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Coger y Contarlo - Santiago Canepa

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Santiago Cánepa 
 
 
Coger y contarlo 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cánepa, Santiago Ariel 
 Coger y contarlo. - 1a ed. - El Palomar : Casa de Papel, 
2015. 
 260 p. ; 21x15 cm. 
 
 ISBN 978-987-1964-21-5 
 
 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título 
 CDD A863 
 
Fecha de catalogación: 05/12/2014 
 
 
Casa de Papel / Ediciones artesanales 
 
 
Arte de tapa: Santiago Cánepa 
Diseño del interior: Equipo Casa de Papel 
 
 
Coger y contarlo — Santiago Cánepa 
Derechos de la edición en castellano 
reservados para todo el mundo: 
©Santiago Cánepa, 2014 
 
Colección Prosa Original 
Primera edición: Diciembre 2014. 
 
Libro artesanal, cosido, tapas en cartulina de 300 g a cuatro tintas, laminado mate, 
interior a una tinta sobre papel obra 80 g y hojas de guarda en cartulina color de 120 
g. 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser 
reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, 
ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin 
permiso previo del autor. 
 
 
 
 
 
 
 
A mis padres, por los malos ejemplos. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
COGER Y CONTARLO 
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CAPÍTULO 1 
 
Las ficciones de la radio 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ya dos veces le había prometido a Laura que si me 
llamaba alguna oyente a la radio no le iba a preguntar si tenía 
tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna 
de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente, no cumplí: 
esa noche llamó una oyente y, sin rodeos, le pregunté si tenía 
tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si 
había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría 
dos hombres o dos mujeres, etcétera). Ella me contó todo, yo 
un poco me excité. 
Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo 
había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron 
que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura, que 
podía estar escuchando. 
La llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero 
tampoco. Cuando intentaba hacer un tercer llamado —
nuevamente al celular, por si antes no había logrado 
atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos 
volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado 
y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a hablar al 
micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor 
SANTIAGO CÁNEPA 
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manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en 
un colectivo, y una vez más dije a qué número podían 
comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al 
aire: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice 
que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar 
en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y 
atendí sin objetar, movido más por la costumbre de hacerle 
caso a una mujer que por el simple hecho de querer atender un 
llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz 
de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber 
nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás. 
A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque, 
después de dos años de convivencia, aprendí a decir “sí, mi 
amor, tenés razón”, sabiendo que de ese modo me ahorraba 
horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la 
comunicación, Freud y su pipa. 
Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. 
Terminar de comer y escribir. Terminar de hacer el amor y 
escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el 
tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo 
reprochaba: 
—Trabajás escribiendo —me decía—. Yo no entiendo 
cómo después de trabajar querés seguir haciéndolo. 
—Escribo porque me gusta, Laura. Y porque, además, lo 
que yo escribo para el trabajo no es escribir, es decir lo que otro 
pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones. 
—¡Es la misma mierda, Santiago! 
—¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se 
queda con ganas de amor después del trabajo —le dije a modo 
de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió ignorarme. 
—¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que 
pasás más horas frente a esa computadora que conmigo! 
COGER Y CONTARLO 
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Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. 
Escribiendo, construyendo historias. Chateando y mirando 
fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no era verdad era 
que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque, 
de ese modo, me ganaba una identidad. Un título de escritor, de 
artista. De algo que me contentase un poco más al momento de 
dar la mano y presentarme ante alguien: “Santiago Apenak, 
escritor”. Pues la identidad es eso que se dice después del 
nombre cuando se va a comer a lo de Mirtha Legrand. 
Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un 
fin de semana de enero, frente a la laguna de Lobos. En ese 
momento ella estaba de novio, pero de todos modos nos 
acostamos. O, mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el 
suelo, besándonos, acariciándonos, mirando las estrellas, pero 
no consumamos el acto propiamente dicho. 
Pese a mi enamoramiento repentino —enamoramiento 
que, desde luego, no fue correspondido en aquel momento—, 
ella siguió en pareja y no me dio mayor importancia que la de 
un amigo: Nos veíamos, hablábamos por teléfono, pero no 
pasábamos de eso. Alguna vez, con suerte, me dejaba besarla y 
recordar lo que habíamos vivido esa noche, frente a la laguna. 
Pero nada más. Y yo me moría de frío y soledad cada vez que 
la veía alejarse. 
De tanto sufrir por verla alejarse —y por ver alejarse a 
otras que pasaron en el medio—, decidí alejarme yo: un día, 
cargué mi mochila con unos cuantos ejemplares de mi primer 
libro, varias mudas de ropa y algunos pesos, y me tomé un tren 
al norte de la Argentina. Me pasé varios meses de viaje. Me 
hice el espiritual. Me agarré piojos y un ataque de asma por 
fumar marihuana en la altura. Me sentí libre. Vendí artesanías. 
Vendí mi libro. Y también lo cambié, felizmente, por techo y 
comida. Me sentí el Che Guevara. Y me sentí culpable por no 
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serlo, y porque vi injusticias y me quedé callado, quieto: me 
sentí un cobarde. Tuve frío. Hambre. Ganas de volver a ser 
chiquito y abrazar a mi mamá. Tuve más asma. Tuve ganas de 
llorar y lloré. Tuve ganas de reír y lo hice. Tuve ganas de 
acostarme con una alemana rubia de tetas enormes, pero no 
pude. Me lamenté por no haber aprendido a hablar alemán o 
inglés o cualquier idioma que me diese armas para conquistar 
extranjeras que no fueran de habla hispana: me conformé con 
lo que había. Aprendí a conformarme. Me dio bronca aprender 
a hacerlo. 
Tuve también ganas de ver a Laura. Quise llamarla, 
escribirle un e-mail. Pasé varias horas sentado frente a una 
computadora buscando el valor para borrar su contacto de mi 
lista de chat, y lo hice. Finalmente le escribí una carta, a mano, 
pero la quemé en la cima de una montaña nevada. Me sentí 
romántico y pensé en lo lindo que hubiese quedado un tema de 
Brian Adams en ese momento. Me pregunté cómo habíamos 
llegado a darle tanta importancia a un contacto del chat, pero 
no me respondí. Me acordé de las palabras “realidad virtual”. Y 
me acordé de mi psicólogo sugiriéndome que viviera más “con 
los pies sobre la tierra”, diciéndome que yo sufría de “complejo 
de director de cine”, porque me gustaba inventar historias, 
dirigirlas y protagonizarlas. A veces contarlas. Quise ser 
Woody Allen, pero no tenía a Diane Keaton ni mis anteojos se 
parecían a los suyos. 
Quise volver. No tuve plata y les pedí dinero a mis padres 
desde una ciudad de Bolivia. Me gasté la plata tomando 
cerveza y tratando de acostarme con otra alemana rubia y de 
tetas grandes. Tampoco lo conseguí, no tenía suerte. Así que les 
pedí nuevamente dineroa mis padres y estuve seguro de que 
ellos me odiaron y sintieron vergüenza de tenerme como hijo. 
Sin embargo, me la enviaron y finalmente pude volver a casa. 
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Al regresar tuve ganas de ver a Laura. Me contuve. Y 
como había aprendido a conformarme, me puse de novio con 
una ex compañera de secundaria. Me hice creer a mí mismo 
que estaba enamorado. Aprendí a mentirme. 
A los pocos meses, mientras mi noviazgo fingido se caía a 
pedazos y yo redactaba un e-mail para Laura tragándome 
palabra a palabra mi orgullo, uno de ella, en el que me 
preguntaba cómo estaba, llegó a mi casilla. No me sorprendió, 
eran comunes entre nosotros esas concomitancias novelescas. 
Así que, sin penarlo, nos volvimos a ver y, esta vez, también 
nos besamos, nos acariciamos y hablamos de las coincidencias 
y del amor de amigos. Pero no nos acostamos. Y yo me 
masturbé pensando en ella cuando llegué a mi casa. 
Esa noche dormí feliz porque me dijo que hacía un tiempo 
que había dejado al novio, y yo le respondí que, si me había 
buscado, se hiciese cargo de lo que sentía. 
Empezamos entonces a quedarnos a dormir cada uno en la 
casa del otro. Festejamos mi cumpleaños. Conoció a mi familia 
y yo conocí a la suya. Me puse nervioso y me dio vergüenza. 
Comenzamos a ver películas juntos y eso comenzó a ser parte 
de nuestra rutina diaria. Me enojaba que ella siempre, a los diez 
minutos de poner el DVD, tuviera que pararse para hacerse un 
té. Le preguntaba por qué no se lo hacía antes si ya sabía que 
íbamos a ver la película. Ella no me respondía y me ofrecía té y 
yo decía que no y acababa comprando helado. Le convidaba 
porque sabía que ella quería. Pero ella comía con culpa y me 
decía que estaba gorda, que no podía. Yo, por supuesto, no se 
lo negaba, pero tampoco lo afirmaba, y aprovechaba así para 
comérmelo todo: me insistía con que me cuidara y que no 
comiera como una bestia. Yo no le hacía caso. 
Nos gustaba hacer las compras juntos porque nos gustaba 
jugar a ser un matrimonio y hacer cosas de matrimonio. 
SANTIAGO CÁNEPA 
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Aunque no teníamos ni idea de la responsabilidad que eso 
conllevaba. Limpiar era algo de matrimonio. Y era una 
aventura porque siempre limpiábamos con música y yo 
aprovechaba para bailar haciéndome el payaso y así hacer lo 
menos posible. Ella lo dejaba pasar. 
Pronto tuvimos la necesidad de comprar una cama de dos 
plazas porque en su cama ya no entrábamos. Y de paso, 
compramos un sillón y una mesa ratona. Como me pasaba la 
mayor parte de tiempo en su casa, me vi obligado a llevar a mi 
perra Golden, dado que no podía dejarla sola tanto tiempo. De 
pronto, yo también dejé de vivir solo en mi casa y comencé a 
vivir con ella en su casa, donde antes vivía sola. Ahora 
vivíamos juntos: ella, yo, mi perra Golden y su gato. 
Con el paso del tiempo, la convivencia dejó de ser algo 
fantástico para ser algo real. Ya no siempre hacíamos las 
compras juntos. Y ella ya no toleraba que yo bailara mientras 
limpiábamos. Comencé a tener obligaciones que nunca nadie 
me dijo que tendría. 
A la hora de comer, yo prefería hamburguesas y Coca-
Cola, y ella, milanesas de soja con polenta y agua mineral. Yo 
no entendía cómo podía comer eso. Y ella me regañaba porque 
decía que yo no comía sano. Discutíamos. Yo le decía que la 
