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Romero- “Breve historia contemporánea de la Argentina” Capítulo VIII - El impulso y su freno, 1983-1989 La ilusión democrática El nuevo presidente, Raúl Alfonsín, asumió el 10 de diciembre de 1983 y convocó a una concentración multitudinaria en la Plaza de Mayo, para cambiar con las tradiciones previas de continuidades y rupturas, desechó los “históricos balcones” de la Casa Rosada y eligió los del Cabildo. Pronto se puso de relieve no sólo la capacidad de resistencia de los enemigos vencidos, sino la dificultad para satisfacer todo tipo de demandas que la sociedad venía acumulando y esperaban ver resultas de inmediatas con la democracia. Pero los problemas subsistían y sobre todo los económicos. La economía se encontraba desde 1981 en un estado de desgobierno y casi de caos: inflación desatada, deuda externa multiplicada con fuertes vencimientos inmediatos y un Estado carente de recursos con fuerte limitación tanto para atender a las necesidades básicas como para dirigir la crisis. Si bien la incertidumbre acerca de la capacidad democrática se extendía a los poderes corporativos (militares, iglesias y sindicatos, casi todos habían quedado comprometidos con el régimen caído y se encontraban a la defensiva. Sus viejas solidaridades estaban rotas y faltaba un líder que articulara sus voces, de modo que se quedaron a la expectativa. El peronismo vivía una fuerte crisis interna previa a las elecciones agudizada luego de su primer derrota electoral, el sindicalismo se separaba de la conducción partidaria el peronismo político buscaba atacarlo desde la derecha o izquierda o ambos a la vez. El poder de Alfonsín era a la vez grande y escaso. Había alcanzado una proporción de votos como Yrigoyen o Perón ganando en conjunto la Cámara de Diputados, pero había perdido en el interior tradicional y no controlaba la mayoría del Senado. La UCR constituía una fuerza heterogénea obstaculizando muchas iniciativas de presidente, quien prefirió rodearse de intelectuales y técnicos recientes en la vida política, y de la Coordinadora, que avanzó en el manejo del partido y del gobierno. Le faltaba a la UCR el apoyo corporativo donde el peronismo tenía mayor presencia. El Estado carecía de eficiencia y aún de credibilidad para la sociedad. Al comienzo Alfonsín tenía una enorme fuerza: la civilidad, la propuesta de un Estado de Derecho al cual los corporativos deberían someterse y afianzar el conjunto de reglas e instituciones para resolver conflictos. Era poco y muchísimo: los civiles vivieron con euforia la poderosa y “boba” democracia pero implicaba “subsumir” intereses específicos peligrosos. Con estos respaldos, el gobierno debía elegir entre gobernar activamente confrontando con los intereses o privilegiar las soluciones consensuadas postergando problemas conflictivos. El gobierno eligió en general la primera alternativa, pero debió aceptar la segunda frente a la demostración de límites a su poder. En su diagnóstico los problemas políticos se privilegiaban a los económicos: lo fundamental era eliminar el autoritarismo y encontrar los modos auténticos de representación. Se atribuyó una gran importancia simbólica o real a la política de modernización cultural y educativa, la participación amplia y sobre todo el pluralismo. Se desarrollaron: programas de alfabetización masiva para culminar en un Congreso Pedagógico para determinar qué educación requería la sociedad. Se ejerció en los medios de comunicación la libertad de expresión y un cierto “destape” plural en formas y temas. En la Universidad y en el sistema científico se dieron muchos retornos de cerebros y se implementaron transformaciones para intentar resolver deseo de jóvenes de ingresar, sobre la base de excelencia académica y el pluralismo. La política se intelectualizó, Alfonsín recurrió ellos como asesores o funcionarios técnico y su discurso resultó moderno, complejo y profundo. El punto culmine de esta modernización cultural fue la aprobación de la ley que autorizaba el divorcio vincular (tema tabú) en 1987 y luego la patria potestad compartida. Los sectores más tradicionales de la Iglesia católica intentaron oponerse preocupados quizás por las consecuencias familiares. Pero