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Vegh Isidoro - El Projimo - Enlaces Y Desenlaces Del Goce

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EL PRÓJIMO
Enlaces y desenlaces del goce
Isidoro Vegh
.. . .................... .....
Paidós Psicología Profunda
"'JPT"
Isidoro Vegh
EL PRÓJIM O
Enlaces y desenlaces 
del goce
PAIDÓS
Buenos Aires 
Barcelona 
México
Agradecemos a la G alería Zurbarán y al artista 
la autorización para la reproducción de la obra.
C ubierta de Gustavo Macri
I a edición, 2001
La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier 
forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, 
por el sistema “multigraph", mimeógrafo, impreso por fo­
tocopia, foto duplicación, etc., no autorizada por los edito­
res, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe 
ser previamente solicitada.
© 2001 de todas las ediciones
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Defensa 599, Buenos Aires 
e-mail: paidosliterario@ciudad.com.ar 
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Mariano Cubí, 92, Barcelona 
Editorial Paidós Mexicana SA 
Rubén Darío 118, México DF
Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina
Impreso en Gráfica MPS
Santiago del Estero 338, Lanús, en julio de 2001
ISBN 950-12-4232-3
mailto:paidosliterario@ciudad.com.ar
ÍNDICE
Agradecimientos .............................................................. 9
Prólogo............................................................................... 11
1. La vida en común....................................................... 13
2. La opacidad del otro ................................................. 31
3. Del espacio a la c i ta ................................................... 47
4. La invocación del otro ............................................... 55
5. Por el amor de Dios ................................................... 81
6. Enlaces y des-enlaces del amor, el goce y el deseo.... 113
Medea, nuestra terrible extranjera,
por Carlos Horacio Bembibre...................................... 114
7. El amor de las entrañas ...................................... . .133
8. El goce y sus destinos.................................................153
9. De la transferencia al prójimo...................................171
Bibliografía.........................................................................185
AGRADECIMIENTOS
Las páginas que siguen tienen su antecedente en los 
dos seminarios dictados en la Escuela Freudiana de 
Buenos Aires entre agosto y diciembre de 1997 y 1998, 
titulados “El prójimo” e “Invocaciones”. Agradezco a 
todos aquellos que me estimularon con su presencia y su 
atenta escucha, sus preguntas y sus comentarios.
Mi reconocimiento a Carlos Horacio Bembibre por sus 
reflexiones sobre la tragedia griega como un camino de 
acercamiento al misterio de la condición de una mujer.
También agradezco a Nilda Prados por su reiterada 
colaboración en el pasaje de la palabra hablada a la 
letra, y a Melina Pipkin por su ordenada paciencia en las 
correcciones inevitables y siempre insuficientes.
Mi reconocimiento a M arita Gottheil por su renovada 
confianza en la publicación de este texto.
Por último, mi agradecimiento a Santiago Kovadloff, 
con quien anudamos en bares y cafés de Buenos Aires lo 
que estas páginas exponen del valor entrañable y no 
menos enigmático de la amistad.
I sidoro V e g h 
Buenos Aires, mayo de 2001
PRÓLOGO
Es por su invocación que el otro adviene a la condición 
de prójimo. Que su lugar no sea indiferente al sujeto, es 
el anuncio velado que por primera vez se extendió en 
nuestra cultura en la máxima conocida: “Amarás al pró­
jimo como a ti mismo”.
¡Qué más oscuro, ignoto e indecible que esa esencia 
que nos habita!
¡Qué más distante de las cubiertas del Yo que se mues­
tran en la escena del mundo!
De ese “ti mismo”, enigma que nos anima, el prójimo 
es la oportunidad de su alcance, que estas letras inten­
tarán acercar bajo las diversas modalidades en que se 
presenta:
en la vida en común, con sus espinas y sus abrazos; 
cuando un hombre encara a otro en apuestas sin 
garante;
cuando el espacio se quiebra en valores disímiles de 
goce según la inmersión de quienes lo habitan; 
en la invocación desplegada en la tram a social, en la 
práctica del análisis o en la teoría y la lógica que 
intenta su escritura;
en el subrayado de un amor que no se iguala al Eros 
de la falta, que funda en lo Real su vigencia;
- en lo real del amor que enlaza y des-enlaza lo imagi­
nario y la palabra para el mejor o peor resultado;
- revela el horror de la tragedia cuando la afirmación 
del ser promueve la muerte;
- en la dirección de la cura, cuando decide su fin en la 
canalización del goce recuperado y reconoce en el 
cuerpo del prójimo la vía de privilegio;
- en la transferencia analítica, que no completa sus 
giros sin las vueltas suficientes, que dicen bien su 
revolución en las ofertas de goce que giran en la 
misma órbita realizando el mal augurio de un destino
o abriendo nuevos surcos para el amor y la creación.
Si algo logran estas letras en la invocación al lector, 
que me acepte como prójimo será el mejor premio a mi 
apuesta.
I sid o ro V e g h 
Buenos Aires, mayo de 2001
“Amarás al prójimo como a ti mismo”, dice la máxima 
que tanto molestara a Freud (1930-1929: 106-107). ¿Cómo 
habré de amar al prójimo -que no siempre me quiere bien, 
muchas veces me quiere para mi mal, me goza, me ultra­
ja, me usa- del mismo modo que a mí? ¿Cómo habré de 
amarlo sin discriminar entre esos prójimos que me son 
cercanos y aquellos que encuentro en la indiferencia mu­
tua? Con mis palabras parafraseo su enardecida protesta.
Pero el “ti mismo”, ¿no anuncia un enigma a develar 
que no lo iguala al Yo? Si la sentencia perdura a través 
de los siglos, tal vez ella guarde una respuesta que nos 
concierne. Tal vez nos permita transitar algunas encru­
cijadas de nuestra disciplina, el psicoanálisis. Y desde 
allí, también alcanzar alguna respuesta sobre los lazos 
que sostienen la tram a social.
Para indagarla -es hoy mi camino para avanzar en los 
enigmas de la transferencia- me propongo desplegar de 
inicio una de las tres vertientes de este otro que llama­
mos “prójimo”. Se tra ta de la vertiente imaginaria que 
viste su presencia.
A partir de la formulación del nudo borromeo1 -la equi­
1, Escritura correspondiente a la teoría de nudos de las matemá­
t i c a s de nuestros días.
valencia entre lo Simból o, lo Real y lo Imaginario-, hay 
un aspecto que no hay que dejar pasar a la ligera: el valor 
de lo imaginario que es preciso considerar en su valor ins- 
tituyente, al punto que el desencadenamiento de las psico­
sis se sitúa en su falta. No es un tema menor; estamos en 
la dimensión imaginaria de la relación del sujeto con el 
prójimo, definible en términos de reconocimiento.
Trabajando este tema, encontré un autor cuyas refle­
xiones me resultaron especialmente pertinentes. Se tra ta 
de Tzvetan Todorov y de su obra La vida en común (Todo- 
rov, 1995).2 Este autor considera que podríamos definir al 
ser humano desde tres perspectivas: “es algo en el orden 
del ser, es un viviente, pero no es reducible ni a su condi­
ción de ser, ni a la de viviente, ya que al estar habitado por 
el lenguaje pasamos a distinguir una relación diferencia- 
ble de cualquier otro viviente en la relación con el otro”. 
Esto es lo que llamamos, más allá del vivir, ek-sistir (fue- 
ra-de-lugar), esa ek-sistencia del sujeto representado por 
la palabra, pero exterior a ella.
El reconocimiento, nos dice Todorov, no es homogéneo, 
sino que reviste diversas formas. La primera diferencia­
ción, la más importante, es la que se impone entre el re­
conocimiento de existencia y el de confirmación. Con ma­
tiz irónico, los personajes de la farándula suelen situar 
así el reconocimiento de existencia: “No me importa que 
hablen bien o mal de mí; lo que me importa es que ha­
blen”. Su correlato lo encontramos en el decir popular “Lo 
que m ata es la indiferencia”, como forma de desconoci­
miento mayor. Así, pelear con el otro es un modo de man­
tener una relación con él. El reconocimientode confirma­
2. Ya me he referido al tema en el seminario “Hablar del incons­
ciente”, dictado en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, 1980 (iné­
dito).
ción -a l que nos referiremos luego— presupone el de exis­
tencia, puesto que tanto el valor positivo como negativo 
que se le asigne confirma la existencia de aquello valora­
do. De ahí la radicalidad del reconocimiento de existencia.
En ciertos cuadros neuróticos domina, en un sector de 
la red que atañe al Otro primordial, un desfallecimiento 
del deseo en relación con el hijo -por ejemplo, nació el be­
bé y murió el abuelo materno, con el duelo consiguiente-. 
Se tra ta de un momento dramático en el que el Otro des­
fallece, y con él, el reconocimiento fundante, imprescin­
dible. El ser humano no sobrevive si no hay otro que lo 
reconozca en su existencia.
Recuerdo un caso muy dramático: un chiquito de ocho 
años, el menor de la fratría, murió en un accidente. La 
madre, que adoraba a este hijo, entró en un duelo pato­
lógico, con un absoluto desinterés por la vida. Su marido 
estaba desesperado, ya que además de perder al hijo, 
veía a su mujer al borde del suicidio. Un día, el hijo ma­
yor los reunió a ambos y les dijo: “¿Qué me están hacien­
do? Yo existo...”.
De modo que cuando se encuentren con algún malva­
do que alardea con las banderas del mal de su prescin- 
dencia del amor, pregunten qué otro malvado como él le 
resulta imprescindible. Hay por lo menos uno, del cual 
precisa su amor; cuando ese uno falta, el sujeto cae. Es 
también la historia de Van Gogh: a medida que se le fue 
cerrando el mundo, su único sostén pasó a ser su herma­
no Theo; sólo él colgaba sus cuadros. Cuando Theo le 
anuncia que se va, Vincent se suicida.
El reconocimiento de confirmación o de valor puede 
adoptar dos formas:
• de conformidad: concierne a quien le gusta ser uno- 
entre-otros, disolverse en el conjunto. Por ejemplo, 
quiero ser hincha de un determinado club de fútbol y
no me interesa diferenciarme de los otros que allí se 
sitúan;
• de distinción: designa a quien se diferencia del conjun­
to y quiere ser reconocido como diferente; lo encontra­
mos en la figura de los malcriados, los hijos preferidos.
