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Las señoritas - Laura Ramos

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“En pie ante la portezuela [del coche de dos caballos] con su larga falda
gris, su sombrero de paja y su maleta barata pintada de color caoba y asegu-
rada con veinte vueltas de una cuerda, tenía todo el aspecto de una señorita
joven a punto de iniciar su trabajo de maestra de escuela en una película del
salvaje oeste”.
VLADIMIR NABOKOV, Ada o el ardor
 
 
“¿Y por qué no se mueve el Sr. Sarmiento…? ¿Por qué ha dicho delante de
mí que solo irá [al Interior] con una guardia pretoriana de seis mil soldados
de línea?”.
Cartas de Juana Manso a Mary Mann
del 8 de agosto y del 5 de noviembre de 1870
Un sueño colonizador. 
Prólogo
En enero de 1866 un vapor con treinta y cuatro jóvenes pasajeras navegó
desde el puerto de Nueva York hasta el de Seattle, ubicado en el extremo
oeste de Estados Unidos, sobre el Pacífico, en una travesía que duró tres
meses y medio, ya que el único paso entonces era el Cabo de Hornos, en el
hemisferio sur. Las viajeras, todas en “edad matrimonial”1 y de “carácter
intachable”, emigraron protegidas por el gobierno, que con ánimo de poblar
el salvaje oeste les prometió trabajo como maestras apenas llegaran. Un re-
portero del New York Times acompañó al contingente para escribir la cróni-
ca de los acontecimientos. El artículo se publicó cinco semanas después del
desembarco, e incluyó una lista de los casamientos celebrados hasta ese día.
Según el historiador Julio Crespo, que escribió un excelente libro sobre el
tema, es posible que este viaje haya servido de inspiración al proyecto
argentino.
En 1901, setenta muchachas cubanas viajaron desde La Habana hasta la
Escuela Normal de New Paltz, en el estado de Nueva York, para formarse
como maestras. La directora del Anexo Cubano de la escuela de New Paltz
fue la estadounidense Clara Armstrong, que en 1878 había fundado la Es-
cuela Normal de Catamarca, en el norte de la Argentina.
Entre 1869 y 1898 el gobierno argentino contrató a sesenta y una maes-
tras estadounidenses —probablemente viajaron nueve más que no están reg-
istradas de modo formal— para trabajar en escuelas normales del interior
del país, en muchos casos para fundarlas y, en ocasiones, para ayudar a con-
struirlas. O para defenderlas, cuando se convirtieron en fortines sitiados du-
rante las luchas sangrientas que agitaban la región. Muchas cumplieron los
contratos de dos o tres años y regresaron a su país; otras se afincaron en la
Argentina, casadas o no; dos de ellas se establecieron como pareja en la
provincia de Mendoza durante cincuenta y tres años; ninguna se casó con
un argentino. En su mayoría cumplieron con los requisitos pedidos por
Domingo Faustino Sarmiento, el impulsor del proyecto: eran solteras, “de
aspecto atractivo, maestras normales, jóvenes pero con experiencia docente,
de buena familia, conducta y morales irreprochables y, en lo posible, entusi-
astas y que hicieran gimnasia”2.
Excéntrico en todos los sentidos posibles, de nariz achatada y labios
gruesos, orejas sobresalientes y con un aspecto general alejado de cualquier
idea de belleza, provinciano, vehemente, colérico, escritor genial, Sarmien-
to era autodidacta por conversión desde que intentó, sin lograrlo, entrar al
colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Aprendió griego, latín y
francés con un tío clérigo y a los veinte años, en Chile, tuvo una hija con
una alumna de diecisiete. La madre se desentendió de la niña y él la tomó
bajo su cuidado, le dio su apellido y la llevó a San Juan, para que la criaran
su madre y sus hermanas. A los treinta y cuatro años había fundado varias
escuelas en Chile y la Argentina y un periódico desde el que lanzaba dia-
tribas al gobierno central, sobre todo a las masas gauchas e indígenas, a las
que llamaba la barbarie. Desde muy joven rumiaba varias obsesiones
mesiánicas. Una de ellas era unir en una gran confederación a los estados
argentino, paraguayo y uruguayo. La capital sería Argirópolis, una ciudad
utópica emplazada en la isla Martín García, en ese tiempo en manos de
Francia. Otra era cambiar el sistema educativo rioplatense. El 28 de octubre
de 1845, exiliado en Chile por el gobierno de Juan Manuel de Rosas, partió
hacia España con el encargo del ministro chileno de Instrucción de estudiar
los sistemas educativos de distintos países europeos.
Las ciudades de Europa lo decepcionaron: “He visto sus millones de
campesinos, proletarios y artesanos viles, degradados, indignos de ser con-
tados entre los hombres, la costra de mugre que cubre sus cuerpos, los hara-
pos y andrajos de que visten…”3. Ya hacia el final del viaje, en Londres,
encontró unos escritos del pedagogo estadounidense Horace Mann. Así des-
cubrió al gran reformador de su tiempo, el hombre que había aplicado en las
escuelas públicas de su país las nuevas teorías pedagógicas del suizo Johann
Heinrich Pestalozzi. Varado en Liverpool, con pocos recursos, se embarcó
rumbo a Estados Unidos en el Montezuma, “un rápido velero que hubiera
hecho once nudos con la más leve brisa”4, para entrevistarse con Mann.
Durante dos meses viajó en trenes, barcos y diligencias por veintiún esta-
dos y una parte de Canadá, una recorrida que registró en una bitácora de vi-
aje alucinada: “Veinte millones de habitantes, todos educados, leyendo, es-
cribiendo y gozando de derechos políticos”5. Su exaltación le impidió tomar
nota de la pobreza del sur, del analfabetismo, de la cuestión de la esclavitud,
de la guerra contra México, en la que Estados Unidos se había apropiado de
más de la mitad del territorio vecino. Viajó desde Nueva York hasta Boston
haciendo un rodeo desmedido, de más de mil kilómetros hacia Búfalo, en el
noroeste, para conocer las cataratas del Niágara y los lagos de Ontario,
donde albergó “el secreto deseo de quedarme por ahí a vivir para siempre,
hacerme yankee”.
Aunque el país entero lo fascinó, Nueva Inglaterra fue su “patria de pen-
samiento”. Boston vivía en ese entonces una especie de siglo de las luces;
era el centro cultural más sofisticado de la nueva nación, vecino de la Uni-
versidad de Harvard y del foco de filósofos de Concord. El pensamiento de
Margaret Fuller, figura destacada entre los trascendentalistas y precursora
del feminismo moderno, postulaba una definición del papel de la mujer que
tuvo una notable influencia en la personalidad literaria de Jo March, la
heroína de Mujercitas. El padre de Louisa May Alcott, su autora, pertenecía
al cenáculo de filósofos que había florecido en Boston en 1830 alrededor de
Ralph Waldo Emerson. Con su estilo desmesurado y florido Sarmiento de-
scribió Boston, el “santuario de mi peregrinación” —ya que allí vivía Ho-
race Mann—, como “la reina de las escuelas de enseñanza primaria”, “la
ciudad puritana, la Menfis de la civilización yankee”.
Horace Mann recibió al argentino en su casa, donde transcurrieron dos
días de conversaciones que terminaron con la visita de Sarmiento, escoltado
por la señora Mann, a la Escuela Normal de Lexington. Allí, escribió luego
Sarmiento, “no sin asombro vi mujeres que pagaban una pensión por estudi-
ar matemáticas, química, botánica y anatomía, como ramas complemen-
tarias de su educación. Eran niñas pobres que tomaban dinero anticipado
para costear su educación, debiendo pagarlo cuando se colocasen en las es-
cuelas como maestras; y como los salarios que se pagan son subidos, el ne-
gocio era seguro i lucrativo para los prestamistas”6.
En esos años secretario del Consejo de Educación de Massachusetts,
Mann era el gran innovador de la educación primaria de Estados Unidos. Se
contaba que había cerrado su despacho de abogado con la máxima “que mi
cliente sea la próxima generación”7. Reformador y político, formulaba la
importancia de la educación en el crecimiento económico y la necesidad de
impartir conocimientos prácticos en beneficio de la comunidad. Formidable
credo para una nación capitalista en ciernes. Mann había logrado que el Es-
tado se comprometiera a garantizar el acceso a la educación de todos los
niños al margen de las religiones y proporcionó a Sarmiento uno de los
principalesargumentos para contratar maestras al resaltar la especial habili-
dad femenina para instruir a los niños pequeños. Un motivo secundario para
el argentino, aunque fundamental, fue que las mujeres cobraban salarios
más bajos que los hombres, por la misma tarea.
Quince años mayor, Horace Mann había tenido una infancia y adolescen-
cia pobres y una educación autodidacta, como Sarmiento, aunque luego
pudo hacer unos cursos en la Universidad Brown y en la escuela de leyes de
Litchfield. Se había casado en 1830, muy enamorado, con la hija del presi-
dente de su universidad, pero ella murió de tuberculosis dos años después.
Viudo y parece que muy desdichado, se instaló en Boston, muy cerca de las
tres hermanas Peabody, hermosas e inteligentes, estampas vívidas de la nue-
va generación de mujeres estadounidenses. La mayor, Elizabeth, sería re-
tratada en la novela Las bostonianas, de Henry James, como la señorita
Birdseye. Si el personaje de Henry James sugiere un rechazo por la hetero-
sexualidad, la Elizabeth Peabody real fue una militante antiesclavista, de-
fensora de los derechos de la mujer y una innovadora en el campo de la
pedagogía. Nunca se casó. Políglota, cultísima, se hizo célebre como impul-
sora de los jardines de infantes de Estados Unidos. La segunda, Mary, con-
siderada la belleza de la familia, al conocer al joven viudo Horace Mann se
enamoró de inmediato, pero él tardó diez años en corresponderla. Las dos
hermanas compartían la dirección de una escuela en Boston, que Mary dejó
para viajar a Cuba como institutriz, donde trabajó dos años y aprendió
castellano. Luego de casarse con Mann escribió varios ensayos y una novela
social, Juanita. La menor de las Peabody, Sophia, pintora, escultora y es-
critora, se casó con Nathaniel Hawthorne, que recién comenzaba su carrera
de escritor. Todas las Peabody eran amigas de Emerson y del círculo de
Concord, que incluía a Henry Thoreau y a Bronson Alcott. Los Hawthorne
eran amigos y vecinos de los Alcott, a los que compraron Hillside, una ca-
sita de madera situada junto a Orchard House, el hogar que inspiró Mujerci-
tas.