en cambio se movilizó con éxito alrededor del Congreso Pedagógico defendiendo el pluralismo y la libertad de conciencia. La Iglesia, en 1981 definida por la democracia sin hacer crítica de su íntima relación con el gobierno militar, fue evolucionando hacia una creciente hostilidad al gobierno radical y un cuestionamiento al régimen democrático mismo. Lo que le molestaba era la poca injerencia en la enseñanza privada, l ley de divorcio y el tono en general laico del discurso cultural. El cambio decisivo fue la orientación general dada a la Iglesia por el Papa Juan Pablo II decidido a dar batalla al integrismo de la comunidad católica con centro en lo cultura. Ello fue asumido por los obispos más conservadores culpando a la democracia de los males del siglo: droga, terrorismo, aborto o pornografía. El discurso ético de democracia, paz, derechos humanos y solidaridad internacional fue puesto al servicio de una reinserción del país en la comunidad internacional. Ellos se expresó en la gran popularidad del presidente en distintos lugares del mundo, utilizados para afianzar y fortalecer las instituciones democráticas locales, aún precarias. Las principales cuestiones fueron por un lado con Chile por el Beagle se ratificó por referéndum popular no vinculante, frente a resistencias, el laudo papal (que los militares no se atrevieron a rechazar) que corroboró el consenso a una solución pacífica e inmediata. En Malvinas, se recuperó terreno en la opinión pública erosionado por la dictadura, obteniendo votaciones en Naciones Unidas cada vez más favorables, aislando al gobierno británico. Junto con ello, Argentina se propuso a mediar conflicto en Centroamérica, entre ellos la cuestión en Nicaragua. Actuando con independencia, dialogando con países no alineados (club de deudores) y reivindicando principios pero absteniéndose de enfrentamientos, el gobierno mantuvo una buena relación con el gobierno norteamericano, quienes apoyaron nuestros intentos de estabilización económica. La corporación militar y la sindical El camino se dificultó cuando se afrontaron los problemas de las dos corporaciones opositoraas: la militar y la sindical. En ambos terrenos quedó pronto claro que el poder era insuficiente para forzar sus reglas. El grueso de la sociedad se fue enterando de las atrocidades de la represión evidenciadas tanto en denuncias judiciales como en informes realizados por la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) constituida por el gobierno y Ernesto Sabato cuyo texto difundido masivamente Nunca más resultó incontrovertible. La inmensa mayoría los repudió masivamente. La derrota en la guerra de Malvinas, sumado al fracaso político y las divisiones entre fuerzas debilitaba la institución militar que sin embargo, no había podido ser expulsada del poder. Los militares por su lado, reivindicaban su éxito en la “guerra contra la subversión”, rechazando las condenas de la sociedad y recordando que su acción conto con un apoyo generalizado. Alfonsín había sido parte de los más enérgicos defensores de los derechos humanos durante el Proceso y sin duda compartía los reclamos generalizados de justicia, pero se preocupaba también de encontrar la manera de subordinar las FFAA al poder civil de una vez por todas. Por ello se propuso algunas difíciles distinciones: separar el juicio a los culpables del juzgamiento a la institución parte del Estado y poner límites, deslindando responsabilidades entre quienes: dieron las órdenes, se limitaron a cumplirlas y quienes se excedieron. Se trataba de concentrar el castigo en las cúpulas y aplicar al resto la obediencia debida. El gobierno confiabaen que las FFAA se comprometerían con esta propuesta intermedia entre los foraces reclamos civiles y las dominantes pretensiones militares. Para ello se reformó el Código de Justicia Militar, estableciendo una instancia castrense primero y luego una civil, y se dispuso el enjuiciamiento a las tres primeras Juntas Militares, a lo que se sumó la cúpula de las organizaciones ERP y Montoneros. Se trataba de un difícil camino entre dos intransigencias. En el ’84 los tribunales castrenses proclamaban la corrección de lo actuado y allí fueron pasadas por el Ejecutivo a los tribunales civiles dando lugar