En cuanto a las estrategias de reconocimiento', una de 
ellas es la demanda directa. Por ejemplo, puedo pensar 
que soy un excelente escritor; si no he logrado vender 
ningún libro, me digo, es porque la época que me ha to­
cado en suerte no está preparada para recibir semejante 
creación. Bajo el modo ilusorio, mi demanda de reconoci­
miento se proyecta al futuro. A veces esta demanda se 
funda en una verdad; de hecho, la obra de Van Gogh se 
cotiza hoy entre las más caras de la historia del arte y, 
más allá de los precios, se tra ta sin duda de una produc­
ción que merece el reconocimiento. Pero me estoy refi­
riendo aquí a su figura recíproca e inversa, que insiste en 
el futuro del reconocimiento y que, en la medida en que 
desde lo Real no se confirma, viene a desplazarse hacia 
un futuro ficcional.
Otro reconocimiento puede ser vehiculizado por una 
demanda, válida o no, tal como lo vemos especialmente 
en el tratamiento de niños; por ejemplo, en un chico muy 
travieso, cuya violencia es una demanda de reconoci­
miento. En el plano social, podemos, por ejemplo, situar­
lo en la carpa plantada frente al Congreso,3 como una 
forma apaciguada de violencia -una irrupción en un es­
pacio público-, en relación con un reconocimiento que no 
es otorgado.
3. Desde 1999 y durante más de un año, los docentes argentinos 
realizaron una demanda gremial, a través de un ayuno en una carpa 
blanca instalada frente al Congreso de la Nación. Su reclamo de 
aumento de salarios era también un anhelo de reconocimiento al 
valor de su trabajo.
Otras estrategias pueden conducir a renunciar a él, 
con la clínica que comporta -el aislamiento, la depre­
sión-.
A nosotros, psicoanalistas, este planteo no nos resulta 
suficiente, porque el sujeto se escribe con una topología 
que no tiene ni adentro ni afuera. Desde esa topología, se 
tra ta de ver cómo ese otro que me habita, me reconoce o 
no, me distingue o no, me confirma o no.
Cabe incluir aquí algo que iremos trabajando más 
adelante, cuando mencionemos los otros registros: la 
buena o la mala mirada. Puedo vestirme, si soy una da­
ma, de manera que todos los demás me digan: “¡Qué her­
mosa que estás!”, y responder al elogio con un “No me di­
gas eso, estoy fea, no puedo ni verme...”, es decir, “No me 
puedo ver con estos ojos que hoy me habitan”.
En el texto al que venimos refiriéndonos, Todorov ha­
ce una puntuación muy ajustada de las reflexiones que 
pudo encontrar en la historia del pensamiento occidental 
sobre esta problemática. Creo que resultará útil, espe­
cialmente para quienes, situados en la perspectiva laca- 
niana, sufrimos de un prejuicio alimentado por los pri­
meros años de la enseñanza de Lacan, marcada por la ar­
dua lucha que libró para rescatar al psicoanálisis freu- 
diano de su caída en una relación imaginaria del analis­
ta con el analizante.
Todorov cita el precepto de Montaigne, ese gran pen­
sador del escepticismo moderno:
Hagamos que nuestra satisfacción dependa de nosotros, 
desprendámonos de todos los lazos que nos atan al otro, 
logremos vivir solos en el momento oportuno y hacerlo a 
nuestra guisa [...] Abandonad, junto con las otras volup­
tuosidades, la que proviene de la aprobación del otro (To- 
dorov, 1995: 18).
Aquí tenemos un ideal que ha estado vigente en la pa­
rroquia lacaniana: el ideal del sujeto que consigue pres­
cindir del otro. Ir al otro no significaría más que una vo­
luptuosidad de la que mejor sería desprenderse.
Otro pensador, De la Bruyére, afirma: “A veces el 
hombre parece no bastarse a sí mismo”. Formulación que 
nos indica ya cuál sería el trasfondo de esa preferencia: 
un deseo tan singular que nada tiene que hacer con el 
otro (ídem). Así, estos autores reconocen que lo real es la 
sociabilidad pero el ideal es la soledad.
Todorov, por su parte, confiesa que precisa del otro, 
por ejemplo, del lector. Lo necesita para que lo acompa­
ñe, por eso se esmera en formular su tesis de modo que 
el lector pueda y tenga ganas de acompañarlo. Y agrega: 
“Desde el Renacimiento se renuncia a asociar la natura­
leza con lo ideal” -el ser humano, en su naturaleza, no es 
buena persona-. Este giro se opera simultáneamente en 
la política y en la psicología, y son los mismos autores sus 
responsables. Maquiavelo y Hobbes fueron los emblemas 
de este pensamiento.
Según la nueva concepción (que no constituye una no­
vedad radical),
[...] desde hace siglos la sabiduría de las Naciones ense­
ña que el hombre es un lobo para el hombre, el ser hu­
mano se ocupa de los otros sólo en apariencia y para es­
tar de acuerdo con la moral oficial: en realidad, es un ser 
puramente egoísta e interesado, para quien los otros 
hombres no son sino rivales u obstáculos. Si no estuvie­
ra sujeto a las poderosas prohibiciones de la sociedad y 
de la moral, el hombre, ser esencialmente solitario, vivi­
ría en guerra perpetua con sus semejantes, en una per­
secución desenfrenada del poder (ibídem: 19).
En el Leviatán, Hobbes lo expone así:
La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus 
facultades corporales y mentales que, aunque pueda en­
contrarse a veces un hombre manifiestamente más fuer­
te de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así, 
cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia
entre hombre y hombre no es lo bastante considerable 
como para que uno de ellos pueda reclamar para sí be­
neficio alguno que no pueda el otro pretender tanto co­
mo él [...] Pues la naturaleza de los hombres es tal que, 
aunque puedan reconocer que muchos de los otros son 
más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícil­
mente creerán, sin embargo, que haya muchos más sa­
bios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a 
mano y la de otros hombres a distancia (Hobbes, 1979: 
222-223).
Finalmente, Hobbes concluye:
De esta igualdadde capacidades, surge la igualdad en la 
esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si 
dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, 
sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemi­
gos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente 
su propia conservación, y a veces sólo su delectación), se 
esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse 
(ídem).
Tal es la tesis que lo lleva a plantear al Estado como 
organizador que permite pacificar allí donde sin él no po­
dría tnperar sino la guerra.
Ante ese egoísmo que todos reconocen, ya sea como 
ideal a sostener -es el caso de Montaigne-, o bien como 
algo que corresponde acotar, se definen distintas posicio­
nes:
Habiendo comprobado que el hombre es por naturaleza 
un ser solitario y egoísta, podemos internarnos en dos 
direcciones opuestas: combatir la naturaleza o, por el 
contrario, glorificarla (Todorov, 1995: 20).
Existe, en efecto, una tradición de autores que glorifi­
ca esa naturaleza egoísta del hombre, tradición que llega 
hasta Lacan. La Rochefoucauld, primer gran represen­
tante de esta visión del hombre, escoge el combate. A pro­
pósito de esto, Todorov señala: “La vida en sociedad res­
tringe el apetito inmoderado de los hombres y les impo­
ne el aprendizaje de la reciprocidad”. La sociedad tendría 
así la función de ponerle límite a ese apetito inmoderado 
que cada uno de nosotros porta. No podemos negar que, 
en ciertos pasajes, el texto freudiano plantea lo mismo: el 
niño nace con una pulsión exagerada y sólo aquello que 
pueda acotarla hará soportable la pulsión de muerte, vol­
cada sobre el mundo como pulsión de destrucción, o la 
pulsión sexual con sus apetitos inmoderados.
Pascal, por su parte, sostiene: “La unión que hay en­
tre los hombres se funda en un engaño mutuo” (ídem). 
Los hombres no vivirían mucho tiempo en sociedad si no 
se engañaran unos a otros, cada uno para obtener del 
otro aquello que busca.
Una teoría que nos sorprende es la de Kant, quien in­
terpreta el llanto del recién nacido como “la primera pro­
testa de tener que precisar del otro” (ídem). Kant señala 
que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables: 
Ehrsucht, Herschucht, Habsucht, esto es, sed de honores, 
dominación y bienes. Esos apetitos constituyen la des­
gracia del género humano, porque impulsan a cada indi­
viduo a querer imponer su voluntad al otro. Viraje en la 
historia del pensamiento occidental, el deseo de gloria, 
bien visto desde la Ilíada, está encarnado en Aquiles; pa­
ra Kant, en cambio, este deseo es una de las causas de la 
guerra.
En cuanto a la teorización lacaniana, hay autores que 
puntualizan -y en cierto modo es correcto- que efectiva­
mente, cuando no está bien anudado, ese afán de hacer­
se un nombre también implica una posición que propicia 
el desencuentro con el otro.
Avancemos en otra dirección. Hasta ahora considera­
mos autores que piensan al ser humano como semejan­
te del lobo, más que del hombre. Si nos remitimos a La
Política de Aristóteles, nos encontramos con una fórmu­
la que, de tomarla al pie de la letra, resulta sorprenden­
te. Allí se lee: “El hombre que no tiene la capacidad de 
ser miembro de una sociedad o que no experimenta en 
absoluto la necesidad de ello porque se basta a sí mismo, 
no forma parte de la polis y, en consecuencia, es un bru­
to o un dios”. Extraña equiparación de lo excelso y lo 
despreciable.
Si nos remitimos a Jean-Jacques Rousseau, ¿cuál es la 
idea más difundida de su pensamiento? Rousseau defien­
de la vigencia de un hombre naturalm ente bondadoso en 
el comienzo, que se pervierte en su encuentro con los 
otros, en el seno de la cultura. Formulación que sólo es 
en parte diferente de las que venimos revisando, y coin­
cide con ellas en el planteo según el cual hay primero un 
individuo, en tanto la conexión con el otro se daría en 
una segunda instancia.
Esta versión proviene de los textos en los que Rous­
seau tematiza la cuestión, como el llamado Discurso so­
bre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre 
los hombres. Allí se pregunta:
[...] ¿por qué buscar nuestra dicha en la opinión del otro, 
cuando podemos encontrarla en nosotros mismos? [...]
¿Y no es suficiente para aprender tus leyes con entrar en 
uno mismo y escuchar la voz de la conciencia en el silen­
cio de las pasiones? He ahí la verdadera filosofía, sepa­
mos contentarnos con ella y, sin envidiar la gloria de 
esos hombres célebres que se inmortalizan en la repúbli­
ca de las letras, cuidemos de poner entre ellos y nosotros 
esta distinción gloriosa que se hacía notar entre dos 
grandes pueblos: que uno sabía hablar bien y el otro 
obrar bien (Rousseau, 1995: 36-37).4
4 . Se refiere al triunfo de Esparta sobre Atenas, que resultó des­
truida.
Estas formulaciones en las que Rousseau cuestiona el 
valor de la cultura -habla incluso de quemar libros-, de­
ben ser situadas en su contexto, que es el de los albores 
de la Revolución Francesa. Rousseau es uno de sus teóri­
cos y, en su condición de tal, denuncia a las clases domi­
nantes de su tiempo, al arte y la cultura valorados por 
ellas.