Mann y Sarmiento ya no volvieron a verse. En cambio, el sanjuanino re-
tomó el contacto con Mary Mann cuando regresó a Estados Unidos en mayo
de 1865, veinte años después de su primer viaje. Viuda desde hacía seis
años, Mary Mann se había instalado en Concord con sus hijos y con su her-
mana Elizabeth, muy cerca de los Alcott. Si Sarmiento hubiera viajado diez
años antes, no tengo dudas de que la señora Mann habría postulado para el
proyecto a Louisa May Alcott, la inteligente hija de sus amigos. Pero en
1865 Louisa tenía treinta y tres años y ya era una escritora reconocida, a
punto de dejar Orchard House para viajar a Europa. Decidida a apoyar el
proyecto pedagógico de Sarmiento como si fuera propio, la señora Mann
organizó una cena en su casa para que el argentino conociera a Emerson,
lector de Facundo. Civilización o barbarie por su intermedio. En Cam-
bridge le presentó al poeta Henry W. Longfellow, que hablaba castellano, y
al astrónomo Benjamin Gould, amigo de Humboldt, figura muy importante
para los planes sarmientinos, ya que en 1870 viajaría a Córdoba con su fa-
milia para crear el Observatorio Astronómico.
Si Sarmiento había hecho el viaje anterior con treinta y cuatro años, aho-
ra tenía cincuenta y cuatro no menos impetuosos y el cargo de Ministro
Plenipotenciario de la Argentina, el más alto puesto diplomático de ese mo-
mento. La Guerra de Secesión acababa de terminar, el presidente Lincoln
había muerto asesinado, el país al que había llegado ya no era el mismo,
había un brío extraordinario por reedificar la nación. El Freedmen’s Bureau,
entre otros grupos, se ocupaba de mandar maestras al sur para civilizar a los
esclavos libertos y a la población blanca de pobres recursos. Sarmiento
pudo haberse inspirado en sus programas: “Cuando en los Estados Unidos
los primeros estadistas me preguntaban algo sobre mi país, yo con dolor les
contestaba que nuestra situación era igual a la de los estados del sur. Allí,
como entre nosotros, la sociedad está dividida entre aristócratas, que son los
ricos, los que tienen la tierra y ocupan el poder, y por whites, como allí les
llaman a los blancos pobres… que no tienen fortuna, ni quieren instruirse y
forman la clase que se llama la ‘canalla’”8. Su discurso en la sociedad
histórica de Rhode Island poco después de llegar da cuenta de este plan: “El
gobernador Andrew ha mandado ya seiscientas maestras al territorio de
Washington, para prepararlo a llevar la toga del Estado. Esta es la forma úl-
tima de la propagación de los principios del Evangelio, unidos con la liber-
tad y el trabajo libre. Esto es lo que la América del Sur necesita y
aceptaría”9.
La amistad entre Sarmiento y Mary Mann, aunque solo se vieron cinco
veces mientras él fue ministro, fue muy cercana. Ella tradujo al inglés Fa-
cundo y Recuerdos de provincia, y fue motor y vehículo para el viaje de las
maestras estadounidenses al sur del continente. Según Barry Velleman, es-
tudioso de su correspondencia, llegaron a una intimidad que admitía que
ella le diera instrucciones para lavarse las orejas o consejos sobre la ropa
interior más apropiada en el invierno de Nueva Inglaterra. Aunque Mary
Mann era solo seis años mayor, los intentos de Sarmiento por recalcar el
carácter filial de su relación “sugieren un acuerdo silencioso para diluir
cualquier posible energía sexual”10. Fue la señora Mann, no Sarmiento,
quien mencionó por primera vez el posible envío de estadounidenses a la
Argentina, aunque no se trataba de maestros. Le propuso como candidato al
señor Charles Babcock, de Salem, “un hombre de color muy inteligente y
muy bien educado, que desea emigrar a un país más cálido donde el color
no sea un criterio de respetabilidad tan importante como es aquí, ya que a
pesar del maravilloso cambio del sentimiento público en relación con las
razas de color, todavía sufren penosamente desde un punto de vista social.
Creo que el señor Babcock no lleva sangre africana en sus venas —de-
sciende de los indios Narrangansett de Massachusetts, ahora una raza mesti-
za—, y varios de sus amigos así como otros de raza de color piensan emi-
grar con él, a algún lugar donde exista el voto libre para todos. ¿Es así allí?
Julio 22, 1865”11.
Es difícil imaginar a Sarmiento alentando la acogida de un descendiente
de la tribu Narrangansett, y menos aún de “varios de sus amigos así como
otros de raza de color”, aunque el plan Babcock no dejaba de ser una posi-
bilidad interesante para la política inmigratoria que necesitaba el Cono Sur.
El 25 de noviembre de 1876 escribiría en El Nacional: “Por los salvajes de
América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canal-
la no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora
si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así
son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sub-
lime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño,
que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. En octubre de 1868, en
otra carta, la señora Mann le sugirió que la educadora Juana Manso, que
planeaba viajar a Estados Unidos, llevara con ella a una estudiante argenti-
na: “Una joven inteligente e instruida que pueda seguir el curso de entre-
namiento normal”12 para maestras de jardín de infantes. Era un curso de
seis meses, con prácticas incluidas, con un costo de cien dólares en total,
menos del sueldo mensual que el Estado argentino les pagó a las maestras
estadounidenses. La señora Mann ofrecía la posibilidad de que la joven
pudiera ser recibida como pensionista en algún hogar o colegio.
¿Por qué Sarmiento no optó por ninguna de estas alternativas? Es cierto
que los programas que le proponía la señora Mann o los que más adelante
se implementaron en Cuba habrían aniquilado el ideal en cierto modo colo-
nizador que parecía agitar, en lo más íntimo, su colosal empresa. Sus expec-
tativas de cimentarun país inserto en la modernidad iban mucho más allá.
Él aspiraba al desarrollo de una nación cuya inmensidad territorial aún de-
bía ser integrada al sistema capitalista. Ya no pensaba en Argirópolis y en
una confederación de estados del sur, como años antes; la articulación de las
culturas autóctonas había trocado en un sueño colonizador: “Imajinese lo
que seria un centro luminoso en el interior, una colonia norteamericana, en
San Juan, produciendo plata, i cereales, i educando al pueblo”, le escribió a
la señora Mann el 15 de enero de 1865.
La campaña de reclutamiento de maestras no era sencilla, pese a la inten-
sa correspondencia que la señora Mann mantenía con universidades y es-
cuelas y a la difusión que hacía Sarmiento en las conferencias y reuniones a
las que asistía como diplomático. El 22 de mayo de 1867, eufórico, escribió
a Mary Mann: “Una señorita, linda, joven, y sabiendo un poco de castellano
se me presenta solicitando ir a Buenos Aires a enseñar, en lo que dice
haberse ejercitado, en ejercicios calisténicos… Creo que su beldad serviría
de ese charlatanerismo, necesario para provocar la atención”13. Para bien o
para mal Ida Wickersham, que carecía de título, no viajó a la Argentina.
Casada con un médico del que se divorció mucho después, en 1877, era la
profesora particular de inglés de Sarmiento y también su amante. Él le re-
galó joyas y un vestido rojo de raso y encajes, confeccionado en París, pero
el romance terminó con la misión diplomática. Por su parte, las cartas co-
quetas y frívolas de Ida Wickersham no parecen concordar con el ideal de
mujer de Sarmiento, más cercano a su amiga Mary Mann y a Kate Newell
Doggett, una reformadora social de la alta sociedad de Chicago que con-
tribuyó a la causa: “Mis amigas Mann y Doggett son, á mi juicio, el tipo de
la mujer futura del mundo, con el ferro-carril y el vapor atados á su puerta
por vehículos, el mundo por barrio, la humanidad por vecinos y amigos, tra-
bajando, dando ciudadanos á la patria, escribiendo, enseñando…”14. En el
precioso diario de viaje que dedicó a Aurelia Vélez Sársfield durante su re-
greso a la Argentina, Sarmiento describió a Ida Wickersham como “la mujer
más mujer que he conocido”15, esbelta y pálida, con una belleza de reina, y
a las circunstancias que lo llevaron a ella como “cierta fatalidad feliz”. En la
última carta de la señora Wickersham que se conserva, de 1882, ella se que-
jaba de un silencio de cinco años de su amante.
 
 
La calistenia que proponía Ida Wickersham era una práctica de entre-
namiento que solía aplicarse en las nuevas escuelas normales del norte de
Estados Unidos. En el seminario de Lexington adonde la señora Mann lo
había llevado en su primer viaje, Sarmiento había observado a veinticinco
muchachas haciendo gimnasia y enfatizaba la utilidad de los ejercicios físi-
cos “para enseñar a nuestras criollas, tan acostumbradas a estar inmóviles,
asistidas por su servidumbre, a usar su cuerpo al modo de los griegos, val-
orizándolo y glorificándolo”16. Las conferencias en Buenos Aires de la gran
reformista Juana Manso incluían, entre otros ejercicios, clases de gimnasia,
una exhibición que se consideraba inmoral.
Ante la falta de postulantes mujeres, en junio de 1867 fueron enviados a
la Argentina dos maestros del círculo de Mary Mann. Se trataba del doctor
Foster Thayer, que había intervenido como médico en la Guerra Civil, y de
Storrow Higginson, capellán de la Infantería de Color durante la guerra,
egresado de Harvard y prometido de Una Hawthorne, hija de Sophia
Peabody y sobrina de Mary Mann.
Para desazón de Sarmiento, los jóvenes no fueron bien recibidos en
Buenos Aires y el proyecto se frustró. Storrow Higginson asumió el rectora-
do del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, pero tuvo que resig-
narlo luego del asesinato del gobernador Justo José de Urquiza en 1870,
cuando el colegio se transformó en un campo de batalla. De vuelta en
Buenos Aires, Higginson rompió su compromiso con Una Hawthorne y se
casó con una muchacha argentina. Sin embargo, el catolicismo de la novia y
el protestantismo del novio se convirtieron en impedimentos insalvables
hasta que al año siguiente, ya en Estados Unidos, el matrimonio se disolvió.
Una Hawthorne emigró a Inglaterra, donde dirigió un pequeño orfanato.
Nunca se casó.