en abril de 1985 juicio público a los ex comandantes. El juicio que duró todo el año terminó de revelar las atrocidades. Comenzaron a escucharse algunas voces que defendieron la acción de militares y reclamaron su amnistía. El fallo condenó a los ex comandantes, negó que hubiera guerra alguna que justificara su acción y distinguió entre las responsabilidades de cada uno de ellos, dispuso continuar la acción penal contra los demás. Los militares habían quedado sujetos a la ley civil, pero no clausuraba el tema pendiente entre la sociedad y la institución militar. La justicia siguió activa dando curso a múltiples denuncias contra oficiales. La convulsión interna en las FFAA, especialmente en el Ejército, empezó a tomar un nuevo eje; y el gobierno, por su parte inició un largo y desgastante intento por poner límites a la acción política. Se trataba de una decisión meramente política, ni ética ni jurídica, basado en un cálculo de fuerzas que demostró ser bastante ajustado. Así: Ley de Punto Final (límite temporal a las citaciones judiciales, generando rechazo de todos: derecha por no conceder amnistía, peronistas y liberales por no cargar con sus costos políticos) y La Obediencia Debida. En este contexto se dio lugar al episodio de Semana Santa de 1987. Un grupo de oficiales encabezados por Aldo Rico se acuarteló en Campo de Mayo, exigiendo una solución política a la cuestión de las citaciones y en general a una reconsideración de la conducta del Ejército. Estos levantamientos no cuestionaban el orden constitucional, ni tenían apoyo de la sociedad civil. Cuestionaban en cambio, la propia conducción del Ejército: los generales culpaban a los subordinados y los responsabilizaban de la derrota en Malvinas. La reacción de la sociedad fue una movilización unánime y masiva, y se mantuvieron en vigilia los cuatro días que duró el episodio. Todos los partidos políticos y todas las organizaciones de la sociedad apoyaron al orden institucional y firmaron el Acta de Compromiso Democrático rodeando al gobierno. Pero ello no fue suficiente para que militares se doblegaran ante la sociedad, aunque ninguno se animó a reprimir. Esos días se dieron intensas negociaciones hasta que Alfonsín se entrevistó con los amotinados en Campo de Mayo. Se llegó a un extraño acuerdo: simplemente cumplir la ley de Obediencia Debida. Pero para la sociedad apareció como una rendición, significó el desencanto, fin de la ilusión democrática: la civilidad era incapaz de doblegar a los militares. Y para el gobierno, significo el fracaso de resolver el enfrentamiento de manera digna y el comienzo de un largo y desgastante calvario. Comparativamente, el combate con la corporación sindical fue menos heroico. El poder de los sindicalistas se hallaba debilitado por la derrota electoral del peronismo, rechazo de la sociedad a las prácticas corporativas más la división entre dirigentes. Por otra parte la situación era institucionalmente precaria, su legislación barrida por régimen militar. El gobierno se propuso aprovechar esa debilidad relativa como respaldo a la civilidad y se lanzó a democratizar los sindicatos para abrir espectro de corrientes: voto secreto, directo y obligatorio, representación de minorías, limitación de la reelección y la fiscalización de los comicios por el Estado. El ministro Mucci (veterano socialista) proyectó la ley en marzo de 1984, pero la misma si bien fue aprobada por la Cámara de Diputados, el Senado la rechazó por un único voto. De inmediato el gobierno se flexibilizó en la negociación con ellos y a medios de 1985 se había re-establecido las viejas direcciones. El impulso civil y democrático del gobierno experimentó un temprano y fuerte enfrentamiento del poder sindical reconstituido apoyados en las crecientes dificultades económicas. Entre 1984- 1988 la CGT organizó 13 paros generales, presiones intensas apoyado en las indudables tensiones sociales, pero con carácter dominantemente político. Los sindicalistas lograron expresar de manera unificada el descontento social, integrando sectores no sindicalizados como los jubilados, empresarios, la Iglesia y los grupos de izquierda. Los reclamos fueron poco coherentes y solo se unificaban en un ataque contra el gobierno. Esta etapa se