En sus Diálogos, Rousseau propone una visión distin­
ta del ser humano e inaugura un nuevo modo de pensa­
miento de la relación del sujeto con el otro en el mundo 
occidental. Así, introduce como una distinción funda­
mental la que separa el “amor por sí mismo”, amor indis­
pensable semejante a un instinto de conservación -según 
Todorov-, del “amor propio”, equivalente de la vanidad, y 
que determina nuestra dependencia del juicio de los 
otros. Si salimos de la perspectiva historicista, cuyo pun­
to de partida es un hombre primitivo que nunca nadie 
vio, y nos ajustamos al mundo en que vivimos, hay algo 
inexorable en el ser humano, precisamente ese amor por 
sí mismo y ese amor propio, ya se les asigne un valor po­
sitivo o negativo. Ambos amores hablan de nuestra de­
pendencia del otro, de la importancia que tiene para ca­
da uno la valoración del otro.
A medio camino entre el amor por sí y el amor propio, 
Rousseau sitúa la consideración, forma amortiguada que 
no llega a la vanidad y que atañe al modo en que el otro 
nos valora. Dice:
[...] todo apego al otro es un signo de insuficiencia; si ca­
da uno de nosotros no tuviera necesidad de los otros, no 
pensaría en unirse a ellos; sólo Dios conoce la felicidad 
en la soledad.
Se perfila así algo que cada vez irá distinguiéndose 
mejor: esa valoración de los otros cobra peso en el modo 
en que nos ven -como pueden intuirlo, se deslizará allí 
aquello que concierne a la mirada del otro-.
Rousseau descubre un viraje en esta reíiexión sobre el 
sujeto y el otro. Todorov señala, con su habitual claridad, 
el carácter de ese descubrimiento: “Las relaciones con los 
otros aumentan el sí mismo en lugar de disminuirlo”.
En los primeros autores que mencioné, el planteo ya 
sugería la disyunción entre el sujeto y el otro, el enfren­
tamiento entre la bondad natural y la corrupción que le 
sucede, o bien entre la disposición natural y las coercio­
nes impuestas por la sociedad. Por primera vez, Rous­
seau propone un cambio en esa relación, en la medida en 
que, según afirma, cuando el otro me valora, aumenta mi 
propia valoración.
Es a partir de aquí que otro gran autor, cuyo pensa­
miento estuvo en el horizonte de Marx, va a proponer co­
mo eje, aun de las relaciones económicas, un concepto 
que resuena claramente en la relación del sujeto con el 
otro, como es el de simpatía. En efecto, el padre de la mo­
derna economía política, Adam Smith, no identifica los 
bienes como la meta privilegiada de la búsqueda del 
hombre. En su texto de 1759, La teoría de los sentimien­
tos morales, dice:
Que nos observen, que se ocupen de nosotros, que nos 
presten atención con simpatía, satisfacción y aproba­
ción: esas son todas las ventajas a las que podemos aspi­
rar. [...] la naturaleza, al formar al hombre para la socie­
dad, le enseñó a encontrar su placer o su pena en las mi­
radas del otro, según sean favorables o desfavorables(Todorov, 1995: 36).
Al respecto, Todorov subraya que “la necesidad de ser 
mirado no es una motivación hum ana entre otras, es la 
verdad de las otras necesidades”.
Un presidente -evitaré dar mayores precisiones-, se 
paseaba en una Ferrari de color rojo. Su gusto por ese co­
lor que resalta contra el gris del asfalto y los matices 
lomperados de los demás autos, permite suponer que su
mayor anhelo no residía en el automovilismo, sino en la 
captura de las miradas.
Todorov concluye con una referencia a un autor fran­
cés, Jean-Pierre Dupuy, que en su comentario de Adam 
Smith afirma que “el sujeto smithiano es radicalmente 
incompleto, pues no puede prescindir de la mirada de los 
otros” (ídem: 37).
Prosigamos con otro pensador, más cercano a noso­
tros, como es Hegel. Son múltiples las referencias laca- 
nianas a la lectura de Hegel que hiciera Kojéve, uno de 
los maestros que Lacan reconoció públicamente, además 
de Clairambault. Maestro de filosofía de una generación, 
Kojéve introdujo la enseñanza de Hegel en la Sorbona. 
Hasta entonces, como decía un crítico, el recorrido de la 
filosofía culminaba en Kant. Por su proximidad con 
Marx, Hegel resultaba demasiado riesgoso. Kojéve fue el 
primero que se animó e intentó la lectura de La fenome­
nología del espíritu, texto del que Lacan toma múltiples 
figuras, al punto que un psicoanalista que no lo quería 
demasiado, André Green, llegó a acusarlo de hegeliano.
¿Qué plantea Hegel sobre la naturaleza del género hu­
mano? La vulgata de su conceptualización se centra en la 
dialéctica del Amo y el Esclavo, según la cual la concien­
cia no se satisface en su encuentro con los objetos a tra ­
vés de la certeza sensible, la percepción o el entendi­
miento. Su propia carencia, la que se funda en la relación 
con su autoconciencia y su deseo, la lleva a buscar en 
otra conciencia aquello que le falta, es decir, el reconoci­
miento. La lucha a muerte entre el Amo y el Esclavo es, 
en un principio, la lucha entre pares por obtenerlo.
En el encuentro de dos autoconciencias se pone en jue­
go cuál de ellas reconocerá a la otra el lugar preeminen­
te. Quien esté dispuesto a morir en esa lucha, será el 
amo y quien prefiera salvar su vida -y por lo cual debe­
rá suspender el combate-, será el esclavo. El problema,
así planteado, no tiene salida. En efecto, “si gané la ba­
talla, eres mi esclavo y me reconoces, pero ¿qué importa 
el reconocimiento de un esclavo?”. Tal es la disyuntiva 
planteada por Hegel.
¿Cuál es la crítica que formula Todorov de estos desa­
rrollos que hemos visto? “Son escritos por hombres, no 
por mujeres -afirm a-, y tal vez por eso acentúan la filo­
génesis en lugar de la ontogénesis”, esto es, el origen de 
la humanidad y no el de cada uno, a partir del nacimien­
to. De haber privilegiado la segunda perspectiva, se hu­
biera observado que en el primer encuentro del infans 
con el otro no hay guerra sino cuidado. Ese primer en­
cuentro entre el bebé y la madre supone, por parte de és­
ta, no sólo el auxilio para satisfacer las necesidades del 
bebé, sino también el amor. Todorov lo dice con simplici­
dad: “Lo primero que hace un bebé cuando toma el pecho, 
además de hacerlo, es m irar a su madre y buscar su mi­
rada” No se tra ta de un autor ingenuo sino, por el con­
trario, de alguien que conoce la bibliografía psicoanalíti­
ca, los textos lacanianos, y que construye su argumenta­
ción recurriendo a distintas teorías de la disciplina. No 
deja de extrañarme que Lacan no aparezca mencionado 
un su libro.
La perspectiva del presente trabajo busca interrogar 
nuestros prejuicios. No se tra ta de emprender una revi- 
Hión erudita. En el mundo contemporáneo, en el de nues­
tros ideales, la problemática que nos ocupa está presen­
tí1 en autores muy queridos, tales como Georges Bataille, 
Blanchot, antes Nietzsche y Deleuze después. ¿Qué re­
torna en ellos? Según Bataille, en su texto L’Érotisme, 
'‘Sade impulsaría hasta un punto jam ás antes alcanzado 
la idea del aislamiento humano. Toda su concepción está 
husada, siguiendo a Blanchot, en el hecho de la soledad 
absoluta” (Todorov, 1995: 59). Afirmación, esta última, 
que proviene del texto de Blanchot Lautréamont et Sade, 
on el cual señala:
Sade lo ha dicho y repetido, bajo todas las formas, la na­
turaleza nos hace nacer solos. No hay ningún tipo de re­
lación de un hombre con otro [...] El hombre verdadero 
sabe que está solo y lo acepta.
Ante esta afirmación, Bataille expresa:
El hombre solitario del que él [Sade] es vocero no tiene 
en cuenta para nada a sus semejantes. [...] Y por esta ra­
zón deberíamos estar agradecidos con Sade: nos fue da­
da una imagen fiel del hombre ante el cual el otro deja­
ría de contar (ibídem: 60).
En nuestros días, estamos en presencia del ideal de es­
te hombre solo. Continúa Todorov: “La explicación de esta 
nueva paradoja reside en que el pensamiento de Bataille 
es dualista, ya que, según él, el hombre mismo es doble”. 
Incluye entonces una cita de este autor, según la cual
[...] la vida humana está hecha de dos partes heterogé­
neas que no se unen jamás. Una con sentido, el cual es 
concedido por los fines útiles, en consecuencia subordi­
nados; esta parte es la que aparece en la conciencia. La 
otra es soberana, [...] se sustrae de todas maneras a la 
conciencia (ibídem: 60-61).
Por mi parte, le agradezco a Bataille que nos ayude a 
apreciar el aporte de Sade, ese aspecto de la violencia hu­
m ana cuyo valor positivo reside en que no negocia con el 
conformismo; hasta ahí, entiendo incluso el valor ético y 
moral de la propuesta de Sade. Es el valor del mal, en­
tendido como aquello que nos habita y que no concilia con 
la moral que la sociedad nos reclama o impone. El pro­
blema aparece cuando se reduce al ser humano a ese úni­
co aspecto, algo que equivale a fijarlo en el lugar de una 
separación absoluta del otro.
Todorov sitúa un prejuicio según el cual el mal dice la 
verdad del hombre, contrapartida de otro, aquel que lle­
vaba a formular que esa verdad era el bien. Prejuicio es­
pecular, entonces, el de esta verdad situada en el mal, 
que determina la falsedad de todo lo demás. Así, am ar a 
alguien sería falso, porque en definitiva todo cuanto se 
iiuiere es, de algún modo, hacer del otro un objeto de 
oxacciones. Desde esta perspectiva, el amor no sería sino 
un camino para lograrlo.
Todorov señala, además, un segundo prejuicio en es­
tos autores -difundido también en nuestra parroquia-, 
prejuicio que es además un error lógico. Consiste en 
creer que “moral” es una mala palabra, confundiendo 
moral con moralina.