soja estaba destruyendo al país. Y ella me decía que yo tenía 
los mismos hábitos alimenticios que su sobrino de siete años. 
Era verdad. 
Con el tiempo comenzó a reprocharme —cada vez con 
más vehemencia— que yo estuviera todo el día escribiendo y 
que no le prestara la suficiente atención cuando me preguntaba 
si esa remera la hacía gorda, o si esa pollera la hacía caderona. 
Para mí siempre estaba hermosa. Aunque, evidentemente, lo 
que reclamaba era otra cosa. 
Una noche llegué de la radio y la encontré en la puerta de 
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casa llorando y sacando a patadas en el culo a unos perros que 
se revolcaban e intentaban echarse sobre mi ropa desparramada 
en la vereda. 
—Sos un hijo de puta —me dijo—. Yo acá, en casa, sola y 
vos en tu programita de radio llamando a prostitutas para 
preguntarle los precios. 
—Es una nueva sección del programa, Laura. Una joda. 
—Seguro te guardaste los números y después las vas a 
llamar para levantártelas. 
Comencé a reírme. 
—No es necesario levantármelas, Lau. Son prostitutas. 
—Andate de mi casa. 
Yo traté de pensar algo inteligente para decir, pero no se 
me ocurrió nada. Así que recogí mi ropa y subí al departamento 
para armar el bolso; mi plan era esperar que se calmara. Así 
que el ritual fue el mismo de siempre: ella lloraba y me puteaba 
desde la cocina, mientras yo me reía de nervios y armaba el 
bolso lo más despacio posible, en el cuarto. 
Tras muchas puteadas y reproches, al ver que no se 
calmaba, le dije “chau” con el bolso al hombro y me fui dando 
un portazo tratando de alcanzar el mayor dramatismo posible. 
Como la conocía, me senté en la escalera y esperé a que ella 
abriera la puerta para comprobar si yo aún estaba o me había 
ido realmente. Después de unos segundos, efectivamente la 
abrió desesperada y los dos comenzamos a reírnos. 
—¿Ves que no querés que me vaya? 
La abracé y le sequé las lágrimas. Luego llamamos al 
video club y pedimos una porquería japonesa que ella quería 
ver hacía rato y yo llamé a la pizzería y pedí empanadas y 
Coca-Cola. Eso era estar en pareja, negociar, ponernos de 
acuerdo y dejar contentas a ambas partes: ella se sintió culpable 
de comer tanta grasa y yo me dormí a la media hora de 
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película. Pero al menos lo intentamos. 
Me hizo prometerle que no iba a llamar más a ninguna 
puta ni le iba a hacer más preguntas obscenas a ninguna mina. 
Yo se lo prometí sabiendo que se lo prometía más para salir del 
paso que por convicción propia, pero lo hice. 
Al tiempo volvió a pasar lo mismo. En el programa 
teníamos una sección en la que hacíamos llamados azarosos y, 
si alguien nos atendía, le explicábamos que llamábamos para 
aumentar la audiencia, ya que nadie nos escuchaba. Si la 
persona se mostraba bien dispuesta, charlábamos un rato. 
Aunque no siempre las personas reaccionaban bien, esa noche 
tuvimos suerte. La productora marcó un número cualquiera y 
de inmediato atendió una mujer que, sorprendida, dijo que 
estaba escuchándonos. 
No sé si fue intuición o un simple baboseo por su voz 
sensual, pero me dejé llevar e imaginé que debía ser una 
hembra impetuosa y comencé a hacerle preguntas íntimas. Ella 
reaccionó bien. Se mostró dispuesta y cómoda en su eventual 
papel de femme fatale. No faltó pregunta que se le hiciera 
acerca de sus pechos o de sexo lésbico. La charla terminó a los 
quince minutos con un tema de Eric Clapton y con una buena 
cantidad de mensajes masculinos, como nunca antes habíamos 
tenido. Me puse contento porque los oyentes estaban contentos. 
Y le pregunté a mis compañeros cómo había salido, si había 
sido divertido. Me dijeron que sí como para contestarme algo. 
Y yo pensé en Laura, sabiendo que me podría estar 
escuchando. 
Cuando llegué a casa, Laura no estaba. Me había dejado 
una nota donde decía que yo era un hijo de puta. Que no me 
aguantaba más. Que se iba a pasar unos días a lo de su madre 
hasta estar un poco más calmada. No supe qué hacer. Pensé 
que, si había elegido estar con la madre en lugar de estar 
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conmigo, debía estar enojada en serio. Pensé en ir a buscarla, 
pero me pareció apropiado dejarle su espacio para que pensara 
tranquila. Y a su vez me pareció que debía ir a buscarla para 
explicarle que todo era un juego, que formaba parte de las 
ficciones de la radio. 
No hice ninguna de las dos cosas por decisión propia. A 
los cinco minutos de haber llegado, recibí en el celular un 
mensaje de ella que decía que por favor no fuera a buscarla. 
Que después hablábamos. Y, sabiendo lo inútil que me veíaparado frente a la heladera, buscando cómo mezclar las pocas 
cosas que había adentro para obtener una comida 
medianamente decente, me llegó otro mensaje de ella diciendo 
que en el horno había tarta de jamón y queso. Y que si 
necesitaba platos estaban en el segundo estante de la alacena 
del medio. Me sentí feliz por tenerla. Y le agradecí a Dios, 
aunque no fuese creyente. Me comí la tarta entera y me tomé 
unas cuantas cervezas. Y me senté en el sillón a contestar e-
mails y a mirar tele. 
Al otro día, me despertó el teléfono. Miré la hora. Eran las 
doce del mediodía. Atendí disimulando la voz de dormido. Me 
daba vergüenza que mi interlocutor notase que estaba 
durmiendo. Era mi madre: 
—Hola, hijo. ¿Dormías? 
—No, para nada. Estaba trabajando. 
—Tenés voz de dormido. 
—¿Sí? Puede ser. 
—Sí… Bueno, a ver cuándo venís a ver a tu papá, que te 
quiere ver. 
¿Ella no me quería ver? ¿Para qué me llamaba? 
—Esta semana voy para allá, porque tengo que ir a llevar 
unas cosas al canal. 
—¿Y cómo va eso? 
SANTIAGO CÁNEPA 
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—Bien. Trabajo mucho y cobro poco. Sabés cómo es esto. 
—Ay, hijo. Con eso del derecho de piso se abusan… 
¿Hasta cuándo vas a pagar derecho de piso? 
—Hasta que tenga talento, supongo. 
Mi mamá se rió y me dijo que sería bueno que algún día 
esos chistes me dieran de comer. Yo hice otro chiste por no 
saber qué contestar y dije que tenía que seguir trabajando. Le 
pregunté si le podía llevar algunas prendas de ropa para que me 
las planchara y ella me dijo que se las llevara, y que le 
comprara una plancha a Laura. 
Después de arreglar con mi madre para vernos, me 
levanté y me preparé una chocolatada. Revisé mi correo 
electrónico, escuché música y terminé un trabajo que debía 
terminar. A las tres de la tarde no sabía qué hacer. Revisé 
nuevamente mis e-mails, escribí chistes, me masturbé para no 
aburrirme y llamé a uno de los chicos de la radio para 
comentarle nuevas ideas. Pronto comencé a impacientarme 
porque Laura no llegaba, no llamaba ni me mandaba un 
mensaje para insultarme. Quise llamarla, pero pensé en respetar 
su espacio. Me pregunté qué era respetar el espacio del otro, 
dónde terminaba mi espacio y comenzaba el de ella. Me 
pregunté si acaso ella, al no comprender que lo que yo hacía en 
la radio era ficción —parte de un juego tácito que se daba con 
los oyentes—, no respetaba mi espacio. Desde luego no me 
respondí y la llamé para preguntarle. Cuando me atendió me 
dijo que estaba a dos cuadras de casa, que venía para hablar. ¿A 
dos cuadras? Ya no había tiempo de ordenar nada. ¿Qué había 
que hablar? ¿Por qué siempre había que hablar algo? Me daba 
miedo. Sentía la misma sensación que cuando la directora del 
colegio me llamaba a la dirección. ¿Por qué había que enfrentar 
los problemas? 
Como la conocía, bajé a la perra de la cama y sacudí sus 
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pelos. Até la bolsa de basura y junté las migas que estaban 
sobre la mesa. Me eché perfume y me peiné con los dedos. 
“Debe estar a una cuadra”, pensé. “No llego”. Junté los vasos y 
platos sucios y los llevé a la cocina. Quería que me encontrara 
lavando. 
Esperé a escuchar la llave en la puerta, sus pasos, luego 
verla entrar a la cocina y por fin abrazarla. Ver a la perra mover 
la cola y tirarse sobre nosotros como cada vez que nos 
abrazábamos. Pero recordé que la había dejado en el patio, así 
que la entré para disfrutar de ese momento. A los dos nos daba 
ternura ver que ella también nos abrazaba. Esperé, esperé y 
esperé. “¿A dos cuadras? Ya debería haber llegado”, pensé. 
Hasta que escuché el timbre y me puse contento. No sólo 
porque ya estaba en casa, sino porque, si lo tocaba, significaba 
que se había olvidado la llave. Y eso, ese olvidarse la llave, ese 
tocar timbre con culpa —sabiendo que a mí me molestaba 
sobremanera— era parte de nuestro mundo. Eran esos detalles 
mínimos que yo había aprendido a amar de ella. 
Como vivíamos en un primer piso que daba a la calle, abrí 
la ventana y le lancé la llave. Como siempre, ella no la atajó y 
la dejó caer al suelo. 
—Laura, ¿te cuesta mucho agarrar la llave? Se va a 
romper. 
—Me va a lastimar la mano. Además, no le va a pasar 
nada. No se va a romper. 
—Sí le va a pasar. Y cuando se rompa vas a ir vos al 
cerrajero y lo vas a pagar vos. De tu bolsillo. 
—Ay, no seas exagerado, nene… y cualquier cosa la pago 
yo. 
—No soy exagerado. Vos sos exagerada. Es una llave, no 
un ladrillo. 
La última frase que dije no llegó a escucharla, ya se había 
SANTIAGO CÁNEPA 
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metido en el edificio. Entonces sí pude irme a la cocina, fingir 
que lavaba las cosas y esperar a verla entrar de la forma que yo 
quería. Cuando entró, lo primero que recordé fue que en la nota 
había escrito que se iba a la casa de su madre por unos días: 
había pasado solo uno. 
—Pensé que ibas a venir en un par de días —dije y 
comprendí que ese no era el comentario más apropiado, pues 
ella podía creer que no quería que volviera. 
—¿Qué, no querías que viniera? 
—¡Cómo te conozco, la puta madre!... Claro que quería 
que vinieras ¿Cómo no voy a querer que vuelvas a casa? Te lo 
decía solo porque me llamó la atención. 
—Obvio. Es mi casa también. Puedo venir cuando quiera, 
¿sabés? 
Se sirvió agua. 
—Ya sé que es tu casa también. Pero pensé que… Bueno. 
No importa… 
Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que ella 
lo rompió con bronca: 
—¡Me da bronca! ¿Sabés? ¡Me da bronca escucharte 
hablar con esas minitas! ¿Qué, te calentás? ¿Te las querés 
levantar? 
Me acordé del personaje de Capusotto diciendo 
“miniiiiiiiiiitas” y me agarró un ataque de risa que no pude 
disimular. 
—¿De qué te reís? 
—De nada, Lau. Es que me pongo nervioso y me río. Me 
conocés. 
Me miró con odio. 
—Me da mucha bronca que hables así en la radio. Lo 
mismo que cuando escribiste esa novela que hablaba de tu ex. 
—¡Otra vez con eso! No hablaba de mi ex, Lau. No 
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hablaba de nadie en especial. Era una novela. Una ficción… 
Bien, lo admito, estaba, no sé, inspirado en algo real, pero nada 
más. Eso no significa que yo extrañe. O ame. O sublime. No 
significa nada. Era una ficción, como en la radio. 
—No, no es lo mismo. Porque pasabas horas escribiendo 
cómo la querías, y describías todo igual a lo que me contabas 
cuando aún no éramos novios. 
¿Por qué carajo había abierto la boca cuando aún éramos 
amigos? Debía aprender a callarme o tener en cuenta que las 
mujeres tienen mucha más memoria que los hombres. 
—¡Era un personaje! ¡Un álter ego! ¡Por Dios, Laura! 
—¿Un personaje? ¡Tu ex se llama Mariana y al personaje 
le pusiste Marina! ¡Sos un pelotudo! 
No supe qué contestarle. Ella tenía razón; yo le había 
puesto Marina al personaje, mi ex se llamaba Mariana y yo era 
un pelotudo. Me quedé en silencio. Ella retomó: 
