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EL PRÓJIMO Enlaces y desenlaces del goce Isidoro Vegh .. . .................... ..... Paidós Psicología Profunda "'JPT" Isidoro Vegh EL PRÓJIM O Enlaces y desenlaces del goce PAIDÓS Buenos Aires Barcelona México Agradecemos a la G alería Zurbarán y al artista la autorización para la reproducción de la obra. C ubierta de Gustavo Macri I a edición, 2001 La reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, por el sistema “multigraph", mimeógrafo, impreso por fo tocopia, foto duplicación, etc., no autorizada por los edito res, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. © 2001 de todas las ediciones Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires e-mail: paidosliterario@ciudad.com.ar Ediciones Paidós Ibérica SA Mariano Cubí, 92, Barcelona Editorial Paidós Mexicana SA Rubén Darío 118, México DF Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Impreso en Gráfica MPS Santiago del Estero 338, Lanús, en julio de 2001 ISBN 950-12-4232-3 mailto:paidosliterario@ciudad.com.ar ÍNDICE Agradecimientos .............................................................. 9 Prólogo............................................................................... 11 1. La vida en común....................................................... 13 2. La opacidad del otro ................................................. 31 3. Del espacio a la c i ta ................................................... 47 4. La invocación del otro ............................................... 55 5. Por el amor de Dios ................................................... 81 6. Enlaces y des-enlaces del amor, el goce y el deseo.... 113 Medea, nuestra terrible extranjera, por Carlos Horacio Bembibre...................................... 114 7. El amor de las entrañas ...................................... . .133 8. El goce y sus destinos.................................................153 9. De la transferencia al prójimo...................................171 Bibliografía.........................................................................185 AGRADECIMIENTOS Las páginas que siguen tienen su antecedente en los dos seminarios dictados en la Escuela Freudiana de Buenos Aires entre agosto y diciembre de 1997 y 1998, titulados “El prójimo” e “Invocaciones”. Agradezco a todos aquellos que me estimularon con su presencia y su atenta escucha, sus preguntas y sus comentarios. Mi reconocimiento a Carlos Horacio Bembibre por sus reflexiones sobre la tragedia griega como un camino de acercamiento al misterio de la condición de una mujer. También agradezco a Nilda Prados por su reiterada colaboración en el pasaje de la palabra hablada a la letra, y a Melina Pipkin por su ordenada paciencia en las correcciones inevitables y siempre insuficientes. Mi reconocimiento a M arita Gottheil por su renovada confianza en la publicación de este texto. Por último, mi agradecimiento a Santiago Kovadloff, con quien anudamos en bares y cafés de Buenos Aires lo que estas páginas exponen del valor entrañable y no menos enigmático de la amistad. I sidoro V e g h Buenos Aires, mayo de 2001 PRÓLOGO Es por su invocación que el otro adviene a la condición de prójimo. Que su lugar no sea indiferente al sujeto, es el anuncio velado que por primera vez se extendió en nuestra cultura en la máxima conocida: “Amarás al pró jimo como a ti mismo”. ¡Qué más oscuro, ignoto e indecible que esa esencia que nos habita! ¡Qué más distante de las cubiertas del Yo que se mues tran en la escena del mundo! De ese “ti mismo”, enigma que nos anima, el prójimo es la oportunidad de su alcance, que estas letras inten tarán acercar bajo las diversas modalidades en que se presenta: en la vida en común, con sus espinas y sus abrazos; cuando un hombre encara a otro en apuestas sin garante; cuando el espacio se quiebra en valores disímiles de goce según la inmersión de quienes lo habitan; en la invocación desplegada en la tram a social, en la práctica del análisis o en la teoría y la lógica que intenta su escritura; en el subrayado de un amor que no se iguala al Eros de la falta, que funda en lo Real su vigencia; - en lo real del amor que enlaza y des-enlaza lo imagi nario y la palabra para el mejor o peor resultado; - revela el horror de la tragedia cuando la afirmación del ser promueve la muerte; - en la dirección de la cura, cuando decide su fin en la canalización del goce recuperado y reconoce en el cuerpo del prójimo la vía de privilegio; - en la transferencia analítica, que no completa sus giros sin las vueltas suficientes, que dicen bien su revolución en las ofertas de goce que giran en la misma órbita realizando el mal augurio de un destino o abriendo nuevos surcos para el amor y la creación. Si algo logran estas letras en la invocación al lector, que me acepte como prójimo será el mejor premio a mi apuesta. I sid o ro V e g h Buenos Aires, mayo de 2001 “Amarás al prójimo como a ti mismo”, dice la máxima que tanto molestara a Freud (1930-1929: 106-107). ¿Cómo habré de amar al prójimo -que no siempre me quiere bien, muchas veces me quiere para mi mal, me goza, me ultra ja, me usa- del mismo modo que a mí? ¿Cómo habré de amarlo sin discriminar entre esos prójimos que me son cercanos y aquellos que encuentro en la indiferencia mu tua? Con mis palabras parafraseo su enardecida protesta. Pero el “ti mismo”, ¿no anuncia un enigma a develar que no lo iguala al Yo? Si la sentencia perdura a través de los siglos, tal vez ella guarde una respuesta que nos concierne. Tal vez nos permita transitar algunas encru cijadas de nuestra disciplina, el psicoanálisis. Y desde allí, también alcanzar alguna respuesta sobre los lazos que sostienen la tram a social. Para indagarla -es hoy mi camino para avanzar en los enigmas de la transferencia- me propongo desplegar de inicio una de las tres vertientes de este otro que llama mos “prójimo”. Se tra ta de la vertiente imaginaria que viste su presencia. A partir de la formulación del nudo borromeo1 -la equi 1, Escritura correspondiente a la teoría de nudos de las matemá t i c a s de nuestros días. valencia entre lo Simból o, lo Real y lo Imaginario-, hay un aspecto que no hay que dejar pasar a la ligera: el valor de lo imaginario que es preciso considerar en su valor ins- tituyente, al punto que el desencadenamiento de las psico sis se sitúa en su falta. No es un tema menor; estamos en la dimensión imaginaria de la relación del sujeto con el prójimo, definible en términos de reconocimiento. Trabajando este tema, encontré un autor cuyas refle xiones me resultaron especialmente pertinentes. Se tra ta de Tzvetan Todorov y de su obra La vida en común (Todo- rov, 1995).2 Este autor considera que podríamos definir al ser humano desde tres perspectivas: “es algo en el orden del ser, es un viviente, pero no es reducible ni a su condi ción de ser, ni a la de viviente, ya que al estar habitado por el lenguaje pasamos a distinguir una relación diferencia- ble de cualquier otro viviente en la relación con el otro”. Esto es lo que llamamos, más allá del vivir, ek-sistir (fue- ra-de-lugar), esa ek-sistencia del sujeto representado por la palabra, pero exterior a ella. El reconocimiento, nos dice Todorov, no es homogéneo, sino que reviste diversas formas. La primera diferencia ción, la más importante, es la que se impone entre el re conocimiento de existencia y el de confirmación. Con ma tiz irónico, los personajes de la farándula suelen situar así el reconocimiento de existencia: “No me importa que hablen bien o mal de mí; lo que me importa es que ha blen”. Su correlato lo encontramos en el decir popular “Lo que m ata es la indiferencia”, como forma de desconoci miento mayor. Así, pelear con el otro es un modo de man tener una relación con él. El reconocimientode confirma 2. Ya me he referido al tema en el seminario “Hablar del incons ciente”, dictado en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, 1980 (iné dito). ción -a l que nos referiremos luego— presupone el de exis tencia, puesto que tanto el valor positivo como negativo que se le asigne confirma la existencia de aquello valora do. De ahí la radicalidad del reconocimiento de existencia. En ciertos cuadros neuróticos domina, en un sector de la red que atañe al Otro primordial, un desfallecimiento del deseo en relación con el hijo -por ejemplo, nació el be bé y murió el abuelo materno, con el duelo consiguiente-. Se tra ta de un momento dramático en el que el Otro des fallece, y con él, el reconocimiento fundante, imprescin dible. El ser humano no sobrevive si no hay otro que lo reconozca en su existencia. Recuerdo un caso muy dramático: un chiquito de ocho años, el menor de la fratría, murió en un accidente. La madre, que adoraba a este hijo, entró en un duelo pato lógico, con un absoluto desinterés por la vida. Su marido estaba desesperado, ya que además de perder al hijo, veía a su mujer al borde del suicidio. Un día, el hijo ma yor los reunió a ambos y les dijo: “¿Qué me están hacien do? Yo existo...”