En una carta de abril de 1866 Sarmiento comunicaba a Mary Mann las
condiciones que había acordado con el gobierno argentino: contratos por
dos o tres años; las maestras podrían abrir cursos públicos o clases particu-
lares además de sus cargos en las escuelas; los salarios oscilarían entre cien
y ciento noventa pesos oro o pesos fuertes para directoras o docentes avan-
zadas; se crearían escuelas normales y también escuelas primarias llamadas
modelo o de aplicación para que los aspirantes a maestros hicieran sus
prácticas.
En cuanto a los costos del viaje, hubo que hacer varios reajustes. Las
travesías de setenta y cinco días en transatlántico, por su lentitud, resultaban
excesivamente caras para el gobierno, ya que los salarios se pagaban desde
el embarque en Estados Unidos. Sarmiento entonces ideó un itinerario más
corto: un buque de Nueva York a Liverpool, y desde allí un paquebote hasta
Buenos Aires. Esta combinación resultaba más barata, aun pagando la tarifa
de primera clase, ya que el viaje duraba aproximadamente un mes. El con-
trato incluía los seiscientos dólares del viaje de ida y vuelta en primera
clase.
Si bien los sueldos sumaban más del doble de lo que cobraban las maes-
tras de Seattle cuando los contratos se hicieron en pesos oro, disminuyeron
cuando este bajó. Al usarse el peso moneda nacional, la situación empeoró,
más allá de que los pagos con frecuencia se atrasaban. Las maestras extran-
jeras se quejaban de que el costo de vida en la Argentina era igual o a veces
superior al de Estados Unidos, con un nivel de calidad que consideraban in-
ferior. La señorita Elizabeth Coolidge, que trabajó en la Escuela Normal de
Rosario en 1879, observó que “los buenos maestros eran a menudo de-
splazados para dar lugar a protegidos políticos con poca o ninguna
preparación”17. Pero las maestras descalzas, como se solía llamar a las do-
centes argentinas, también tenían razones para protestar. En su exhaustivo
libro sobre la Escuela Normal de Paraná, Sara Figueroa reporta que los pro-
fesores locales de anatomía, francés, música y dibujo cobraban entre treinta
y cincuenta pesos de sueldo. Este contraste entre los salarios de argentinos y
extranjeros derivó en fuertes desacuerdos, personales y políticos. Pero no
solo los salarios provocaban suspicacias entre uno y otro sector. El protes-
tantismo de la mayoría de las maestras estadounidenses tuvo una pésima
acogida en la Iglesia católica argentina. Los conflictos en esta área, que cul-
minaron con una ruptura de relaciones con el Vaticano, involucraron direc-
tamente a las maestras extranjeras.
 
 
Se contemplaba, además, que durante los primeros cuatro meses las recién
llegadas recibieran un entrenamiento intensivo en el idioma. Al leer algunas
cartas de las maestras descubrí que muchas ignoraban, antes de viajar, que
debían dictar sus clases en castellano. Cuando lo supieron, se preguntaron
cómo irían a enseñar pedagogía en un idioma que desconocían. La maestra
Jennie Howard comentó con mordacidad en sus memorias: “El Ministro de
Educación tenía por lo visto gran fe en la capacidad de las mujeres ameri-
canas al enviarlas, después de cuatro meses de estudio del idioma, a lejanos
rincones de la república, donde el inglés en la mayoría de los casos era rara
vez oído… Con el castellano que las maestras podían manejar entonces, se
esperaba que llevasen no solo la tarea de organizar y administrar las escue-
las normales, sino también la enseñanza de las materias más importantes
relacionadas con la profesión de maestro, como psicología, metodología y
ciencias de la educación, y que corrieran además con toda la corresponden-
cia oficial con el gobierno”18. En esta fisura se ubica uno de los desajustes
másvisibles del proyecto sarmientino, o una de sus paradojas. En la prácti-
ca, las materias que empezaron a impartir las maestras extranjeras durante
sus primeros años fueron gimnasia, música, francés o economía doméstica,
las menos exigentes en términos idiomáticos.
Sarmiento resaltaba, tal vez con un ánimo matrimonial que no se vio rec-
ompensado, los importantes vínculos que podrían establecer las extranjeras
en la Argentina: “La situación social que ocuparán será tan distinguida y sin
mala interpretación me atrevo a decir mejor que aquí [Estados Unidos], por
el prestigio que las acompañaría de ir tan poderosamente recomendadas, ser
norteamericanas, y personas de saber. Sus relaciones serían pues, las
primeras familias del país”19. Por provinciano, o por pobre, se equivocó. La
aristocracia local nunca consideró a las extranjeras más que como unas hon-
orables institutrices. Con todo el respeto del que las investían sus cargos
pedagógicos, su sabiduría y en particular su nacionalidad, las maestras no
lograron integrarse en las familias patricias.
 
 
En 1867, durante una cena de honor en la Universidad de Wisconsin, en
Chicago, Sarmiento conoció a una inteligente y atractiva maestra de vein-
titrés años que hablaba castellano. Un año y medio más tarde, Mary Gor-
man viajaba hacia la Argentina, con la misión de dirigir la nueva Escuela
Normal de San Juan.
A su llegada en 1869, Mary Gorman se encontró con una Buenos Aires
en esa instancia un poco imprecisa, como señala la historiadora Francis
Korn, en que pasó de ser “un poblado muy chato y cuadrado” a “la que en
muchos aspectos es la ciudad más importante del hemisferio sur”20. Las
manzanas de casas bajas de la capital ya dejaban ver algunas casas de altos,
los frentes seguían siendo austeros, con las rejas en las ventanas al estilo es-
pañol. En las calles estaba llegando la gran modernización de la luz a gas,
pero aún no se había construido un puerto. Los grandes barcos debían
atracar a veinte o treinta kilómetros de la tierra para no encallar en las aguas
poco profundas, las maestras debían subirse a unas inestables falúas o bar-
cazas para llegar hasta el muelle, y los días de poca agua a unas carretas
tiradas por bueyes que las “arrastraban por el barro”21. El muelle no era
más que un espigón de madera de trescientos metros de largo que llegaba al
edificio de la Aduana.
Cuando la señorita Gorman tomara la diligencia hacia San Juan, como
estaba previsto, se vería frente a un paisaje mucho menos amable. Pese a las
aspiraciones de Sarmiento, el interior estaba alzado en armas. La Guerra de
la Triple Alianza, que unió a la Argentina, Brasil y Uruguay contra Pa-
raguay entre 1864 y 1870, insumía costos enormes y había alimentado una
oposición furiosa en el litoral y en el norte. El levantamiento del caudillo
Ricardo López Jordán y el asesinato de Urquiza, ocurridos en 1870, en la
misma semana en que otras tres maestras estadounidenses estaban a punto
de tomar la diligencia rumbo a San Juan, sintetizan las contradicciones del
país. En 1868 la Argentina tenía una población de casi dos millones de
habitantes, de los que solo trescientos sesenta mil sabían leer. La proporción
entre los quinientos médicos y los mil curanderos revela el desarrollo de-
sigual y combinado, distorsionado y pujante que convivía en el territorio.
El 16 de agosto de 1868, mientras navegaba de regreso a la Argentina de-
spués de tres años en el exterior (“los tres años más felices de mi vida”22),
Sarmiento fue proclamado presidente. Buenos Aires lo recibió con júbilo,
pero los viejos conflictos entre los federales del interior y los unitarios
porteños habían recrudecido con los nuevos enfrentamientos, a los que él no
era ni sería en absoluto ajeno. Antes de dejar su país Sarmiento había renun-
ciado a la gobernación de San Juan, presionado por las fuerzas provinciales
que lo acusaban del asesinato del caudillo Ángel “Chacho” Peñaloza, ocur-
rido el 12 de noviembre de 1863. La cabeza del Chacho había sido cortada
y clavada en la punta de un poste en la plaza de Olta, en La Rioja, frente a
su familia; su esposa, Victoria Romero, había sido obligada a barrer la Plaza
Mayor atada con cadenas; se dijo que una de las orejas del Chacho había
sido enviada en un sobre, como regalo, a Natal Luna, el dirigente liberal
más importante de La Rioja. Una vez conocido el hecho, Sarmiento escribió
al presidente Mitre: “No sé qué pensarán de la ejecución del Chacho, yo in-
spirado en los hombres pacíficos y honrados he aplaudido la medida pre-
cisamente por su forma, sin cortarle la cabeza al inveterado pícaro, las chus-
mas no se habrían aquietado en seis meses”23. Cuando Juan Bautista Alber-
di le lanzó a Sarmiento su frase “Facundo es usted”, ¿no tenía cierta razón
en acusarlo de encarnar la barbarie que pretendía combatir?
 
 
Si bien no emigraron dos mil maestras, como aspiraba Sarmiento, las sesen-
ta y una que llegaron al Cono Sur eran profesionales altamente calificadas
excepto dos, que de todos modos tenían una excelente educación y conocían
la pedagogía pestalozziana. Aunque viajaron muchas antes y después, en el
año 1883 llegaron veintitrés mujeres, distribuidas en dos grupos. El primer
embarque de nueve maestras, que trajo el buque Hevelius, también era lla-
mado el grupo de Winona, porque la mayoría de las graduadas provenía de
esa universidad, en el estado de Minnesota. El segundo, conocido como el
contingente del Maskelyne, liderado por la señorita Clara Armstrong, trajo
catorce. De todas las maestras, solo dos se casaron antes de terminar sus
contratos. Treinta y seis continuaron enseñando cuando estos se terminaron,
y veinte se quedaron trabajando hasta morir en la Argentina.
En términos estrictamente económicos, el proyecto sarmientino fue una
catástrofe. Los gastos representaron el treinta por ciento del total de egresos
del país y absorbieron el cuarenta y dos por ciento de los ingresos tributar-
ios24. Pero ¿en qué términos debería medirse? Para la gesta de Sarmiento, la
construcción de la nación implicaba la difusión de la educación popular y
de los valores de la que nombraba como civilización, la formación del ciu-
dadano y su disciplinamiento. Tulio Halperin Donghi escribió sobre el “des-
garrado” estilo político de Sarmiento, fundamental en el pasaje del pasado
colonial a una definitiva estructuración de la patria. El proyecto de alfabeti-
zación sarmientino, con toda la violencia y el degüello que el pasaje de la
oralidad al universo letrado arrastró, no dejó de significar una transforma-
ción cultural y una orientación hacia nuevos tipos de identidades sociales.