La moral es la puesta en práctica de una ética -y la 
ática es, por ende, la teoría de una práctica que llamamos 
moral-. Ahora bien, se suele considerar que la ética es 
buena y la moral es mala. El error lógico presente en es­
tos autores los lleva a suponer como equivalentes estas 
dos fórmulas: si toda moral -en el sentido de “moralina”- 
oh social, una demanda del aparato del poder para con­
formar a sus súbditos, entonces todo lo social es moral, 
ivirá liberamos de la moral, en consecuencia, tenemos 
que liberarnos de cualquier invitación a lo social, del en­
cuentro con el otro. En este planteo se podrán reconocer 
Ion prejuicios que nos habitan y recorren la comunidad 
unalítica.
Todorov puntualiza:
Si nos negamos a definir tautológicamente la soberanía 
por la negación de los otros -formulación que encuentra 
una base fuerte en cierta lectura nietzscheana, donde se 
tiende a confundir la voluntad de poder con el ejercicio 
del poder sobre los otros, dos cosas que no son idénticas, 
pero suponiendo que lo fueran-, podríamos interpretar­
la como el goce del poder.
Abordaríamos así una erótica de la política, enten­
diendo por política el goce del poder. Ahora bien -p re ­
gunta Todorov- “¿Podemos gozar del poder solos?”. Es
decir, ¿tiene gracia un poder que se ejerce solo? Más 
aún, ¿qué es el poder?, ¿se tra ta sobre todo de disponer 
de los bienes?
Al respecto -si observamosel panorama político más 
próximo, con lo que han robado ciertos gobernantes es 
imposible que puedan comprar más bienes. El dinero que 
tienen les alcanza para todo lo que puedan necesitar 
ellos, sus hijos y sus nietos... Entonces, ¿cuál es la natu­
raleza de ese poder al que no quieren renunciar? Por lo 
pronto, sería torpe reducirlo a la dimensión de la necesi­
dad. En un artículo publicado en un diario de prestigio 
en Buenos Aires, Safouan sugería: “Se tra ta de poder 
igualarse a los dioses”. Sin duda, pero también se tra ta 
de este goce del poder entendido como el ejercicio de la 
voluntad de goce. Los teóricos de la ciencia política lo lla­
man “decidir la agenda”. El goce residiría en determinar 
por dónde discurre la vida compartida de una comuni­
dad. Pero esto -y he aquí la paradoja que está velada, 
que cae bajo la barra del discurso del amo- equivale a po­
ner en acto que también ellos son sujetos divididos, por­
que están confesando que precisan de esa relación con el 
otro para afirmar su poder. Así, cuando se dice “Tiene 
una corte de aduladores”, se designa un plus no reduci- 
ble al terreno de la necesidad. En efecto, ¿por qué les es 
preciso el halago?
Para concluir este recorrido, Todorov resume breve­
mente la posición que estamos cuestionando, la que hace 
del mal la verdad del hombre. Refiriéndose a quienes la 
sustentan se pregunta: “¿Por qué prefieren levantar esta 
bandera y no la contraria? Porque al mostrarse como 
malvados se afirman solos, están listos para confesar to­
do, menos su dependencia, su necesidad de los otros”. De 
modo que hay también una erótica que sostiene este pre­
juicio del hombre malo, este “Yo no preciso de nadie”. Y 
sabemos que no hace falta recurrir a Sade para encon­
trarla, ya que es pan nuestro de todos los días
Volvamos a ese primer encuentro con el otro. ¿Se tra ta 
ullí, según Todorov, de una demanda de reconocimiento?
¿Qué intentamos desplegar con todo esto? Decimos 
que el prójimo es la presencia del otro; hemos perfilado 
lii relación de encuentro y desencuentro con lo imagi­
nario del otro, sostenida de un modo privilegiado por la 
mirada.
Eso que hasta cierto punto Lacan presentificó en el 
modelo óptico (Lacan, 1966: 674-680), del que él mismo 
llega a decir que no constituye una buena manera de in­
troducir el objeto -porque no se ve ni de dónde viene ni 
cómo es, y parece un artificio-, lo podemos abordar recu­
rriendo a su última formulación, el nudo borromeo de los 
tres anillos:
I
a: plus de goce 
JA: goce del Otro 
S JO: goce fálico
La ubicación que da Lacan al objeto a nos advierte 
(|iir el carozo de lo Imaginario es también un pedazo de 
Koal, que le da consistencia. Lo Imaginario no es ya sólo 
una lámina, sino que ofrece consistencia. En la parafre- 
nin, por ejemplo, contamos con la lámina, pero no con la 
consistencia. El carozo de lo Imaginario es este objeto a, 
nn principio señalable por esa suerte de objeto que La- 
cu n denomina mirada, que falta en la parafrenia.
Todorov nos llevaba por un camino trabajado, mos- 
trnndo que el ser humano no llega al mundo en una si­
tuación de lucha, como lo plantea Hegel. Semejante defi­
nición -aclara- supone concluir el mundo en términos de 
adultos que se disputan un territorio, a la manera de los 
caballeros feudales, es decir, pensar el mundo como con­
tienda. Pero ocurre que el ser humano -el infans, pun­
tualiza Freud- nace en estado de desamparo, de Hilfló- 
sigkeit; no puede subsistir sin el otro. Hay allí una rela­
ción de dependencia, de necesidad del cuidado aportado 
por el otro que propicia la demanda de su amor y engen­
dra el objeto del deseo.
Lacan ya había cuestionado a Hegel en su comentario 
sobre La fenomenología del espíritu. Refiriéndose a la 
dialéctica del Amo y el Esclavo, al enfrentamiento de las 
dos conciencias, planteó que la parte de verdad que allí 
había, referida a la tensión agresiva imaginaria, no daba 
cuenta del orden simbólico, que detiene la contienda y 
propicia que la muerte real sea sustituida por un nuevo 
lazo social, la esclavitud.
Si se tra ta de la representación o el sentimiento cuan­
do salen de la conciencia y resultan unterdrückt, esto es, 
“puestos abajo”, pasan a formar parte del inconsciente 
descriptivo, no dinámico, a una dimensión preconsciente. 
En castellano, la operación correspondiente es la que co­
nocemos como “supresión”. Forman parte de lo Imagina­
rio.
En términos de la teoría, cuando Lacan avanza su es­
critura nodal, lo Imaginario deja de ser sólo una superfi­
cie; tiene un carozo que no se resume en ese mismo regis­
tro. Es eso que Todorov sitúa en la mirada, una de las es­
pecies del objeto a. El reconocimiento es apenas una de 
sus eficacias. Las otras son la tram a inconsciente, regis­
tro de lo simbólico que la inscribe y el goce que determi­
na. Su lógica de reciprocidad es que ese carozo de Real no 
se instituye sin un otro que lo reconozca y afirme su exis­
tencia, su distinción.
2. LA OPACIDAD DEL OTRO
Voy a referirme a Emmanuel Levinas, uno de los pen­
sadores más importantes de la tradición filosófica que 
reenvía a Heidegger. Recorrerlo resulta muy grato, tanto 
por su estilo como por la ética que propone y la fineza de 
ms elaboraciones.
Voy a subrayar algunos párrafos de uno de sus tex­
tos, para ver dónde se sitúa la problemática de esta re­
lación con el otro a la que quiero llegar. El libro al que 
remitiré mis comentarios se llama Entre nosotros. Ensa­
yo para pensar en otro (Levinas, 1991), y, como puede 
vorse, ya desde el título estamos en el núcleo de nuestra 
ruestión.
Manteniendo en el horizonte la referencia lacaniana a 
oHe “tú ”, efecto del discurso, en su dimensión invocante, 
Voy a abordar un breve pasaje de esta obra de Levinas 
que subraya su valor.
Aislar un ser de otros, aislarse con él en el secreto equí­
voco del “entre nosotros”, no garantiza la exterioridad 
radical del Absoluto. Sólo el irrecusable y severo testi­
monio que se inserta “entre nosotros” y que, mediante su 
palabra, hace pública nuestra clandestinidad privada, 
sólo ese exigente mediador entre un hombre y otro está 
de frente, es “tú”. Esta es una tesis que nada tiene de
teológico, ya que Dios no podría ser Dios sin haber sido 
antes este interlocutor (ídem: 36).
Según esta interpretación, la dimensión del “tú ” ante­
cede a Dios. Nos está anunciando que ese tú es para no­
sotros instituyente, con lo cual abordamos ya, desde otra 
perspectiva, la de un pensamiento muy elaborado, la ne- 
cesariedad del otro para la institución del sujeto.
Todorov cuestionaba el hecho de que algunos pensado­
res, lo formularan o no, plantearan en el origen un indi­
viduo, bueno o malo, que sólo en un segundo momento se 
acercaba al otro. Tanto las tesis de Levinas como las de 
Todorov, en cambio, señalan que la referencia al “tú” tie­
ne valor de absoluto, no hay condición por la cual pueda 
ser sustraída y es inherente a nuestra institución como 
sujetos.
En tal sentido, sostiene Levinas: “El pensamiento co­
mienza con la posibilidad de concebir una libertad exte­
rior a la mía” (ídem: 31). ¿Qué se afirma en esta frase? 
Algo no muy distinto de lo que anticipa Lacan en el tex­
to sobre la negación (la Verneinung), o bien el de Freud a 
propósito de la denegación. Freud plantea como condi­
ción primera para la emergencia del psiquismo, la pro­
ducción de una Ausstossung fundante, una expulsión en 
el punto de partida. Algo del sujeto pasa a constituirse en 
una exterioridad absoluta, primaria, sin la cual no hay 
Bejahung, no hay un primer trazo que pueda inscribirse. 
Esto es, si no se constituye un no-yo, un no-sujeto parte 
de la estructura, no hay posibilidad de una primera ins­
cripción del sujeto. La expulsión precede al primer trazo 
que se inscribe. De ahí la radicalidad extrema del reco­
nocimiento de esa vigencia del otro, como condición y 
parte de la estructura del sujeto.
Otro fragmento de Levinas nos permite observar en 
qué perspectiva se sitúa esta noción de exterioridad,por 
cierto muy distante de la creencia en una bondad univer-
Bal o una armonía que nos haría danzar juntos en ronda, 
ulegres, tomados de la mano, como las figuras representa­
das en algunos cuadros de Mattisse. Dice así: “Al referirse 
ni ente en la apertura del ser, la comprensión le encuentra 
una significación a partir del ser” (ídem: 21). Para quienes 
no estén familiarizados con la terminología heideggeriana 
del autor, el ser humano es un ente que se abre en la di­
mensión de la palabra: “En este sentido, la comprensión 
no lo invoca, simplemente lo nombra. De este modo ejerce 
con respecto a él una cierta violencia y una cierta nega­
ción”. Es decir, el encuentro con el otro empieza en la vio- 
lencia-negación. Algunas líneas más abajo añade:
Y esta parcialidad reside en el hecho de que el ente, sin 
desaparecer, se encuentra en mi poder. Esa negación par­
cial que es la violencia niega la independencia del ente: 
es mío. La posesión es el modo en que un ente, sin dejar 
de existir, resulta parcialmente negado. No se trata sólo 
del hecho de que el ente sea instrumento útil o consumi­
ble, es decir, medio, ya que también es fin; se trata de que 
es alimento y, en el goce, se ofrece, se da, es mío.