caracterizó por el secretario general de la CGT Saúl Ubaldini al que su escaza fuerza propia lo convertía en un punto de equilibrio entre las distintas corrientes que dividían al sindicalismo. El gobierno abrió permanentemente espacios para el diálogo, pero sin discutir lineamientos económicos pudo resistir el embate sindical: se valió del apoyo consistente de la civilidad por un lado, y de la escasa presión de otras fuerzas corporativas. Aperturas de distintos frentes de oposición (algunos militares) impulsaron al gobierno a concertar un grupo de sindicatos “los 15” que incluían los más importantes de la actividad privada y de las empresas del Estado, nombrando a uno de sus dirigentes en el ministerio de Trabajo. A cambio de importantes concesiones que organizaban la actividad sindical, el gobierno obtenía poco: una relativa tregua social y un eventual apoyo político que nunca se concretó. Quizás también un respaldo militar. El plan austral Aunque al principio pareció menos urgente que lo político, los problemas económicos eran extremadamente graves. La inflación estaba institucionalizada y junto con el déficit fiscal y la deuda externa constituían la parte más visible del problema que se prolongaba en una economía estancada, cerrada e ineficiente y fuertemente vulnerable en lo externo: escaseaban los empresarios dispuestos a arriesgar y apostar al crecimiento. La deuda externa seguía creciendo por acumulación de intereses (el flujo de préstamos se cortó en 1981). Esas obligaciones se refinanciaban sólo cuando contábamos con la buena voluntad del FMI, que a cambio exigía la adopción de políticas orientadas a aumentar la capacidad del pago de servicios. El Estado a su vez afrontaba un déficit creciente, cuyo origen lejano podría ubicarse en la extensión de servicios sociales de épocas de bonanzas, más la reciente caída espectacular de sus recaudaciones. Sin créditos externo ni interno- todos ahorraban en dólares- y sin fondos de donde tomarlos como excedentes de comercio exterior o jubilaciones, la inflación era permanente y afectaba la propia capacidad del Estado para gobernar efectivamente la economía y la sociedad. Durante el primer año de gobierno radical la política económica orientada por el ministro Grinspun se ajustó a las fórmulas dirigiste y redistributivas clásicas que en sus raíces radicalismo compartía con el peronismo. Mejoras de remuneraciones de los trabajadores junto con créditos a medianos empresarios sirvió para reactivar el mercado interno. Se incluyeron controles estatales del crédito, mercado de cambios y precios e importantes medidas de acción social como el Programa Alimentario Nacional. Con todo ellos se trato de mejorar sectores pobres y medios y satisfacer medidas de justicia social proclamadas en campaña. De todos modos con tales políticas se generó la oposición de sectores empresarios por un lado y de resistencia de la CGT de raíz definidamente política., en una puja por la distribución de ingresos. Parecían insuficiente semejantespolíticas en el nuevo escenario configurado desde 1975: deterioro del aparato productivo incapaz de reaccionar a la demanda, la magnitud del déficit fiscal y la deuda externa (pidiendo buena voluntad para proteger democracia o amenazando con “club de deudores” latinoamericano, ambos inconducentes). A principios de 1985 cuando amenazaba la hiperinflación, la conflictividad social (de la CGT por un lado y de empresarios de la mano de Alsogaray y el ex presidente Frondizi) y la disconformidad externa Alfonsín designo como ministro a Souttouile quien necesito cuatro meses para implementar su Plan Austral finalmente en mayo 1985. Objetivos: superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el corto plazo. Urgentemente, detener la inflación. Se congelaron simultáneamente precios, salarios, tarifas de servicios púbicos, se regularon cambios y tasa de interés y se suprimió la emisión monetaria para equilibrar el déficit fiscal (suponiendo rígida disciplina de gastos e ingresos) y se eliminaron los mecanismos indexatorios. Se cambiaba la moneda y el peso era reemplazado por el austral. El plan fue elaborado por un equipo técnico de excelente nivel pero alejado del partido gobernante como de cualquier gran grupo de