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Santiago Cánepa Coger y contarlo Cánepa, Santiago Ariel Coger y contarlo. - 1a ed. - El Palomar : Casa de Papel, 2015. 260 p. ; 21x15 cm. ISBN 978-987-1964-21-5 1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 05/12/2014 Casa de Papel / Ediciones artesanales Arte de tapa: Santiago Cánepa Diseño del interior: Equipo Casa de Papel Coger y contarlo — Santiago Cánepa Derechos de la edición en castellano reservados para todo el mundo: ©Santiago Cánepa, 2014 Colección Prosa Original Primera edición: Diciembre 2014. Libro artesanal, cosido, tapas en cartulina de 300 g a cuatro tintas, laminado mate, interior a una tinta sobre papel obra 80 g y hojas de guarda en cartulina color de 120 g. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del autor. A mis padres, por los malos ejemplos. COGER Y CONTARLO 7 CAPÍTULO 1 Las ficciones de la radio Ya dos veces le había prometido a Laura que si me llamaba alguna oyente a la radio no le iba a preguntar si tenía tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente, no cumplí: esa noche llamó una oyente y, sin rodeos, le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres, etcétera). Ella me contó todo, yo un poco me excité. Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura, que podía estar escuchando. La llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco. Cuando intentaba hacer un tercer llamado — nuevamente al celular, por si antes no había logrado atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a hablar al micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor SANTIAGO CÁNEPA 8 manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y una vez más dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar, movido más por la costumbre de hacerle caso a una mujer que por el simple hecho de querer atender un llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás. A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque, después de dos años de convivencia, aprendí a decir “sí, mi amor, tenés razón”, sabiendo que de ese modo me ahorraba horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la comunicación, Freud y su pipa. Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. Terminar de comer y escribir. Terminar de hacer el amor y escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo reprochaba: —Trabajás escribiendo —me decía—. Yo no entiendo cómo después de trabajar querés seguir haciéndolo. —Escribo porque me gusta, Laura. Y porque, además, lo que yo escribo para el trabajo no es escribir, es decir lo que otro pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones. —¡Es la misma mierda, Santiago! —¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se queda con ganas de amor después del trabajo —le dije a modo de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió ignorarme. —¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que pasás más horas frente a esa computadora que conmigo! COGER Y CONTARLO 9 Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. Escribiendo, construyendo historias. Chateando y mirando fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no era verdad era que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque, de ese modo, me ganaba una identidad. Un título de escritor, de artista. De algo que me contentase un poco más al momento de dar la mano y presentarme ante alguien: “Santiago Apenak, escritor”. Pues la identidad es eso que se dice después del nombre cuando se va a comer a lo de Mirtha Legrand. Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un fin de semana de enero, frente a la laguna de Lobos. En ese momento ella estaba de novio, pero de todos modos nos acostamos. O, mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el suelo, besándonos, acariciándonos, mirando las estrellas, pero no consumamos el acto propiamente dicho. Pese a mi enamoramiento repentino —enamoramiento que, desde luego, no fue correspondido en aquel momento—, ella siguió en pareja y no me dio mayor importancia que la de un amigo: Nos veíamos, hablábamos por teléfono, pero no pasábamos de eso. Alguna vez, con suerte, me dejaba besarla y recordar lo que habíamos vivido esa noche, frente a la laguna. Pero nada más. Y yo me moría de frío y soledad cada vez que la veía alejarse. De tanto sufrir por verla alejarse —y por ver alejarse a otras que pasaron en el medio—, decidí alejarme yo: un día, cargué mi mochila con unos cuantos ejemplares de mi primer libro, varias mudas de ropa y algunos pesos, y me tomé un tren al norte de la Argentina. Me pasé varios meses de viaje. Me hice el espiritual. Me agarré piojos y un ataque de asma por fumar marihuana en la altura. Me sentí libre. Vendí artesanías. Vendí mi libro. Y también lo cambié, felizmente, por techo y comida. Me sentí el Che Guevara. Y me sentí culpable por no SANTIAGO CÁNEPA 10 serlo, y porque vi injusticias y me quedé callado, quieto: me sentí un cobarde. Tuve frío. Hambre. Ganas de volver a ser chiquito y abrazar a mi mamá. Tuve más asma. Tuve ganas de llorar y lloré. Tuve ganas de reír y lo hice. Tuve ganas de acostarme con una alemana rubia de tetas enormes, pero no pude. Me lamenté por no haber aprendido a hablar alemán o inglés o cualquier idioma que me diese armas para conquistar extranjeras que no fueran de habla hispana: me conformé con lo que había. Aprendí a conformarme. Me dio bronca aprender a hacerlo. Tuve también ganas de ver a Laura. Quise llamarla, escribirle un e-mail. Pasé varias horas sentado frente a una computadora buscando el valor para borrar su contacto de mi lista de chat, y lo hice. Finalmente le escribí una carta, a mano, pero la quemé en la cima de una montaña nevada. Me sentí romántico y pensé en lo lindo que hubiese quedado un tema de Brian Adams en ese momento. Me pregunté cómo habíamos llegado a darle tanta importancia a un contacto del chat, pero no me respondí. Me acordé de las palabras “realidad virtual”. Y me acordé de mi psicólogo sugiriéndome que viviera más “con los pies sobre la tierra”, diciéndome que yo sufría de “complejo de director de cine”, porque me gustaba inventar historias, dirigirlas y protagonizarlas. A veces contarlas. Quise ser Woody Allen, pero no tenía a Diane Keaton ni mis anteojos se parecían a los suyos. Quise volver. No tuve plata y les pedí dinero a mis padres desde una ciudad de Bolivia. Me gasté la plata tomando cerveza y tratando de acostarme con otra alemana rubia y de tetas grandes. Tampoco lo conseguí, no tenía suerte. Así que les pedí nuevamente dineroa mis padres y estuve seguro de que ellos me odiaron y sintieron vergüenza de tenerme como hijo. Sin embargo, me la enviaron y finalmente pude volver a casa. COGER Y CONTARLO 11 Al regresar tuve ganas de ver a Laura. Me contuve. Y como había aprendido a conformarme, me puse de novio con una ex compañera de secundaria. Me hice creer a mí mismo que estaba enamorado. Aprendí a mentirme. A los pocos meses, mientras mi noviazgo fingido se caía a pedazos y yo redactaba un e-mail para Laura tragándome palabra a palabra mi orgullo, uno de ella, en el que me preguntaba cómo estaba, llegó a mi casilla. No me sorprendió, eran comunes entre nosotros esas concomitancias novelescas. Así que, sin penarlo, nos volvimos a ver y, esta vez, también nos besamos, nos acariciamos y hablamos de las coincidencias y del amor de amigos. Pero no nos acostamos. Y yo me masturbé pensando en ella cuando llegué a mi casa. Esa noche dormí feliz porque me dijo que hacía un tiempo que había dejado al novio, y yo le respondí que, si me había buscado, se hiciese cargo de lo que sentía. Empezamos entonces a quedarnos a dormir cada uno en la casa del otro. Festejamos mi cumpleaños. Conoció a mi familia y yo conocí a la suya. Me puse nervioso y me dio vergüenza. Comenzamos a ver películas juntos y eso comenzó a ser parte de nuestra rutina diaria. Me enojaba que ella siempre, a los diez minutos de poner el DVD, tuviera que pararse para hacerse un té. Le preguntaba por qué no se lo hacía antes si ya sabía que íbamos a ver la película. Ella no me respondía y me ofrecía té y yo decía que no y acababa comprando helado. Le convidaba porque sabía que ella quería. Pero ella comía con culpa y me decía que estaba gorda, que no podía. Yo, por supuesto, no se lo negaba, pero tampoco lo afirmaba, y aprovechaba así para comérmelo todo: me insistía con que me cuidara y que no comiera como una bestia. Yo no le hacía caso. Nos gustaba hacer las compras juntos porque nos gustaba jugar a ser un matrimonio y hacer cosas de matrimonio. SANTIAGO CÁNEPA 12 Aunque no teníamos ni idea de la responsabilidad que eso conllevaba. Limpiar era algo de matrimonio. Y era una aventura porque siempre limpiábamos con música y yo aprovechaba para bailar haciéndome el payaso y así hacer lo menos posible. Ella lo dejaba pasar. Pronto tuvimos la necesidad de comprar una cama de dos plazas porque en su cama ya no entrábamos. Y de paso, compramos un sillón y una mesa ratona. Como me pasaba la mayor parte de tiempo en su casa, me vi obligado a llevar a mi perra Golden, dado que no podía dejarla sola tanto tiempo. De pronto, yo también dejé de vivir solo en mi casa y comencé a vivir con ella en su casa, donde antes vivía sola. Ahora vivíamos juntos: ella, yo, mi perra Golden y su gato. Con el paso del tiempo, la convivencia dejó de ser algo fantástico para ser algo real. Ya no siempre