. De modo que cuando se encuentren con algún malva do que alardea con las banderas del mal de su prescin- dencia del amor, pregunten qué otro malvado como él le resulta imprescindible. Hay por lo menos uno, del cual precisa su amor; cuando ese uno falta, el sujeto cae. Es también la historia de Van Gogh: a medida que se le fue cerrando el mundo, su único sostén pasó a ser su herma no Theo; sólo él colgaba sus cuadros. Cuando Theo le anuncia que se va, Vincent se suicida. El reconocimiento de confirmación o de valor puede adoptar dos formas: • de conformidad: concierne a quien le gusta ser uno- entre-otros, disolverse en el conjunto. Por ejemplo, quiero ser hincha de un determinado club de fútbol y no me interesa diferenciarme de los otros que allí se sitúan; • de distinción: designa a quien se diferencia del conjun to y quiere ser reconocido como diferente; lo encontra mos en la figura de los malcriados, los hijos preferidos. En cuanto a las estrategias de reconocimiento', una de ellas es la demanda directa. Por ejemplo, puedo pensar que soy un excelente escritor; si no he logrado vender ningún libro, me digo, es porque la época que me ha to cado en suerte no está preparada para recibir semejante creación. Bajo el modo ilusorio, mi demanda de reconoci miento se proyecta al futuro. A veces esta demanda se funda en una verdad; de hecho, la obra de Van Gogh se cotiza hoy entre las más caras de la historia del arte y, más allá de los precios, se tra ta sin duda de una produc ción que merece el reconocimiento. Pero me estoy refi riendo aquí a su figura recíproca e inversa, que insiste en el futuro del reconocimiento y que, en la medida en que desde lo Real no se confirma, viene a desplazarse hacia un futuro ficcional. Otro reconocimiento puede ser vehiculizado por una demanda, válida o no, tal como lo vemos especialmente en el tratamiento de niños; por ejemplo, en un chico muy travieso, cuya violencia es una demanda de reconoci miento. En el plano social, podemos, por ejemplo, situar lo en la carpa plantada frente al Congreso,3 como una forma apaciguada de violencia -una irrupción en un es pacio público-, en relación con un reconocimiento que no es otorgado. 3. Desde 1999 y durante más de un año, los docentes argentinos realizaron una demanda gremial, a través de un ayuno en una carpa blanca instalada frente al Congreso de la Nación. Su reclamo de aumento de salarios era también un anhelo de reconocimiento al valor de su trabajo. Otras estrategias pueden conducir a renunciar a él, con la clínica que comporta -el aislamiento, la depre sión-. A nosotros, psicoanalistas, este planteo no nos resulta suficiente, porque el sujeto se escribe con una topología que no tiene ni adentro ni afuera. Desde esa topología, se tra ta de ver cómo ese otro que me habita, me reconoce o no, me distingue o no, me confirma o no. Cabe incluir aquí algo que iremos trabajando más adelante, cuando mencionemos los otros registros: la buena o la mala mirada. Puedo vestirme, si soy una da ma, de manera que todos los demás me digan: “¡Qué her mosa que estás!”, y responder al elogio con un “No me di gas eso, estoy fea, no puedo ni verme...”, es decir, “No me puedo ver con estos ojos que hoy me habitan”. En el texto al que venimos refiriéndonos, Todorov ha ce una puntuación muy ajustada de las reflexiones que pudo encontrar en la historia del pensamiento occidental sobre esta problemática. Creo que resultará útil, espe cialmente para quienes, situados en la perspectiva laca- niana, sufrimos de un prejuicio alimentado por los pri meros años de la enseñanza de Lacan, marcada por la ar dua lucha que libró para rescatar al psicoanálisis freu- diano de su caída en una relación imaginaria del analis ta con el analizante. Todorov cita el precepto de Montaigne, ese gran pen sador del escepticismo moderno: Hagamos que nuestra satisfacción dependa de nosotros, desprendámonos de todos los lazos que nos atan al otro, logremos vivir solos en el momento oportuno y hacerlo a nuestra guisa [...] Abandonad, junto con las otras volup tuosidades, la que proviene de la aprobación del otro (To- dorov, 1995: 18). Aquí tenemos un ideal que ha estado vigente en la pa rroquia lacaniana: el ideal del sujeto que consigue pres cindir del otro. Ir al otro no significaría más que una vo luptuosidad de la que mejor sería desprenderse. Otro pensador, De la Bruyére, afirma: “A veces el hombre parece no bastarse a sí mismo”. Formulación que nos indica ya cuál sería el trasfondo de esa preferencia: un deseo tan singular que nada tiene que hacer con el otro (ídem). Así, estos autores reconocen que lo real es la sociabilidad pero el ideal es la soledad. Todorov, por su parte, confiesa que precisa del otro, por ejemplo, del lector. Lo necesita para que lo acompa ñe, por eso se esmera en formular su tesis de modo que el lector pueda y tenga ganas de acompañarlo. Y agrega: “Desde el Renacimiento se renuncia a asociar la natura leza con lo ideal” -el ser humano, en su naturaleza, no es buena persona-. Este giro se opera simultáneamente en la política y en la psicología, y son los mismos autores sus responsables. Maquiavelo y Hobbes fueron los emblemas de este pensamiento. Según la nueva concepción (que no constituye una no vedad radical), [...] desde hace siglos la sabiduría de las Naciones ense ña que el hombre es un lobo para el hombre, el ser hu mano se ocupa de los otros sólo en apariencia y para es tar de acuerdo con la moral oficial: en realidad, es un ser puramente egoísta e interesado, para quien los otros hombres no son sino rivales u obstáculos. Si no estuvie ra sujeto a las poderosas prohibiciones de la sociedad y de la moral, el hombre, ser esencialmente solitario, vivi ría en guerra perpetua con sus semejantes, en una per secución desenfrenada del poder (ibídem: 19). En el Leviatán, Hobbes lo expone así: La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que, aunque pueda en contrarse a veces un hombre manifiestamente más fuer te de cuerpo, o más rápido de mente que otro, aún así, cuando todo se toma en cuenta en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es lo bastante considerable como para que uno de ellos pueda reclamar para sí be neficio alguno que no pueda el otro pretender tanto co mo él [...] Pues la naturaleza de los hombres es tal que, aunque puedan reconocer que muchos de los otros son más vivos, o más elocuentes, o más instruidos, difícil mente creerán, sin embargo, que haya muchos más sa bios que ellos mismos: pues ven su propia inteligencia a mano y la de otros hombres a distancia (Hobbes, 1979: 222-223). Finalmente, Hobbes concluye: De esta igualdadde capacidades, surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y, por lo tanto, si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemi gos; y en su camino hacia su fin (que es principalmente su propia conservación, y a veces sólo su delectación), se esfuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse (ídem). Tal es la tesis que lo lleva a plantear al Estado como organizador que permite pacificar allí donde sin él no po dría tnperar sino la guerra. Ante ese egoísmo que todos reconocen, ya sea como ideal a sostener -es el caso de Montaigne-, o bien como algo que corresponde acotar, se definen distintas posicio nes: Habiendo comprobado que el hombre es por naturaleza un ser solitario y egoísta, podemos internarnos en dos direcciones opuestas: combatir la naturaleza o, por el contrario, glorificarla (Todorov, 1995: 20). Existe, en efecto, una tradición de autores que glorifi ca esa naturaleza egoísta del hombre, tradición que llega hasta Lacan. La Rochefoucauld, primer gran represen tante de esta visión del hombre, escoge el combate. A pro pósito de esto, Todorov señala: “La vida en sociedad res tringe el apetito inmoderado de los hombres y les impo ne el aprendizaje de la reciprocidad”. La sociedad tendría así la función de ponerle límite a ese apetito inmoderado que cada uno de nosotros porta. No podemos negar que, en ciertos pasajes, el texto freudiano plantea lo mismo: el niño nace con una pulsión exagerada y sólo aquello que pueda acotarla hará soportable la pulsión de muerte, vol cada sobre el mundo como pulsión de destrucción, o la pulsión sexual con sus apetitos inmoderados. Pascal, por su parte, sostiene: “La unión que hay en tre los hombres se funda en un engaño mutuo” (ídem). Los hombres no vivirían mucho tiempo en sociedad si no se engañaran unos a otros, cada uno para obtener del otro aquello que busca. Una teoría que nos sorprende es la de Kant, quien in terpreta el llanto del recién nacido como “la primera pro testa de tener que precisar del otro” (ídem). Kant señala que el ser humano sufre de tres apetitos lamentables: Ehrsucht, Herschucht, Habsucht, esto es, sed de honores, dominación y bienes. Esos apetitos constituyen la des gracia del género humano, porque impulsan a cada indi viduo a querer imponer su voluntad al otro. Viraje en la historia del pensamiento occidental, el deseo de gloria, bien visto desde la Ilíada, está encarnado en Aquiles; pa ra Kant, en cambio, este deseo es una de las causas de la guerra. En cuanto a la teorización lacaniana, hay autores que puntualizan -y en cierto modo es correcto- que efectiva mente, cuando no está bien anudado, ese afán de hacer se un nombre también implica una posición que propicia el desencuentro con el otro. Avancemos en otra dirección. Hasta ahora considera mos autores que piensan al ser humano como semejan te del lobo, más que del hombre. Si nos remitimos a La Política de Aristóteles, nos encontramos con una fórmu la que, de tomarla al pie de la letra, resulta sorprenden te. Allí se lee: “El hombre que no tiene la capacidad de ser miembro de una sociedad o que no experimenta en absoluto la necesidad de ello porque se basta a sí mismo, no forma parte de la polis y, en consecuencia, es un bru to o un dios”. Extraña equiparación de lo excelso y lo despreciable. Si nos remitimos a Jean-Jacques Rousseau, ¿cuál es la idea más difundida de su pensamiento? Rousseau defien de la vigencia de un hombre naturalm ente bondadoso en el comienzo, que se pervierte en su encuentro con los otros, en el seno de la cultura. Formulación que sólo es en parte diferente de las que venimos revisando, y coin cide con ellas en el planteo según el cual hay primero un individuo, en tanto la conexión con el otro se daría en una segunda instancia. Esta versión proviene de los textos en los que Rous seau tematiza la cuestión, como el llamado Discurso so bre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Allí se pregunta: [...] ¿por qué buscar nuestra dicha en la opinión del otro, cuando podemos