interés. Como logró frenar la inflación y no afectó específicamente a ningún sector de la sociedad, obtuvo el apoyo general. El ajuste fiscal fue sensible pero no dramático, no hubo despidos, la recaudación mejoró como consecuencia de la reducción de la inflación lo cual, sumado a la predisposición de pagar, calmó las exigencias de acreedores externos. Se trataba del “plan de todos” entre todos y sin dolor, y el gobierno tuvo su premio en las elecciones de noviembre 1985 que significó el apoyo de la civilidad, las cuestiones económicas habían pasado a un primer plano. La placidez duró poco. Ya desde fines de 1985 se advirtió la vuelta de la inflación: influyeron las dificultades del sector externo por el derrumbe del precio de cereales y se sumó el indisciplinamiento social que requería el plan, sensible a intentos de modificar los precios relativos. Renacieron las pujas redistributivas: entre la CGT contra el congelamiento salarial, y los empresarios en contra del congelamiento de precios. En el fondo, nada había cambiado demasiado, el plan no preveía cambiar las condiciones de fondo. Por ello se intentó reactivar la inversión extranjera y se esbozaron planes de reforma fiscal más profunda, privatizando empresas estatales y desregulando la economía. Todo ello chocaba con ideas muy firmes tanto del radicalismo con el peronismo de donde surgieron bloqueos a las iniciativas. Cualquier rumbo diferente al Plan Austral hubiese significado la necesidad de encarar soluciones de fondo y allí el gobierno descubría que sus bases de apoyo eran más tenues que las creídas. Quizás por eso a principios de 1987 agudizado el conflicto, el gobierno decidió recostarse en los grandes grupos que había enfrentado: ofreciéndole a un sindicalista el cargo de Ministro de Trabajo y a un grupo de grandes empresas la dirigencia de empresas públicas, a esto se agregó un político radical de militancia rural a cargo de la secretaría de Agricultura. Se renunciaba al sueño de controlar las corporaciones y se cerraba la etapa de ilusión de interés público por uno de intereses particulares y entre ellos, los más poderosos. Ventajas e inconvenientes de la nueva política se balancearon, en 1987 con último desafío civil se constató que la democracia estaba salvada. En julio del 87 el gobierno encaró un nuevo plan de reformas (avalado por el Banco Mundial) que procuró conciliar la necesidad de ajustar intereses del Estado con los de los grandes empresarios. Reforma impositiva más dura, acompañada de privatización de empresas estatales y una reducción de gastos. Pero este intento nació sin la fuerza electoral para sustentarlo, el peronismo se negó a respaldar reformas con costo social evidente. Con la conciliación con las corporaciones, la UCR sufrió un deterioro de la imagen ante la civilidad y a la vez un fracaso en el terreno económico donde la inestabilidad y la sensación de falta de gobernabilidad fueron crecientes. La apelación a la civilidad Inicialmente el gobierno radical solo había sido “tolerado” por las grandes corporaciones de modo que debía respaldarse en su poder institucional. Pero allí también su apoyo era limitado, particularmente en el Congreso donde los dos grandes partidos tenían la posibilidad de vetarse recíprocamente y los acuerdos se dificultaban cuando cada uno procuraba desempeñar con eficacia sus respectivos papeles de oficialismo y oposición. Esto planteaba un problema para el gobierno tanto para solucionar problemas de crisis como de institucionalización. A menudo el gobierno adoptó una suerte de vía media entre ambas alternativas (gobierno efectivo o conciliación institucional). Lo grandes apoyos eran: el radicalismo y el amplio conjunto de civilidad. Este último era mucho más inestable, pero dadas las circunstancias tenía inicialmente un gran poder. La Unión Cívica Radical había sido tradicionalmente el lugar de esta fuerza, pero también era un partido complejo y fragmentario, donde se representaban diversos intereses, difícil de unificar. Desde 1983 Raúl Alfonsín estableció un fuerte liderazgo, su agrupación interna el Movimiento de Renovación y Cambio (donde se disputaba l conducción con Balbín) era una red de alianzas personales poco consistentes para establecer programas, pero