hacíamos las compras juntos. Y ella ya no toleraba que yo bailara mientras limpiábamos. Comencé a tener obligaciones que nunca nadie me dijo que tendría. A la hora de comer, yo prefería hamburguesas y Coca- Cola, y ella, milanesas de soja con polenta y agua mineral. Yo no entendía cómo podía comer eso. Y ella me regañaba porque decía que yo no comía sano. Discutíamos. Yo le decía que la soja estaba destruyendo al país. Y ella me decía que yo tenía los mismos hábitos alimenticios que su sobrino de siete años. Era verdad. Con el tiempo comenzó a reprocharme —cada vez con más vehemencia— que yo estuviera todo el día escribiendo y que no le prestara la suficiente atención cuando me preguntaba si esa remera la hacía gorda, o si esa pollera la hacía caderona. Para mí siempre estaba hermosa. Aunque, evidentemente, lo que reclamaba era otra cosa. Una noche llegué de la radio y la encontré en la puerta de COGER Y CONTARLO 13 casa llorando y sacando a patadas en el culo a unos perros que se revolcaban e intentaban echarse sobre mi ropa desparramada en la vereda. —Sos un hijo de puta —me dijo—. Yo acá, en casa, sola y vos en tu programita de radio llamando a prostitutas para preguntarle los precios. —Es una nueva sección del programa, Laura. Una joda. —Seguro te guardaste los números y después las vas a llamar para levantártelas. Comencé a reírme. —No es necesario levantármelas, Lau. Son prostitutas. —Andate de mi casa. Yo traté de pensar algo inteligente para decir, pero no se me ocurrió nada. Así que recogí mi ropa y subí al departamento para armar el bolso; mi plan era esperar que se calmara. Así que el ritual fue el mismo de siempre: ella lloraba y me puteaba desde la cocina, mientras yo me reía de nervios y armaba el bolso lo más despacio posible, en el cuarto. Tras muchas puteadas y reproches, al ver que no se calmaba, le dije “chau” con el bolso al hombro y me fui dando un portazo tratando de alcanzar el mayor dramatismo posible. Como la conocía, me senté en la escalera y esperé a que ella abriera la puerta para comprobar si yo aún estaba o me había ido realmente. Después de unos segundos, efectivamente la abrió desesperada y los dos comenzamos a reírnos. —¿Ves que no querés que me vaya? La abracé y le sequé las lágrimas. Luego llamamos al video club y pedimos una porquería japonesa que ella quería ver hacía rato y yo llamé a la pizzería y pedí empanadas y Coca-Cola. Eso era estar en pareja, negociar, ponernos de acuerdo y dejar contentas a ambas partes: ella se sintió culpable de comer tanta grasa y yo me dormí a la media hora de SANTIAGO CÁNEPA 14 película. Pero al menos lo intentamos. Me hizo prometerle que no iba a llamar más a ninguna puta ni le iba a hacer más preguntas obscenas a ninguna mina. Yo se lo prometí sabiendo que se lo prometía más para salir del paso que por convicción propia, pero lo hice. Al tiempo volvió a pasar lo mismo. En el programa teníamos una sección en la que hacíamos llamados azarosos y, si alguien nos atendía, le explicábamos que llamábamos para aumentar la audiencia, ya que nadie nos escuchaba. Si la persona se mostraba bien dispuesta, charlábamos un rato. Aunque no siempre las personas reaccionaban bien, esa noche tuvimos suerte. La productora marcó un número cualquiera y de inmediato atendió una mujer que, sorprendida, dijo que estaba escuchándonos. No sé si fue intuición o un simple baboseo por su voz sensual, pero me dejé llevar e imaginé que debía ser una hembra impetuosa y comencé a hacerle preguntas íntimas. Ella reaccionó bien. Se mostró dispuesta y cómoda en su eventual papel de femme fatale. No faltó pregunta que se le hiciera acerca de sus pechos o de sexo lésbico. La charla terminó a los quince minutos con un tema de Eric Clapton y con una buena cantidad de mensajes masculinos, como nunca antes habíamos tenido. Me puse contento porque los oyentes estaban contentos. Y le pregunté a mis compañeros cómo había salido, si había sido divertido. Me dijeron que sí como para contestarme algo. Y yo pensé en Laura, sabiendo que me podría estar escuchando. Cuando llegué a casa, Laura no estaba. Me había dejado una nota donde decía que yo era un hijo de puta. Que no me aguantaba más. Que se iba a pasar unos días a lo de su madre hasta estar un poco más calmada. No supe qué hacer. Pensé que, si había elegido estar con la madre en lugar de estar COGER Y CONTARLO 15 conmigo, debía estar enojada en serio. Pensé en ir a buscarla, pero me pareció apropiado dejarle su espacio para que pensara tranquila. Y a su vez me pareció que debía ir a buscarla para explicarle que todo era un juego, que formaba parte de las ficciones de la radio. No hice ninguna de las dos cosas por decisión propia. A los cinco minutos de haber llegado, recibí en el celular un mensaje de ella que decía que por favor no fuera a buscarla. Que después hablábamos. Y, sabiendo lo inútil que me veíaparado frente a la heladera, buscando cómo mezclar las pocas cosas que había adentro para obtener una comida medianamente decente, me llegó otro mensaje de ella diciendo que en el horno había tarta de jamón y queso. Y que si necesitaba platos estaban en el segundo estante de la alacena del medio. Me sentí feliz por tenerla. Y le agradecí a Dios, aunque no fuese creyente. Me comí la tarta entera y me tomé unas cuantas cervezas. Y me senté en el sillón a contestar e- mails y a mirar tele. Al otro día, me despertó el teléfono. Miré la hora. Eran las doce del mediodía. Atendí disimulando la voz de dormido. Me daba vergüenza que mi interlocutor notase que estaba durmiendo. Era mi madre: —Hola, hijo. ¿Dormías? —No, para nada. Estaba trabajando. —Tenés voz de dormido. —¿Sí? Puede ser. —Sí… Bueno, a ver cuándo venís a ver a tu papá, que te quiere ver. ¿Ella no me quería ver? ¿Para qué me llamaba? —Esta semana voy para allá, porque tengo que ir a llevar unas cosas al canal. —¿Y cómo va eso? SANTIAGO CÁNEPA 16 —Bien. Trabajo mucho y cobro poco. Sabés cómo es esto. —Ay, hijo. Con eso del derecho de piso se abusan… ¿Hasta cuándo vas a pagar derecho de piso? —Hasta que tenga talento, supongo. Mi mamá se rió y me dijo que sería bueno que algún día esos chistes me dieran de comer. Yo hice otro chiste por no saber qué contestar y dije que tenía que seguir trabajando. Le pregunté si le podía llevar algunas prendas de ropa para que me las planchara y ella me dijo que se las llevara, y que le comprara una plancha a Laura. Después de arreglar con mi madre para vernos, me levanté y me preparé una chocolatada. Revisé mi correo electrónico, escuché música y terminé un trabajo que debía terminar. A las tres de la tarde no sabía qué hacer. Revisé nuevamente mis e-mails, escribí chistes, me masturbé para no aburrirme y llamé a uno de los chicos de la radio para comentarle nuevas ideas. Pronto comencé a impacientarme porque Laura no llegaba, no llamaba ni me mandaba un mensaje para insultarme. Quise llamarla, pero pensé en respetar su espacio. Me pregunté qué era respetar el espacio del otro, dónde terminaba mi espacio y comenzaba el de ella. Me pregunté si acaso ella, al no comprender que lo que yo hacía en la radio era ficción —parte de un juego tácito que se daba con los oyentes—, no respetaba mi espacio. Desde luego no me respondí y la llamé para preguntarle. Cuando me atendió me dijo que estaba a dos cuadras de casa, que venía para hablar. ¿A dos cuadras? Ya no había tiempo de ordenar nada. ¿Qué había que hablar? ¿Por qué siempre había que hablar algo? Me daba miedo. Sentía la misma sensación que cuando la directora del colegio me llamaba a la dirección. ¿Por qué había que enfrentar los problemas? Como la conocía, bajé a la perra de la cama y sacudí sus COGER Y CONTARLO 17 pelos. Até la bolsa de basura y junté las migas que estaban sobre la mesa. Me eché perfume y me peiné con los dedos. “Debe estar a una cuadra”, pensé. “No llego”. Junté los vasos y platos sucios y los llevé a la cocina. Quería que me encontrara lavando. Esperé a escuchar la llave en la puerta, sus pasos, luego verla entrar a la cocina y por fin abrazarla. Ver a la perra mover la cola y tirarse sobre nosotros como cada vez que nos abrazábamos. Pero recordé que la había dejado en el patio, así que la entré para disfrutar de ese momento. A los dos nos daba ternura ver que ella también nos abrazaba. Esperé, esperé y esperé. “¿A dos cuadras? Ya debería haber llegado”, pensé. Hasta que escuché el timbre y me puse contento. No sólo porque ya estaba en casa, sino porque, si lo tocaba, significaba que se había olvidado la llave. Y eso, ese olvidarse la llave, ese tocar timbre con culpa —sabiendo que a mí me molestaba sobremanera— era parte de nuestro mundo. Eran esos detalles mínimos que yo había aprendido a amar de ella. Como vivíamos en un primer piso que daba a la calle, abrí la ventana y le lancé la llave. Como siempre, ella no la atajó y la dejó caer al suelo. —Laura, ¿te cuesta mucho agarrar la llave? Se va a romper. —Me va a lastimar la mano. Además, no le va a pasar nada. No se va a romper. —Sí le va a pasar. Y cuando se rompa vas a ir vos al cerrajero y lo vas a pagar vos. De tu bolsillo. —Ay, no seas exagerado, nene… y cualquier cosa la pago yo. —No soy exagerado. Vos sos exagerada. Es una llave, no un ladrillo. La última frase que dije no llegó a escucharla, ya se había SANTIAGO CÁNEPA 18 metido en el edificio. Entonces sí pude irme a la cocina, fingir que lavaba las cosas y esperar a verla entrar de la