encontrarla en nosotros mismos? [...] ¿Y no es suficiente para aprender tus leyes con entrar en uno mismo y escuchar la voz de la conciencia en el silen cio de las pasiones? He ahí la verdadera filosofía, sepa mos contentarnos con ella y, sin envidiar la gloria de esos hombres célebres que se inmortalizan en la repúbli ca de las letras, cuidemos de poner entre ellos y nosotros esta distinción gloriosa que se hacía notar entre dos grandes pueblos: que uno sabía hablar bien y el otro obrar bien (Rousseau, 1995: 36-37).4 4 . Se refiere al triunfo de Esparta sobre Atenas, que resultó des truida. Estas formulaciones en las que Rousseau cuestiona el valor de la cultura -habla incluso de quemar libros-, de ben ser situadas en su contexto, que es el de los albores de la Revolución Francesa. Rousseau es uno de sus teóri cos y, en su condición de tal, denuncia a las clases domi nantes de su tiempo, al arte y la cultura valorados por ellas. En sus Diálogos, Rousseau propone una visión distin ta del ser humano e inaugura un nuevo modo de pensa miento de la relación del sujeto con el otro en el mundo occidental. Así, introduce como una distinción funda mental la que separa el “amor por sí mismo”, amor indis pensable semejante a un instinto de conservación -según Todorov-, del “amor propio”, equivalente de la vanidad, y que determina nuestra dependencia del juicio de los otros. Si salimos de la perspectiva historicista, cuyo pun to de partida es un hombre primitivo que nunca nadie vio, y nos ajustamos al mundo en que vivimos, hay algo inexorable en el ser humano, precisamente ese amor por sí mismo y ese amor propio, ya se les asigne un valor po sitivo o negativo. Ambos amores hablan de nuestra de pendencia del otro, de la importancia que tiene para ca da uno la valoración del otro. A medio camino entre el amor por sí y el amor propio, Rousseau sitúa la consideración, forma amortiguada que no llega a la vanidad y que atañe al modo en que el otro nos valora. Dice: [...] todo apego al otro es un signo de insuficiencia; si ca da uno de nosotros no tuviera necesidad de los otros, no pensaría en unirse a ellos; sólo Dios conoce la felicidad en la soledad. Se perfila así algo que cada vez irá distinguiéndose mejor: esa valoración de los otros cobra peso en el modo en que nos ven -como pueden intuirlo, se deslizará allí aquello que concierne a la mirada del otro-. Rousseau descubre un viraje en esta reíiexión sobre el sujeto y el otro. Todorov señala, con su habitual claridad, el carácter de ese descubrimiento: “Las relaciones con los otros aumentan el sí mismo en lugar de disminuirlo”. En los primeros autores que mencioné, el planteo ya sugería la disyunción entre el sujeto y el otro, el enfren tamiento entre la bondad natural y la corrupción que le sucede, o bien entre la disposición natural y las coercio nes impuestas por la sociedad. Por primera vez, Rous seau propone un cambio en esa relación, en la medida en que, según afirma, cuando el otro me valora, aumenta mi propia valoración. Es a partir de aquí que otro gran autor, cuyo pensa miento estuvo en el horizonte de Marx, va a proponer co mo eje, aun de las relaciones económicas, un concepto que resuena claramente en la relación del sujeto con el otro, como es el de simpatía. En efecto, el padre de la mo derna economía política, Adam Smith, no identifica los bienes como la meta privilegiada de la búsqueda del hombre. En su texto de 1759, La teoría de los sentimien tos morales, dice: Que nos observen, que se ocupen de nosotros, que nos presten atención con simpatía, satisfacción y aproba ción: esas son todas las ventajas a las que podemos aspi rar. [...] la naturaleza, al formar al hombre para la socie dad, le enseñó a encontrar su placer o su pena en las mi radas del otro, según sean favorables o desfavorables(Todorov, 1995: 36). Al respecto, Todorov subraya que “la necesidad de ser mirado no es una motivación hum ana entre otras, es la verdad de las otras necesidades”. Un presidente -evitaré dar mayores precisiones-, se paseaba en una Ferrari de color rojo. Su gusto por ese co lor que resalta contra el gris del asfalto y los matices lomperados de los demás autos, permite suponer que su mayor anhelo no residía en el automovilismo, sino en la captura de las miradas. Todorov concluye con una referencia a un autor fran cés, Jean-Pierre Dupuy, que en su comentario de Adam Smith afirma que “el sujeto smithiano es radicalmente incompleto, pues no puede prescindir de la mirada de los otros” (ídem: 37). Prosigamos con otro pensador, más cercano a noso tros, como es Hegel. Son múltiples las referencias laca- nianas a la lectura de Hegel que hiciera Kojéve, uno de los maestros que Lacan reconoció públicamente, además de Clairambault. Maestro de filosofía de una generación, Kojéve introdujo la enseñanza de Hegel en la Sorbona. Hasta entonces, como decía un crítico, el recorrido de la filosofía culminaba en Kant. Por su proximidad con Marx, Hegel resultaba demasiado riesgoso. Kojéve fue el primero que se animó e intentó la lectura de La fenome nología del espíritu, texto del que Lacan toma múltiples figuras, al punto que un psicoanalista que no lo quería demasiado, André Green, llegó a acusarlo de hegeliano. ¿Qué plantea Hegel sobre la naturaleza del género hu mano? La vulgata de su conceptualización se centra en la dialéctica del Amo y el Esclavo, según la cual la concien cia no se satisface en su encuentro con los objetos a tra vés de la certeza sensible, la percepción o el entendi miento. Su propia carencia, la que se funda en la relación con su autoconciencia y su deseo, la lleva a buscar en otra conciencia aquello que le falta, es decir, el reconoci miento. La lucha a muerte entre el Amo y el Esclavo es, en un principio, la lucha entre pares por obtenerlo. En el encuentro de dos autoconciencias se pone en jue go cuál de ellas reconocerá a la otra el lugar preeminen te. Quien esté dispuesto a morir en esa lucha, será el amo y quien prefiera salvar su vida -y por lo cual debe rá suspender el combate-, será el esclavo. El problema, así planteado, no tiene salida. En efecto, “si gané la ba talla, eres mi esclavo y me reconoces, pero ¿qué importa el reconocimiento de un esclavo?”. Tal es la disyuntiva planteada por Hegel. ¿Cuál es la crítica que formula Todorov de estos desa rrollos que hemos visto? “Son escritos por hombres, no por mujeres -afirm a-, y tal vez por eso acentúan la filo génesis en lugar de la ontogénesis”, esto es, el origen de la humanidad y no el de cada uno, a partir del nacimien to. De haber privilegiado la segunda perspectiva, se hu biera observado que en el primer encuentro del infans con el otro no hay guerra sino cuidado. Ese primer en cuentro entre el bebé y la madre supone, por parte de és ta, no sólo el auxilio para satisfacer las necesidades del bebé, sino también el amor. Todorov lo dice con simplici dad: “Lo primero que hace un bebé cuando toma el pecho, además de hacerlo, es m irar a su madre y buscar su mi rada” No se tra ta de un autor ingenuo sino, por el con trario, de alguien que conoce la bibliografía psicoanalíti ca, los textos lacanianos, y que construye su argumenta ción recurriendo a distintas teorías de la disciplina. No deja de extrañarme que Lacan no aparezca mencionado un su libro. La perspectiva del presente trabajo busca interrogar nuestros prejuicios. No se tra ta de emprender una revi- Hión erudita. En el mundo contemporáneo, en el de nues tros ideales, la problemática que nos ocupa está presen tí1 en autores muy queridos, tales como Georges Bataille, Blanchot, antes Nietzsche y Deleuze después. ¿Qué re torna en ellos? Según Bataille, en su texto L’Érotisme, '‘Sade impulsaría hasta un punto jam ás antes alcanzado la idea del aislamiento humano. Toda su concepción está husada, siguiendo a Blanchot, en el hecho de la soledad absoluta” (Todorov, 1995: 59). Afirmación, esta última, que proviene del texto de Blanchot Lautréamont et Sade, on el cual señala: Sade lo ha dicho y repetido, bajo todas las formas, la na turaleza nos hace nacer solos. No hay ningún tipo de re lación de un hombre con otro [...] El hombre verdadero sabe que está solo y lo acepta. Ante esta afirmación, Bataille expresa: El hombre solitario del que él [Sade] es vocero no tiene en cuenta para nada a sus semejantes. [...] Y por esta ra zón deberíamos estar agradecidos con Sade: nos fue da da una imagen fiel del hombre ante el cual el otro deja ría de contar (ibídem: 60). En nuestros días, estamos en presencia del ideal de es te hombre solo. Continúa Todorov: “La explicación de esta nueva paradoja reside en que el pensamiento de Bataille es dualista, ya que, según él, el hombre mismo es doble”. Incluye entonces una cita de este autor, según la cual [...] la vida humana está hecha de dos partes heterogé neas que no se unen jamás. Una con sentido, el cual es concedido por los fines útiles, en consecuencia subordi nados; esta parte es la que aparece en la conciencia. La otra es soberana, [...] se sustrae de todas maneras a la conciencia (ibídem: 60-61). Por mi parte, le agradezco a Bataille que nos ayude a apreciar el aporte de Sade, ese aspecto de la violencia hu m ana cuyo valor positivo reside en que no negocia con el conformismo; hasta ahí, entiendo incluso el valor ético y moral de la propuesta de Sade. Es el valor del mal, en tendido como aquello que nos habita y que no concilia con la moral que la sociedad nos reclama o impone. El pro blema aparece cuando se reduce al ser humano a ese úni co aspecto, algo que equivale a fijarlo en el lugar de una separación absoluta del otro. Todorov sitúa un prejuicio según el cual el mal dice la verdad del hombre, contrapartida de otro, aquel que lle vaba a formular que esa verdad era el bien. Prejuicio es pecular, entonces, el de esta verdad situada en el mal, que determina la falsedad