En un sentido más general, la fundación de las escuelas normales fue decisi-
va a la hora de contabilizar el porcentaje de asistencia escolar de
Iberoamérica. La llegada de las maestras estadounidenses profesionalizó, o
consolidó, la enseñanza como instrumento de las mujeres para forjar su in-
dependencia. La impronta sarmientina de remover la cultura hispánica colo-
nial, a la que consideraba un obstáculo para el progreso, se entroncó con el
método Pestalozzi, cuya pedagogía no pudo ensamblarse con la tradición
escolástica del catolicismo. La nueva pedagogía seguía el orden de la natu-
raleza del niño, incentivaba la exploración y la observación como métodos
de aprendizaje e incorporaba el juego como elemento central para organizar
experiencias. Eliminaba la memorización, los castigos corporales, promovía
la enseñanza para ambos sexos y para todas las clases sociales, proponía es-
cuelas de oficios para huérfanos y mendigos y postulaba a la educación
como herramienta para erradicar la pobreza. Juana Manso, agente de la nue-
va corriente en el aparato del Estado argentino, insertó la lucha feminista en
la búsqueda de un modelo de país. Ella entendía que la emancipación de la
nación debía ser también la emancipación del intelecto de sus miembros, y
entre ellos estaban incluidas las mujeres.
 
 
La mayoría de la información disponible sobre las maestras sarmientinas
fue producida por la estadounidenseAlice Houston Luiggi, que entre 1948
y 1952 entrevistó a las sobrevivientes, a sus alumnas, sus hijos y nietos en
la Argentina y en Estados Unidos y mantuvo correspondencia con decenas
de personas relacionadas con ellas. Luego de una investigación minuciosa e
hiperbólica, en 1959 consiguió publicar en castellano el libro Sesenta y cin-
co valientes. Sarmiento y las maestras norteamericanas, por el minúsculo
sello editorial Ágora. En 1965 salió la versión en inglés, 65 Valiants, publi-
cada por University of Florida Press. Escrito con un tono anacrónico y en-
cantador, desordenado, sentimental, carente de citas, el libro omite más de
lo que su autora supone y, es probable que por pudor y discreción, comenta
más de lo que informa.
El archivo con todas las entrevistas y cartas de la investigación fue cedi-
do en 1864, un año después de su muerte, a la Universidad de Duke, donde
permaneció adormilado sesenta años. En 2017, poco después de entregar a
mi editorial una biografía sobre las hermanas Brontë, casi por accidente me
encontré en la Universidad de Duke, un edifico gótico de Carolina del
Norte. Allí descubrí los llamados Luiggi Papers, un archivo asombroso que
desbordaba en todos los sentidos posibles las doscientas cuarenta y cinco
páginas del libro de Luiggi, con un material dramático que parecía no tener
límites. Entre otros documentos exquisitos, encontré el diario íntimo de la
prima de veintiún años de las niñas Allyn, dos maestras procedentes de la
helada Minnesota, que me reveló el nexo entre la abuela inglesa de Borges
y las maestras de Paraná. Unas semanas después, en la biblioteca de la Uni-
versidad de Rutgers, en Nueva Jersey, encontré los cientos de cartas que las
dos maestras más jóvenes, las únicas no graduadas, enviaron a su numerosa
familia durante los tres años que trabajaron en San Juan. Las cartas de las
hermanas Atkinson no habían sido vistas por Luiggi, de modo que me en-
contraba ante un material virgen, virgen de historiografía. A diferencia de
los diarios íntimos de otras maestras, que parecían seguir algún modelo es-
tablecido de escritura, las Atkinson tenían estilo. El estilo de Sarah Atkin-
son, la mayor, es cientificista, generoso en los datos y parco en opiniones,
contiene sucesos políticos y mucha información sobre la vida de la provin-
cia. Las cartas y diarios de Florence Atkinson, de veinte años de edad y una
marcada afición literaria, cuentan las vidas privadas, desde sus aventuras en
la cubierta del transatlántico hasta el cruce de los Andes que hicieron a
lomo de mula, con notable gracia. Las cartas de las chicas Atkinson revelan
dos obsesiones: el pelo y la gordura. Se rapaban, confeccionaban pelucas,
dejaban crecer las melenas, temían que les crecieran lacias. Su preocu-
pación por engordar, la aflicción que sentían al bajar de peso, respondían a
la moda de la época y también a la inquietud de la familia por la salud de
Florence, que contrajo fiebre tifoidea poco después de llegar.
En la Argentina me encontré con estatuas, edificios, cementerios, con
parasoles y vestidos relacionados con las maestras, con hijos y nietos de
personas involucradas con ellas, con las indagaciones y algunos libros de
los historiadores locales, con el hallazgo de la sobrina bisnieta de Sarmiento
en San Juan. Gran parte de mi investigación transcurrió entre bóvedas y
monumentos funerarios, mientras desempolvaba antiguas actas de defun-
ción. Así, en un archivo del Cementerio de la Recoleta descubrí que Agnes
Trégent, una maestra formidable que recitaba a los Poetas de los Lagos de
memoria, había muerto de paretic neurosyphilis, la enfermedad maldita de
la época. La verdadera causa de su muerte fue ocultada con prudencia, ya
que podría haber acarreado un grave descrédito para el proyecto de
Sarmiento.
Pero fueron las cartas de la maestra Mary Conway, corresponsal prolífica
que con sus chismes lustró, o borroneó, las biografías de cada una de las
compatriotas que conoció y también de las que oyó hablar, las que pusieron
chispa y efervescencia a las historias. A partir de estas cartas Mary Conway
se convirtió menos en un personaje histórico que en una fuente espléndida,
malintencionada y precisa. No por nada la sobrina de Mary Conway, Helen
Conway, cuando le prestó las cartas de su tía a la historiadora Luiggi, le
pidió que no publicara “expresiones, opiniones, que son solo para informa-
ción de la familia… Hay algunos párrafos que no deben, incluso hoy, ser
públicos”25. A oídas o desoídas del ruego de la sobrina, los párrafos que in-
cluyó Luiggi en sus documentos son suficientes para convertir a Mary Con-
way en la voz más categórica para narrar la vida íntima de sus compatriotas.
Aunque esta edición incluye fichas biográficas de las sesenta y una que
viajaron a la Argentina, solo conté las historias de unas veinte maestras: las
más jóvenes, las grandes pedagogas, las aventureras. La bostoniana Jennie
Howard describió las piedras y los escupitajos que recibió, con sus com-
pañeras, durante los conflictos religiosos en Córdoba; las cartas de las her-
manitas Atkinson narraron la rebelión contra el gobernador Anacleto Gil en
San Juan; los reportes de Emma Caprile sobre los insurrectos de 1880, que
le pidieron usar la Escuela Normal N° 1 de Buenos Aires como hospital,
contaron las guerras civiles como nadie. En sus cartas familiares, entre las
listas de pedidos que enumeraban cintas para sombreros y metros de algo-
dón blanco para la menstruación, estas mujeres fueron escribiendo, con
caligrafía inglesa y desigual, una historia posible de la patria bárbara. Este
libro no es más que la transcripción, lo más fiel y meticulosa posible, de
esos apuntes domésticos.
 
Buenos Aires, febrero de 2021
NOTAS
1 Crespo, Julio, Las maestras de Sarmiento, Buenos Aires, Grupo Abierto Comunica-
ciones, 2007, p. 30. Conant, Roger, Mercer’s Belles. A Reporter’s Notebook, University of
Washington Press, 1960.
2 Carta de Sarmiento a Mary Mann citada en Roitenburd, Silvia, “Sarmiento: entre Jua-
na Manso y las maestras de los EE. UU. Recuperando mensajes olvidados”, Antíteses,
2009, vol. 2, n.° 3, ene.-jun. 2009, p. 53.
3 Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes por Europa, África i América 1845-1847, tomo
V, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001, p. 69. Disponible en
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/viajes-en-europa-africa-i-america-1845-
1847/html/ff3a4d5e-82b1-11df-acc7-002185ce6064.html.
4 Ibidem, p. 425.
5 Ibidem, p. 305.
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/viajes-en-europa-africa-i-america-1845-1847/html/ff3a4d5e-82b1-11df-acc7-002185ce6064.html
6 Sarmiento, Domingo Faustino, Viajes en Europa, África y América, tomo II, Santiago
de Chile, Imprenta de Julio Berlín y Cía., 1851, p. 125.
7 Crespo, ob. cit., p. 11.
8 Velleman, Barry L., “Mi estimado señor”. Cartas de Mary Mann a Sarmiento (1865-
1881), Buenos Aires, Ediciones Fundación Victoria Ocampo, 2005, p. 52.
9 Ibidem, p. 51.
10 Ibidem, p. 27.
11 Ibidem, p. 30.
12 Ibidem, p. 257.
13 Carta de Sarmiento a Mary Mann, 22 de mayo de 1867, Archivo General de la
Nación, Documentos Escritos, legajo 16168.
14 “La caridad”, 4 oct. 1873, Sarmiento. Obras completas, Buenos Aires, Editorial Luz
del Día, 1948-1954, pp. 21 y 353-354.
15 Anderson Imbert, Enrique, Una aventura amorosa de Sarmiento, Buenos Aires,
Losada, 1968, p. 23.
16 Carta de Sarmiento a Mary Mann citada en Roitenburd, Silvia, “Sarmiento: entre Jua-
na Manso y las maestras de los EE. UU. Recuperando mensajes olvidados”, Antíteses,
2009, vol. 2, n.° 3, ene.-jun. 2009, p. 53.
17 Crespo, ob. cit., p. 138.
18 Howard, Jennie, En otros años y climas distantes, Buenos Aires, Editorial Raigal,
1951, pp. 32-33.
19 “Carta de Sarmiento a Mary Mann, 13 de abril de 1866”, Boletín de la Academia Ar-
gentina de Letras, tomo IV, n.° 13, 1936, pp. 97-98.
20 Mulhall, M. G. y E. T. Mulhall, Handbook of the River Plate, Londres, Kegan Paul,
Trench & Co., 1892, p. 247, cit. en Korn, Francis, Buenos Aires, 1895. Una ciudad moder-
na, Buenos Aires, Editorialdel Instituto, 1981, p. 11.
21 Howard, ob. cit., p. 17.
22 Crespo, ob. cit., p. 37.
23 “Carta de Sarmiento a Mitre, 18 de noviembre de 1863”, Sarmiento-Mitre. Corre-
spondencia 1846-1868, Buenos Aires, Museo Mitre, Imprenta de Coni Hermanos, 1911, p.