forma que yo quería. Cuando entró, lo primero que recordé fue que en la nota había escrito que se iba a la casa de su madre por unos días: había pasado solo uno. —Pensé que ibas a venir en un par de días —dije y comprendí que ese no era el comentario más apropiado, pues ella podía creer que no quería que volviera. —¿Qué, no querías que viniera? —¡Cómo te conozco, la puta madre!... Claro que quería que vinieras ¿Cómo no voy a querer que vuelvas a casa? Te lo decía solo porque me llamó la atención. —Obvio. Es mi casa también. Puedo venir cuando quiera, ¿sabés? Se sirvió agua. —Ya sé que es tu casa también. Pero pensé que… Bueno. No importa… Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que ella lo rompió con bronca: —¡Me da bronca! ¿Sabés? ¡Me da bronca escucharte hablar con esas minitas! ¿Qué, te calentás? ¿Te las querés levantar? Me acordé del personaje de Capusotto diciendo “miniiiiiiiiiitas” y me agarró un ataque de risa que no pude disimular. —¿De qué te reís? —De nada, Lau. Es que me pongo nervioso y me río. Me conocés. Me miró con odio. —Me da mucha bronca que hables así en la radio. Lo mismo que cuando escribiste esa novela que hablaba de tu ex. —¡Otra vez con eso! No hablaba de mi ex, Lau. No COGER Y CONTARLO 19 hablaba de nadie en especial. Era una novela. Una ficción… Bien, lo admito, estaba, no sé, inspirado en algo real, pero nada más. Eso no significa que yo extrañe. O ame. O sublime. No significa nada. Era una ficción, como en la radio. —No, no es lo mismo. Porque pasabas horas escribiendo cómo la querías, y describías todo igual a lo que me contabas cuando aún no éramos novios. ¿Por qué carajo había abierto la boca cuando aún éramos amigos? Debía aprender a callarme o tener en cuenta que las mujeres tienen mucha más memoria que los hombres. —¡Era un personaje! ¡Un álter ego! ¡Por Dios, Laura! —¿Un personaje? ¡Tu ex se llama Mariana y al personaje le pusiste Marina! ¡Sos un pelotudo! No supe qué contestarle. Ella tenía razón; yo le había puesto Marina al personaje, mi ex se llamaba Mariana y yo era un pelotudo. Me quedé en silencio. Ella retomó: —No sé. Me da mucha bronca, Santiago. No te puedo creer. Me cuesta mucho confiar. Me pone loca que en todos tus textos te cojas a una mina. —¡Yo no me cojo a nadie! —¡Vos o tus putos personajes, es lo mismo! Comenzó a llorar. La perra saltó sobre ella y se abrazó a su pierna, para hacer con ella su acto sexual. —¡Salí! Se la quitó de encima. Yo comencé a reírme. —Lau. Ya está. Discutimos esto mil veces. Sabés que no pasa nada, mi amor. —Pero me da bronca. —Ya sé que te da bronca. Pero realmente no pasa nada. Es parte de la radio. Esto o la novela. O lo que sea. Es parte de un personaje. De una ficción. Eso era una verdad a medias. Casi todo lo que yo hacía, SANTIAGO CÁNEPA 20 decía o escribía estaba basado en la realidad. Pero eso no significaba que fuese real o que yo estuviese involucrado sentimentalmente. Algunas veces lo hacía y otras no. Pero era algo relativo. Uno podía viajar al pasado para recordar algo sentido con el simple propósito de expresarlo al momento de narrarlo, y luego volver al presente y desembarazarse de dicho sentir. Ella nocreía que yo pudiera hacer eso, ni que pudiera preguntarle a una mina si tenía tetas grandes o si se había acostado con una mujer y no calentarme. —Pero no me gusta que hables con mujeres en la radio. Ni que llames a prostitutas para preguntarle los precios. —Ya te dije que es todo parte del programa. Vos cuando actuás y tenés que besar a alguien yo no me enojo… O sí me enojo. Pero lo entiendo y no te digo nada. Porque estás actuando. —¡Pero lo que yo hago es serio! ¡El teatro es algo milenario! ¡Lo que vos hacés no es radio, es pelotudear frente a un micrófono! Eso me ofendió, pero preferí quedarme callado y no abrir otra vertiente en la discusión. No quería pasarme los próximos doscientos cincuenta mil años peleando. Vivir en pareja era así. El mundo funcionaba así. Si yo atacaba con algo, ella tenía que atacar con algo peor. Si yo contrarrestaba con algo aún peor, ella debía sacar de donde fuera un golpe aún más certero. Era así. Con la competencia de reproches sucedía lo mismo. Ella buscaba en los anales de la relación el recuerdo de una mujer que tres años atrás yo había mirado mientras caminábamos por la avenida Corrientes. Y yo tenía que revolver casi sin éxito en los cajones desordenados de mi memoria, hasta encontrar algo para presentar ante un juez invisible que dictaminara quién era más culpable. El problema era que yo nunca encontraba nada y que ella era una experta en acopiar y archivar reproches. COGER Y CONTARLO 21 —Mirá, Laura, para mí es serio lo que hago. Le pongo lo mejor de mí y eso cuenta. —Me quedé callado un instante y luego dije la mayor estupidez que podía decir ante Laura—: Además, si te voy a cagar, no te voy a cagar en la radio, al aire y con tanta gente escuchando. —¡Sos un pelotudo! O sea que me cagarías pero a escondidas… —¡No quise decir eso! ¡Quise decir que si hubiese querido hacerlo, lo hubiese hecho, pero que no tengo necesidad de buscar minas en la radio! —¿Cómo que si hubieses querido…? —¡Basta, Laura, ya está! —la interrumpí—. No sigamos, esto es una boludez. Seguimos discutiendo por un rato. Poco a poco nos fuimos calmando y yo le prometí que no volvería a hacer esos llamados en la radio. Ella siguió llorando y se sonó los mocos con una remera de Pink Floyd que yo había dejado sobre el escritorio. Le dije que era una asquerosa y nos reímos cuando la perra se nos tiró encima al abrazarnos. Luego, hicimos el amor. Nos bañamos juntos y yo le dije que eso de bañarse juntos no era romántico y era una mentira que teníamos que encargarnos de desmitificar, ya que mientras uno estaba bajo la ducha, el otro debía esperar a un costado enjabonado y muerto de frío. Después del baño, tomamos mate y fuimos a hacer las compras juntos, mientras paseábamos a la perra. Yo me entusiasmaba con cosas tontas. Estaba contento porque habíamos comprado golosinas para el postre y porque había conseguido un disco de Benny Carter que escucharíamos mientras cenábamos. Le conté todo acerca del disco y de las propiedades benéficas de escuchar jazz mientras uno cenaba en un día de lluvia. SANTIAGO CÁNEPA 22 La convivencia había dejado de ser algo fantástico para convertirse en algo real. Y ese algo real, con todo lo que eso implicaba, era lo más fantástico que nos podía pasar. Esa noche tuvimos una cena romántica. Pedimos comida afuera. Pero no fueron ni empanadas ni milanesas de soja. Pedimos algo que nos contentara a los dos. Y usamos unas velas que encontramos en un cajón de la cocina, que habían quedado de algún cumpleaños. La noche acabó estupenda. Terminamos de cenar e hicimos el amor a la luz de un setenta y cuatro medio derretido, al compás del soplido magnífico del saxofón de Benny Carter. Hasta que ella se cansó de tanto jazz meloso y puso a Fito, mientras me decía que cuando me descuidara, me iba a tirar a la basura ese calzoncillo harapiento que ya no daba más de tanto agujero. A las dos semanas, mientras estaba en la radio, volvió a pasar lo mismo, pero esta vez el desenlace fue distinto. Una oyente llamó y, sin rodeos, nuevamente le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico, si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres. Ella me contó todo, yo un poco me excité. Otra vez, durante la tanda, le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Y yo volvía a pensar en Laura, que seguramente estaría escuchando. Así que la llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco lo hizo. Cuando intentaba hacer un tercer llamado — nuevamente a su celular, por si antes no había logrado atenderme—, la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de COGER Y CONTARLO 23 cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire.: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza, te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás. Pero tuve que atender, no me quedaba otra. Esa era la clave; no decir que no, decir siempre que sí. Aceptar, y con lo que las circunstancias nos presentaran, construir ficción. Aunque esta vez yo supiera que no lo era: —¿Así que llamás porque tenés cosas para contar? —Sí, tengo muchas cosas para contar. —¿Cómo cuáles? Empezá por decirme de dónde sos. —No importa de dónde soy. Lo que importa es lo que a vos te importa. Lo que le preguntás a todas las oyentes. Eso era muy de ella. Entendí el reproche encubierto, pero no pude objetar nada. Tuve que seguir adelante con la farsa. —¿Y qué es lo que a mí me importa, entonces? —No sé. ¿No querés saber cómo son mis tetas, o si me acosté con alguna mujer? ¿No te gustaría que te contara cómo lo cago a mi novio cuando él no está? No, no quería saberlo. Me daba arcadas de solo pensarlo. Miedo, frío, asma, tos y carraspera, vértigo. Pero a la vez sí quería. Quería saberlo todo. Cada detalle. Y me daba bronca querer saberlo y tener que seguir con esta farsa adelante. Los mensajes de los oyentes masculinos comenzaban a llegar sugiriéndome que le hiciera todo tipo de preguntas obscenas. Yo quería matarlos a todos. Uno a uno, si fuera necesario. Estaban hablando de mi novia, mi pareja, la mujer con la que yo dormía cada noche. La que me abrazaba como un vientre SANTIAGO CÁNEPA 24 materno cuando yo lloraba en posición fetal porque el mundo no era el que yo había soñado de niño. Era ella, era Laura. La misma que