Así, en el primer encuentro con el “tú”, Levinas señala 
una finalidad de goce en que está implícita la posesión del 
otro y, al mismo tiempo, su negación. Sería, extremándolo, 
ol planteo de Sade: gozo del otro en el conjunto de las exac­
ciones que surgen de mi voluntad de goce. Precisa Levinas:
El encuentro con otro consiste en el hecho que, no impor­
ta cuál sea la extensión de mi dominación sobre él y de 
su sumisión, no lo poseo.
Nos topamos aquí con cierta lógica que no “cierra”: 
queriendo poseer al otro en su totalidad y en la totalidad 
<U‘ su goce, algo se me escapa.
I El otro] No penetra del todo en la apertura del ser en la 
que me mantengo como campo de mi libertad. No viene
a mi encuentro desde el ser en general. Todo lo que me 
llega de él a partir del ser en general, se ofrece sin duda 
a mi comprensión y a mi posesión. Le comprendo a par­
tir de su historia, de su medio, de sus hábitos. Lo que es­
capa en él a la comprensión es él mismo, el ente. No pue­
do negarle parcialmente, mediante la violencia, captán­
dolo a partir del ser en general y poseyéndolo. El otro es 
el único ente cuya negación solo puede anunciarse como 
total: el asesinato. El otro es el único ente al que puedo 
querer matar.
En ese afán de poseer al otro, encuentro a ese otro 
irremediablemente bordeado por mi comprensión, aque­
llo que conozco de sus hábitos, de su historia, en ese con­
trapunto entre lo actual y la serie temporal (sus hábitos 
son el despliegue de su historia). Cuando comprendo es­
to, advierto que hay una opacidad del otro, algo que es­
capa, un resto de goce, más allá del que pretendo lograr 
como exacción. Sólo me queda matarlo. Pero si llevo a ca­
bo el asesinato, me quedo sin el otro y lo que él me signi­
fica.
Ya aludimos a esta desesperación del libertino, a su 
fracaso en alcanzar el goce extremo, ese sujeto puro del 
placer. Lo encontramos en el cuento de Kafka, “En la co­
lonia penitenciaria”, que representa el límite del horror, 
cuando el torturador se queda esperando el instante en 
el que su víctima, en cuya espalda graba con una máqui­
na el delito cometido, se ofrece como un sujeto puro del 
placer, más allá de cualquier dolor, como sujeto de un go­
ce sin dolor. El torturador fracasa en su objetivo, porque 
cuando espera relamerse con el rostro de la víctima -que 
representa como semejante su propia posibilidad de un 
goce extremo-, el torturado tiene la mala idea de morir­
se (Kafka, 1979: 131).
Levinas señala la imposibilidad de resolver, en térmi­
nos de afirmación utilitaria o mera cuestión cultural, eso 
que está en el origen de nuestra tradición judeocristiana,
excediéndola, formulado explícitamente como manda­
miento: “No m atarás”. Procurando despejar las razones 
de su vigencia señala, por una parte, este afán de goce 
del otro que hay en el ser humano y, además, esta opaci­
dad por la cual el otro se escapa, arruina la voluntad de 
posesión que llevaría, en su extremo, al asesinato. La 
historia de la humanidad dio suficientes pruebas de ello, 
incluidas las formas extremas que alcanzó en nuestro si- 
tflo. El problema, decíamos, es que en el momento de ma­
lar al otro, lo pierdo, y con su ser pierdo a la vez la opa­
cidad que me revela y me hace falta.
Le vinas avanza en su elaboración y sitúa un lugar pri­
vilegiado en ese encuentro con el otro:
Puedo quererlo [a mi afán de matar al otro], Y a pesar de 
ello, este poder es todo lo contrario del poder. El triunfo 
de este poder es una derrota como poder. En el mismo 
momento en el que se realiza mi poder de matar, el otro 
se me ha escapado. Sin duda, puedo perseguir un fin al 
matar, puedo matar del mismo modo que cazar, talar ár­
boles o abatir animales; pero en ese caso, capto al otro en 
la apertura del ser en general, como un elemento del 
mundo en el que me encuentro, le percibo en el horizon­
te. No le he mirado a la cara, no me he encontrado con 
bu rostro [el rostro es un concepto en la teoría de Levi- 
nas]. La tentación de la negación total, que mide lo infi­
nito de esta tentativa y su imposibilidad, es la presencia 
del rostro. Estar en relación con otro cara a cara es no 
poder matar. Y esta es también la situación del discurso 
(Levinas, 1991: 21).
Levinas insiste sobre algo que se suele decir, que está 
•mi el lenguaje y que pone enjuego el rostro. En castella­
no, lo encontramos en expresiones tales como “encarar al 
ni mi ", “lo encaré” -esto es, me dirigí a su cara-; “se lo én­
eo» tré” -me dirigí a su rostro-. Por otra parte es impen­
dí l)le, por ejemplo, una foto de medio cuerpo que tome so­
lo de la cintura para abajo: el medio cuerpo exige la in­
clusión del rostro. Nos dirigimos al otro, presuponemos 
que el otro incluye todo su cuerpo, sin embargo ese “todo’: 
no es homogéneo y cuando le hablamos o lo invocamos, 
apuntamos a su rostro.
¿Qué es el rostro? Levinas lo define de este modo:
El ente en cuanto tal (y no como encarnación del ser 
universal) no puede hallarse más que en una relación 
en la que se le invoca. El ente es el hombre, y sólo en 
cuanto prójimo es el hombre accesible, sólo en cuanto 
rostro (ídem: 20).
Así, el rostro implica esa dimensión de la desnudez, 
donde el otro se me ofrece en su condición de tal y me im­
pide matarlo.
Por mi parte, debo admitir mis diferencias con Levi­
nas, a pesar de que he ido valorando su pensamiento a 
medida que lo he ido leyendo y asimilando sus enseñan­
zas. Por cierto, podemos considerar como un hecho la di­
ficultad de m atar a alguien mirándolo a la cara. Es en 
este sentido que Borges establece una distinción entre 
escribir acerca de un duelo a revólver y un duelo a puña­
les, que acerca el rostro del otro. Algo bien diferente, a su 
vez, de lo que implica m atar al otro con un tanque que se 
encuentra a veinte kilómetros de distancia -como suele 
ocurrir en la actualidad-, ocasión en la que se ignora 
quién cae ni se ve la sangre que derrama.
Pero ni aun el duelo a puñales me hace creer que se 
tra te allí de la inmediatez de un saber acerca del otro, de 
su condición, a la que llegaría por su desnudez. Diría, en 
todo caso, que de un modo irremediable esa desnudez me 
enfrenta a la opacidad que guarda lo que el otro me sus­
trae. Dicho de otro modo: cuando miro al otro a los ojos, 
irremediablemente en el fantasma quiero alcanzar su 
profundidad. Pero sus ojos, si lo miro de cerca, apenas 
me devuelven, como un espejo, mi propia imagen. No en­
cuentro su transparencia, sino su opacidad. Gracias a
•tila, se sustrae cuando lo busco como puro objeto de go- 
i« . ella es la que me detiene en el acto de matarlo.
¿Por qué la opacidad del otro me detiene? Levinas res­
ponde:
Esta inversión humana del en-sí y del para-sí, del cada 
cual para sí mismo en un yo ético, en la prioridad del pa­
ra otro,esta sustitución del para-sí de la obstinación on- 
tológica por un yo que, en tal caso, es sin duda único, pe­
ro único por su elección de una responsabilidad respecto 
de otro hombre, irrecusable e intransferible; esta inver- 
■ión radical se produce en lo que llamamos “encuentro 
con el rostro del otro”.
De modo que si no persisto en una afirmación ontoló- 
rlcn de mi yo, en lo que llamaríamos un narcisismo ex-
11 ( mo, sino que me sitúo en lo que Levinas señala como 
imn dimensión que también es ética para el otro, es en 
I ti ación de ese “encuentro con el rostro del otro”. Y conH- 
n un:
Tras la compostura que se da -o que soporta- en su apa­
recer, me invoca y me ordena desde el fondo de su des­
nudez indefensa, de su miseria y de su mortalidad 
(ídem: 250).
Levinas opera aquí un avance. Esa opacidad que en- 
i neutro en el rostro del otro me detiene, porque a la vez 
mi' interroga: “Me puedes matar... ¿No te dice nada de tu 
inopia condición mortal?”. Pregunta cuyo mensaje es, lle­
udo a su extremo: “Estoy indefenso, a tu merced; puedes 
nuil irme, pero no ignoras que soy tu semejante, y que al 
ilt itruirme pierdes la misma opacidad que te habita”.
Lfi apuesta del autor va asumiendo un perfil cada vez 
imiH definido. Empieza por hablar de una voluntad ase-
I mi que, como tal, nos propone el goce llevado al extre­
mo, el propio y el del otro. Levinas postula que en ese en- 
i ui'iitro con el rostro del otro, el rostro deja de ser un pu­
ro lugar de la presencia y conjugado con la audición y la 
palabra, puede que empiece a hablar. Si lo hace, quizá 
me llegue desde el otro algo de mi propio mensaje. Es 
más, si habla de su desamparo -s i me dice: “Estoy inde­
fenso, podés matarme”- , me recuerda mi propia indefen­
sión. De ahí que las propuestas masivas de asesinato re­
quieran imprescindiblemente el desconocimiento del otro 
como semejante. Hay que pensarlo en términos de raza 
inferior, degenerada, porque al menor atisbo de que ese 
otro pueda devolverme mi propio mensaje, el acto asesi­
no se detiene.
Además de la audición, señala Levinas, cuenta la pa­
labra. Y aquí nos encontramos con una formulación de 
Lacan. En su versión extrema, remite a un punto clave: 
el de la palabra que enlaza o desenlaza el goce.
¿Cuáles son las formas del otro cuando se me presen­
ta como prójimo, esto es, como “inminencia intolerable 
del goce”? En primera instancia, pueden ser la pareja, el 
amigo, el compañero de trabajo, el vecino o el transeún­
te ocasional, siempre y cuando aparezca esa dimensión 
invocadora; en términos de Levinas, si lo encaro y me en­
cara.
Siguiendo lo que nos enseñó Lacan - “avancemos con 
prudencia”- , voy a escribirlo en una fórmula mínima. Si 
bien tenemos derecho a manejarnos con nudos y m ate­
rnas, debemos ser cuidadosos. Más aún, entiendo que la 
vitalidad de nuestra disciplina depende del acceso a pa­
radigmas que extiendan o se sitúen más allá del lacania- 
no, sin dejar de lado en nuestras formulaciones la pru­
dencia.