de todo lo demás. Así, am ar a alguien sería falso, porque en definitiva todo cuanto se iiuiere es, de algún modo, hacer del otro un objeto de oxacciones. Desde esta perspectiva, el amor no sería sino un camino para lograrlo. Todorov señala, además, un segundo prejuicio en es tos autores -difundido también en nuestra parroquia-, prejuicio que es además un error lógico. Consiste en creer que “moral” es una mala palabra, confundiendo moral con moralina. La moral es la puesta en práctica de una ética -y la ática es, por ende, la teoría de una práctica que llamamos moral-. Ahora bien, se suele considerar que la ética es buena y la moral es mala. El error lógico presente en es tos autores los lleva a suponer como equivalentes estas dos fórmulas: si toda moral -en el sentido de “moralina”- oh social, una demanda del aparato del poder para con formar a sus súbditos, entonces todo lo social es moral, ivirá liberamos de la moral, en consecuencia, tenemos que liberarnos de cualquier invitación a lo social, del en cuentro con el otro. En este planteo se podrán reconocer Ion prejuicios que nos habitan y recorren la comunidad unalítica. Todorov puntualiza: Si nos negamos a definir tautológicamente la soberanía por la negación de los otros -formulación que encuentra una base fuerte en cierta lectura nietzscheana, donde se tiende a confundir la voluntad de poder con el ejercicio del poder sobre los otros, dos cosas que no son idénticas, pero suponiendo que lo fueran-, podríamos interpretar la como el goce del poder. Abordaríamos así una erótica de la política, enten diendo por política el goce del poder. Ahora bien -p re gunta Todorov- “¿Podemos gozar del poder solos?”. Es decir, ¿tiene gracia un poder que se ejerce solo? Más aún, ¿qué es el poder?, ¿se tra ta sobre todo de disponer de los bienes? Al respecto -si observamosel panorama político más próximo, con lo que han robado ciertos gobernantes es imposible que puedan comprar más bienes. El dinero que tienen les alcanza para todo lo que puedan necesitar ellos, sus hijos y sus nietos... Entonces, ¿cuál es la natu raleza de ese poder al que no quieren renunciar? Por lo pronto, sería torpe reducirlo a la dimensión de la necesi dad. En un artículo publicado en un diario de prestigio en Buenos Aires, Safouan sugería: “Se tra ta de poder igualarse a los dioses”. Sin duda, pero también se tra ta de este goce del poder entendido como el ejercicio de la voluntad de goce. Los teóricos de la ciencia política lo lla man “decidir la agenda”. El goce residiría en determinar por dónde discurre la vida compartida de una comuni dad. Pero esto -y he aquí la paradoja que está velada, que cae bajo la barra del discurso del amo- equivale a po ner en acto que también ellos son sujetos divididos, por que están confesando que precisan de esa relación con el otro para afirmar su poder. Así, cuando se dice “Tiene una corte de aduladores”, se designa un plus no reduci- ble al terreno de la necesidad. En efecto, ¿por qué les es preciso el halago? Para concluir este recorrido, Todorov resume breve mente la posición que estamos cuestionando, la que hace del mal la verdad del hombre. Refiriéndose a quienes la sustentan se pregunta: “¿Por qué prefieren levantar esta bandera y no la contraria? Porque al mostrarse como malvados se afirman solos, están listos para confesar to do, menos su dependencia, su necesidad de los otros”. De modo que hay también una erótica que sostiene este pre juicio del hombre malo, este “Yo no preciso de nadie”. Y sabemos que no hace falta recurrir a Sade para encon trarla, ya que es pan nuestro de todos los días Volvamos a ese primer encuentro con el otro. ¿Se tra ta ullí, según Todorov, de una demanda de reconocimiento? ¿Qué intentamos desplegar con todo esto? Decimos que el prójimo es la presencia del otro; hemos perfilado lii relación de encuentro y desencuentro con lo imagi nario del otro, sostenida de un modo privilegiado por la mirada. Eso que hasta cierto punto Lacan presentificó en el modelo óptico (Lacan, 1966: 674-680), del que él mismo llega a decir que no constituye una buena manera de in troducir el objeto -porque no se ve ni de dónde viene ni cómo es, y parece un artificio-, lo podemos abordar recu rriendo a su última formulación, el nudo borromeo de los tres anillos: I a: plus de goce JA: goce del Otro S JO: goce fálico La ubicación que da Lacan al objeto a nos advierte (|iir el carozo de lo Imaginario es también un pedazo de Koal, que le da consistencia. Lo Imaginario no es ya sólo una lámina, sino que ofrece consistencia. En la parafre- nin, por ejemplo, contamos con la lámina, pero no con la consistencia. El carozo de lo Imaginario es este objeto a, nn principio señalable por esa suerte de objeto que La- cu n denomina mirada, que falta en la parafrenia. Todorov nos llevaba por un camino trabajado, mos- trnndo que el ser humano no llega al mundo en una si tuación de lucha, como lo plantea Hegel. Semejante defi nición -aclara- supone concluir el mundo en términos de adultos que se disputan un territorio, a la manera de los caballeros feudales, es decir, pensar el mundo como con tienda. Pero ocurre que el ser humano -el infans, pun tualiza Freud- nace en estado de desamparo, de Hilfló- sigkeit; no puede subsistir sin el otro. Hay allí una rela ción de dependencia, de necesidad del cuidado aportado por el otro que propicia la demanda de su amor y engen dra el objeto del deseo. Lacan ya había cuestionado a Hegel en su comentario sobre La fenomenología del espíritu. Refiriéndose a la dialéctica del Amo y el Esclavo, al enfrentamiento de las dos conciencias, planteó que la parte de verdad que allí había, referida a la tensión agresiva imaginaria, no daba cuenta del orden simbólico, que detiene la contienda y propicia que la muerte real sea sustituida por un nuevo lazo social, la esclavitud. Si se tra ta de la representación o el sentimiento cuan do salen de la conciencia y resultan unterdrückt, esto es, “puestos abajo”, pasan a formar parte del inconsciente descriptivo, no dinámico, a una dimensión preconsciente. En castellano, la operación correspondiente es la que co nocemos como “supresión”. Forman parte de lo Imagina rio. En términos de la teoría, cuando Lacan avanza su es critura nodal, lo Imaginario deja de ser sólo una superfi cie; tiene un carozo que no se resume en ese mismo regis tro. Es eso que Todorov sitúa en la mirada, una de las es pecies del objeto a. El reconocimiento es apenas una de sus eficacias. Las otras son la tram a inconsciente, regis tro de lo simbólico que la inscribe y el goce que determi na. Su lógica de reciprocidad es que ese carozo de Real no se instituye sin un otro que lo reconozca y afirme su exis tencia, su distinción. 2. LA OPACIDAD DEL OTRO Voy a referirme a Emmanuel Levinas, uno de los pen sadores más importantes de la tradición filosófica que reenvía a Heidegger. Recorrerlo resulta muy grato, tanto por su estilo como por la ética que propone y la fineza de ms elaboraciones. Voy a subrayar algunos párrafos de uno de sus tex tos, para ver dónde se sitúa la problemática de esta re lación con el otro a la que quiero llegar. El libro al que remitiré mis comentarios se llama Entre nosotros. Ensa yo para pensar en otro (Levinas, 1991), y, como puede vorse, ya desde el título estamos en el núcleo de nuestra ruestión. Manteniendo en el horizonte la referencia lacaniana a oHe “tú ”, efecto del discurso, en su dimensión invocante, Voy a abordar un breve pasaje de esta obra de Levinas que subraya su valor. Aislar un ser de otros, aislarse con él en el secreto equí voco del “entre nosotros”, no garantiza la exterioridad radical del Absoluto. Sólo el irrecusable y severo testi monio que se inserta “entre nosotros” y que, mediante su palabra, hace pública nuestra clandestinidad privada, sólo ese exigente mediador entre un hombre y otro está de frente, es “tú”. Esta es una tesis que nada tiene de teológico, ya que Dios no podría ser Dios sin haber sido antes este interlocutor (ídem: 36). Según esta interpretación, la dimensión del “tú ” ante cede a Dios. Nos está anunciando que ese tú es para no sotros instituyente, con lo cual abordamos ya, desde otra perspectiva, la de un pensamiento muy elaborado, la ne- cesariedad del otro para la institución del sujeto. Todorov cuestionaba el hecho de que algunos pensado res, lo formularan o no, plantearan en el origen un indi viduo, bueno o malo, que sólo en un segundo momento se acercaba al otro. Tanto las tesis de Levinas como las de Todorov, en cambio, señalan que la referencia al “tú” tie ne valor de absoluto, no hay condición por la cual pueda ser sustraída y es inherente a nuestra institución como sujetos. En tal sentido, sostiene Levinas: “El pensamiento co mienza con la posibilidad de concebir una libertad exte rior a la mía” (ídem: 31). ¿Qué se afirma en esta frase? Algo no muy distinto de lo que anticipa Lacan en el tex to sobre la negación (la Verneinung), o bien el de Freud a propósito de la denegación. Freud plantea como condi ción primera para la emergencia del psiquismo, la pro ducción de una Ausstossung fundante, una expulsión en el punto de partida. Algo del sujeto pasa a constituirse en una exterioridad absoluta, primaria, sin la cual no hay Bejahung, no hay un primer trazo que pueda inscribirse. Esto es, si no se constituye un no-yo, un no-sujeto parte de la estructura, no hay posibilidad de una primera ins cripción del sujeto. La expulsión precede al primer trazo que se inscribe. De ahí la radicalidad extrema del reco nocimiento de esa vigencia del otro, como condición y parte de la estructura del sujeto. Otro fragmento de Levinas nos permite observar en qué perspectiva se sitúa esta noción de exterioridad,por cierto muy distante de la creencia en una bondad univer- Bal o una armonía que nos haría danzar juntos en ronda, ulegres, tomados