eficaz para elecciones. Mas notable fue la acción de un grupo de dirigentes jóvenes llamada la Junta Coordinadora Nacional (La coordinadora) surgido en 1968 con una confluencia de tradiciones socialistas y antiimperialistas, aportando ideologías al discurso y capacidad de organización y movilización de masas. Alfonsin los convocaba con el programa de la Constitución, y ellos aportaron numerosos cuadros, ganando poder y resistencias internas. El pacto entre Alfonsín y la civilidad se selló en la campaña 1983, y consciente de que ese era su capital político los convocó en referéndum para sensibles temas: el canal de Beagle y la reforma del Plan Austral. Pero principalmente trabajó sobre la educación de la civilidad como actor político maduro y consciente, dotando a Alfonsín del apoyo intelectual. Estaba convencido que el único gobierno legítimo, era el que se basaba en convencimiento de la sociedad por argumentos racionales. Sus propuestas y discursos acerca del pacto democrático compartían la inquietud de constituir un proyecto democrático y modernización común, donde convergieran distintas fuerzas comunes en lo que comenzó a designarse el “tercer movimiento histórico” (Después de Yrigoyen y Perón). Pero nunca llegó a explicitarse ya que suscitó resistencias internas. Se temía la combinación de la fuerte movilización con un marcado protagonismo presidencial en armonía con un proyecto democrático. El gobierno tenía la opción de atenerse a normas republicanas o combinar el apoyo presionando al Congreso desde la Calle. Pero las convicciones de Alfonsín lo frenaron en el segundo intento enfatizando la primera vía. Las frágiles bases de su apoyo residían en la coherencia y tensión de esa civilidad, la cual pronto fue corroída por el surgimiento de los intereses sectoriales por la primacía de las cuestiones económicas y surgimiento de nuevas alternativas políticas desde la izquierda y desde la derecha: -Desde la izquierda surgía el Partido Intransigente, que se ubicaba en el mismo terreno de Alfonsín pero agregando consignas nacionalistas y antiimperialistas. Este se disgregó y fue absorbido por el peronismo renovador. - Por la derecha había crecido la Unión del Centro Democrático, fundado por Alsogaray, veterano liberal. Sus ideas estaban de apogeo en el mundo, principalmente entre jóvenes, pero su éxito electoral fue relativo(solo en la Capital), logró constituirse como tercera fuerza. Más rotundo fue su éxito ideológico: la crisis económica ponía de relieve la necesidad de soluciones de fondo y el liberalismo constituía una alternativa fácil y atractiva con capacidad de señalar los males del estatismo y el dirigismo. Compitió con éxito con Alfonsín en el área de la educación. Al competir por la opinión pública contribuyeron a reforzar la institucionalidad. Algo similar ocurrió con el peronismo luego de una inicial vacilación: - Quienes quisieron combatir al gobierno desde las viejas posiciones nacionalistas de derecha: Iglesias a l cabeza, alentaron el acuerdo de políticos y sindicalistas con militares y sus voceros: se opusieron al acuerdo con Chile. - El peronismo renovador con figuras como Cafiero, Grosso, De la Sota y Menem proponían adecuar el peronismo al nuevo contexto democrático, insertarse en la civilidad y agregarle demandas sociales tradicionalmente asumidas por peronismo. No solo inscribían al peronismo en el juego democrático, sino que parecían crear condiciones de posible alternancia entre partidos. El fin de la ilusión 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de Semana Santa representó la culminación de la participación de la civilidad frente al máximo de tensión entre ambos factores de poder, en Pascuas se concluyó con la ilusión del poder ilimitado de la democracia. Además, con la negociación de los diferentes intereses, Alfonsín perdió el liderazgo sobre la civilidad y las mayores ganancias resultaron para el peronismo renovador. En clima de crisis y deterioro económico y de inflación, el radicalismo perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y el control de las gobernaciones, con excepción de Córdoba y Rio Negro junto con la Capital Federal. El gobierno sintió fuertemente el impacto de una derrota que cuestionaba su misma