—No sé. Me da mucha bronca, Santiago. No te puedo 
creer. Me cuesta mucho confiar. Me pone loca que en todos tus 
textos te cojas a una mina. 
—¡Yo no me cojo a nadie! 
—¡Vos o tus putos personajes, es lo mismo! 
Comenzó a llorar. La perra saltó sobre ella y se abrazó a 
su pierna, para hacer con ella su acto sexual. 
—¡Salí! 
Se la quitó de encima. Yo comencé a reírme. 
—Lau. Ya está. Discutimos esto mil veces. Sabés que no 
pasa nada, mi amor. 
—Pero me da bronca. 
—Ya sé que te da bronca. Pero realmente no pasa nada. 
Es parte de la radio. Esto o la novela. O lo que sea. Es parte de 
un personaje. De una ficción. 
Eso era una verdad a medias. Casi todo lo que yo hacía, 
SANTIAGO CÁNEPA 
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decía o escribía estaba basado en la realidad. Pero eso no 
significaba que fuese real o que yo estuviese involucrado 
sentimentalmente. Algunas veces lo hacía y otras no. Pero era 
algo relativo. Uno podía viajar al pasado para recordar algo 
sentido con el simple propósito de expresarlo al momento de 
narrarlo, y luego volver al presente y desembarazarse de dicho 
sentir. Ella nocreía que yo pudiera hacer eso, ni que pudiera 
preguntarle a una mina si tenía tetas grandes o si se había 
acostado con una mujer y no calentarme. 
—Pero no me gusta que hables con mujeres en la radio. 
Ni que llames a prostitutas para preguntarle los precios. 
—Ya te dije que es todo parte del programa. Vos cuando 
actuás y tenés que besar a alguien yo no me enojo… O sí me 
enojo. Pero lo entiendo y no te digo nada. Porque estás 
actuando. 
—¡Pero lo que yo hago es serio! ¡El teatro es algo 
milenario! ¡Lo que vos hacés no es radio, es pelotudear frente a 
un micrófono! 
Eso me ofendió, pero preferí quedarme callado y no abrir 
otra vertiente en la discusión. No quería pasarme los próximos 
doscientos cincuenta mil años peleando. Vivir en pareja era así. 
El mundo funcionaba así. Si yo atacaba con algo, ella tenía que 
atacar con algo peor. Si yo contrarrestaba con algo aún peor, 
ella debía sacar de donde fuera un golpe aún más certero. Era 
así. Con la competencia de reproches sucedía lo mismo. Ella 
buscaba en los anales de la relación el recuerdo de una mujer 
que tres años atrás yo había mirado mientras caminábamos por 
la avenida Corrientes. Y yo tenía que revolver casi sin éxito en 
los cajones desordenados de mi memoria, hasta encontrar algo 
para presentar ante un juez invisible que dictaminara quién era 
más culpable. El problema era que yo nunca encontraba nada y 
que ella era una experta en acopiar y archivar reproches. 
COGER Y CONTARLO 
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—Mirá, Laura, para mí es serio lo que hago. Le pongo lo 
mejor de mí y eso cuenta. —Me quedé callado un instante y 
luego dije la mayor estupidez que podía decir ante Laura—: 
Además, si te voy a cagar, no te voy a cagar en la radio, al aire 
y con tanta gente escuchando. 
—¡Sos un pelotudo! O sea que me cagarías pero a 
escondidas… 
—¡No quise decir eso! ¡Quise decir que si hubiese 
querido hacerlo, lo hubiese hecho, pero que no tengo necesidad 
de buscar minas en la radio! 
—¿Cómo que si hubieses querido…? 
—¡Basta, Laura, ya está! —la interrumpí—. No sigamos, 
esto es una boludez. 
Seguimos discutiendo por un rato. Poco a poco nos 
fuimos calmando y yo le prometí que no volvería a hacer esos 
llamados en la radio. Ella siguió llorando y se sonó los mocos 
con una remera de Pink Floyd que yo había dejado sobre el 
escritorio. Le dije que era una asquerosa y nos reímos cuando 
la perra se nos tiró encima al abrazarnos. Luego, hicimos el 
amor. Nos bañamos juntos y yo le dije que eso de bañarse 
juntos no era romántico y era una mentira que teníamos que 
encargarnos de desmitificar, ya que mientras uno estaba bajo la 
ducha, el otro debía esperar a un costado enjabonado y muerto 
de frío. 
Después del baño, tomamos mate y fuimos a hacer las 
compras juntos, mientras paseábamos a la perra. 
Yo me entusiasmaba con cosas tontas. Estaba contento 
porque habíamos comprado golosinas para el postre y porque 
había conseguido un disco de Benny Carter que escucharíamos 
mientras cenábamos. Le conté todo acerca del disco y de las 
propiedades benéficas de escuchar jazz mientras uno cenaba en 
un día de lluvia. 
SANTIAGO CÁNEPA 
22 
La convivencia había dejado de ser algo fantástico para 
convertirse en algo real. Y ese algo real, con todo lo que eso 
implicaba, era lo más fantástico que nos podía pasar. Esa noche 
tuvimos una cena romántica. Pedimos comida afuera. Pero no 
fueron ni empanadas ni milanesas de soja. Pedimos algo que 
nos contentara a los dos. Y usamos unas velas que encontramos 
en un cajón de la cocina, que habían quedado de algún 
cumpleaños. La noche acabó estupenda. Terminamos de cenar 
e hicimos el amor a la luz de un setenta y cuatro medio 
derretido, al compás del soplido magnífico del saxofón de 
Benny Carter. Hasta que ella se cansó de tanto jazz meloso y 
puso a Fito, mientras me decía que cuando me descuidara, me 
iba a tirar a la basura ese calzoncillo harapiento que ya no daba 
más de tanto agujero. 
A las dos semanas, mientras estaba en la radio, volvió a 
pasar lo mismo, pero esta vez el desenlace fue distinto. Una 
oyente llamó y, sin rodeos, nuevamente le pregunté si tenía 
tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico, si 
había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría 
dos hombres o dos mujeres. Ella me contó todo, yo un poco me 
excité. 
Otra vez, durante la tanda, le pregunté a mis compañeros 
cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me 
dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Y yo volvía a 
pensar en Laura, que seguramente estaría escuchando. Así que 
la llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero 
tampoco lo hizo. Cuando intentaba hacer un tercer llamado —
nuevamente a su celular, por si antes no había logrado 
atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos 
volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado 
y esperé a que la luz roja se encendiera. Hablé de las noticias 
del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de 
COGER Y CONTARLO 
23 
cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a 
qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, 
otro llamó para salir al aire.: “Atendela que es una chica”, me 
dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al 
novio. Si la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, 
dije yo con la cabeza y atendí sin objetar. Cuando escuché la 
voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise 
no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de 
volver el tiempo atrás. Pero tuve que atender, no me quedaba 
otra. Esa era la clave; no decir que no, decir siempre que sí. 
Aceptar, y con lo que las circunstancias nos presentaran, 
construir ficción. Aunque esta vez yo supiera que no lo era: 
—¿Así que llamás porque tenés cosas para contar? 
—Sí, tengo muchas cosas para contar. 
—¿Cómo cuáles? Empezá por decirme de dónde sos. 
—No importa de dónde soy. Lo que importa es lo que a 
vos te importa. Lo que le preguntás a todas las oyentes. 
Eso era muy de ella. Entendí el reproche encubierto, pero 
no pude objetar nada. Tuve que seguir adelante con la farsa. 
—¿Y qué es lo que a mí me importa, entonces? 
—No sé. ¿No querés saber cómo son mis tetas, o si me 
acosté con alguna mujer? ¿No te gustaría que te contara cómo 
lo cago a mi novio cuando él no está? 
No, no quería saberlo. Me daba arcadas de solo pensarlo. 
Miedo, frío, asma, tos y carraspera, vértigo. Pero a la vez sí 
quería. Quería saberlo todo. Cada detalle. Y me daba bronca 
querer saberlo y tener que seguir con esta farsa adelante. Los 
mensajes de los oyentes masculinos comenzaban a llegar 
sugiriéndome que le hiciera todo tipo de preguntas obscenas. 
Yo quería matarlos a todos. Uno a uno, si fuera necesario. 
Estaban hablando de mi novia, mi pareja, la mujer con la que 
yo dormía cada noche. La que me abrazaba como un vientre 
SANTIAGO CÁNEPA 
24 
materno cuando yo lloraba en posición fetal porque el mundo 
no era el que yo había soñado de niño. Era ella, era Laura. La 
misma que mil veces me hizo salir de la cama en medio de la 
noche (desnudo y muerto de frío) porque había escuchado un 
ruido extraño en el patio. La misma que una vez me llamó 
gritando y llorando desde la cocina, haciéndome levantar de la 
cama (desnudo y muerto de frío) porque se había electrocutado 
al abrir la heladera descalza. La que una noche me hizo 
recorrer todos los dentistas de guardia de la ciudad porque le 
dolía la muela, mientras yo la abrazaba y consolaba a la vez 
que la puteaba porque al otro día debía levantarme temprano. 
La misma que me puteaba y consolaba cuando el dolor de 
muelas era mío. La misma con la que buscábamos arreglarnos 
de otra manera cuando el sexo convencional no era posible. La 
que también me hizo recorrer durante toda una tarde todas las 
tiendas de ropa hindú que fueran posibles, con tal de conseguiresa prenda que aparentase ser hindú, pero que a su vez no lo 
aparentase tanto. La misma que al llegar a casa y probarse 
frente al espejo por vigésima vez la prenda, rompió en llanto 
diciendo que no le gustaba cómo le quedaba. Esa que se 
levantaba a prepararse un té a los diez minutos de empezada la 
película. La que me retaba porque decía que yo no comía sano. 
La misma que se enojaba porque yo no juntaba ni la ropa, ni la 
toalla, ni la espuma, ni la maquinita de afeitar cuando me 
bañaba, mientras que cuando yo no estaba, olía mi crema de 
afeitar y mis remeras para no extrañarme tanto. La misma a la 
que le contaba todo, hasta que aprendí que había ciertas cosas 
que no debía contarle. La misma que me escuchaba igual 
cuando no quería escucharme. La misma a la que le gustaba oír 
que yo siempre quería escucharla. La misma a la que yo 
amaba, y había empezado a sentirse sola porque yo me pasaba 
COGER Y CONTARLO 
25 
el día escribiendo. La misma que ahora, en mi propio programa 
de radio, estaba por contar cómo me engañaba. 
Yo sabía que eso era una venganza. Ella me lo había 
adelantado. Me lo había avisado de alguna manera que yo no 
supe entender. Me estaba diciendo: “¡Necesito que me prestes 
más atención! ¡Basta de pensar en vos por un momento!”. Yo 
era acusado de haber dejado de escucharla y ahora, como si 
fuese una condena, no solo debía escucharla yo, sino todos los 
oyentes de la radio. 
Naturalmente, el único que sabía que estaba hablando con 
Laura —mi Laura— era yo. El resto de los integrantes del 
programa, y desde luego los oyentes, no lo sabían. Así que, sin 
más, actuando como un héroe o un imbécil, tragándome las 
ganas de llorar y salir corriendo hasta casa para pedirle 
explicaciones, conocer la cruel verdad y tirarme en el sillón a 
llorar en posición fetal, seguí adelante con el llamado: 
—¿Así que tenés muchas cosas para contar? 
—Sí, muchas. 
—Empezá, entonces, por contarnos cómo sos. 
—Linda, muy linda. Yo creo que si vos me vieras, te 
enamorarías de mí. 
—¿Te parece? 
—Sí. 
—¿Y cómo sos? 
—Cómo soy… Alta, delgada, pelo castaño… me parezco 
a uno de los personajes de tu libro. 
No supe qué contestarle. Tuve miedo de que dijera a qué 
personaje se refería, de qué cuento, y que alguien del entorno 
pudiera darse cuenta de que se trataba de Laura, mi Laura. En 
cuanto a su voz, sabía que ningún conocido podía darse cuenta, 
ya que, por más familiar que pudiera sonarle, nadie asociaría a 
Laura, mi Laura, con esa Laura. Es decir, nadie podría 
SANTIAGO CÁNEPA 
26 