de la mano, como las figuras representa das en algunos cuadros de Mattisse. Dice así: “Al referirse ni ente en la apertura del ser, la comprensión le encuentra una significación a partir del ser” (ídem: 21). Para quienes no estén familiarizados con la terminología heideggeriana del autor, el ser humano es un ente que se abre en la di mensión de la palabra: “En este sentido, la comprensión no lo invoca, simplemente lo nombra. De este modo ejerce con respecto a él una cierta violencia y una cierta nega ción”. Es decir, el encuentro con el otro empieza en la vio- lencia-negación. Algunas líneas más abajo añade: Y esta parcialidad reside en el hecho de que el ente, sin desaparecer, se encuentra en mi poder. Esa negación par cial que es la violencia niega la independencia del ente: es mío. La posesión es el modo en que un ente, sin dejar de existir, resulta parcialmente negado. No se trata sólo del hecho de que el ente sea instrumento útil o consumi ble, es decir, medio, ya que también es fin; se trata de que es alimento y, en el goce, se ofrece, se da, es mío. Así, en el primer encuentro con el “tú”, Levinas señala una finalidad de goce en que está implícita la posesión del otro y, al mismo tiempo, su negación. Sería, extremándolo, ol planteo de Sade: gozo del otro en el conjunto de las exac ciones que surgen de mi voluntad de goce. Precisa Levinas: El encuentro con otro consiste en el hecho que, no impor ta cuál sea la extensión de mi dominación sobre él y de su sumisión, no lo poseo. Nos topamos aquí con cierta lógica que no “cierra”: queriendo poseer al otro en su totalidad y en la totalidad <U‘ su goce, algo se me escapa. I El otro] No penetra del todo en la apertura del ser en la que me mantengo como campo de mi libertad. No viene a mi encuentro desde el ser en general. Todo lo que me llega de él a partir del ser en general, se ofrece sin duda a mi comprensión y a mi posesión. Le comprendo a par tir de su historia, de su medio, de sus hábitos. Lo que es capa en él a la comprensión es él mismo, el ente. No pue do negarle parcialmente, mediante la violencia, captán dolo a partir del ser en general y poseyéndolo. El otro es el único ente cuya negación solo puede anunciarse como total: el asesinato. El otro es el único ente al que puedo querer matar. En ese afán de poseer al otro, encuentro a ese otro irremediablemente bordeado por mi comprensión, aque llo que conozco de sus hábitos, de su historia, en ese con trapunto entre lo actual y la serie temporal (sus hábitos son el despliegue de su historia). Cuando comprendo es to, advierto que hay una opacidad del otro, algo que es capa, un resto de goce, más allá del que pretendo lograr como exacción. Sólo me queda matarlo. Pero si llevo a ca bo el asesinato, me quedo sin el otro y lo que él me signi fica. Ya aludimos a esta desesperación del libertino, a su fracaso en alcanzar el goce extremo, ese sujeto puro del placer. Lo encontramos en el cuento de Kafka, “En la co lonia penitenciaria”, que representa el límite del horror, cuando el torturador se queda esperando el instante en el que su víctima, en cuya espalda graba con una máqui na el delito cometido, se ofrece como un sujeto puro del placer, más allá de cualquier dolor, como sujeto de un go ce sin dolor. El torturador fracasa en su objetivo, porque cuando espera relamerse con el rostro de la víctima -que representa como semejante su propia posibilidad de un goce extremo-, el torturado tiene la mala idea de morir se (Kafka, 1979: 131). Levinas señala la imposibilidad de resolver, en térmi nos de afirmación utilitaria o mera cuestión cultural, eso que está en el origen de nuestra tradición judeocristiana, excediéndola, formulado explícitamente como manda miento: “No m atarás”. Procurando despejar las razones de su vigencia señala, por una parte, este afán de goce del otro que hay en el ser humano y, además, esta opaci dad por la cual el otro se escapa, arruina la voluntad de posesión que llevaría, en su extremo, al asesinato. La historia de la humanidad dio suficientes pruebas de ello, incluidas las formas extremas que alcanzó en nuestro si- tflo. El problema, decíamos, es que en el momento de ma lar al otro, lo pierdo, y con su ser pierdo a la vez la opa cidad que me revela y me hace falta. Le vinas avanza en su elaboración y sitúa un lugar pri vilegiado en ese encuentro con el otro: Puedo quererlo [a mi afán de matar al otro], Y a pesar de ello, este poder es todo lo contrario del poder. El triunfo de este poder es una derrota como poder. En el mismo momento en el que se realiza mi poder de matar, el otro se me ha escapado. Sin duda, puedo perseguir un fin al matar, puedo matar del mismo modo que cazar, talar ár boles o abatir animales; pero en ese caso, capto al otro en la apertura del ser en general, como un elemento del mundo en el que me encuentro, le percibo en el horizon te. No le he mirado a la cara, no me he encontrado con bu rostro [el rostro es un concepto en la teoría de Levi- nas]. La tentación de la negación total, que mide lo infi nito de esta tentativa y su imposibilidad, es la presencia del rostro. Estar en relación con otro cara a cara es no poder matar. Y esta es también la situación del discurso (Levinas, 1991: 21). Levinas insiste sobre algo que se suele decir, que está •mi el lenguaje y que pone enjuego el rostro. En castella no, lo encontramos en expresiones tales como “encarar al ni mi ", “lo encaré” -esto es, me dirigí a su cara-; “se lo én eo» tré” -me dirigí a su rostro-. Por otra parte es impen dí l)le, por ejemplo, una foto de medio cuerpo que tome so lo de la cintura para abajo: el medio cuerpo exige la in clusión del rostro. Nos dirigimos al otro, presuponemos que el otro incluye todo su cuerpo, sin embargo ese “todo’: no es homogéneo y cuando le hablamos o lo invocamos, apuntamos a su rostro. ¿Qué es el rostro? Levinas lo define de este modo: El ente en cuanto tal (y no como encarnación del ser universal) no puede hallarse más que en una relación en la que se le invoca. El ente es el hombre, y sólo en cuanto prójimo es el hombre accesible, sólo en cuanto rostro (ídem: 20). Así, el rostro implica esa dimensión de la desnudez, donde el otro se me ofrece en su condición de tal y me im pide matarlo. Por mi parte, debo admitir mis diferencias con Levi nas, a pesar de que he ido valorando su pensamiento a medida que lo he ido leyendo y asimilando sus enseñan zas. Por cierto, podemos considerar como un hecho la di ficultad de m atar a alguien mirándolo a la cara. Es en este sentido que Borges establece una distinción entre escribir acerca de un duelo a revólver y un duelo a puña les, que acerca el rostro del otro. Algo bien diferente, a su vez, de lo que implica m atar al otro con un tanque que se encuentra a veinte kilómetros de distancia -como suele ocurrir en la actualidad-, ocasión en la que se ignora quién cae ni se ve la sangre que derrama. Pero ni aun el duelo a puñales me hace creer que se tra te allí de la inmediatez de un saber acerca del otro, de su condición, a la que llegaría por su desnudez. Diría, en todo caso, que de un modo irremediable esa desnudez me enfrenta a la opacidad que guarda lo que el otro me sus trae. Dicho de otro modo: cuando miro al otro a los ojos, irremediablemente en el fantasma quiero alcanzar su profundidad. Pero sus ojos, si lo miro de cerca, apenas me devuelven, como un espejo, mi propia imagen. No en cuentro su transparencia, sino su opacidad. Gracias a •tila, se sustrae cuando lo busco como puro objeto de go- i« . ella es la que me detiene en el acto de matarlo. ¿Por qué la opacidad del otro me detiene? Levinas res ponde: Esta inversión humana del en-sí y del para-sí, del cada cual para sí mismo en un yo ético, en la prioridad del pa ra otro,esta sustitución del para-sí de la obstinación on- tológica por un yo que, en tal caso, es sin duda único, pe ro único por su elección de una responsabilidad respecto de otro hombre, irrecusable e intransferible; esta inver- ■ión radical se produce en lo que llamamos “encuentro con el rostro del otro”. De modo que si no persisto en una afirmación ontoló- rlcn de mi yo, en lo que llamaríamos un narcisismo ex- 11 ( mo, sino que me sitúo en lo que Levinas señala como imn dimensión que también es ética para el otro, es en I ti ación de ese “encuentro con el rostro del otro”. Y conH- n un: Tras la compostura que se da -o que soporta- en su apa recer, me invoca y me ordena desde el fondo de su des nudez indefensa, de su miseria y de su mortalidad (ídem: 250). Levinas opera aquí un avance. Esa opacidad que en- i neutro en el rostro del otro me detiene, porque a la vez mi' interroga: “Me puedes matar... ¿No te dice nada de tu inopia condición mortal?”