147.
24 Cortés Conde, Roberto, La economía argentina en el largo plazo. (Siglos XIX y XX),
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, Universidad de San Andrés, 1994, p. 103.
25 Conway, Helen, Carta a Luiggi, 14 de mayo de 1950, Luiggi Papers.
Los lugares en Estados Unidos desde donde partieron las maestras y los
lugares a los que llegaron en la Argentina.
La pionera Mary Gorman
Mary Gorman, Isabelle y Anne Dudley, Fanny Wood
 
 
Si Sarah Eccleston desembarcó en Buenos Aires en 1883 “aupada sobre la
espalda musculosa de un buen mozo y joven inmigrante”1, según contó su
nieta unos años más tarde, en 1869 Mary Gorman debe haber desembarcado
en la carreta tirada por bueyes que solía acercar a los pasajeros hasta la cos-
ta. Mary Gorman —figura esbelta, bello rostro con forma de corazón, ojos
rasgados, labios llenos— sin dudas vestía una falda corta que dejaba sus fi-
nos tobillos al descubierto, todo un atrevimiento para las reglas de etiqueta
argentinas. La lectura de los diarios íntimos de otras maestras me permite
establecer que caminó, afirmada sobre sus botitas atadas con cordones, unos
doscientos metros a través del muelle desvencijado, y que la rodeaba una
multitud de changadores criollos e italianos disputándose a los gritos su
baúl y su caja de sombreros.
La joven maestra había viajado desde Nueva York hasta Río de Janeiro a
bordo de un navío cargado con maderas de Maine, para luego continuar
hasta Buenos Aires en otro transatlántico que ancló a más de veinte
kilómetros de la ciudad. La acompañaban Jane y Haze Spring, un matrimo-
nio lo suficientemente honorable como para que el señor Gorman, clérigo
bautista, lo aprobara como escolta de su hija.
Mary salió de Estados Unidos con un contrato de tres años que la com-
prometía a fundar la nueva Escuela Normal de San Juan, la niña de los ojos
del presidente Sarmiento. Se trataba de la primera maestra estadounidense
que había reclutado, de modo que era esperada con ansiedad. Formada en el
Seminario Femenino Hamilton con una educación de excelencia, joven, bel-
la e intrépida, hablaba castellano; no parecía haber mejor candidata para la
escuela sanjuanina.
Mary Gorman había crecido en un pueblo de frontera cercano a Albu-
querque, en Nuevo México, un paisaje seco, polvoriento y hostil. Laguna
Pueblo, territorio indígena, reunía unas docenas de casitas de adobe sin ven-
tanas y piso de tierra, el agua era insalubre y en ocasiones el único alimento
de la familia era maíz, pan o arroz. Los vecinos se negaban a venderles sus
productos, explicó en una carta su padre, Samuel Gorman: “Hoy tenemos
una porción de pan, pero no harina, dos kilos de jamón, un poco de arroz
para una comida, y hoy fui a la montaña y corté unas ramas verdes de ce-
dro… Esa es nuestra leña”2.
A los catorce años la primogénita fue enviada al internado Hamilton, del
estado de Nueva York, cuya calidad moral y religiosa garantizaba una bue-
na educación para los Gorman, misioneros fanáticos. Pero al cabo de unos
meses hubo cambios en la dirección de la escuela y las cartas de Mary a La-
guna Pueblo empezaron a inquietar a sus padres. Se hablaba de cabalgatas,
de paseos en trineo, de fiestas y de invitaciones a pasar los días feriados en
hogares del este.
“¿Quién corrió con los gastos y guiaba las riendas de los caballos
saltarines en los paseos en trineo?”3, se preguntaba su padre, suspicaz,
mientras su madre se quejaba: “Tengo que trabajar tan duro que no puedo
soportar la idea de que pasas tu tiempo tan tontamente”4.
En sentido opuesto, el seminario parecía propiciar el confort y la diver-
sión y no solo eso: las normas y los acuerdos culturales de los internados
femeninos estadounidenses en el siglo XIX tendían a consolidar los lazos
entre las condiscípulas hasta el punto de crear nuevos sistemas de familia.
En una erudita investigación, la bisnieta de Mary Gorman, Julyan G. Peard,
describió con detalle las estrategias de las estudiantes para evitar la nostal-
gia y superar las crisis de la adolescencia. Las mayores organizaban merien-
das o bailes y adoptaban a las más jóvenes, quienes las llamaban “madre”.
Al terminar el seminario, las muchachas solían describir, en sus cartas a las
amigas, cuánto extrañaban su hogar adoptivo. Después de comprometerse
en matrimonio, una de las condiscípulas de Mary le escribió desde la casa
de sus padres: “Cuán rara se siente la quietud de mi casa contrastada con tu
vida social… Quisiera que todas estuvieran en la sala ahora… Me gustaría
mucho estar contigo… Mi querida hermana… nadie más que yo sabe a cuán
poderoso rival [mi novio] ha vencido”5.
Mary Gorman (a la derecha) junto a sus padres y su hermano James en
la época en que la familia vivía en Nuevo México.
Alumna aventajada en música, dibujo y latín, Mary era sociable y entusi-
asta y logró hacerse de muchos amigos. En sus primeras vacaciones de ver-
ano una compañera la invitó a visitar su hogar en Washington, pero sus
padres no le dieron permiso: “Dejémoslo así por el momento”6, escribió su
madre. Sus compañeras y maestras de Hamilton la llamaban Molly o Mol-
lie, un diminutivo afectuoso que sus padres, al menos en sus cartas, nunca
utilizaron. Sin dudas las relaciones con su familia sustituta debieron con-
tener más honduras afectivas para Mary que para el resto de sus com-
pañeras, que podían volver a sus hogares durante las vacaciones y disfrutar
de visitas de parientes y amigos durante los períodos de clases. En franca
oposición a las ideas del señor Gorman, la instructora de botánica en el
seminario le escribía: “Mary, mi orgullo y deleite”, para incitarla a que “se
divirtiera todo lo posible”7.
Samuel Gorman aspiraba a que Mary estuviera en posición de aprender
bajo la mejor influencia religiosa, cosa que no podía obtener en Nuevo
México. Su constante preocupación por James, el hermano más joven de
Mary, ponía el foco en la influencia de “mexicanos y americanos inde-
seables”8 que habitaban Laguna. El propósito del señor Gorman, además,
era contar con Mary como asistente en su nuevo proyecto misionero en una
escuela de Santa Fe: “Estoy formando un núcleo para una academia”9, le
escribió. “Ya tengo varios alumnos. Pero intentaré que todo siga adelante
hasta que tú puedas llegar”. En enero de 1860, ya con treinta estudiantes,
necesitaba con urgencia la ayuda de su hija: esperaba “que puedas graduarte
en dos años en lugar de tres. Te necesitamos, incluso ahora, para que en-
señes en Nuevo México”.
Su madre, por su parte, justificaba el sacrificio de tener a su hija lejos en
pos de una anhelada movilidad social: “Debes estar agradecida porque tuvi-
mos la fuerza que nos impulsó a separarnos de ti para que puedas estar en
una situación que te permita mejorar”10. Contrariando los planes de su
marido, cada día más débil y exhausta, desalentó su regreso a Nuevo Méxi-
co. “Me alegro a diario sabiendo que estás lejos de esta horrible tierra”.
Mary pasó las vacaciones de verano en casa de la nueva directora, Mary
Hastings, que la adoptó de inmediato como una de sus “hijas” predilectas.
“Tú eres mi hija y yo soy tu pequeña madre”11, le escribió. En la ceremonia
de graduación, en 1862, Mary Hastings la eligió para dar el discurso de
cierre, un gran honor.
Impulsora de los estudios universitarios femeninos en Estados Unidos, la
directora Hastings propuso que la carrera de maestra se extendiera de uno a
cuatro años, introdujo los experimentos en las clases de laboratorio, toda
una innovación, y logró que se incorporara el latín como asignatura, en cua-
tro semestres. En el siglo XIX ni siquiera en Inglaterra las mujeres tenían
acceso a la lectura de los clásicos. Los conocimientos latinos de la escritora
argentina Eduarda Mansilla, que tuvo una educación patricia, fueron una
excepción para su época.
Desde Nuevo México,las noticias eran desalentadoras. Su madre, ya
muy enferma, se quejaba de la cercanía de los navajos, ahora a menos de
diez kilómetros, y hablaba de asesinatos y saqueos, preocupada por los
niños. La siguiente carta, en febrero de 1862, traía la noticia de su muerte.
El amplio tejido que unía a las condiscípulas y maestras de Hamilton, en-
tonces, se unió en torno de Mary. Para 1864 la “familia” se había repartido
entre la Villa Hamilton y los pueblos cercanos, conectada entre sí por redes
superpuestas de amigas, maestras, ministros y profesores. Incluso después
de graduarse Mary mantuvo las visitas a la maestra Hastings en su casa de
Troy y fue conociendo su círculo social. Así empezó a frecuentar a los gru-
pos naturalistas y reformistas que seguían las ideas de Henry David Thore-
au y los filósofos trascendentalistas de Concord. En estas villas participó de
seminarios, discusiones y paseos campestres, unas tertulias sofisticadas que
incluían excursiones para cosechar lúpulos y plantas de otras especies y
compartir té y sándwiches. También tomó lecciones de francés con un pro-
fesor de lenguas modernas de la Universidad de Madison, probablemente en
1864, cuando estaba trabajando en una escuela de gramática de la ciudad.
En el invierno de 1864 recibió una carta de su hermano James, que estaba
luchando en la Guerra de Secesión. Con su regimiento en avance hacia
Culpeper, Spotsylvania y Cold Harbor, James temía la muerte: “Mary, te
amo tanto… espero que podamos encontrarnos de nuevo en este mundo y,
si no, deseo y ruego poder estar listo para ti en la tierra que fluye con leche
y miel”12. La siguiente carta le informó de su muerte, otro motivo de pro-
fundo dolor. Su padre se había vuelto a casar con una viuda, madre de dos
hijos, y había dejado Nuevo México por el prometedor pero aún salvaje
oeste. Sin su madre y sin James, Mary debía de sentirse más y más lejos de
su familia.