imaginarse que mi Laura me estuviera haciendo eso. 
—Ah, mirá vos. ¿Y te gusta leer? 
—Sí, me gusta mucho leer. 
A Laura le gustaba mucho leer, vivía leyendo. Poesía y 
ensayos. La ficción no le gustaba. Quizás por eso no entendía 
lo que yo hacía en la radio. Quizás por eso me hacía lo que me 
estaba haciendo. Intenté llevar la charla para el lado de la 
poesía y del cine. Terminarla cuanto antes. No obstante, la 
productora, la operadora y mis otros compañeros de radio, 
comenzaron a mirarme sin entender lo que hacía. Así que, a 
través del retorno, de señas inentendibles como de mimos 
inexpertos, de papelitos escritos rápidamente y traídos al 
estudio en silencio, de carteles con marcador en hojas de 
cuaderno, comenzaron a mandarme preguntas que yo debía 
hacerle y a guiarme la charla para el lado que a ellos y, por 
supuesto, a todos los oyentes, les interesaba. 
Me contó que aprovechaba cada vez que yo me iba por un 
largo rato para reencontrarse con ese viejo amor que alguna vez 
había tenido. Me contó cómo lo hacían en la cama. Cómo él 
escuchaba lo que supuestamente a mí ya no me importaba. 
Cómo se reían. Cómo hablaban de mí y de la novia de él. 
Cómo paseaban. Cómo él la llevaba a pasear en ese auto nuevo 
que yo no tenía. Cómo él trabajaba en un trabajo donde no 
tenía que preguntarles a las mujeres si tenían tetas grandes o si 
se habían acostado con alguna mujer. Cómo él no llamaba 
prostitutas para hacer un programa de radio. Cómo él cumplía 
las promesas que hacía. 
Yo quedé atónito. Volví a ser un niño. Mi pito se redujo al 
tamaño de un maní. Comencé a ver en mí cada falencia y en él 
cada virtud. Comencé a sentirme mal y a querer salir corriendo. 
Mis ojos comenzaron a lagrimear. Por suerte, el llamado ya 
había terminado y el público había quedado contento. Nadie se 
COGER Y CONTARLO 
27 
había dado cuenta de nada. Así que camuflé mis lágrimas 
fingiendo un bostezo y me fui al baño. Una vez allí quise hacer 
pis pero no pude, no tuve ganas. Me miré el pito y lo vi 
encogido y arrugado. Pensé que el otro debía ser mucho más 
viril que yo. Me la imaginé a Laura en cuatro y a él dándole 
por atrás, apurados, sin sacarse la ropa, aprovechando el tiempo 
en que yo no estaba. Le vi la cara de placer y eso me dio asco. 
Quise vomitar pero no pude, no sabía cómo hacerlo. Me daba 
miedo ahogarme con mi propio vómito. Así que simplemente 
me lavé la cara con un poco de agua fría, sin jabón, y me miré 
en el espejo. Me vi feo, con la barba muy crecida y con cara de 
boludo, despeinado. Me acomodé un poco el pelo, la barba y el 
cuello de la camisa, pero seguía teniendo cara de boludo. Pensé 
en el otro, en que era lindo y tenía auto nuevo. Pensé que debía 
tomarme un taxi para llegar más rápido a casa. Y que Dios los 
había inventado para salvarme la vida. Pero que en ese viaje se 
me iría parte del poco dinero que me quedaba hasta fin de mes. 
Pensé en que estaba tardando mucho en el baño y que alguien 
podía sospechar, así que tiré la cadena para disimular que no 
había hecho nada. Cuando estaba a punto de salir, me vino a 
buscar la productora: 
—Dale, che, que ya termina la pausa. Charlás un rato, te 
despedís y nos vamos… ¿Estás bien? 
—¿Eh? Sí, bárbaro, ¿por? 
—No sé, te noto raro. 
Me gustó que me preguntara eso. Por un momento me 
imaginé separado de Laura y llorando sobre el hombro de mi 
productora. La imaginé encima de mí follándome como una 
bestia, repitiendo: “Soy tu putita, soy tu putita”. 
—Debo estar un poco cansado. Mucho trabajo. 
—Y sí, puede ser. Todos estamos así. 
—Sí… 
SANTIAGO CÁNEPA 
28 
Dije yo y no supe qué más decir. No se me ocurrió nada, 
ningún chiste para llenar el silencio. Pero agregué, cuando ella 
se estaba yendo: 
—Si no te jode, entro al aire, me despido, y mandamos 
música hasta cumplir el horario. Estoy un poco mareado. 
Ella me miró de forma comprensiva, como si supiera lo 
que me estaba pasando y me dijo que sí, que no había 
problema. Cuando se fue, le miré el culo. No era gran cosa, 
pero siempre se podía hacer algo. 
A los pocos segundos estaba sentado nuevamente en el 
estudio. Comencé a apagar mi computadora y esperé a que me 
dieran aire. Cuando el micrófono se encendió, hablé de lo que 
había sido el programa, de lo que haríamos en el próximo y di 
las gracias y me despedí. Una canción de Oasis comenzó a 
sonar y yo esperé a que el micrófono se apagara. Me quité los 
auriculares, guardé mis cosas, me despedí de todos y en menos 
de cinco minutos ya estaba en la calle. 
Caminé hasta Corrientes y 9 de Julio y, una vez allí, paré 
un taxi. El primero que paré me frenó. Me subí atrás. Sabía que 
si me subía adelante tendría que hablar con el chofer y contarle 
todo lo que me estaba pasando, incluso escuchar sus consejos 
o, lo que era peor, sus penas. Así que después de darle las 
coordenadas, abrí la ventanilla, apoyé mi cabeza en el marco y 
me perdí en el paisaje. Ver la avenida colapsada de autos, sus 
luces, los edificios grises, la gente y todo el gran caos que era 
Buenos Aires, me hacía sentir menos solo. Me hacía pensar que 
entre tantas almas caminando errantes, yo no sería el único que 
sufría por amor. Las grandes ciudades son siempre un refugio 
para la soledad. 
Mi cabeza funcionaba como una sierra eléctrica o como el 
motor de un coche de carreras. No paraba de imaginar, dedispararme imágenes y desenlaces posibles. Me pregunté si era 
COGER Y CONTARLO 
29 
capaz de perdonar una infidelidad y me contesté que sí. Me 
odié por responderme eso. Me pregunté si en ese caso era 
capaz de perdonarla y entendí que sí, que lo que me había 
dolido en verdad era la venganza, ese pase de factura en mi 
propio territorio, no la infidelidad en sí misma. 
Me imaginé llegando a casa y encontrándola con el otro, 
los dos sentados en mi cama, o en mi sillón, mirando mi tele y 
diciéndome que ya no iba más, que él sí cumplía sus promesas 
y que la escuchaba y que, como para hacerme las cosas más 
fáciles, él mismo había embalado todas mis pertenencias y se 
ofrecía a llevarme en su auto. Me imaginé subiendo a su auto, 
resignado, como cuando tenía que acompañar a mi madre a 
algún sitio contra mi voluntad. Me imaginé encontrando una 
bombacha de mi novia en el asiento trasero. Y al tipo 
diciéndome: “Yo se la doy, no te preocupes”. Me imaginé 
teniendo bronca, matándolo a trompadas, rompiéndole el auto y 
riendo a carcajadas. Me imaginé derrotado, arrepentido por no 
haber cumplido todas las promesas que le había hecho a Laura. 
Me vi solo, triste y patético, así que comencé a revisar los 
contactos de mi celular en busca de nombres femeninos. 
Luciana, Samanta, Natalia, Juliana, Alejandra. Busqué en todas 
las letras. Cuando tuve algunos nombres potables, escribí un 
mensaje genérico, algo así como: “Hola, tanto tiempo. ¿Qué es 
de tu vida?”, y se lo envié a varias mujeres a la vez. Si iba a 
separarme de Laura, debía encontrar a alguien que me 
sostuviera mientras la olvidaba. 
Cuando por fin llegué a casa, vi que las luces estaban 
prendidas y que se escuchaba música. Pagué el taxi y guardé el 
vuelto sin mirarlo. Me había salido más barato de lo que 
pensaba. No me alegré. Busqué la llave en mi bolso, abrí la 
puerta y entré. Subí la escalera con miedo. A medida que iba 
subiendo, se iba escuchando más fuerte la música. Entre la 
SANTIAGO CÁNEPA 
30 
música —que nunca supe si era Soda o Cerati— se escuchaba a 
Laura cantando. No entendí cómo podía estar cantando en esa 
situación, así que subí los pocos escalones que me quedaban a 
toda velocidad y metí la llave para abrir la puerta. Cuando 
intenté abrirla, sentí que desde adentro estaba puesta la traba y 
empecé a tocar timbre como loco. De pronto, se calló la música 
y se escuchó a Laura diciendo “ya va, ya va, nene, estaba en la 
cocina”, y luego se escucharon sus pasos hacia la puerta y a la 
perra que lloraba porque me reconocía. Cuando abrió la puerta, 
la vi: tenía el pelo recogido, mi remera de Pink Floyd, un short 
diminuto y blanco, que a mí siempre me excitaba, y unas ojotas 
con medias. Estaba sonriendo. 
—Qué rápido llegaste. ¿Viniste en taxi? —me dijo 
sonriendo, mientras se iba a la cocina y la perra se me tiraba 
encima, llorando y moviendo la cola. 
—Explicame qué acaba de pasar. 
Me quité la perra de encima. Ella se tiró al suelo con las 
patas para arriba, esperando que la acariciara. 
—Ya está la comida. ¿Ponés la mesa? 
Yo entré y dejé mi bolso en el sillón. Uno o dos mensajes 
me llegaron al celular. No los revisé. Supuse que era alguna de 
las minas que había mensajeado en el taxi. 
—¿Me podés explicar qué carajo acaba de pasar, Laura? 
—No me vas a decir que te creíste lo del llamado. 
—¿Me estás cargando? 
—No, no te estoy cargando. No me digas que te creíste 
que lo que dije en el llamado era en serio. —Hizo una pausa. 
Al ver mi cara de perplejidad, agregó—: ¿En serio te lo creíste? 
—¿Cómo “en serio te lo creíste”? No entiendo nada ¿Qué 
carajo pasa? ¿Era una broma? 
Comenzó a reír. En ese momento entendí todo. Como si 
de pronto un viento me golpease la cara, la respuesta me vino a 
COGER Y CONTARLO 
31 
la mente: una venganza. Una venganza que no tenía que ver 
con una infidelidad, ya que si ella lo hubiera hecho, se habría 
encargado de que yo no me enterase; esta venganza era más 
cercana y tenía que ver con su reproche continuo y mi excusa 
o, más que mi excusa, mi verdad, mi realidad, mi premisa de 
que todo lo que sucedía en la radio, o en la literatura, era 
ficción, pura y exclusivamente ficción. Una ficción que ella 
tenía que soportar y que yo me encargaba de sostener en el 
tiempo a través de promesas incumplidas. 
Esta vez la cosa se había dado vuelta. Para ella, ese 
llamado había sido ficción y divertimento. Para mí, había sido 
realidad y sufrimiento. Simplemente no pude enojarme, había 
sido hábil, me había puesto de su lado y me había demostrado 
lo que ella sentía y yo no podía entender. 
En ese momento la abracé, la sentí latir entre mis brazos. 
Me sentí fuerte y viril. Afortunado de haberla conocido y de 
tenerla a mi lado. Sentí mi pito crecer y con él mi hombría. 
Sentí su olor, tuve ganas de apretarla y la apreté muy fuerte, 
como siempre hacía, cada vez que sentía esa electricidad que 
me corría por el cuerpo y necesitaba descargarla, meterla a ella 
adentro de mi pecho. 
—El taxi me lo vas a pagar vos —le dije y nos reímos. La 
perra comenzó a saltarnos encima, hasta que se colgó de la 
pierna de Laura y comenzó a garcharse el muslo. Laura se la 
quitó de encima y tomándome de la mano me llevó a la cocina. 
Había hecho hamburguesas y comprado Coca-Cola. 
—En el freezer hay helado. 
Me dijo cuando terminábamos de comer. 
—¿En serio? —pregunté contento. 
—Sí. Trajo mi papá. 
—¡Qué grande tu viejo! 
Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. 
SANTIAGO CÁNEPA 
32 
Hasta que de pronto ella me dijo: 
—Es una buena historia. Podés contarla o hacer un cuento 
de ella. 
—¿Qué historia? 
—Esta, la nuestra. El llamado a la radio y el desenlace. 
Todo. 
—Es verdad. Tenés razón. 
Me entusiasmé. Y apenas terminé el último bocado, me 
paré y fui a encender la computadora. 
—¿Otra vez vas a escribir? —me increpó. 
—No, no. Solo voy a encender la computadora. 
—Te conozco. Ni siquiera terminás el postre y ya te vas a 
escribir. 
—Enciendo la computadora y voy. 
Saqué la computadora de mi bolso, la puse sobre el 
escritorio y la enchufé. Cuando estaba a punto de encenderla, 
Laura apareció a mi lado con mi celular en la mano. 
—Te está sonando el celular. Es Samanta ¿Quién es 
Samanta, Santiago? ¿Me podés decir? 
 