mil veces me hizo salir de la cama en medio de la noche (desnudo y muerto de frío) porque había escuchado un ruido extraño en el patio. La misma que una vez me llamó gritando y llorando desde la cocina, haciéndome levantar de la cama (desnudo y muerto de frío) porque se había electrocutado al abrir la heladera descalza. La que una noche me hizo recorrer todos los dentistas de guardia de la ciudad porque le dolía la muela, mientras yo la abrazaba y consolaba a la vez que la puteaba porque al otro día debía levantarme temprano. La misma que me puteaba y consolaba cuando el dolor de muelas era mío. La misma con la que buscábamos arreglarnos de otra manera cuando el sexo convencional no era posible. La que también me hizo recorrer durante toda una tarde todas las tiendas de ropa hindú que fueran posibles, con tal de conseguiresa prenda que aparentase ser hindú, pero que a su vez no lo aparentase tanto. La misma que al llegar a casa y probarse frente al espejo por vigésima vez la prenda, rompió en llanto diciendo que no le gustaba cómo le quedaba. Esa que se levantaba a prepararse un té a los diez minutos de empezada la película. La que me retaba porque decía que yo no comía sano. La misma que se enojaba porque yo no juntaba ni la ropa, ni la toalla, ni la espuma, ni la maquinita de afeitar cuando me bañaba, mientras que cuando yo no estaba, olía mi crema de afeitar y mis remeras para no extrañarme tanto. La misma a la que le contaba todo, hasta que aprendí que había ciertas cosas que no debía contarle. La misma que me escuchaba igual cuando no quería escucharme. La misma a la que le gustaba oír que yo siempre quería escucharla. La misma a la que yo amaba, y había empezado a sentirse sola porque yo me pasaba COGER Y CONTARLO 25 el día escribiendo. La misma que ahora, en mi propio programa de radio, estaba por contar cómo me engañaba. Yo sabía que eso era una venganza. Ella me lo había adelantado. Me lo había avisado de alguna manera que yo no supe entender. Me estaba diciendo: “¡Necesito que me prestes más atención! ¡Basta de pensar en vos por un momento!”. Yo era acusado de haber dejado de escucharla y ahora, como si fuese una condena, no solo debía escucharla yo, sino todos los oyentes de la radio. Naturalmente, el único que sabía que estaba hablando con Laura —mi Laura— era yo. El resto de los integrantes del programa, y desde luego los oyentes, no lo sabían. Así que, sin más, actuando como un héroe o un imbécil, tragándome las ganas de llorar y salir corriendo hasta casa para pedirle explicaciones, conocer la cruel verdad y tirarme en el sillón a llorar en posición fetal, seguí adelante con el llamado: —¿Así que tenés muchas cosas para contar? —Sí, muchas. —Empezá, entonces, por contarnos cómo sos. —Linda, muy linda. Yo creo que si vos me vieras, te enamorarías de mí. —¿Te parece? —Sí. —¿Y cómo sos? —Cómo soy… Alta, delgada, pelo castaño… me parezco a uno de los personajes de tu libro. No supe qué contestarle. Tuve miedo de que dijera a qué personaje se refería, de qué cuento, y que alguien del entorno pudiera darse cuenta de que se trataba de Laura, mi Laura. En cuanto a su voz, sabía que ningún conocido podía darse cuenta, ya que, por más familiar que pudiera sonarle, nadie asociaría a Laura, mi Laura, con esa Laura. Es decir, nadie podría SANTIAGO CÁNEPA 26 imaginarse que mi Laura me estuviera haciendo eso. —Ah, mirá vos. ¿Y te gusta leer? —Sí, me gusta mucho leer. A Laura le gustaba mucho leer, vivía leyendo. Poesía y ensayos. La ficción no le gustaba. Quizás por eso no entendía lo que yo hacía en la radio. Quizás por eso me hacía lo que me estaba haciendo. Intenté llevar la charla para el lado de la poesía y del cine. Terminarla cuanto antes. No obstante, la productora, la operadora y mis otros compañeros de radio, comenzaron a mirarme sin entender lo que hacía. Así que, a través del retorno, de señas inentendibles como de mimos inexpertos, de papelitos escritos rápidamente y traídos al estudio en silencio, de carteles con marcador en hojas de cuaderno, comenzaron a mandarme preguntas que yo debía hacerle y a guiarme la charla para el lado que a ellos y, por supuesto, a todos los oyentes, les interesaba. Me contó que aprovechaba cada vez que yo me iba por un largo rato para reencontrarse con ese viejo amor que alguna vez había tenido. Me contó cómo lo hacían en la cama. Cómo él escuchaba lo que supuestamente a mí ya no me importaba. Cómo se reían. Cómo hablaban de mí y de la novia de él. Cómo paseaban. Cómo él la llevaba a pasear en ese auto nuevo que yo no tenía. Cómo él trabajaba en un trabajo donde no tenía que preguntarles a las mujeres si tenían tetas grandes o si se habían acostado con alguna mujer. Cómo él no llamaba prostitutas para hacer un programa de radio. Cómo él cumplía las promesas que hacía. Yo quedé atónito. Volví a ser un niño. Mi pito se redujo al tamaño de un maní. Comencé a ver en mí cada falencia y en él cada virtud. Comencé a sentirme mal y a querer salir corriendo. Mis ojos comenzaron a lagrimear. Por suerte, el llamado ya había terminado y el público había quedado contento. Nadie se COGER Y CONTARLO 27 había dado cuenta de nada. Así que camuflé mis lágrimas fingiendo un bostezo y me fui al baño. Una vez allí quise hacer pis pero no pude, no tuve ganas. Me miré el pito y lo vi encogido y arrugado. Pensé que el otro debía ser mucho más viril que yo. Me la imaginé a Laura en cuatro y a él dándole por atrás, apurados, sin sacarse la ropa, aprovechando el tiempo en que yo no estaba. Le vi la cara de placer y eso me dio asco. Quise vomitar pero no pude, no sabía cómo hacerlo. Me daba miedo ahogarme con mi propio vómito. Así que simplemente me lavé la cara con un poco de agua fría, sin jabón, y me miré en el espejo. Me vi feo, con la barba muy crecida y con cara de boludo, despeinado. Me acomodé un poco el pelo, la barba y el cuello de la camisa, pero seguía teniendo cara de boludo. Pensé en el otro, en que era lindo y tenía auto nuevo. Pensé que debía tomarme un taxi para llegar más rápido a casa. Y que Dios los había inventado para salvarme la vida. Pero que en ese viaje se me iría parte del poco dinero que me quedaba hasta fin de mes. Pensé en que estaba tardando mucho en el baño y que alguien podía sospechar, así que tiré la cadena para disimular que no había hecho nada. Cuando estaba a punto de salir, me vino a buscar la productora: —Dale, che, que ya termina la pausa. Charlás un rato, te despedís y nos vamos… ¿Estás bien? —¿Eh? Sí, bárbaro, ¿por? —No sé, te noto raro. Me gustó que me preguntara eso. Por un momento me imaginé separado de Laura y llorando sobre el hombro de mi productora. La imaginé encima de mí follándome como una bestia, repitiendo: “Soy tu putita, soy tu putita”. —Debo estar un poco cansado. Mucho trabajo. —Y sí, puede ser. Todos estamos así. —Sí… SANTIAGO CÁNEPA 28 Dije yo y no supe qué más decir. No se me ocurrió nada, ningún chiste para llenar el silencio. Pero agregué, cuando ella se estaba yendo: —Si no te jode, entro al aire, me despido, y mandamos música hasta cumplir el horario. Estoy un poco mareado. Ella me miró de forma comprensiva, como si supiera lo que me estaba pasando y me dijo que sí, que no había problema. Cuando se fue, le miré el culo. No era gran cosa, pero siempre se podía hacer algo. A los pocos segundos estaba sentado nuevamente en el estudio. Comencé a apagar mi computadora y esperé a que me dieran aire. Cuando el micrófono se encendió, hablé de lo que había sido el programa, de lo que haríamos en el próximo y di las gracias y me despedí. Una canción de Oasis comenzó a sonar y yo esperé a que el micrófono se apagara. Me quité los auriculares, guardé mis cosas, me despedí de todos y en menos de cinco minutos ya estaba en la calle. Caminé hasta Corrientes y 9 de Julio y, una vez allí, paré un taxi. El primero que paré me frenó. Me subí atrás. Sabía que si me subía adelante tendría que hablar con el chofer y contarle todo lo que me estaba pasando, incluso escuchar sus consejos o, lo que era peor, sus penas. Así que después de darle las coordenadas, abrí la ventanilla, apoyé mi cabeza en el marco y me perdí en el paisaje. Ver la avenida colapsada de autos, sus luces, los edificios grises, la gente y todo el gran caos que era Buenos Aires, me hacía sentir menos solo. Me hacía pensar que entre tantas almas caminando errantes, yo no sería el único que sufría por amor. Las grandes ciudades son siempre un refugio para la soledad. Mi cabeza funcionaba como una sierra eléctrica o como el motor de un coche de carreras. No paraba de imaginar, dedispararme imágenes y desenlaces posibles. Me pregunté si era COGER Y CONTARLO 29 capaz de perdonar una infidelidad y me contesté que sí. Me odié por responderme eso. Me pregunté si en ese caso era capaz de perdonarla y entendí que sí, que lo que me había dolido en verdad era la venganza, ese pase de factura en mi propio territorio, no la infidelidad en sí misma. Me imaginé llegando a casa y encontrándola con el otro, los dos sentados en mi cama, o en mi sillón, mirando mi tele y diciéndome que ya no iba más, que él sí cumplía sus promesas y que la escuchaba y que, como para hacerme las cosas más fáciles, él mismo había embalado todas mis pertenencias y se ofrecía a llevarme en su auto. Me imaginé subiendo a su auto, resignado, como cuando tenía que acompañar a mi madre a algún sitio contra mi voluntad. Me imaginé encontrando una