. Pregunta cuyo mensaje es, lle udo a su extremo: “Estoy indefenso, a tu merced; puedes nuil irme, pero no ignoras que soy tu semejante, y que al ilt itruirme pierdes la misma opacidad que te habita”. Lfi apuesta del autor va asumiendo un perfil cada vez imiH definido. Empieza por hablar de una voluntad ase- I mi que, como tal, nos propone el goce llevado al extre mo, el propio y el del otro. Levinas postula que en ese en- i ui'iitro con el rostro del otro, el rostro deja de ser un pu ro lugar de la presencia y conjugado con la audición y la palabra, puede que empiece a hablar. Si lo hace, quizá me llegue desde el otro algo de mi propio mensaje. Es más, si habla de su desamparo -s i me dice: “Estoy inde fenso, podés matarme”- , me recuerda mi propia indefen sión. De ahí que las propuestas masivas de asesinato re quieran imprescindiblemente el desconocimiento del otro como semejante. Hay que pensarlo en términos de raza inferior, degenerada, porque al menor atisbo de que ese otro pueda devolverme mi propio mensaje, el acto asesi no se detiene. Además de la audición, señala Levinas, cuenta la pa labra. Y aquí nos encontramos con una formulación de Lacan. En su versión extrema, remite a un punto clave: el de la palabra que enlaza o desenlaza el goce. ¿Cuáles son las formas del otro cuando se me presen ta como prójimo, esto es, como “inminencia intolerable del goce”? En primera instancia, pueden ser la pareja, el amigo, el compañero de trabajo, el vecino o el transeún te ocasional, siempre y cuando aparezca esa dimensión invocadora; en términos de Levinas, si lo encaro y me en cara. Siguiendo lo que nos enseñó Lacan - “avancemos con prudencia”- , voy a escribirlo en una fórmula mínima. Si bien tenemos derecho a manejarnos con nudos y m ate rnas, debemos ser cuidadosos. Más aún, entiendo que la vitalidad de nuestra disciplina depende del acceso a pa radigmas que extiendan o se sitúen más allá del lacania- no, sin dejar de lado en nuestras formulaciones la pru dencia. La fórmula sería la siguiente: otro prójimo e e = espacio Si esta x inscribe al “otro” con minúscula, tiene que pro- (lucirse ana operatoria para que en estay venga a situar- ■<( como “prójimo”. Cualquiera de nuestros “otros” la exige. Klla es la que introduce esa inminencia intolerable del go- (v ¿El goce de quién? Aquel que el otro puede ejercer res- poeto de mí, y el que yo puedo ejercer en ese prójimo. Vuelvo a la propuesta: el otro (con minúscula), el de la Invocación, el que elevo a la dignidad de prójimo, por • ¡cmplo, cuando consigo que preste oídos a mi chiste, sos- I lime la función del Otro con mayúscula como lugar don de se juega al ajedrez. Es el otro que se m uestra en la al- II 'ridad, que sostiene su presencia con la cubierta imagi- nnria que necesito para que anude un goce cuyo índice puede ser la risa o el llanto. Un goce que incita otro en el mnisor, devolviéndole la verdad que lo habita; por el he cho de hacerle el don de su escucha, es una forma mo- montánea de lo que llamamos amor: en ese instante pun tual; afirma su existencia. Procuraremos explorar distintas invocaciones que es- Inn en nuestra cotidianeidad, cómo están en ella o, más t l. netamente, cómo estamos nosotros inmersos cuando lnn vivimos aunque no las pensemos. En nuestra condi ción de analistas, se tra ta de un recorrido que podría lyudarnos en la dirección de la cura, para situar el mo- tlu legún el cual esta invocación del prójimo es inheren- lt a nuestra estructura, imprescindible para llevar a uiUjor fin la dialéctica de un análisis. Una de las formas ilol prójimo, que tanto Levinas como Lacan mencionan, me interesa especialmente porque nos concierne desde ■ "tn perspectiva; ella se sitúa en torno al concepto de i imtidad. Levinas lo formula así: | ,. | el en-sí del ser que insiste-en-ser es rebasado por la gratuidad de un fuera-de-sí-para-otro en el sacrificio o nn la posibilidad del sacrificio, en la perspectiva de la ■mntidad (Levinas, 1991: 10). En la terminología filosófica heideggeriana, significa que alguien se ubica en la perspectiva de la santidad cuando, en vez de afirmarse como ser-en-sí o para-sí, se sitúa como ser-para-el-otro. Levinas señala que hay allí algo que remite al sacrificio. Tendríamos que preguntar nos de qué sacrificio se tra ta , porque dicho de este modo podríamos pensar que el camino que los psicoanalistas proponemos es el de Cristo. Quizá pudiéramos encontrar una veta que nos confor me -aunque no sea exactamente la que propone Levi nas-, si recurrimos al concepto de “santidad” tal como aparece en Lacan. Su planteo juega y se m uestra en la homofonía en francés entre “saint-homme” y “sinthóme”, por cierto nada casual -sinthóme, lugar de remedio-, no se obtiene de cualquier modo, algo anuda de la santidad. En la entrevista cuyo texto llevó por título “Televi sión”, explica Lacan: [...] durante su vida, un santo no impone el respeto que le vale a veces su aureola. [...] Un santo, para hacerme comprender, no hace caridad. Él es quien se pone, en to do caso, en el lugar del desecho.1 Es para realizar esto que la estructura impone lo si guiente, a saber: permitir que el sujeto, el sujeto del In consciente, sea tomado como causa de su deseo. Es en la abyección de esta causa, en efecto, que el sujeto tiene chances de lograr situarse, al menos en la estructura. Para el santo esto no es divertido, pero yo imagino que para algunas orejas, en esta televisión, esto recorta bien ciertas extrañezas de los hechos de los santos. Que de allí resulte un efecto de goce, quién no tiene sentido con el goce... Sólo el santo permanece seco, negado a él (La can, 1973: 28) 1. Aquí Lacan introduce otro neologismo en francés, condensando “déchet” y “charité”: “il décharite”. Según esta perspectiva, podríamos entender el sacri ficio en términos del goce al que el santo renuncia. Re cuerdo un aforismo que se sitúa en esta línea y que mu chas veces subrayamos: “El analista es aquel que sus pende su goce para no ceder en su deseo”. Y Lacan conti núa: “Es lo mismo que sacude a muchos en el hecho, sa cude a aquellos que se acercan y no se engañan, que el tanto es el desecho del goce”. Hay ana dimensión de la otredad convocada como pró- |ltno que, en su límite, se ofrece bajo el perfil que en Le vinas se llama “santidad” y en Lacan “santo”, forma ex- I roma de lo que sería esperable de un analista. En la perspectiva que estoy proponiendo, cuando el iiualista se ofrece como semblante de a, conduce al suje to a la invocación del otro que opere como remedio en el mismo lugar de la falla; el analista se ofrece como causa <li un movimiento que lanza al analizante al remedio de 'iii falla. De ahí el plus cuyo efecto es el de transformar el pNpacio en el lugar de la cita. Eso es lo que llamamos el micuentro con el prójimo. Por otra parte, podemos preguntarnos si el sinthóme i parece sólo en la estructura psicótica o también está p rósente en las neurosis. Sabemosque al plantear este imicepto, Lacan extrema la cuestión; así, cuando habla >|t Joyce, afirma que sufría una Verwerfung de hecho del Nombre del Padre -en la línea de su propia enseñanza, Indicaba allí una estructura psicótica, aunque clínica mente no se hubiera desencadenado como tal-. Todo lo ■ nal podría hacernos pensar que el sinthóme es algo que lañe a reparar un error en la estructura psicótica. Sin pimbargo, Lacan habla también de sinthóme cuando se II ata de neurosis. I ’or mi Darte, entiendo que el sinthóme es un concep- I» planteado correlativamente al de pére-version. Cuan ta avanza en su teoría, Lacan advierte que el lugar de ■ mo que da en llamar el Nombre del Padre no se reduce sólo a la eficacia del corte, sino que, en la medida en que se sostiene del padre real, introduce también las fallas que se arrastran desde el padre, esto es, los lugares don de su goce no es acotable. Así formulada, la pére-version juega con los dos valores de ese concepto: uno que pivo tea en el padre -hay algo que desde el hijo se dirige al pa dre, y es necesario y propiciatorio- y otro que se refiere al goce por el cual el hijo se sitúa en una posición maso- quista en relación con su padre. Si tomamos “Pegan a un niño” (Freud, 1919) como paradigma -es decir, no como algo accidental, sino estructural-, podríamos decir que el golpe del padre es instituyente para el hijo, deja sus m ar cas, las mejores y las peores. Mi lectura supone que también en la estructura neu rótica hay una falla inexorable, distinta de la que se en cuentra en las psicosis. Esto, a su vez, me hace pensar que en el neurótico, desde un comienzo, está situada la posibilidad del sinthóme, anillo que remedia la falla. En términos topológicos, en una estructura neurótica el sin thóme permite abrochar un nudo de cuatro redondeles ba jo una forma borromea, algo que no llega a producirse en las psicosis. Si bien Joyce está anudado, puede ser Uno, es sólo en función de la estructura del nudo que lo reme dia. La clínica de las psicosis nos m uestra que cuando un sujeto cae en el derrumbe psicótico deja de ser Uno -no reconoce su cara, su mano-. Joyce puede decir que él es Uno porque su escritura como sinthóme -y yo incluiría, además, a Norah, su m ujer- le permite anudar, aunque no bajo una forma borromea. Esto implica que en cierto momento pueden irrumpir los fenómenos de la psicosis. No se tra ta sólo de la mujer que sostiene al psicótico, cosa que más de una vez ocurre; también hay hombres que sostienen a una mujer psicótica; es el caso, por ejem plo, de una paranoia erotómana. No tomo, en suma, exclusivamente las psicosis como referencia. Considero también las neurosis, y mi pro- puusta, en cuanto al prójimo, no se limita tampoco a la pwreja en su condición de tal sino que va más allá de esa relación. El mozo del bar que me ofrece café, en efecto, puode funcionar como prójimo en la medida en que lo in voque como tal. También puede ocurrir que me sirva ca le y sea sólo el otro, ese otro a cuyo lado paso sin enterar me Pero si lo convoco, al modo de “tú eres quien me se guirás”, entonces puede funcionar como sinthóme. Cuando decimos “invocar al otro”, nos referimos al otro real, ese que acude con sus tres registros, y al que i(invocamos al lugar de nuestra falla, desde nuestra fa- llit para que responda como remedio y reparación. Preci- ■ t mente allí reside la diferencia: no lo convoco desde mi Irtl&a, sino desde mi falla. En cuanto al empleo que hago <l«l término “reparación”, una manera de acotarlo será i iiilBÍgnar algunas pautas fundamentales de mi manera «Ir trabajar. En primer lugar, procuro situarme en el campo de la • Itmtificidad y el psicoanálisis, lo cual supone ya redefi- nlr (il concepto popperiano de cientificidad. Entiendo que no cabe regalárselo, en la medida en que ni sus propios m^iiidores están de acuerdo en afirmar que una hipóte- ilii queda invalidada como tal cuando un hecho la contra dice La refutación requiere una multiplicidad de hechos. \iil, cuando Newton propuso su fórmula de la atracción