 
 
 
 
 
COGER Y CONTARLO 
33 
CAPÍTULO 2 
 
Cuestionarnos 
 
 
 
 
 
 
 
 
Llegó un momento en el que mis amigos y yo 
prácticamente dejamos de vernos. Nuestros encuentros dejaron 
de ser diarios o semanales para pasar a ser la triste 
consecuencia de algún cumpleaños o el nacimiento de algún 
hijo. Como un espectador mudo, como un mero testigo de mi 
propia existencia, fui advirtiendo como, día a día, estos 
encuentros se fueron volviendo cada vez más esporádicos para 
pasar a ser un milagro, en caso de producirse. Eso se supone 
que es “crecer”. Alguien me dijo que una cosa es cumplir años 
y otra bien distinta es crecer. Desde luego, yo había cumplido y 
festejado cada uno de los años que me había tocado vivir, pero 
no estaba del todo seguro de si había hecho lo otro de forma 
correcta: ¿cómo saberlo? 
Para entonces, yo contaba con tres o cuatro amigos que se 
habían convertido en padres y casi con el doble de exparejas y 
amantes que se habían casado. Esto, por no verse reflejado en 
mi propia vida, me daba la sensación de que poco a poco me 
iba quedando solo y de que, como todo un inútil, iba creciendo 
a través de las acciones de otros. La vida me estaba obligando a 
crecer. ¿Cómo hacer entonces para ignorarla? ¿Cómo ir en 
SANTIAGO CÁNEPA 
34 
contra de lo que la vida quiere? ¿Cómo saber si caminamos en 
el sentido correcto al pisar las huellas que dejaron otros? Las 
respuestas a todos estos interrogantes no las tengo. Pero intuyo 
que la solución y la paz —sobre todo la paz— radican en no 
hacérmelos. 
 
Una noche, para festejar el cumpleaños de Marcos, nos 
juntamostodos —con parejas e hijos—, en el departamento 
que recientemente habían alquilado junto a su novia, Brenda. 
Cuando empezaron a escasear las gaseosas, Marcos dijo que 
saldría a comprar y, para que no fuera solo, me ofrecí a 
acompañarlo. A mí se me sumó Carlos y a Carlos se le sumó 
Martín. De pronto, nos encontramos los cuatro en el auto de 
Marcos. Solos, como desde hacía tiempo no estábamos. 
—Che, boludo —dijo Martín, sin aclarar a qué boludo se 
refería—. Creo que esta es la primera vez en años que estamos 
los cuatro solos. 
—¡Es verdad! ¡Vamos de putas! —dijo riendo Carlos. Y 
todos nos reímos con él. 
—¡O cojamos entre nosotros, total, ya tenemos confianza! 
—acoté yo, y volvimos a reír. Marcos puso el auto en marcha y 
arrancó. 
—Che, a la vuelta hay un kiosco, ¿por qué no vamos 
caminando? —preguntó Martín. 
—Vamos a dar una vuelta —dijo Marcos con la 
parquedad que lo caracterizaba. 
—¿A dónde? 
—A dar una vuelta, Santiago. Qué sé yo. 
—Pero ¿a dónde, boludo? Decime. 
—No sé. A dar una vuelta. A mirar algunas minas. 
 Al escuchar la palabra “minas”, Carlos gritó 
“¡Aceleráaaa, putooo!”, eufórico, mientras intentaba subir el 
COGER Y CONTARLO 
35 
volumen del estéreo. 
—Tocate el culo, negro feo —le dijo Marcos y le pegó en 
la mano como se le pega a un nene que hace lío. Y luego subió 
él el volumen. En la radio sonaba “El pibe de los astilleros”, de 
Los Redondos. 
—Che, ¿pero no vamos a ir al kiosco? —pregunté yo 
como un estúpido, sin entender cómo venía la mano. Nadie me 
contestó. Estuve a punto de acotar algo acerca de que no 
podíamos dejar solas a nuestras parejas, pero iba a dar lugar a 
todo tipo de burlas. Preferí quedarme callado. Marcos tomó 
Estado de Israel a toda velocidad y, antes de que terminara la 
canción, ya estábamos sobre la avenida Corrientes. 
Tarareábamos los últimos acordes como si estuviéramos en la 
cancha. La avenida estaba repleta de gente que iba y venía en 
todas las direcciones. Y, entre ellos, un grupo de chicas muy 
jóvenes vestidas con minifaldas y jeans ajustados. Carlos sacó 
la cabeza por la ventanilla y les gritó: 
—¡Hola, hermosas! ¡Suban acá que hay lugar para las 
veinte! 
Y nos hizo reír a todos. 
La canción de Los Redondos terminaba y comenzaba otra 
que ninguno conocía. Nos sentimos fuera de moda. A la altura 
del Abasto, pasamos delante de una mulata de curvas 
inabarcables que esperaba para cruzar la calle. Marcos frenó 
frente a ella y me dijo: 
—Preguntale cuánto cobra, Santi. 
—Preguntale vos. 
—Preguntale vos, sorete, que está de tu lado. 
Le pregunté, pero la mulata no me respondió. Lo miré a 
Marcos buscando ayuda, y éste con la cabeza me indicó que 
preguntara de nuevo. Lo hice, pero tampoco obtuve respuesta. 
—Dejala, no debe ser prostituta —acotó Martín, que era 
SANTIAGO CÁNEPA 
36 
el que más nervioso se ponía en esas situaciones. 
—¿Qué no va a ser prostituta, Pelado? Estas son 
rapidísimas. Vas a ver —dijo Marcos. Y volvió a insistir con la 
negra—: Che, por veinte pesos y un paquete de arroz, ¿nos 
hacés una mamada a los cuatro? 
Todos estallamos en una carcajada. Marcos aceleró y a 
toda velocidad se metió entre el tránsito. Cuando ya estábamos 
a unos cuantos metros, Martín sacó la cabeza por la ventanilla 
y nos sorprendió a todos: 
—¡Andá, muerta de hambre! ¡Ya vas a necesitar para 
comer y vas a chupar cualquier verga! 
Volvimos a reír. 
—Te fuiste de tema, Pelado…—estaba diciendo yo, 
cuando Marcos me interrumpió subiendo la apuesta: 
—No se rían. No se jode con esas cosas. Por ahí si no está 
encadenada, la negra no funciona. 
Nuevamente estallamos todos en una carcajada sonora, 
radiante, que nos hacía recordar a esas tantas que se nos 
escapaban cada noche en nuestro antiguo barrio, cuando 
tirábamos petardos en los tachos de basura o pedíamos pizza y 
se la mandábamos a la vecina de al lado. 
—Che, no nos podemos estar riendo de esto. Somos unos 
hijos de puta —se recató Carlos y los demás lo seguimos, 
aguantando la risa. Hasta que yo volví a pensar en la frase y 
estallé nuevamente: 
—¡"Si no está encadenada no funciona”! Te pasaste. 
Las risas contenidas volvieron a brotar. Ahora con más 
fuerza. 
—¿Viste? Vos sos el que hace reír arriba del escenario, 
pero yo te hago reír acá. 
—Sos un hijo de puta —le dije a Marcos, pensando en 
que ser hijo de puta podía ser bueno o malo, según cómo a uno 
COGER Y CONTARLO 
37 
se lo dijeran. En este caso, era bueno, pues le había querido 
decir que era un genio, un gurú, por el chiste que acababa de 
hacer. Pero si nos peleábamos y se lo decía en un tono más 
vehemente, ese era el peor de los insultos. Las maravillas de 
ser argentino. 
—Los quiero, hijos de puta —les dije, y todos 
comenzaron a pegarme como si aún fuéramos niños y me 
dieran un castigo o me mantearan por mi cumpleaños. 
—Andá, maricón. Te pusiste sensible —me dijo Martín y 
a la burla se sumó Carlos. 
—Ay, el señor que escribe cuentitos se pone sensible. Eso 
es de putos. 
—Si habrás chamuyado minas con ese curro de la 
literatura, hijo de puta. Cómo me sacabas ventaja cuando 
empezabas con eso —recordó Marcos. Y a mi su remembranza 
me despertó nostalgia. 
—Vos también tenés lo tuyo, bonito —le dije 
acariciándole la cara. 
—¡Pará que me vas a hacer chocar, forro! —me dijo 
sacándome la mano, mientras doblaba hacia la avenida 
Córdoba por una calle del Once. 
Las calles estaban llenas de gente. Las vidrieras 
resplandecían de ofertas y luces. Parecía que todos asistirían a 
una fiesta a la que nosotros jamás iríamos. Las ganas de tener 
un festejo distinto al que teníamos empezaban a notarse: 
—¡Vamos para Palermo, que está lleno de minas! —dije, 
y Martín y Carlos me apoyaron. 
—No. Tengo una idea mejor —dijo Marcos y nos miró a 
todos como si fuese un actor que estuviera por resolver el 
misterio de la película—. Vamos para el barrio. 
 