bombacha de mi novia en el asiento trasero. Y al tipo diciéndome: “Yo se la doy, no te preocupes”. Me imaginé teniendo bronca, matándolo a trompadas, rompiéndole el auto y riendo a carcajadas. Me imaginé derrotado, arrepentido por no haber cumplido todas las promesas que le había hecho a Laura. Me vi solo, triste y patético, así que comencé a revisar los contactos de mi celular en busca de nombres femeninos. Luciana, Samanta, Natalia, Juliana, Alejandra. Busqué en todas las letras. Cuando tuve algunos nombres potables, escribí un mensaje genérico, algo así como: “Hola, tanto tiempo. ¿Qué es de tu vida?”, y se lo envié a varias mujeres a la vez. Si iba a separarme de Laura, debía encontrar a alguien que me sostuviera mientras la olvidaba. Cuando por fin llegué a casa, vi que las luces estaban prendidas y que se escuchaba música. Pagué el taxi y guardé el vuelto sin mirarlo. Me había salido más barato de lo que pensaba. No me alegré. Busqué la llave en mi bolso, abrí la puerta y entré. Subí la escalera con miedo. A medida que iba subiendo, se iba escuchando más fuerte la música. Entre la SANTIAGO CÁNEPA 30 música —que nunca supe si era Soda o Cerati— se escuchaba a Laura cantando. No entendí cómo podía estar cantando en esa situación, así que subí los pocos escalones que me quedaban a toda velocidad y metí la llave para abrir la puerta. Cuando intenté abrirla, sentí que desde adentro estaba puesta la traba y empecé a tocar timbre como loco. De pronto, se calló la música y se escuchó a Laura diciendo “ya va, ya va, nene, estaba en la cocina”, y luego se escucharon sus pasos hacia la puerta y a la perra que lloraba porque me reconocía. Cuando abrió la puerta, la vi: tenía el pelo recogido, mi remera de Pink Floyd, un short diminuto y blanco, que a mí siempre me excitaba, y unas ojotas con medias. Estaba sonriendo. —Qué rápido llegaste. ¿Viniste en taxi? —me dijo sonriendo, mientras se iba a la cocina y la perra se me tiraba encima, llorando y moviendo la cola. —Explicame qué acaba de pasar. Me quité la perra de encima. Ella se tiró al suelo con las patas para arriba, esperando que la acariciara. —Ya está la comida. ¿Ponés la mesa? Yo entré y dejé mi bolso en el sillón. Uno o dos mensajes me llegaron al celular. No los revisé. Supuse que era alguna de las minas que había mensajeado en el taxi. —¿Me podés explicar qué carajo acaba de pasar, Laura? —No me vas a decir que te creíste lo del llamado. —¿Me estás cargando? —No, no te estoy cargando. No me digas que te creíste que lo que dije en el llamado era en serio. —Hizo una pausa. Al ver mi cara de perplejidad, agregó—: ¿En serio te lo creíste? —¿Cómo “en serio te lo creíste”? No entiendo nada ¿Qué carajo pasa? ¿Era una broma? Comenzó a reír. En ese momento entendí todo. Como si de pronto un viento me golpease la cara, la respuesta me vino a COGER Y CONTARLO 31 la mente: una venganza. Una venganza que no tenía que ver con una infidelidad, ya que si ella lo hubiera hecho, se habría encargado de que yo no me enterase; esta venganza era más cercana y tenía que ver con su reproche continuo y mi excusa o, más que mi excusa, mi verdad, mi realidad, mi premisa de que todo lo que sucedía en la radio, o en la literatura, era ficción, pura y exclusivamente ficción. Una ficción que ella tenía que soportar y que yo me encargaba de sostener en el tiempo a través de promesas incumplidas. Esta vez la cosa se había dado vuelta. Para ella, ese llamado había sido ficción y divertimento. Para mí, había sido realidad y sufrimiento. Simplemente no pude enojarme, había sido hábil, me había puesto de su lado y me había demostrado lo que ella sentía y yo no podía entender. En ese momento la abracé, la sentí latir entre mis brazos. Me sentí fuerte y viril. Afortunado de haberla conocido y de tenerla a mi lado. Sentí mi pito crecer y con él mi hombría. Sentí su olor, tuve ganas de apretarla y la apreté muy fuerte, como siempre hacía, cada vez que sentía esa electricidad que me corría por el cuerpo y necesitaba descargarla, meterla a ella adentro de mi pecho. —El taxi me lo vas a pagar vos —le dije y nos reímos. La perra comenzó a saltarnos encima, hasta que se colgó de la pierna de Laura y comenzó a garcharse el muslo. Laura se la quitó de encima y tomándome de la mano me llevó a la cocina. Había hecho hamburguesas y comprado Coca-Cola. —En el freezer hay helado. Me dijo cuando terminábamos de comer. —¿En serio? —pregunté contento. —Sí. Trajo mi papá. —¡Qué grande tu viejo! Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. SANTIAGO CÁNEPA 32 Hasta que de pronto ella me dijo: —Es una buena historia. Podés contarla o hacer un cuento de ella. —¿Qué historia? —Esta, la nuestra. El llamado a la radio y el desenlace. Todo. —Es verdad. Tenés razón. Me entusiasmé. Y apenas terminé el último bocado, me paré y fui a encender la computadora. —¿Otra vez vas a escribir? —me increpó. —No, no. Solo voy a encender la computadora. —Te conozco. Ni siquiera terminás el postre y ya te vas a escribir. —Enciendo la computadora y voy. Saqué la computadora de mi bolso, la puse sobre el escritorio y la enchufé. Cuando estaba a punto de encenderla, Laura apareció a mi lado con mi celular en la mano. —Te está sonando el celular. Es Samanta ¿Quién es Samanta, Santiago? ¿Me podés decir? COGER Y CONTARLO 33 CAPÍTULO 2 Cuestionarnos Llegó un momento en el que mis amigos y yo prácticamente dejamos de vernos. Nuestros encuentros dejaron de ser diarios o semanales para pasar a ser la triste consecuencia de algún cumpleaños o el nacimiento de algún hijo. Como un espectador mudo, como un mero testigo de mi propia existencia, fui advirtiendo como, día a día, estos encuentros se fueron volviendo cada vez más esporádicos para pasar a ser un milagro, en caso de producirse. Eso se supone que es “crecer”. Alguien me dijo que una cosa es cumplir años y otra bien distinta es crecer. Desde luego, yo había cumplido y festejado cada uno de los años que me había tocado vivir, pero no estaba del todo seguro de si había hecho lo otro de forma correcta: ¿cómo saberlo? Para entonces, yo contaba con tres o cuatro amigos que se habían convertido en padres y casi con el doble de exparejas y amantes que se habían casado. Esto, por no verse reflejado en mi propia vida, me daba la sensación de que poco a poco me iba quedando solo y de que, como todo un inútil, iba creciendo a través de las acciones de otros. La vida me estaba obligando a crecer. ¿Cómo hacer entonces para ignorarla? ¿Cómo ir en SANTIAGO CÁNEPA 34 contra de lo que la vida quiere? ¿Cómo saber si caminamos en el sentido correcto al pisar las huellas que dejaron otros? Las respuestas a todos estos interrogantes no las tengo. Pero intuyo que la solución y la paz —sobre todo la paz— radican en no hacérmelos. Una noche, para festejar el cumpleaños de Marcos, nos juntamostodos —con parejas e hijos—, en el departamento que recientemente habían alquilado junto a su novia, Brenda. Cuando empezaron a escasear las gaseosas, Marcos dijo que saldría a comprar y, para que no fuera solo, me ofrecí a acompañarlo. A mí se me sumó Carlos y a Carlos se le sumó Martín. De pronto, nos encontramos los cuatro en el auto de Marcos. Solos, como desde hacía tiempo no estábamos. —Che, boludo —dijo Martín, sin aclarar a qué boludo se refería—. Creo que esta es la primera vez en años que estamos los cuatro solos. —¡Es verdad! ¡Vamos de putas! —dijo riendo Carlos. Y todos nos reímos con él. —¡O cojamos entre nosotros, total, ya tenemos confianza! —acoté yo, y volvimos a reír. Marcos puso el auto en marcha y arrancó. —Che, a la vuelta hay un kiosco, ¿por qué no vamos caminando? —preguntó Martín. —Vamos a dar una vuelta —dijo Marcos con la parquedad que lo caracterizaba. —¿A dónde? —A dar una vuelta, Santiago. Qué sé yo. —Pero ¿a dónde, boludo? Decime. —No sé. A dar una vuelta. A mirar algunas minas. Al escuchar la palabra “minas”, Carlos gritó “¡Aceleráaaa, putooo!”, eufórico, mientras intentaba subir el COGER Y CONTARLO 35 volumen del estéreo. —Tocate el culo, negro feo —le dijo Marcos y le pegó en la mano como se le pega a un nene que hace lío. Y luego subió él el volumen. En la radio sonaba “El pibe de los astilleros”, de Los Redondos. —Che, ¿pero no vamos a ir al kiosco? —pregunté yo como un estúpido, sin entender cómo venía la mano. Nadie me contestó. Estuve a punto de acotar algo acerca de que no podíamos dejar solas a nuestras parejas, pero iba a dar lugar a todo tipo de burlas. Preferí quedarme callado. Marcos tomó Estado de Israel a toda velocidad y, antes de que terminara la canción, ya estábamos sobre la avenida Corrientes. Tarareábamos los últimos acordes como si estuviéramos en la cancha. La avenida estaba repleta de gente que iba y venía en todas las direcciones. Y, entre ellos, un grupo de chicas muy jóvenes vestidas con minifaldas y jeans ajustados. Carlos sacó la cabeza por la ventanilla y les gritó: —¡Hola, hermosas! ¡Suban acá que hay lugar para las veinte! Y nos hizo reír a todos. La canción de Los Redondos terminaba y comenzaba otra que ninguno conocía. Nos sentimos fuera de moda. A la altura del Abasto, pasamos delante de una mulata de curvas inabarcables que esperaba para cruzar la calle. Marcos frenó frente a ella y me dijo: —Preguntale cuánto cobra, Santi. —Preguntale vos. —Preguntale vos, sorete, que está de tu lado. Le pregunté, pero la mulata no me respondió. Lo miré a Marcos buscando ayuda, y éste con