Sin dejar de escribirse con sus antiguas compañeras y “hermanas”, Mary
empezó a asistir regularmente a las reuniones sociales de la botánica Jeanne
C. Smith Carr, una mujer inteligente y atractiva en cuya casa del 114 de
Gilman Street, en Madison, Wisconsin, conoció a Domingo Faustino
Sarmiento. El esposo de Jeanne Carr era profesor de química e historia nat-
ural de la Universidad de Wisconsin y su salón reunía a profesores, artistas,
científicos, intelectuales y reformistas. Los Carr reverenciaban a Humboldt,
cuyo retrato colgaba en su salón, y sus amigos habían viajado a Samoa, a
Argelia y a Bolivia, “al cielo de la Cruz del Sur”13. La propia Jeanne Carr
había planeado viajar a la Sudamérica de Humboldt, pero luego cambió esa
ruta por un viaje a China y la India.
Hacia finales del invierno de 1868, cuando visitó la Universidad de Wis-
consin, Sarmiento fue hospedado por los Carr. Jeanne sentó a Mary junto al
ministro argentino durante la cena, no solamente porque ella hablaba en un
perfecto castellano sino porque respondía al tipo de mujer emprendedora
que Sarmiento estaba buscando. Mary, ya entonces con veintitrés años, lo
impresionó por sus refinados modales. Sarmiento le pidió que fuera su sec-
retaria mientras estuviera en la región y además le extendió una invitación
para ir a trabajar a la Argentina. Le habló del clima benevolente de San
Juan, de las “naranjas y duraznos que están allí para ser tomados”14 y de un
salario anual de mil dólares. Un año y medio más tarde Mary estaba en
Buenos Aires.
A mediados de 1868 todavía estaba muy lejos de Sudamérica. Trabajaba
en una escuela de Toledo, cercana a Madison, con más de cien alumnos a su
cargo y una paga insuficiente. La Guerra Civil había terminado y entonces
planeó viajar al sur para enseñar en una escuela libertaria, aunque no llegó a
hacerlo. En el otoño, poco después de la tertulia con Sarmiento, consiguió
un trabajo bien pago en un seminario femenino de buena reputación, en
Filadelfia, que formaba a jovencitas de clase media y alta. “Espero que
vayas a sobrevivir a los avatares de la vida de seminario en el este”15, le es-
cribió su padre con sarcasmo, “y que regreses con el valioso pulido de la
cultura del este para mejorar los modales y costumbres de nosotros, la gente
ruda del oeste”. La familia de los Gorman se había agrandado, pero el oeste
no era menos peligroso e inhóspito que Albuquerque, aunque en sus cartas
Samuel hablaba de regresar a su tarea como misionero en Nuevo México, e
incluso de adentrarse en el territorio mexicano.
En febrero de 1869, decepcionada por su nuevo empleo, Mary le escribió
a Sarmiento ofreciendo sus servicios para trabajar en Sudamérica. Le ex-
plicó que era la mayor de una extensa familia y que deseaba ganar dinero
para ayudar a la educación de sus hermanos más jóvenes. Temía arriesgarse
a dejar su puesto sin tener la seguridad del nuevo empleo en la Argentina,
pero anhelaba viajar y cambiar de clima. Sarmiento estaba eufórico. Él mis-
mo había persuadido a las autoridades de San Juan, su ciudad natal, de que
construyeran un edificio modelo para la primera escuela de formación de
maestros. Mientras se encontraba en misión diplomática en Estados Unidos
había mandado los planos y dirigido la obra por correspondencia: llegó a
despachar por barco un gran piano, cuatro máquinas de coser y hasta semil-
las para plantar en los jardines. “Camino a San Juan, desde los Estados
Unidos, van escritorios para la escuela, relojes, mapas, libros y todo lo
necesario para que la enseñanza sea fácil y eficaz. La escuela tiene capaci-
dad para mil estudiantes y se adoptará en ella el sistema de grados de Chica-
go, el más completo que conozco”16. Si sus enemigos le decían “el loco
Sarmiento” no era solo por su fama de degollador de gauchos: su tempera-
mento entusiasta, tal vez un poco maníaco, podía llegar al exceso. La es-
cuela, su sueño, se alzó en un solar ubicado frente a la tienda donde él había
trabajado como dependiente cuando era un jovencito.
“Capaces, prácticas, intrépidas”17, había definido las características de
las mujeres que aspiraba a reclutar. Sus requisitos exigían juventud, experi-
encia, buena familia, conducta y modales irreprochables y “un aspecto
agradable”. Ofrecía a cambio “190 pesos oro por mes”18 (casi el doble del
sueldo de una maestra en Estados Unidos), alojamiento e importantes
conexiones con las clases argentinas más distinguidas. Su principal colabo-
radora en este proyecto era Mary Mann, viuda de Horace Mann y ella mis-
ma una educadora. La señora Mann había trabajado en la escuela anti-
esclavista experimental de Bronson Alcott en Boston y en otros proyectos
pedagógicos de Nueva Inglaterra. Mientras se organizaba el viaje de Mary
Gorman, Sarmiento le escribía impaciente a la señora Mann: “¡Cuánto
lamento que la señorita Gorman no haya llegado! Tengo suficiente dinero
para ella y dos más. Cuento con ella”19. Pero los planes se atrasaron cuando
el señor Gorman se opuso a que Mary viajara sin acompañante.
Así estaban las cosas cuando en octubre de 1869 la pareja de Jane y Haze
Spring, jóvenes estadounidenses que vivían en Buenos Aires y estaban de
visita en Boston, anunciaron que estaban a punto de regresar. Al aceptar a
los Spring como chaperones de su hija, el pastor Gorman ignoraba que
Haze Spring llevaba con él al hijo de su hermana mayor, John Bean, de
veintitrés años, la misma edad de Mary.
A lo largo de una travesía de dos meses, los cuatro jóvenes comieron jun-
tos en la mesa del capitán, pasearon por cubierta a la caída de la tarde, ju-
garon a las cartas, escucharon las canciones de los marineros, discutieron
sus ideas y proyectos con tal grado de intimidad que, al desembarcar en
Buenos Aires, Mary y John estaban comprometidos para casarse.
John Bean se había aventurado a viajar a Sudamérica con el plan de
aprender el negocio de importaciones y exportaciones con su tío Andrew
Bean, afincado en Buenos Aires. Emparentada con los Spring por varias
generaciones de matrimonios, la familia Bean de Buenos Aires reunía en su
casa, conocida en la ciudad como “la quinta”, a la flor y nata dela comu-
nidad angloparlante local. El banquero Andrew Bean, tío paterno de John,
se ocupaba activamente de la comunidad de expatriados: organizaba y don-
aba fondos para las celebraciones patrióticas del 4 de Julio, recaudaba
dinero para los necesitados y sobre todo velaba por la suerte de los recién
llegados al puerto, indefensos ante los “ávidos maleteros” que, en el alboro-
to de la llegada, intentaban “desaparecer con el equipaje”20.
Por su parte, en la modesta valija que subió al transatlántico en Nueva
York Mary llevaba una carta de presentación de Mary Mann para Isabel
Pearson Hale, hija del estadounidense más poderoso de la Argentina.
Samuel Hale era dueño de bancos, de compañías navieras como la que llev-
aba a Mary y de la estancia Tatay de Carmen de Areco, de diez mil hec-
táreas, que administraba Haze Spring. Así, sin proponérselo y aun antes de
pisar suelo argentino, Mary Gorman se vio inserta en el corazón mismo de
la elite estadounidense de Buenos Aires.
 
 
“Llegué esta mañana y estoy ahora en el Hotel Provence… Esperando verlo
tan pronto como le sea conveniente”21 escribió Mary a Sarmiento apenas
llegó a Buenos Aires. Unas horas, o no más de un día después, la hermana
de su chaperón Haze Spring, Mary Augusta, y su esposo Andrew Bean la
invitaron a alojarse en su casa de la avenida Alvear. Era infrecuente en esos
tiempos que una muchacha de buena familia se hospedase sola en un hotel.
Por otra parte, no era posible para el pequeño grupo de extranjeros, que se
cuidaba mutuamente, permitir que una joven compatriota permaneciera ais-
lada de su comunidad.
La quinta de los Bean, poblada de árboles, canteros de flores y hasta de
una enorme huerta, terminaba en una barranca que descendía hasta el Río
de la Plata. Su centenario ombú era célebre por el tronco, diez veces más
ancho que los comunes. La prima de las maestras Allyn, que llegarían en
1877 y 1878, consideró a los Bean personas amables que vivían con “mu-
cho confort”22 y describió la casa que visitó en 1881: “Al final de la finca
hay un árbol de ombú que se inclina sobre un espacio de diez metros donde
hay varios bancos sobre el río…”.
Instalada en la quinta, Mary debe de haber contado a sus anfitriones su
proyectado viaje a San Juan, que al parecer causó estupor. Alarmados por
los violentos levantamientos que asolaban el noroeste, los Bean le aconse-
jaron enfáticamente que se rehusara a viajar a la ciudad, donde se había es-
tablecido la ley marcial. Aunque Sarmiento había asegurado que la joven
viajaría escoltada por un oficial del ejército y un comerciante inglés, la trav-
esía tomaría al menos quince días en diligencia a lo largo de un territorio
desértico amenazado por “hordas de salteadores”23. Los miembros de la co-
munidad estadounidense se escandalizaron. En un artículo del 3 de agosto
de 1869 el diario La Nación informó que “los indios” estaban invadiendo
Mendoza, Santa Fe y Córdoba. “El degüello es una plaga en la Argentina,
como la fiebre amarilla en otras partes”24, había escrito Sarmiento dos años
antes a la viuda de su amigo Aberastain.
Cinco días después de su llegada, Mary envió a Sarmiento un mensaje
terminante: no iría a San Juan. “Encuentro entre mis amigos”25, le escribió,
“quienes, por supuesto, saben mucho más sobre el interior de lo que yo po-
dría, la más fuerte oposición ante mi ida a San Juan… No puedo dar… un
paso que, a juicio de aquellos que llevan viviendo largo tiempo en el país,
es ciertamente inseguro y del todo imprudente”. El ahora presidente de la
república escribió a la señora Mann lleno de furia: “No he de ser más cuida-
doso de Miss Gorman que de mi hermana y familia que viven en San
Juan”26.
Afincada en casa de los Bean, alejada de su prometido, que había em-
pezado a trabajar en el sector antiguo de la ciudad, Mary no tuvo más noti-
cias de Sarmiento, que se ofendió a muerte. Intentó entonces conseguir em-
pleo en una escuela pública de Buenos Aires. Convencida de que debía
cumplir con su contrato gubernamental, aunque Sarmiento se hubiera de-
sentendido de ella, rechazó varios ofrecimientos de escuelas privadas. Por
fin, gracias a la ayuda de la educadora Juana Manso, su nueva “madre”,
como la llamaba Mary, el 21 de enero de 1870 se hizo cargo de la Escuela
Primaria Nº 12. El establecimiento era accesible en carro, una ventaja muy
codiciada por las maestras argentinas, y, aunque no era una escuela normal,
al menos era pública.
