Qué quiere que le diga de las pruebas que el Señor ha querido enviarme? Las
tinieblas en las que vive mi alma crecen cada vez más y, en lugar de ver surgir el alba,
la pobre sólo ve cómo la noche sigue avanzando. El alma ve a Dios lejos y lo ve
revistiéndose, no sabría decir de qué, pero si se puede comparar a una figura, diría que
es similar a esa bruma que suele cubrir ciertas mañanas un río; una bruma que cuando
es muy densa impide ver el río que fluye debajo de ella.
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… La guerra que sostengo con el enemigo de nuestra salud es indescriptible. La
lucha apremia directamente entre espíritu y espíritu. ¡Qué agonía, qué terror para la
pobre alma! Casi nunca estoy libre de ella, el enemigo quiere tomar la fortaleza, la
pequeña ciudadela. Quiere dominar el alma utilizando todas las estratagemas posibles,
que sólo él es capaz de encontrar. Y vista la continua resistencia y la guerra que hay
siempre en marcha, sucede que, de vez en cuando, en los asaltos más violentos, surja ese
trastorno que afecta también al físico y que exteriormente se manifiesta con abundante
sudor frío, no causados por efectos naturales, sino por la lucha que hierve en el espíritu,
no importa si la estación del año es cálida y, menos aún, si es fría. Tiemblo por esto, que
no acabe siendo infiel a Dios. Que Él me haga morir antes de permitir una desventura
tal».
Y a la misma persona, unos meses más tarde, el 8 de noviembre de 1916, el fraile
capuchino le confesaba haber llegado al extremo de sus recursos espirituales: «… Tenga
la bondad de escuchar cuál es mi actual estado, prometo hacerlo de manera resumida.
La batalla es más feroz aún, si cabe. Mi espíritu, desde hace días, está sumergido en las
tinieblas más oscuras. Reconozco que me es imposible practicar el bien, me encuentro
en un estado de extremo abandono: mucha molestia en el estómago espiritual, mucha
amargura en la boca interior, lo que hace que me sepa a hiel el vino más dulce de este
mundo12.
Pensamientos de blasfemia atraviesan continuamente mi mente y, más aún,
sugestiones, infidelidades, descreimiento…
El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre voluntad. En
este estado no puedo hacer nada más que decir, con firme resolución, pero sin
sentimiento: Viva Jesús. Yo creo… Pero, ¿quién puede decir cómo pronuncio estas
santas expresiones? Las pronuncio con timidez, sin fuerza y sin valor, y haciendo gran
violencia sobre mí mismo.
…. Las tinieblas más oscuras reinan sobre todo lo que hago. Una duda perenne
atraviesa mi alma en todas mis acciones».
De esa situación, en la que «… la niebla que me rodea es tan densa que no deja
pasar mi mirada, siempre fija en ella intentado ver a Aquél a quien busca mi alma.
¡Pobre de mí! Me rodean continuamente espinas y la oscuridad más absoluta, no sé
cómo podré salir de esta situación» (4 de diciembre de 1916), hay quien intenta
aprovecharse. El Padre Pío, que se encuentra en San Giovanni Rotondo, escribe por
primera vez al padre Benedetto el 16 de julio de 1917: «… Hay momentos en que me
asaltan violentas tentaciones contra la fe. Estoy seguro de que la voluntad se posa, pero
la fantasía es tan viva y la tentación tiene colores tan claros, que en la mente aparece el
pecado no sólo como una cosa indiferente, sino incluso agradable.
De aquí nacen todos esos pensamientos de desconsuelo, desconfianza,
desesperación e, incluso, –le ruego padre que no se horrorice–, de blasfemia. Me asusto
ante tanta lucha, tiemblo y me esfuerzo, y estoy seguro que no caigo por gracia de
Dios».
Está inmerso en una oscuridad espiritual que no le da tregua, ni paz; se ahoga en la
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oscuridad que lo rodea, con este efecto: «En ella sólo veo el movimiento de las fieras que
me amenazan con ser su presa; mi oído sólo escucha el rugir incesante de dichas fieras,
que me causan tal miedo que me da la sensación que voy a morir». Sigue: «Continuos
pensamientos de blasfemia atraviesan mi mente; también sugestiones, infidelidades y
descreimiento… El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre
voluntad».
(Tras una experiencia de éxtasis particularmente delicada…):

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