La fórmula sería la siguiente:
otro prójimo
e e = espacio
Si esta x inscribe al “otro” con minúscula, tiene que pro- 
(lucirse ana operatoria para que en estay venga a situar- 
■<( como “prójimo”. Cualquiera de nuestros “otros” la exige. 
Klla es la que introduce esa inminencia intolerable del go- 
(v ¿El goce de quién? Aquel que el otro puede ejercer res- 
poeto de mí, y el que yo puedo ejercer en ese prójimo.
Vuelvo a la propuesta: el otro (con minúscula), el de la 
Invocación, el que elevo a la dignidad de prójimo, por
• ¡cmplo, cuando consigo que preste oídos a mi chiste, sos-
I lime la función del Otro con mayúscula como lugar don­
de se juega al ajedrez. Es el otro que se m uestra en la al-
II 'ridad, que sostiene su presencia con la cubierta imagi- 
nnria que necesito para que anude un goce cuyo índice 
puede ser la risa o el llanto. Un goce que incita otro en el 
mnisor, devolviéndole la verdad que lo habita; por el he­
cho de hacerle el don de su escucha, es una forma mo- 
montánea de lo que llamamos amor: en ese instante pun­
tual; afirma su existencia.
Procuraremos explorar distintas invocaciones que es- 
Inn en nuestra cotidianeidad, cómo están en ella o, más 
t l. netamente, cómo estamos nosotros inmersos cuando 
lnn vivimos aunque no las pensemos. En nuestra condi­
ción de analistas, se tra ta de un recorrido que podría 
lyudarnos en la dirección de la cura, para situar el mo- 
tlu legún el cual esta invocación del prójimo es inheren- 
lt a nuestra estructura, imprescindible para llevar a 
uiUjor fin la dialéctica de un análisis. Una de las formas 
ilol prójimo, que tanto Levinas como Lacan mencionan, 
me interesa especialmente porque nos concierne desde
■ "tn perspectiva; ella se sitúa en torno al concepto de 
i imtidad.
Levinas lo formula así:
| ,. | el en-sí del ser que insiste-en-ser es rebasado por la 
gratuidad de un fuera-de-sí-para-otro en el sacrificio o 
nn la posibilidad del sacrificio, en la perspectiva de la 
■mntidad (Levinas, 1991: 10).
En la terminología filosófica heideggeriana, significa 
que alguien se ubica en la perspectiva de la santidad 
cuando, en vez de afirmarse como ser-en-sí o para-sí, se 
sitúa como ser-para-el-otro. Levinas señala que hay allí 
algo que remite al sacrificio. Tendríamos que preguntar­
nos de qué sacrificio se tra ta , porque dicho de este modo 
podríamos pensar que el camino que los psicoanalistas 
proponemos es el de Cristo.
Quizá pudiéramos encontrar una veta que nos confor­
me -aunque no sea exactamente la que propone Levi­
nas-, si recurrimos al concepto de “santidad” tal como 
aparece en Lacan. Su planteo juega y se m uestra en la 
homofonía en francés entre “saint-homme” y “sinthóme”, 
por cierto nada casual -sinthóme, lugar de remedio-, no 
se obtiene de cualquier modo, algo anuda de la santidad.
En la entrevista cuyo texto llevó por título “Televi­
sión”, explica Lacan:
[...] durante su vida, un santo no impone el respeto que 
le vale a veces su aureola. [...] Un santo, para hacerme 
comprender, no hace caridad. Él es quien se pone, en to­
do caso, en el lugar del desecho.1
Es para realizar esto que la estructura impone lo si­
guiente, a saber: permitir que el sujeto, el sujeto del In­
consciente, sea tomado como causa de su deseo. Es en la 
abyección de esta causa, en efecto, que el sujeto tiene 
chances de lograr situarse, al menos en la estructura. 
Para el santo esto no es divertido, pero yo imagino que 
para algunas orejas, en esta televisión, esto recorta bien 
ciertas extrañezas de los hechos de los santos. Que de 
allí resulte un efecto de goce, quién no tiene sentido con 
el goce... Sólo el santo permanece seco, negado a él (La­
can, 1973: 28)
1. Aquí Lacan introduce otro neologismo en francés, condensando 
“déchet” y “charité”: “il décharite”.
Según esta perspectiva, podríamos entender el sacri­
ficio en términos del goce al que el santo renuncia. Re­
cuerdo un aforismo que se sitúa en esta línea y que mu­
chas veces subrayamos: “El analista es aquel que sus­
pende su goce para no ceder en su deseo”. Y Lacan conti­
núa: “Es lo mismo que sacude a muchos en el hecho, sa­
cude a aquellos que se acercan y no se engañan, que el 
tanto es el desecho del goce”.
Hay ana dimensión de la otredad convocada como pró- 
|ltno que, en su límite, se ofrece bajo el perfil que en Le­
vinas se llama “santidad” y en Lacan “santo”, forma ex-
I roma de lo que sería esperable de un analista.
En la perspectiva que estoy proponiendo, cuando el 
iiualista se ofrece como semblante de a, conduce al suje­
to a la invocación del otro que opere como remedio en el 
mismo lugar de la falla; el analista se ofrece como causa 
<li un movimiento que lanza al analizante al remedio de 
'iii falla. De ahí el plus cuyo efecto es el de transformar el 
pNpacio en el lugar de la cita. Eso es lo que llamamos el 
micuentro con el prójimo.
Por otra parte, podemos preguntarnos si el sinthóme 
i parece sólo en la estructura psicótica o también está 
p rósente en las neurosis. Sabemosque al plantear este 
imicepto, Lacan extrema la cuestión; así, cuando habla 
>|t Joyce, afirma que sufría una Verwerfung de hecho del 
Nombre del Padre -en la línea de su propia enseñanza, 
Indicaba allí una estructura psicótica, aunque clínica­
mente no se hubiera desencadenado como tal-. Todo lo
■ nal podría hacernos pensar que el sinthóme es algo que 
lañe a reparar un error en la estructura psicótica. Sin
pimbargo, Lacan habla también de sinthóme cuando se
II ata de neurosis.
I ’or mi Darte, entiendo que el sinthóme es un concep- 
I» planteado correlativamente al de pére-version. Cuan­
ta avanza en su teoría, Lacan advierte que el lugar de
■ mo que da en llamar el Nombre del Padre no se reduce
sólo a la eficacia del corte, sino que, en la medida en que 
se sostiene del padre real, introduce también las fallas 
que se arrastran desde el padre, esto es, los lugares don­
de su goce no es acotable. Así formulada, la pére-version 
juega con los dos valores de ese concepto: uno que pivo­
tea en el padre -hay algo que desde el hijo se dirige al pa­
dre, y es necesario y propiciatorio- y otro que se refiere 
al goce por el cual el hijo se sitúa en una posición maso- 
quista en relación con su padre. Si tomamos “Pegan a un 
niño” (Freud, 1919) como paradigma -es decir, no como 
algo accidental, sino estructural-, podríamos decir que el 
golpe del padre es instituyente para el hijo, deja sus m ar­
cas, las mejores y las peores.
Mi lectura supone que también en la estructura neu­
rótica hay una falla inexorable, distinta de la que se en­
cuentra en las psicosis. Esto, a su vez, me hace pensar 
que en el neurótico, desde un comienzo, está situada la 
posibilidad del sinthóme, anillo que remedia la falla. En 
términos topológicos, en una estructura neurótica el sin­
thóme permite abrochar un nudo de cuatro redondeles ba­
jo una forma borromea, algo que no llega a producirse en 
las psicosis. Si bien Joyce está anudado, puede ser Uno, 
es sólo en función de la estructura del nudo que lo reme­
dia. La clínica de las psicosis nos m uestra que cuando un 
sujeto cae en el derrumbe psicótico deja de ser Uno -no 
reconoce su cara, su mano-. Joyce puede decir que él es 
Uno porque su escritura como sinthóme -y yo incluiría, 
además, a Norah, su m ujer- le permite anudar, aunque 
no bajo una forma borromea. Esto implica que en cierto 
momento pueden irrumpir los fenómenos de la psicosis.
No se tra ta sólo de la mujer que sostiene al psicótico, 
cosa que más de una vez ocurre; también hay hombres 
que sostienen a una mujer psicótica; es el caso, por ejem­
plo, de una paranoia erotómana.
No tomo, en suma, exclusivamente las psicosis como 
referencia. Considero también las neurosis, y mi pro-
puusta, en cuanto al prójimo, no se limita tampoco a la 
pwreja en su condición de tal sino que va más allá de esa 
relación. El mozo del bar que me ofrece café, en efecto, 
puode funcionar como prójimo en la medida en que lo in­
voque como tal. También puede ocurrir que me sirva ca­
le y sea sólo el otro, ese otro a cuyo lado paso sin enterar­
me Pero si lo convoco, al modo de “tú eres quien me se­
guirás”, entonces puede funcionar como sinthóme.
Cuando decimos “invocar al otro”, nos referimos al 
otro real, ese que acude con sus tres registros, y al que 
i(invocamos al lugar de nuestra falla, desde nuestra fa- 
llit para que responda como remedio y reparación. Preci-
■ t mente allí reside la diferencia: no lo convoco desde mi 
Irtl&a, sino desde mi falla. En cuanto al empleo que hago 
<l«l término “reparación”, una manera de acotarlo será 
i iiilBÍgnar algunas pautas fundamentales de mi manera 
«Ir trabajar.
En primer lugar, procuro situarme en el campo de la
• Itmtificidad y el psicoanálisis, lo cual supone ya redefi- 
nlr (il concepto popperiano de cientificidad. Entiendo que 
no cabe regalárselo, en la medida en que ni sus propios 
m^iiidores están de acuerdo en afirmar que una hipóte- 
ilii queda invalidada como tal cuando un hecho la contra­
dice La refutación requiere una multiplicidad de hechos. 
\iil, cuando Newton propuso su fórmula de la atracción 
mil versal de los grandes cuerpos celestes, al comienzo no 
pudo comprobarla, de modo que de haberse manejado 
l« ile la perspectiva popperiana, todo se habría derrum- 
lijtdn Urgía avanzar con los instrumentos que pudieran 
li más allá de la refracción de la atmósfera; había que co-
11 ej(ir la hipótesis según la cual los cuerpos celestes eran 
i 'doras perfectas, ya que tienen deformaciones.