Cinco meses después aún no había cobrado su sueldo, mientras que su
asistente argentina ya lo había recibido. Es posible que los ahorros se le hu-
bieran terminado y que se sintiera incómoda por no poder retribuir las aten-
ciones de los Bean. El informe de Juana Manso, funcionaria del Departa-
mento de Escuelas, revela la situación: “Muchas veces he visto a la pobre
señorita Gorman, pálida y abatida, a pesar de su resignación angelical,
traicionando ese mudo pesar la tristeza de su corazón al verse maltratada y
desconocida”27. En junio, sin haber logrado cobrar, renunció. Considerada
una “desertora”28 por Sarmiento, el solo apoyo de Juana Manso no bastó
para resolver sus dificultades. En una carta a la señora Mann, Juana Manso
le explicó las razones de las dificultades que había encontrado Mary Gor-
man para cobrar: “1. Porque era gringa; 2. Porque esa gringa es los ojos de
Juana Manso”29. La encendida oposición que despertaban Sarmiento y Jua-
na Manso entre algunos sectores de los maestros locales y de las institu-
ciones del Estado debía de ser poderosa.
En julio, John Bean escribió a Mary: “Cuando nos casemos mi primer
esfuerzo será devolverle la alegría que tenía cuando nos encontramos”30.
John se alojaba en la calle Europa, cerca de la barraca donde Samuel Hale
llevaba los asuntos de la estancia. Rodeada de los afectuosos parientes de
John, entre celebraciones de cumpleaños, bodas y tés sociales, Mary no
podía haber encontrado mejor familia que la cobijara. Aun así, no quería
dejar de cumplir con su palabra, de modo que le comunicó a Sarmiento que
podría reconsiderar su decisión apenas llegara el próximo contingente de
maestras. “La señorita Gorman… Se muestra poco dispuesta a ir a San
Juan… Sus amigos le han pintado una imagen abominable del interior del
país… El extranjero es el eterno detractor de nuestro país; se mueren aquí,
viejos y podridos con todo el dinero que han ganado con un mínimo esfuer-
zo”31.
En las vísperas de Semana Santa llegaron de Nueva York cuatro nuevas
maestras destinadas a San Juan. Sarmiento fue a recibirlas al puerto en
comisión oficial y dispuso que una de sus sobrinas las acompañara en el vi-
aje, como para reafirmar su confianza en la pacificación del interior. Las
cartas de Mary Mann elogiaban la alta calificación de las docentes, en espe-
cial de su predilecta, Anne Reina Zaba.
Los estudios de arte en Londres de la señorita Zaba la capacitaban con
holgura para enseñar música y pintura en San Juan, el destino que le había
asignado Sarmiento. La joven viajó acompañada por su padre, de sesenta y
cinco años, un conde polaco exiliado que se proponía introducir un nove-
doso sistema de clasificación histórica. El conde Zaba había tenido una muy
buena recepción en Boston, sobre todo en el círculo de la hermana de la
señora Mann, Elizabeth Peabody. Las relaciones entre los Zaba y las tres
maestras que los acompañaban en el viaje habían sido ríspidas durante el
trayecto, pero poco después del desembarco estalló un escándalo. En
Buenos Aires se reveló que los Zaba no eran padre e hija, que su relación
tenía otro sesgo y que el conde no era conde sino un farsante. Las noticias
causaron estupor. Alarmado por las repercusiones que el asunto podía des-
pertar entre sus detractores, Sarmiento embarcó a la pareja rápidamente en
una nave rumbo a Brasil, con una indemnización de mil pesos fuertes. Re-
cién entonces las hermanas Dudley y Fanny Wood, las tres maestras que
habían viajado con ellos, admitieron que en la travesía habían observado
ciertas extravagancias en sus compañeros. En una carta a Sarmiento, la
señoraMann le reveló que “las señoritas Dudley dicen que sabían desde
muy pronto en el viaje que jamás [el señor Zaba] había tenido la intención
de ir a San Juan, y quería que ellas fingieran estar enfermas para ganar tiem-
po, y posponer el día del viaje”32.
Las hermanas Isabelle y Anne Dudley tenían mucho en común con Mary
Gorman. Como Mann le dijo a Sarmiento, “poseen modales agradables,
buena salud y espíritu, y están llenas de empuje neoyorquino, de la clase
que usted cree que conquista todas las cosas”33. El novio de Anne, la menor
y más bonita, era Ralph Olmstead Keeler, “uno de nuestros escritores liter-
arios populares, quien es ahora coeditor en el Atlantic Monthly”34. Durante
su visita a la casa de las chicas Dudley en Cambridge, la señora Mann se
había asombrado por el lujo y la comodidad en los que vivían. Las
muchachas le explicaron que la casa estaba hipotecada y que deseaban tra-
bajar en la Argentina para ayudar a su madre a pagar la deuda.
Fanny Wood, de treinta y cinco años, se acercaba a los modelos de ami-
gas mayores que solían atraer a Mary Gorman, como la directora Hastings y
Jeanne Carr. Era una mujer agradable, de pelo oscuro y ojos claros, culta y
con un sentido de misión evangelizadora. Poco antes de la Guerra Civil, se
había postulado para trabajar en una escuela de esclavos libertos, y viajó a
Virginia para fundar el primer establecimiento de ese tipo en Warrenton.
Logró reclutar a más de doscientos estudiantes, a quienes les enseñaba en
tres turnos que iban desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la
noche. Más tarde, daba clases de costura a antiguas esclavas. Su trabajo es-
taba lleno de peligros, no tanto por los riesgos de los horarios nocturnos
como por los atentados de los grupos esclavistas. Desde el comienzo sufrió
amenazas y ataques aislados, hasta que una tarde un grupo de alborotadores
arrojó piedras a través de las ventanas del salón de clase. Una de ellas le
dejó una larga cicatriz en la sien, con la que llegó a Buenos Aires. Antes de
viajar rompió con su prometido, luego de dos años de noviazgo, por razones
que se desconocen. También renunció a su magnífico puesto en la escuela
Rice de Boston, donde maestras y alumnas hicieron una suscripción para
comprarle un anillo de oro. La señora Mann, en una carta a Sarmiento, con-
tó que “En el Comité de Escuelas de Boston estaban tan reacios a separarse
de ella que me dijo que la hicieron llorar durante tres días… Estaban a pun-
to de colocarla en la Escuela Normal de Boston. En conjunto con otros ami-
gos le regalaron una elegante cadena de reloj de oro con adornos, y la
dotaron de libros interesantes, y la Escuela le ha dado un soberbio anillo, de
manera que parte con un pequeño halo de gloria que la hace muy feliz”35.
Fanny viajó a Buenos Aires con el anillo en el dedo.
Serena Frances Wood, Fanny, es probable que antes de trabajar en la
escuela para esclavos libertos de Warrenton, Virginia.
 
Apenas arribadas, las tres muchachas recibieron la visita de Juana Manso
y Mary Gorman, ambas “complotadas para no abrir la boca respecto a San
Juan”36, de acuerdo a un pedido desesperado de Sarmiento. Congeniaron de
inmediato y Juana Manso se ofreció a dar lecciones de castellano a las tres
recién llegadas. “Las niñas”37, como las llamaba Manso, iban a verla todos
los días para sus lecciones, de modo que la confianza entre ellas fue crecien-
do rápidamente.
Entretanto, las jóvenes se apresuraron a tomar parte en la vida social y
religiosa de sus compatriotas. Las chicas Dudley fueron alojadas con el pas-
tor de la iglesia metodista, y Fanny Wood con la familia del cónsul esta-
dounidense, los Clapp, que la atendieron cordialmente. El domingo de Pas-
cua, “luciendo sus lindos sombreritos nuevos”38, se presentaron en la igle-
sia metodista local. Después de los servicios religiosos fueron presentadas a
la comunidad angloparlante como las maestras destinadas a San Juan. Los
estadounidenses se horrorizaron.
Después de escuchar escalofriantes relatos de montoneras, robos y
degüellos, las hermanas Dudley y Fanny Wood visitaron al presidente en la
Casa de Gobierno. Entusiasmado por la formación pedagógica de Fanny,
Sarmiento la había designado directora de la escuela secundaria; las her-
manas Dudley se encargarían de la escuela normal. Pero antes de que él
pudiera hablar, las jóvenes le comunicaron su decisión: no irían a San Juan.
Sarmiento disimuló su enfado y confió en que su amiga Juana Manso podría
persuadirlas de cambiar de opinión.
Sin embargo, otra vez las circunstancias parecían volverse en contra del
proyecto. El 11 de abril, apenas unos días después de la llegada de las maes-
tras, fue asesinado “en su estancia, entre los brazos de sus hijas”39 el gener-
al Urquiza, gobernador de Entre Ríos. La noticia debe de haber tardado
unos días en llegar a Buenos Aires, pero cuando los extranjeros se enter-
aron, y pudo haber sido ese Domingo de Pascua o poco después, se escan-
dalizaron aún más ante la posibilidad de que las jóvenes viajaran a San
Juan. El propio presidente suspendió la partida al enterarse del crimen.
“El asesinato del General Urquiza ha desatado una guerra civil; además,
hay montoneros en San Juan… Nuestro querido interior está despoblado y
casi en estado barbárico”40, escribió Juana Manso a la señora Mann.
Mientras la colonia estadounidense calificaba de “locura”41 la empresa,
Manso intentaría cumplir con el recado de Sarmiento. Ella misma pensaba
que el interior era “el desierto, la barbarie”42, y en una carta confesó a la
señora Mann que ella no iría ni enviaría a sus hijas: “¿Y por qué no se
mueve el señor Sarmiento, después de haber sido el mayor atleta de la
cuestión, desde la capital al interior? ¿Por qué ha dicho delante de mí que
sólo irá con una guardia pretoriana de seis mil soldados de línea?”43. Pero
aun cuando no estuviera de acuerdo, Juana Manso era una funcionaria y
protegida de Sarmiento y tuvo que ceder. Unos días después, las muchachas
recibieron un aviso del gobierno que las instaba a prepararse para la partida.