mil versal de los grandes cuerpos celestes, al comienzo no pudo comprobarla, de modo que de haberse manejado l« ile la perspectiva popperiana, todo se habría derrum- lijtdn Urgía avanzar con los instrumentos que pudieran li más allá de la refracción de la atmósfera; había que co- 11 ej(ir la hipótesis según la cual los cuerpos celestes eran i 'doras perfectas, ya que tienen deformaciones. Kl psicoanálisis merece un lugar en el campo de la i Inntificidad, lo cual implica mi desacuerdo con los psi- ■ oimalistas que descreen de la ciencia. Si hay disenso con i'llu, en todo caso, no se tra ta de la ciencia, sino de sus aplicaciones. Considero un error batallar contra la cien cia, puesto que es una forma que encontró el ser humano para avanzar hacia su encuentro con lo real. Situado, en tonces, en la perspectiva científica, acepto la recomenda ción que hiciera Canguilheim, según la cual trabajar un concepto es ponerlo a prueba, confrontarlo, contradecir lo, acoplarlo con otros. En relación con el concepto de “reparación”, este tipo de abordaje me llevó a formularme la pregunta: ¿qué es más apropiado para nombrar el lugar donde se intenta rá corregir un error? Podría llamarlo “remedio”, pero es un término que reviste una connotación médica demasia do importante. “Reparación”, en cambio, me recuerda a los kleinianos, y entre Melanie Klein y la medicina, pre fiero permanecer en el campo del psicoanálisis, en com pañía de esta gran psicoanalista. Establecería, sí, una diferencia entre el uso que ella hace del término y el que yo propongo. Según la concep- tualización kleiniana, la reparación remite al encuentro con la totalidad del cuerpo materno; el fin de análisis kleiniano se funda en la sublimación, entendida como re paración de ese cuerpo. Por mi parte, la sitúo en térmi nos de una reparación del nudo que permite el encuentro con la falta y descompleta al Otro. Este es el modo en que intento trabajarla. Prefiero hablar, en suma, de la reparación de una fa lla inexorable. Retomo ahora el aforismo que tanto indignaba a Freud, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, y digo: ciertamente lo amarás, pero no por caridad, pues es par te de ti mismo cuando repara tu nudo. Es por la vía del otro que la alternancia posible avanza hacia lo imposible, hacia lo real del error. Lo hace cuando logra efectuar esa reparación, cuando escribe la letra ausente. Podemos re ferirnos aquí a la propuesta por Lacan: E, sigma, con la que nombra al sinthóme. Nosotros avanzamos hacia la función del otro cuando se hace prójimo. Así, no se tra ta lólo de la escritura de Joyce, sino también de Norah, (juien realiza el aforismo “La femme c’est le sinthóme”. Lo expresa más sabiamente una breve cita del Talmud (Levinas, 1991: 118): Rav Hiya bar Abba cae enfermo y Rav Yohanan le hace una visita. Le pregunta: -¿Te convienen tus sufrimientos? -Ni ellos, ni las recompensas que me prometen. -Dame tu mano -dice entonces el visitante al enfermo, haciéndolo levantar de su lecho. Pero sucede que el propio Rav Yohanan cae enfermo y re cibe la visita de Rav Hanina. La misma pregunta le es formulada entonces: - ¿Te convienen tus sufrimientos ? Y la misma respuesta aparece: - Ni ellos, ni las recompensas que me prometen. - Dame tu mano -dice Rav Janina, y levanta a Rav Yo hanan de su lecho. Pregunta: ¿No podía Rav Yohanan levantarse solo? Respuesta: El prisionero no puede liberarse solo de su encierro. Si aceptamos este recorrido, “Amarás a tu prójimo co mo a ti mismo” podría glosarse del siguiente modo: ' Amarás a tu prójimo como a ti mismo, por lo que no es. Le darás tu amor, la ofrenda, de lo que no tienes”. Del go- C( intolerable del cual partimos, el sujeto y el prójimo en hebran “el goce que condesciende al deseo”. Por la vía del > >)ce que se pierde, el goce del prójimo podría encontrar ía con el deseo. Al abordarla cuestión del prójimo decidí situarme en la perspectiva de la prudencia. Hace ya tiempo que me pro pongo avanzar en este terreno en el que el psicoanálisis put-Ti en deuda, como es el de la lógica de las estructuras co lectivas Y si bien resulta tentador hacerlo llegando rápi- (Ilímente a fórmulas conclusivas, sabemos que no es un lo- j M> sostenible el que ellas garantizan. Vamos entonces <li ipacio. Retomemos esta relación del ib y el Tú. Ya operamos un movimiento significativo cuando cues- I loriamos la idea de un deseo que el sujeto constituiría en un absoluto desasimiento del otro, y propusimos, en cam bio. como condición de su emergencia, precisamente esta i «Ilición con el otro. Importa no dejar ignorada la dimen sión que excede al “Yo” y al “Tú”. La voy a situar de modo ii otado, en términos del espacio donde se produce esa li nisformación que supone el encuentro y que implica al ni don simbólico -y con él, a la estructura colectiva-. La nombro en términos de espacio, porque cuento trabajarla i on la escritura nodal, considerándola como el lugar en el (jilo «e produce la inmersión del nudo. Esta modalidad de indagación y exposición implica i i rizar a la manera en que lo hacen los físicos con un des- i ubrimiento reciente. Consideremos, por ejemplo, la “cons- tante h ” de Planck; tomándola como punto de partida, los científicos encuentran que todas las fórmulas dan una di ferencia, pero no saben por qué. ¿Acaso dejan de investi gar por eso? No, porque quizá descubrir esa “constante h” llevará su tiempo; de modo que la anotan como tal para te nerla en cuenta y avanzan en lo que estaban trabajando. En esto que designo como espacio, lugar de la inmersión de la fórmula que voy a proponer, se sitúa la lógica amplia da de lo colectivo, no trabajada aún, que tiene por ahora el valor de esa “constante h” de Planck. Decíamos que el prójimo “es la presencia del otro co mo inminencia intolerable del goce, cuando el espacio real se ofrece a la inmersión del nudo (del otro)”. Convie ne no olvidar que pensamos al otro como un nudo consti tuido por los tres registros. Un cuadro de Picasso, “Las señoritas de Avignón”, que introduce un cambio en el arte de este siglo, ilustra lo que acabamos de exponer. Las señoritas, prostitutas de un burdel, aparecen instaladas en un espacio quebrado. No se tra ta sólo de lo que le pasa a esas figuras femeninas, sino además del modo específico según el cual viene a ser tra tado el fondo de la tela, el espacio en que se muestran. Hay una dialéctica entre el nudo y el espacio en el que hace su inmersión -y que a partir de ese momento, deja de ser ho mogéneo-. Otra formulación, más definitoria aún, sería: una vez introducido el goce en el espacio, éste se quiebra en diferencias de valor. Y cuando digo “valor”, recordemos que Lacan sitúa al objeto a como “plus-de-goce”, en clara alusión al concepto marxista de plusvalía. Vamos a revisar otro lugar no habitual en la parro quia lacaniana, que nos perm itirá tener presente esta «'Acacia del espacio. El punto de partida será algo que, por ahora, propicia un abordaje de tipo fenoménico -su tmtor diría “fenomenológico”-; su virtud reside, justa- monte, en poner enjuego en su mínima expresión la efi cacia de ese espacio donde se producen la inmersión del • ivcuentro y el desencuentro con el otro. Accedí a su formulación -y espero que también lo ha- iMn ustedes- de la mano de un autor reconocido, Gastón Huchelard Trabajaré con referencias y observaciones ex- I raídas de su texto Poética del espacio (Bachelard, 1965), que ya es un clásico. Desde el título, Bachelard anuncia que, a su entender, miostra relación con el espacio no es natural, no se redu ce al orden de la necesidad. Por eso es el texto poético el i|Ui> está en mejores condiciones de relatar ese encuentro tittl ser con el espacio que transita o habita, tal como se le ofrece oajo múltiples formas. Voy a revisar algunos pasajes, para precisar cuál es su |M|ripectiva. Bachelard cita a Philippe Diolé, autor de El 1//0 .Í bello desierto del mundo, quien narra, según las re- i.Ihh de la ficción, sus experiencias personales, referidas i n osta obra al desierto, de modo similar a como lo hicie- i i precedentemente en otro libro consagrado a las peri- |m cías vividas en la profundidad del mar (ídem: 260). Uachelard se pregunta: “Pero entonces, ¿por qué Dio le. ose psicólogo, ese ontólogo de la vida hum ana subma- i Irwi, se va al Desierto? ¿Por qué dialéctica cruel quiere l»ii iar del agua ilimitada a las arenas infinitas?”. Pregun- ti las que Diolé responde como poeta. Sabe que toda uuova cosmicidad transforma nuestro ser exterior, y que mi nuevo cosmos, cualquiera sea, se abre cuando uno de luí lazos de la sensibilidad ya establecida se libera. Enta referencia a enlaces y desenlaces, lazos que se i m tiin, se renuevan y se anudan de otro modo, la encon- II nmos en las primeras páginas del libro de Diolé, donde i onfiesa que ha querido “term inar en el desierto la ope ración mágica que, en el agua profunda, permite al buzo desatar los lazos ordinarios del tiempo y del espacio y ha cer coincidir la vida con un oscuro poema interior” (ídem: 12). Para concluir sostiene: “Descender en el agua o errar en el desierto, es cambiar de espacio”. En ese cambio, que supone abandonar el ámbito de las sensibilidades usua les, entra en comunicación con un espacio psíquicamen te innovador. Afirma Diolé: “Ni en el desierto, ni en el fondo del m ar se puede sostener un alma pequeña, aplo mada e indivisible”. Se tra ta de un cambio, que ya no es la resultante de una simple operación del espíritu, como sería la conciencia del relativismo de las geometrías. “No se cambia de lugar, se cambia de naturaleza”, precisa el autor (ídem: 261-262). Diolé está aludiendo a una dialéctica entre este en cuentro del sujeto con el otro y su inmersión en el espa cio. Según quiénes establezcan esa inmersión, se defini rá la estructura del espacio, pero a su vez, según cuál sea el espacio donde se produzca la inmersión, cambiará la naturaleza de quien la sufre. Dicho de otro modo, los neuróticos raram ente cambiamos nuestros recorridos, n siquiera para ir de casa al trabajo. Cuando nos anima mos, no llegamos a impedir -y por eso nos cuidamos bien de hacerlo- que algo nos ocurra. Les propongo un ejercicio, que pueden hacer acompa ñados. Procuren inventarse “una” ciudad de Buenos Ai res; vayan con alguien que tenga para ustedes valor de prójimo -su pareja, un amigo- a algún lugar hasta aho ra nunca visitado; tal vez descubran que los aguarda en el laberinto de sus calles el gusto de una sorpresa. Retomemos el texto de Bachelard donde se ocupa de uno de los espacios considerados: la choza. Señala allí: “La choza en la página de Bachelin, aparece sin duda co mo la raíz pivote de la función de habitar” -¿alguna vez pensaron por qué a los adolescentes, incluyendo ese que alguna vez fuimos, les gusta tanto dormir en carpa?