Cuando decíamos “El Barrio”, era un único barrio. El 
SANTIAGO CÁNEPA 
38 
Barrio con mayúscula. Nuestro Barrio: Parque Chas. El lugar 
que nos había visto crecer. Que con sus calles laberínticas 
había albergado nuestros partidos de futbol, nuestros ring raje, 
nuestros primeros amores, nuestras primeras borracheras. Que 
nos acogía a todos como una misma casa y nos daba la 
inmediatez de marcar un teléfono y decir “en diez minutos en 
la casa del Pelado”, y tenernos a todos, diez minutos después, 
en la puerta de su casa. El Barrio. El único que existía para 
nosotros, así nos fuésemos a vivir a Ámsterdam. 
Recorrimos el Barrio con nostalgia. Recordamos rincones 
y anécdotas. Ya ninguno de nosotros vivía en él. Marcos ahora 
vivía con su novia en Villa Crespo. Carlos vivía en Belgrano, 
con su pareja y su hijo. Martín vivía solo, separado, en 
Colegiales. Y yo vivía con Laura en el sur de la ciudad, muy 
lejos de todos. 
De pronto, Martín tuvo una idea que todos entendimos 
como imposible: 
—Che, ¿y si vamos a buscar al Gordo y nos vamos de 
joda? 
Nadie contestó. 
El Gordo, como le decíamos, o Toto, o simplemente 
Alfredo, no querría salir con nosotros: desde que estaba en 
pareja, había dejado de frecuentarnos. 
—Por ahí se engancha —insistió Martín. 
—Tomátelas —dijo Marcos—. Es un gordo puto. Nos 
dejó de lado. Se olvidó de nosotros. Todo por una mina. 
—Todos nos olvidamos un poco de los amigos. Así es la 
vida, Marcos —traté de remediar yo. 
—¡Yo no me olvidé nunca de mis amigos, Santiago! Yo 
jamás dejé de verlos ¿O no los veo yo? 
—Sí, obvio. 
—Y bueno. Poco, mucho. Aunque sea cada dos meses. 
COGER Y CONTARLO 
39 
Pero los veo. Yo estuve cuando había que estar. 
—Todos estuvimos y el Gordo no. Qué le vamos a hacer. 
Él es así. Hay que aceptarlo como es. 
—¿Aceptarlo? Se acepta a una persona que está. No a una 
que no existe. Él nos dejó de garpe a nosotros. Él fue el que no 
nos aceptó. 
—Hagamos algo —dijo Carlos—, llamalo y decile que 
pasamos a saludarlo. 
—Bueno,lo llamo —dije yo y marqué su número en mi 
celular. 
—Si te atiende, vas a ver que no va a querer salir ni 
siquiera a saludarnos —arriesgó Marcos. Pero sorpresivamente, 
el Gordo atendió: 
—Hola, Toto, Gordo, soy yo, Santi. 
—Hola, ¿cómo estás? 
—Bien, bien. Escuchame, ¿estás en tu casa, Gordo? 
El Gordo era el único de nosotros que aún vivía con sus 
padres, pese a que hacía años que estaba de novio. 
—Ehh, sí —dudó—. Estoy acá cenando con Luciana y 
con mis viejos. 
—Buenísimo. En un rato pasamos por allá. Es el 
cumpleaños de Marcos. 
Se negó: 
—Es que me estoy yendo ya. Te llamo en otro momento y 
arreglamos una salida. 
Yo estaba seguro de que me estaba mintiendo. 
—Dale —insistí—. Pasamos un segundo nada más. No te 
jodemos mucho. 
Volvió a negarse. Como lo conocía, decidí no insistir más. 
Era en vano. 
—Bueno, Gordo. Todo bien. Te dejo tranquilo. Hablamos 
en otro momento. 
SANTIAGO CÁNEPA 
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—Dale. Saludos a los chicos. 
—Chau. 
Corté. Cuando miré por la ventanilla, comprobé que 
estábamos en la puerta de su casa. Sorprendido le pregunté a 
Marcos qué hacíamos allí. 
—Vamos a secuestrarlo. 
Todos nos reímos. 
—Es verdad. La única manera de sacárselo a la jermu es 
secuestrándolo —acotó entre carcajadas alguien que no 
recuerdo. De repente, todos dejamos de reírnos. Nos miramos 
como diciéndonos algo y al mismo tiempo nos bajamos del 
auto, cada uno por su respectiva puerta. 
—Vamos a buscarlo. 
—Vamos. 
Caminamos hasta la entrada del edificio donde estaba el 
Gordo y tocamos timbre. Atendió su madre. Hablé yo: 
—Hola, Marta, soy Santi, ¿le podrías decir a Alfredo que 
baje un minuto? 
—A ver. Un segundo. 
—Este no va a bajar —dijo Carlos, casi en silencio. 
—Ahí baja —se escuchó decir a la madre del Gordo 
contradiciéndolo a Carlos, tapándole la boca. 
—Gracias, Marta. 
Al cabo de unos minutos, cuando el Gordo bajó sonriendo 
sin motivo aparente, como siempre, Marcos le acertó una 
trompada en el estómago y lo dejó sin aire, doblado en el piso. 
—¿Qué hacés, enfermo? —le grité yo. 
—No pasa nada, le di despacito. Es para que se relaje un 
poco —me dijo él, tratando de aminorar las cosas. Yo no 
entendía lo que estaba pasando. 
—Pero ¿cómo le vas a pegar? ¿Estás loco? —le pregunté 
buscando una respuesta. Él me respondió confirmándome que 
COGER Y CONTARLO 
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realmente estaba loco: 
—¡Y bueno, Santiago, en los secuestros se pega, es así! 
—¡Pero esto no es un secuestro, tarado! 
—¡Sí, es un secuestro! ¡Vos dijiste “vamos a 
secuestrarlo”! 
—¡No, estúpido, dije “vamos a buscarlo”! 
—Bueno, es lo mismo. 
—No, Marcos, no es lo mismo. 
Era en vano discutir. Marcos ya le había pegado al Gordo 
y junto a Carlos lo metían en el asiento trasero del coche, como 
los policías meten a los ladrones. Martín y yo nos subimos 
donde pudimos. Yo quedé al lado del Gordo y Martín adelante. 
Marcos trabó todas las puertas y salió a toda velocidad por 
avenida de Los Incas, hacia el lado de Devoto. 
El Gordo puteaba como loco. Tenía cara de asustado y de 
asesino a la vez. 
—Toto, te juro que la idea no era pegarte, la idea era que 
salieras a dar una vuelta, a ver un par de minas —me 
disculpaba yo, sintiendo que todo se nos había ido de las 
manos. 
—¡Llévenme para mi casa! —gritaba él y se movía 
histérico. Me era difícil contenerlo. 
—Gordo, te estamos salvando la vida. Vos sos el único de 
nosotros que todavía está a tiempo —dijo Marcos, y Martín, 
Carlos y yo nos miramos sabiendo exactamente lo que sucedía. 
Con casi treinta años, Marcos ya había pasado por tres 
concubinatos, sin contar el último. Y de todos había salido 
escapando. Siempre sintiéndose muy joven para convivir. 
Pensamiento que le venía a la mente cada vez que se sentía 
presionado o que notaba el paso del tiempo. Recuerdo que el 
día del nacimiento del hijo de Carlos y del hijo de Martín, 
saliendo del sanatorio, me dijo exactamente lo mismo, 
SANTIAGO CÁNEPA 
42 
refiriéndose a nuestras parejas: 
—¿No viste cómo estaban? ¿No viste cómo se le ponían 
los ojitos cuando agarraban al bebé? Si nos descuidamos, no 
llegamos a fin de año, hermano. Las minas con esto se ponen 
como locas. Se les despierta el instinto maternal y te encajan un 
pendejo en cualquier momento. Se les revolucionan las 
hormonas y todo su cuerpo se vuelve una trampa mortal. Te 
agarran de los huevos y cagaste. 
Laura y yo teníamos muy en claro que por el momento no 
queríamos ser padres. Se lo dije las dos veces, pero las dos 
veces me respondió igual: 
—No importa. Eso no importa. Si tu mujer… 
—No es mi mujer —aclaré yo—. No estamos casados. 
-—¡Es lo mismo, gil! Tu mujer. Tu novia. Tu pareja. Es lo 
mismo, ¿no te das cuenta? Ella dice que no quiere tener un 
hijo. Ella dice que no se quiere casar. Pero en el fondo sí 
quiere. Y vos te la estás morfando como un boludo. 
—Laura y yo tenemos confianza, Marcos. El día que 
sienta ganas de ser madre o de casarse me lo va a decir. Lo 
vamos a charlar como todo en nuestra relación. 
—¡Te lo va a decir o se va a ir con otro, pelotudo! Si vos 
no le das lo que quiere se va a ir con otro. Es así, hermano, 
ellas quieren ser madres y se quieren casar. Y cuando lo 
consiguen, vos cagaste. Nosotros somos solo un medio para 
conseguirlo. Nada más. ¿No viste lo contentas que estaban 
alzando a ese bebé? ¿Y la cara de idiota que tiene el otro 
boludo? —se refería al padre en cuestión. 
—Están contentas porque ven al bebé. A todos nos 
emociona, Marcos. 
—No, gil. Están contentas porque su especie se adueñó de 
uno de los nuestros. Toda nuestra vida nos mintieron, Santiago. 
El macho no es el cazador. El cazador es la hembra. Nosotros 
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43 
somos la presa. ¿Te tengo que enseñar todo? 
Con sus modos tan particulares, Marcos exteriorizaba los 
miedos y cuestionamientos que, en silencio, soportaba yo. Para 
mí, la vida era padecer. Para él, era quejarse. Eso mismo que 
me dijo aquellas dos veces, al salir del sanatorio, se lo decía 
ahora al Gordo. Y, de alguna manera, sentía que me lo volvía a 
decir a mí, pero, sobre todo, sentía que se lo decía a él mismo. 
—Gordo, vos sos el único que está a tiempo. Estás más a 
tiempo que todos. Todavía vivís con tus viejos. Podés hacer lo 
que quieras sin tener que pedirle permiso a nadie. 
El Gordo lo miraba en silencio. No sabía cómo 
reaccionar: 
—Me voy a casar en marzo. Ya sacamos fecha en el 
registro. 
El Gordo era el único de nosotros que había hecho las 
cosas como se supone deben hacerse: había terminado el 
colegio, estudiado una carrera, conseguido una novia. Y con 
ella había comprado una casa para luego casarse y habitarla. 
Todo sin pedirnos permiso a nosotros. Todo sin cuestionarse. 
 