Contestaron que estarían listas en una semana, cuando terminaran de alistar
su ropa de viaje. La respuesta fue desconcertante: “La orden del
presidente”44 era que debían partir un día después.
Muy enojada por “ese despotismo”45, Fanny escribió a Sarmiento pidién-
dole explicaciones. Él las citó en la Casa de Gobierno para decirles “lo que
un caballero no debe decirle jamás a una señora”46. Según relató Juana
Manso a la señora Mann les habló, o gritó, “despropósitos, ciego de cólera,
mitad en inglés y mitad en castellano”47.
Cuando se enteraron los gringos, como llamaba Juana Manso a los an-
gloparlantes, hicieron una suscripción para pagar a las muchachas el pasaje
de vuelta a Boston en el barco que las había traído. Pero no todos las de-
fendían: el British Standard las denunció como “tontas y exageradas”48.
Entretanto, Manso logró que las contratara el gobierno de Buenos Aires, y
que además les pagara los mismos sueldos que les habían prometido para
San Juan.
En julio, el Buenos Aires Standard anunció que “las señoritas Wood,
Dudley y Gorman han abierto en las avenidas Callao y Cangallo una es-
cuela para infantes”49. En realidad se trataba de dos escuelas: la Primaria Nº
1, dirigida por Fanny Wood, que luego se llamó French y Beruti50 y se
mudó al barrio de Retiro, y la Escuela Nº 2, que dirigieron Mary Gorman y
las hermanas Dudley. Seis semanas después del comienzo, Juana Manso
visitó esta escuela: “Parecíame un sueño que aquellos niños que yo había
visto ingresar a la escuela como pedazos de madera, hoy se moviesen a
compás, cantasen en inglés, entendiesen lo que se les decía en ese idioma
como en el suyo propio”51. Unos meses después, los progresos continua-
ban. Manso se había asombrado con los instrumentos que usaban las maes-
tras, y de la técnica de la calistenia, que combinaba música, marchas y fig-
uras geométricas. “¡Qué notable diferencia, Dios Santo, entre estas escuelas
y esas penitenciarías repulsivas que se han considerado hasta hoyescuelas!”52.
Luego de las vacaciones de verano de 1871, las cuatro maestras estaban
preparadas para reabrir las dos escuelas e iniciar un curso de especialización
para maestras jardineras, otro nuevo desafío educativo. Pero la naturaleza, o
la política, vino a cambiar todos los planes.
 
 
En febrero de 1871 la fiebre amarilla, o vómito negro, se cernió sobre
Buenos Aires. Rápidamente se estableció la cuarentena, cerraron los ban-
cos, las escuelas, los tribunales y las aduanas*. Buenos Aires se había con-
vertido en una ciudad mortífera. El clima cálido y húmedo, tórrido en ese
febrero, expandió la epidemia. La recolección de agua de lluvia utilizada
para tomar, poblada de larvas de mosquitos, propagó la peste. También la
extracción de pozos cavados en el fondo de las casas, próximos a pozos cie-
gos y aguas servidas, y sobre todo el agua que provenía de los aguateros,
recolectada en el mismo río donde los carreros lavaban los caballos; no
había sistema de cloacas ni desagües para la lluvia.
La ciudad estaba semidesierta. El presidente Sarmiento huyó a Mercedes,
a bordo de un tren especial. Las cuatro maestras se refugiaron en la estancia
Tatay de Carmen de Areco, a salvo de la fiebre bajo el clima seco de las
pampas. “¿Estás bien esta noche, mi amor?”53 escribió John a Mary desde
Buenos Aires, el 20 de febrero. Después de una jornada laboral, en medio
de una ciudad acechada por la peste, el joven conservaba su buen ánimo:
“Vas a estar contenta de saber que nosotros estamos todos bien”. Su primo
Edward, siguió John, estaba pensando en ir a un baile de Carnaval esa
noche. Es posible que los dos primos hayan ido juntos a alguna de las fes-
tividades, porque en la carta no parecía preocupado: “Nosotros no es-
cuchamos nada sobre la fiebre ahora”. Sin embargo, dos semanas después
ambos estaban enfermos, posiblemente infectados por la picadura de mos-
quitos durante el Carnaval.
Las autoridades de Buenos Aires habían intentado ocultar la noticia para
no arruinar el Carnaval, pero la peste se propagó salvajemente por toda la
ciudad, incluso en las zonas más aristocráticas. El diario La República tituló
“Terror” la edición del 22 de febrero. Después de las fiestas, las muertes di-
arias pasaron de cuarenta a cien. “El domingo 26, dedicado al ‘entierro’ del
Carnaval, los que positivamente resultaron enterrados fueron veinte y tantos
calenturientos”54, bromeó con poco tacto el escritor franco-argentino Paul
Groussac, que años después se encontraría con las maestras estadounidenses
en Tucumán.
El gobierno intentó controlar el pánico. Había sido Sarmiento, precisa-
mente, uno de los involuntarios causantes de la fiebre al autorizar, a fines de
1870, la entrada de dos barcos provenientes de Paraguay y Brasil al puerto,
que estaba en cuarentena a causa de la peste. Pero los señalados como
agentes fundamentales de la transmisión fueron los inmigrantes italianos,
reunidos en los populares conventillos. De modo que los conventillos
fueron desalojados, considerados foco de infección por el hacinamiento de
sus cuartos, y las ropas, muebles y objetos que se encontraban allí, incinera-
dos. Además, se abrieron dos lazaretos, se habilitó un hogar para los huér-
fanos, abandonados en las calles, pero nada parecía parar la peste. Los
cadáveres eran transportados en carros para ser arrojados a las zanjas. Si
bien el número oficial de muertos fue de trece mil, se calcula que sumando
a los sin consignar se pudo llegar casi al doble. Buenos Aires estaba
maldita, y eso mostró el cuadro de Juan Manuel Blanes Un episodio de la
fiebre amarilla en Buenos Aires: una joven fallecida en el suelo de un con-
ventillo y un bebé que sigue alimentándose de su pecho.
Al finalizar marzo, Buenos Aires contaba con ocho muertos cada cien
habitantes. Mientras miles de residentes extranjeros se apiñaban en las em-
bajadas y consulados para pedir la repatriación, una medida del gobierno
puso fin al desembarco de nuevos inmigrantes.
Apenas fue alertada de la enfermedad de John, Mary volvió a Buenos
Aires para instalarse en casa de los Bean, donde se dedicó a atender a los
siete miembros de la familia y los cuatro empleados, todos enfermos. El
particular enclave de la quinta favorecía la transmisión de la fiebre: las
nubes de mosquitos ascendían rápidamente desde las aguas poco profundas
del Río de la Plata hasta lo alto de las barrancas de los Bean. Un amigo de
John, el canadiense John Sewell, se presentó en la casa para ayudar en los
cuidados a la familia. Fanny Wood, a su vez, viajó a la ciudad para auxiliar
al cónsul. Los Clapp, que tan amablemente la habían recibido apenas llegó,
también se habían contagiado.
No era posible contar con médicos, que trabajaban sin descanso en los
hospitales abarrotados. Los tratamientos domésticos que se les aplicaban a
los enfermos solían ser baños de mostaza, purgantes y, en los casos deses-
perados, opio para atenuar los síntomas de vómito y hemorragia. Atendido
por Mary hasta el final, con los escasos recursos que debía ofrecer una casa
llena de enfermos, John Bean murió. La pena de Mary debe de haber sido
enorme. Todas las circunstancias de su enamoramiento en el barco, las difi-
cultades de Buenos Aires, las cartas y luego los padecimientos de la enfer-
medad y la muerte estaban envueltos de un halo romántico inevitable. Por
añadidura, John había sido su único prometido, al menos el único que en-
contré mencionado entre los documentos de Mary Gorman.
John Bean no pudo recibir un funeral como los que acostumbraban hacer
los estadounidenses, porque todos sus familiares estaban enfermos o agoni-
zando, y nadie más podía querer asomarse a una casa infectada por la fiebre.
Durante los cinco meses de la epidemia, en las iglesias no se realizaron fu-
nerales ni servicios religiosos. Pudo haberlo enterrado John Sewell, su ami-
go canadiense, pero no hay certezas. También murió Edward, el primo de
John Bean, y cinco personas más de la casa, entre la familia y los emplead-
os. Solo cuatro habitantes de la quinta sobrevivieron.
Al tomar contacto con sus amigas de la ciudad, Mary se encontró con que
habían enfermado Anne, la menor las hermanas Dudley, y también su queri-
da Fanny Wood, mientras asistía a la familia del cónsul. Afortunadamente,
el ataque de fiebre amarilla que sufrió Anne fue leve y logró recobrarse,
atendida por su hermana. En ese período de enfermedad recibió las visitas
de Coolidge Roberts, un joven estadounidense negociante en cueros y en
madera que contribuyó, “cavando fosas y sepultando a amigos y
extraños”55, a sanear la ciudad de la peste.
Una vez sepultado John Bean, Mary fue a cuidar de Fanny Wood en la
casa del cónsul. La atmósfera que la rodeaba, con la casa llena de enfermos,
no debe de haber sido muy diferente a la desolación de la casa de los Bean.
Pero no estuvo mucho tiempo allí. Cuatro días después de haber enfermado,
Fanny murió en sus brazos.
Entre los objetos personales de Fanny Wood que el cónsul mandó a la fa-
milia en Estados Unidos estaba el anillo de oro que le habían obsequiado en
la escuela Rice y una carta de amor de Sylvanus Barrows, el prometido rec-
hazado. En los archivos de Middleboro, de donde eran oriundos Fanny y su
prometido, figura un capitán Sylvanus Barrows muerto en acción de guerra
en 1873, dos años después que ella.
La muerte de Fanny Wood, tras la de John Bean, debió de haber sido de-
moledora. Rodeada de devastación, Mary también se contagió la fiebre, de-
spués de haber vivido alrededor de un mes entre enfermos. Como era de es-
perar, una vez que Anne se recobró las chicas Dudley se apresuraron a
tomar un barco rumbo a su hogar en Boston. Viajaron en el buque Sarmien-
to, en una travesía bastante accidentada. A los pocos días de viaje, un mástil
cayó sobre la cabeza de Anne Dudley y le produjo una herida importante,
aunque sin consecuencias. No mucho después de su partida, el joven
Coolidge Roberts, que tanto había contribuido en el saneamiento de Buenos
Aires, viajó a Boston a visitarla. El antiguo novio de Anne Dudley, el

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