-. Explica Bachelard a propósito de ese espacio: Es la planta humana más simple, la que no necesita ra mificaciones para poder subsistir. Es tan simple que no pertenece ya a los recuerdos, a veces demasiado llenos de imágenes. Pertenece a las leyendas. Es un centro de leyendas. Ante una luz remota perdida en la noche, ¿quién no ha soñado en la choza, quién no ha soñado, adentrándose aún más en las leyendas, en la cabaña del ermitaño? (ídem: 67). Dimensión de la choza, que concierne a la primera po- «ibilidad de habitar. Ustedes podrían sin duda objetar que en ella no aparece explicitada la cuestión de la rela ción con el otro, sino que admitiría perfectamente redu- i irse a la perspectiva de lo que le pasa a un sujeto en un lugar. Pero ese lugar no es natural, implica una referen- i ia no sólo al otro, sino también a una estructura colecti va: no hay suburbio sin centro. Prosigue Bachelard: Indicábamos [...] que las expresiones “leer una casa”,“leer una habitación”, tienen un sentido, puesto que ha bitación y casa son diagramas de psicología que guían a los escritores y a los poetas en el análisis de la intimidad. Vamos a leer lentamente algunas casas y algunas habi taciones “escritas” por grandes escritores (ídem: 74). En esta perspectiva, se ocupa a renglón seguido de la oposición frío/calor remitiendo a Baudelaire: Y tenemos calor porque hace frío fuera. En la continua ción de ese “paraíso artificial” sumergido en el invierno, Uaudelaire dice que el soñador pide un invierno duro. Él pide anualmente al cielo tanta nieve, granizos y heladas como pueda contener. Necesita un invierno canadiense, un invierno ruso... con ello su nido será más cálido, más dulce, más amado. Como Edgar Alian Poe, gran soñador de cortinas, Baudelaire pide también, para tapizar la morada rodea da por el invierno, “pesadas cortinas ondulando hasta el piso”. Así, “tras los cortinajes sobrios parece que la nieve es más blanca. Todo se activa cuando se acumulan las contradicciones” (ídem: 75). Al respecto, uno podría preguntarse quiénes prefieren para vivir las casas antiguas. Unos cuantos me dirían que las prefieren; otros dirán que les encantan las casas tipo americanas. Indudablemente, hay allí una diferente referencia al tiempo. Una casa antigua nos invita a des plazamos en el tiempo que otros transitaron, el espacio de la antecedencia. En cambio, quienes prefieren el cor te con el pasado, eligen ese lugar que no tiene -o parece no tener- sus marcas. El poeta Pierre Seghers (ídem: 97) escribe: Una casa donde voy solo llamando Un nombre que el silencio y los muros me devuelven Una extraña casa que se sostiene en mi voz Y habitada por el viento. Yo la invento, mis manos dibujan nubes Un barco de gran cielo encima de los bosques Una bruma que se disipa y desaparece Como en el juego de las imágenes. El poeta establece una relación entre la resonancia de su voz y la casa - “Una extraña casa que se sostiene en mi voz”- Así, es la resonancia de su voz en esa casa la que la despliega de ese modo y no de otro. Otro ejemplo, analizado por Bachelard (ídem: 105), se refiere a las ventanas de la casa, abiertas sobre las mon tañas. Se tra ta del texto de un poeta que dice: El cuerpo de la montaña vacila en mi ventana: ¿Cómo poder entrar si se es la montaña, Si somos en altura, con rocas, pedrezuelas, Un trozo de la Tierra, sediento de cielo? La casa nos recuerda una ae las tres dimensiones de lo numano mencionadas por Todorov, tripartición clásica en el pensamiento occidental. Desde esa perspectiva, son tres las grandes referencias del ser humano: la especifi cidad que lo constituye como tal - la palabra-; su condi ción de viviente y, por último, aquella que intuimos a ve ces con Freud, cuando remite a la pulsión de muerte y al retorno a la piedra, esto es, la que concierne a nuestra pertenencia al orden cósmico. Ciertas casas nos invitan más que otras a reconocernos en esta dimensión, que umerge también cuando, habitantes de la ciudad, tene mos la necesidad de ir al campo. En la imponencia de una montaña o en el vuelo de un pájaro atisbamos nues tra inmersión en el orden cósmico. Sentimos entonces ■ ierto alivio: acentuada la pertenencia a este orden, se nílativiza la urgencia de las demandas del otro. Incluyo un último ejemplo, el que Bachelard llama rincón de los recuerdos”. Si cada uno de ustedes repasa- i a en su memoria, encontraría aquel lugar que en la ca ta de la infancia lo invitaba especialmente a jugar, o bien i ■ i ■ sitio preferido, ya en la edad adulta, que bien puede ih i el elegido para el encuentro con el otro. Así, la casa no resulta homogénea: nos topamos nuevamente con el i 'ipacio quebrado. Otra de las oposiciones que hace jugar Bachelard se 'itua entre el bosque y el campo; el bosque vuelve pre- tmite un tiempo anterior, en el que la vida nos antecede. En cuanto a lo pequeño y lo grande, Bachelard nos re- niiií' al poeta Noel Bureau (ídem: 220): : hj acostaba tras la brizna de hierba para agrandar el cielo. En estos versos, es la intemperie la que nos abre a la Inmensidad del cielo. Itecuerdo también una frase de Monseñor D’Andrea, en ocasión de una pregunta que alguien le formulara: -¿Usted observó, Monseñor, en su visita a Jerusalén, qué sucia es esa ciudad? -No -respondió D’Andrea-, porque cuando paseo por Jerusalén siempre me siento invitado a mirar para arri ba. Claro está, se tra taba de Jerusalén, y quien hablaba era un sacerdote. ¿Cómo podríamos plantear nosotros la dimensión de la casa? Para pensarla recurro a nuestro poeta más céle bre, Borges, y a una de sus enseñanzas: La casa que habitamos suele tener espacios divididos: el lugar de la palabra; el del sueño, que es también del se xo y el amor; el lugar de la comunión y el de los rituales. Conviene tener en cuenta que si hablo de “comunión”, no estoy proponiendo ninguna ilusión de un goce compar- tible; el goce de cada uno sigue siendo tal. La comunión nos habla de un goce coincidente. En el fantasma que lo anima, retorna el trazo singular. 4. LA INVOCACIÓN DEL OTRO Recuerdo nuestra propuesta: “El prójimo adviene fíUando invoco al otro”. Es en la medida en que hay invo cación que el otro adviene a la dimensión de prójimo. , Eso es bueno o malo? En realidad, nada lo asegura, pue- th- llevar a lo mejor o a lo peor. En principio, la definición de Lacan no es tranquilizadora: “El prójimo es la inmi- mmcia intolerable del goce” (Lacan, 1969). Precisamente por eso, tanto más importante resulta ijui1 nuestra escucha como analistas permanezca sensi ble a los distintos modos según los cuales el parlétre se luii'u sujeto de la invocación. Cuando digo “sujeto de la invocación” hago jugar el genitivo objetivo y el subjetivo. Me importa subrayar la condición necesaria, para cada ii 110 de nosotros, de la diversidad y especificidad de las Invocaciones. Me animo a apostar, con un amigo de Kaf tén, que no hay quien pueda sostenerse sin esos hilos que lint anudan y nos sostienen por encima del abismo. To- ilim y cada uno de nosotros tenemos un amigo o una ami- ■ i ni que nos es preciso invocar o por quien hacernos in- ' oenr -y no como algo subsidiario-. Apuesta y afirmacio nes situables en la línea de una cierta ironía de Lacan, i iinndo en los últimos seminarios cuestiona el complejo <l» Edipo, algo que no equivale a prescindir de su lógica, pues “sin ella el psicoanálisis no tendría ningún senti do”. Lo que cuestiona es su reducción dramática bajo la forma del cuento del chiquito o la chiquita con el papá y la mamá. Esa lógica se despliega en el encuentro con el otro, son múltiples sus personajes, e implica la posibili dad o imposibilidad de darle cauce al goce, dentro o fue ra del lazo social. Vamos a emprender ahora un breve recorrido, valién donos del diccionario, por el significado del término “in vocación”. En el diccionario etimológico de Bloch y Wartburg que tanto le gustaba a Lacan, sólo se lo menciona en re lación con el verbo “invocar” (“invoquer”, en francés). Re cién se registra “invocación” en el siglo XII; está tomado del latín “invocare / invocado”, y su uso está situado en el 1200. En el Petit Robert se registra “invocación”: acción de invocar. También incluye la referencia al latín “invoca- tio”. Define invocación como el resultado de la acción de invocar y menciona en primer lugar la invocación a la divinidad y a los santos. Acerca del término “invocar” precisa y enumera: del latín invocare. Llamar en ayuda o rezos. También se la usa como sinónimo de conjurar o rezar. Invocar a Dios, a las musas. Invocar una imagen de santo en una hora de peligro, invocar auxilio, la cle mencia de un rey, pedir ayuda. Invocar una ley, el testi monio de un amigo. Se puede invocar a alguien como una autoridad superior: por ejemplo, “Freud dijo...”. In vocar un precedente. Argumentos invocados en el apoyo de una tesis. Las referencias a la invocación
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