De pronto, un patrullero nos hizo luces y comenzó a 
seguirnos con la sirena encendida. Nos asustamos. Marcos y el 
Gordo dejaron de discutir: 
—Pará, Marcos. No se te ocurra acelerar que nos van a 
cagar a tiros —dijo el Gordo. Y Marcos le hizo caso. 
—Me parece que quieren que nos detengamos —agregó 
luego. Marcos detuvo el auto—. Yo sé cómo es esto. Que 
ninguno se baje del auto —volvió a agregar. 
Los dos policías, con las armas en la mano, se acercaron 
al auto y nos hicieron bajar a los gritos: 
—¡Vamos, abajo! ¡Contra la pared! ¡Contra la pared! 
Nosotros les hicimos caso, sin comprender lo que pasaba. 
SANTIAGO CÁNEPA 
44 
—¿Estás bien, pibe? —le preguntó uno de los policías al 
Gordo. 
—Sí, oficial, estoy bien. No pasa nada. 
—¿Seguro?... Documentos. ¿Quién es el dueño del auto? 
—Yo —dijo Marcos. Los policías le pidieron los papeles 
del auto. Él les dio todo. Tenía todo en regla. Mientras uno 
revisaba el auto y los papeles, el otro nos palpaba de armas a 
nosotros y le seguía preguntando al Gordo si estaba bien. 
—Sí, oficial. Estoy bárbaro. No pasó nada. En serio. 
—¿Seguro, nene? Decime la verdad. No te va a pasar 
nada. 
Se escuchaba al otro hablar por radio: 
—Acá móviluno. Solicito refuerzos. Posible intento de 
secuestro. Cuatro masculinos. Entre veinticinco y treinta años 
Una víctima también masculina. Avenida Beiró y Nazca… 
Yo comencé a temblar. Perdí conciencia de todo lo que 
sucedía a mí alrededor. Me perdí en mis pensamientos: todo lo 
que yo me había cuestionado ya no importaba. No servía de 
nada cuestionármelo. Pues de allí en más pasaría el resto de 
mis días en un calabozo, haciendo cucharita con un violador 
serial al menos dos metros más alto y más robusto que yo. Me 
imaginé a Ernesto, el violador serial, golpeándome con sus 
puños enormes y duros por atreverme a cuestionar si era 
realmente él el violador con quien quería estar. O si era esa la 
forma en que quería estar preso y ser violado. Le diría: “¡No, 
Ernesto, no! ¡No me pegues! ¡Vos sos mi violador favorito!”. 
Una jueza, mujer, hembra, me diría: “Acá tenés, Santiago. 
¿Querés estar con tus amigos? Vas a pasar el resto de tus días 
con ellos”. ¿Yo sería capaz de aguantar tanto tiempo a mis 
amigos? ¿Cómo haría para vivir sin Laura y sus consejos? De 
pronto, escuché la voz de Marcos que insultaba al Gordo: 
—¡Gordo, esto pasa porque nos dejaste de garpe! ¡Vos te 
COGER Y CONTARLO 
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pusiste de novio y no nos diste más pelota! ¡Sos un forro! ¡Vos 
te merecés estar en cana por abandono de persona! 
El Gordo le respondía y los policías trataban de callarlos, 
sin entender lo que sucedía: 
—¡Yo no los dejé de garpe! ¡Dejé de juntarme con 
ustedes porque vos y Santiago se burlaron de que Luciana 
tuviera labio leporino! 
Pese al miedo, no pude evitar sonreírme al recordar 
aquella reunión donde el Gordo presentó a Luciana, y Marcos y 
yo, bajo los efectos del alcohol más barato, le dijimos que para 
acostarse con ella tenía que taparle la cara. 
—¿Y tu novia qué? —le decía el Gordo—. ¡Tiene el culo 
enorme y nadie dice nada! 
—Es verdad —acotó Martín. 
—¡Vos no te metas! —le respondió Marcos, mientras el 
Gordo seguía con su artillería: 
—Yo por lo menos no ando cambiando de mina cada año. 
—A esta altura, ya ninguno de nosotros tenía las manos contra 
la pared—. Yo estoy con la misma mina desde hace años y la 
amo como siempre. Estoy con ella a pesar de que tenga labio 
leporino o de que tenga lo que sea. La acepto. En cambio vos, 
cuando no te gusta algo, rajás. Sos un cagón. Un caprichoso. 
Un pendejo. No sabés adaptarte. No podés conformarte con 
ninguna porque en realidad no podés conformarte con vos 
mismo. 
Carlos le explicaba a uno de los policías que solo era un 
altercado entre amigos. 
Yo escuchaba lo que decía el Gordo y empezaba a sentir 
culpa por lo que habíamos hecho. Se lo dije: 
—Gordo, ¿en serio dejaste de vernos por lo que dijimos 
de tu mujer? 
—Sí. No tanto por mí, sino por ella. Yo sé cómo son 
SANTIAGO CÁNEPA 
46 
ustedes. Los conozco. Pero ella, después de ese día, jamás 
quiso que nos juntáramos. Le agarró pánico. 
—Somos unos hijos de puta, Gordo —pensé en voz alta. 
Con la mirada perdida. 
—¿Cómo pretenden que salga con ustedes si cada vez que 
me llaman o me mandan un mensaje me dicen que vamos a ir a 
buscar minas o vamos a ir de putas? ¿Qué se creen? ¿Que 
Luciana no me revisa el celular? 
Los policías, rendidos, se fueron diciendo: “Estos están 
todos locos”. Marcos parecía entrar en razón. el Gordo 
empezaba a calmarse. Hablaban en un tono más tranquilo. Al 
notarlo, Martín, Carlos y yo comenzamos a sugerirles que se 
dieran un abrazo. Se lo dieron y nosotros saltamos sobre ellos 
para mantearlos sin manta, como cuando éramos chicos y 
festejábamos un cumpleaños. 
—Te quiero, hijo de puta —le dije al Gordo, y volví a 
pensar en que insultaba para demostrar afecto. Así éramos 
nosotros. Así nos queríamos. Así habíamos aprendido a vivir, 
quizás, de forma correcta. 
Luego de unas largas pedidas de disculpas por parte de 
todos, reparamos en que ya hacía como una hora que nos 
habíamos ido y que las chicas debían estar asustadas. 
Nos subimos al auto y encaramos para la casa del Gordo. 
En el camino, los cinco íbamos gritándoles cosas a las mujeres 
que pasaban, compitiendo tácitamente por ver quién era el que 
más se desubicaba con su comentario. Cuando llegamos a la 
casa del Gordo, nos despedimos con un abrazo y nos 
prometimos volver a vernos. Luego, emprendimos viaje hacia 
la casa de Marcos. Cuando por fin estuvimos en la puerta, me 
acordé de las gaseosas y se lo dije: 
—Che, no compramos las gaseosas. 
—No pasa nada —me dijo mientras abría el baúl del auto 
COGER Y CONTARLO 
47 
y me pedía que lo ayudara a cargar algo. Cuando me acerqué, 
vi que adentro tenía varias gaseosas, paquetes de cigarrillos y 
un bolso repleto de ropa. 
—¿Y esto? —le pregunté. 
—Y… es que a veces, cuando estoy muy aturdido, salgo a 
dar una vuelta para comprar gaseosas, viste. 
Se rió con picardía. Yo también me reí. 
—¿Y lo otro? 
—Lo otro no voy a necesitarlo. —Sacó el bolso, cerró el 
baúl y me volvió a mirar como un actor que está por resolver el 
misterio de la película. Agregó—: Brenda está embarazada, 
hermano. Me atraparon. 
Entendí. 
 