Kl psicoanálisis merece un lugar en el campo de la
i Inntificidad, lo cual implica mi desacuerdo con los psi-
■ oimalistas que descreen de la ciencia. Si hay disenso con 
i'llu, en todo caso, no se tra ta de la ciencia, sino de sus
aplicaciones. Considero un error batallar contra la cien­
cia, puesto que es una forma que encontró el ser humano 
para avanzar hacia su encuentro con lo real. Situado, en­
tonces, en la perspectiva científica, acepto la recomenda­
ción que hiciera Canguilheim, según la cual trabajar un 
concepto es ponerlo a prueba, confrontarlo, contradecir­
lo, acoplarlo con otros.
En relación con el concepto de “reparación”, este tipo 
de abordaje me llevó a formularme la pregunta: ¿qué es 
más apropiado para nombrar el lugar donde se intenta­
rá corregir un error? Podría llamarlo “remedio”, pero es 
un término que reviste una connotación médica demasia­
do importante. “Reparación”, en cambio, me recuerda a 
los kleinianos, y entre Melanie Klein y la medicina, pre­
fiero permanecer en el campo del psicoanálisis, en com­
pañía de esta gran psicoanalista.
Establecería, sí, una diferencia entre el uso que ella 
hace del término y el que yo propongo. Según la concep- 
tualización kleiniana, la reparación remite al encuentro 
con la totalidad del cuerpo materno; el fin de análisis 
kleiniano se funda en la sublimación, entendida como re­
paración de ese cuerpo. Por mi parte, la sitúo en térmi­
nos de una reparación del nudo que permite el encuentro 
con la falta y descompleta al Otro. Este es el modo en que 
intento trabajarla.
Prefiero hablar, en suma, de la reparación de una fa­
lla inexorable.
Retomo ahora el aforismo que tanto indignaba a 
Freud, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y digo: 
ciertamente lo amarás, pero no por caridad, pues es par­
te de ti mismo cuando repara tu nudo. Es por la vía del 
otro que la alternancia posible avanza hacia lo imposible, 
hacia lo real del error. Lo hace cuando logra efectuar esa 
reparación, cuando escribe la letra ausente. Podemos re­
ferirnos aquí a la propuesta por Lacan: E, sigma, con la
que nombra al sinthóme. Nosotros avanzamos hacia la 
función del otro cuando se hace prójimo. Así, no se tra ta 
lólo de la escritura de Joyce, sino también de Norah, 
(juien realiza el aforismo “La femme c’est le sinthóme”. 
Lo expresa más sabiamente una breve cita del Talmud 
(Levinas, 1991: 118):
Rav Hiya bar Abba cae enfermo y Rav Yohanan le hace 
una visita. Le pregunta:
-¿Te convienen tus sufrimientos?
-Ni ellos, ni las recompensas que me prometen.
-Dame tu mano -dice entonces el visitante al enfermo, 
haciéndolo levantar de su lecho.
Pero sucede que el propio Rav Yohanan cae enfermo y re­
cibe la visita de Rav Hanina. La misma pregunta le es 
formulada entonces:
- ¿Te convienen tus sufrimientos ?
Y la misma respuesta aparece:
- Ni ellos, ni las recompensas que me prometen.
- Dame tu mano -dice Rav Janina, y levanta a Rav Yo­
hanan de su lecho.
Pregunta: ¿No podía Rav Yohanan levantarse solo? 
Respuesta: El prisionero no puede liberarse solo de su 
encierro.
Si aceptamos este recorrido, “Amarás a tu prójimo co­
mo a ti mismo” podría glosarse del siguiente modo: 
' Amarás a tu prójimo como a ti mismo, por lo que no es. 
Le darás tu amor, la ofrenda, de lo que no tienes”. Del go- 
C( intolerable del cual partimos, el sujeto y el prójimo en­
hebran “el goce que condesciende al deseo”. Por la vía del 
> >)ce que se pierde, el goce del prójimo podría encontrar­
ía con el deseo.
Al abordarla cuestión del prójimo decidí situarme en la 
perspectiva de la prudencia. Hace ya tiempo que me pro­
pongo avanzar en este terreno en el que el psicoanálisis 
put-Ti en deuda, como es el de la lógica de las estructuras co­
lectivas Y si bien resulta tentador hacerlo llegando rápi- 
(Ilímente a fórmulas conclusivas, sabemos que no es un lo- 
j M> sostenible el que ellas garantizan. Vamos entonces 
<li ipacio. Retomemos esta relación del ib y el Tú.
Ya operamos un movimiento significativo cuando cues-
I loriamos la idea de un deseo que el sujeto constituiría en 
un absoluto desasimiento del otro, y propusimos, en cam­
bio. como condición de su emergencia, precisamente esta
i «Ilición con el otro. Importa no dejar ignorada la dimen­
sión que excede al “Yo” y al “Tú”. La voy a situar de modo
ii otado, en términos del espacio donde se produce esa 
li nisformación que supone el encuentro y que implica al 
ni don simbólico -y con él, a la estructura colectiva-. La 
nombro en términos de espacio, porque cuento trabajarla 
i on la escritura nodal, considerándola como el lugar en el 
(jilo «e produce la inmersión del nudo.
Esta modalidad de indagación y exposición implica 
i i rizar a la manera en que lo hacen los físicos con un des- 
i ubrimiento reciente. Consideremos, por ejemplo, la “cons-
tante h ” de Planck; tomándola como punto de partida, los 
científicos encuentran que todas las fórmulas dan una di­
ferencia, pero no saben por qué. ¿Acaso dejan de investi­
gar por eso? No, porque quizá descubrir esa “constante h” 
llevará su tiempo; de modo que la anotan como tal para te­
nerla en cuenta y avanzan en lo que estaban trabajando. 
En esto que designo como espacio, lugar de la inmersión 
de la fórmula que voy a proponer, se sitúa la lógica amplia­
da de lo colectivo, no trabajada aún, que tiene por ahora el 
valor de esa “constante h” de Planck.
Decíamos que el prójimo “es la presencia del otro co­
mo inminencia intolerable del goce, cuando el espacio 
real se ofrece a la inmersión del nudo (del otro)”. Convie­
ne no olvidar que pensamos al otro como un nudo consti­
tuido por los tres registros.
Un cuadro de Picasso, “Las señoritas de Avignón”, que 
introduce un cambio en el arte de este siglo, ilustra lo que 
acabamos de exponer. Las señoritas, prostitutas de un 
burdel, aparecen instaladas en un espacio quebrado. No se 
tra ta sólo de lo que le pasa a esas figuras femeninas, sino 
además del modo específico según el cual viene a ser tra ­
tado el fondo de la tela, el espacio en que se muestran. Hay 
una dialéctica entre el nudo y el espacio en el que hace su 
inmersión -y que a partir de ese momento, deja de ser ho­
mogéneo-. Otra formulación, más definitoria aún, sería: 
una vez introducido el goce en el espacio, éste se quiebra 
en diferencias de valor. Y cuando digo “valor”, recordemos 
que Lacan sitúa al objeto a como “plus-de-goce”, en clara 
alusión al concepto marxista de plusvalía.
Vamos a revisar otro lugar no habitual en la parro­
quia lacaniana, que nos perm itirá tener presente esta
«'Acacia del espacio. El punto de partida será algo que, 
por ahora, propicia un abordaje de tipo fenoménico -su 
tmtor diría “fenomenológico”-; su virtud reside, justa- 
monte, en poner enjuego en su mínima expresión la efi­
cacia de ese espacio donde se producen la inmersión del
• ivcuentro y el desencuentro con el otro.
Accedí a su formulación -y espero que también lo ha- 
iMn ustedes- de la mano de un autor reconocido, Gastón 
Huchelard Trabajaré con referencias y observaciones ex-
I raídas de su texto Poética del espacio (Bachelard, 1965), 
que ya es un clásico.
Desde el título, Bachelard anuncia que, a su entender, 
miostra relación con el espacio no es natural, no se redu­
ce al orden de la necesidad. Por eso es el texto poético el 
i|Ui> está en mejores condiciones de relatar ese encuentro 
tittl ser con el espacio que transita o habita, tal como se 
le ofrece oajo múltiples formas.
Voy a revisar algunos pasajes, para precisar cuál es su 
|M|ripectiva. Bachelard cita a Philippe Diolé, autor de El 
1//0 .Í bello desierto del mundo, quien narra, según las re- 
i.Ihh de la ficción, sus experiencias personales, referidas 
i n osta obra al desierto, de modo similar a como lo hicie- 
i i precedentemente en otro libro consagrado a las peri- 
|m cías vividas en la profundidad del mar (ídem: 260).
Uachelard se pregunta: “Pero entonces, ¿por qué Dio­
le. ose psicólogo, ese ontólogo de la vida hum ana subma- 
i Irwi, se va al Desierto? ¿Por qué dialéctica cruel quiere 
l»ii iar del agua ilimitada a las arenas infinitas?”. Pregun- 
ti las que Diolé responde como poeta. Sabe que toda 
uuova cosmicidad transforma nuestro ser exterior, y que 
mi nuevo cosmos, cualquiera sea, se abre cuando uno de 
luí lazos de la sensibilidad ya establecida se libera.
Enta referencia a enlaces y desenlaces, lazos que se 
i m tiin, se renuevan y se anudan de otro modo, la encon-
II nmos en las primeras páginas del libro de Diolé, donde 
i onfiesa que ha querido “term inar en el desierto la ope­
ración mágica que, en el agua profunda, permite al buzo 
desatar los lazos ordinarios del tiempo y del espacio y ha­
cer coincidir la vida con un oscuro poema interior” (ídem: 
12). Para concluir sostiene: “Descender en el agua o errar 
en el desierto, es cambiar de espacio”. En ese cambio, que 
supone abandonar el ámbito de las sensibilidades usua­
les, entra en comunicación con un espacio psíquicamen­
te innovador. Afirma Diolé: “Ni en el desierto, ni en el 
fondo del m ar se puede sostener un alma pequeña, aplo­
mada e indivisible”. Se tra ta de un cambio, que ya no es 
la resultante de una simple operación del espíritu, como 
sería la conciencia del relativismo de las geometrías. “No 
se cambia de lugar, se cambia de naturaleza”, precisa el 
autor (ídem: 261-262).
Diolé está aludiendo a una dialéctica entre este en­
cuentro del sujeto con el otro y su inmersión en el espa­
cio. Según quiénes establezcan esa inmersión, se defini­
rá la estructura del espacio, pero a su vez, según cuál sea 
el espacio donde se produzca la inmersión, cambiará la 
naturaleza de quien la sufre. Dicho de otro modo, los 
neuróticos raram ente cambiamos nuestros recorridos, n 
siquiera para ir de casa al trabajo. Cuando nos anima­
mos, no llegamos a impedir -y por eso nos cuidamos bien 
de hacerlo- que algo nos ocurra.