la cabeza me indicó que preguntara de nuevo. Lo hice, pero tampoco obtuve respuesta. —Dejala, no debe ser prostituta —acotó Martín, que era SANTIAGO CÁNEPA 36 el que más nervioso se ponía en esas situaciones. —¿Qué no va a ser prostituta, Pelado? Estas son rapidísimas. Vas a ver —dijo Marcos. Y volvió a insistir con la negra—: Che, por veinte pesos y un paquete de arroz, ¿nos hacés una mamada a los cuatro? Todos estallamos en una carcajada. Marcos aceleró y a toda velocidad se metió entre el tránsito. Cuando ya estábamos a unos cuantos metros, Martín sacó la cabeza por la ventanilla y nos sorprendió a todos: —¡Andá, muerta de hambre! ¡Ya vas a necesitar para comer y vas a chupar cualquier verga! Volvimos a reír. —Te fuiste de tema, Pelado…—estaba diciendo yo, cuando Marcos me interrumpió subiendo la apuesta: —No se rían. No se jode con esas cosas. Por ahí si no está encadenada, la negra no funciona. Nuevamente estallamos todos en una carcajada sonora, radiante, que nos hacía recordar a esas tantas que se nos escapaban cada noche en nuestro antiguo barrio, cuando tirábamos petardos en los tachos de basura o pedíamos pizza y se la mandábamos a la vecina de al lado. —Che, no nos podemos estar riendo de esto. Somos unos hijos de puta —se recató Carlos y los demás lo seguimos, aguantando la risa. Hasta que yo volví a pensar en la frase y estallé nuevamente: —¡"Si no está encadenada no funciona”! Te pasaste. Las risas contenidas volvieron a brotar. Ahora con más fuerza. —¿Viste? Vos sos el que hace reír arriba del escenario, pero yo te hago reír acá. —Sos un hijo de puta —le dije a Marcos, pensando en que ser hijo de puta podía ser bueno o malo, según cómo a uno COGER Y CONTARLO 37 se lo dijeran. En este caso, era bueno, pues le había querido decir que era un genio, un gurú, por el chiste que acababa de hacer. Pero si nos peleábamos y se lo decía en un tono más vehemente, ese era el peor de los insultos. Las maravillas de ser argentino. —Los quiero, hijos de puta —les dije, y todos comenzaron a pegarme como si aún fuéramos niños y me dieran un castigo o me mantearan por mi cumpleaños. —Andá, maricón. Te pusiste sensible —me dijo Martín y a la burla se sumó Carlos. —Ay, el señor que escribe cuentitos se pone sensible. Eso es de putos. —Si habrás chamuyado minas con ese curro de la literatura, hijo de puta. Cómo me sacabas ventaja cuando empezabas con eso —recordó Marcos. Y a mi su remembranza me despertó nostalgia. —Vos también tenés lo tuyo, bonito —le dije acariciándole la cara. —¡Pará que me vas a hacer chocar, forro! —me dijo sacándome la mano, mientras doblaba hacia la avenida Córdoba por una calle del Once. Las calles estaban llenas de gente. Las vidrieras resplandecían de ofertas y luces. Parecía que todos asistirían a una fiesta a la que nosotros jamás iríamos. Las ganas de tener un festejo distinto al que teníamos empezaban a notarse: —¡Vamos para Palermo, que está lleno de minas! —dije, y Martín y Carlos me apoyaron. —No. Tengo una idea mejor —dijo Marcos y nos miró a todos como si fuese un actor que estuviera por resolver el misterio de la película—. Vamos para el barrio. Cuando decíamos “El Barrio”, era un único barrio. El SANTIAGO CÁNEPA 38 Barrio con mayúscula. Nuestro Barrio: Parque Chas. El lugar que nos había visto crecer. Que con sus calles laberínticas había albergado nuestros partidos de futbol, nuestros ring raje, nuestros primeros amores, nuestras primeras borracheras. Que nos acogía a todos como una misma casa y nos daba la inmediatez de marcar un teléfono y decir “en diez minutos en la casa del Pelado”, y tenernos a todos, diez minutos después, en la puerta de su casa. El Barrio. El único que existía para nosotros, así nos fuésemos a vivir a Ámsterdam. Recorrimos el Barrio con nostalgia. Recordamos rincones y anécdotas. Ya ninguno de nosotros vivía en él. Marcos ahora vivía con su novia en Villa Crespo. Carlos vivía en Belgrano, con su pareja y su hijo. Martín vivía solo, separado, en Colegiales. Y yo vivía con Laura en el sur de la ciudad, muy lejos de todos. De pronto, Martín tuvo una idea que todos entendimos como imposible: —Che, ¿y si vamos a buscar al Gordo y nos vamos de joda? Nadie contestó. El Gordo, como le decíamos, o Toto, o simplemente Alfredo, no querría salir con nosotros: desde que estaba en pareja, había dejado de frecuentarnos. —Por ahí se engancha —insistió Martín. —Tomátelas —dijo Marcos—. Es un gordo puto. Nos dejó de lado. Se olvidó de nosotros. Todo por una mina. —Todos nos olvidamos un poco de los amigos. Así es la vida, Marcos —traté de remediar yo. —¡Yo no me olvidé nunca de mis amigos, Santiago! Yo jamás dejé de verlos ¿O no los veo yo? —Sí, obvio. —Y bueno. Poco, mucho. Aunque sea cada dos meses. COGER Y CONTARLO 39 Pero los veo. Yo estuve cuando había que estar. —Todos estuvimos y el Gordo no. Qué le vamos a hacer. Él es así. Hay que aceptarlo como es. —¿Aceptarlo? Se acepta a una persona que está. No a una que no existe. Él nos dejó de garpe a nosotros. Él fue el que no nos aceptó. —Hagamos algo —dijo Carlos—, llamalo y decile que pasamos a saludarlo. —Bueno,lo llamo —dije yo y marqué su número en mi celular. —Si te atiende, vas a ver que no va a querer salir ni siquiera a saludarnos —arriesgó Marcos. Pero sorpresivamente, el Gordo atendió: —Hola, Toto, Gordo, soy yo, Santi. —Hola, ¿cómo estás? —Bien, bien. Escuchame, ¿estás en tu casa, Gordo? El Gordo era el único de nosotros que aún vivía con sus padres, pese a que hacía años que estaba de novio. —Ehh, sí —dudó—. Estoy acá cenando con Luciana y con mis viejos. —Buenísimo. En un rato pasamos por allá. Es el cumpleaños de Marcos. Se negó: —Es que me estoy yendo ya. Te llamo en otro momento y arreglamos una salida. Yo estaba seguro de que me estaba mintiendo. —Dale —insistí—. Pasamos un segundo nada más. No te jodemos mucho. Volvió a negarse. Como lo conocía, decidí no insistir más. Era en vano. —Bueno, Gordo. Todo bien. Te dejo tranquilo. Hablamos en otro momento. SANTIAGO CÁNEPA 40 —Dale. Saludos a los chicos. —Chau. Corté. Cuando miré por la ventanilla, comprobé que estábamos en la puerta de su casa. Sorprendido le pregunté a Marcos qué hacíamos allí. —Vamos a secuestrarlo. Todos nos reímos. —Es verdad. La única manera de sacárselo a la jermu es secuestrándolo —acotó entre carcajadas alguien que no recuerdo. De repente, todos dejamos de reírnos. Nos miramos como diciéndonos algo y al mismo tiempo nos bajamos del auto, cada uno por su respectiva puerta. —Vamos a buscarlo. —Vamos. Caminamos hasta la entrada del edificio donde estaba el Gordo y tocamos timbre. Atendió su madre. Hablé yo: —Hola, Marta, soy Santi, ¿le podrías decir a Alfredo que baje un minuto? —A ver. Un segundo. —Este no va a bajar —dijo Carlos, casi en silencio. —Ahí baja —se escuchó decir a la madre del Gordo contradiciéndolo a Carlos, tapándole la boca. —Gracias, Marta. Al cabo de unos minutos, cuando el Gordo bajó sonriendo sin motivo aparente, como siempre, Marcos le acertó una trompada en el estómago y lo dejó sin aire, doblado en el piso. —¿Qué hacés, enfermo? —le grité yo. —No pasa nada, le di despacito. Es para que se relaje un poco —me dijo él, tratando de aminorar las cosas. Yo no entendía lo que estaba pasando. —Pero ¿cómo le vas a pegar? ¿Estás loco? —le pregunté buscando una respuesta. Él me respondió confirmándome que COGER Y CONTARLO 41 realmente estaba loco: —¡Y bueno, Santiago, en los secuestros se pega, es así! —¡Pero esto no es un secuestro, tarado! —¡Sí, es un secuestro! ¡Vos dijiste “vamos a secuestrarlo”! —¡No, estúpido, dije “vamos a buscarlo”! —Bueno, es lo mismo. —No, Marcos, no es lo mismo. Era en vano discutir. Marcos ya le había pegado al Gordo y junto a Carlos lo metían en el asiento trasero del coche, como los policías meten a los ladrones. Martín y yo nos subimos donde pudimos. Yo quedé al lado del Gordo y Martín adelante. Marcos trabó todas las puertas y salió a toda velocidad por avenida de Los Incas, hacia el lado de Devoto. El Gordo puteaba como loco. Tenía cara de asustado y de asesino a la vez. —Toto, te juro que la idea no era pegarte, la idea era que salieras a dar una vuelta, a ver un par de minas —me disculpaba yo, sintiendo que todo se nos había ido de las manos. —¡Llévenme para mi casa! —gritaba él y se movía histérico. Me era difícil contenerlo. —Gordo, te estamos salvando la vida. Vos sos el único de nosotros que todavía está a tiempo —dijo Marcos, y Martín, Carlos y yo nos miramos sabiendo exactamente lo que sucedía. Con casi treinta años, Marcos ya había pasado por tres concubinatos, sin contar el último. Y de todos había salido escapando. Siempre sintiéndose muy joven para convivir. Pensamiento que le venía a la mente cada vez que se sentía presionado o que notaba el paso del tiempo. Recuerdo que el día del nacimiento del hijo de Carlos y del hijo de Martín, saliendo del sanatorio, me dijo exactamente lo mismo, SANTIAGO CÁNEPA 42 refiriéndose a nuestras parejas: —¿No viste cómo estaban? ¿No viste cómo se le ponían los ojitos cuando agarraban al bebé? Si nos descuidamos, no llegamos a fin de año, hermano. Las minas con esto se ponen como locas. Se les despierta el instinto maternal y te encajan un pendejo en cualquier momento. Se les revolucionan las hormonas y todo su cuerpo se vuelve una trampa mortal. Te agarran de los huevos y cagaste. Laura y yo teníamos muy en claro que por el momento no queríamos ser padres. Se