SANTIAGO CÁNEPA 
48 
 
COGER Y CONTARLO 
49 
CAPÍTULO 3 
 
Hablar de otras 
 
 
 
 
 
 
 
 
Apenas me separé de Laura, comencé a visitar viejas 
amigas y a cosechar todo lo que había sembrado mientras 
estaba con ella. Un poco para no sentirme tan solo, y otro tanto 
para aprovechar el tiempo en soltería. “No estar en pareja”, me 
dijo a propósito un amigo, “es como no tener que trabajar al 
otro día”. Yo no sabía cuándo podría volver a estar con Laura y 
dar por finalizadas mis vacaciones. 
Una de esas viejas amigas era Carla. Ella era actriz, 
estudiaba expresión corporal y danzas orientales de nombres 
raros. Yo sólo me quería acostar con ella. No me importaba otra 
cosa. Hacía mucho que no nos veíamos y, de hecho, nunca 
había pasado nada sexual entre nosotros. Nos habíamos visto, a 
lo sumo, dos veces. No obstante, en muchas oportunidades 
habíamos hablado por teléfono y, cibernéticamente, nos 
habíamos confesado cosas que a pocas personas se les cuentan. 
Quizás por eso, al vernos, una confianza corporal y agradable 
se estableció entre nosotros. El hecho de que ella fuera actriz y 
estuviera acostumbrada al trabajo corporal y a la soltura física 
—en contraste con mi habitual rigidez— también ayudó. 
Además de actriz, Carla era camarera. Para mí, dos 
SANTIAGO CÁNEPA 
50 
oficios inseparables que comparten la exposición inmediata. Ya 
sea ante un público o ante un comensal, su trabajo es fingir. De 
hecho, todas las actrices que conozco son camareras. Y todas 
las camareras que conozco son o sueñan ser actrices. Lo que es 
cierto también es que absolutamente todas se acuestan o se 
acostaron con el cocinero. Y pretenden lucir como Amelie, 
flequillo esnob y disfraz circense mediante. 
Si tengo que ser sincero —atentando contra mi sexualidad 
bien definida—, admito que, en gran medida, mis deseos de 
tenerla pasaban más por recuperar el tiempo perdido que por la 
necesidad de deshacerme dentro de ella. No eran tantas mis 
ganas de tocarla como de saber que la había tocado. Y volver al 
trabajo/pareja con las vacaciones bien aprovechadas. Algo 
similar a lo que ocurre cuando salimos de viaje un fin de 
semana largo: queremos hacer rendir los escasos días de 
descanso. Queremos decir “yo también estuve allí, y conozco 
esa feria de artesanos que venden tan barato”. 
Carla vivía sola y no tenía muebles. No por falta de dinero 
o posibilidades, sino porque le gustaba. Tenía almohadones 
rojos esparcidos por toda la casa y un colchón enorme en lo 
que se suponía que era su cuarto. En las paredes tenía colgadas 
telas andinas de todos los colores y tamaños. Además de una 
buena cantidad de fotos de ella en blanco y negro. 
“Ponete cómodo”, me dijo apenas llegué. “¿Dónde si no 
tenés ni un sillón?”, pensé en responderle. Pero no le dije nada 
y me acomodédonde pude. Con una soltura que no sé de dónde 
saqué, me quité las zapatillas y las dejé al lado de una ventana, 
por miedo a que sintiera olor a pata. 
—¿Querés escuchar música? —preguntó. 
—Bueno. ¿Qué tenés? 
No conocía nada de lo que me nombró. 
—No conozco nada, che. Pero poné lo que quieras. 
COGER Y CONTARLO 
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Confío en vos... sorprendeme. 
Me sorprendió. Lo que se escuchaba me sorprendió. Era 
la mezcla exacta entre los alaridos de un jabalí seco de vientre 
y un violín tocado por un perro. Todo metido dentro de una lata 
de Nesquik, con porotos para jugar al bingo y amplificado por 
un megáfono. Desde luego, fingí que me gustaba. 
—Es música mapuche —me dijo—. La toca un amigo que 
viajó al sur hace poco y estuvo viviendo con ellos. 
“Estuvo viviendo con ellos”. ¿Ellos? ¿Quiénes eran ellos? 
¿Por qué existe un ellos y un nosotros? ¿Por qué no existe un 
todos y listo? ¿Por qué yo me quedaba callado y no le decía 
nada? ¿Por qué ella quería escuchar una música tan espantosa? 
¿Realmente tenía ganas o de ese modo era más actriz, más 
artista, más sensible? ¿Por qué yo no podía acostarme con una 
mujer a la que le gustase Luis Miguel solo porque es lindo? 
¿Por qué no podía acostarme con todas? ¿Por qué yo me 
sometía a escuchar esa violación a los oídos y al buen gusto? 
¿Por qué me ponía a pensar todo esto? ¿Acaso no tenía que 
estar encima de ella arrancándole la ropa? ¿Qué tenía que 
contestarle? 
Desde luego no le contesté nada. No encontré ninguna 
razón lógica para arriesgarme a acabar en una discusión que 
pudiera alejarme del sexo. Además, por otro lado, ella creía en 
mi romanticismo ya olvidado. En ese romanticismo de poeta de 
mi primer libro. Así que ¿quién era yo para arrancarle la 
fantasía? ¿Quién era yo para quitarle la posibilidad de acostarse 
con este chico sensible? ¿Quién era yo para decirle la verdad? 
Por suerte fue ella quien habló. Y, por suerte, yo seguí 
eligiendo la mentira. 
—¿Te gusta, Santi? —interrogó. 
—Sí, sí. Muy buena —mentí. 
—¿Viste? Es una música reloca. Re buena onda mal. 
SANTIAGO CÁNEPA 
52 
—Sí. Reloca. Re buena onda mal mal —me re burlé sin 
que se diera cuenta. 
—¿En serio te gusta? 
Soy muy bueno mintiendo. 
—Sí. 
Un genio. 
—Pensé que no te iba a gustar. 
¿Pensó que no me iba a gustar? ¿Y para qué la puso, para 
traerme pesadillas? 
—¿Y para qué la pusiste? —pregunté riendo. 
—Para ver si te gustaba, corazón. 
Que me dijera “corazón” me dio cosquillas en el pene. 
—¿Y si no me gustaba? 
Me reí. Ella también se rió. 
—Ponía otra cosa y listo. 
—No, no, tranqui. Está bueno. Me gusta. 
Soy el dios de la falacia. 
—Si querés tengo Luis Miguel. Es más romántico. 
Por un momento temí que me estuviera leyendo la mente 
y me quise ir a mi casa. 
—No. Esto me gusta. 
Además de mentiroso, soy cagón. 
—Bueno. Me alegra que te guste, corazón —Otra vez las 
cosquillas en el pene—. Siempre hay que estar abierto a cosas 
nuevas. 
—Sí, obvio. 
En verdad, no coincidía. Pero también mentí. 
Carla puso en la heladera el vino que yo había comprado 
aconsejado por mi amigo Marcos. Y luego comenzó a preparar 
la comida. Yo la seguí hasta la cocina. Arrojó un montón de 
verduras trozadas a una sartén, arroz, algunos pedazos de pollo 
y mucha salsa de soja. Al rato revolvió todo. Apagó el fuego y 
COGER Y CONTARLO 
53 
sirvió el contenido entero de la sartén en dos vasijas de barro lo 
suficientemente hondas como parecer una maseta y hacerme 
sentir que me iba a comer un potus. Luego, agarró dos 
tenedores y llevó todo hacia donde estaba el equipo de música. 
Yo ya estaba sentado sobre varios almohadones juntos. Antes 
de sentarse, apagó todas las luces de la casa, encendió algunas 
velas y un sahumerio delicioso y cambió la música por algo 
más agradable. Finalmente se sentó. 
—Me olvidé el vino —dijo parándose nuevamente. 
—Quedate. Yo lo traigo —dije sin pararme. 
—No, no, voy yo. 
Me puso la mano en el hombro. 
—Bueno. 
No insistí mucho más. A los pocos segundos, volvió con 
el vino abierto, se sentó como un buda y empezamos a comer. 
Poco a poco, copa tras copa, una sensación parecida al buen 
humor comenzó a aflorarme en el pecho. Si bien era cierto que 
yo había ido allí tan solo para acostarme con ella, a medida que 
íbamos hablando, riendo, rozándonos, ese clon de Audrey 
Tautou comenzaba a despegarse de ese personaje y detrás de él 
comenzaba a aparecer una mujer maravillosa, con linda 
sonrisa, lindos ojos y un culo para poner en un cuadro. No 
había ninguna foto de su culo en la pared. Debía sugerírselo. 
Por su parte, la decoración de la casa, que antes me había 
resultado rara, si no ridícula, ahora comenzaba a generar en mí 
una extraña sensación de calma. ¡Estaba relajado sin 
psicofármacos y sin Laura! ¡La estaba pasando bien! Quería 
llamar a mi psicólogo y decirle: “¿Viste, Juan? Ya no estoy 
interrumpiendo el goce. Ya no necesito tanta terapia”. 
Terminamos de comer en seguida. Pese al esfuerzo, yo no 
pude acabar mi plato. Ella sí. 
—¿Fumás? —me dijo sacando un porro a medio terminar. 
SANTIAGO CÁNEPA 
54 
—Por supuesto. 
—¡Genial! Así nos relajamos un poco. 
Y me puso una mano en el hombro, y comenzó a 
masajearme. “¿Así nos relajamos un poco?”, pensé. ¿Acaso no 
estaba relajada? Me acordé de Fleco, el dibujito animado de 
aquella propaganda antidrogas, cuando él no quería fumar y un 
chico con cara de malo le decía: “Dale, ratón, si acá no te ve tu 
papito”. Me sentí Fleco, pero sin Male y sin el doctor Miroli. 
—Estoy tratando de aprender a relajarme de otras formas, 
pero bueno, la relajación química siempre es mucho más 
efectiva. 
Nos reímos. Comenzamos a fumar y a tomar vino (el vino 
era tan delicioso que debía recordar llamar a Marcos para 
agradecerle). A la media hora, tenía el cuerpo tan flojo que el 
temor de no funcionar como hombre me abrazó como un 
luchador de judo enorme y transpirado. 
—¿Así que te separaste? —me preguntó. 
—Sí, sí. 
—¿Hace mucho? 
Pude haber mentido. Pude haber dicho que hacía mucho 
tiempo que me había separado, para que ella no creyera que yo 
era un desesperado que apenas se quedaba solo salía en busca 
de aventuras. Pero no. Por alguna razón sentí que no tenía que 
mentirle. Porque ella era buena. Era amable. Cariñosa. 
Confiable. Me recibía en su casa con mucho más que sus 
brazos abiertos y yo solo quería que abriera las piernas. Y eso 
me daba culpa. Pues ella, enseñándome todo su universo, 
quería hablarme de su persona. Y yo, como todo un cobarde y 
un egoísta, la criticaba en silencio para obtener de ella sólo su 
cuerpo. Tenía que decir la verdad: 
—Mirá, hace solo dos semanas que me separé. Ya sé que 
es poco tiempo. Y que podés estar pensando que soy un 
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desesperado que apenas se separa sale a buscar minas. Pero… 
—Pará —me interrumpió—. Yo no pienso que seas un 
desesperado, corazón. —Otra vez las cosquillitas—. Pienso que 
es natural que estés viviendo todo esto de ese modo. Es tu 
forma de hacer el duelo. Cada uno se lo toma como puede. 
“¡Es un ángel!”, pensé, “es Dios. Es la mujer más 
comprensiva del mundo. Tengo que besarla”. La besé. Sus 
labios eran suaves. Su legua jugó dentro de mi boca con 
ternura. Como un caracol de gelatina o como un Yummy. 
Acariciándome los dientes, los labios y mi propia lengua. Me 
excité. Ese cosquilleo repentino en todo mi miembro subió 
hasta mi pecho. Le acaricié la cara y ella acarició la mía. Nos 
miramos. Nos olimos. Suspiramos y yo tomé su mano y la 
llevé a mi entrepierna. 
—Pará —interrumpió de repente—. Tenemos toda la 
noche. 
—Está bien —dije yo automáticamente, separándome de 
su cuerpo, comprendiendo que el juego que proponía era otro. 
Era ir despacio. Recorriendo y disfrutando cada momento de la 
noche hasta llegar a la culminación. Yo no sabía ir despacio. En 
ningún aspecto de la vida. 
—Sos muy lindo, ¿sabés? —dijo mirándome fijamente. 
Yo

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