Les propongo un ejercicio, que pueden hacer acompa­
ñados. Procuren inventarse “una” ciudad de Buenos Ai­
res; vayan con alguien que tenga para ustedes valor de 
prójimo -su pareja, un amigo- a algún lugar hasta aho­
ra nunca visitado; tal vez descubran que los aguarda en 
el laberinto de sus calles el gusto de una sorpresa.
Retomemos el texto de Bachelard donde se ocupa de 
uno de los espacios considerados: la choza. Señala allí: 
“La choza en la página de Bachelin, aparece sin duda co­
mo la raíz pivote de la función de habitar” -¿alguna vez 
pensaron por qué a los adolescentes, incluyendo ese que
alguna vez fuimos, les gusta tanto dormir en carpa?-. 
Explica Bachelard a propósito de ese espacio:
Es la planta humana más simple, la que no necesita ra­
mificaciones para poder subsistir. Es tan simple que no 
pertenece ya a los recuerdos, a veces demasiado llenos 
de imágenes. Pertenece a las leyendas. Es un centro de 
leyendas. Ante una luz remota perdida en la noche, 
¿quién no ha soñado en la choza, quién no ha soñado, 
adentrándose aún más en las leyendas, en la cabaña del 
ermitaño? (ídem: 67).
Dimensión de la choza, que concierne a la primera po- 
«ibilidad de habitar. Ustedes podrían sin duda objetar 
que en ella no aparece explicitada la cuestión de la rela­
ción con el otro, sino que admitiría perfectamente redu- 
i irse a la perspectiva de lo que le pasa a un sujeto en un 
lugar. Pero ese lugar no es natural, implica una referen- 
i ia no sólo al otro, sino también a una estructura colecti­
va: no hay suburbio sin centro.
Prosigue Bachelard:
Indicábamos [...] que las expresiones “leer una casa”,“leer una habitación”, tienen un sentido, puesto que ha­
bitación y casa son diagramas de psicología que guían a 
los escritores y a los poetas en el análisis de la intimidad. 
Vamos a leer lentamente algunas casas y algunas habi­
taciones “escritas” por grandes escritores (ídem: 74).
En esta perspectiva, se ocupa a renglón seguido de la 
oposición frío/calor remitiendo a Baudelaire:
Y tenemos calor porque hace frío fuera. En la continua­
ción de ese “paraíso artificial” sumergido en el invierno, 
Uaudelaire dice que el soñador pide un invierno duro. Él 
pide anualmente al cielo tanta nieve, granizos y heladas 
como pueda contener. Necesita un invierno canadiense, 
un invierno ruso... con ello su nido será más cálido, más 
dulce, más amado.
Como Edgar Alian Poe, gran soñador de cortinas, 
Baudelaire pide también, para tapizar la morada rodea­
da por el invierno, “pesadas cortinas ondulando hasta el 
piso”. Así, “tras los cortinajes sobrios parece que la nieve 
es más blanca. Todo se activa cuando se acumulan las 
contradicciones” (ídem: 75).
Al respecto, uno podría preguntarse quiénes prefieren 
para vivir las casas antiguas. Unos cuantos me dirían 
que las prefieren; otros dirán que les encantan las casas 
tipo americanas. Indudablemente, hay allí una diferente 
referencia al tiempo. Una casa antigua nos invita a des­
plazamos en el tiempo que otros transitaron, el espacio 
de la antecedencia. En cambio, quienes prefieren el cor­
te con el pasado, eligen ese lugar que no tiene -o parece 
no tener- sus marcas.
El poeta Pierre Seghers (ídem: 97) escribe:
Una casa donde voy solo llamando 
Un nombre que el silencio y los muros me devuelven 
Una extraña casa que se sostiene en mi voz
Y habitada por el viento.
Yo la invento, mis manos dibujan nubes 
Un barco de gran cielo encima de los bosques 
Una bruma que se disipa y desaparece 
Como en el juego de las imágenes.
El poeta establece una relación entre la resonancia de 
su voz y la casa - “Una extraña casa que se sostiene en 
mi voz”- Así, es la resonancia de su voz en esa casa la 
que la despliega de ese modo y no de otro.
Otro ejemplo, analizado por Bachelard (ídem: 105), se 
refiere a las ventanas de la casa, abiertas sobre las mon­
tañas. Se tra ta del texto de un poeta que dice:
El cuerpo de la montaña vacila en mi ventana:
¿Cómo poder entrar si se es la montaña,
Si somos en altura, con rocas, pedrezuelas,
Un trozo de la Tierra, sediento de cielo?
La casa nos recuerda una ae las tres dimensiones de
lo numano mencionadas por Todorov, tripartición clásica 
en el pensamiento occidental. Desde esa perspectiva, son 
tres las grandes referencias del ser humano: la especifi­
cidad que lo constituye como tal - la palabra-; su condi­
ción de viviente y, por último, aquella que intuimos a ve­
ces con Freud, cuando remite a la pulsión de muerte y al 
retorno a la piedra, esto es, la que concierne a nuestra 
pertenencia al orden cósmico. Ciertas casas nos invitan 
más que otras a reconocernos en esta dimensión, que 
umerge también cuando, habitantes de la ciudad, tene­
mos la necesidad de ir al campo. En la imponencia de 
una montaña o en el vuelo de un pájaro atisbamos nues­
tra inmersión en el orden cósmico. Sentimos entonces
■ ierto alivio: acentuada la pertenencia a este orden, se 
nílativiza la urgencia de las demandas del otro.
Incluyo un último ejemplo, el que Bachelard llama 
rincón de los recuerdos”. Si cada uno de ustedes repasa- 
i a en su memoria, encontraría aquel lugar que en la ca­
ta de la infancia lo invitaba especialmente a jugar, o bien 
i ■ i ■ sitio preferido, ya en la edad adulta, que bien puede 
ih i el elegido para el encuentro con el otro. Así, la casa 
no resulta homogénea: nos topamos nuevamente con el
i 'ipacio quebrado.
Otra de las oposiciones que hace jugar Bachelard se 
'itua entre el bosque y el campo; el bosque vuelve pre- 
tmite un tiempo anterior, en el que la vida nos antecede.
En cuanto a lo pequeño y lo grande, Bachelard nos re- 
niiií' al poeta Noel Bureau (ídem: 220):
: hj acostaba tras la brizna de hierba
para agrandar el cielo.
En estos versos, es la intemperie la que nos abre a la 
Inmensidad del cielo.
Itecuerdo también una frase de Monseñor D’Andrea, 
en ocasión de una pregunta que alguien le formulara:
-¿Usted observó, Monseñor, en su visita a Jerusalén, 
qué sucia es esa ciudad?
-No -respondió D’Andrea-, porque cuando paseo por 
Jerusalén siempre me siento invitado a mirar para arri­
ba.
Claro está, se tra taba de Jerusalén, y quien hablaba 
era un sacerdote.
¿Cómo podríamos plantear nosotros la dimensión de 
la casa? Para pensarla recurro a nuestro poeta más céle­
bre, Borges, y a una de sus enseñanzas:
La casa que habitamos suele tener espacios divididos: el 
lugar de la palabra; el del sueño, que es también del se­
xo y el amor; el lugar de la comunión y el de los rituales.
Conviene tener en cuenta que si hablo de “comunión”, 
no estoy proponiendo ninguna ilusión de un goce compar- 
tible; el goce de cada uno sigue siendo tal. La comunión 
nos habla de un goce coincidente. En el fantasma que lo 
anima, retorna el trazo singular.
4. LA INVOCACIÓN DEL OTRO
Recuerdo nuestra propuesta: “El prójimo adviene 
fíUando invoco al otro”. Es en la medida en que hay invo­
cación que el otro adviene a la dimensión de prójimo. 
, Eso es bueno o malo? En realidad, nada lo asegura, pue- 
th- llevar a lo mejor o a lo peor. En principio, la definición 
de Lacan no es tranquilizadora: “El prójimo es la inmi- 
mmcia intolerable del goce” (Lacan, 1969).
Precisamente por eso, tanto más importante resulta 
ijui1 nuestra escucha como analistas permanezca sensi­
ble a los distintos modos según los cuales el parlétre se 
luii'u sujeto de la invocación. Cuando digo “sujeto de la 
invocación” hago jugar el genitivo objetivo y el subjetivo. 
Me importa subrayar la condición necesaria, para cada
ii 110 de nosotros, de la diversidad y especificidad de las 
Invocaciones. Me animo a apostar, con un amigo de Kaf­
tén, que no hay quien pueda sostenerse sin esos hilos que 
lint anudan y nos sostienen por encima del abismo. To- 
ilim y cada uno de nosotros tenemos un amigo o una ami-
■ i ni que nos es preciso invocar o por quien hacernos in- 
' oenr -y no como algo subsidiario-. Apuesta y afirmacio­
nes situables en la línea de una cierta ironía de Lacan, 
i iinndo en los últimos seminarios cuestiona el complejo 
<l» Edipo, algo que no equivale a prescindir de su lógica,
pues “sin ella el psicoanálisis no tendría ningún senti­
do”. Lo que cuestiona es su reducción dramática bajo la 
forma del cuento del chiquito o la chiquita con el papá y 
la mamá. Esa lógica se despliega en el encuentro con el 
otro, son múltiples sus personajes, e implica la posibili­
dad o imposibilidad de darle cauce al goce, dentro o fue­
ra del lazo social.
Vamos a emprender ahora un breve recorrido, valién­
donos del diccionario, por el significado del término “in­
vocación”.
En el diccionario etimológico de Bloch y Wartburg 
que tanto le gustaba a Lacan, sólo se lo menciona en re­
lación con el verbo “invocar” (“invoquer”, en francés). Re­
cién se registra “invocación” en el siglo XII; está tomado 
del latín “invocare / invocado”, y su uso está situado en 
el 1200.
En el Petit Robert se registra “invocación”: acción de 
invocar. También incluye la referencia al latín “invoca- 
tio”. Define invocación como el resultado de la acción de 
invocar y menciona en primer lugar la invocación a la 
divinidad y a los santos. Acerca del término “invocar” 
precisa y enumera: del latín invocare. Llamar en ayuda
o rezos. También se la usa como sinónimo de conjurar o 
rezar. Invocar a Dios, a las musas. Invocar una imagen 
de santo en una hora de peligro, invocar auxilio, la cle­
mencia de un rey, pedir ayuda. Invocar una ley, el testi­
monio de un amigo. Se puede invocar a alguien como 
una autoridad superior: por ejemplo, “Freud dijo...”. In­
vocar un precedente. Argumentos invocados en el apoyo 
de una tesis.
Las referencias a la invocación

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