lo dije las dos veces, pero las dos veces me respondió igual: —No importa. Eso no importa. Si tu mujer… —No es mi mujer —aclaré yo—. No estamos casados. -—¡Es lo mismo, gil! Tu mujer. Tu novia. Tu pareja. Es lo mismo, ¿no te das cuenta? Ella dice que no quiere tener un hijo. Ella dice que no se quiere casar. Pero en el fondo sí quiere. Y vos te la estás morfando como un boludo. —Laura y yo tenemos confianza, Marcos. El día que sienta ganas de ser madre o de casarse me lo va a decir. Lo vamos a charlar como todo en nuestra relación. —¡Te lo va a decir o se va a ir con otro, pelotudo! Si vos no le das lo que quiere se va a ir con otro. Es así, hermano, ellas quieren ser madres y se quieren casar. Y cuando lo consiguen, vos cagaste. Nosotros somos solo un medio para conseguirlo. Nada más. ¿No viste lo contentas que estaban alzando a ese bebé? ¿Y la cara de idiota que tiene el otro boludo? —se refería al padre en cuestión. —Están contentas porque ven al bebé. A todos nos emociona, Marcos. —No, gil. Están contentas porque su especie se adueñó de uno de los nuestros. Toda nuestra vida nos mintieron, Santiago. El macho no es el cazador. El cazador es la hembra. Nosotros COGER Y CONTARLO 43 somos la presa. ¿Te tengo que enseñar todo? Con sus modos tan particulares, Marcos exteriorizaba los miedos y cuestionamientos que, en silencio, soportaba yo. Para mí, la vida era padecer. Para él, era quejarse. Eso mismo que me dijo aquellas dos veces, al salir del sanatorio, se lo decía ahora al Gordo. Y, de alguna manera, sentía que me lo volvía a decir a mí, pero, sobre todo, sentía que se lo decía a él mismo. —Gordo, vos sos el único que está a tiempo. Estás más a tiempo que todos. Todavía vivís con tus viejos. Podés hacer lo que quieras sin tener que pedirle permiso a nadie. El Gordo lo miraba en silencio. No sabía cómo reaccionar: —Me voy a casar en marzo. Ya sacamos fecha en el registro. El Gordo era el único de nosotros que había hecho las cosas como se supone deben hacerse: había terminado el colegio, estudiado una carrera, conseguido una novia. Y con ella había comprado una casa para luego casarse y habitarla. Todo sin pedirnos permiso a nosotros. Todo sin cuestionarse. De pronto, un patrullero nos hizo luces y comenzó a seguirnos con la sirena encendida. Nos asustamos. Marcos y el Gordo dejaron de discutir: —Pará, Marcos. No se te ocurra acelerar que nos van a cagar a tiros —dijo el Gordo. Y Marcos le hizo caso. —Me parece que quieren que nos detengamos —agregó luego. Marcos detuvo el auto—. Yo sé cómo es esto. Que ninguno se baje del auto —volvió a agregar. Los dos policías, con las armas en la mano, se acercaron al auto y nos hicieron bajar a los gritos: —¡Vamos, abajo! ¡Contra la pared! ¡Contra la pared! Nosotros les hicimos caso, sin comprender lo que pasaba. SANTIAGO CÁNEPA 44 —¿Estás bien, pibe? —le preguntó uno de los policías al Gordo. —Sí, oficial, estoy bien. No pasa nada. —¿Seguro?... Documentos. ¿Quién es el dueño del auto? —Yo —dijo Marcos. Los policías le pidieron los papeles del auto. Él les dio todo. Tenía todo en regla. Mientras uno revisaba el auto y los papeles, el otro nos palpaba de armas a nosotros y le seguía preguntando al Gordo si estaba bien. —Sí, oficial. Estoy bárbaro. No pasó nada. En serio. —¿Seguro, nene? Decime la verdad. No te va a pasar nada. Se escuchaba al otro hablar por radio: —Acá móviluno. Solicito refuerzos. Posible intento de secuestro. Cuatro masculinos. Entre veinticinco y treinta años Una víctima también masculina. Avenida Beiró y Nazca… Yo comencé a temblar. Perdí conciencia de todo lo que sucedía a mí alrededor. Me perdí en mis pensamientos: todo lo que yo me había cuestionado ya no importaba. No servía de nada cuestionármelo. Pues de allí en más pasaría el resto de mis días en un calabozo, haciendo cucharita con un violador serial al menos dos metros más alto y más robusto que yo. Me imaginé a Ernesto, el violador serial, golpeándome con sus puños enormes y duros por atreverme a cuestionar si era realmente él el violador con quien quería estar. O si era esa la forma en que quería estar preso y ser violado. Le diría: “¡No, Ernesto, no! ¡No me pegues! ¡Vos sos mi violador favorito!”. Una jueza, mujer, hembra, me diría: “Acá tenés, Santiago. ¿Querés estar con tus amigos? Vas a pasar el resto de tus días con ellos”. ¿Yo sería capaz de aguantar tanto tiempo a mis amigos? ¿Cómo haría para vivir sin Laura y sus consejos? De pronto, escuché la voz de Marcos que insultaba al Gordo: —¡Gordo, esto pasa porque nos dejaste de garpe! ¡Vos te COGER Y CONTARLO 45 pusiste de novio y no nos diste más pelota! ¡Sos un forro! ¡Vos te merecés estar en cana por abandono de persona! El Gordo le respondía y los policías trataban de callarlos, sin entender lo que sucedía: —¡Yo no los dejé de garpe! ¡Dejé de juntarme con ustedes porque vos y Santiago se burlaron de que Luciana tuviera labio leporino! Pese al miedo, no pude evitar sonreírme al recordar aquella reunión donde el Gordo presentó a Luciana, y Marcos y yo, bajo los efectos del alcohol más barato, le dijimos que para acostarse con ella tenía que taparle la cara. —¿Y tu novia qué? —le decía el Gordo—. ¡Tiene el culo enorme y nadie dice nada! —Es verdad —acotó Martín. —¡Vos no te metas! —le respondió Marcos, mientras el Gordo seguía con su artillería: —Yo por lo menos no ando cambiando de mina cada año. —A esta altura, ya ninguno de nosotros tenía las manos contra la pared—. Yo estoy con la misma mina desde hace años y la amo como siempre. Estoy con ella a pesar de que tenga labio leporino o de que tenga lo que sea. La acepto. En cambio vos, cuando no te gusta algo, rajás. Sos un cagón. Un caprichoso. Un pendejo. No sabés adaptarte. No podés conformarte con ninguna porque en realidad no podés conformarte con vos mismo. Carlos le explicaba a uno de los policías que solo era un altercado entre amigos. Yo escuchaba lo que decía el Gordo y empezaba a sentir culpa por lo que habíamos hecho. Se lo dije: —Gordo, ¿en serio dejaste de vernos por lo que dijimos de tu mujer? —Sí. No tanto por mí, sino por ella. Yo sé cómo son SANTIAGO CÁNEPA 46 ustedes. Los conozco. Pero ella, después de ese día, jamás quiso que nos juntáramos. Le agarró pánico. —Somos unos hijos de puta, Gordo —pensé en voz alta. Con la mirada perdida. —¿Cómo pretenden que salga con ustedes si cada vez que me llaman o me mandan un mensaje me dicen que vamos a ir a buscar minas o vamos a ir de putas? ¿Qué se creen? ¿Que Luciana no me revisa el celular? Los policías, rendidos, se fueron diciendo: “Estos están todos locos”. Marcos parecía entrar en razón. el Gordo empezaba a calmarse. Hablaban en un tono más tranquilo. Al notarlo, Martín, Carlos y yo comenzamos a sugerirles que se dieran un abrazo. Se lo dieron y nosotros saltamos sobre ellos para mantearlos sin manta, como cuando éramos chicos y festejábamos un cumpleaños. —Te quiero, hijo de puta —le dije al Gordo, y volví a pensar en que insultaba para demostrar afecto. Así éramos nosotros. Así nos queríamos. Así habíamos aprendido a vivir, quizás, de forma correcta. Luego de unas largas pedidas de disculpas por parte de todos, reparamos en que ya hacía como una hora que nos habíamos ido y que las chicas debían estar asustadas. Nos subimos al auto y encaramos para la casa del Gordo. En el camino, los cinco íbamos gritándoles cosas a las mujeres que pasaban, compitiendo tácitamente por ver quién era el que más se desubicaba con su comentario. Cuando llegamos a la casa del Gordo, nos despedimos con un abrazo y nos prometimos volver a vernos. Luego, emprendimos viaje hacia la casa de Marcos. Cuando por fin estuvimos en la puerta, me acordé de las gaseosas y se lo dije: —Che, no compramos las gaseosas. —No pasa nada —me dijo mientras abría el baúl del auto COGER Y CONTARLO 47 y me pedía que lo ayudara a cargar algo. Cuando me acerqué, vi que adentro tenía varias gaseosas, paquetes de cigarrillos y un bolso repleto de ropa. —¿Y esto? —le pregunté. —Y… es que a veces, cuando estoy muy aturdido, salgo a dar una vuelta para comprar gaseosas, viste. Se rió con picardía. Yo también me reí. —¿Y lo otro? —Lo otro no voy a necesitarlo. —Sacó el bolso, cerró el baúl y me volvió a mirar como un actor que está por resolver el misterio de la película. Agregó—: Brenda está embarazada, hermano. Me atraparon. Entendí. SANTIAGO CÁNEPA 48 COGER Y CONTARLO 49 CAPÍTULO 3 Hablar de otras Apenas me separé de Laura, comencé a visitar viejas amigas y a cosechar todo lo que había sembrado mientras estaba con ella. Un poco para no sentirme tan solo, y otro tanto para aprovechar el tiempo en soltería. “No estar en pareja”, me dijo a propósito un amigo, “es como no tener que trabajar al otro día”. Yo no sabía cuándo podría volver a estar con Laura y dar por finalizadas mis vacaciones. Una de esas viejas amigas era Carla. Ella era actriz, estudiaba expresión corporal y danzas orientales de nombres raros. Yo sólo me quería acostar con ella. No me importaba otra cosa. Hacía mucho que no nos veíamos y, de hecho, nunca había pasado nada sexual entre nosotros. Nos habíamos visto, a lo sumo, dos veces. No obstante, en muchas oportunidades habíamos hablado por teléfono y, cibernéticamente, nos habíamos confesado cosas que a pocas personas se les cuentan. Quizás por eso, al vernos, una confianza corporal y agradable se estableció entre nosotros. El hecho de que ella fuera actriz y estuviera