legitimidad y capacidad de gobernar. En julio de 1989 las dificultades de gestión fueron crecientes. El plan económico de julio dio un momento de respiro decido a la aceptación peronista a compartir posibilidades para la aprobación de nuevos impuestos necesario, pero no acompaño en las transformaciones de fondo: privatizaciones de modo que la credibilidad fue escasa y al inflación reapareció con fuerza. En el mismo partido se alzaron voces opositoras proponiendo rápidamente como candidato alternativo a Angeloz (gobernador de Córdoba). La cuestión militar tuvo dos nuevos episodios primero porque la situación de los oficiales seguía irresoluta y se disponían aprovechar la debilidad del gobierno. En 1988 nueva movilización aunque menos apoyada por civiles ni militares, encabezada por Aldo Rico quien luego fue perseguido por el Ejército, rendido y encarcelado. A fines una nueva movilización “héroes de las Malvinas” encabezada por Seineldín jefe de los “carapintada”, reclamando amnistía y reivindicación de las instituciones. Quedaba claro que el gobierno, no había logrado conformar ni a la civilidad ni a los oficiales, fracasando en reconciliar a la sociedad de las FFAA. En 1989 un grupo terrorista asaltó el cuartel de La Tablada en el Gran Buenos Aires y el Ejército encontró la ocasión para demostrar la fuerza aniquilando a todos los asaltantes se podía dilucidar que a la larga, la cuestión se solucionaría con la reivindicación de los militares y el olvido de la “guerra sucia” fracasando la civilidad. En el terreno político tampoco se satisfizo la civilidad, ya que luego de la derrota de 1987 creció la figura de Cafiero, gobernador de Buenos Aires y presidente del Partido Justicialista, jefe del grupo Renovador, quien se perfilaba como sucesor de Alfonsín. Ellos hicieron su partido a imagen y semejanza del alfonsinismo: respeto a la institucionalidad republicana, propuestas modernas y democráticas, elaborado por sectores intelectuales, distanciamiento de corporaciones y acuerdos mínimos con el gobierno. Quizás por eso el candidato rival del peronismo, Menem surgió como cultor del estilo político más tradicional: mostró capacidad de reunir a todos los segmentos del peronismo, desde dirigentes sindicales hasta militantes de extrema derecha o izquierda de los setenta, sumados todos caudillos o dirigentes locales. Como dijo Sidicaro, se trataba de una “anti-elite” que hería la sensibilidad de la civilidad democrática. Con esta imagen y sin necesidad e propuestas, ganó la elección interna y tejió en privado alianzas con grandes intereses corporativos: Iglesia, FFAA , grupo Bunge y Born. Y al público, apeló con un mensaje mesiánico al mundo de los “humildes” prometiendo “la revolución productiva” y el “salariaso”. Si en el voluntarismo se acercaba al estilo de Alfonsín, todo lo demás lo diferencia. Nadie sabía que haría pero sí que sería pragmático y poco pegado a programas. Angeloz criticó a Menem aprovechando el temor que despertaba en muchos, pero criticaba también a Alfonsin acentuando propuestas liberales y un recorte de la beneficencia estatal. Con estas alternativas era inevitable el triunfo del candidato opositor, pero faltaba el último ingrediente: el Plan económico “Primavera” lanzado en 1988 congelando precios, salarios y tarifas y declarando la intención de reducir drásticamente el déficit fiscal. El mismo marchó de entrada con dificultades. Se trataba de una situación explosiva, que reposaba en la confianza en la capacidad del gobierno para mantener la paridad cambiaria. Esto sumado a la Tablada y a la limitación de crédito del Banco Mundial y el Fondo Monetario (recomendado por el justicialista Domingo Cavallo), llego la hiperinflación. En este clima se votó el 14 de mayo de 1989 y el partido justicialista obtuvo un rotundo triunfo y Calos Menem quedó consagrado como president . A fines de mayo la hiperinflación tuvo sus primeros efectos drásticos: asaltos y saques, y después de ello Alfonsín renunció para anticipar el traspaso del gobierno que se concretó el 9 de julio, seis meses antes del plazo constitucional. La imagen de 1983 se había invertido y Alfonsín se retiraba acusado de incapacidad y de claudicación.
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