acostumbrada al trabajo corporal y a la soltura física —en contraste con mi habitual rigidez— también ayudó. Además de actriz, Carla era camarera. Para mí, dos SANTIAGO CÁNEPA 50 oficios inseparables que comparten la exposición inmediata. Ya sea ante un público o ante un comensal, su trabajo es fingir. De hecho, todas las actrices que conozco son camareras. Y todas las camareras que conozco son o sueñan ser actrices. Lo que es cierto también es que absolutamente todas se acuestan o se acostaron con el cocinero. Y pretenden lucir como Amelie, flequillo esnob y disfraz circense mediante. Si tengo que ser sincero —atentando contra mi sexualidad bien definida—, admito que, en gran medida, mis deseos de tenerla pasaban más por recuperar el tiempo perdido que por la necesidad de deshacerme dentro de ella. No eran tantas mis ganas de tocarla como de saber que la había tocado. Y volver al trabajo/pareja con las vacaciones bien aprovechadas. Algo similar a lo que ocurre cuando salimos de viaje un fin de semana largo: queremos hacer rendir los escasos días de descanso. Queremos decir “yo también estuve allí, y conozco esa feria de artesanos que venden tan barato”. Carla vivía sola y no tenía muebles. No por falta de dinero o posibilidades, sino porque le gustaba. Tenía almohadones rojos esparcidos por toda la casa y un colchón enorme en lo que se suponía que era su cuarto. En las paredes tenía colgadas telas andinas de todos los colores y tamaños. Además de una buena cantidad de fotos de ella en blanco y negro. “Ponete cómodo”, me dijo apenas llegué. “¿Dónde si no tenés ni un sillón?”, pensé en responderle. Pero no le dije nada y me acomodédonde pude. Con una soltura que no sé de dónde saqué, me quité las zapatillas y las dejé al lado de una ventana, por miedo a que sintiera olor a pata. —¿Querés escuchar música? —preguntó. —Bueno. ¿Qué tenés? No conocía nada de lo que me nombró. —No conozco nada, che. Pero poné lo que quieras. COGER Y CONTARLO 51 Confío en vos... sorprendeme. Me sorprendió. Lo que se escuchaba me sorprendió. Era la mezcla exacta entre los alaridos de un jabalí seco de vientre y un violín tocado por un perro. Todo metido dentro de una lata de Nesquik, con porotos para jugar al bingo y amplificado por un megáfono. Desde luego, fingí que me gustaba. —Es música mapuche —me dijo—. La toca un amigo que viajó al sur hace poco y estuvo viviendo con ellos. “Estuvo viviendo con ellos”. ¿Ellos? ¿Quiénes eran ellos? ¿Por qué existe un ellos y un nosotros? ¿Por qué no existe un todos y listo? ¿Por qué yo me quedaba callado y no le decía nada? ¿Por qué ella quería escuchar una música tan espantosa? ¿Realmente tenía ganas o de ese modo era más actriz, más artista, más sensible? ¿Por qué yo no podía acostarme con una mujer a la que le gustase Luis Miguel solo porque es lindo? ¿Por qué no podía acostarme con todas? ¿Por qué yo me sometía a escuchar esa violación a los oídos y al buen gusto? ¿Por qué me ponía a pensar todo esto? ¿Acaso no tenía que estar encima de ella arrancándole la ropa? ¿Qué tenía que contestarle? Desde luego no le contesté nada. No encontré ninguna razón lógica para arriesgarme a acabar en una discusión que pudiera alejarme del sexo. Además, por otro lado, ella creía en mi romanticismo ya olvidado. En ese romanticismo de poeta de mi primer libro. Así que ¿quién era yo para arrancarle la fantasía? ¿Quién era yo para quitarle la posibilidad de acostarse con este chico sensible? ¿Quién era yo para decirle la verdad? Por suerte fue ella quien habló. Y, por suerte, yo seguí eligiendo la mentira. —¿Te gusta, Santi? —interrogó. —Sí, sí. Muy buena —mentí. —¿Viste? Es una música reloca. Re buena onda mal. SANTIAGO CÁNEPA 52 —Sí. Reloca. Re buena onda mal mal —me re burlé sin que se diera cuenta. —¿En serio te gusta? Soy muy bueno mintiendo. —Sí. Un genio. —Pensé que no te iba a gustar. ¿Pensó que no me iba a gustar? ¿Y para qué la puso, para traerme pesadillas? —¿Y para qué la pusiste? —pregunté riendo. —Para ver si te gustaba, corazón. Que me dijera “corazón” me dio cosquillas en el pene. —¿Y si no me gustaba? Me reí. Ella también se rió. —Ponía otra cosa y listo. —No, no, tranqui. Está bueno. Me gusta. Soy el dios de la falacia. —Si querés tengo Luis Miguel. Es más romántico. Por un momento temí que me estuviera leyendo la mente y me quise ir a mi casa. —No. Esto me gusta. Además de mentiroso, soy cagón. —Bueno. Me alegra que te guste, corazón —Otra vez las cosquillas en el pene—. Siempre hay que estar abierto a cosas nuevas. —Sí, obvio. En verdad, no coincidía. Pero también mentí. Carla puso en la heladera el vino que yo había comprado aconsejado por mi amigo Marcos. Y luego comenzó a preparar la comida. Yo la seguí hasta la cocina. Arrojó un montón de verduras trozadas a una sartén, arroz, algunos pedazos de pollo y mucha salsa de soja. Al rato revolvió todo. Apagó el fuego y COGER Y CONTARLO 53 sirvió el contenido entero de la sartén en dos vasijas de barro lo suficientemente hondas como parecer una maseta y hacerme sentir que me iba a comer un potus. Luego, agarró dos tenedores y llevó todo hacia donde estaba el equipo de música. Yo ya estaba sentado sobre varios almohadones juntos. Antes de sentarse, apagó todas las luces de la casa, encendió algunas velas y un sahumerio delicioso y cambió la música por algo más agradable. Finalmente se sentó. —Me olvidé el vino —dijo parándose nuevamente. —Quedate. Yo lo traigo —dije sin pararme. —No, no, voy yo. Me puso la mano en el hombro. —Bueno. No insistí mucho más. A los pocos segundos, volvió con el vino abierto, se sentó como un buda y empezamos a comer. Poco a poco, copa tras copa, una sensación parecida al buen humor comenzó a aflorarme en el pecho. Si bien era cierto que yo había ido allí tan solo para acostarme con ella, a medida que íbamos hablando, riendo, rozándonos, ese clon de Audrey Tautou comenzaba a despegarse de ese personaje y detrás de él comenzaba a aparecer una mujer maravillosa, con linda sonrisa, lindos ojos y un culo para poner en un cuadro. No había ninguna foto de su culo en la pared. Debía sugerírselo. Por su parte, la decoración de la casa, que antes me había resultado rara, si no ridícula, ahora comenzaba a generar en mí una extraña sensación de calma. ¡Estaba relajado sin psicofármacos y sin Laura! ¡La estaba pasando bien! Quería llamar a mi psicólogo y decirle: “¿Viste, Juan? Ya no estoy interrumpiendo el goce. Ya no necesito tanta terapia”. Terminamos de comer en seguida. Pese al esfuerzo, yo no pude acabar mi plato. Ella sí. —¿Fumás? —me dijo sacando un porro a medio terminar. SANTIAGO CÁNEPA 54 —Por supuesto. —¡Genial! Así nos relajamos un poco. Y me puso una mano en el hombro, y comenzó a masajearme. “¿Así nos relajamos un poco?”, pensé. ¿Acaso no estaba relajada? Me acordé de Fleco, el dibujito animado de aquella propaganda antidrogas, cuando él no quería fumar y un chico con cara de malo le decía: “Dale, ratón, si acá no te ve tu papito”. Me sentí Fleco, pero sin Male y sin el doctor Miroli. —Estoy tratando de aprender a relajarme de otras formas, pero bueno, la relajación química siempre es mucho más efectiva. Nos reímos. Comenzamos a fumar y a tomar vino (el vino era tan delicioso que debía recordar llamar a Marcos para agradecerle). A la media hora, tenía el cuerpo tan flojo que el temor de no funcionar como hombre me abrazó como un luchador de judo enorme y transpirado. —¿Así que te separaste? —me preguntó. —Sí, sí. —¿Hace mucho? Pude haber mentido. Pude haber dicho que hacía mucho tiempo que me había separado, para que ella no creyera que yo era un desesperado que apenas se quedaba solo salía en busca de aventuras. Pero no. Por alguna razón sentí que no tenía que mentirle. Porque ella era buena. Era amable. Cariñosa. Confiable. Me recibía en su casa con mucho más que sus brazos abiertos y yo solo quería que abriera las piernas. Y eso me daba culpa. Pues ella, enseñándome todo su universo, quería hablarme de su persona. Y yo, como todo un cobarde y un egoísta, la criticaba en silencio para obtener de ella sólo su cuerpo. Tenía que decir la verdad: —Mirá, hace solo dos semanas que me separé. Ya sé que es poco tiempo. Y que podés estar pensando que soy un COGER Y CONTARLO 55 desesperado que apenas se separa sale a buscar minas. Pero… —Pará —me interrumpió—. Yo no pienso que seas un desesperado, corazón. —Otra vez las cosquillitas—. Pienso que es natural que estés viviendo todo esto de ese modo. Es tu forma de hacer el duelo. Cada uno se lo toma como puede. “¡Es un ángel!”, pensé, “es Dios. Es la mujer más comprensiva del mundo. Tengo que besarla”. La besé. Sus labios eran suaves. Su legua jugó dentro de mi boca con ternura. Como un caracol de gelatina o como un Yummy. Acariciándome los dientes, los labios y mi propia lengua. Me excité. Ese cosquilleo repentino en todo mi miembro subió hasta mi pecho. Le acaricié la cara y ella acarició la mía. Nos miramos. Nos olimos. Suspiramos y yo tomé su mano y la llevé a mi entrepierna. —Pará —interrumpió de repente—. Tenemos toda la noche. —Está bien —dije yo automáticamente, separándome de su cuerpo, comprendiendo que el juego que proponía era otro. Era ir despacio. Recorriendo y disfrutando cada momento de la noche hasta llegar a la culminación. Yo no sabía ir despacio. En ningún aspecto de la vida. —Sos muy lindo, ¿sabés? —dijo mirándome fijamente. Yo
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